Introducción
Entre finales del siglo XIX e inicios del XX, funcionarios estatales encargados de la educación en la Argentina plantearon la necesidad de instalar bibliotecas en las escuelas comunes de todo el territorio nacional. En la Norpatagonia, a partir de consideraciones negativas que estos agentes tenían respecto del origen y entorno socio-cultural de los habitantes, el objetivo de las bibliotecas escolares sería la difusión del amor por la lectura para que, junto con ésta, se expandiera la civilización. Por lo tanto, debían constituirse en los centros culturales de sus respectivas localidades, donde instruirían tanto al estudiantado y al cuerpo docente como a la comunidad vecinal.
Este trabajo aborda las relaciones entre las bibliotecas de las escuelas comunes estatales ―es decir, las escuelas elementales a las que concurrían niñas y niños de entre 6 y 12 años de edad aproximadamente― y la población adulta en la Norpatagonia argentina entre 1884 y la década de 1930. En primer lugar, se sitúa el escrito en vinculación con otras investigaciones del campo historiográfico. Luego, se contextualiza la instalación de estas bibliotecas en la región y se señalan los motivos que fundamentaron su apertura en este espacio específico. Finalmente, se analiza el lugar y los papeles de la comunidad vecinal en relación con las bibliotecas escolares.
El corpus documental utilizado en esta investigación está compuesto por fuentes escritas provenientes del ámbito educativo. Para su realización se seleccionaron informes anuales elaborados por los ministros de instrucción pública acerca del estado de la educación común, informes de inspectores de Territorios Nacionales, la revista educativa oficial El Monitor de la Educación Común (en adelante El Monitor), compilaciones de normativas educativas, digestos de Instrucción Primaria, censos escolares y memorias inéditas de funcionarios educativos y maestros que desempeñaron tareas en la región analizada.
Un punto de partida para el estudio histórico de las bibliotecas escolares
De acuerdo a Arata (2014), en la Argentina el abordaje de estas bibliotecas pertenece «[…] a una zona ciega del campo historiográfico educativo» (194). En relación a la lectura, la historiografía nacional se ha enfocado principalmente en el análisis del contenido y el control estatal de los libros escolares (Cucuzza y Spregelburd, 2012; Spregelburd y Linares, 2008). En esta misma línea se han desarrollado investigaciones desde y sobre la Patagonia que examinan las imágenes y representaciones que los libros de lectura portan en torno a este territorio y sus habitantes (García y Miralles, 2006, 2011; Teobaldo y Nicoletti, 2007, 2009).
Respecto a la Norpatagonia, los trabajos provenientes de la Historia de la educación se han centrado en los procesos generales de constitución de la educación común (Teobaldo y García, 2001, 2002), la figura de los inspectores (Teobaldo, García y Nicoletti, 2005; Teobaldo, 2011) y la cuestión de la nacionalización, argentinización y homogeneización (Mecozzi, Carey y Lusetti, 2011; Lusetti y Mecozzi, 2015; Zaidenwerg, 2016). No obstante, debe destacarse el trabajo de Teobaldo (2008) que, entre otras temáticas, ahonda sobre la enseñanza de la lectura y la escritura en la región durante la etapa territoriana.
Por su parte, desde los estudios de la Historia de las bibliotecas, en el país el enfoque se ha orientado hacia las bibliotecas populares y públicas, o en su relación con la Historia del libro y la edición (Parada, 2007, 2012a, 2012b; Planas, 2017, 2018, 2021). Salvo excepciones (Arata, 2014; García, 2019), es escaso el desarrollo bibliográfico sobre bibliotecas escolares. En el espacio norpatagónico la tendencia se mantiene, aunque resalta el trabajo de Lusetti y Mecozzi (2021) que aborda, si bien desde la perspectiva de la sociabilidad, los vínculos entre cultura escrita, maestros y bibliotecas populares en la Norpatagonia andina.
En este desarrollo del campo se inserta el presente trabajo. Con el mismo, se busca aportar a la articulación entre la historia de las bibliotecas y de la educación desde una mirada centrada en la Historia de la lectura, vinculación que las investigaciones en el país no han desarrollado en profundidad. Asimismo, interesa incluir una perspectiva regional, especialmente al indagar el lugar que el Estado argentino, en el proceso de desarrollo de la escolarización, otorgó a la lectura en un espacio periférico de la nación como lo fue la Norpatagonia.
La biblioteca escolar situada: ¿por qué abrirla en la Norpatagonia de principios del siglo XX?
Los trabajos disponibles señalan que, en el caso argentino, las bibliotecas escolares tienen como antecedentes aquellas establecidas en los colegios fundados por órdenes religiosas durante los siglos XVII y XVIII (García, 2019). Posteriormente, en las últimas décadas del siglo XIX, se habrían producido dos hechos relevantes que tuvieron gran impacto en su desarrollo. En primer lugar, en 1870 se sancionó la Ley n.° 419 de Protección a las Bibliotecas Populares. Si bien la legislación se refirió a estas instituciones en específico, impulsó el movimiento bibliotecario argentino en su totalidad y propició la fundación de diversos tipos de bibliotecas, entre ellas las escolares (Parada, 2013). En segundo lugar, en el año 1884, fue aprobada la Ley n.° 1420 de Educación Común, normativa fundante del sistema educativo nacional que reguló la Capital Federal y los Territorios Nacionales. En materia de libros, esta última estableció que el Consejo Nacional de Educación (en adelante CNE) debía proveer a las y los estudiantes que no pudieran costearlos. Respecto a las bibliotecas, no mencionó las escolares mientras que sí figuraron las de carácter popular2. No obstante, las fuentes consultadas para este trabajo indican que fue a partir de la reglamentación de esta ley que comenzaron a crearse y expandirse las bibliotecas escolares en Norpatagonia3.
Durante el período en estudio, esta región estuvo constituida por los Territorios Nacionales de Río Negro y Neuquén, actualmente provincias homónimas. Las dos jurisdicciones formaban parte del espacio apropiado por el Estado argentino a finales del siglo XIX mediante las campañas militares contra los pueblos originarios. Luego de la conquista, en 1884 se sancionó la Ley n.° 1532 de creación de los Territorios Nacionales, entidades jurídicas que eran meras divisiones administrativas carentes de autonomía y directamente dependientes del Ejecutivo nacional (Bucciarelli, 2010)4. Al igual que en los demás ámbitos de gobierno, en materia educativa los Territorios quedaron bajo la disposición del Estado nacional. En consecuencia, las escuelas comunes fueron administradas por un organismo central, el CNE, con asiento físico en la Capital Federal.
Como señalan investigaciones previas, las escuelas patagónicas estaban inmersas en múltiples contrastes geográficos y humanos (Teobaldo y García, 2002). La región combinaba una inmensa extensión de territorio con una muy baja densidad de población que vivía sumamente dispersa y era mayoritariamente analfabeta, rural y de origen extranjero ―principalmente chileno― e indígena. Sin embargo, las realidades regionales no se vieron reflejadas en el proyecto educativo nacional: las escuelas fueron concebidas desterritorializadas y no se establecieron legislaciones educativas, programas ni textos escolares específicamente pensados para estos espacios (Zaidenwerg, 2016). En su lugar, compartieron aquello que había sido ideado en principio para Capital Federal, ciudad portuaria, cosmopolita y de urbanización temprana. Las bibliotecas escolares, insertas en el sistema educativo, también contaron con reglamentaciones unificadas independientemente de los espacios geográficos y sociales donde estuvieran situadas.
Fue en este panorama general que se postuló la necesidad de crear y sostener bibliotecas en las escuelas comunes de Norpatagonia. Este requerimiento fue señalado en informes de funcionarios estatales y en notas publicadas en el órgano oficial de difusión del CNE, El Monitor. Los motivos que explicaban el interés de las autoridades educativas por este «[…] poderoso elemento de cultura» (El Monitor, 164, 1889: 152) respondían al ideario dominante en la Argentina durante el período: la existencia de una generación escolarizada era una condición necesaria para la pretendida construcción de un país moderno (Carli, 2012). Por ello, la acción de la escuela se centraba en la homogeneización y su misión fundamental era disolver las marcas sociales de niñas, niños y de sus núcleos familiares. En este proceso, la lectura cumplía un papel de gran importancia, al advertirse en ella un potencial benéfico por su capacidad de civilizar y moralizar.
Sin embargo, esta tarea era comprometida por dos situaciones. En primer lugar, la enseñanza de la lectura en las escuelas argentinas se consideraba deficiente. Alumnas y alumnos leían mal: eran incapaces de interpretar y comprender lo que se leía, no podían «[…] tomar la idea general del trozo, comentarla, sintetizarla, ejemplificarla y reproducirla en otra forma» (El Monitor, n.º 391, 1905: 48). Además, en las aulas argentinas tampoco se aprendía otra capacidad considerada fundamental: el amor por la lectura. La escuela no inculcaba el sentimiento que luego impulsaría al estudiantado a recorrer las estanterías de librerías o bibliotecas. Por ello, se precisaba que las nuevas generaciones supieran leer y escribir y que además se las formase en un hábito de pasión por estas prácticas. En segundo lugar, si a nivel nacional el carácter de la población debía ser modificado, ello se potenciaba en la escala regional. El analfabetismo, las pertenencias nacionales y étnicas predominantes, la forma de vida preponderantemente rural y la distancia geográfica de las localidades respecto a los centros de decisión nacionales, eran observados con especial recelo. En este contexto, se volvía urgente la necesidad de instruir y educar a la población norpatagónica.
La biblioteca escolar constituía un medio privilegiado para reparar o matizar ambas problemáticas. Por un lado, era considerada «[…] una de las más seductoras formas en que se desarrolla y crea el gusto de la lectura» (Educación Común. Año 1885, 1886: 69). Proporcionaba a las escuelas medios para cooperar en su progreso, «[…] despertando y estimulando, en los niños, el interés por la lectura amena e instructiva» (Educación Común. Año 1916, 1918: 32). La biblioteca permitiría al docente realizar lecturas en clase, de manera que el alumnado fuera atraído hacia los libros y supiera seleccionar los correctos. Como indicaba el Plan de estudios y programas para las escuelas primarias de los Territorios y Colonias Nacionales de 1910: «[…] no basta aprender a leer. Es menester amar únicamente las mejores lecturas, pues ellas nunca cansan, educan e instruyen siempre» (Digesto de Instrucción Primaria, 1920: 454). Por otro lado, se creía que estas bibliotecas producirían los mejores resultados en unos Territorios Nacionales que «[…] entregados siempre al trabajo, a la ruda labor, necesitan la acción civilizadora del libro» (Educación Común. Año 1887, 1888: 330). Entonces, la biblioteca escolar se convertía en el lugar «[…] donde se labra el pensamiento de los niños y se conforta el cerebro de los adultos» (El Monitor, 398, 1906: 321).
En definitiva, se confió en la lectura como un canal de civilización y moralización de la población (Spregelburd, 2012). Nada mejor que crear y formar lectores dentro de la institución privilegiada para «[…] homogeneizar culturalmente a sociedades con poblaciones heterogéneas y lograr su identificación con un colectivo nacional» (Mecozzi, Carey y Lusetti, 2011: 57). En este sentido, las palabras de Mariano Arancibia, inspector seccional a cargo del Territorio de Neuquén, expresan una opinión recurrente entre los funcionarios: en la Patagonia las escuelas eran «[…] las únicas instituciones capaces por la acción del libro de unificar las tendencias que, como corrientes hoy por hoy, toman diferentes rumbos por la diversidad de la población» (Educación Común. Años 1904 y 1905, 1907: 255).
En este marco, el establecimiento de bibliotecas en Norpatagonia apuntó a la creación de hábitos de lectura en la población infantil y adulta (Zaidenwerg, 2016). Fueran escolares, populares o públicas, era su tarea crear y transmitir el amor por la lectura, con el mismo carácter que la enseñanza impartida en la escuela: civilizatorio y nacionalizador. Fue así misión de las bibliotecas escolares «[…] facilitar y difundir la lectura instructiva, útil, recreativa y moralizadora en los alumnos, maestros y vecinos» (Educación Común. Años 1909 y 1910, 1913: 336). Es decir que, si bien compartieron reglamentaciones con las bibliotecas a crearse en las escuelas de Capital Federal, a las situadas en la región sureña se les asignaron papeles particulares.
Sin embargo, es prácticamente nula la documentación encontrada que dé cuenta de una correspondencia entre el interés manifestado discursivamente y la existencia de políticas educativas a favor del fomento de estas bibliotecas en términos presupuestarios5. Las normativas halladas ―reglamentos generales o circulares― focalizan en la prescripción del funcionamiento. Sobre las formas de sostenimiento, los reglamentos generales para las escuelas comunes de la Capital y Territorios Nacionales sancionados a partir de 1889 señalan que en cada escuela debía haber una biblioteca constituida con «[…] un ejemplar de los textos usados y con las obras que a ella destinen las autoridades o los particulares» (El Monitor, 162, 1889: 86). Tanto las normativas como los discursos del funcionariado educativo sistemáticamente refieren a la necesidad de que los particulares participen en la constitución de los fondos de estas bibliotecas, por sobre la responsabilidad del Estado en crearlas y sostenerlas.
Dentro de este esquema regulatorio que se presentó con fuerza la figura del vecino en relación a las bibliotecas escolares norpatagónicas. Como sostenía el Inspector General de Territorios Raúl B. Díaz:
La escuela pública necesita para su desarrollo eficaz no solamente el valioso concurso de los poderes públicos y el trabajo inteligente y fervoroso de los maestros, sino también de la simpatía y la protección material y moral de los padres de familia. Cuando el pueblo coopera en su propia cultura, la escuela aumenta su prestigio y se realizan con más amplitud y éxito las iniciativas educacionales (Educación Común. Años 1911 y 1912, 1914: 362).
La biblioteca de la escuela y la comunidad. ¿Quiénes eran «los vecinos» y qué relación tenían con la biblioteca escolar?
La presencia de los vecinos6 en la vida de las bibliotecas escolares norpatagónicas fue una constante. Esta incidencia, a su vez, anclaba en el desarrollo mismo de la escuela común en la región. La relación establecida con la sociedad civil fue fundamental para el funcionamiento de las escuelas regionales, especialmente hasta mediados del siglo XX, momento para el cual la presencia estatal había aumentado. En este sentido, hubo una persistente autogestión de los vecinos en materia educativa: las familias participaron en la cesión de espacios físicos o la donación de mobiliario y útiles para que las escuelas pudieran funcionar, así como a través de la prensa regional reclamaron recurrentemente a las autoridades estatales el cumplimiento de la Ley n.° 1420.
En el marco de estas prácticas, los nexos entre las bibliotecas escolares y las comunidades locales abarcaron numerosas instancias que fueron desde la intervención vecinal en la promoción de su apertura y la donación de libros hasta la participación en actividades culturales diversas.
No obstante, cabe preguntarse por las identidades o adscripciones de estos vecinos: ¿eran un grupo homogéneo?, ¿todos sus miembros establecían idénticas relaciones con las bibliotecas escolares? El material analizado permite plantear una respuesta negativa a estos interrogantes. Si bien en las fuentes consultadas las autoridades educativas no dividían explícitamente a las sociedades norpatagónicas de acuerdo a caracteres sociales, económicos o culturales al referirse a las bibliotecas escolares, se perciben dos grupos cuyo nexo con éstas era o debía ser diferente.
Los vecinos caracterizados como fundadores de la biblioteca
En primer lugar, se destaca la presencia de los vecinos caracterizados en la creación y sostenimiento de las bibliotecas escolares. Según Teobaldo y García (2001), a causa de la distancia entre las decisiones políticas del gobierno central y su implementación, determinados sectores de las poblaciones locales demandaron, entre otras cuestiones, la instalación de escuelas públicas. Estos grupos estaban compuestos por quienes tenían algún grado de organización y autoridad, coincidiendo mayoritariamente con los estratos dirigentes locales. Esta situación les permitía, entonces, asociarse para realizar solicitudes en defensa de sus intereses y que éstos obtuvieran reconocimiento oficial.
A este primer grupo se encargaba la creación de bibliotecas escolares y el mantenimiento de sus fondos bibliográficos. No sólo eran los más acomodados económicamente y quienes contaban con mayor poder y prestigio local, también sus vínculos políticos y su formación por encima del promedio de la población los volvían los más confiables desde la mirada estatal.
En relación a estas cuestiones, el Estado no sólo tenía gran interés por controlar la lectura, precisando las autoridades que era suficiente que las bibliotecas escolares tuvieran pocos pero buenos libros, es decir, textos que se adaptaran a los preceptos de moralidad y nacionalidad. Además, la Norpatagonia era una región donde la circulación de libros era escasa, en realidad había una mayor circulación de publicaciones periódicas, tales como diarios y revistas. Sin embargo, como señalan distintas fuentes, incluso éstos tenían circuitos restringidos y pausados. Para la zona cordillerana rionegrina, Santos Romano, maestro que en los años veinte trabajó en escuelas de Península San Pedro (localidad de Bariloche), resalta que solamente por intermedio del maestro llegaban noticias, libros, revistas y diarios (Romano, 1934). Victoria Alegría, antigua pobladora del paraje Mallín Ahogado de la localidad de El Bolsón (Río Negro), también señala que «[…] todas las revistas y diarios los traía el maestro» (citado en Lusetti y Mecozzi, 2015: 43). Para el territorio de Neuquén, Pedro Edmundo Jofré, quien se desempeñó como maestro en Chos Malal durante los años treinta, indica que «[…] los diarios llegaban cada 15 días» (Diario Río Negro, 21 de junio de 2000).
En este contexto, para proveer de libros a las bibliotecas escolares, se dependía en buena manera de la asistencia de particulares y autoridades. Los vecinos caracterizados eran, entonces, los indicados para aportar los buenos libros. Diversos informes de inspección escolar de los Territorios de Río Negro y Neuquén muestran que la respuesta vecinal era más que favorable. La comunidad prestaba su asistencia personal y apoyo material y de propaganda, maneras mediante las cuales la escuela de los Territorios asumía «[…] la firme tendencia de salir del aislamiento y de ejercer su acción civilizadora en la sociedad, vinculándose con ella, mancomunando intereses y esfuerzos» (Educación Común. Años 1911 y 1912, 1914: 364). De este modo, manifestaba su espíritu de asociación en la fundación de bibliotecas escolares. En ocasiones de forma particular y, en otras, mediante la conformación de sociedades cooperadoras o protectoras de la educación, madres y padres contribuían al mejoramiento del material de la enseñanza y al fomento de la biblioteca. Para Manuel B. Fernández, Inspector General de Territorios y Colonias Nacionales, era a través de esas sociedades que las familias evidenciaban «[…] su amor por la cultura, y las bibliotecas que también protegen con su peculio, aumentan sensiblemente» (Educación Común. Años 1906 y 1907, 1909: 165).
Esta fue la trayectoria asumida por la biblioteca escolar con museo adjunto inaugurada en el mes de octubre de 1905 en Chos Malal, localidad del norte neuquino. Según el acta de fundación, el inspector de escuelas de la jurisdicción, el previamente citado M. Arancibia, se reunió con una veintena de vecinos en el local de la Escuela de Niñas. La motivación común que los agrupaba a todos era la conveniencia de constituir la biblioteca. Por unanimidad, este grupo de personas resolvió fundar la biblioteca, sostenerla y «[…] darle prestigio», quedando compuesta finalmente por trescientos setenta volúmenes entre libros y revistas (El Monitor, 394, 1905: 401).
Por su parte, Marcelino B. Fernández, inspector seccional del Chubut, luego de visitar la escuela de Ñorquinco, en el sudoeste de Río Negro, resaltaba que esta institución poseía dos aulas de las cuales sólo una se destinaba a clases. La otra era ocupada como sala de lectura y biblioteca «[…] que el maestro con raro empeño y entusiasmo secundado por progresistas vecinos, ha iniciado con buen éxito» (Educación Común. Años 1906 y 1907, 1909: 140).
También para el territorio rionegrino, el inspector seccional Olivio J. Acosta informaba al inspector general de Territorios lo que consideraba una nota simpática sobre la creación de escuelas en la jurisdicción. Señalaba que, a partir de la intervención de los directivos, se habían extendido los beneficios de la escuela a un campo más vasto al propiciarse la fundación de bibliotecas que prestaban servicios a la población local. Según Acosta, en las localidades de Viedma, Conesa y General Roca, las bibliotecas contaban «[…] con obras de importancia para la lectura popular, donadas por los vecindarios y reparticiones públicas cuya cooperación se solicitó» (Educación Común. Años 1906 y 1907, 1909: 161).
Destinatarios de la biblioteca: la nacionalización del sujeto lector ampliado
Dentro de las comunidades locales aparece un segundo grupo compuesto por los demás habitantes territorianos, que constituían la mayoría de la población. Estos sectores eran los campesinos, indígenas y extranjeros ―principalmente chilenos―, condiciones que muchas veces se cruzaban en un mismo individuo. Desde la mirada estatal, constituían los principales destinatarios de la acción de la escuela y su biblioteca, porque era entre ellos donde «[…] el problema del analfabetismo suele complicarse con el de la nacionalidad» (Educación Común. Año 1918, 1919: 92).
En el espacio regional, el origen extranjero de la población era preponderante. Muchas familias estaban compuestas por adultos nacidos fuera de las fronteras de la Argentina y por infantes argentinos que asumían como propias las costumbres de sus progenitores. Por ende, la transmisión de la argentinidad y la nacionalidad fue una de las banderas que asumió la escuela común. En este proceso, los libros escolares fueron entendidos como instrumentos civilizadores y nacionalizadores.
En este marco, debe recuperarse una noción central del período: los libros y textos escolares tenían como destinatario un sujeto lector ampliado (Linares, 2002). No se pensaba que los beneficios de la lectura de estos materiales alcanzaran únicamente a niñas y niños que se alfabetizaban en las escuelas, sino también a sus familiares adultos y demás allegados. En esta línea, el inspector general de Territorios, Raúl B. Díaz, expresaba su positiva impresión ante lo que sucedía a partir de la circulación de uno de los libros de lectura aprobados por el CNE en Guañacos [sic], localidad al norte de Neuquén:
El Nene ha recorrido los hogares chilenos causando una verdadera revolución. Sus anécdotas se repiten en la familia con animación patriarcal. Ha reemplazado, con savia nueva, las añejas leyendas del catecismo y los romances caballerescos allí generalizados. Dos ejemplares solicitados por una maestra de Chile, han llevado a niños de aquel país una alegría desconocida (El Monitor, 359, 1903: 1076).
Para el territorio rionegrino, especialmente en lo referente a su zona andina, limítrofe con Chile, también se resaltaron enfáticamente los contenidos nacionales. Como señalaba el inspector seccional Marcelino B. Martínez en su informe al CNE, ante la primacía en la región de una población chilena que gracias a la acción de la escuela iba aprendiendo a leer, se hacía necesaria la presencia de bibliotecas con libros selectos y lecturas nacionales adecuadas. Así, respecto a El Bolsón, pequeño poblado cordillerano de Río Negro, escribía:
En este vecindario, chileno en su totalidad, con excepción del maestro, existe un buen número de personas que saben leer y entre los niños la mayoría empieza a leer regularmente; por lo que creo muy conveniente que se establezca aquí la sección Biblioteca, apropiada para lecturas populares (Educación Común. Años 1906 y 1907, 1909: 142).
Otro de los aspectos en los cuales se insistía era que los conocimientos aportados fueran útiles, que lectoras y lectores se dirigieran a los libros de las bibliotecas escolares buscando saberes que les ayudaran en sus actividades cotidianas. En el caso de la población adulta, esta invitación era más explícita que si se trataba del alumno niño, ya que existía un marcado interés estatal por el desarrollo de la región en materia económica y productiva. Si bien reglamentos y circulares no negaban la posibilidad de leer textos por motivos de esparcimiento personal, el aspecto recreativo de la lectura quedó relegado a un segundo plano. En su lugar, se priorizaba que los adultos encontrasen «[…] mediante la lectura conocimientos científicos para su aplicación en las industrias» (Educación Común. Años 1904 y 1905, 1907: 255).
Para que las bibliotecas de las escuelas estuvieran compuestas por los buenos libros, es decir aquellos que respondieran a una concepción nacionalizante y utilitaria de la lectura, se depositó en los directivos escolares la responsabilidad de controlar el carácter de los textos que ingresaban a la escuela mediante contribuciones particulares. Los reglamentos señalan que «[…] ninguna obra donada será incluida en la biblioteca sin que haya sido antes examinada por el director de la escuela, quien rechazará las que juzgue contrarias a la moral o a la nacionalidad» (Compilación de Leyes, Decretos, Reglamentos, Informes y Resoluciones concernientes a la Instrucción Primaria y Normal en la República Argentina, 1902: 408). En los informes de inspección también aparecen referencias al respecto. En ellos se señala que «[…] por la acción conjunta de las escuelas y vecinos, se han fundado y se sostienen bibliotecas escolares y públicas, destinadas a facilitar y difundir la lectura instructiva, útil, recreativa y moralizadora en los alumnos, maestros y vecinos» (Educación Común. Años 1909 y 1910, 1913: 336)7.
De esta manera, si por un lado se propiciaba que la comunidad interviniera en el progreso material de la biblioteca escolar, por el otro se sostenía la necesidad de que el pueblo se acercase a ella para ser receptora de sus beneficios. Para que esta misión se desarrollara con éxito, fueron diseñadas diversas actividades que debían realizarse en y desde la biblioteca.
Se planteaba a la biblioteca escolar como un espacio centrado en la lectura y los libros al que tendría acceso la comunidad entera. Según los reglamentos, debía ser abierta en días y horarios a convenir, siempre sin coincidir con las horas de clase, para que vecinas y vecinos pudieran leer. Se consideraba que así el poblador podría «[…] en la noche, en el día de fiesta, acercarse a la biblioteca de la escuela y encontrar a mano, ya el libro útil que le adelante conocimientos sobre sus propias atareas, ya el que simplemente lo recrea» (Educación Común. Año 1887, 1888: 330). Además, fue habilitado el retiro de libros en préstamo a domicilio por parte de los padres de los alumnos y el resto de la comunidad. Para ello no se establecían costos o trámites de asociación, pero se depositaba en la dirección de la escuela la responsabilidad sobre la vigilancia y el control de esos préstamos (Digesto de Instrucción Primaria, 1908: 153-154).
Había también otras actividades que, si bien tenían como lugar de reunión la biblioteca escolar, no se vinculaban directamente con la lectura. Se autorizó a la dirección de la escuela para congregar a los vecinos (niños y adultos), también en horas convenientes, con fines morales, instructivos y sociales, tales como la resolución de problemas, la entonación de canciones patrióticas o el desarrollo y comentario de temas importantes de actualidad, aunque prohibiéndose el abordaje de política y religión. También se permitía organizar fiestas escolares o invitar a viajeros distinguidos con el objetivo de que diesen conferencias. El magisterio, el alumnado más adelantado y otras personas del pueblo capacitadas, estaban asimismo habilitados a desarrollar aspectos del programa (Digesto de Instrucción Primaria, 1908).
La biblioteca escolar debía constituirse, entonces, en el centro cultural de la localidad para lograr su cometido de «[…] acercar el pueblo a la escuela» (Educación Común. Años 1904 y 1905, 1907: 254). Ello, por su parte, debía suceder a partir de la acción conjunta entre vecinos y docentes: mientras maestras y maestros enseñaban la lectura a sus estudiantes, les inculcaban el amor por la lectura y organizaban actividades donde pudiera participar la comunidad adulta de la localidad, la sociedad civil debía intervenir no sólo con la tarea fundamental de abrir y dotar de libros a estas bibliotecas, sino siendo ella también lectora de los textos.
A modo de cierre
El proceso de institucionalización de la educación común en la Norpatagonia estuvo marcado por un estrecho vínculo con la sociedad civil, siendo esta partícipe fundamental en la creación y sostenimiento de las escuelas. Las bibliotecas escolares siguieron la misma trayectoria.
En este sentido, la comunidad estaba llamada a intervenir desde un primer momento, aportando materialmente, es decir, donando libros u otros textos impresos, para poder constituir las bibliotecas. Luego, debía sostener su presencia para que éstas tuvieran un correcto y continuo funcionamiento. Al respecto, los informes de inspección escolar dejan constancia de una animada participación vecinal. Tanto en forma particular como a través de asociaciones cooperadoras o de protección de la educación, la comunidad actuaba en favor del desarrollo de las colecciones mediante donaciones y el fomento a la lectura.
En paralelo, estos dispositivos no escaparon a los procesos de jerarquización y diferenciación producidos al interior de las sociedades locales. Por ello, a los vecinos caracterizados, con poderío y prestigio político y social, se les asignó un papel activo: el de ser creadores y sostenedores de las bibliotecas. Mientras tanto, a los grupos subalternos ―campesinos, indígenas y analfabetos― se los situó en un lugar pasivo, considerándolos receptores y destinatarios. Fuera en calidad de lectores o no, estos últimos debían acercarse para ser instruidos y educados.
Las autoridades educativas consideraron que la lectura y los libros podían funcionar como instrumentos de aculturación y argentinización. Antes que, por motivos de desarrollo de una sensibilidad literaria, había un fuerte interés en que la población adquiriese sentimientos de amor a la Patria y saberes útiles que sirvieran al desarrollo productivo y económico de la región. Para que ello fuera logrado, se propuso la realización de diversas actividades, algunas de las cuales estaban directamente relacionadas con la lectura, mientras que otras excedían la práctica lectora: conferencias, fiestas, resolución de problemas, entonación de canciones patrióticas.
Es así que durante los primeros años de constitución de la escuela común en Norpatagonia, las bibliotecas escolares debieron funcionar como centros de irradiación cultural dentro de las localidades donde estaban situadas. De esa manera, influirían positivamente en sus diversos destinatarios: el estudiantado, el personal docente de las escuelas, las familias y la comunidad vecinal en su generalidad.