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Revista agronómica del noroeste argentino

versão impressa ISSN 0080-2069versão On-line ISSN 2314-369X

Rev. agron. noroeste arg. vol.38 no.1 San Miguel de Tucumán jun. 2018

 

REVISIÓN

Bioinsumos: componentes claves de una agricultura sostenible

Bio-products: key components of sustainable agriculture

A. Mamani de Marchese1*; M.P. Filippone2

Facultad de Agronomía y Zootecnia, Universidad Nacional de Tucumán. Avda. Kirchner 1900, (4000), San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina. *Email: al_mam@yahoo.com.ar

2 ITANOA-CONICET, Estación Experimental Agroindustrial Obispo Colombres. Tucumán, Argentina.

Resumen

La llamada Revolución verde que se inicia hacia los años ’40, tuvo como consecuencia el gran aumento de la producción agrícola mundial, debido principalmente a la intensificación de las áreas cultivadas, al uso masivo de fertilizantes y pesticidas sintéticos, maquinarias pesadas y al avance tecnológico en riego. Este avance, sin embargo, tuvo consecuencias negativas, tales como la disminución de la biodiversidad, la aparición de plagas resistentes, desequilibrios en los agroecosistemas y efectos perjudiciales en el medio ambiente. Ante esto, la investigación se orientó hacia la agricultura sostenible, es decir, a una producción económica y socialmente aceptables y en armonía con el medio ambiente. Una alternativa para el manejo tradicional de los cultivos es el uso de bioinsumos. Estos productos de origen biológico tienen actividad pesticida, fertilizante o inductora de la defensa vegetal. En Argentina su uso se inicia en 1957, principalmente como biofertilizantes de origen microbiano destinados a la fijación de nitrógeno. En 2013, se forma el Comité Asesor en Bioinsumos de Uso Agropecuario (CABUA) que asesora sobre los aspectos técnicos de calidad, eficacia y bioseguridad que deben reunir los bioinsumos agropecuarios para su liberación al agroecosistema.

Palabras clave: Bioinsumos; Biopesticidas; Biofertilizantes; Agricultura sostenible.

Abstract

The so-called Green Revolution that began in the 1940s, resulted in a great increase in world agricultural production, due to the intensification of cultivated areas, the massive use of synthetic fertilizers and pesticides, heavy machinery and technological advances in irrigation. This advance, however, had negative consequences, such as the decrease of biodiversity, the appearance of resistant pests, imbalances in agroecosystems and harmful effects on the environment. Given this, the research was oriented towards sustainable agriculture, that is, to an economically and socially acceptable production and in harmony with the environment. An alternative to the traditional management of crops is the use of bio-products. These products of biological origin fulfill pesticide functions, fertilizers or inducers of plant defense. In Argentina its use began in 1957, mainly as biofertilizers of microbial origin intended for nitrogen fixation. In 2013, the Advisory Committee on Bio-products for Agricultural Use (CABUA) which advises on the technical aspects of quality, efficacy and biosecurity that agricultural bio-products must meet for their release into the agroecosystem, was formed.

Keywords: Bio-products; Biopesticides; Biofertilizers; Sustainable agriculture.

Recibido 15/04/18; Aceptado 21/06/18.
Los autores declaran no tener conflicto de intereses.

Revoluciones en la agricultura

La agricultura representa uno de los logros más importantes del ingenio del hombre, y de igual forma se puede decir que las especies vegetales cultivadas han originado al hombre contemporáneo. Aproximadamente el 90 % de las calorías y el 80 % de las proteínas de nuestra dieta son de origen vegetal. Además, los alimentos de origen animal, también dependen y derivan de los vegetales. La evolución de la agricultura desde sus orígenes hasta nuestros días, ha sido un proceso continuo, en el que se han producido tres momentos de cambios rápidos y profundos (Figura 1), a los que se los ha considerado como “revolucionarios” (García Olmedo, 1998).

La primera revolución tuvo lugar en el neolítico en donde se consiguió la domesticación inicial de las principales especies vegetales que se cultivan en nuestros días. Si bien algunos autores no la consideran como una revolución por haber sido demasiado lenta, no niegan que fue radical.

La segunda revolución, que se inicia en los años ’40 del siglo XX, incrementó la producción agrícola en todo el mundo y fue la llamada “Revolución Verde” término utilizado por primera vez hacia 1958 por William Gaud. Esta revolución implicó el desarrollo de variedades de alto rendimiento especialmente de los cereales, y el desarrollo de diferentes tecnologías como la expansión de la infraestructura de riego, la generación de semillas híbridas, el uso masivo de fertilizantes y pesticidas sintéticos y la utilización de maquinaria pesada. Los avances logrados en ese período, cambiaron la agricultura tradicional y las formas de explotación que existían hasta ese momento. A partir de 1960, el crecimiento mundial de los cereales dependió casi por completo de la intensificación agrícola, con poca expansión en el área cosechada. Inicialmente estas técnicas sólo se utilizaron para el maíz y principalmente en Estados Unidos, pero posteriormente se extendieron a otros cultivos y países, principalmente de Latinoamérica y Asia, que pasaron de sufrir hambrunas a convertirse en países exportadores. Un ejemplo de ello es lo que sucedió con el aumento del rendimiento del cultivo del trigo, el cual fue pionero en la utilización de todas estas técnicas y el que más rápido se extendió por todo el planeta (FAO, 1996).

Pero como todo cambio, la Revolución Verde también provocó problemas. Uno de ellos, fue la pérdida de gran parte de la biodiversidad agrícola (Foley et al., 2005; Firbank et al., 2008; Geiger et al., 2010). La producción de variedades mejoradas de cultivos específicos causó el abandono de muchas variedades tradicionales y locales, que prácticamente desaparecieron. La agricultura moderna implica la simplificación de la estructura ambiental de grandes áreas, reemplazando la biodiversidad natural por un pequeño número de plantas cultivadas y animales domésticos. Las consecuencias de la reducción de la biodiversidad (Nastis et al., 2013) son particularmente evidentes en el control de plagas agrícolas (Altieri y Nicholls, 2007; Letourneau et al., 2011). Una de las manifestaciones de la inestabilidad de los agroecosistemas es el incremento en la agresividad de las plagas y enfermedades, íntimamente ligado al monocultivo y al uso intensivo de agroquímicos. Además aumentó el uso de agua y la pérdida de las capas más superficiales y más fértiles del suelo. Es decir que el aumento de la producción obtenido por las nuevas tecnologías, fue posible con un alto costo para el medio ambiente (Relyea, 2005; Blann et al., 2009; Foley et al., 2011). Dentro de las consecuencias socioeconómicas de esta revolución, se encuentra la desaparición de una gran cantidad de pequeños y medianos productores. La implementación de las nuevas tecnologías implicó fuertes inversiones lo que impidió a los agricultores con menos recursos poder competir en este nuevo mercado. Surgió así la necesidad de buscar nuevas herramientas, más participativas, en las que el contexto biogeográfico, económico y social tuviera cabida (Vara-Sánchez y Cuéllar-Padilla, 2013).

Por último, la tercera revolución deriva de la aplicación del conjunto de tecnologías cuya base científica es la genética molecular y se desarrolló a partir del descubrimiento de la estructura del ADN por Watson y Crick en 1952. La biotecnología moderna se apoya básicamente en la puesta en práctica de la ingeniería genética (Benítez Burraco, 2005), la que permite modificar el genoma de un organismo para dotarlo de capacidades que no poseía, originando de este modo organismos genéticamente modificados (OGM) o transgénicos (Figura 1). La transgénesis permitió grandes logros en el mejoramiento de los cultivos y animales (Mazur et al., 1999; Leibbrandt y Snyman, 2003; Niemann y Kues, 2003), obteniéndose plantas con características agronómicas mejoradas tal como resistencia a diferentes tipos de estrés o una mayor capacidad productiva. Esta tecnología permitió también la aparición de plantas como “biofábricas” (Jenkins et al., 2011) capaces de producir moléculas con diferentes fines tales como industria, farmacéutica y la misma agricultura (Raskin et al., 2002; Sticklen, 2008; Zhao y Shewry, 2011). Recuadro 1.

Los agroquímicos de síntesis

La Revolución Verde implicó el incremento del uso de sustancias químicas tanto para combatir plagas y enfermedades como para cubrir las necesidades nutricionales de la planta. Durante la Segunda Guerra Mundial, el descubrimiento de la acción insecticida del Dicloro-difenil-tricloroetano (DDT) y del Hexacloruro de benceno (lindano), permitió combatir insectos vectores de enfermedades que afectaban a las tropas aliadas (Hays, 2000). Posteriormente, su uso se extendió al combate de plagas agrícolas y del ganado, y años más tarde se generalizó en casi todos los países del mundo (Starbait Nudelman, 2011). Es así como los agroquímicos contribuyeron fuertemente a los grandes incrementos de la producción lo cual conllevó a un uso masivo de los mismos (Alvarez, 2003) y al desarrollo de nuevas moléculas. Esto último, determina que en la actualidad exista una gran cantidad de compuestos insecticidas y otros pesticidas con características toxicológicas, físicas y químicas muy diversas (CASAFE, 2011).

Debido a que en general los efectos son más rápidos que otras formas de control y a que son fácilmente manejables, los agroquímicos constituyen un recurso fundamental contra las plagas y enfermedades. Desafortunadamente, la utilización de los pesticidas produjo fenómenos no previstos (Georghiou, 1990; Sparks y Nauen, 2015). La falta de especificidad de dichos productos afecta a organismos benéficos, como predadores naturales y polinizadores, por un efecto directo, o indirecto por alteración de su hábitat. La aplicación continua de plaguicidas ejerce además una presión de selección sobre las plagas favoreciendo la aparición de individuos resistentes, y obligando así al uso de dosis mayores. Igualmente el uso de agroquímicos constituye una de las fuentes de contaminación del medio ambiente poniendo en riesgo la salud del hombre y de los recursos genéticos de nuestro planeta (Rifkin, 2011; Villaamil Lepori et al., 2013), además de que incrementan considerablemente los costos de producción. Los efectos detrimentales sobre la salud humana relacionados a la producción industrial de agroquímicos y a la forma de uso en las aplicaciones a campo, son los que revisten la mayor importancia. Los plaguicidas pueden contaminar los ríos, la capa freática, el aire, el suelo y los alimentos (Ruepert et al., 2005; Hernández González et al., 2007; Aparicio et al., 2015).Otro problema que generan es el daño a otros cultivos en donde las pérdidas por efecto “deriva” pueden ser importantes. Aunque el consumo de los agroquímicos se incrementó en forma continua desde sus inicios, actualmente en los países desarrollados hay una ligera tendencia a la reducción del uso de los mismos y una inclinación hacia la agricultura integrada y ecológica. No obstante esto, el uso de agroquímicos sigue siendo elevado en muchos países (Sarandón, 2002). Recuadro 2.

En Argentina, el mercado de agroquímicos muestra una evolución creciente y sostenida. En 1991 se utilizaron 100 millones de litros de productos químicos, mientras que en 2012 se aplicaron 317 millones de litros. La producción de soja acaparó casi el 62 % del total de los productos aplicados (Zarrilli, 2008) (Figura 2). Llamativamente, el aumento en el uso de agroquímicos no se acompaña de aumentos proporcionales de las superficie cultivada ni de la producción (Figura 3).

 
Figura 2. Distribución del uso de agroquímicos en diferentes cultivos en Argentina.

 



Figura 3
. Evolución del consumo mundial de agroquímicos de síntesis (millones de litros), de la producción de cereales (millones de toneladas) y de la superficie (millones de ha) destinada a su cultivo desde 1960 hasta 2015.

 

Alternativas sustentables para el manejo agronómico de los cultivos

La problemática relacionada con el uso de los plaguicidas es compleja y dinámica, e incluye varios actores con distintos intereses y posturas. En el año 2009, dada la creciente preocupación por la extensión en la aplicación de glifosato, y en particular por las denuncias sobre intoxicaciones en la localidad Cordobesa de Ituzaingó, se creó la Comisión Nacional de Investigaciones sobre Agroquímicos (CNIA). Uno de los puntos más débiles de la legislación son los mecanismos de control, ya que en muchos casos los problemas se producen por el uso de sustancias autorizadas, pero de maneras no previstas por las regulaciones. En este sentido es importante concientizar e incentivar a los productores a implementar un sistema de Buenas Prácticas Agrícolas (BPA) apuntando a prevenir “malas” aplicaciones que inciden negativamente en cultivos vecinos y en la población rural. Asimismo, resulta necesario generar iniciativas tendientes a cambiar el modelo vigente, poniendo en práctica medidas que faciliten la transición hacia sistemas productivos sostenibles. Las empresas deberán generar no sólo productos de menor impacto, sino ponerlos al alcance de los agricultores, con el compromiso de asegurar un correcto uso y manejo de los mismos a través de capacitación y monitoreo. A ello se suma la necesidad de contar con una regulación lo suficientemente rígida para proteger la salud de las personas y el medioambiente, sin afectar la producción agrícola y el nivel de actividad económica.

Ante los múltiples factores negativos de la agricultura convencional, emerge la concepción de la agricultura sostenible que promueve la producción agrícola apoyada en la conservación de los recursos naturales elementales tales como el suelo, el agua y la biodiversidad (Badgley et al., 2007; Barg Venturini y Queirós Armand Ugóncol, 2007). Acorde con esto, los mercados importadores de frutas y productos frescos o industrializados en general, han incrementado sus exigencias respecto a los niveles de residuos de agroquímicos, lo que demanda controles y estrategias de producción adecuadas.

Bioinsumos

Una alternativa que tiene cada vez mayor participación en el esquema de manejo de los cultivos, complementando al manejo convencional, es el uso de bioinsumos (biofertilizantes, bioestimuladores y bioplaguicidas), ya que representan opciones económicamente atractivas y ecológicamente aceptables. Un bioinsumo es un producto basado en compuestos y/o extractos de microorganismos o plantas, o de microorganismos vivos, capaces de mejorar  la productividad (o rendimiento), calidad y/o sanidad al aplicarlos sobre cultivos vegetales, sin generar impactos negativos en el agroecosistema (Gerwick y Sparks, 2014; Dayan y Duke, 2014; Duke, 2018). En el desarrollo de un bioinsumo se utilizan estrategias que surgen del estudio y caracterización de lo que sucede en las distintas interacciones de las plantas con su entorno. La idea es buscar en la propia naturaleza, donde existe una gran cantidad de productos y de estrategias que pueden utilizarse para el manejo sostenible de plagas y enfermedades de las plantas. Esta afirmación se basa en la premisa de que todos los organismos vivos están dotados de un sistema de defensa, que en general tiene la característica de ser de amplio espectro, y de mecanismos y/o compuestos que producen efectos sobre la fisiología de sí mismos o de otros organismos (Wiesel et al., 2014; Pérez Ortega et al., 2015).

Los bioinsumos actuales tienen sus orígenes en los “biopreparados” que se desarrollaron a lo largo de la historia a partir de la observación empírica de los procesos y efectos que tenían dichos productos. Por este motivo, la mayor parte de los “biopreparados” no tienen un autor definido y, en muchos casos, ni siquiera se conoce con precisión la ciudad o el país de origen. En los últimos años, estos procesos de observación que realizaron principalmente los agricultores, comenzaron a interesar a los investigadores, empresas e instituciones gubernamentales que plantearon su uso extensivo y comercial para la agricultura de pequeña y gran escala.

Los bioinsumos pueden ser clasificados desde distintos puntos de vista. Así por ejemplo en cuanto a su origen, pueden ser bioinsumos de origen vegetal o microbianos; y en cuando a su efecto sobre la planta, pueden ser clasificados en dos grandes grupos: biofertilizantes y biopesticidas. Asimismo, en estas categorías se pueden identificar subcategorías, como por ejemplo, dentro de los biofertilizantes se distinguen los bioestimulantes del crecimiento, inoculantes microbianos, bioestabilizadores, incluyendo también en este grupo a los abonos orgánicos, humus y guano. Dentro de los biopesticidas se distinguen los microbiocidas, los bioinductores de la defensa vegetal contra plagas y enfermedades y los biorepelentes. Aunque a los fines prácticos podemos aceptar esta clasificación, esto no implica que un bioinsumo incluido dentro de algunas de estas categorías pueda tener más de un efecto, como por ejemplo ser capaz de inducir el crecimiento, pero también de incrementar las defensas innatas de la planta contra factores bióticos o abióticos. Otros bioinsumos, que no tienen aplicación directa en la agricultura, se usan por ejemplo en el tratamiento de residuos orgánicos, el tratamiento de aguas servidas, la salud humana y la sanidad animal (Christeson y Sims, 2011; Logan y Rabaey, 2012).

Biofertilizantes

Por definición un fertilizante es todo lo que “nutre” o “alimenta” a la planta (o al suelo), es decir un “abono”. Existen abonos de origen orgánico (estiércol, camas de animales, abonos verdes, entre otros). Estos contienen diferentes principios activos, desde sales minerales, aminoácidos libres, quelatos orgánicos naturales, lignosufonatos, ácidos húmicos y fúlvicos, hormonas, e inclusive microorganismos. Existen numerosos trabajos científicos que documentan su acción positiva sobre la fisiología de las planta, acelerando el desarrollo e incrementando la productividad y calidad, como así también la resistencia propia de la planta frente a condiciones adversas y patógenos (Reynders y Vlassa, 1982; Holopainen, 2004; Travers-Martin y Müller, 2008; Baset Mia y Shamsuddin, 2010; Heil y Karban, 2010; Perelló y Dal Bello, 2011; Ludwig-Müller, 2015).

Los extractos derivados de estiércoles compostados o lombricompuestos son los fertilizantes foliares más usados por su alto contenido en aminoácidos libres o ácidos húmicos y fúlvicos. Algunos los realizan los propios productores pero también existen muchas empresas que los fabrican.

Las algas de mar por ejemplo tienen distintas constituciones fitoquímicas, con comprobados efectos bioestimulantes sobre las plantas superiores. Durante siglos los agricultores utilizaron algas marinas como abono, aplicado en forma directa o compostada. En la actualidad las formulaciones más frecuentes y con mayores perspectivas de aplicación son los extractos líquidos de algas. Su valor radica en la disponibilidad de micronutrientes como Cu, Fe, Mn, Mg y Ca acomplejados con ácido algínico, y fundamentalmente en el efecto promotor del crecimiento por acción de fitoactivos de tipo hormonas como auxinas, giberelinas, citocininas, betaínas, ácido glutámico, y el contenido de polisacáridos complejos de efectos bioestimulantes sobre las plantas superiores (Tripathi et al., 2008). También se incluyen en este grupo a los microorganimos promotores del crecimiento como hongos microrrízicos y rizobacterias promotoras del crecimiento, conocidas como PGPR por sus iniciales en inglés “Plant Growth Promoting Rhizobacteria” (Kloepper et al., 1980), los cuales viven asociados o en simbiosis con las plantas y ayudan a su proceso natural de nutrición. Estos microorganismos son además regeneradores de suelo. La mayoría de las bacterias PGPR pertenecen a los géneros Acinetobacter, Agrobacteium, Arthobacter, Azotobacter, Azospirillum, Burkholderia, Bradyrhizobium, Rhizobium, Frankia, Serratia, Thiobacillus, Pseudomonas y Bacillus (Glick, 1995; Vessey, 2003; Lugtenberg y Kamilova, 2009). La promoción del crecimiento en las plantas inoculadas con estos microorganismos ocurre por varios factores como por ejemplo, la síntesis de sustancias reguladoras de crecimiento las cuales estimulan la densidad y longitud de las raíces, lo que incrementa a su vez la capacidad de absorción de agua y nutrientes y permiten que las plantas sean más vigorosas, productivas y tolerantes a condiciones climáticas adversas. Algunas bacterias como las del género Pseudomonas, tienen la capacidad de solubilizar algunos nutrimentos poco móviles del suelo, como el fósforo o el zinc, poniéndolo a disponibilidad de la planta. Otras especies de los géneros Rhizobium y Bradyrhizobium, aumentan el aporte de nitrógeno por medio del proceso de fijación biológica (Cuadrado et al., 2009). También los micoorganismos benéficos pueden tener un efecto antagónico directo contra los perjudiciales, mejorando directamente la sanidad vegetal e indirectamente produciendo un mayor crecimiento y desarrollo. Las vías de control que ejercen estos organismos, se da a través de diversos mecanismos de defensa que involucran la producción de compuestos bacterianos, como sideróforos, ácido cianhídrico (HCN) y antibióticos. Además, en la íntima comunicación planta-microorganismo, en donde se producen e intercambian una gran diversidad de moléculas, se generan compuestos que inducen los propios mecanismos de defensa de las plantas que hace que puedan tolerar el ataque de diversos enemigos (Riveros Angarita, 2001; Grennan, 2006; Shizuo et al., 2006; Ramírez Gómez y Rodríguez, 2008; Luna et al., 2011; Couto y Zipfel, 2016).

Biopesticidas

Existen diversas definiciones para biopesticidas o bioplaguicidas. Aunque el término “biológico” proporciona el contexto para el término bioplaguicida, la mayoría de las definiciones utilizadas internacionalmente están ligadas a atributos requeridos para el registro en cada país. Así por ejemplo, la Unión Europea considera bioplaguicidas a aquellos basados en microorganismos o en productos naturales, mientras que la “Environmental Protection Agency” (EPA) en Estados Unidos, incluye además a las plantas que incorporan material genético añadido, es decir OGMs o sus productos de expresión. La definición de la FAO identifica también los modos de acción únicos de los agentes, y enfatiza en la falta de toxicidad directa. Los bioplaguicidas comercialmente disponibles caen dentro del margen descrito por la FAO. Así el Manual de Bioplaguicidas (Copping, 2001) incluye microorganismos, productos naturales, macro-organismos, semioquímicos y genes. En un sentido práctico, los bioplaguicidas han sido reconocidos por sus fuentes y modos de acción.

Aunque pueda parecer que la tecnología de bioplaguicidas es nueva, sus bases se asientan en los métodos tradicionales de protección de los cultivos como los suelos supresivos, la rotación, la solarización, o el uso de enmiendas orgánicas o extractos de origen biológico. En muchos casos, se trata de una potenciación directa o indirecta del desarrollo de microorganismos beneficiosos en el entorno de la planta que ejercen un control biológico de plagas y enfermedades. Con los conocimientos actuales los bioplaguicidas se pueden agrupar en productos fitosanitarios de naturaleza microbiana, generalmente con acción directa sobre el patógeno, y en productos de acción indirecta, que en ciertos casos actúan como barrera o estimulan mecanismos de defensa propios de la planta. Estos últimos incluyen los que se denominan como bioestimulantes o bionductores de la defensa vegetal (Buss y Park-Brown, 2002; Isman, 2006; Gupta y Dikshit, 2010; Mazid, 2011; Sharma y Malik, 2012; Gašić y Tanović, 2013; Ondarza, 2017).

En el caso de los de origen microbiano, como hongos y bacterias, sus múltiples modos de acción permiten a estos microbios bloquear, ingerir o restringir el crecimiento y desarrollo de plagas y enfermedades. Debido a las numerosas maneras en que actúan hongos y bacterias, es difícil que se desarrolle resistencia a lo largo de muchas generaciones. Determinadas especies de hongos del género Trichoderma pueden crecer sobre las raíces y controlar a patógenos que producen pudrición de raíces (competencia de la rizosfera) (Barto et al., 2011; Pırlak y Köse, 2009). Dentro de los bioplaguicidas se incluyen también aquellos compuestos que tienen un efecto directo sobre el organismo atacante, por un efecto antimicrobiano, insecticida, o nematicida. Algunas PGPR, especialmente las especies de los géneros Bacillus y Pseudomonas, producen una amplia variedad de compuestos antibacterianos y antifúngicos, como por ejemplo las subtilisinas de Bacillus sp., de origen ribosómico, y otros antimicrobianos no ribosómicos como bacilisina, cloroteína, micobacilina, rizocticinas y lipopéptidos (Maget-Dana y Peypoux, 1994; Leclére et al., 2005; Mandryk, 2007).

Los inductores de la defensa vegetal ejercen su acción en forma indirecta sobre el patógeno provocando que la planta incremente sus barreras de defensa físicas y/o químicas. Esto se basa en la capacidad inductora de ciertas moléculas que pueden provenir de otras plantas, de microorganismos, o de la misma planta como resultado de la interacción de éstas con su entorno. Así por ejemplo, la interacción de la planta con los microorganismos, ya sean patógenos o no patógenos, inicia una serie de complejos procesos de señalización, los cuales originan respuestas características a nivel celular, tisular y de órganos vegetales, que se traducen en diferentes mecanismos de defensa, que incluyen en ciertas ocasiones la muerte celular por reacción hipersensible, la acumulación de metabolitos secundarios con función antimicrobiana, la acumulación de enzimas y la deposición de substancias de refuerzo mecánico que evitan el avance del patógeno (Dixon, 2001; Itirri y Faoro, 2009; Thakker et al., 2011; Chalfoun et al., 2011; Mishra et al., 2011, Voigt, 2014).

Las plantas también poseen compuestos inductores de la defensa vegetal y biopesticidas, los cuales pueden ser de diferente naturaleza química: péptidos, polisacáridos y una gran diversidad de metabolitos secundarios, tales como alcaloides, esteroides, terpenoides y fenoles. Las fitoanticipinas y fitoaleximas, son metabolitos secundarios antimicrobianos que están presentes en la planta o que se inducen después del ataque de un patógeno, respectivamente (Osbourn, 1996). En general son de baja toxicidad para los vertebrados y si bien se degradan rápidamente, son muy efectivos para controlar diversas plagas y patógenos (Filippone et al., 1999, 2001; Mamani et al., 2012). Los biopesticidas vegetales se pueden obtener de cualquier órgano, como flores, raíces, tallos, hojas o de la planta entera en forma de macerado, infusión o polvo (Paulert et al., 2009; Von Rad et al., 2005; Meena et al., 2013). Una ventaja de estos productos es la baja inversión necesaria para producirlos y la posibilidad de obtenerlos por procesos sencillos que no requieren gran infraestructura. Algunos aspectos que deben considerarse para este tipo de productos son: la escasa información existente sobre pruebas toxicológicas, la variabilidad en la cantidad del ingrediente activo y, en algunos casos, la baja estabilidad de los extractos (Zaker, 2016; Shuping y Eloff, 2017; Llorens et al., 2017).

Mercado nacional e internacional de los bioinsumos

La agricultura sostenible como pilar de las estrategias actuales propone reducir el uso de agroquímicos, complementándolos con la aplicación de productos de origen biológico cuya producción dependa de fuentes renovables de materia prima y energía.

A pesar de que Brasil es uno de los principales países consumidores de agroquímicos, el número de bioinsumos ya registrados o en etapa de registro ha aumentado considerablemente en este país. Por ejemplo entre los años 2011 al 2013 el número de biopesticidas registrados aumentó 92,6 %. A pesar de ello, la producción nacional no ha sido capaz de atender al crecimiento de la demanda por biofertilizantes, y aproximadamente el 70 % de la misma es cubierta por las importaciones (Bettiol et al., 2014). Por su parte, Cuba se destaca como uno de los grandes impulsores del desarrollo de bioinsumos agropecuarios desde los años ´ 90, y tuvo un marcado incentivo en el 2002. Posee en el mercado bioestimuladores, biopesticidas y biofertilizantes registrados, y muchos otros bioinsumos en etapa de registro que ya se están ensayando a campo (Castillo, 2007). El crecimiento en el uso y comercialización de bioinsumos también se observó en Chile, donde existen unas 70 empresas que comercializan bioinsumos agrícolas, de las cuales 35 producen bioinsumos propios y el resto los importan (Martínez, 2016). Muchos otros países también están utilizando, desarrollando y comercializando bioinsumos agrícolas, tales como Estados Unidos, Canadá, India y Colombia, entre otros.

En la Argentina, la historia de los bioinsumos comienza en el año 1957 con los biofertilizantes formulados en base a micoorganismos simbióticos destinados para el cultivo de leguminosas (principalmente soja) que se importaban especialmente de EEUU. El impulso a la producción nacional de biofertilizantes lo dio el desarrollo y continua expansión del cultivo de la soja junto con las informaciones que indicaban los beneficios económicos y ecológicos de la inoculación de las semillas con bacterias fijadoras de nitrógeno. Esta demanda por biofertilizantes determinó, a su vez, la institucionalización de los desarrollos bio-industriales en las universidades y organismos públicos de ciencia y tecnología. El mercado de los inoculantes para leguminosas se compone de una demanda local y regional con un marcado crecimiento, tanto por el aumento de las hectáreas sembradas con soja, como por el aumento de hectáreas inoculadas. Existe una demanda de productos biológicos que contemplen las especificidades locales y la potencialidad productiva que ha tomado la región, lo que ha hecho que las empresas radicadas en la región dispongan de ventajas competitivas con respecto a otros productores provenientes del exterior (Corvalán, 2007). Los biofertilizantes de origen microbianos destinados específicamente a la fijación de nitrógeno, dominan el mercado de los bioinsumos en Argentina. Gracias a la tecnología nacional para producir inoculantes de alta calidad, el país no necesita importar estos productos. El negocio, que involucra unos 75 millones de dólares a escala nacional, es apenas una muestra del potencial que representan los insumos biotecnológicos aplicados en el sector agropecuario. Si bien los bioinoculantes dominan el mercado local, también existen otros productos de origen biológico que cada vez ganan más terreno dentro de un nicho en expansión, destacados por sus beneficios productivos, ambientales y de mayor efectividad.

En cuanto a las empresas de boinsumos, en los últimos años han surgido numerosos emprendimientos que ofrecen una diversa cartera de productos. Entre las que dominan el mercado, se encuentra Rizobacter SA, con 41 años de trayectoria, la cual comparte el 60 % del mercado nacional de bioinsumos junto con otras, como Nitragin, Laboratorios CKC Argentina, Stoller Argentina, Nova, etc. (Anlló et al., 2011). El resto está ocupado por pequeñas y medianas empresas (PyMES) que tienen incidencia local y una menor tecnificación, pero aun así permiten que el 40 % del mercado de inoculantes de Brasil esté representado por productos biotecnológicos argentinos.

Debido a que el desarrollo de biosinsumos constituye una demanda social y se ha transformado en una pieza fundamental en la nueva agricultura, diferentes instituciones nacionales también se han incorporado en la  investigación y desarrollo de bioinsumos para diversas aplicaciones, originándose además una fuerte interacción con el sector privado. Así por ejemplo, entre algunos de los bioinsumos de producción nacional figura un bioinsecticida y el primer biofungicida nacional, creado mediante un convenio de articulación entre el INTA y la empresa de Rizobacter (Formento, 2014). La Estación Experimental Agroindustrial Obispo Colombres (EEAOC) trabaja en investigación y desarrollo de bioinsumos desde hace más de 15 años. En colaboración con otras instituciones como el CONICET, la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), y una empresa privada argentina, ha desarrollado a partir de una proteína aislada de un hongo patógeno de plantas, un producto que actúa como una “vacuna vegetal” induciendo las defensas de la planta contra fitopatógenos, sin generar daños en los cultivos ni en el ambiente (Chalfoun et al., 2011).

Aspectos regulatorios de los bioinsumos agropecuarios en la Argentina

En el año 2013, el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación (MAGyP) creó (Resol. SAGyP 7/2013) el Comité Asesor en Bioinsumos de Uso Agropecuario (CABUA) que define los bioinsumos agropecuarios como “todo producto biológico que consista o haya sido producido por micro/macro organismos, artrópodos o extractos de plantas, y que esté destinado a ser aplicado como insumo en la producción agroalimentaria, agroindustrial, agroenergética y en el saneamiento ambiental”. Específicamente, hace referencia a “biofertilizantes capaces de poner a disposición de los cultivos nutrientes ya sea por solubilización, movilización o fijación de estos; fitoestimulantes o fitorreguladores; biocontroladores y biofitosanitarios (ya sean de origen fúngico, viral, bacteriano, vegetal o animal, o derivados de estos); biorremediadores o reductores del impacto ambiental y los destinados a la producción de bioenergía”.

El CABUA, en el ámbito de la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (CONABIA), asesora sobre los requisitos técnicos de calidad, eficacia y bioseguridad que deben reunir los bioinsumos agropecuarios para su liberación al agroecosistema. Sin embargo, es el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA), particularmente, la Dirección de Agroquímicos y Biológicos, la autoridad de aplicación que los inscribe, aprueba y registra para su utilización.

Debido a que aún no se cuenta con normativa específica para el registro y comercialización de bioinsumos que actúen como fitosanitarios, éstos se inscriben en el Registro Nacional de Terapéutica Vegetal (Decreto MAyG 3489/58 y 5769/59), según el Manual de Procedimientos, Criterios y Alcances para el Registro de Productos Fitosanitarios en la República Argentina (Resol. ex-SAGPyA 350/99). La resolución se basa en la 5ª edición y versión definitiva del Manual sobre el desarrollo y uso de las especificaciones de la FAO en productos para la protección de cultivos, cuyo objetivo es aprobar el registro y la utilización de los fitosanitarios previa evaluación de datos científicos que demuestren que el producto es eficaz para el fin que se destina y no conlleva riesgos indebidos para la salud de personas y animales ni para el ambiente. Una vez inscriptos, un certificado de uso y comercialización habilita los productos en la República Argentina (ámbito de aplicación). Cabe destacar que el citado registro no incluye Agentes de Control Biológico (ACB), transgénicos ni macroorganismos biocontroladores (ácaros e insectos depredadores y parasitoides). Sin embargo, con el fin de reglamentar el ingreso al país de ACB para asegurar la identidad y condición sanitaria de estos y evitar un potencial riesgo para la producción vegetal, la Dirección Nacional de Protección Vegetal , particularmente la Coordinación de Bioseguridad Agroambiental, del SENASA establece un procedimiento para la importación, cuarentena y liberación de ACB (Resol. ex-SAGPyA 758/1997 y 715/1998).

Por su parte, los bioinsumos destinados a la fertilización y promoción del crecimiento vegetal, entre otros productos (como es el caso de los microorganismos eficaces), se inscriben en el Registro Nacional de Fertilizantes, Enmiendas, Sustratos, Acondicionadores, Protectores y Materias Primas (Resol. Senasa 264/11). El registro se realiza mediante el formulario de solicitud de inscripción de productos biológicos (Anexo V de la citada resolución).

Por lo expuesto, se evidencian importantes avances, pero aún resta mucho trabajo por efectuar el cual debe ir acompañando del apoyo de todos los sectores involucrados tanto públicos como privados. La idea es poder continuar con las tareas que permitan facilitar el desarrollo, promoción y adopción de los bioinsumos agropecuarios con el fin de contribuir a la salvaguardia del patrimonio zoofitosanitario y la calidad e inocuidad de los alimentos en un marco ambientalmente sostenible.

Consideraciones finales

El sector agrícola tiene el desafío ineludible de mantener la producción y la rentabilidad reemplazando la utilización de agroquímicos y antibióticos, para dar paso a una agronomía y una ganadería basadas en prácticas más naturales y sostenibles, teniendo para esto a la naturaleza como aliada.

Es así como el sector agropecuario debe hacer lo propio desde el lugar que ocupa, no sólo para garantizar la excelencia de los productos que comercializa, sino para resguardar el ambiente en el que lo hace. La sociedad en este punto ya no es flexible, la preservación del medio ambiente es hoy una exigencia básica. Ya no se aceptan procesos productivos sin responsabilidad social empresarial. Es necesario fortalecer las políticas a nivel mundial para adecuar la producción agrícola a sistemas de producción que sean compatibles con el cuidado del medioambiente asegurando su viabilidad para las generaciones que nos continúan. Con este abordaje, los responsables de este propósito son muchos: los productores y sus organizaciones, los investigadores que llevan a cabo su tarea en universidades e institutos, la industria de los inoculantes, el estado con sus instituciones y la sociedad toda en sus múltiples facetas.

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