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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.50 Buenos Aires mar. 2020  Epub 01-Mar-2020

http://dx.doi.org/10.36446/be.2020.50.77 

Artículos

Parrhesía bufonesca. Verdad, locura y terapéutica del dolor en King Lear

Parrhesía of fools. Truth, madness and pain therapeutics in King Lear

Cecilia McDonnell1 

1Universidad Nacional de Rosario-Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen

El presente artículo pretende indagar la potencia de lo cómico como elemento subversivo y terapéutico que encuentra en la parrhesíasu potencia. Con vistas a ello, la investigación se centrará en torno a la figura de los fools (bufones o necios) como agentes capaces de cuestionar todo ordenamiento monológico y estratificado a partir de un discurrir auténtico, delatorio y excéntrico. Se considerará, en particular, el papel del bufón de Rey Lear de William Shakespeare, al erigirse como un caso paradigmático de la problemática que aquí nos convoca.

Palabras clave: Comedia;Tragedia; Razón; Bufón-Necio; Verdad

Abstract

This article aims to investigate the power of the comic as a subversive and therapeutic element that finds its power in the parrhesia. With this in mind, the research will focus on the figure of fools as agents capable of questioning all monological and stratified order, from an authentic, delatory and eccentric discourse. It will be considered, in particular, the role of the fool in William Shakespeare’s King Lear, as a paradigmatic case of the issue that concern us.

Keywords: Comedy;Tragedy; Reason; Fool; Truth

Mucho se ha reflexionado en torno a posibles conexiones entre el teatro y la filosofía, entre apariencia y ser, entre representación estética y decir veraz. A lo largo del escrito, se presentará una de las tantas formas posibles de enlazar estas difusas disciplinas. Este maridaje, no obstante, no estará signado por la búsqueda de una verdad última o de un sistema monológico y estratificado, sino por una particular forma de resistencia que encuentra en lo cómico su potencia transformadora y contestataria. Este texto, para decirlo en pocas palabras, girará en torno a una figura que parece asumir ese compromiso en carne propia: el fool, cuyo contenido semántico comprende tanto la figura del necio en la filosofía como la del bufón en el teatro. Lo que parece mostrarse como factor común que aúna ambos campos es un cuestionamiento declarado de los órdenes pretendidamente cerrados, evidenciando que ningún esquema es definitivo o absoluto y todo sistema muestra quiebres.

A lo largo de la historia, la figura del fool y la necedad que lo caracteriza han sido pensados en su peligrosidad: como fuerzas arquitectónicas contra las cuales debe erigirse cualquier sistema, como amenazas inminentes y agonales que ponen en riesgo la paz deseada, como aquello capaz de trastornar los órdenes profanos y sagrados. En particular, podemos hallarlo en la propuesta hobbesiana como aquel que se opone a una definición de justicia y abre la posibilidad a una multiplicidad de opiniones en cuyo seno el filósofo inglés ubicaba al germen de la revuelta y el caos. Esta forma de comprender la figura que nos convoca es equiparable al necio que describe Grocio en Guerra y paz o Anselmo en su Proslogion (Rossi 2013), o incluso al genio maligno cartesiano (Foisneau 2004; Janine Ribeiro 2000). Ahora bien, lo que interesa a la presente propuesta de investigación no es una evaluación del éxito o fracaso de las respuestas dadas al necio en cualquiera de estos sistemas filosóficos, sino la figura del necio en sí misma, en tanto encarna la puesta en cuestión de un ordenamiento pretendidamente cerrado y de una interpretación unívoca de justicia, inaugurando en estos cuestionamientos formas del decir veraz. Aquí trataré de dejar a un lado toda connotación negativa para pensar al foolcomo elemento indispensable de una historia de la filosofía desligada de las nociones de origen y progreso. A los efectos de la presente lectura, el caso de William Shakespeare resulta paradigmático debido a las numerosas resonancias políticas solapadas que reinan en sus escritos, a pesar de que la censura de la época isabelina impidiera que las obras teatrales hicieran referencias explícitas a la coyuntura de época. Sumado a ello, el dramaturgo inglés comporta un protagonismo indiscutible al otorgar un papel central y problemático a los fools en sus obras.

La primera parte del escrito se ocupará del tratamiento de la figura del bufón necio. El objetivo es, principalmente, coleccionar una serie de elementos que nos permitan comprender sus conexiones con la demencia, la risa y la subversión, pero asimismo con la sabiduría, la melancolía y el decir veraz. Estas constelaciones nos darán elementos para comprender la segunda parte del escrito, en la que se considerará un caso paradigmático: el bufón de King Lear. La tragedia que aquí nos ocupa podrá pensarse desde la pista provista por Aby Warburg en su Atlas Mnemosyne. Lo trágico se presenta como parte de una polaridad fundamental que nos permite comprender la historia de las civilizaciones a partir de los monstruos (monstra) generados por la razón (Didi-Huberman 2010: 61). Resalto la procedencia latina del término debido a su riqueza polisémica: monstruoso es aquello que presenta desviaciones o anomalías, pero también aquello que se presenta como extraordinario o prodigioso, es decir, como aquello que excede a lo común (Torres 2017: 85). Si bien el saber (el otro polo señalado por Warburg) intentará explicar, redimir o desbaratar lo monstruoso de la esfera del pensamiento, aquello extraordinario y prodigioso que puede provocar tanto perplejidad como risa, parece siempre permanecer como resto o grieta que cuestiona y subvierte todo saber. Si los elementos analizados pueden ayudar a comprender aquella tragedia, tal vez la tragedia pueda proporcionar herramientas para comenzar un abordaje divergente del saber filosófico.

1

En El gobierno de sí y de los otros, Michel Foucault propone una forma de pensar la historia de la filosofía que se desligue tanto de la búsqueda de un origen radical olvidado al que se debiera retornar, como de la afirmación de tal historia como progreso y desarrollo de una racionalidad. Contra aquellas formas propone una tercera que conciba hacer la historia de la filosofía como una serie de episodios y formas de veridicción. Ésta se liga indefectiblemente al decir veraz propio de la parrhesía, que permite pensar a la filosofía como potencia o fuerza ilocutoria (Foucault 2011: 355). Tal y como la concibe el filósofo francés, la parrhesía es una manera de decir la verdad sin que por ello ésta quede definida por su contenido. Es por tal motivo que es imposible demostrarla, enseñarla o enmarcarla en un arte retórica. Se trata más bien de un hablar franco cuya fuerza no se encuentra en su contenido ni en su finalidad, sino en el efecto que puede producir su discurso. Los parresiastas, según Foucault, son aquellos que asumen los riesgos de decir la propia verdad sin saber a ciencia cierta cuál es el precio a pagar, que puede llegar incluso a su propia muerte. La verdad que expone el parresiasta es abrupta, violenta y tajante, y se trata de una verdad que no puede ser rechazada, pero tampoco aceptada. La respuesta al decir veraz del parresiasta no es discursiva y puede conducir al silencio, la locura o la muerte (Foucault 2011: 69-75).

Según el filósofo francés, podemos ser testigos deparrhesía allí donde “un hombre se yergue frente a un tirano1y le dice la verdad” (Foucault 2011: 67). El parresiasta se aparta del lugar del cortesano y se erige como crítico y consejero. Su hablar franco se encuentra signado por la violencia, por lo que no hay juego pedagógico o discursivo que valga: no existe aquí un combate entre interlocutores medidos y racionales, sino el enfrentamiento a la pura violencia ejercida por el parresiasta en su discurso. Esta cuestión no implica que el contenido resulte indiferente. No se trata de un juego retórico de persuasión como tampoco de un desarrollo demostrativo. El contenido del discurso compromete íntegra e íntimamente al parresiasta ya que, en última instancia, es capaz de aceptar morir por haber dicho la verdad. Es, en este sentido, un acto que sólo es posible allí donde el individuo opta por decir la verdad, sin que ello dependa de un estatus o jerarquía alguna.

La parrhesía, entonces, logra establecer lazos entre la libertad y la verdad que afectan profundamente al modo de ser del enunciador, obligándolo a ligarse con aquello que ha dicho. Esto permite establecer una distancia de aquellas posiciones que consideran que el ejercicio de determinadas obligaciones o la enunciación de la verdad pueden restringir las libertades individuales. Aquí, la propia imposición de hablar francamente constituye un pleno acto de libertad. Sin el compromiso pleno y el coraje que implica decir la verdad, el enunciador no puede erigirse como parresiasta. Se trata de la enunciación efectiva de lo que se considera verdadero, asumiendo los riesgos que implica la práctica del discurso.

Es en el marco de la propuesta foucaultiana que podría reflexionarse sobre la figura del fool o del bufón que habita las piezas teatrales, en tanto imita, parodia e ironiza la vida de los seres humanos con vistas a visibilizar una verdad no dicha. Como sugiere Scolnicov, es preciso comprender que la obra teatral es una forma de espejo de la realidad y, al mismo tiempo, una forma de memoria colectiva. La primera perspectiva es típicamente renacentista y permite comprender a la obra teatral como un reflejo de la vida humana que no se limita simplemente a mostrarla tal cual es, sino que permite, gracias a la distancia de la perspectiva, una acentuación de rasgos éticos y sociales. Sin embargo, esta acentuación no necesariamente se restringe a un momento histórico o un espacio geográfico específicos. Por el contrario, se abre el camino a la segunda perspectiva, según la cual la obra se convierte en una estructura elástica y flexible que habla al espectador tanto de la contemporaneidad del dramaturgo como de la propia. Comprendida la obra de este modo, se convierte en una forma de memoria colectiva que arroja lazos con la actualidad geográfica, social y política de los espectadores con la del dramaturgo y sus contemporáneos (Scolnicov 1991: 125-127). Los bufones, los necios y los locos, conforman una parte integrante y hasta decisiva de numerosas obras teatrales y, en particular, de las obras shakesperianas que se erigen como el punto nodal de la investigación que aquí se propone. Si seguimos la pista interpretativa que nos sugiere la autora, podemos considerar que el decir veraz que atribuimos a los bufones constituye no sólo una crítica a la Corte a la que pertenecen, sino asimismo a nuestra propia contemporaneidad en tanto la lectura se encuentra siempre situada y resulta, por ello mismo, históricamente significativa.

El lenguaje del humor, la parodia y la ironía resignifican por completo el escenario teatral y, con él, el escenario social y político. Es preciso señalar, al respecto, que a partir del Renacimiento comienza una teatralización de la política, en la que el teatro se transforma en una manifestación del Estado y del soberano; y, a su vez, aparece un teatro político, cuyo reverso tiene un funcionamiento literario, como el lugar privilegiado de la representación política (Foucault 2006: 308). Dicho de otro modo, la disolución del mundo feudal y la progresiva secularización que comienza en las diversas esferas humanas (social, política, estética, etc.) permite que la práctica del teatro cree nuevas conexiones en el Renacimiento, sobre todo en lo concerniente a los grandes asuntos del Estado (Margarit 2013: 15-23; Williams 2014: 49-51). La participación en política deja de ser una demostración (espontánea o no) de sí mismo frente a un contexto conflictivo específico, y pasa a ser una performance (Dillon 1981: 37-41). Esta fusión entre apariencia y realidad, de la que Maquiavelo bien nos había advertido2, convierte a la política en un escenario en el que cada actor debe proceder como si fuera de determinada manera sin necesariamente serlo. Cada uno de los actores políticos de la Corte, así, quedan sumergidos en una doble mascarada en la que es imposible discernir su identidad última. Los bufones, en particular, eran quienes tenían el permiso real de decir la verdad sin ser castigados, y es precisamente este papel el que cumplían tanto en la Corte Inglesa como en el teatro que la personificaba (Haikka 2005: 9-11). Es decir, su actuación no se restringía únicamente a la representación ante un público, sino que, además, encarnaban la verdad relativa a las injusticias y a la hipocresía de la corte y de su tiempo en general, atreviéndose a contarla y presentarla ante la mismísima realeza.

Los bufones eran elegidos no sólo por su comicidad, sino que también por su astucia, al punto en que ocupaban el lugar de verdaderos consejeros de la realeza (Wiley 2006: 1-2). Es preciso señalar, no obstante, que la libertad del fool es una libertad de palabra otorgada por alguien (el Rey, el Duque o quien se encuentre ocupando un cargo de poder). El bufón no pertenece a la Corte por derecho propio, sino que habita un mundo que, a los ojos de la realeza, es excéntrico y caótico. El bufón, entonces, es convocado para traer ese mundo externo y monstruoso al interior de la Corte y se lo autoriza para hablar libremente acerca de todo aquello que desee; pero, en el preciso momento en el que esa licencia queda revocada, pasa a ser un hombre más (Mullini 1985: 98-99). Esta situación, valga la paradoja, parece otorgarle una superioridad sobre reyes y jueces sujetos a la apariencia y a los atributos de la tiranía, al menos durante el período en el que se le extiende el derecho otorgado. El fool, en contraposición a ellos, se percata de tal ficción e intenta retratarla mediante el ridículo y la ironía, haciéndose portador de una verdad indigente que nadie desea reconocer como efectiva (Starobinski 2007: 86-8). Esta verdad que no puede ser aceptada, pero al mismo tiempo, no puede ser rechazada, parece comportar un vínculo ineludible con el decir veraz propio de la parrhesía.

Las burlas y parodias, los tonos irónicos y las imitaciones se constituyen, así, como verdaderas armas que le permiten al bufón hacer frente a las hipocresías a nivel social y político. El hecho de que se erija como un auténtico outsider tanto en la Corte como en las obras teatrales le permite tomar distancia de cualquier tipo de ideología (Hall 2017: 36). De este modo, aunque parezca impotente, asume en realidad un papel indispensable que va desde llevar a cabo una crítica al poder real hasta devolver una cierta armonía a un orden descoyuntado. Como sostiene Starobinski:

los grandes autores dramáticos con frecuencia han hecho del clown o del bufón el agente de salvación, el genio bueno que, pese a su torpeza y sus sarcasmos, echa una mano al destino y contribuye al regreso de la armonía a un mundo que el maleficio había perturbado”. (Starobinski 2007: 92)

Las verdades expuestas por los bufones son, en este sentido, agentes activos capaces tanto de denunciar simulaciones y artificios, como de construir nuevos órdenes. Cualquiera de las dos opciones, no obstante, nos remiten a la figura del payaso trágico cuyo sacrificio permite encontrar una nueva armonía en un mundo dislocado. Costado trágico, por lo demás, que no hace sino mostrar que ellos son los que han visto demasiado, los que saben cuáles son las fragilidades inherentes a un régimen o a un sistema. Es por ello que “el que quiere sentirse digno y tiene poder, expulsa de su lado a quien ha sido testigo de su fragilidad y de su comprometedora risa” (Barba 2017: 78).

La risa comporta dos características que socavan el poder establecido: la delación y la autenticidad. Por un lado, el hecho de que riamos espontáneamente acerca de algo señala y hace saber a los otros que hemos juzgado, deseado y despreciado, que tenemos necesidades físicas que ocultamos y que todo lo alto, puro y digno que pretendemos defender tiene, en realidad, un trasfondo ridículo, impostado, desagradable. La risa, por decirlo rápidamente, nos delata. Y esta delación queda confirmada por el carácter insustituible, involuntario e inmediato que conlleva como gesto expresivo (Barba 2017: 23, 52-53). La risa, en este sentido, es eminentemente auténtica y, al tiempo en que hemos caído en ella, delata una verdad que es imposible ocultar. Ahora bien, lo trágico o lo cómico del desenlace de esta verdad auténtica y delatora que presenta el bufón no estará dado por el desequilibrio y el conflicto que se presentan siempre como inherentes a las relaciones humanas. La diferencia, más bien, estará dada por el restablecimiento de un cierto orden: en tanto el bufón logre cierta armonía mediante su accionar caótico, se podrá erigir como un salvador anónimo, contrarrestando el desequilibrio de fuerzas que motoriza la comedia. Por el contrario, el accionar del fool se tornará cada vez más trágico y taciturno cuando los personajes alcancen, tarde o temprano, un desequilibrio que no se pueda armonizar sin recurrir a la muerte.

Es importante señalar que el hecho de que algo pueda conllevar comicidad implica una ruptura con el terror. Es sabido, desde Aristóteles, que lo cómico es algo que no conlleva dolor ni ruina (Aristóteles, Poet., 1449a30). Si aquello que se presenta, produce algún tipo de turbación, inquietud o pavor, probablemente ahogue la carcajada. Un acontecimiento terrorífico u horrorífico3podría provocar, respectivamente, temblor y huida o parálisis y repugnancia, pero jamás risa. Justamente por este motivo, Bergson caracterizó a la risa como insensible, ya que debe resultar indiferente a cualquier tipo de emoción concreta que lleve a reflexionar acerca de las posibles consecuencias que se desaten de su irrupción (Bergson 1939: 12-16). Si aquello que pretende ser cómico inspira piedad, temor o afecto, jamás podrá ser considerado hilarante, por lo que resulta asimismo necesario que exista una complicidad con otros rientes, sean reales o imaginarios. Lo cómico, comprendido desde su costado más social, posee un cierto “eco” que, no obstante, nunca puede ser infinito porque siempre se restringirá a un determinado grupo y a sus exigencias específicas. Los fools, en particular, se encuentran inmersos en el mundo de lo cómico y la locura artificial, logrando establecer mediante sus bufonadas una ruptura con el terror que ejerce el tirano mostrando su costado más terrenal y humano. En su estudio acerca del carnaval, Bajtín señaló esta inversión como una característica propia de la entronización bufa (Bajtín 1991: 312-314, 335). En la desentronización del rey y la entronización del personaje más bajo (un bufón o un esclavo) radica el núcleo del mundo carnavalesco. Se trata de un rito ambivalente que festeja el proceso mismo del cambio de jerarquías con una risa orientada hacia lo alto que exige una renovación al poder soberano. El carnaval es una especie de “mundo al revés” caracterizado por un contacto libre y familiar entre los seres humanos, signado por una conducta excéntrica y profanadora, en un contexto donde lo alto y lo bajo, lo sublime y lo insignificante, quedan reunidos. Las humoradas y locuras propias del carnaval permitían a los y las súbditos y súbditas romper las cadenas del miedo y la seriedad oficial, monológica y dogmática.

Los bufones shakesperianos comportan, efectivamente, esta serie de características tanto en obras cómicas como en trágicas: pocos personajes se desenvuelven tan auténticamente como Touchstone, discurren subversivamente como Feste o contribuyen a una terapéutica del dolor como el bufón de Lear. Cada uno de estos casos se presenta como una muestra viviente de aquel reflejo de la razón humana que Foucault identifica con la locura en el siglo XVI. Locura y razón se encuentran indisociablemente aunadas en estos personajes, como formas de referencia recíproca en el instante en el que los seres humanos se comparan, razonable pero enloquecidamente, con Dios. Los bufones encuentran y señalan una persistencia humana en vivir siempre del mismo modo, repitiendo los mismos errores y esperando resultados distintos, buscando realizar utopías en un mundo descoyuntado, investigando el mundo de Dios y las esencias allí donde la verdad y la apariencia han quedado fundidas (Foucault 2015: 53-62). Estos fools, en sus irónicas y descabelladas denuncias, se muestran como personajes profundamente sabios que han cedido al vértigo de la demencia.A continuación, se intentará mostrar cómo este carácter disruptivo característico de lo cómico y de los bufones se presentan en una tragedia: Rey Lear.

2

El argumento de la tragedia gira en torno al destino de las tierras del Rey Lear, quien decide dividirlas y confiarlas a sus tres hijas: Goneril, Regan y Cordelia. Basándose en una medición del afecto que ellas le profesan, Lear establece que aquella que lo ame más, recibirá la mejor herencia. Las dos hermanas mayores desarrollan falsos y elogiosos discursos que les sirven para engañar a su padre, obteniendo, así, sus tercios correspondientes. Al llegar el turno de Cordelia, la menor de las hermanas confiesa que nada tiene para decir, ya que su amor queda demostrado día a día. Lear, decepcionado, abdica de su rol paterno para con ella y reparte entre las hermanas mayores la tierra que originalmente estaba destinada a la menor, manifestando, a partir de su pobre declaración, “nada obtendréis de nada” (1.1.90). A pesar de las advertencias que el leal Conde de Kent presenta a Lear, ligando su accionar con el de un loco, el Rey desprecia a Cordelia, divide su reino en dos y destierra al Conde. Cordelia, humillada por su padre frente a sus pretendientes de Francia y Borgoña, finalmente se desposa con el primero, quien declara: “muy hermosa Cordelia, tú que eres la más rica siendo pobre, la más valiosa siendo rechazada, la más amada siendo despreciada, de ti y de tus virtudes me hago dueño” (1.1.252-255). El desequilibrio de fuerzas ya se torna patente en esta instancia de la obra, en la que la confusión de órdenes comienza a desarrollarse. La otrora más amada por su padre, queda en un instante absolutamente degradada y entregada como un elemento despreciable del reino. Es por ello que no sin cierto asombro el Rey de Francia expresa a continuación “¡Dioses, dioses! Es raro que surja de su fría negligencia mi amor con esta ardiente reverencia” (1.1.257-258).

Mientras tanto, el Conde de Gloster, preocupado por las recientes decisiones tomadas por Lear, va al encuentro de su menor e ilegítimo hijo Edmund, a quien encuentra leyendo una carta supuestamente escrita por Edgar, su hijo legítimo mayor. Engañado por Edmund, el Conde de Gloster piensa que Edgar está urdiendo planes en su contra. Descorazonado, el Conde realiza una predicción que parece signar el desarrollo de la obra:

Estos recientes eclipses del sol y de la luna no nos presagian nada bueno; aunque el conocimiento de la Naturaleza pueda razonarlo de esta o de la otra manera, la Naturaleza misma se ve acosada por los efectos subsiguientes. El amor se enfría, la amistad se pierde, los hermanos se dividen. En la ciudad hay motines; en los campos, discordia; en los palacios, traición, y se quiebra el lazo entre el hijo y el padre. Este villano mío cumple con la predicción; aquí vemos al hijo contra el padre; el rey se desvía de la vía natural; y ahí tenemos al padre contra el hijo. Ya hemos visto lo mejor de nuestro tiempo: intrigas, falsedad, traición, y todos los ruinosos desórdenes nos siguen inquietamente a nuestras tumbas. (1.2.103-114)

El error de juicio del Conde respecto de sus hijos es una muestra más del desorden y la tragedia en la que se hallan inmersos los personajes. Tal y como sostienen McLeish y Unwin, todo el desarrollo subsiguiente de la obra parece desprenderse de la reflexión en torno a lo que sucede cuando lo que tomamos por entendimiento se halla errado o pervertido. La búsqueda de una respuesta racional a una serie de premisas erradas parece ir inevitablemente en contra de los personajes trágicos que habitan la obra (McLeish y Unwin 2014: 334-335). En relación a ello, es particularmente lúcida la reflexión solitaria que expresa Edmund una vez que ha abandonado la habitación en donde espera su encolerizado y afligido padre:

Ésta es la maravillosa estupidez del mundo que, cuando anda mal nuestra fortuna, a menudo por excesos de nuestra propia conducta, echamos la culpa de nuestros desastres al sol, la luna y las estrellas, como si fuéramos malvados por necesidad. Necios por compulsión celestial, pícaros, ladrones y traidores por influjo de las esferas, borrachos, mentirosos y adúlteros por forzada obediencia a la influencia planetaria, y cuanto hay de malo en nosotros por una imposición divina. (1.2.119-127)

Será haciendo uso de su astucia y de la ingenuidad de su padre y su hermano, que intentará obtener una herencia que por derecho no le corresponde. Tal accionar, el mismo Edmund lo admite, nada tiene que ver con la disposición de los astros o el capricho divino. Hombres y mujeres toman sus decisiones en el dislocado mundo que habitan y deben hacer frente a las consecuencias de sus actos, incluso cuando la mala fortuna es producto de un conjunto de errores de cálculo. Edgar, por su parte, sólo podrá volver a escena en el tercer acto bajo la apariencia de Tom, un pobre loco cuyo disfraz le permite volver a erigirse como un actor luego del destierro.

Dispuesto de esta manera el escenario, la aparición del bufón de Lear no se hace esperar. Luego de que el Conde de Kent volviera a entrar en escena disfrazado como un rústico analfabeto para poder seguir sirviendo fiel y ciegamente a su Rey, Lear exige la presencia de su loco. En el momento mismo en el que llega, el bufón le ofrece su gorro al Conde “por ponerte de parte de uno que no goza de favor […]. Fíjate, este hombre ha desterrado a dos de sus hijas y contra su propia voluntad dio a la tercera una bendición; si sigues con él, necesitarás mi gorro (coxcomb)” (1.4.98-103). La lectura de situación del bufón de Lear parece ir a contrapelo de las primeras apariencias: las dos hermanas mayores que intentan deshacerse de su padre para ejercer sin trabas su poder, han quedado en realidad desterradas de su lugar de origen, destinadas a gobernar por separado las mitades de un reino dividido, pesando sobre sus cabezas las locuras de un padre ya envejecido; a Cordelia, a quien había querido desterrar y marginar, termina otorgándole una bendición contra su voluntad. El bufón, así, parece estar indicándole al Conde de Kent que, si realmente desea acompañar al Rey, tendrá que ejercer el papel de loco y afrontar los peligros que conlleva someterse a un monarca desposeído. Algunos teóricos han interpretado, incluso, que el gorro es un símbolo de la libertad de expresión propia de los bufones. El fool de Lear, así, parece estar otorgándole la inmunidad necesaria para decir lo que sea necesario para acompañar al Rey (Haikka 2005: 24). Lear, ciertamente, había llamado al Conde de Kent (luego de su enmascarada aparición) su bribón, su bellaco, su knave, tras haber echado a patadas al mayordomo de Goneril. La polisemia del término knave parece acompañar la interpretación aludida, al hacer referencia a un hombre moralmente malo y ruin, pero que al mismo tiempo es astuto y sagaz. El bufón se percata del papel que está interpretando el Conde de Kent y se apresura a contratarlo, usando como moneda su gorro (coxcomb). Más adelante, en el segundo acto, el Conde hará uso de esta bendición otorgada por el bufón y dirá “ser franco es mi ocupación” (2.2.93). Esta declaración le valdrá, por parte del Duque de Cornualles, el reconocimiento de loco, hecho suficiente para dejarlo inmovilizado en el cepo.

La amargura y la tristeza del bufón de Lear ante la situación que están viviendo los personajes quedan expuestas a lo largo de la obra. El fool parece verse inmerso en una fuerte melancolía que, sin contradicción mediante, afirma su condición bufonesca. En efecto, solo unos veinte años después de la primera puesta en escena de King Lear, Robert Burton dejaba asentado en los anaqueles de la medicina premoderna un lazo ineludible entre la melancolía y la risa. En ese entonces, se identificaba el origen de tal padecimiento en la constitución biológica de los humanos, y su causa en un desequilibrio de los humores que configuran nuestro modo de percibir al mundo.4El hombre melancólico y encubierto tras el humor negro deja de tener cualquier tipo de indulgencia o consideración relativa al mundo o a sus congéneres. Es por ello que “afirmará toda suerte de verdades, hasta las más desagradables, alegando como pretexto la fatalidad de su constitución corporal” (Starobinski 2017: 134). El tormento en el que se ve envuelto, lleva al melancólico a develar sin pruritos las verdades del mundo, verdades que pueden ser expuestas tanto con indignación como con risa. Dicho de otro modo, tanto el exceso de llanto como la indiferente risa ante lo dado son síntomas del exceso de atrabilis. El bufón y el melancólico, así, parecen ser las dos mitades de un solo yo (Dillon 1981: 104). Disponiendo, entonces, de las herramientas que su condición de melancólico riente le provee, el bufón busca exponer la verdad ante el Rey, mostrándole que su poder ha quedado completamente diezmado y que sus hijas mayores lo han engañado. Llega incluso a decirle que se ha desprendido de todos sus títulos excepto de aquel con el que ha nacido: el de loco (1.4.142). La figura de poder absoluto del Rey ha quedado invertida: el mundo ya no yace humildemente bajo sus pies, sino que comienza a pesar sobre sus hombros, cual Atlas sufriente.5A partir de ahora veremos cómo este Rey loco permanece inmovilizado bajo el peso de la fortuna, mostrando la impotencia de los hombres ante el determinismo de los astros.

Mediante humoradas, el bufón denuncia el proceder disparatado del Rey y lo ubica en un lugar de paridad tal que parece haber perdido su trabajo: “los locos nunca habrán gustado menos porque los sabios se han vuelto alocados; al no saber cómo emplear su ingenio, como monos al loco han imitado” (1.4.158-161). Esta cruda verdad expresada por el bufón retrata los monstruos que pueden ser creados por la razón. El Rey se encuentra enfrascado en la peor de las locuras: no reconocer su propia miseria, ser incapaz de acceder a la verdad, no diferenciar necedad de razón. Lear ha cedido al vértigo de la demencia. Confundido y ofuscado, sin saber cómo usar adecuadamente su ingenio, el Rey toma la decisión de dividir su reino y queda consecuentemente reducido al lugar de un simple hombre desposeído y destronado. Si Lear no es más un Rey, razonan Goneril y Regan, no necesita de séquito alguno (2.4.240-244). La única compañía que le termina quedando a Lear es la de los locos y los rústicos, tristemente abandonado por aquellas que tanto lo habían halagado. Esta verdad que escupe el bufón a la cara del Rey no puede ser aceptada, pero tampoco rechazada, y la respuesta no se hace esperar: “te haremos azotar” (1.4.172). El loco sólo puede responder alegando que quisiera poder aprender a mentir, pero que es consciente de su destino: “me pregunto qué clase de nexo hay entre tú y tus hijas: ellas me harán azotar por decir la verdad, y tú me harás azotar por mentir; y a veces soy azotado por callarme la boca. Yo preferiría ser cualquier otra cosa que un loco, y, sin embargo, no quisiera ser tú” (1.4.174-179). La respuesta a las verdades del bufón, del loco que se atreve a decir lo que nadie expresa, no es discursiva sino violenta. Pero incluso a pesar del riesgo que innegablemente corre, el foolprefiere ocupar el lugar de un necio insurgente que el del más poderoso de los hombres, quien por un error de cálculos queda reducido a una sombra de sí mismo, a la nada. Y resulta preciso recordar que, de la nada, nada viene.

La conversación que Lear mantiene con Goneril es una muestra de que finalmente ha perdido la cabeza. La desconoce, desconfía de sus sentidos, no puede recordar ni quién es él mismo. Pero muestra, locura mediante, una chispa de lucidez: cae en la cuenta de que sus hijas mayores lo han engañado. Golpeando su cabeza, se lamenta: “¡Oh, Lear, Lear! ¡Golpea a esta puerta que dejó que entrara la locura, y permitió, que se escapara tu querido juicio!” (1.4.262-264). El bufón le ha dicho la verdad, una verdad que provoca que lo azoten como a un perro, a pesar de que sean las hijas de Lear las que perturben el orden hasta que todo “arda y apeste” (1.4). Al final del acto, los consejos que el loco le da al Rey resultan ser tan sensatos que logran encarrilarlo a un lugar más equilibrado. No obstante, un Rey de remiendos y harapos acompañado por un puñado de locos no es más que un pobre, y a los pobres, nos recuerda el bufón, la Fortuna no les abre la puerta (2.4). Es tal vez por este motivo que, en uno de los momentos más dramáticos de la obra, el bufón comienza a interrumpir los conmovedores monólogos del Rey. Lear reconoce el engaño de sus hijas, la Fortuna efectivamente no gira en su favor y todo parece darle la espalda. El fool no puede eliminar o resolver la tragedia de Lear, pero sí puede ayudarlo a lidiar con ella, mitigando el carácter calamitoso de los asuntos que le aquejan para poder atenderlos y darles una respuesta. Una y otra vez intenta traer a escena aquello que los personajes siempre ignoraron o simplemente olvidaron. Las conversaciones que Lear y su bufón mantienen a lo largo del tercer acto muestran una y otra vez los sensatos consejos del loco, manifestando un confuso cambio de roles. Tras la entrada del Conde de Kent disfrazado de rústico y de Edgardo personificando al Pobre Tom, el bufón se encuentra tan rodeado de locos que no puede más que admitir que “esta noche helada nos va a volver a todos dementes o locos” (3.4.77).

Tras haberse resguardado de la tormenta en una granja, Lear decide enjuiciar a sus hijas mayores, a pesar de su ausencia. “De la nada, nada viene” había establecido con anterioridad. Y podríamos reformular: de un juicio que no es un juicio, no puede surgir la justicia. Pero los necios, contraponiéndose a ese impetuoso Lear del comienzo de la obra, deciden acompañar al enloquecido Rey en la querella. Incluso contando con este apoyo, el Rey pierde el juicio en toda su polisemia, imaginando que sus hijas han logrado escapar del proceso. Cierta justicia, no obstante, parece asomarse. Tres personajes habían quedado reducidos a la nada: Cordelia, cuando se niega a convertirse en una aduladora de su padre; Edgar, cuando su nombre queda mancillado por su hermano; y el bufón, cuando recomienda prudencia al Rey. El fool es el que ayuda a Lear a sobrellevar las traiciones en las que se ha visto implicado, se convierte en su fiel consejero incluso en los momentos más oscuros. Cordelia, por su parte, encarna la última esperanza de todos los personajes que han sido traicionados, la única que puede terminar con la sombría trama, persuadiendo al Rey de Francia de que intervenga en favor de su padre. Ni Cordelia ni el bufón logran su cometido. Cordelia muere apresada por Edmund, condenada a la horca por orden de sus hermanas. El bufón desaparece luego de una significativa profecía al comienzo del tercer acto: “Tiempo vendrá, quien viva lo verá, en que con los pies se caminará” (3.2.92-93). Como bien dirá Regan en un particular momento de lucidez en el quinto acto, “muy a menudo los bufones demuestran ser profetas” (5.3.73). El loco profetiza que se alcanzará una nueva armonía, pero no todos podrán apreciarla. Para el final de la obra, la mayoría de los personajes habrán muerto (las tres hermanas, Edmund, Lear), habrán sido mutilados (el Conde de Gloster) o habrán desaparecido (el bufón mismo). Pocos quedan para contarlo, pero, entre ellos, está Edgar: el tercer personaje que había quedado reducido a la nada por la tragedia de los acontecimientos. Edgar había quedado rebajado a un personaje bufo, pero será justamente este lugar el que le permitirá salvar a su propio padre cuando se encuentre en su momento más lóbrego (4.1; 4.6), y alzarse finalmente contra su hermano Edmund (5.3). Su triunfo, seguido de la muerte de Cordelia y Lear, llevan al Duque de Albania a solicitarle un restablecimiento del reino que lo aparte de su “estado sangrante”. Pero aquí sólo queda lugar a la tragedia. Como bien dice Edgar “con estos tiempos tristes cargaremos, y diremos lo que sentimos” (5.3.322-323). En este mundo descoyuntado y trágico los seres humanos temen los cambios que acaecen en el mundo y, si existe intervención divina será sólo contra el mundo terreno y en favor de la diversión de los dioses (4.1). Allí donde mujeres y hombres sienten y toman conciencia de la tragedia en la que viven, no queda lugar a la comedia.

Consideraciones finales

Se ha intentado mostrar, a lo largo del análisis de la obra, el lugar central que ocupa el bufón. Mediante humoradas, habilita la resistencia a la urdimbre de Goneril, Regan y Edmund; permite a Lear sobrellevar sus desgracias y (por momentos) hasta oponerles resistencia; comparte su inmunidad auténtica y delatora con el Conde de Kent y Edgar, lo que les proporciona armas para luchar contra la adversidad. Si bien el personaje desaparece hacia la mitad de la obra, habilita el espacio para que ésta se desarrolle y culmine la vuelta de la rueda de la Fortuna en favor de algunos y algunas y en contra de otros y otras. A pesar de estar seguro del desenlace trágico y sacrificial ˗lo cual queda manifestado por el carácter taciturno del bufón que ya no ríe˗, no abdica de su papel de loco y confiesa todas las verdades.

El decir veraz del fool no pretende, como se había vislumbrado a partir del abordaje teórico de la primera parte, abocarse al descubrimiento de verdades metafísicas últimas que permitan comprender el ordenamiento del mundo ni intenta redireccionar tales verdades a la construcción de un continuum histórico que habilite la fabricación de un relato de progreso monológico. Dicho en otras palabras, el accionar del bufón necio no apunta al despliegue de un saber ordenador. Muy por el contrario, parece emparentarse a un accionar monstruoso (anómalo y extraordinario) a partir del cual expone sus verdades indigentes tan difíciles de escuchar, pero que nos permiten comprender nuestro mundo desde el conflicto y lidiar con él, sin pretender resolución última alguna. Allí donde la filosofía política moderna intentaba suturar las grietas abiertas por los conflictos humanos mediante la instauración de un soberano hermeneuta, el teatro pone de manifiesto que todo sistema muestra quiebres y que incluso el eslabón más elevado de la cadena de poder, puede ceder al vértigo de la locura.

Allí donde algunas y algunos intérpretes supieron hallar tensiones o incluso divorcios entre la filosofía (siempre en busca de la conjura del conflicto) y la política (cuyo motor parece depender de las disputas siempre abiertas entre hombres y mujeres), el teatro parece mostrarnos un elemento que podría establecer un vínculo entre ambos campos. A caballo entre la sabiduría y la demencia, la verdad y la violencia, la apariencia y el ser, el fool parece encarnar los elementos más fundamentales de ambas disciplinas. Se trata de personajes profundamente sabios que llegan hasta encarnar el papel de profetas o ejercer una necesaria terapia de las almas perdidas; pero, al mismo tiempo, reconocen las tensiones que reinan en la Corte, detectando el juego de apariencias y aconsejando con coraje allí donde resulta necesario para trastocar o restaurar un cierto orden. Los bufones, en este sentido, parecen ser vastos conocedores de la condición humana y, siendo conscientes de la fragilidad de esta posición, logran erigirse como verdaderos parresiastas. Estos personajes constituyen singulares monstra en la historia de la humanidad y nos invitan a cuestionar, una vez más, la forma en la que abordamos tópicos tan filosóficos como el de verdad, saber, identidad o soberanía. Tal vez, una reinterpretación de los mismos desde una perspectiva monstruosa, pueda arrojar claves para pensarlos desde la diferencia.

Las herramientas que el bufón extrae del discurrir cómico (la delación, la autenticidad, lo subversivo, lo insensible, lo performático, lo terapéutico) le permite lidiar con la melancolía, agrietar la razón y expresarse verazmente. El bufón nos enseña, mediante sus humoradas, que el destino abisal y funesto que a veces parece erigirse sobre nosotros tiene, sin embargo, otra cara; que el mundo descoyuntado porta en sí mismo una inquietante extrañeza cuya potencia proliferante está siempre por verse y puede convertirse, mediante una praxis insurrecta, en un territorio de resistencia y abundancia. Dicho en otras palabras, que allí donde el saber racional pretende enseñarnos desde la lógica más pura que de la nada, nada viene, la monstruosa necedad nos muestra que de la nada también es posible subvertir el mundo y la forma en que lo comprendemos.

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1 Tal vez sea necesario precisar que el término griego týrannos en su forma arcaica no se restringe a lo que hoy día comprendemos como tiranía. Apunta, principalmente al modo violento en el que el cargo de poder es conseguido, y no tanto al ejercicio de la soberanía. En términos generales, se distingue de basileîai, en cuanto éstas apuntan a las antiguas soberanías hereditarias, pero no en la forma de gobierno. Recién a partir de Platón (Rep., VIII) el término comienza a adoptar connotaciones negativas relativas al ejercicio, camino continuado por Aristóteles en Política en su clásica división de buenos y malos gobiernos, éstos últimos signados por el gobierno que beneficia a una parte y no al conjunto de la pólis (Pol., I).

2Véase Maquiavelo, Discursos, 1, XXV; El Príncipe, XV.

3En torno a esta distinción, véase Cavarero 2009: 19-26.

4Véase el prólogo de Burton 2011.

5En torno a la figura de Atlas véase Didi-Huberman 2010.

Recibido: 27 de Junio de 2019; Aprobado: 08 de Febrero de 2020

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