SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número45  suppl.1Reflexiones en torno a la paradiplomacia tras cuarenta años de democracia en ArgentinaDemocracia más allá de las elecciones: giro afectivo hacia la participación para gestionar la complejidad índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

  • Não possue artigos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Temas y Debates

versão On-line ISSN 1853-984X

Temas debates (En línea)  no.45 supl.1 Rosario  2023

 

Artículos

La democracia se vacía de significado: Argentina 1983-2023

Democracy is emptied of meaning: Argentina 1983-2023

Hugo Quiroga1 

1Investigador superior del Consejo de Investigaciones de la Universidad Nacional de Rosario, Argentina y docente en la Universidad Nacional del Litoral, Argentina.

Resumen

El rostro de la democracia argentina se ha modificado en el tiempo, como formas de relación de un modo de vida. Esas formas son ideas, percepciones que designan una temporalidad, una duración, vinculadas a nuestros logros y desaciertos. Sin embargo, ese rostro ha mantenido sus rasgos con relación a la regularidad de los procesos electorales, pero con el paso del tiempo y ante señales de fracasos gubernamentales, los ciudadanos acentúan la desconfianza y restringen los apoyos rutinarios de las elecciones. Los procesos eleccionarios no pueden ser el único principio que sostiene la democracia. Aquí no se agota la razón de ser de la democracia. El declive de la democracia es evidente, pero ¿podríamos afirmar sin más que ha sido vaciada de los contenidos fundamentales que le otorgan significado? La democracia argentina atraviesa por su peor crisis desde 1983, con una diferencia importante con respecto de las anteriores: no hay revueltas sociales. No obstante, ¿qué es lo que celebramos, entonces, cuando pasamos de crisis en crisis durante cuarenta años? ¿Qué es lo que nos convoca a esta conmemoración cuando hoy vivimos atravesados por un tiempo social que nos provoca desasosiego, malestar, frustración, pobreza extrema, apatía electoral, inseguridad? Somos, ¿lo que podemos ser?

Palabras clave: democracia; sentido; crisis; desconfianza

Abstract

The face of Argentine democracy has been changing over time, as forms of relationship of a way of life. These forms are ideas, perceptions that designate a temporality, a duration, linked to our achievements and failures. However, that face has maintained its features in relation to the regularity of the electoral processes, but with the passage of time and in the face of signs of government failure, citizens accentuate their mistrust and restrict routine support for the elections. These cannot be the only principle that sustains democracy. The raison d'être of democracy does not end here. The decline of democracy is evident, but could we simply say that it has been emptied of the fundamental contents that give it meaning? Argentine democracy is going through its worst crisis since 1983, with an important difference with respect to the previous ones, there are no social riots. But what do we celebrate, then, when we go from crisis to crisis for forty years? What is it that calls us to this commemoration when today we live through a social time that causes us restlessness, discomfort, frustration, extreme poverty, electoral apathy, insecurity? We are, what can we be?

Keywords: democracy; sense; crisis; mistrust

La democracia argentina atraviesa su peor crisis desde 1983, con una diferencia importante con respecto a las anteriores: no hay revueltas sociales. No obstante, ¿qué es lo que celebramos, entonces, cuando pasamos de crisis en crisis durante cuarenta años? ¿Acaso un estado de ánimo que despliega una atmósfera de crisis recurrentes? ¿Qué es lo que nos convoca a esta conmemoración cuando hoy vivimos atravesados por un tiempo social que nos provoca desasosiego, malestar, frustración, pobreza extrema, apatía electoral, inseguridad? Somos, ¿lo que podemos ser?

Aun en un clima como el actual, de extrema polarización y de conmoción de nuestra vida política y social, continúa en vigencia desde 1983 el principio de legitimidad democrática. Al mismo tiempo, funcionan periódicamente las elecciones competitivas, que abren la puerta a la alternancia política. Sin esta alternancia no hay democracia liberal, ya que requiere de reglas claras, así como de métodos libres y transparentes. Sin la lógica de la competición política y del principio de igualdad política -una persona, un voto- no existiría la democracia. Todo esto no es algo menor en un régimen democrático que, con sus altibajos, funciona de esta manera desde su instauración en diciembre de 1983. Sin duda, es un buen motivo para conmemorar, sobre todo si tenemos en cuenta la tutela militar ejercida durante décadas sobre el sistema político en el siglo XX.

El rostro de la democracia argentina se ha modificado en el tiempo, como formas de relación de un modo de vida. Esas formas son ideas, percepciones que designan una temporalidad, una duración, vinculadas a nuestros logros y desaciertos. Sin embargo, ese rostro ha mantenido sus rasgos con relación a la regularidad de los procesos electorales, pero con el paso del tiempo y, ante señales de fracasos gubernamentales, los ciudadanos acentúan la desconfianza y restringen los apoyos rutinarios de las elecciones. Los procesos eleccionarios no pueden ser el único principio que sostiene la democracia. Aquí no se agota la razón de ser de la democracia. El declive de la democracia es evidente, pero ¿podríamos afirmar sin más que ha sido vaciada de los contenidos fundamentales que le otorgan significado?

El edificio democrático se levanta sobre algunos pilares fundamentales que son la base de su instauración en 1983: los Derechos Humanos, el régimen electoral, la representación, la intermediación partidaria, la igualdad social. Sabemos que la democracia no es algo dado, es como la hacemos, no hay nada artificial. No hay, pues, mito democrático ni ingenua causa final justa que conduzcan al triunfo. En verdad, son los dirigentes y la ciudadanía los arquitectos presentes y futuros del edificio democrático.

El juicio a las Juntas Militares

En 1983 nacía la época de la “democracia como ilusión”, durante el gobierno de Raúl Alfonsín. El discurso ético-político que acompañó a Alfonsín durante la campaña electoral estuvo basado en dos ejes centrales: la Constitución Nacional y los Derechos Humanos. El Preámbulo de la Constitución Nacional, que el candidato radical recitaba ante miles de ciudadanos, se sumaba a la promesa de juzgar a los responsables de la violación de los Derechos Humanos. El acta fundacional de la instauración democrática fue el juicio a las Juntas Militares, responsables de las atrocidades y crímenes cometidos entre 1976 y 1983, con treinta mil desaparecidos. A la vez, recibió el apoyo de la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), que recibió denuncias y pruebas para ser remitidas a la justicia. Dicho organismo, creado por decreto presidencial del 15 de diciembre de 1983, fue presidido por Ernesto Sabato, pero el peronismo no formó parte. El Informe de esa labor, titulado Nunca Más, se entregó al presidente Alfonsín en septiembre de 1984.

Con el juicio a las Juntas, el presidente Alfonsín no solo buscó condenar las atrocidades cometidas por la dictadura, sino que se propuso también una ruptura con el pasado autoritario. Procuró finalizar con cincuenta años de autoritarismo militar. El gobierno de Alfonsín derogó la “ley de autoamnistía” dictada por la Junta Militar, y que el candidato del peronismo, Ítalo Luder, no estaba dispuesto derogar si alcanzaba el Sillón de Rivadavia. De esta manera, el gobierno de Alfonsín puso fin a la impunidad y juzgó la violación de los Derechos Humanos.

La representación, el punto débil de la democracia

Democracia y representación se unieron en la modernidad, y desde entonces esa relación ha sido problemática, tensa. La democracia ha sido definida, para una extensa y gravitante tradición de pensamiento, como un gobierno de la minoría que ejerce su poder mediante la invocación del nombre de la mayoría. Precisamente, la delegación del poder autoriza a esa minoría a mandar, y ese derecho es conferido por las elecciones. La legitimidad del poder democrático se halla en el principio electivo. Sin embargo, una de las tensiones que sacude a la modernidad política es que proclama al pueblo como “soberano”, pero lo separa del poder de decisión, que pasa a manos de una minoría. El resultado es un “pueblo soberano” despojado de poder. Quizá la desaprobación más radical de la representación liberal provenga de la teoría de la usurpación. El mecanismo de representación, en definitiva, usurpa el poder al pueblo al rechazar la idea de su ejercicio colectivo y directo.

Con la modernidad, por tanto, un selecto grupo de ciudadanos actúa en nombre del cuerpo social y toma las decisiones. De ahí, la tan necesaria como imposible función de la representación. ¿Cómo el pueblo puede ser soberano y súbdito a la vez? Se nos hace presente la idea de autogobierno de los antiguos. La respuesta de Rousseau, como sabemos, se halla en la idea de la voluntad general. La argumentación de Rousseau dio lugar a los más encontrados debates, que continúan hasta el presente. La idea de la intervención directa del pueblo en la toma de decisiones sería imposible en la modernidad. Implicaría una vuelta al concepto de autogobierno, a la sociedad que se gobierna a sí misma, sin los partidos como intermediarios de la representación, y sin ninguna otra forma de representación.

En rigor, lo que “inventa” la democracia moderna es la presencia de una comunidad electoral, una comunidad de ciudadanos con derechos políticos, fundada en el sufragio electoral y en la igualdad política que se aleja de la antigua comunidad orgánica. El pueblo no existe como sujeto empírico, como sujeto político que se reúne después de las elecciones, para tomar decisiones. Por tanto, el pueblo no puede ser representado; en cambio, los electores sí, a través de sus representantes, que son quienes participan en la gestión del Estado.

Lo cierto es que ya no existe una sola forma de representación, la establecida por el sufragio universal. Sin duda, esta es la forma que genera obediencia, legitima la democracia y le otorga visibilidad. El concepto de representación se ha extendido y se proyecta en otras formas de expresión ciudadanas, que ejercen una función de representación. Son maneras informales (asociaciones cívicas diversas, movimientos sociales, movimientos piqueteros), que dan muestra de su distancia de las representaciones instituidas (los partidos tradicionales, los sindicatos). Por consiguiente, la política se ha informalizado.

El rol de las nuevas tecnologías de la información y comunicación, Internet y la telefonía móvil, el poder de la opinión pública, la pobreza, replantean la discusión sobre los principios y valores de la democracia liberal, sobre sus fundamentos, y no solo sobre su desempeño. La sociedad se presenta cada vez más libre y emancipada de la representación partidaria. El centro de gravedad de la vida política se modifica: los partidos y el parlamento deberán renovar sus capacidades y funciones si pretenden adaptarse a los nuevos tiempos.

Acontece también una virtualización de la política, a partir de una revolución comunicacional que ha redefinido las fronteras del espacio público. Con el aporte de Internet y la telefonía móvil estamos ante una pregunta y una discusión abierta. Por el nuevo régimen de comunicación electrónica no estamos ya donde creíamos estar; la noción de tiempo y espacio es otra. Asoma en el paisaje político una autonomía expresiva de los ciudadanos, en el marco de una vigilancia participante, como una manera de autorrepresentación democrática. Hoy, los ciudadanos pueden prescindir de los partidos; no son ya la única instancia para entrar en la política.

La crisis de representación es permanente en los gobiernos democráticos, pero de grado y magnitud diversas. La Argentina sufrió un derrumbe del régimen de representación sin precedentes a fines del año 2001 y en 2002. Fue un ejemplo muy claro de lo que implicó la distancia representativa. La separación entre gobernantes y gobernados se manifestó con una conmoción profunda a partir de diciembre de 2001, con señales previas y claras en las elecciones generales de octubre de ese año. El que reaccionó con vehemencia fue el cuerpo social completo y se produjo un derrumbe del sistema de representación. Detrás de esa reacción colectiva se encontraba agazapada la violencia. En efecto, la ira enardeció tanto a los ciudadanos que los dirigentes políticos no podían circular libremente por las calles ni asistir a lugares públicos sin temor a ser agredidos o repudiados, mientras el Congreso de la Nación permaneció vallado durante un buen tiempo. La reacción ciudadana golpeando cacerolas, la convocatoria de las asambleas vecinales y la protesta de los piqueteros en las calles fue una visible demostración del hundimiento del sistema de representación. La consigna “que se vayan todos”, coreada masivamente en las calles, fue el símbolo de la indignación y la negativa a entablar una conversación pública, que se consideraba ya agotada, con los dirigentes tradicionales.

Con todo, la renovación política tan aclamada por la sociedad y prometida por el gobierno no se realizó, y al final del proceso se quedaron todos. Bajo ese clima de incertidumbre e inestabilidad, algunos analistas plantearon que las elecciones formaban parte de la crisis antes que de la solución. Sin embargo, la salida electoral de 2003 resultó una opción adecuada para encauzar una complicada situación que guardaba hondas contrariedades en el campo político y económico, cuyos efectos devastadores amenazaban con la cohesión social. Tal salida, que implicaba continuar con el camino de la democracia y sus consultas rutinarias, permitió aglutinar a una sociedad que deseaba superar una realidad que hacía temblar la propia estabilidad del Estado. Tal vez fue el signo de maduración política de una sociedad que anhelaba tranquilidad y estabilidad, al tiempo que escapaba del vacío y de la ausencia de otra alternativa.

Ahí, como nunca, democracia y elecciones confluyeron en una idea unitaria, la democracia electiva: la creación de una voluntad política pública como respuesta a la crisis. En esa especial circunstancia histórica, la relación de la ciudadanía con la política pasó principalmente por el voto. Hubo en esas circunstancias una toma de conciencia en el comportamiento ciudadano que reveló el cuidado que puso en la atención de la cosa pública. Entre las grandes instituciones de poder de la sociedad emerge, en momentos de peligro, el poder electoral.

La dislocación del sistema político

La crisis de 2001 derivó en la fragmentación del sistema de partidos, la disolución de las identidades políticas, y la fluctuación del voto. Desde entonces, se impone con fuerza la política de las coaliciones. Se afirma en adelante la bipolarización ante el bipartidismo que quedó atrás, en el pasado. Así, en el curso de los últimos años, el sistema político mostró su rostro más desquiciado, el mercadeo, las coaliciones flotantes y la dispersión de los partidos políticos. Aunque subsista, atrás quedó el mercado político que singulariza las democracias liberales, en cuanto organiza el sistema de competición electoral.

La operación del “mercadeo” se instaló en la política argentina, con sus disputas y acuerdos, la práctica de toma y daca entre candidatos de las diversas fracciones, algo que resulta tan visible en la escena pública y tan poco gratificante para la ciudadanía, que pone en evidencia el aumento del escepticismo, la ira o el hastío. No hay que olvidar que se gobierna en una situación de visibilidad permanente, como los hechos lo demuestran cotidianamente en la opinión pública. Así, la denominada “democracia de trueque”, que evoca un suelo de malestar, que no se sustenta ni en principios ni programas, adquiere plena visibilidad.

La política actual conjuga el extraordinario poder personal de algunos de sus dirigentes más destacados, supuestos garantes de la previsibilidad, con la implosión de los partidos. En la medida en que la institución-partido se diluye, se acentúa la personalización del poder. Es un punto de fractura en un sistema en el que los partidos desde hace tiempo dejaron atrás las funciones de intermediación entre el Estado y la sociedad. Entonces, en muy pocos años, el sistema político entró en un proceso de opacidad manifestado por ciertos rasgos bien definidos: la exaltación de los liderazgos personales, la disgregación partidaria, la desconfianza ciudadana hacia la política, el aumento continuo del clientelismo, el método de prebendas y la corrupción en la cumbre. La declinación de las ideologías pone en cuestión la dicotomía izquierda-derecha que pudo organizar, aun discursivamente, la escena política durante un período muy extendido.

El espíritu de las coaliciones flotantes es izar la bandera de la unidad nacional, desde la parcelación, sin arribar a un acuerdo, sin encontrar el inexistente signo de unidad, en un mundo atravesado por la diversidad, la diferencia y el conflicto. Otra cosa es alegar la vinculación del Estado democrático con su “comunidad histórica”, con un mundo en común, con las metas comunes, con la esperanza de todos. Es el “nosotros”, el deseo de vivir juntos en una comunidad histórica, que debe producir sentidos colectivos, sin caer en una simple retórica, ni someterse solo a criterios electoralistas.

La búsqueda del consenso político no es la “unidad nacional” ni aun en la invocación a la diversidad. Así planteado, el argumento es una proposición discursiva. El consenso político esencial reside en el acuerdo entre gobernantes y gobernados para respaldar los derechos fundamentales y sus políticas de largo plazo. ¿Cómo unir a los ciudadanos en torno a proyectos comunes? Vivimos en una sociedad fragmentada en lo político, desmembrada en los social y poco entusiasmada. Con estas alianzas flotantes, pero ya desde antes también, con rótulos que no significan nada, la política se vacía de proyectos y, lo que es peor, de proyectos de futuro. Esas alianzas se instituyen en torno a un jefe y no con partidos políticos. Las políticas de progreso deben hacer frente a la crisis de la inmediatez, pero, al mismo tiempo, deben encarar las tareas estratégicas del futuro.

Es conocido. Los regímenes presidencialistas ofrecen, en general, menos incentivos que los parlamentarios para el armado de esquemas de coaliciones estables. El éxito de una propuesta de coaliciones presupone un aprendizaje de convivencia política y una forma de hacer política que examine críticamente sus prácticas, e instale un debate fecundo en el espacio público. Las coaliciones no podrán funcionar sin un cambio cultural en los actores políticos; ellas son un desafío a la cultura política de los dirigentes, a la inexistencia una tradición política al respecto.

Hay cuatro momentos históricos significativos, en el curso de estos cuarenta años, de un sistema político en incesante transformación. El primero, el bipartidismo, que se expresa desde 1983 con la disputa entre peronistas y radicales; el segundo, las coaliciones políticas que surgen en 2003 y que orbitan, principalmente, en torno a los rótulos de radicales y peronistas, como una clara respuesta a la fragmentación del régimen de partidos; el tercero, las coaliciones volátiles, que son una suma inestable de fragmentos partidarios que se entremezclan, que ponen en relieve el poder que radica en candidatos competitivos. Se trata de coaliciones “atrapa todo”, con candidatos intermitentes desde el punto de vista político y geográfico. Se caracteriza, además, por volver irrelevante la pertenencia política del dirigente, quien corre tras la mera lucha por el poder. Un cuarto momento se cifra en la reciente emergencia de una extrema derecha anarco-capitalista, que ha alterado el paisaje político habitual de las últimas décadas y que algunos imaginan -erróneamente- como un momento pasajero.

En consecuencia, como una novedad de ese tiempo, producto de los cambios operados, es el surgimiento de dos coaliciones, de enorme gravitación en la escena post-2003. Una es el Frente para la Victoria, liderado por Néstor Kirchner y Cristina Fernandez de Kirchner; el otro, Unión-PRO, conducido por Mauricio Macri, quien comenzó la vida política en 2003 y fue jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires con una amplia alianza que no se inscribía en el peronismo. La competencia electoral de 2015 fue el mayor lugar de enfrentamiento de estas dos expresiones políticas tan disímiles. Queda ahora más en claro la emergencia de estos líderes que construyen asociaciones políticas divergentes, como manifestaciones de un electorado fluctuante que se reconocía en grupos diferentes.

En resumen, como vimos, el sistema político entró en un proceso de vaguedad (candidaturas testimoniales, candidatos política y geográficamente itinerantes) con epicentro en las coaliciones volátiles de tipo “atrapa todo”, que parecieron alejarse de un orden político estable y previsible.

En estos cuarenta años se han originado cambios muy ostensibles en nuestra vida democrática. La derrota electoral de noviembre de 2021 denota una dislocación del peronismo unido tras el triunfo de diciembre de 2019. Una fuerza política muy golpeada por la pandemia, por su defectuoso desempeño gubernamental, dirigido por el presidente Alberto Fernández, por la falta de rumbo, por las gravosas divisiones internas, la falta de un liderazgo común, sin cuestionamientos, ha hecho pensar a algunos que estamos ante un “fin de ciclo”. Las recuperaciones son posibles, lo demostró el partido radical en estos últimos años. Creo que no hay ninguna derrota o victoria política permanentes.

La escena política ha variado con el fracaso del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, reelecta entre 2007 y 2015, fracaso que abrió las puertas al triunfo de Cambiemos, dirigido por Mauricio Macri. Tanto el gobierno de Macri como el actual, bajo la presidencia de Alberto Fernández y con Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta, agudizaron la crisis económica, incrementaron la pobreza, la inflación a ritmo galopante y el alto endeudamiento con el FMI, factores que condicionan la acción de un gobierno que carece de rumbo. Esta declinación de un país con descomposición social, con escasa vitalidad en el sistema político y con el deterioro de las instituciones, ha desembocado en una peligrosa encrucijada, después de las PASO nacionales del 13 de agosto de 2023, con el triunfo de Javier Milei, un nuevo outsider de la política, cuya identidad es el anarco-capitalismo. Se trata de un discípulo de la escuela austríaca económica, cuyo mentor principal en el siglo XX fue (junto a Friedrich von Hayek) Ludwig von Mises ([1922] 2017), para quien es inviable una sociedad construida al margen del mercado, porque de otra forma es imposible el cálculo económico y, por tanto, la solución racional de los problemas colectivos. Desde el punto de vista de la filosofía política, Robert Nozick considera que “el Estado mínimo permanece como el Estado más extenso que se puede justificar” (1988: 265).

En esta situación extrema, ¿amanece una nueva reconfiguración política? La encrucijada se remite a los desafíos de la democracia constitucional, que, con su fragilidad y sus altibajos, se ve amenazada por los avances de una autocracia electiva (en mi terminología, por un decisionismo autocrático). La experiencia nos ha enseñado que las democracias pueden ser fuentes de regímenes despóticos.

La excepción como estrategia de gobierno

La democracia argentina no pasa por un buen momento. Cuando vamos a cumplir cuarenta años ininterrumpidos de democracia, transitamos por un proceso de declinación que nos arrastra hacia la degradación institucional y económico-social. La nuestra es una democracia que no es tal como la queríamos, y que pudo haber sido diferente en estas últimas cuatro décadas.

La democracia, ese edificio construido por valores e instituciones de la tradición liberal y republicana, está sostenida igualmente, en nuestro país, por un régimen1 de excepción (Delegación Legislativa, Decretos de Necesidad y Urgencia, Veto Parcial) que permite acceder a la esencia del derecho y descubrir en esa esencia su componente decisionista. El filósofo Jean-François Kervégan (1992) interpreta que Carl Schmitt rechaza, precisamente, la división de lo jurídico y lo político. La cuestión política de la decisión no aparece solamente cuando el derecho calla, es decir, cuando se ve reducido al silencio. Por el contrario, cuando se presenta un caso no previsto por las normas, se plantea con toda claridad la cuestión jurídica. La excepción (que está siempre presente) no manifiesta los límites de lo jurídico; al contrario, aclara su componente decisionista.

Con este fondo conceptual, la pregunta central es la siguiente: ¿cómo es la naturaleza del poder que nos gobierna cuando englobamos la excepción en la noción de democracia y empleamos la excepción como una estrategia de gobierno?

La alta inflación de la Argentina de 1989 dejó paso a la hiperinflación en uno de los peores escenarios económicos imaginables para nuestra sociedad contemporánea. El presidente Carlos Menem realizó la reforma económica y el proceso de privatizaciones a través de medidas de emergencia: la delegación legislativa y los DNU, que recién fueron incorporados a la Constitución con la reforma de 1994, aunque se tratara de instrumentos jurídicos que se usaron con anterioridad. En efecto, desde entonces se vive en emergencia permanente, y la idea de permanencia refuerza el oxímoron, que origina un nuevo sentido en un continuum que no diferencia signos políticos. Bajo el lema de la emergencia, los poderes ejecutivos adquieren facultades legislativas extraordinarias, tanto en épocas de crisis severas como en tiempos de normalidad. La emergencia y los poderes excepcionales van de la mano.

La emergencia es un término ambiguo, equívoco y genérico, tal como se usa en este ensayo, que no se restringe a la administración de gobierno durante crisis agudas o de situaciones de violencia extrema. Con él se alude también a la administración de un amplio campo de asuntos múltiples en tiempos políticos normales. La emergencia resulta ser con frecuencia el recurso de un largo fracaso de políticas de gobierno. Aunque cambie de calado, la emergencia es siempre una situación extraordinaria, fáctica, originada por un desorden intenso o por las deficiencias en la capacidad de gobernar que resulta una amenaza, un desafío o una advertencia para la integridad de las instituciones, del orden social y de la calidad de vida de la población. En estas circunstancias, pues, se le confieren poderes excepcionales al ejecutivo y se le permite legislar de manera directa, a través de las llamadas medidas de emergencia ya mencionadas: Decretos de Necesidad y Urgencia, Delegación Legislativa y Veto Parcial.

¿Cuál podría ser la meta inmediata desde el punto vista institucional? ¿Desmantelar el decisionismo democrático? Ello implica que el Congreso recupere su rol de órgano de codecisión. Ya lo sabemos, los parlamentos debilitados son la contracara del decisionismo democrático. Según el relevamiento del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, se dictaron 804 DNU hasta febrero de 2020.2 En este ensayo, no se incluye el gobierno de Alfonsín en la matriz del decisionismo democrático porque solo dictó 8 DNU, y no sancionó ninguna ley de emergencia económica. El constitucionalista Antonio María Hernández, en su libro de 2020, contabiliza más de dos mil normas dictadas por órganos ejecutivos como legislación delegada.

Hay que reconocer la necesidad de esa parte de la democracia argentina que está vinculada a las decisiones en los tiempos excepcionales. No hay poder democrático sin concepto de excepción. La “urgencia”, la “necesidad”, requieren con frecuencia de una práctica política flexible como condición de gobernabilidad, que pone en cuestión el mito de un Estado de derecho puro. Se puede discurrir que es una disfunción de la democracia constitucional, pero en la historia concreta desde 1989 hasta el presente ha formado parte de la vida democrática de nuestro país, aunque no nos guste. En todo caso, no es un poder oculto. Una democracia frágil como la nuestra no se ha podido guiar por una sola variable ante las múltiples situaciones de emergencia, aunque a la larga erosionan la democracia.

A raíz de nuestra prolongada crisis, los argentinos no tenemos todavía una nítida percepción de su compleja naturaleza. Una democracia, en fin, de carácter ejecutivo, que ya no es tanto la expresión de un gobierno limitado y respetuoso de la división de poderes. En esta frondosa tarea de instauración democrática, no hemos podido comprender exactamente los imperativos de la situación de excepción que dan origen a una nueva forma política, que he denominado decisionismo democrático, y que permanece desde hace treinta y cuatro años.

El gran problema es que los poderes excepcionales traspasan los límites constitucionales que les han asignado y, a la vez, la emergencia se renueva permanente tanto ante la ineptitud de los gobernantes como frente a la complejidad de los problemas actuales. De una forma u otra, la propia democracia liberal incuba los rostros del despotismo o autoritarismo. Es lo que sugería Maurice Joly (2018), en 1864, cuando introduce elementos autoritarios en las instituciones liberales, y crea un modelo político que no corresponde a las categorías elaboradas en la historia del siglo XX. Se podría decir que el despotismo moderno de Joly se asemeja más a lo que hoy podemos llamar autocracia electiva.

El régimen de excepción, en nuestra perspectiva, no configura un gobierno de excepción. El mando de excepción es una delegación legislativa, pero tiene una exigencia de temporalidad impuesta por la Constitución, que en la Argentina no se ha cumplido desde 1989 (durante treinta y cuatro años), y la ley de emergencia pública de 2002 tuvo una vigencia de diecisiete años ininterrumpidos. El régimen de excepción se erigió en una estrategia política de gobierno. La apelación a la emergencia permanente es el recurso de un extenso fracaso de la capacidad de gobernar.

En busca de una dirigencia política

La legitimidad democrática se configura a través de la sucesión pacífica del poder, en la competencia política, con elecciones limpias, plurales y competitivas. A pesar de lo que numerosos autores ponderan con insistencia, la democracia moderna como comunidad electoral se define mejor por la idea de elecciones competitivas antes que por el sufragio universal propiamente dicho. Lo que distingue a la democracia contemporánea no es tanto el sufragio universal como la elección competitiva. ¿Cómo definir los gobiernos de Arturo Frondizi y Arturo Illia, elegidos por las urnas bajo la proscripción del peronismo, sin duda el partido mayoritario de la época?

El desafío abierto en 1983 consistió en alcanzar la estabilidad democrática y la estabilidad económica y social. En este espacio temporal que contemplamos, la sociedad ha girado sucesivamente sobre el entusiasmo y la decepción. Sabemos que los sucesos, los acontecimientos, no son indiscutibles, sino controversiales. Una masa de circunstancias políticas, de signos adversos o propicios, recorrió el siglo XX en nuestro país. Lo que ha prevalecido entre los argentinos es una historia de sospechas y desencuentros entre gobernantes y gobernados con sus instituciones.

En la Argentina de hoy, agravada por la pandemia, no debe haber una tarea concreta más urgente que la de repensar la política, el rol de las coaliciones flotantes (constituida por tribus políticas), la degradación de las instituciones y un plan macroeconómico para una sociedad de mercado en transformación, que seguirá funcionando con cierta eficacia en base a las exportaciones (de conocimientos y de las tradicionales), las inversiones, la revalorización del empleo con sus nuevas modalidades, el estímulo a la producción, el combate concluyente a la inflación.

Para empezar, no hay salidas económicas individuales, nadie se puede aislar del mundo, no hay sociedad sin moneda, los discursos retóricos de las bondades del “progresismo” no han frenado la caída precipitada de la Argentina. Los prejuicios oscurecen en lugar de aclarar; en esta confusión ideológica, se acentúa el estancamiento. Los ideales y las aspiraciones de bienestar de la ciudadanía se han marchitado y el éxodo de las empresas se acrecienta.

Aunque haya una oposición que dice pensar de manera diferente, cuando le tocó gobernar no se produjeron, en los hechos, cambios sustanciales y, en varios aspectos de la gestión pública, la situación empeoró. Esto no elimina las diferencias entre unos y otros. Lo que sí existe es la política de los vetos recíprocos, la polarización política extrema, la fragmentación social.

De manera particular, vivimos las enormes dislocaciones estructurales de nuestro tiempo. Desde 1983 hasta el presente, los diversos elencos políticos (cada uno con sus modalidades y responsabilidades) han conducido a la sociedad a la desesperanza y al desaliento, a la fragmentación desmesurada del cuerpo político, a la pobreza y a las desigualdades múltiples, en fin, al quebranto de un futuro razonable. La democracia no es un mero régimen formal en el que solo se vota regularmente; no es un simple instrumento de gobierno al servicio de la dirigencia política, dirigencia que aún piensa de manera casi excluyente en los puestos de mando y en el combate electoral por los votos, pese a la decadencia, y a lo que nos dejó de perjudicial la pandemia.

¿Cómo volver competitivo al capitalismo argentino, que está inmerso en una tradición corporativista y asistencialista? Dos ejemplos de esas tradiciones. Una parte importante del empresariado se aleja de las premisas schumpeterianas y solo invierte cuando se asegura ganancias pingües y el Estado les garantiza la rentabilidad. En los grandes sindicatos obreros, sus dirigentes se han convertido en verdaderos y prósperos empresarios. Lo que se advierte en nuestro país es el deterioro de gran parte de la dirigencia política. No obstante, la responsabilidad política, por la acción de gobierno, incumbe en primer lugar a los dirigentes que ostentan el poder.

Hoy, todo se ha agravado. Hay un punto de fractura de la política con la sociedad. Por eso, es muy baja la confianza de la ciudadanía en la política, que compromete el porvenir del conjunto de la sociedad. Todo esto acontece en medio de una esfera pública digital que posee un impacto transformador en el espacio político. En el enigma de la opinión pública se ponen en juego las articulaciones decisivas entre confianza y democracia. En esta larga travesía, la Argentina es un país en busca de una dirigencia política realmente reformista, transformadora, con espíritu de inclusión, más allá de sus codiciados fines electorales. Hay que comprender que no solo ha cambiado la capa superficial de la sociedad. Hay que escuchar su propio interior, al menos, del 50% de la población que vive sumergida en la pobreza y en la miseria, sometida a vínculos involuntarios. Desde 1983 en adelante, la Argentina se ha convertido en una nación de personas asistidas. Las contingencias y las necesidades sociales nos condicionan en lo que hacemos y pensamos, y eso nos resta libertad.

Precisamente, la palabra política permite la conversación entre las personas en la esfera de lo público. Esa esfera es el lugar de conversación de los dirigentes políticos entre sí, y de esos dirigentes con la ciudadanía. Nada de eso ocurre hoy en la Argentina. En un paisaje de extrema polarización no habita el diálogo ni la negociación entre las familias políticas de las dos grandes coaliciones y, a la vez, funciona con mucha dificultad entre las fracciones de un mismo partido. La conversación pública está rota en la Argentina. ¿Cómo reparar el lenguaje público? Queda el espacio abierto para el crecimiento de las políticas extremas ávidas de conquistar el voto de centroderecha y de centroizquierda.

Las autocracias electivas, que proliferan en el siglo XXI con sus diferentes rostros, no son democracias liberales, aun cuando estas últimas son cuestionadas y muestran notorias falencias. Todos los regímenes autocráticos hablan y actúan en nombre del pueblo. Bajo esta amenaza autocrática, la pregunta que desorienta es la siguiente: ¿sabemos en qué momento se abandona el régimen democrático cuando ya no existen golpes de Estado? Hay que permanecer muy atentos a las nuevas formas de poder y a los nuevos liderazgos en una época de grandes transformaciones sociales y comunicacionales para promover reflexiones específicas sobre la política. Es un buen llamado de alerta para nuestra democracia.

Ni casta, ni clase, ni líderes salvadores: solo dirigencia de crisis. Una dirigencia provista de imagen positiva, con poder de decisión, con soluciones concretas para los problemas, que hace de la política su profesión, con sus responsabilidades públicas, no puede constituirse en un cuerpo aparte de la sociedad, con privilegios e inmunidades. La crisis es inherente a la política, y esta última al conflicto.

Palabras finales

A riesgo de ser reiterativo, decíamos que se constitucionaliza el régimen de excepción, lo que implica una ventaja, pero no evita los riesgos de concentración y preservación del poder, como su progresividad. No podemos pensar la democracia como algo estático, inmóvil y ajeno a la aventura histórica. El deseo no es la realidad. Alguien dijo: para pensar lo nuevo, hay que pensar de nuevo. Es la tarea más difícil.

El contenido de un enfoque realista de la política se hace aquí presente (aun cuando no deje ser controvertido), en el sentido de Raymond Aron, la “primacía de lo político”, que no resulta tanto de una concepción filosófica como del análisis económico y sociológico de las sociedades contemporáneas. Aquellas dos palabras combinadas dan lugar a un nuevo sentido de la crisis de la democracia liberal para inventar el camino, para reconectar a la sociedad con la política y enfrentar los desafíos que plantea la democracia iliberal o un decisionismo autocrático.

¿Nos falta, acaso, el entendimiento para mirar o enfocar ambos componentes de la democracia argentina? La realidad no está afuera, vivimos en ella y la configuramos. Por eso, el liberalismo democrático no niega el conflicto ni la discusión sobre la igualdad social. Un autor realista en política no es alguien privado de esperanza, ni investido de cinismo, sino alguien que trabaja siempre sobre los hechos, sobre las contingencias de la historia, como un eterno desafío intelectual. Es alguien que piensa sobre “lo que es”, en clave científica, no desde el rústico pragmatismo, tampoco desde una moral política idealista. Acción política y responsabilidad política marchan juntas

Necesitamos una profunda crítica del presente para imaginar el mañana, pero sin dejar de tomar en cuenta las lecciones del pasado. Necesitamos renovar el significado de la democracia argentina. Los cuarenta años no pasaron en vano. El despotismo es inaceptable, porque es lo opuesto a la condición humana de libertad, de igualdad y de pluralidad. Un profundo no a lo inaceptable.

Referencias

Hernández, J. M. (2020). Emergencia, orden constitucional y Covid 19. Buenos Aires, Argentina: Rubinzal-Culzoni Editores. [ Links ]

Joly, M. (2018). Dialogue aux enfer entre Maquiavel et Montesquieu. París, Francia: L’avant -scène théâtre. [ Links ]

Kervégan, J.-F. (1992). Hegel, Carl Schmitt. Le politique entre spéculation et positivité. París, Francia: Presses universitaires de France. [ Links ]

Von Mises, L. ([1922] 2017). El socialismo. Análisis económico y sociológico. Buenos Aires, Argentina: Unión Editorial Argentina. [ Links ]

Nozik, R. (1988). Anarquía, Estado y utopía. México, D. F.: México: Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

1 El concepto de régimen es polisémico. Aquí lo usamos en un sentido amplio.

2Fuente: www.saij.gob.ar/buscador/dnu

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons