No es nuevo pensar que las pantallas, el cine, la televisión y, hoy, el streaming, las computadoras y los teléfonos móviles, han moldeado, desde los años mozos del siglo XX, los ideales estéticos de las sociedades de la televidencia. Tampoco son una sorpresa las síntesis históricas realizadas por el cine de Hollywood, con los que la Historia en tanto ciencia debe lidiar.1 Mucho menos sorprende la actual tendencia de la producción audiovisual de los grandes estudios2 a posar su interés sobre biopics (películas biográficas) y dramas históricos.
Verón (1993) propone estudiar como materia significante los discursos sociales. Tal objeto de estudio permite recuperar elementos que el estructuralismo, con la inmanencia textual, había dejado de lado, y permite retomar dos problemáticas centrales: la materialidad del sentido y la construcción social de lo real a partir de la semiosis. El autor distingue entre las condiciones de producción y de reconocimiento, y las gramáticas que construyen. Estas últimas, que determinan las restricciones de la recepción de un discurso, podrían ayudar a reflexionar acerca de las prácticas sociales, al relatar su pasado. Ese desplazamiento tiene muchas características. No obstante, una la hace deseable: es estilizada.
Los relatos referidos pasan por infinidad de filtros -económicos, culturales y tecnológicos- que suponen una realidad bella de presenciar y con informaciones de contexto que ligan los acontecimientos históricos a polos de indudable legitimidad artística y técnica. Son plataformas, producciones, intérpretes, artistas, técnicos y miles de administraciones encargadas de la circulación, prensa y logística de primer nivel, la mayoría trasnacionales, que garantizan la calidad del producto audiovisual.
De esa manera, el pasado pasa ante los ojos de los televidentes impregnado de elecciones personales y de grupo, de hábitos de consumo, de horarios y espacios de entretenimiento, y hasta de afinidad con algún actor o antipatía con alguna actriz -o viceversa-, o respecto a un director o una temática.
Ese tamiz tiene particularidades colectivas y, entre ellas, se destaca, por ejemplo, la necesidad de que una sociedad habilite -o no- el debate sobre diferentes etapas de su historia o sus problemas irresueltos. De este modo, y si del orden de las representaciones se trata, no interesa tanto el discurso en su individualidad sino en tanto dispositivo producido socialmente.
Asumido el contexto de producción industrial, habilitado el debate, repuesto en el ámbito de lo público el pasado, en pantallas, con un relato estilizado, atravesado por los nuevos hábitos de consumo cultural y abrigado al calor del aniversario, los discursos audiovisuales sobre la democracia se constituyen en una versión de los acontecimientos edulcorada, casi perfecta, con principio, medio y fin para el consumo masivo y revestida de cierto glamour que ni los años de plomo de la dictadura, ni la mano de obra desempleada ni la crisis de 2001 tuvieron. Las noticias sobre la nominación a los premios Oscar -que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood otorga a lo mejor de esa industria cada año- del film Argentina, 19853, y sus derivaciones de alfombra roja, quizás, abonen esta tesitura.
Ese relato glamoroso sobre el pasado aparece como una muestra concreta de las realidades de la democracia (podría servir de ejemplo, también, la serie Diciembre 2001).4 Sin embargo, despojado de sus males, dolores, sacrificios, víctimas y victimarios reales, y como si esto no fuera suficiente, solo dura dos horas y media (o media docena de capítulos).
En la pantalla, entonces, y al modo de interpretación que Lacan (2009) hace de la imagen en el espejo, la democracia se presenta ante sus televidentes como una construcción idílica: sin considerar, en el guion, las consecuencias de los conflictos reales. Desde esa posición es fácil reconocer personajes, repartir responsabilidades e incluso, gracias a los sobrevivientes de esas épocas, opinar si la reconstrucción resulta o no acorde con aquellos tiempos. Nunca lo será.
La teoría psicoanalítica alerta sobre la importancia del “estadio del espejo” -como experiencia primera de autopercepción- para la formación del yo: “Basta para ello comprender el estadio del espejo como una identificación en el sentido pleno que el análisis da a este término: a saber, la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen”, en la teoría denominada “antiguo imago” (Lacan, 2009: 100). Justamente, para una buena parte de la sociedad argentina que, quizás, no vivió esos momentos, tal vez por cuestiones etarias, y más allá de la información provista por instituciones gubernamentales, en especial educativas, ver esta película represente la primera exposición ante el espejo que construyen las pantallas: estarían, pues, en el “estadio del espejo” lacaniano, si de la construcción de la idea de democracia se tratara.
Lo hollywoodense
Podría interpretarse, entonces, que la ciudadanía reconoce una versión hollywoodense de la historia argentina, con los inconvenientes de apreciación política y cultural de la democracia, así como de sus alcances y fronteras que eso conlleva. Lo hollywoodense aparece en el horizonte como un discurso disciplinador que, con formato y estilo predeterminados, representa, no exactamente a las artes cinematográficas, sino a la industria del cine. Son empresas dedicadas a producir películas o series, a hacerlas circular, a satisfacer las expectativas de sus espectadores y a ganar dinero. Además de su faceta logística, lo hollywoodense está direccionado al entretenimiento, al esparcimiento, y necesita de fórmulas eficaces y relatos comprensibles.
Según la crítica especializada, Argentina, 1985 es una película “tribunalicia” (Sirvén, 13/03/2023), acorde a una tradición norteamericana de grandes estrategias y épicas de razonamiento con Palacios de Justicia como escenografía. Al sintetizarse en el relato universal de David y Goliat con “personas comunes juzgando a personajes siniestros”, el filme tiene “resonancias familiares” que conecta a diferentes audiencias con “sus propias tragedias” (Sirvén, 13/03/2023). Por este motivo, fue bien recibido internacionalmente. Asimismo, su universalidad se asienta en una narración “lineal y simple”, un “cuento” (Sirvén, 13/03/2023) despojado de múltiples complejidades. Por último, trabaja sobre la construcción de la figura del héroe -en este caso, el fiscal Julio César Strassera (Firpo, 13/03/2023)- y su resolución en la máscara de Ricardo Darín, el actor más emblemático del cine argentino. Las particularidades que menciona la crítica hacen de Argentina, 1985 una cinta típica de la factoría Hollywood, “una narración clásica hollywoodense”. Eso conlleva el carácter de honor social que suponen las asimetrías económicas y los prejuicios culturales.5
Reflejos y reflexiones
Tanto la amabilidad del producto como su consumo -factores con los que se relaciona el televidente- hacen de la pantalla un espejo. Posiblemente, podemos pensar en un segundo estadio, que no sea ya el de una formación del yo en relación con la democracia, sino uno donde el espejo resulte en una devolución interpelada por los deseos, la memoria y los sentimientos. En este mismo sentido, se sitúa el trabajo del fotógrafo norteamericano Tom Hussey y su serie “Reflections” (2009).6 Esta obra propone imágenes de personas mayores que se ven tal como eran en su juventud. El dispositivo funciona como un espejo que oficia de bisagra entre el presente y el pasado, entre lo real y lo ficticio, lo deseado y lo que no, la historia y la memoria. Se trata de algo así como un cuerpo que no reconoce su propia imagen en una lucha por saberse joven, bello, saludable, preparado para la vida, aunque el paso de los años lo desmienta.
Hasta puede funcionar como una analogía del cuerpo de la democracia argentina, que se observa en el espejo bravía y triunfante, incontestable y eterna, sin ver los despojos de sus políticas ni a los responsables de su decadencia. Es un cuerpo enfermo de cinismo, inoperancia y vulnerabilidad que se conforma con una imagen construida al modo de “la afectividad en el lenguaje” y los componentes de la “dimensión pasional” descritos por Fabbri (2000: 64), con el “querer” ser y lejos del “deber ser”. Para anclar ese deslizamiento, está Argentina, 1985 (y Diciembre 2001), ya no como producción audiovisual, sino como interpretante de la democracia aspiracional.
Además, fácil sería asimilar como cuerpo a aquellos alcanzados por los beneficios de la democracia, como una especie de cuerpo de ciudadanos. Aún resuena en la tradición democrática la voz del candidato y luego primer presidente de la democracia, Raúl Alfonsín, cuando hablaba de comer, educar y curar, o bien cuando recitaba el Preámbulo de la Constitución Argentina tanto en los discursos de la campaña como en su asunción.7
El de la democracia es un cuerpo alcanzado por pésimas condiciones sociales de vida, con crisis económico-sociales cíclicas, pobreza, corrupción, inseguridad, 100 mil muertos por COVID-19 y una cicatriz ideológica que lo divide de la cabeza a los pies. Es un cuerpo débil, propenso a enfermedades propias y a otras que provienen del exterior, como los resfríos financieros o la guerra. El de la democracia podría asemejarse al cuerpo de un trabajador pobre, aquel que es asalariado pero no le alcanza para vivir dignamente junto a su familia. La democracia podría ser “la imagen especular [que] parece ser el umbral del mundo risible, donde la disposición en espejo presenta en la alucinación y en el sueño la imago del cuerpo propio” como ideal e impoluto, ya se trate de sus rasgos individuales, incluso de sus discapacidades, o de sus proyecciones (Lacan, 2009: 99, cursivas en el original).
Las partes erróneas
Es interesante observar otra particularidad en el cuerpo de la democracia: sus partes erróneas.8 Según Verón, la circulación de los discursos determina los contextos sociales, los gramatiza, impone gramáticas de producción que, a su vez, dejan marcas en esos discursos.
Argentina, 1985 vuelve a servir de caso, tal vez paradójico, de la instauración de hábitos discursivos que las nuevas tecnologías han multiplicado. No es cualquier contexto. La publicidad, las alfombras rojas y las premiaciones al film se dan en medio del estupor generalizado por la invasión de Rusia a Ucrania. De hecho, el premio mayor de la categoría Internacional de los Oscar se lo llevó la producción bélica alemana Sin novedad en el frente.
Sin embargo, también, se dio en conjunto con la “inercia mundialista” en relación con la Copa del Mundo de Fútbol Qatar 2022. El envión emotivo, producto de la obtención argentina de ese campeonato, puso a la película en competencia real. Clasificar y jugar un Mundial podría asemejarse, en campos diferentes obviamente, a ser nominado a un Oscar y participar de la entrega de la estatuilla. Ahora había que ganar.
Como fue descrito anteriormente, el filme se posiciona sólido en el campo de la producción de estilo hollywoodense, y esas decisiones han proyectado su candidatura. Pero resulta sorpresivo, o por lo menos paradójico, que ese mismo valor que hacía indiscutible la nominación sea luego el lastre que lo dejó sin premio.
Puede constatarse, allí, el primero de los hábitos incrustados en el periodismo en general, y más en campos como el de los espectáculos, que aportan poco a la tapa de los diarios. Bourdieu también desacredita la “circulación circular de la información” (1997: 30-37), con periodistas que hacen periodismo para periodistas y se copian unos a otros, con la vana ilusión de que los demás mortales no tienen acceso a Internet. Los medios tomados como referencia lo ratifican.
En un contexto de triunfalismo, la versión argentina de un relato clásico y su calidad hollywoodense pusieron a Argentina, 1985 al borde de la apoteosis. Finalizada la ceremonia, ese mismo rasgo que la había distinguido era responsable de su derrota. Los periodistas “coinciden” -dada su práctica endógena- en que la cercanía con el discurso hollywoodense, en conclusión, fue el talón de Aquiles de la película argentina.
Está a la vista el segundo hábito de construcción de los discursos circulantes en el ámbito público a través de los medios de comunicación masiva: el de la comunicación tautista que enuncia Sfez. Se trata de una combinación de autismo tautológico, donde las ideas se explican en sí mismas, un “gran todo en el cual somos diluidos” (1994: 69-80).9
Los mencionados hábitos, en tanto tales, son constitutivos del campo y de la producción de discursos hacia su interior. No constitutivo, pero sin embargo presente en el discurso “de la derrota” es la rápida impugnación de la institución y de la autoridad que de ella emana. Resulta algo similar a aceptar las reglas de juego y accionar en consonancia con esa institución, excepto que el ganador sea otro.
Parece ser que Argentina, 1985 fue a la competencia con respeto hacia las reglas “naturales” de ese campo -el de la industria cinematográfica- y con la adopción de un estilo -el hollywoodense- que la posicionaba en ese campo, tanto que resultó candidata al Oscar. Ahora bien, con el resultado en la mano, el impulso inmediato del periodismo fue rechazar dichas normas y abogar por una supuesta “argentinidad” faltante en el relato.
Llevada a la corporización intencionada, la democracia fija sus reglas “naturales” y el campo político plantea sus tensiones y acuerdos para interpretarla y darle cuerpo. No obstante, al igual que en el ejemplo del film, aquello que es propio y normatizado se presenta luego como argumento para el descrédito. Es decir, aquellos discursos que, desde derecha o izquierda, impugnan la democracia por fofa e inútil, lo hacen dentro de la democracia, e iluminan ese cuerpo semidestruido que los argentinos se niegan a mirar hasta de reojo. Sin embargo, parece olvidado el hecho de que es dentro de ese sistema que sus discursos pueden circular y sus voces pueden ser escuchadas.
Otros monstruos
Bourdieu (1997: 38-49) puede colaborar en la exposición de otro primer plano sobre la televidencia y los formatos que ofrece. Entre ellos, el autor pone en evidencia a los llamados programas de panelistas y talk shows en los que se recurre al fast thinking, casi al estilo de eslóganes o de memes, donde se enfrentan posiciones irreconciliables como mecanismo promotor del debate, y en los que no se llega a ninguna conclusión, excepto a las magulladuras -simbólicas- de los contendientes. Sugiere, en contraposición, la necesidad de un pensamiento profundo, ordenado y conclusivo.
La televisión de la democracia es pródiga en paneles, personajes caricaturescos, situaciones bizarras, de aspecto casi circense.10 Wallin (2013) lleva a cabo un análisis de la popularidad en Estados Unidos de los llamados freak shows, espectáculos comúnmente nómades donde se exhibían personas con dotes físicas inusuales, y propone pensar en el atractivo ejercido sobre el público, en tanto los freak shows convierten “en anormales a sus seres humanos ‘monstruos’” para “aliviar las ansiedades acerca de la precaria posición (de los espectadores) en relación a sus cuerpos”.
Así, el ágora televisivo propio de la democracia, en el que, casi al modelo griego, la libertad -de expresión- y la igualdad -ante la ley y la audiencia- son ejes determinantes del formato, acaba en una minimización y/o ridiculización de la importancia del debate democrático, cuando no en su tergiversación. Tal vez sea que los “normales” vean la miseria discursiva de los freaks televisivos sin mirarse en el espejo, que refleja la falta de debate público sobre los problemas estructurales del país y la desmovilización política y social. Se trata de debates que han sido reemplazados por posteos en las redes sociales.
La extrema popularidad de una novela del escritor inglés Oscar Wilde puede servir de nuevo interpretante de la idea propuesta, aunque al revés. El retrato de Dorian Gray narra las terroríficas visiones de un burgués victoriano del siglo XIX ante la degradación de su cuerpo reflejadas en un espejo, mientras su juventud y lozanía se mantienen incólumes, así como sus perversiones y mentiras. Serían fáciles de asimilar las congruencias con la democracia argentina si se cambiara el orden y la significación de la relación entre el cuerpo y el reflejo. Gray es la democracia, que sigue exhibiéndose atemporal hasta que el espejo le devuelve los efectos de la realidad que supo construir: aceptar esa imagen es su gran tragedia.
De todas maneras, Argentina, 1985, las gramáticas hollywoodenses, los freaks shows y Dorian Gray, presentados aquí como interpretantes de la aprehensión televisual de la democracia argentina, poco tienen que ver con un período presto a cumplir cuarenta años. Solo puede exhibir la impúdica estadística de un casi 40% de pobres11 y dirigentes crónicos que no han podido, sabido o querido alimentar, ni educar, ni curar a sus conciudadanos.
Entendidos en tanto discursos sociales, estas representaciones de la historia argentina no son otra cosa que espejos de la democracia que suponen, desde luego, un producto parcial. La amabilidad de las imágenes devueltas por las pantallas configuran percepciones verosímiles de lo real, aunque la democracia tenga un cuerpo deforme y fragmentado, tullido, reflejo imperfecto e insoportable de la propia imagen. Quizás, por eso, el deforme siempre es el otro y los problemas de la democracia parecen ajenos. Su materialización, en discursos audiovisuales y exhibidos masivamente, podría colaborar con el diseño de políticas públicas como una forma socialmente consciente de asumirlos, abordarlos y resolverlos.