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CELEHIS (Mar del Plata)

versão On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.41 Mar del Plata jun. 2021

 

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“El lenguaje del amor no se habla”: la ropa y sus inscripciones en Aparecida

“The language of love is not spoken": clothing and its inscriptions in Aparecida

Luciana Belloni Fernández1 

1 Instituto de Investigación de Filosofía, Letras y Estudios Orientales (IIFLEO) Universidad del Salvador (USAL)

RESUMEN

Aparecida (2015) -la ¿crónica?, ¿autobiografía?, ¿novela?- de Marta Dillon, se inicia con el llamado que recibe la autora del Equipo Argentino de Antropología Forense, en el que se le informa que han encontrado los huesos de su madre Marta Taboada, desaparecida en 1976, durante la última dictadura cívico militar argentina. Este hallazgo se ve acompañado de otro de suma importancia: el de la ropa y los adornos que, posiblemente, usó Taboada la noche de su secuestro y durante su cautiverio. Propongo que, en la obra, la vestimenta constituye un objeto inteligible, un lenguaje ambiguo femenino, el cual tiene la capacidad, en contraposición a los restos óseos, de conducir a la protagonista, por un lado, a un redescubrimiento y una reinvención de la identidad de su mamá; y, por otro, a una experimentación y reconfiguración de lo que la autora llama “la maternidad cuerpo a cuerpo”. Finalmente, la indumentaria anticipa y habilita uno de los acaecimientos medulares de la novela: la despedida madre-hija. Para abordar el poder comunicacional de los objetos en general y las vestiduras en particular, esta investigación recupera las principales conceptualizaciones realizadas al respecto por estudios semiológicos (Saussure, Trubeckoj, Barthes, Eco, Lurie, Calefato) y sociológicos (Baudrillard, Davis).

PALABRAS CLAVE: Cuerpo; indumentaria; lenguaje; Marta Dillon; maternidad

ABSTRACT

Aparecida (2015) -the chronicle? Autobiography? Novel?- written by Marta Dillon, starts when the author receives a call from the Equipo Argentino de Antropología Forense. She is informed that the remains of her mother, Marta Taboada, who went missing in 1976 during last Argentine military dictatorship, have been found. These findings are accompanied by another one of crucial importance: the clothes and accessories that Taboada possibly wore on the night of her kidnapping and during her captivity. I propose that clothing in this novel constitutes an intelligible object, an ambiguous language, exclusively feminine which, unlike the remains, leads the main character to a rediscovery and a creation of her mother’s identity. On the other hand, it also directs her to an experimentation of what the author calls “body-to-body motherhood”. Finally, the clothes anticipate and enable one of the central events of the novel: the mother-daughter farewell. In order to analyse the communicational power of objects in general and clothing in particular, this research considers the main concepts made in this regard by semiologic (Saussure, Trubeckoj, Barthes, Eco, Lurie, Calefato) and sociological studies (Baudrillard, Davis).

KEYWORDS: Body; Clothing; Language; Marta Dillon; Motherhood.

Yo aprovecharía el instante en que esos objetos no acompañaran a esas personas, para descubrir sus secretos o los rastros de sus secretos.

“El caballo perdido”, Felisberto Hernández

Aparecida, un derrotero de afectos y desvíos

En octubre del 2017, en Buenos Aires, el investigador Lucas Saporosi realizó una entrevista a Marta Dillon para la revista Aletheia, en la que la autora comentó que “la escritura tiene que ver mucho con los afectos, en el sentido de poder traducir una búsqueda, una experiencia cotidiana y del deseo” (2).1 En el nivel anecdótico, Aparecida cuenta la historia de Marta Taboada, militante del Frente Revolucionario 17 de octubre, quien fue secuestrada en su casa en 1976 y asesinada poco tiempo después en el barrio de Ciudadela, y la de su hija, Marta Dillon, la narradora del texto. La obra relata los acontecimientos desde el momento en que Dillon atiende el llamado del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que le notifica el hallazgo de los restos óseos de su mamá hasta el día en que la entierra. Junto con los huesos, se encuentran varias prendas de ropa que, probablemente, usó Taboada durante la noche de su desaparición y el cautiverio. En el nivel de los afectos, Aparecida reflexiona sobre la materia en la que estos se inscriben: el cuerpo, los huesos y, especialmente, la indumentaria.

La mayor parte de la crítica literaria cataloga el libro como disruptivo en diferentes sentidos. Para Claudia Torre, por ejemplo, este se dedica al armado de un argumento de carácter nómade que deviene en una memoria familiar construida desde la materialidad de los restos de Taboada, los cuales son el origen de toda narración posible y los que producen el cambio de la condición de desaparecida a aparecida de la madre de Dillon (Torre: 16-17). Desde la lectura de Torre, no solo la historia es nómade, sino también la maternidad. En la imaginación de Dillon cohabitan una madre que cumple con los estereotipos de la literatura universal, congruente con una Penélope mítica, y otra que obtiene su fortaleza, más que en la existencia de sus hijos e hijas, en la convicción de su ideología revolucionaria (18). Esta copresencia, entre otras cuestiones, teje una crónica “de sutura”, que cose las heridas del pasado (19).

En relación con esto último y en un análisis que interpreta los textos desde el “giro afectivo”, es decir, como “formas de cultura expresiva”, capaces de tocar y herir al lector, Cecilia Sosa lee Aparecida desde los afectos que suscita. La autora subraya la tensión entre lo público y lo privado, presente desde el comienzo del argumento, cuando Dillon asegura que la aparición del cuerpo no es un asunto personal exclusivamente, sino de toda una sociedad que lo reclama. Tal apertura a lo social constata que la reparación afectiva es pública (1-2). En razón de ello, la novela está escrita para una comunidad, a la que también Sosa señala nuevos afectos en la experiencia victoriosa del duelo: está enmarcada por una fiesta, la boda entre Dillon y Agustina Carri, y es caracterizada con notas gozosas y con humor negro. Otras estrategias lingüísticas en las que esta crítica se detiene son las descripciones “casi morbosas” de los restos corporales, constructores de una memoria carnal, la cual, menciona, pareciera haber quedado adherida a una de las posibles prendas de Taboada, una polera azul (3).

Por su parte, José Maristany se ocupa de la articulación de dos tipos de militancia que se implican: la de la madre, esta es, la experiencia militante de los años 70; y la de su hija, que involucra su participación activa en los colectivos LGTTIB e H.I.J.O.S. así como en las manifestaciones por la Ley de Matrimonio Igualitario (2010) y por la Ley de Identidad de Género (2012). Dillon escribe sobre la vida de su mamá atravesada por la suya propia, en clave feminista y lesbiana; como resultado, ostenta una militancia de Taboada que, lejos de reducirse a una lucha armada, pretende denunciar los imperativos patriarcales que coartan a las mujeres. Esta imputación sustituye el modelo de una mamá heroína por la de una mujer en su rutina afectiva y sexual desafiante (54). En consecuencia, las vivencias de Dillon resemantizan las de la madre. Aunque también sucede a la inversa: las reflexiones sobre la desintegración del cuerpo materno tienen su correlato en aquellas sobre la enfermedad que contrae Dillon, el virus del VIH. Estas intervenciones de una vida sobre la otra convierten la biografía en autobiografía (45-46).

Resulta interesante cómo Maristany repiensa las problemáticas de la maternidad y el matrimonio lésbico. La novela usa un campo semántico que define prácticas sexuales normativas, pero para subvertirlas (48), y excluye a Alejandro Ros, el padre biológico de Furio, hijo de Carri y Dillon, aunque incluye a la hija adulta de esta última, Naná (11). Estos elementos podrían verse impulsados por la intención contraventora de mostrar positivamente una familia homoparental y de construir un entorno femenino autónomo con respecto a uno masculino (53).

En ese sentido, Silvina Sánchez y Atilio Rubino ven en el texto aquello que Kristeva llama una “memoria abyecta” (5). El carácter abyecto nace, en primer lugar, de la representación de la cronicidad del VIH, en vistas de lo cual proponen leer Aparecida como una continuidad del libro anterior de Dillon Vivir con virus: relatos de la vida cotidiana (2004). En segundo lugar, parte de una herencia femenina transgresora, la cual, antes que construir una representación fija del individuo, configura zonas de desujeción, fortalecidas en dos escenas que son nombradas, pero no analizadas en el artículo: el descubrimiento de la ropa de Taboada y su entierro (7). En tercer lugar, la obra ocupa una posición incómoda dentro de los discursos narrativos de la segunda generación de hijos e H.I.J.O.S. Al contrario que la mayoría de ellos, los cuales retratan a la figura materna ausente a partir de la óptica del hijo, Dillon cultiva una voz maternal autónoma, debido a que representa a su madre a la vez que se reconoce como tal (6), habla sobre y desde la maternidad.

Finalmente, se ha polemizado sobre el género literario del texto. Paula Klein lo clasifica dentro de las narraciones documentales de la posmemoria. Enmarcada en el llamado “giro documental”, la novela forma parte del paradigma de la investigación histórica y archivística: incorpora archivos personales y oficiales, documentos, reportajes, testimonios. No obstante, al componer este montaje mediante recursos literarios, interroga las definiciones sobre la ficción y lo documental, sobre la crónica, la novela policial y el periodismo (2-3).2

En suma, la obra disrumpe conceptualizaciones totalizantes sobre género literario, género sexual, institución familiar, maternidad, militancia, relatos de memoria y afectos. Pero, a pesar del profundo análisis, la crítica no se ha ocupado del papel que cumple la indumentaria en este proceso. A mi juicio, en Aparecida, la vestimenta constituye un espacio femenino fronterizo, un “secreto” del que los hermanos varones de Dillon no forman parte. Asimismo, es un objeto inteligible que, a diferencia de la materialidad de los huesos, moviliza a la narradora a reconfigurar la llamada “maternidad cuerpo a cuerpo” y a redescubrir la identidad de su mamá, ya que, si bien Taboada mantiene a lo largo de la obra su posición maternal, conquista a la vez otros roles vinculados a esta: el de amante, heroína, artista. Por último, la indumentaria no solo es indicio del adiós de la hija a su madre, sino que también permite que este tenga lugar. Con el fin de exponer la controversial visión de los objetos, particularmente la ropa y los adornos, como un tipo de lenguaje, el siguiente apartado recoge ciertas conceptualizaciones semiológicas y sociológicas sobre la capacidad comunicacional de estos.

La lengua del vestir: aproximaciones al valor semiótico y social de la indumentaria

Uno de los principales abordajes al rol comunicativo de la indumentaria ha sido desarrollado por la semiología, en virtud de la estrecha ligación que percibe entre esta y la lengua. A principios del siglo XX, la mencionada ciencia indaga el fenómeno del vestido y su estructuración debido a que detecta en él mecanismos de oposición interna entre rasgos, análogos a aquellos presentes en el sistema de la lengua (Calefato 2004:196-197). En el Curso de Lingüística general, Saussure entiende la moda como un sistema de signos, determinado por los condicionamientos que le impone el cuerpo humano -y, por ello, de carácter menos arbitrario que el lingüístico-, que establece nuestra manera de vestir (101). Estas primeras impresiones son profundizadas por el Círculo lingüístico de Praga, especialmente, por Nikolaj Trubetzkoy, quien, en Principios de fonología, aplica la dicotomía saussureana lengua-habla a la división costumbre-vestuario: los primeros pares de los binomios son fenómenos sociales e institucionales; los segundos, individuales, dependen de la voluntad y creatividad de cada sujeto (Trubeckoj 1973).

La transición, en los estudios semiológicos, a una teoría de la vestimenta como discurso social es elaborada por Ronald Barthes en El sistema de la moda, en el que el autor analiza tres tipos de vestidos femeninos representados en las revistas: el vestido real (el referente, aquel usado por un determinado individuo), el vestido-imagen (el fotografiado) y el vestido escrito (aquel que describe, generalmente en un pie de foto, al anterior). Barthes estudia, específicamente, el último de ellos, esto es, “la traducción” de la ropa en lenguaje (1978: 12). Al analizar la lengua verbal, el proyecto barthesiano indica, en contraposición a Saussure, la jerarquía de la lingüística sobre la semiología (1978: 13).

Años más tarde, Barthes publica El imperio de los signos, una especie de cuaderno de viaje en el que analiza la correlación entre significado y significante en ciertos aspectos típicos de la cultura japonesa, entre ellos, los atavíos que cubren o acompañan el cuerpo de los ciudadanos. En este texto, tal como sostiene la semióloga italiana Patrizia Calefato, una de las principales referentes actuales de la teoría de la moda, los objetos no cumplen necesariamente una función utilitaria, sino que están investidos de un valor mítico cuya fuerza es obtenida de los relatos que cuentan a sus portadores (2003: 166-167). Por ejemplo, los paquetes, los bolsos, las valijas, los pañuelos, los hatillos aparecen en el Japón de Barthes abstraídos de su uso convencional: dejan de ser meros envoltorios para personificar la idea de viaje y fugacidad (Barthes 1990: 67).

La cualidad narrativa de las cosas ha sido explorada por Jean Baudillard en El sistema de los objetos. El autor entiende la “posesión del objeto” como el proceso por el cual este se ve despojado de su funcionalidad cuando es personalizado por un individuo. Bajo dicho carácter “puro”, las pertenencias singularizadas se transfiguran en una suerte de “espejo ideal” que refleja aquellas imágenes no reales, sino deseadas por los sujetos; por consiguiente, conforman un sistema en el que las personas crean una “totalidad privada”, un microcosmos donde consolidan su autonomía (96-102).

Umberto Eco ha ahondado en la emancipación del objeto de su elemento funcional específicamente en el campo de la moda. En ella, cree el autor, la indumentaria conquista un valor expresivo tal que, antes que cosa, es signo, sobre todo, de algún aspecto emotivo del sujeto. Contrariamente a Barthes, en “El hábito hace al monje” (1972), Eco analiza la vestimenta como lenguaje visual y compara sus propiedades con las del verbal: ambos tienen códigos (in)flexibles, se ven influenciados por sus contextos, emiten posiciones ideológicas y motivan a los usuarios, por medio de censuras o incentivos, a un buen manejo de ellos.

Desde el marco de la Fashion theory, Calefato entiende al “cuerpo vestido” como un lenguaje no verbal a través del cual el sujeto define “su estar en el mundo”, es decir, modela su ambiente, se proyecta en él, expresa significados sociales y construye los signos culturales de su cuerpo en el tiempo y en el espacio (2001: 214). De acuerdo con la autora, “Il corpo rivestito è il territorio fisico-culturale in cui si realizza la performance visibile e sensibile della nostra identità esteriore” (2004: 199). Asimismo, postula que, gracias a la indumentaria, el individuo parece sentir de forma amplificada su entorno, dado que el lenguaje de la moda le concede la palabra al universo de las sensaciones (2001: 214-215).

Sobre el nexo entre ropa, cuerpo e identidad, son insoslayables las conceptualizaciones de Alison Lurie. En The language of clothes, la ensayista estadounidense enumera los motivos por los cuales nos vestimos: la proclamación de la identidad, la practicidad, el estatus y la atracción erótica (17). Sobre el primero de ellos, Lurie opina que mientras vestir las prendas que hemos seleccionado es sinónimo de manifestar nuestra voz, vestir aquellas que hemos intercambiado por las nuestras o aquellas que nos han sido regaladas implica, simbólicamente, encarnar la personalidad del otro, compartir sus gustos y opiniones, o bien adjudicarnos la imagen que este posee sobre nosotras y nosotros (16). Por esta razón, el atuendo es una forma significativa a través de la cual son experimentados los lazos interpersonales. A las mencionadas causas del vestir, Lurie agrega otra: la magia. La autora explica que los miembros de los pueblos originarios se adornaban para atraer un poder positivo y animista que los protegiera contra el mal. Aunque denigrado bajo la etiqueta de “superstición”, hoy en día el poder mágico del vestuario continúa vigente, prueba de ello es que llamamos “prendas de la buena suerte” a aquellas que fueron vestidas en un evento exitoso del pasado (19-20).3 Pareciera entonces que, como las palabras, la indumentaria dispone de una “memoria”, remembra las circunstancias en donde fue usada, es, en definitiva, contenedora del tiempo.

Para Lurie la vestimenta, como todo lenguaje de signos, tiene una gramática, una sintaxis propia y un amplio vocabulario, puesto que el concepto incluye no solo ropa, sino también accesorios, joyas, peinados, maquillaje, entre otros (4). En su afán de explicitar esta clase de léxico, realiza equivalencias entre expresiones de la lengua oral con ciertos tipos de prenda; por ejemplo, las casuales, como los jeans, las zapatillas y las gorras, se asemejan a los vocablos vulgares o el slang, mientras que los adornos son equiparables a los adjetivos y adverbios por ser modificadores opcionales (7-8).

Una de las objeciones de las que fueron blanco las ideas de Lurie es la falta de transparencia de los significados que los atuendos emiten. Esta advertencia es profundizada por Fred Davis en “Do clothes speak? What makes them fashion?”, donde, si bien reconoce un código en la vestimenta, prefiere hablar de un “cuasi-código” debido a su carácter encriptado. Según el teórico, el ejercicio que esta se arroga de los símbolos visuales y táctiles de una cultura es ambiguo, por lo cual no es capaz de fijar un sentido explícito ni de determinar una única interpretación sobre ella, más bien sugiere e insinúa una diversidad de significaciones, más fluctuantes incluso que las del lenguaje oral. Consecuentemente, no existiría, como parece advertirse en Lurie, una correspondencia lineal entre palabras o frases y prendas (149-153).

Aunque de un modo elusivo, la indumentaria, como hecho social y sistema comunicacional, transmite información vital sobre la identidad de los individuos, su forma de habitar el mundo y sus relaciones con su propio cuerpo y con los otros. En los siguientes apartados, se buscará esclarecer cuáles son las características que adquiere este lenguaje en la novela, cómo produce y comparte sus significados, y los modos en que reconfigura los vínculos entre los personajes, especialmente, los maternos y filiales.

“Su ropa era ella”: reconfiguraciones de la poética de lo material

Aparecida se abre con Marta Dillon observando una fotografía en la que se encuentra en la playa junto a su mamá, quien le acaricia sus rulos:

No sé cuántos años puedo tener en la foto, puedo decir que su codo se apoya justo en el nacimiento de mi espalda y sus dedos se pierden en mi pelo. ¿Qué edad hay que tener para que el antebrazo de tu madre tenga la exacta medida de tu torso? (11).

Al medir un cuerpo con respecto al otro, Dillon introduce una poética de lo material que se despliega a lo largo de todo el texto, en el que cita el olor, la temperatura, la blandura del pecho de Taboada. La narradora revela que tiene esta relación de contacto físico también con su hija Naná y su hijo Furio, con quienes, por ejemplo, ha dormido en una posición en la que se entrelazan y confunden las piernas, los brazos. Este arte de cuerpos superpuestos funciona como una escritura materna heredada que la hija recoge y replica: “Mi maternidad es cuerpo a cuerpo […]. El lenguaje del amor no se habla, se inscribe. Esa poesía material es la que aprendí de mi madre” (49). Ahora bien, en otro de sus recuerdos, Dillon vuelve a compararse con Taboada, pero a través de un nuevo cuestionamiento: “a qué parte de su escote había alcanzado” (48). Por tanto, la referida inscripción no se circunscribe al cuerpo, sino que abarca la indumentaria.

En principio, durante la infancia de la protagonista, la ropa y los accesorios están al servicio de consolidar el ligamen amoroso entre madre e hija y de idealizar la maternidad. En una de las escenas íntimas que ambas comparten, la niña le acerca las pinzas de metal a Taboada para que se haga un peinado, el cual la convierte en una suerte de reina: “como una corona sobre su noble cabeza un rulero gigante envuelto con el pelo” (61). Dado que la abuela de Dillon también usaba ruleros para aderezarse el cabello, estos patentizan un saber sobre el hermoseamiento del cuerpo que se hereda como práctica dentro de una genealogía de mujeres. Líneas debajo, la cronista agrega: “Ella se hacía la toca y me preguntaba pavadas de la escuela y yo sentía que estábamos unidas por algún secreto de Estado, cosas de mujeres, cosas nuestras que los tres varones que me siguieron nunca iban a poder compartir” (61, énfasis añadido). Si, como advierte Tamara Kamenszain, el lenguaje femenino tiene formas de materialización propias, alternas a las del dominante -los cuchicheos, los silencios y los susurros (1981)-, en la novela, pueden leerse las referidas “pavadas” como una vía de circulación de la palabra de las mujeres. La autora resemantiza las conversaciones aparentemente banales y les da una función: cristalizar los afectos entre ellas. Estas “pavadas”, sinécdoque de lo privado, se equiparan, en la cita, a los “secretos de Estado” y, con ello, a lo público. Tal semejanza es otro modo de nombrar aquel rasgo de la obra que recalca Sosa: la disolución de los límites entre lo público y lo privado. Además, como demuestra el pasaje, los adornos delimitan las fronteras entre el ámbito femenino y el masculino. En efecto, más avanzada la trama, Maco, uno de los hermanos de Dillon, bromea sobre la manipulación llevada a cabo por ella y Naná sobre las vestimentas que el Equipo Argentino de Antropología Forense les permite examinar: “mujeres tenían que ser […] A nadie más se le ocurriría revisar así la ropa” (121).

Otro ejemplo del accionar de la indumentaria durante la niñez es el uso que hace Dillon de las plataformas de su mamá: la niña se prueba lo que, para ella, es un objeto fetiche a escondidas, como si fuese un acto transgresor. El vestir tales zapatos también forma parte de la poética material, ya que, como nota Lurie, compartir los atuendos con otra persona es compartir, momentáneamente, su identidad.

La vestimenta aparece vinculada a una memoria afectiva, a un contagio de cuerpos e identidades y a una lengua femenina, lo cual se complejiza cuando Dillon recibe aquella que pudo haber usado su madre la noche del secuestro y durante el cautiverio. En este otro momento, es un objeto inteligible, con un lenguaje propio que dialoga con lo materno: “La muerte sin nombre ni siquiera llega a ser muerte […]. Nada de todo eso podía ser escrito y entonces íbamos por la ropa. Que la ropa hablara, la que tenía cuando estaba viva, la que llevó hasta la muerte” (116).

La protagonista efectúa una “tarea de reconstrucción” que cosiste en devolverle “forma” a “esos guiñapos” (117). Este gesto puede ser interpretado literalmente como una “tarea de modistas” cuyo objetivo es rearmar harapos descuartizados; pero también, como la indumentaria es un texto legible, darle forma implica imprimirle un sentido, conservarlo y transmitirlo.4 Arruinada por el tiempo e imposibilitada de cumplir cualquier función práctica, la vestimenta, como apunta Calefato con respecto a los objetos, tiene su valor en las historias que son capaces de suscitar. Junto con su hija, Dillon comienza a imaginar escenarios a partir de los atavíos: al tropezar con una prenda naranja se pregunta “¿qué varón había ido a la muerte con una remera de ese color? (117), o bien “¿quién había ido a la muerte con un peine en el bolsillo” (125). Las mujeres examinan las vestiduras y las someten a juicio cada vez que les parece que hablan por sí mismas (117).

Aunque sin certezas, Dillon ubica prendas que vincula a su madre y que le permiten redescubrir o inventar nuevos aspectos de la identidad de esta. Una de las que más llama su atención es una lencería negra; la protagonista recuerda, por un lado, que Taboada vestía una similar cuando se bañaba con sus hermanos y, por otro, que la noche en que desapareció, tenía una cita. Esta prenda interior aúna el retrato materno con el de la amante: “Y ese conjunto era elegante, era de gala, le sujetaría la pancita floja por los embarazos, cubriría las estrías hasta que ya no importara que se vieran” (120, énfasis añadido). A partir de la ropa, la novela amplía el concepto de maternidad: Dillon recuerda a Taboada en su rol de madre y, al mismo tiempo, la descubre como una mujer que goza de su sexualidad.

En esta actividad, Dillon consigue una gratificación que no halla en los huesos, los cuales no le traen “alivio” (86): “Los huesos de mi madre se habían transformado en un ancla, no me dejaban mover […]. Yo estaba otra vez a la espera, con una cadena que desde adentro del cuello tiraba hacia el fondo” (157). Por lo contrario, el contacto con la indumentaria tiene un tono lúdico, la escritora viste a su mamá, a las tres mujeres y a los dos hombres que estaban en su grupo como si fueran unas “muñequitas de papel a las que encima se les ponía la ropa sujeta con solapas” (127). Embelesada en lo que se asimila a un juego de la infancia, la Dillon adulta evoca a la niña, sobre todo, cuando, a los diez años, tenía otra tarea atada a la vestimenta. Luego de contarles por primera vez la desaparición de su madre a sus amigas, ellas le proponen: “¿si te disfrazas de provinciana y vas a preguntar por las cárceles?” (21); las compañeritas la peinan, le aconsejan cómo hablar y caminar. De igual manera que más de treinta años después, esta labor le da un consuelo: “me habían dado una misión y eso encendía una luz intermitente” (21). A diferencia de los restos óseos, los atuendos permiten a las mujeres entrar en un mundo de fantasías que las alía y las empodera al instaurar un lenguaje capaz de desarmar la lógica del hegemónico (Young 186).

Existen otras figuras de la maternidad reconstruidas a partir de anécdotas cuyo centro temático es la decoración del cuerpo. La primera se desencadena por la confidencia que la hija de la ex niñera de Dillon hace sobre Taboada: “'Mirá, si hay algo que tu mamá le enseñó a la mía', y yo pensé que me iba a decir a ser solidaria, a entender la política, cualquier cosa trascendente. Pero no: 'las cremas, los perfumes, a maquillarse, a cuidarse'” (195). Nuevamente, las supuestas vacuidades -espejo de aquellas “pavadas”- como los adornos del cuerpo, banalizados durante siglos, son las enseñanzas de una mujer a la otra y lo que funda su memoria. Taboada aparece, en este contexto, como una mentora que instruye a sus amigas sobre cómo querer el cuerpo.

El suceso precedente lleva a la narradora a rememorar los varios trabajos que realizó su madre luego de que su marido la abandonara, entre ellos, el único que prosperó: el diseñar túnicas y pintarlas. La ropa da cuenta de la independencia de la mujer, sirve como sustento económico y manifiesta otras “dimensiones maternales”, sujetas no a dar a luz, sino a la capacidad creativa de las mujeres en otras áreas -en este caso, la artística-, silenciadas durante largos años para perpetuar la ecuación mujer igual maternidad, que el patriarcado instituye y de la cual extrae su poder (Irigaray 1984). A raíz del referido oficio, para Dillon, la mamá deviene en artesana.

Finalmente, la obra alude a una aventura de la niñez en la que Taboada se arriesga a regresar a la casa de Flores, desde donde la familia se vio forzada a huir rápidamente a causa de la persecución política, para recuperar la pollera escolar de su hija. Narrado como una épica femenina, este “acto de arrojo” (178), omnipotente e indisciplinado, está encarnado en los adornos de la heroína: mientras que, a los ojos ajenos, ella puede parecer “desalineada”, a Dillon le gusta “ese pelo salvaje”, más atractivo que el lacio (177). Al respecto, Lurie repara en que “A torn, unbuttoned shirt, or widely uncombed hair, can signify strong emotions: passion, grief, rage, despair” (7). El peinado de Taboada, entendido desde Lurie como un tipo de léxico, refleja una estética pasional, audaz, intrépida, no sumisa y que es congruente con esa mujer militante que nunca traicionó a sus compañeros y compañeras.

En conclusión, la vestimenta y los ornamentos, en virtud de las narraciones que convocan, amplían el concepto de maternidad y dan información sobre la vida de Taboada, quien se muestra como madre a la vez que amante, amiga-mentora, artista y militante. Así, la obra afirma que “Una no deja de ser quién es porque tiene hijos” (29).

Como he expuesto anteriormente, la autora se empeña en acentuar las “costuras”, las afinidades existentes entre los miembros de su familia, sobre todo, entre las mujeres; Naná, Taboada y ella tienen en común: una prótesis en el mismo lugar, las piernas ideales para la minifalda, el signo del zodíaco. Además, la hija de Naná confunde a la bisabuela Marta por la abuela homónima y se corrige rápidamente (74). Por momentos, la maternidad cuerpo a cuerpo es tal que Dillon se presenta a sí misma como si fuese Taboada; esto se ve ilustrado cuando, en un encuentro con Cristina, una de las compañeras de cautiverio de su madre, ella le comenta “Te parecés a Marta”, a lo que la narradora responde “yo soy Marta” (23), lo cual desencadena una suerte de remordimiento por apropiarse de ese nombre que es igual al suyo, pero que no le pertenece. La permutación de cuerpos e identidades se patentiza, de la misma manera, a partir de los restos óseos que la autora confiesa querer “como si fueran míos” (33); incluso, Dillon desea acariciar el cráneo de Taboada como las mamás lo hacen con la cabeza de sus hijas, por lo que se intercambian los roles entre ellas.

No obstante, la poética material provoca en la protagonista un efecto negativo: “yo seguía atascada […] el cuerpo vivo buscando echar raíces en la tierra materna […]. Mi cuerpo hablaba por ausencia del suyo, nunca aprendí del todo a separarme” (164-165). Al no haber despedido el cuerpo de su mamá, el suyo queda superpuesto a aquel como una forma de sostenerlo en algún espacio (161). Esa distancia que reclama se logra paulatinamente en la obra, y la ropa actúa como indicio de ella y también como su desencadenante. En primer lugar, de entre las prendas que le fueron proporcionadas, Dillon da con una camisa que, piensa, es imposible que le haya pertenecido a su madre porque no se parece en absoluto a las que Taboada solía usar, sin embargo, agrega que ella misma, alguna vez, tuvo un vestido parecido (118). Luego, al inspeccionar la lencería negra, se percata de que “Hay algo en la forma de la taza, una costura que ya no se usa o que yo desconozco porque hace siglos que no me pongo un corpiño” (120). Las similitudes entre las mujeres tan enfatizadas con anterioridad, empiezan a desquebrajarse, la vestimenta marca, sutilmente, una distancia cuya máxima expresión se obtiene cuando Dillon encuentra una polera azul.

La historia sobre esta prenda comienza con la referida reunión entre Dillon y Cristina Comandé. La protagonista, buscando información sobre la detención de su madre, inicia el siguiente diálogo con su interlocutora:

¿La torturaron mucho? A todos nos torturaron. ¿Cómo era un día en el campo? ¡¿Cómo?! (24).

Seguidamente, Dillon toma conciencia de la insensibilidad de su interrogación: “La pregunta era banal para ella, por la formulación parecía que estaba pidiendo detalles de un picnic. Quise corregirme, pero era tarde, Cristina se replegó y su voz se escondió en el fondo de la garganta (24)”. La comunicación se trunca al llevarse a cabo en este tipo de lenguaje directo, prosaico, que compone un registro no afectivo en el que Dillon se siente, a menudo, “pobre de palabras” (89). Por el contrario, adentrarse en el “lenguaje del amor” que la conduzca a una proximidad con su mamá requiere la búsqueda de otro tipo de diálogos e inscripciones. Es por ello que la conversación con Cristina fluye, en cambio, cuando ella no responde a las preguntas de Dillon, sino que cuenta lo que desea, esto es que Marta, durante el cautiverio, había cortado las mangas de su polera azul, en las épocas de mayor calor, y que entre todas las chicas detenidas se intercambiaban sus prendas “para tener la ilusión de que un día era distinto de otro” (24). La indumentaria no sirve solo para cubrir el cuerpo o adornarlo, sino que es una herramienta de las mujeres para organizar el tiempo y establecer un control sobre él. En este punto, Marta se asemeja a la protagonista de Las mil y una noches, mientras que, para burlar la muerte, la heroína se vale de sus relatos, la mamá de Dillon cuenta con sus diversas formas de vestir: “Ella como una Sherezade oponiéndole a la muerte un modelo nuevo para atravesar el verano” (189). Se han explicitado, a partir del estudio crítico de Sosa, los nuevos afectos con los que Dillon plasma la experiencia del duelo -las notas gozosas, el humor negro-, creo que aquí podría pensarse otro ejemplo interesante de ello: Aparecida personifica a la muerte, quien pareciera retornar intrigada no ya para oír cuentos como en la obra medieval, sino para observar nuevos diseños de moda. Con todo, la anécdota de la polera es aquello que le permite a Dillon comprender algún aspecto de la dinámica del cautiverio, el lenguaje que emana de la ropa, ligado a las sensaciones, habla “perfectamente” de cómo era su madre, “vital, coqueta y creativa” (25). Tiempo más tarde, la narradora visualiza una prenda en el laboratorio que identifica, sin seguridad, con la polera azul, y el acontecimiento marca un punto de inflexión:

Era azul, un jirón de cuello le daba identidad y le faltaban las mangas. […] En el costado derecho, bajo la sisa, tres agujeros pequeños y un desgarro como el de la camisa de viyela. Para mí eran los rastros de las balas pero nadie me lo confirmaba […] Y sin embargo, frente a una remera roja con dos grandes manchas amarillas con agujeros en su centro como aquellos en los que yo metía los dedos vi un diseño de batik y no el rastro de la sangre que podría haber manado de ellos (123).

Dillon “posee” al objeto, lo singulariza, por lo cual él le devuelve las imágenes que ella pretende: en lugar de sangre, un diseño, y en lugar de violencia, arte; rasgos asociados a su madre. De esta manera, la ropa, en virtud de la “memoria” que la atraviesa, enlaza prenda y cuerpo: “-La encontré -le dije [a Cristina] y me puse a llorar como no lo había hecho hasta entonces, como si estuviera llorando sobre el cuerpo tibio de una mamá recién perdida” (128). El hallazgo del cuerpo se produce verdaderamente cuando es localizada la polera; de hecho, Dillon enfatiza la capacidad de corporizar de la indumentaria: “Su ropa era ella. Sus polleras largas, las túnicas, sus jardineros, los collares de cuentas, los aros dorados, la campera a rayas verticales de colores” (110). Tal como apunta Ileana Diéguez Caballero en Cuerpos sin duelo: iconografías y teatralidades del dolor, la ropa tiene la facultad de representar, evocar y dotar de un espacio concreto a las ausencias de los “cuerpos rotos” o “cuerpos sin duelo”, pertenecientes a los sujetos silenciados, asesinados, desaparecidos, arrebatados de su identidad. Tanto en prácticas sociales en general como en prácticas específicamente artísticas, la vestimenta colma, en cierto punto, los espacios en blanco de las desapariciones, inmovilizados por el sufrimiento (17). En Aparecida, el abrigo azul teje un puente con lo materno y comprime el tiempo de un modo en el que los huesos no son capaces; ninguna otra evidencia puede competir con él (127). Al obtener la polera, representante de ese cuerpo requerido para iniciar el duelo, Dillon comienza la separación con su mamá. La prueba de ello puede leerse en el hecho de que, inmediatamente después de encontrar la prenda, la obra introduce pasajes en los que ese apartamiento, antes señalado por indicios, se concretiza. Esto es ilustrado en el poema que se incluye luego del hallazgo: “Tengo los pies de mamá, digo, pero no son los suyos/Tengo sus piernas, pero son las mías/ Y los ojos más oscuros, pero como ella las pestañas/ Este es mi cuerpo” (149). En los versos, hay una reconfiguración de la poética material: existen puntos de unión, pero también de ruptura, Dillon subraya la conexión entre los cuerpos a la vez que su autonomía. El aprendizaje que reclama la protagonista, es decir, cómo lograr la distancia necesaria con su madre, está habilitado por la conexión emotiva que previamente tuvo con el cuerpo de ella, representado no tanto por los restos óseos, como por la polera, por tanto, es esta prenda la que señala el punto de origen de la despedida, el inicio del duelo.

“El lenguaje del amor” que se lee en las inscripciones de la indumentaria se escucha hasta el final. En el cierre de la obra, la escritora vuelve a revisar archivos personales; ya no son fotos de ella y su mamá juntas, sino grabaciones en la que observa a Marta diciendo adiós. El estatus de representación del cuerpo que, señala Diéguez, tiene la ropa, se mantiene hasta las últimas páginas, en las que el entierro es descripto a partir de un campo semántico que gira en torno a la vestimenta: la urna de Taboada es “un alhajero” y sus huesos, “una joya” (189).

La historia de una escucha: el secreto de los objetos

Durante el 2000, se publican un número de obras que se dedican al tratamiento de la maternidad de una manera no estereotipada: “Como una buena madre” (2001) de Ana María Shúa; Historia de mi madre (2004) de Angélica Gorodischer; Lengua madre (2010) de María Teresa Andruetto, Pendiente (2013) de Mariana Dimópulos; Desmonte (2015) de Gabriela Massuh; La débil mental (2014) de Ariana Harwicz; Honraras a tu madre (2017) de Ingrid Proietto; Una casa llena de gente (2019) de Mariana Sández; Nuestra parte de la noche (2019) de Mariana Enríquez; entre otras. La novela de Dillon debe inscribirse sobre esta línea estético ideológica escrita por mujeres, la cual colma y busca dar forma a “ese lugar vacante” que, señala Domínguez Rubio, tienen las maternidades disidentes en los textos canónicos de la literatura argentina (2007). El aporte de este trabajo consiste en subrayar la pertenencia de Dillon a esta serie literaria y en evidenciar las estrategias discursivas particulares de las que se vale para la creación de un espacio narrativo con feminidades alternativas.

Aparecida es una historia de búsquedas y de encuentros, pero, principalmente, es una historia de escucha. La indumentaria constituye en la novela un lenguaje cuyos significados son creados, reinterpretados y personalizados por Dillon, quien los utiliza como fuente de escritura.

Tanto la ropa que ella examina en la oficina de EAAF como aquella que protagoniza las anécdotas sobre Taboada erigen un puente con lo materno. En primera instancia, la vestimenta autoriza lecturas transgresoras sobre la maternidad como concepto. A partir de los mensajes que la indumentaria comunica, Dillon desdice una figura de madre utópica patriarcal que, entre otras cuestiones, reduce a la mujer a su función biológica y propone otra atravesada por dimensiones creativas que se muestran infinitas. En segunda instancia, y en contraposición con los restos óseos, las prendas textiles, gracias a su memoria, su capacidad de corporizar y su inteligibilidad, permite a Dillon reencontrarse con el cuerpo de su madre. Este reencuentro es la llave para una reconfiguración de la poética de lo material: la niña que usa las plataformas de Taboada y la adulta que usurpa su nombre devienen en una mujer que subraya tanto los puntos de unión con su mamá como los de ruptura. Dicho aprendizaje, marcado y habilitado por la ropa, es el que permite la despedida entre ambas.

“El lenguaje del amor” no se habla, pero se escucha, puede encontrarse en las inscripciones hechas sobre la indumentaria, ya que, como se lee en la cita de Felisberto Hernández que sirve de epígrafe a esta investigación, cuando las personas están ausentes, los objetos develan historias secretas sobre ellas.

* Luciana Belloni es magister en Literatura Española y Latinoamericana por la Universidad de Buenos Aires (UBA) y Licenciada, Correctora Literaria y Profesora en Letras por la Universidad del Salvador (USAL). Es Investigadora del proyecto internacional Dinámicas Urbanas, financiado por Erasmus Plus e investigadora del Instituto de Investigaciones de Filosofía, Letras y Estudios Orientas (IIFLEO) de la Universidad del Salvador. Se desempeña, en dicha institución, como docente adjunta de las cátedras Teoría Literaria, Literatura Iberoamericana y Metodología de la investigación.

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1 Marta Dillon es periodista, escritora y activista argentina. Como periodista, trabajó en medios locales e internacionales, por ejemplo, Radio Nacional Mendoza, diario Nuevo Sur, Maga, Luna, Rolling Stone, El desmadre, National Geographic. Además, dirige los suplementos Las 12 y LGTBQ Soy, del diario Página/12. Ha escrito las siguientes obras literarias: Santa Lilita. Biografía de una mujer ingobernable (2002), Vivir con virus. Relatos de la vida cotidiana (2004), Corazones cautivos. La vida en la cárcel de mujeres (2006) y Aparecida (2015). Es militante de la agrupación HIJOS y fue una de las fundadoras de la concentración Ni una menos. Ha recibido el premio José Martí (2002, La Habana) y el Lola Mora (Buenos Aires, 2012), entre otros reconocimientos.

2Aprovechando tal ambigüedad constitutiva, las terminologías “novela”, “crónica”, “narradora”, “autora”, “protagonista”, “cronista”, entre otras, se usarán indistintamente en esta investigación.

3En oposición a la abstracción teórica saussureana, el círculo lingüístico de Bajtín cree que la palabra, de carácter axiológico, adquiere nuevos valores conforme los contextos en los que sea resituada, pero también, conserva la huella de los usos de los enunciados de los cuales formó parte, gracias a ello evoca la orientación valorativa y la ideología de la serie histórica a la cual pertenece (106).

4Las diferencias entre forma y contenido fueron altamente cuestionadas desde la teoría literaria, sobre todo, por Theodor Adorno, quien, sostiene que “la forma es un contenido sedimentado” (25). Dillon subraya la inexistencia del binomio cuando, durante la ya citada entrevista, dice “Para mí la forma, es todo; la forma es el sentido. Y realmente lo pienso, así” (3).

Recibido: 12 de Marzo de 2021; Aprobado: 23 de Abril de 2021

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