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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.48 Buenos Aires set. 2019

http://dx.doi.org/10.36446/be.2019.48.99 

Nota

Arte y naturaleza en la arquitectura de cristal: las críticas de Ruskin y Semper

Art and Nature in Glass Architecture: Ruskin’s and Semper’s Criticism

Valeria Castelló-Joubert1 

1Universidad de Buenos Aires-Universidad Nacional de San Martín

Resumen

Una de las tipologías arquitectónicas que dio a luz el siglo xix es, sin lugar a dudas, el invernadero. El Crystal Palace epitomiza una función en la cual cooperan naturaleza y arte, relación que a los ojos de dos de los más severos teóricos y críticos del arte de la época, John Ruskin y Gottfried Semper, resulta inadmisible. Ya desde la consideración del uso social del arte, ya desde la definición de la arquitectura por su monumentalidad, ambos autores condenan la construcción a gran escala en vidrio y hierro.

Palabras clave: Estética de la arquitectura ,Invernadero; Palacio de Cristal; Paisaje ,Técnica

Abstract

One of the architectural typologies that the 19th century gave birth is, without a doubt, the greenhouse. The Crystal Palace epitomizes a function in which nature and art cooperate, a relationship that in the eyes of two of the most severe theorists and art critics of the time, John Ruskin and Gottfried Semper, is inadmissible. Either from the consideration of the social use of art, either from the definition of architecture for its monumentality, both authors condemn the large-scale construction in glass and iron.

Keywords: Aesthetics of Architecture; Greenhouse; Crystal Palace ,Landscape ,Technics

En un poema publicado en 1860, Charles Baudelaire imagina una gran ciudad moderna. Rêveparisien es una fantasmagoría arquitectónica, donde los materiales de construcción y de ornamentación son producto de la intervención técnica e industrial del hombre. Se trata de un poema altamente significativo: en él, Hans-Robert Jauss lee el punto culminante de la visión baudelairiana de una “despotenciación poética de la naturaleza orgánica” (Jauss 1995:119). Los valores de la naturaleza aparecen radicalmente invertidos. En primer lugar, este sueño renuncia a la idealidad de la naturaleza en su última configuración estética, es decir, la del romanticismo que transformó lo bello en lo sublime. En segundo lugar, rechaza la antítesis rousseauniana naturaleza-civilización. Por último, en esta ciudad soñada, el sujeto ya no tiene correspondencia alguna con la naturaleza; tampoco hay correspondencia entre la experiencia sensible y la suprasensible.

El poema “alude al sueño de una ciudad dentro de una ciudad”, basado en un principio de la poesía moderna, la paradoja del “ensueño involuntario” (Jauss 1995: 121). Expresa la voluntad de desterrar al vegetal irregular. Pero la naturaleza regresa con la fuerza siniestra de lo reprimido. La caída del éxtasis del sueño poético produce el desencantamiento de la realidad de la gran ciudad. Rêveparisien va más allá de la antítesis civilización-naturaleza, porque plantea un tercer componente que es esta segunda naturaleza creada por el homo faber: el mundo del progreso industrial. La estética antinaturalista muestra hasta qué punto la euforia por el progreso va a la par de nuevas angustias. Uno de los espacios construidos en el siglo xix que mejor se corresponde con la ensoñación baudelaireana es el invernadero.

El Crystal Palace es construido en Londres, en 1851, por el jardinero, arquitecto paisajista, e ingeniero del Duque de Devonshire, Sir Joseph Paxton, para albergar la primera Exposición Universal, donde los productos del mundo entero, tanto artísticos como naturales, se presentan como mercancía disponible. En este nuevo espacio desplazado de la naturaleza, ciudad de hierro y cristal dentro de la ciudad, que controla técnicamente los productos naturales y culturales, el hombre del siglo xix se propone recrear el cosmos en una ficción de gran despliegue. Como muestran Georg Kohlmaier y Barna vonSartory (1988: 133-134), el ensayo ha durado algunas décadas, contando desde los primeros desarrollos de John Claudius Loudon en 1817, plasmados diez años más tarde en el invernadero de Bretton Hall, y los esfuerzos de Henry Phillips, cuyo aviario en Londres, que servía también para el cultivo de plantas, se construyó en 1831. Su resultado más acabado en magnificencia es el Crystal Palace. Acapara todas las miradas. No hay cómo escapar de él. Sus ventanas están hechas tanto para mirar a través de ellas, como para ser miradas. El invernadero es la cristalización -en su sentido literal y figurado- de la fantasía humana, por un lado, del paraíso terrenal, y, por otro lado, de crear un mundo artificial cuyo crecimiento y desarrollo dependa por completo del hombre, con todo lo que esto comporta de desafío a la figura de Dios. Con la expansión de las vidrieras montadas sobre una estructura de metal, se alcanza la perfección del trabajo con el vidrio iniciado en el gótico. El invernadero es al hombre del siglo diecinueve lo que la catedral era al de la Edad Media: una representación táctil de su estar en el mundo y de su relación con la creación.

EnThe Opening of the Crystal Palace, considered in some of its relations to the prospects of art” (1854), el crítico de arteinglés John Ruskin refiere el impacto que le causódichoacontecimiento:

Leí en el diario Times la reseña de la inauguración del Palacio de Cristal en Sydenham, mientras subía la colina entre Vevay y Chatel St. Denis, y los pensamientos que me despertó me obsesionaron todo el día mientras mi camino serpenteaba entre las herbosas lomas de Simmenthal. Había un extraño contraste entre la imagen de aquel poderoso palacio, que se alzaba tan alto sobre las colinas en las que había sido construido como para convertirlas en poco menos que el pedestal de su brillante majestuosidad, y esas cabañas en la tierra baja, a medio esconder entre sus cobertizos de bosque, y esparcidas como piedras grises a lo largo de las masas de las lejanas montañas. Aquí, el hombre lidiando con los poderes de la Naturaleza por su existencia; aquí, un pueblo débil alojado entre las rocas con la cabra y el conejo, y conservando los mismos pensamientos calmos de generación en generación; allí, una gran multitud triunfando en el esplendor de una inconmensurable habitación, y arrogante por la esperanza de progreso infinito e irresistible poder. (Ruskin 1854: 3-4)

Ruskin, que ya se había manifestado en contra del “nuevo estilo” en el último capítulo de Las siete lámparas de la arquitectura (1849), “no estaba dispuesto a aceptarlo como un real avance artístico, y aprovechó la oportunidad para defender nuevamente los grandes edificios del pasado, los cuales estaban siendo destruidos o descuidados, mientras el público inglés glorificaba su gigantesco invernadero” (Collingwood 1911: 120-121).

Para el arquitecto y teórico de la arquitectura alemán Gottfried Semper, el Crystal Palace no es más que “vacío cubierto de vidrio” (Semper [1860-1862] 2004: 47). Ya en 1849, al visitar, en París, la obra de la Biblioteca Sainte-Geneviève de Henri Labrouste, inaugurada también en 1851, había emitido un juicio severo acerca de la arquitectura de hierro: la transparencia es contraria a la monumentalidad, y también a la estética de enmascaramiento de la realidad. La arquitectura de hierro, bautizada por Semper como “estilo ferroviario” [Eisenbahnstile], es un terreno infértil porque su ideal es el de la arquitectura invisible: “Dondequiera que se apele a él, suele evocar de manera muy molesta esos fríos espacios de estación que dejan pasar las corrientes de aire e impiden toda atmósfera cálida y solemne” (Semper [1860-1862] 2004: 89).

Para Semper, la arquitectura es sinónimo de arquitectura monumental. Solo en las construcciones de fines prácticos y utilitarios, sostiene en su ensayo de 1849 sobre los jardines de invierno, pueden hallarse exponentes que produzcan una impresión satisfactoria (véase Semper [1834-1869] 2007: 90). La bella arquitectura puede y debe utilizar el metal bajo la forma de reja, para cerrar un espacio, o de ornamento, o mostrarlo como elemento de la construcción cuando es el caso en que resulta el más adaptado a tal fin, pero nunca bajo la forma de soportes destinados a sostener una gran masa, es decir, como dominante del tema. El invernadero del Jardin des Plantes de París, construido por Henri Charpentier, también dejó a Semper completamente insatisfecho, por su plano mediocre y casi sin forma, en el cual la arquitectura tuvo muy poco que ver. Pero este no es el único problema que plantea Semper a propósito del uso del “estilo ferroviario”para la construcción de invernaderos: tampoco le gusta “que los recursos naturales de las plantas, fáciles de aplicar, porque siempre causan efecto, se hayan explotado de manera demasiado refinada y artificial” ([1834-1869] 2007: 92). Y si bien es cierto que esta es la finalidad de un invernadero, los vestíbulos, los cuadros, los nichos, las cariátides, los grupos de esculturas, y las fuentes, constituyen un error: nada de esto debería estar allí. El arte no puede cooperar en absoluto con la “naturaleza artificial”. En un invernadero de estas características, se pierde la visión global, ya que una construcción semejante, al estar autonomizada, separada de la casa a la que debería estar ligada, carece de forma, “como en los primeros ensayos de la naturaleza que despliega en alto grado algunos órganos vivos, y deja el resto apenas esbozado” (Semper [1834-1869] 2007: 92) Todo jardín exige una casa, de lo contrario es dominio salvaje domesticado, es decir, un “sinsentido”: “Desde la casa oficiando como hogar, el arte debe irradiar sobre la naturaleza, que a su vez debe actuar sobre el arte con igual fuerza” (Semper [1834-1869] 2007: 92). El oxímoron semperiano “naturaleza artificial” nos da la clave del sentimiento de la naturaleza tal como está volviéndose perceptible a partir de la segunda mitad del siglo xix.

Ruskin, con todo, en 1854, reconoce el progreso significativo de la construcción de un edificio de las características del Crystal Palace:

Por primera vez en la historia del mundo, se forma un museo nacional de interés para toda la nación, a una escala que permite la exhibición de monumentos de arte en imperturbable simetría, y de producciones de la naturaleza en crecimiento ilimitado, bajo los auspicios de la ciencia que difícilmente yerra, y de un poder que difícilmente se agote, situado en el suburbio próximo de una metrópolis desbordante de una población extenuada de trabajo, aunque ávida de conocimiento, donde la contemplación puede ir acompañada de descanso, y la instrucción, de disfrute. Es imposible, repito, estimar la influencia de semejante institución en las mentes de las clases trabajadoras. (Ruskin 1854: 4)

Pero estas razones de esperanza vienen acompañadas de otras de desaliento, “que suscitan un grupo de pensamientos melancólicos” (Ruskin 1854: 4-5). El primero de ellos es atinente al desarrollo del arte de la arquitectura durante los últimos trescientos años, cuyo “gran resultado, y admirable y largamente esperada conclusión, en el corazón del siglo diecinueve, es suponer que inventamos un nuevo estilo de arquitectura, ¡cuando no hemos sino agrandado un invernadero!” (Ruskin 1854: 5). A juicio de Ruskin, entonces, este nuevo tipo de construcción no es la realización de ningún cambio cualitativo en la arquitectura, sino meramente cuantitativo; no se ha creado algo nuevo, sino que se han aumentado las proporciones de una tipología arquitectónica ya existente: “En fin, a esto se redujo nuestro orgullo dórico y palladiano” (ibid.). La “ingenuidad mecánica”, mencionada en el discurso de inauguración, no es la esencia de la pintura ni de la arquitectura, de la poesía, es decir, del arte, observa Ruskin, sin contar que tampoco el tamaño portentoso de la construcción implica nobleza en el diseño. Es la misma ingenuidad que se requiere para la construcción de un puente tubular, con el que podríamos atravesar el Canal de Bristol, “y así y todo no poseer un Milton, o un Miguel Ángel” (Ruskin 1854: 6).

Aquí Ruskin pasa al segundo grupo de melancólicas reflexiones:

Bueno, se puede responder que necesitamos nuestros puentes y experimentamos placer en nuestros palacios; pero no queremos Miltons, ni Miguel Ángeles.

De verdad, así parece ser, pues en el año en que se construyó el primer Palacio de Cristal, murió entre nosotros un hombre cuyo nombre, después de una y otra generación, permanecerá entre los grandes de todos los tiempos. Al morir, legó a la nación la totalidad de sus más valiosas obras; y durante estos tres años, mientras construíamos el colosal receptáculo de vaciados y de copias de arte de otras naciones, las obras de nuestro mayor pintor fueron abandonadas en una pieza oscura cerca de Cavendish Square, bajo la custodia de un anciano sirviente.

Es bastante natural. Pero también memorable. (Ruskin 1854: 6-7)

El pintor cuyos cuadros languidecen arrumbados mientras se erige el Crystal Palace es J. M. W. Turner. Y cuando Europa es celebrada por el invento de un nuevo estilo en arquitectura, “porque se han cubierto de vidrio catorce acres de terreno, los mayores ejemplos que existen de la verdadera y noble arquitectura cristiana están siendo resueltamente destruidos, y destruidos por los efectos del mismo interés que ha sido provocado por ellos” (Ruskin 1854: 7). Los más importantes y antiguos edificios están siendo destruidos a manos de las políticas de restauración que asolan Europa. Estas reparaciones -sostiene Ruskin- “son más fatales a los monumentos, que se supone que deben preservar, que el fuego, la guerra, o la revolución” (Ruskin 1854: 8).

En 1865, en TheEthicsoftheDust, conjunto de clases impartidas en una escuela de niñas sobre las leyes de cristalización y la belleza de las formas inorgánicas, Ruskin vuelve a manifestar su desagrado por la obra de Paxton, así como también por el destino que se le ha dado. Explica cómo el “pequeño Phtah”, dios egipcio de los artesanos y los arquitectos, en cuya figura hace encarnar tanto a los que profesan el “nuevo estilo”, como a los utilitaristas y a los filisteos, logra trastocar lo alto y lo grandioso en bajo y pequeño, ya que, al no tener ojos, solo puede verse a sí mismo y hacer las cosas a su imagen y semejanza.1 Su poder se ha desarrollado en los tiempos modernos de un modo que ningún griego ni egipcio hubiese concebido.

Según la fábula que imagina, es Phtah quien ha creado el Crystal Palace. Lo cuenta así:

Solíamos tener una feria en nuestro barrio; una feria muy buena, creíamos nosotros. Ustedes nunca han visto una así; pero si miran el grabado de Turner St. Catherine’s Hill, podrán ver cómo era. Había curiosas casillas, sostenidas por postes, y cosmoramas, y música, tambores y címbalos por todas partes, y muchos caramelos y panes de jengibre, y todo eso. Y en las calles de esta feria el populacho de Londres disfrutaba a sus anchas, a su manera. Bien, el pequeño Phtah, un día, puso manos a la obra; convirtió los postes de madera en unos de hierro, y los torció, como sus piernas chuecas, de modo que uno siempre tropieza con ellos si no mira adónde va. Y transformó todas las telas en paños de vidrio, y los colocó sobre sus arcos de hierro, y convirtió todas las pequeñas casillas en una gran casilla. Y la gente decía que era muy lindo este nuevo estilo de arquitectura. Y Mr. Dickens dijo que no había nada semejante en El País de las Hadas, lo cual era muy cierto. Y, luego, el pequeño Phtah trabajó para poner allí bellos regalos, como las hadas madrinas. Y pintó los búfalos de Nínive de nuevo, con los ojos más negros que pudo (porque él mismo no tenía), e hizo bajar a los ángeles del coro de Lincoln, y adornó sus alas como su pan de jengibre de los viejos tiempos; y mandó traer todo lo que se le ocurrió, y lo puso en su casilla. Están los vaciados de Níobe y sus hijos, y el chimpancé, y los cafres de madera, y neocelandeses, y la casa de Shakespeare, y Le Grand Blondin, y Le Petit Blondin, y Handel, y Mozart, y un sinfín de puestos de venta, y panes especiados, y cerveza. Y los adoradores del pequeño Phtah dicen “¡nunca hubo nada tan sublime!”(Ruskin 1866-1873: 301)

Por último, veinte años después, en Praeterita (1885), su autobiografía, describiendo Herne Hill, Ruskin vuelve a mencionar el Palacio de Cristal de manera poco halagadora:

el Palacio de Cristal, sin siquiera alcanzar él mismo algún aspecto verdadero de tamaño, y sin mayor sublimidad que una estructura de pepino entre dos chimeneas, aunque con su estupidez de mole hueca, hace que ahora mismo las colinas parezcan más pequeñas. (Ruskin 1907: 56)

Y dos páginas más adelante:

vino el Palacio de Cristal, arruinando para siempre la vista con todas sus curvas, y trayendo cada día de espectáculo, desde Londres, un flujo de peatones en el sendero, al que dejan sucio de ceniza de cigarro por el resto de la semana (Ruskin 1907: 58).

Señalan Kohlmaier y Sartory que el invernadero está en el origen y el desarrollo de la industria del entretenimiento:

El intento de unir belleza natural y belleza artificial ha sido practicado desde siempre en los jardines de grandes superficies. En los jardines de invierno, esta unidad se ha dado en una forma concentrada: la colección y exhibición de plantas exóticas se asoció con la de objetos de arte, con lo cual los efectos de ambos se acrecentaron mutuamente. El visitante, que se perdía y extenuaba en la contemplación artística, podía hallar recreo bajo las hojas. (Kohlmaier y Sartory 1988: 68)

El Palacio de Cristal, al equiparar productos de la naturaleza artificial con obras de arte a veces de sospechosa procedencia, y espectáculos circenses con conciertos de música, para el esparcimiento de una masa embrutecida por condiciones de vida que la alejan de la verdadera naturaleza, no podía sino provocar la más profunda aversión de Ruskin, dada la concepción del arte que desarrolla a partir de 1846 en el segundo volumen de Modern Painters:

El arte, propiamente dicho, no es recreación; no puede enseñarse en momentos de esparcimiento, ni realizarse en momentos en que no tenemos nada mejor que hacer. No es manualidad para la sala de estar, ni alivio para el aburrimiento del tocador. Hay que entenderlo y emprenderlo seriamente; de lo contrario, abstenerse. (Ruskin 1906: 2)

En Ten O’Clock, la conferencia que dictó por primera vez en Londres el 20 de febrero de 1885, James McNeillWhistler, el más acérrimo rival de toda idea de un uso social del arte, no puede más que coincidir en el horror que le produce el Crystal Palace con el hombre al que había acusado de difamación unos años atrás. Aunque por otros motivos que los de Ruskin, Whistler también se lamenta:

El sol arde, el viento sopla del este, el cielo está libre de nubes, y sin embargo, todo es de metal. Las ventanas del Palacio de Cristal se ven desde todos los puntos de Londres. El veraneante se regocija en tal glorioso día; el pintor se aparta para cerrar los ojos.

Qué poco se entiende esto, y con cuánto esmero se acepta como sublime lo casual en la Naturaleza, puede deducirse de la ilimitada admiración diariamente producida por un muy bobo atardecer.

La dignidad de la montaña cubierta de nieve ya no se distingue, pues la alegría del turista es reconocer al viajero en la cima. El deseo de ver por ver es, con la masa, el único en satisfacerse, de ahí el deleite por el detalle. (Whistler [1890] 1967: 143-144)

No se puede seguir contemplando un atardecer en Londres, o las orillas del Támesis, al modo de los turistas, como si nada hubiera ocurrido en el desarrollo de la civilización humana de las últimas décadas. Si en algo coinciden crítico y pintor, aunque con tonos distintos, es en convertir en símbolo de esto al Crystal Palace. Sin embargo, no hay arte que se pueda extraer de la naturaleza, porque ya no hay naturaleza en tanto se la entendía antes de la revolución industrial y de la expansión de las grandes urbes: ahora todo es de metal, elemento que representa lo natural no como producto de un proceso cíclico espontáneo, un fruto,sino como resultado de la intervención y la explotación técnica del hombre, es decir, un derecho de utilización, un usufructo. El ver, por lo tanto, no puede ser punto de partida para la creación artística. No hay nada allí -en el paisaje urbano- que se dé a la vista del pintor directamente bajo una forma artística. El ver artísticamente es trabajo del pintor. En cuanto al arte, es cosa seria; no es tema para la mesa del té ni se lo puede saludar por la calle con una palmada al hombro.

El Crystal Palace, en su monumental vacío cubierto, equiparó los productos artísticos y los naturales en virtud de la razón económica del poderío victoriano. Su potencial metafórico lo convirtió en hibernaculummundi, volviendo tangible la relación que el hombre mantenía con la naturaleza desde los inicios de la revolución industrial.

La conflagración de noviembre de 1936 puso de rodillas al gigante de hierro y cristal, pero no pudo con su fuerza metafórica: hoy, más que nunca en las últimas décadas, encontramos rastros del hibernaculummundi en la expresión “efecto invernadero” con el que designamos uno de los procesos naturales que, hiperbolizado por la actividad humana, podría acabar con la vida.

Referencias

Collingwood, W. R. (1911), The Life of John Ruskin, 2 vols. (Londres: George Allen). [ Links ]

Jauss, Hans-Robert (1995), Las transformaciones de lo moderno. Estudio sobre las etapas de la modernidad estética, traducción de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina (Madrid: Visor), col. La Balsa de la Medusa). [ Links ]

Kohlmaier, Georg y Sartory, Barna von (1988), Das Glashaus: ein Bautypus des 19. Jahrhunderts, (Múnich: Prestel-Verlag). [ Links ]

Ruskin, John (1854), The Opening of the Crystal Palace, considered in some of its relations to the prospects of art (Londres: Smith, Elder, and Co.). [ Links ]

Ruskin, John (1866-1873), The Crown of Wild Olive; also MuneraPulveris; Pre-Raphaelitism; AratraPentelici; The Ethics of the Dust; Fiction, Fair and Foul; The Elements of Drawing (Boston, Nueva York: Colonial Press Company Publishers) [http://www.gutenberg.org/cata log/world/readfile?fk_files=914270&pageno=301]. [ Links ]

Ruskin, John (1907), Praeterita, vol. 1(Londres: George Allen). [ Links ]

Ruskin, John (1906), Modern Painters, vol. 2,(Londres: Georges Allen). [ Links ]

Semper, Gottfried (2004), Style in the technical and tectonic arts, or, Practical aesthetics, intr. de Harry Francis Mallgrave (Los Ángeles: Getty Publications). [ Links ]

Semper, Gottfried (2007),Du style et de l’architecture. Écrits, 1834-1869, trad. de Jacques Soulilloucon la colaboración de Nathalie Neumann; intr. y notas de Jacques Soulillou (Marsella: Éditions Parenthèses). [ Links ]

Whistler, James Abbot McNeill [1890] (1967), The Gentle Art of Making Enemies, intr. de Alfred Werner (Nueva York: Dover Publications). [ Links ]

1 La elección del nombre de Phtah, que es el del dios maestro constructor de los antiguos egipcios da cuenta del desprecio de Ruskin por la arquitectura egipcia y oriental, por considerarla “bárbara”, no-realista, y alejada de la naturaleza.

Recibido: 01 de Marzo de 2019; Aprobado: 15 de Abril de 2019

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