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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.50 Buenos Aires mar. 2020  Epub 01-Mar-2020

http://dx.doi.org/10.36446/be.2020.50.111 

Artículos

Las ideas estéticas en el siglo XIX cubano. Un acercamiento preliminar

Becoming of aesthetic ideas in the 19th Cuban century. A preliminary approach

Linet Hernández Moredo1 

1Universidad de las Artes, Filial Camagüey

Resumen

El presente trabajo ofrece una indagación panorámica original de las ideas estéticas en el siglo XIX cubano, mediante el estudio de textos filosóficos y de crítica literaria. En primer lugar, se determina un grupo de preocupaciones estéticas recurrentes a lo largo de la centuria: la reflexión en torno al carácter absoluto o relativo de la belleza; la formación del gusto estético; la relación entre el arte y la moral; y la misión cultural del artista y del crítico. Se precisan luego diversas influencias del pensamiento estético europeo y se analiza cómo son asumidas por el pensamiento electivista de la Isla. Finalmente, se argumentan elementos de continuidad, contraste y evolución que desembocan en un enriquecimiento cualitativo de la reflexión estética en Cuba a finales del siglo.

Palabras clave: Pensamiento cubano;Arte; Belleza; Gusto estético; Moral

Abstract

This article offers an original general view of aesthetic ideas in Cuba in the 19th century, by analyzing both philosophical texts and papers of literary criticism. Some recurrent topics in the century are determined, such as: reflection toward the absolute or relative nature of beauty; education of aesthetic taste; relationship between arts and morality; and cultural mission of artists and critics. Different influences from aesthetic European thought are stated, and how they are assumed by the Cuban thinkers is also analyzed. Elements of continuity, contrast and evolution are argued, which lead to a qualitative enrichment of Cuban aesthetic reflection in the ending of the century.

Keywords: Cuban thought; Art; Beauty; Aesthetic taste; Morality

El devenir de las ideas estéticas en Cuba es una arista del pensamiento cubano muy poco estudiada. En la indagación sobre nuestras raíces, atender a esta esfera reviste significancia no solo científica sino social, dada la importancia de la dimensión estética tanto en la vida cotidiana como en el modo de afrontar la crisis de valores en el mundo contemporáneo. El siglo XIX es un siglo fundacional para la cultura cubana, y dentro ella, también lo es para el desarrollo de la reflexión estética, de allí la motivación del presente trabajo. Este constituye un acercamiento preliminar a un vasto campo de estudio, por eso ha sido preciso seleccionar solo un grupo de personalidades relevantes de la cultura insular decimonónica, teniendo en cuenta la trascendencia de su pensamiento crítico.

Es importante teneren cuenta que, en Cuba, filosofía y estética convergen -así como también esta última se mezcla con la crítica literaria y artística-, de ahí que no debe hablarse en el siglo XIX de un pensamiento estético puro. En general, los autores cubanos no escribieron tratados de estética, sus reflexiones sobre esta área del pensamiento aparecen más bien dispersas en textos de diversa índole. Las ideas estéticas se vinculan al proceso de formación de un pensamiento cultural puesto en función de proyectar una Cuba futura, que supere las múltiples contradicciones coloniales.

1. La naciente reflexión estética entre el neoclasicismo y el romanticismo

Para el presente estudio se consideró pertinente tomar como punto de partida el Papel Periódico de la Havana (1790-1805), documento de gran valor cultural que muestra el despunte, en la última década del siglo XVIII, del pensamiento de la Isla en varias aristas; proceso protagonizado por la Ilustración Reformista Cubana o Generación del 92 del siglo XVIII insular. En dicha publicación, los asuntos de interés estético son tocados por lo general indirectamente, a través del comentario de obras literarias o de crítica social.

Específicamente en artículos críticos que tratan sobre obras de teatro, se pueden apreciar criterios estéticos y problemáticas propias del neoclasicismo, latentes en el clima intelectual de la metrópoli española. Entre los colaboradores del periódico figura el presbítero José Agustín Caballero (1762-1835), cuya Filosofía electiva (1797) promoviera una búsqueda propia para la interpretación de la realidad insular sobre bases racionalistas. En un texto atribuido a Caballero, “Reflexiones sobre los espectáculos públicos”, se abordan problemas de interés estético. El escrito apareció bajo el seudónimo M. Laposamat en los números 38 y 39 del Papel Periódico dela Havana, correspondientes al año 1792. Se infiere de su contenido que, para su autor, el sentido de lo racional debe regir las obras de arte. Reconoce a la comedia su valor educativo en un sentido moral, visión que entronca con la del neoclasicista Ignacio de Luzán, cuyos principios rigieron en España durante el siglo XVIII y quien había establecido en las primeras líneas de su Poética o reglas de la poesía en general y de sus principales especies que “el fin de la poesía es el mismo que el de la filosofía moral” (De Luzán 1737: 1).

Sin embargo, llaman la atención los criterios de Caballero sobre la comedia, mucho más favorables que los de otros textos, entre ellos los firmados bajo el seudónimo El Viajero (véase Vitier, García-Marruz y Friol 1990: 291 y ss.) publicados en el mismo periódico y más rígidamente apegados al preceptivismo español. Este movimiento literario del siglo XVIII se proponía reimpulsar el desarrollo de las letras hispanas a partir de una apertura de España a la cultura europea y de una revisión razonada de la tradición nacional. Bajo el reinado de los Borbones, la influencia cultural de Francia, y particularmente de la figura de Ignacio de Luzán, fue fundamental. Este autor condenó el teatro español del siglo XVII por su falta de sentido moral y superficialidad de los caracteres, así como por no cumplir con el principio clásico de las tres unidades. A lo largo del siglo su pensamiento fue repetido y exagerado en la Academia del Buen Gusto, con el fin de mantener la producción teatral dentro de un rígido sistema de reglas. Por su parte, Caballero considera que

el cómico de carácter es el más útil a las costumbres, el más fuerte, y el más raro porque ofrece el origen de los vicios, y los sofoca en su cuna, pone a los ojos un espejo en que se vean las ridiculeces de los hombres, y se avergüencen de su imagen. (Caballero 1792: 250)

Lejos de tener una posición intransigente ante las actitudes negativas, el cubano reconoce la representación de la malicia, en tanto atributo natural del hombre, como un medio necesario para corregirla.

Su entendimiento de los valores del teatro español, específicamente de la comedia de carácter, lo sitúa en la posición de los menos dogmáticos, pues supo sobreponerse a las exquisiteces formales que imponía el academicismo francés. Otros textos suyos ratifican una profunda convicción de que las artes, y en particular el teatro, deben encarnar los valores cristianos. Categóricamente afirmó: “la corrección de las costumbres es el objeto principal de las representaciones teatrales” (Caballero 1804: 331); para él, el problema de las representaciones artísticas era un asunto de educación pública.

Los esfuerzos filosóficos y culturales de la Ilustración Esclavista Cubana abrieron el camino a una nueva generación -la de 1820- que promovió las ciencias modernas y fomentó un método científico apropiado para el estudio de la realidad cubana. El abanderado de este proceso fue el presbítero Félix Varela y Morales (1788-1853), quien propuso el análisis de la naturaleza -física y social-, sobre la base de la razón y la experiencia, principios estos que se reflejarán en sus ideas estéticas. Sin embargo, las mismas nunca son tratadas como una disciplina aparte. Por ejemplo, en el “Elenco de 1816” -conjunto de doctrinas de lógica, metafísica y moral preparadas para ser impartidas en el Real Seminario de San Carlos de La Habana- aborda las llamadas categorías estéticas como parte de su argumentación acerca del modo en que se produce el conocimiento. Allí expresa que los objetos de nuestras ideas, atendiendo al efecto que provocan en nuestro espíritu, pueden distribuirse en “sublimes, patéticos, bellos, graciosos, útiles e indiferentes” (Varela 1816: 67).

Otros dos textos estrechamente vinculados a su labor pedagógica constituyen fuentes valiosas para profundizar en su reflexión estética: la Miscelánea filosófica (1819) y las Lecciones de filosofía (cuya primera versión vio la luz en 1818 y fue enriqueciéndose paulatinamente hasta su elaboración más acabada, de 1841). En el segundo de ellos Varela explica su comprensión de lo sublime, que resulta semejante al concepto kantiano al contener implícito “lo sublime matemático” y “lo sublime dinámico” (Kant [1790] 1990: 120 y ss.); términos con los que el filósofo alemán denotó las sensaciones que puede provocar en el sujeto un objeto excesivamente grande o excesivamente fuerte. El catedrático cubano se refirió a estos rasgos como extensión y poder. Aludiendo al segundo, sostiene que la sublimidad es el resultado de una gran potencia puesta en acción, y así como es sublime un mar tempestuoso, “asimismo un héroe que arrostra la muerte, un justo que todo lo sacrifica a la virtud, son objetos sublimes, porque indican una gran fuerza de espíritu puesta siempre en acción” (Varela 1841: 250). El pensador cubano pone su interés en la capacidad que tiene lo sublime de elevar el espíritu al sumo grado, causando “un placer noble, que va siempre unido con la idea de la grandeza, y con una exclusión de los afectos rastreros que pueden debilitar el espíritu” (Varela 1841: 250). Al sublimar la espiritualidad del hombre le está concediendo importancia a un valor estético en el objetivo de la educación moral.

Entre los criterios de Varela sobre otros valores estéticos, reviste especial interés su concepto de lo bello, por su relación con el pensamiento del español Esteban de Arteaga, abate jesuita de la segunda mitad del siglo XVIII. Varela, haciéndose eco de la noción clásica de la belleza, plantea que esta depende de la exacta relación de las partes. Por otro lado, admite la distinción hecha por De Arteaga entre la belleza real, de las cosas físicas, y la ideal (véase Varela 1819: 402). En sus Investigaciones filosóficas sobre la belleza ideal, De Arteaga señalaba que la belleza ideal era “el arquetipo o modelo ideal de perfección que resulta en el espíritu del hombre después de haber comparado y reunido las perfecciones de los individuos” (De Arteaga [1789] 1955: 55). Pero el cubano disiente del español en cuanto a un aspecto esencial, el fundamento del arte: “en las artes imitativas -afirma- debe proponerse como fundamento de la imitación la belleza y la bondad a pesar de lo que dice en contrario el erudito Arteaga” (Varela 1816: 68). Este último había expuesto que “el primero y principal blanco de las artes imitativas es imitar a la naturaleza; el segundo, hermosearla; y no puede llegarse a este fin sin haber pasado antes por aquel” (De Arteaga [1789] 1955: 148).

El planteamiento de Varela de la belleza como fundamento del arte había tenido un desarrollo importante en los pensadores alemanes del siglo XVIII, como Moses Mendelssohn e Immanuel Kant. Pero el sacerdote cubano sitúa conjuntamente con lo bello -en el mismo nivel en tanto fundamento del arte- a la bondad, un valor ético. Esta importancia del componente ético en la reflexión estética, como se vio antes, tuvo un antecedente valioso en la labor cultural del padre Caballero y se mantendrá como uno de los rasgos característicos del pensamiento insular decimonónico.

También son dignas de atención sus ideas sobre el gusto, en las cuales aplica su método electivo y anti-dogmático cuando señala: “el gusto se ejercita en elegir entre las cosas ciertas y buenas las que más convengan, y entre las circunstancias que adornan un objeto, aquellas que más contribuyen a su belleza o gracia” (Varela 1841: 190). Reconoce la variedad de gustos en una misma época y a lo largo de la historia. Comprende como factores de esta variación la educación específica que reciben los hombres, y de otro lado, la imaginación individual y la particular disposición de los órganos (véase Varela 1841: 190 y ss.), que nos pueden hacer más sensibles a una manifestación artística que a otra. Pero más allá de esta variedad, cree que el gusto tiene fundamentos constantes y que estos están en la naturaleza; además, que se desarrolla con el estudio y la práctica. Para formarse un buen gusto propone desprenderse de todas las opiniones y considerar los objetos como son en sí, observando la sensación que causan en la generalidad de los hombres. Esto es importante porque muestra la existencia de un gusto individual a la vez que la construcción misma del gusto. Aconseja observar lo que consta por experiencia que siempre ha tenido un buen efecto, pero “sin creer que es un crimen separarnos de ello” (Varela 1819: 363). De hecho, defiende que las artes sean libres en sus reglas, las cuales deben variar cuando varíen los gustos, e incluso afirma que un ingenio fecundo puede abandonar las reglas inventando cuanto pueda interesar a la sensibilidad. Tal flexibilidad se opone al excesivo dogmatismo de que adoleció la preceptiva neoclásica española.

Esta línea de pensamiento electivo, que se propone mediante la renovación educativa y cultural el fomento de una Cuba moral y moderna, tuvo entre sus más fieles seguidores a José de la Luz y Caballero (1800-1862). Su pensamiento es fundamentalmente pedagógico y filosófico; sus ideas sobre el arte, la literatura y el gusto, guardan estrecha relación con su gnoseología empírica racionalista, y su concepción integral sobre el mejoramiento del hombre y de la sociedad. En su texto pedagógico “Apuntaciones para el elenco de filosofía, correspondiente al presente año (21 de octubre de 1835)”, coincide con Varela en afirmar que el gusto tiene su fundamento en la naturaleza, y que se forma por la práctica y por los buenos modelos. Al mismo tiempo, también comparte con su maestro el rechazo a concepciones rígidas, al afirmar que la intolerancia en materia de gusto desaparece en gran parte cuando nos colocamos en las circunstancias especiales de cada nación y de cada siglo. Luz y Caballero entiende como natural el progreso de todo cuanto existe, de allí que también lo asumiera como una necesidad de la literatura y las artes. Al respecto afirma:

La diversidad de usos y costumbres de los varios pueblos, y aun del mismo pueblo, según los tiempos, son una fuente perenne de novedad. Luego la literatura debe renovarse, no ya solo en el modo, pero hasta en la sustancia. He aquí establecida la necesidad del romanticismo. (De la Luz y Caballero 1835: 55)

Su método empírico le hace comprender la renovación como un rasgo propio del desarrollo artístico, siempre enclavado en circunstancias sociales determinadas; por eso reconoce como válido el principio romántico de la renovación y la originalidad por parte del artista. Pero, al mismo tiempo, su racionalismo le impide apasionarse ciegamente con los representantes de la escuela romántica; por el contrario, les reprocha haberse permitido “sacudir el yugo saludable de la razón”, y declara que varios de ellos han sido “imitadores de los desbarros ajenos e inventores de extravíos propios” (De la Luz y Caballero 1835: 54).

Es, por tanto, un continuador del criterio ético a la hora de juzgar las artes, presente en Varela y en Caballero, como parte de un pensamiento cultural integrador. Vale además señalar que conoció la doctrina krausista, de fuerte contenido religioso y moral, antes que esta se esparciera entre los españoles. Habría que precisar que, en el plano de las ideas estéticas, el krausismo no considera factible desgajar la belleza de lo bueno y lo verdadero; los tres juntos constituyen la suprema armonía: Dios es belleza suprema, y el hombre, cuando crea obras de arte, reproduce en su ámbito limitado la acción divina.

De tanta preeminencia como De la Luz en la esfera educativo-filosófica, lo fue en la literaria su contemporáneo Domingo del Monte y Aponte (1804-1853). Este dirigió la sección de Educación de la Sociedad Económica de Amigos del País entre los años 1830 y 1834, y en 1836 fue nombrado secretario de la Sección de Literatura. Eran célebres sus tertulias, desde las que ejerció importante influencia sobre un grupo de escritores; entre los asistentes figuraban: Cirilo Villaverde, Anacleto Bermúdez, Anselmo Suárez Romero, José Jacinto Milanés, Ramón de Palma, José Antonio Echeverría, José Zacarías y Manuel González del Valle, José María Cárdenas y Rodríguez, Gabriel de la Concepción Valdés (Plácido), José Silverio Jorrín y José Victoriano Betancourt. Por otra parte, fue redactor junto a De la Luz y a José Antonio Saco de la Revista Bimestre Cubana (1831-1834) y colaboró en otras muchas publicaciones, tales como El Revisor Político y Literario (1923), La moda o recreo semanal del bello sexo y El Mensajero Semanal (ambas de 1829), El Álbum y El Plantel (1838). En esta última, publica “Moral religiosa”, artículo que la historiografía ha recogido como el detonador de la polémica filosófica de 1838-1840 (véase Sánchez de Bustamante 1989: 313). En dicho texto, Domingo del Monte y Aponte proponía un rescate de la religión preilustrada, criticaba el exceso de racionalidad y defendía el espiritualismo de Cousin frente al sensualismo y el materialismo. Este hecho provocó la réplica inmediata de José de la Luz y Caballero -bajo el seudónimo Fair-Play-, en el Diario de La Habana, dando inicio a la polémica acerca del eclecticismo cousiniano. Este último, por su parte, protagonista también de la polémica filosófica, condenó la doctrina de Cousin en tanto revivía la asimilación dogmática de la tradición y el escolasticismo, en detrimento del desarrollo libre de las ciencias y el pensamiento, además de las implicaciones políticas que tenía por su defensa del status quo,la restauración en Francia y la política colonial reaccionaria en Cuba.

Las concepciones de Domingo del Monte y Aponte tienen una raíz neoclásica, responden al preceptismo del siglo XVIII, representado por Ignacio de Luzán, y continuado por figuras admiradas por el crítico cubano como Leandro Fernández de Moratín. A la vez, conocedor de las más modernas creaciones europeas, introduce en Cuba desde fines de la década del ‘20 las obras de autores románticos como Goethe y Lord Byron. La noción de “buen gusto”, tan socorrida por los autores neoclásicos, fue también motivo de expresa preocupación para Del Monte. En su caso se trata, hablando de la literatura, del cumplimiento de una serie de requisitos: por una parte, la perfección formal basada en la pureza de la lengua, que implica la consideración de los criterios gramaticales sobre los estilísticos; además, un rechazo, de ascendencia horaciana, a lo monstruoso y a la desmesura. Lo distingue también el afán de modernidad, que le hace proponer una asunción ecléctica de diversas influencias, entre ellas la de algunos autores románticos europeos. Esto permite que su noción del buen gusto no se cierre totalmente en los linderos neoclásicos.

Una noción heredada desde la Ilustración que comparte Del Monte es la idea de la utilidad de la literatura, asociada concretamente con la función moral. En su artículo “La poesía del siglo XIX”, aparecido en El Álbum en 1838, describe al poeta como un “ente semidivino”, cuyo talento es un don del cielo. Pero considera que esta misma facultad, que le permite al poeta tener una influencia sobre las muchedumbres, otorga a la sociedad el derecho a exigirle sobre el uso de su talento, de manera que el poeta tiene una misión que cumplir:

Antes que poeta se considerará hombre, y en calidad de tal empleará todas las fuerzas de su ingenio en cooperar con los demás artistas y filósofos del siglo (…) a la mejora de la condición de sus semejantes, generalizando entre ellos ideas exactas y sanas de moralidad y de religión; para conseguirlo, se revestirá de un espíritu militante y (…) enseñará la virtud al ignorante, confundirá al malvado, dará enérgica y poderosa confortación al desvalido y empeñará, en fin, recia y perenne lucha a favor de esa misma humanidad tan calumniada y tan digna de la sublime lástima del poeta. (Del Monte 1838: 93 y ss.)

Se aprecia aquí aquel principio neoclásico establecido por De Luzán ya antes citado, que identificaba el fin de la poesía con el de la filosofía moral; además se manifiesta la continuidad con la reflexión estética cubana de connotaciones morales que lo precede. A la vez que Del Monte introdujo en el ámbito intelectual cubano las obras del romanticismo europeo, rechazó rasgos suyos como el individualismo y la evasión, y más allá, condenó el escepticismo filosófico y la falta de fe religiosa, factores que a su juicio habían conducido a la crisis espiritual que se expresaba en esa literatura (véase Del Monte 1838: 90 y ss.). Llama la atención la semejanza de esta actitud con los comentarios expuestos por De la Luz sobre algunos autores románticos, también basados en criterios moralizadores. Es importante destacar que Del Monte no asocia los defectos señalados por él a la “fórmula literaria” conocida como romanticismo, por el contrario, exalta como ejemplo de literatura romántica pura y moral, la obra del italiano Alessandro Manzoni, al cual también admiraba De la Luz y Caballero.

Entre los valores que trajo consigo el nuevo estilo estaba el interés por la literatura regional, defendido por Herder desde los tiempos del Sturmund Drang. Del Monte tuvo el mérito de promover el fomento de una creación literaria propia, que incluyera los elementos culturales y las problemáticas sociales específicas de Cuba; por ejemplo, el tratamiento crítico del tema de la esclavitud. No obstante, es preciso aclarar que la defensa de la literatura cubana no implicaba en este pensador reformista la separación de España; se refirió a la nuestra como una literatura provincial.Al mismo tiempo, se adelantó a José Martí en el consejo de volver los ojos a América. La correspondencia entre Del Monte y José María Heredia entre 1826 y 1827 da cuenta de cómo el primero aconsejaba al poeta desterrado y asentado en México que buscara temas americanos para sus tragedias, antes que franceses o italianos. En carta del 12 de agosto de 1826 le dice: “Pero ¿a qué mendigar ajenas obras? Cálzate el coturno, que yo te fío que Melpómene no te negará su conmovedor acento; pero escribe tragedias como para una República.” (Del Monte 1826: 75). Con la última frase se estaba refiriendo a que fuera acorde con los intereses republicanos de libertad, y especialmente de libertad artística, pues veía Del Monte con reservas cierto mecenazgo del gobierno a las letras en México, y advertía:

Recuerda la historia de la Academia francesa, observa la del brillantísimo Instituto francés, reunión admirada de los más grandes talentos de la Francia y del mundo, y verás que siempre estos cuerpos (se entiende que hablo de los sujetos directamente al gobierno) después de un pomposo comenzamiento, al fin se envilecieron con el hálito siempre envilecedor del despotismo. (Del Monte 1826: 75)

Heredia se mostró receptivo y consideró escribir tragedias originales de inspiración americana, como muestra su respuesta del 18 de noviembre del mismo año (véase Heredia 1826: 76). Y el 15 de abril de 1827, enviándole a Del Monte su recién creada tragedia Tiberio, le dice complacido: “Voy por fin a calzarme el coturno americano, y a procurar pintar con el buril del Alfieri la catástrofe del noble Cualpopoca” (Heredia 1827: 77).

La significativa influencia de Del Monte en los círculos literarios cubanos se ve interrumpida con su destierro voluntario, por razones políticas, en 1843. La represión contra la Conspiración de La Escalera de 1844 sumió a la sociedad cubana en el terror. La salida del país y la muerte de varias figuras de la cultura, así como el ambiente hostil a toda reunión de cubanos, provocaron una depresión de las actividades y las revistas literarias.

2. Reacciones encontradas ante el positivismo

Los signos de recuperación en el ambiente cultural de la Isla se apreciarán a partir de mediados de los años 50, cuando surgen varias publicaciones periódicas. Valga mencionar entre ellas: Revista de La Habana (1853-1857), La Piragua (1856-1857), Cuba Literaria (1861-1863)y Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello (1860). Este último, dirigido por una mujer, la poetisa Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), conocida como La Avellaneda, ofrece especial interés por los objetivos expresos que se proponía en materia de educación estética.

En la primera mitad del siglo XIX, como se ha podido apreciar, un punto común en el pensamiento de figuras claves de la historia de la Isla fue la conjunción de los elementos éticos y estéticos en función de un objetivo civilizador que tributara al crecimiento cualitativo de la sociedad cubana. Además, este pensamiento estuvo acompañado generalmente de valores asociados con la religión, concretamente con el catolicismo. Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello será continuador de esta tendencia. En su primer número, La Avellaneda deja sentadas las dos líneas centrales de su publicación: la estética y la moral. Expresa la principeña:

En general nunca deja de ser lo bueno el fondo o base de lo bello ni deja de ser lo bello esmalte natural de lo bueno. Diremos más: considerados en su esencia lo bueno y lo bello vienen a convertirse en una sola cosa bajo dos aspectos distintos, según se la relacione con la inteligencia o con la voluntad.

En este concepto, el título que hemos puesto a nuestro Álbum indica que dominará en él un sentimiento esencialmente religioso, toda vez que lo bueno y lo bello a que consagramos sus columnas, esto es, las obras del sentimiento moral que nos proponemos fomentar y enaltecer, y las obras del sentimiento artístico que pretendemos estimular y difundir, no son en resumen sino dos manifestaciones de una sola verdad: la aspiración del alma hacia Dios.

¡Oh, sí!, sabedlo de una vez, ¡hombres frívolos o positivistas, que juzgáis al arte fútil invención humana de mero pasatiempo! Sabed que está unida a la Religión, y que como ella tiene a Dios por origen y por término. (Gómez de Avellaneda 1860: 2)

Se expresa aquí una identidad de fondo entre lo estético y lo moral, sobre una base religiosa que recuerda el espiritualismo de Víctor Cousin. Este autor francés, en su libro De lo verdadero, de lo bello y del bien (1858), se refiere a la belleza física, la intelectual y la moral, las cuales constituyen para él una unidad. Por encima de ellas se encuentra la belleza ideal que es Dios; el arte, pues, se encarga de elevar el alma hacia Dios (véase Bayer 1965: 276). La similitud con las ideas expuestas por La Avellaneda es significativa. Sus ideas sobre el artista recuerdan las expresadas por Del Monte sobre la superioridad del poeta, merecedor de una gracia divina. Afirma La Avellaneda:

El genio, ese don divino, ese poder misterioso que tiene por dominio el universo estético, cooperador de Dios en la producción de lo bello, es lo más grande, lo más augusto, lo más incomprensible que, después de la religión, existe sobre la tierra. (Gómez de Avellaneda 1860: 2)

La poetisa cubana postula así una visión idealista de lo bello, de raíz platónica: la existencia de una “belleza perfecta”, divina, consistente en la armonía que resulta de la observancia de leyes eternas. Resulta especialmente llamativa la forma en que interpela en su artículo a los positivistas, denominando así a aquellos que rebajan el arte a la condición de mero pasatiempo, al parecer no ligado a la religión, ni a fines espirituales elevados. Este hecho invita a profundizar en los canales de entrada de las ideas positivistas en Cuba en este lapso (entre 1850 y 1860), pues solo en los años subsiguientes el asunto se visualiza más; como se verá más adelante en este trabajo.

Ahora bien, teniendo en cuenta la influencia cousiniana en el Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello, es oportuno recordar que desde los tiempos de la polémica entreDe la Luz y los defensores de las doctrinas de Cousin, existió una prevención antipositivista por parte de los cousinianos. Así lo sugiere el “Elenco de 1839” escrito por De la Luz y Caballero, donde advierte que los detractores del sensualismo tratan “de ahuyentar a la juventud de la buena senda, espantándola con el fantasma del positivismo” (1839: 97).

Otros artículos del Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello revisten interés porque cumplen el propósito expreso señalado en su primera página, el de instruir al público sobre la apreciación del arte, y sobre su importancia en el mejoramiento moral. Tal es el caso del texto titulado “La música” (que no está firmado), donde se sostiene que esta manifestación artística tiene la facultad, no solo de exaltar intensamente la sensibilidad, sino de provocar nobles goces que tienen una trascendencia moral (s/f 1860: 6). Se señala la importancia de educar a los niños en las elevadas emociones que provoca esta manifestación artística. Estas ideas son muy compatibles con las concepciones de Víctor Cousin sobre la utilidad y el sentido que debía darse a la educación musical en la enseñanza primaria. Un dato curioso, indicador de la circulación en Cuba de estas doctrinas, es el hecho de que el principal impugnador de Cousin en la Isla, José de la Luz y Caballero, tradujera en 1840 un informe del francés sobre la instrucción pública en las escuelas normales de Prusia, documento en el que se comprendía la enseñanza artística como complemento educativo, con el fin explícito de lograr una educación y cultura moral (véase De la Luz y Caballero 1840: 345).

Por otra parte, entre los escritores más descollantes de la época figura Enrique Piñeyro (1839-1911), que en los años 60 ya ofrece una prolífera obra diseminada por diversas publicaciones, tales como Álbum Cubano de lo Bueno y lo Bello, Revista Habanera, El Álbum y Revista Crítica de Ciencias, Literatura y Artes. Dirigió y redactó casi de manera exclusiva la Revista del Pueblo, segunda época(1865-1866), con la que se propusiera primordialmente combatir el mal gusto imperante.

Desde el punto de vista estético, se caracteriza por su eclecticismo; él mismo expresaría: “no entra en nuestro credo literario ningún espíritu exclusivo de sistema” (Piñeyro 1868: 233). Se han señalado entre sus principales influencias a Gioberti, Hegel, Taine, y Saint-Beuve. La huella del platonismo, proveniente del filósofo italiano Gioberti, se aprecia en el juvenil trabajo de Piñeyro “Apuntes sobre lo bello”, publicado en Cuba Literaria en 1861, donde sostiene que la belleza es “la unión hipostática e individual de un tipo inteligible con un elemento sensible por medio de la imaginación artística” (Piñeyro 1861: 41). Posteriormente se nutrirá de los criterios de Hegel; influido por este defiende la superioridad de la palabra poética sobre la música. Pero también, en el artículo antes mencionado, el crítico cubano muestra una afinidad con Del Monte cuando expresa:

El arte no ha sido creado para endulzar y embellecer la existencia, ese es el menos importante de sus resultados; por el contrario se halla en íntima relación con el destino de la humanidad, con el perfeccionamiento moral del hombre. (Piñeyro 1861: 41)

Valga tener en cuenta que el autor de “Apuntes sobre lo bello”tuvo como maestro a De la Luz y Caballero en el colegio El Salvador, y que el maestro defendía con convicción la importancia moral de la literatura. Unos años más tarde, Piñeyro escribe un texto relevante desde el punto de vista de la introducción del positivismo en Cuba (véase Guadarrama 1980: 159). Se trata de “La literatura considerada como ciencia positiva”, publicado en el diario El Siglo, en los números del 10 y 11 de agosto de 1864. Escrito a propósito de la reciente Historia de la literatura inglesa de Hippolyte Taine, en él confiesa su pleno acuerdo con las doctrinas del pensador francés para la investigación histórica y literaria (véase Piñeyro 1864: 138). Maneja los criterios taineanos de medio geográfico, momento histórico y raza como factores para la explicación de los procesos sociales y, por ende, también los literarios. Reproduce también en este texto el mecanicismo biologicista en que incurrió el positivismo, como lo muestra la siguiente consideración:

Todos los sistemas y todas las ideas humanas forman un sistema, que tiene por primer motor ciertos rasgos generales, ciertos caracteres de espíritu y de corazón comunes, a todos los hombres de una raza, de un siglo, de un país, esto es lo que hay que estudiar, es exactamente lo mismo que en las ciencias naturales. (Piñeyro 1864: 135)

En los años venideros la impronta de autores positivistas, además de Taine, se extiende en la crítica literaria, y este texto marca un momento de apertura a ese camino. Resulta también de gran relevancia en Piñeyro, por otra parte, su adopción de una postura esteticista, de autonomía del arte frente a la moral, que niega sus propios juicios moralizantes de 1861. Con ello marca un punto de inflexión importante en el devenir de las ideas estéticas en Cuba hasta ese momento. En el trabajo “Literatura dramática”, publicado en la Revista del Pueblo¸ en el número 2 del 30 de octubre de 1865, expresa:

La poesía existe por sí misma, es una cosa tan aérea, tan delicada, tan espiritual, que sufre y se enferma cuando voluntariamente se la fuerza a entrar por otras vías que no sean las suyas. -Los principios sociales que (…) aspiran a constituir en lo adelante bajo mejores bases la felicidad del género humano, pueden muy bien seguir hoy su camino independientemente de la literatura. (Piñeyro 1865)

Esta perspectiva se opone al viejo criterio de raíz ilustrada y neoclásica de exigir a la literatura que sea una contribución consciente al progreso social y moral, pero también, ante las circunstancias ideológicas del momento, reacciona frente a cualquier posición positivista de instrumentalizar el arte, de reducirlo a una herramienta del progreso social. A la hora de escribir debe pensarse -dicho con sus palabras- “nada más en el efecto poético, en el placer estético, esto es, en los medios de conmover” (Piñeyro 1865). Distingue claramente la esfera literaria de las otras no artísticas, y no acepta subordinación de la primera a estas últimas.

Así se dan los primeros encuentros de la reflexión estética cubana con las ideas positivistas, con asimilación de varios aspectos, con críticas tácitas en unos casos o directas en otros. El desarrollo del problema, en esta etapa (años 50 y 60), deja un camino abierto a la exploración para el investigador contemporáneo. De una mayor cantidad de bibliografía localizada se dispone, en cambio, para estudiar las relaciones con la estética de influencia positivista en las últimas décadas del siglo, época en la que Piñeyro mantendrá una sólida labor en las letras cubanas, y se sumarán otros autores de alto calibre.

3. Las décadas de oro de la crítica cubana

En las últimas décadas del siglo XIX, ocupan la escena cultural cubana dos grandes proyectos editoriales que aúnan a figuras trascendentes; dos revistas que, a diferencia de muchas anteriores, logran una vida menos efímera, y serán testigos de un cúmulo de reflexiones en ebullición en torno a asuntos literarios y estéticos. La primera de ellas es la Revista de Cuba (1877-1884), conducida por José Antonio Cortina; en su prefacio anuncia estar enfocada hacia la educación estética y moral de sus lectores. Ante la muerte de su director, le sucede la Revista Cubana (1885-1894), bajo la dirección de Enrique José Varona. De acuerdo con la valoración de CintioVitier, con ambas publicaciones se abre la “edad de oro” de nuestra crítica.

Un pensador relevante de esta etapa, distinguido por su oratoria, y por un explícito idealismo hegeliano, fue Rafael Montoro (1852-1933). Así lo demuestra su discurso “La música ante la filosofía del arte”, pronunciado en el teatro Payret de La Habana, el 21 de enero de 1883. Coincidiendo con las tres maneras en que según Hegel la idea absoluta de realiza en el espíritu, el orador cubano expresa que tres son los caminos del íntimo perfeccionamiento de nuestra alma: la purificación del sentimiento por el arte, la iluminación de la conciencia por la fe religiosa y el conocimiento de las supremas verdades por la filosofía. Muestra una comprensión idealista de la belleza, a la manera de Hegel, y que se remonta a la visión platónica de la belleza como ente superior y trascendente. Afirma Montoro:

Los objetos bellos que a nuestra vista se suceden (…) no nos ofrecen sino un pálido reflejo de la belleza suprema concebida por el espíritu y que ha de realizarse en las obras del arte, pues en ellas la naturaleza visible se transfigura, ostenta el sello resplandeciente del ideal que la inmortaliza. (Montoro 1883: 328)

Estos prodigios de la forma, a su juicio, tienen tal efecto emocional que ahuyentan las sombras del egoísmo, la ignorancia y la perversidad. Una vez más queda expresada la preocupación de los cubanos por la utilidad que puede tener el arte en la purificación moral del individuo. En relación con este asunto, Montoro destaca las facultades especiales de la música, cuyos beneficios morales y sus placeres llegan a las distintas clases sociales.

Frente a este idealismo de inspiración hegeliana se alza por su parte el esfuerzo de signo positivista de Manuel Sanguily (1848-1925), autor que se destaca por su interés en dotar a la crítica cubana de profundidad filosófica. A raíz de un debate que tiene lugar en las páginas de La Habana Elegante en torno al carácter de la crítica, Sanguily publica en el número correspondiente al 4 de agosto de 1889 sus consideraciones al respecto, en carta abierta a Juan Sincero (seudónimo de Manuel de la Cruz); este texto se conoce con el título de “La crítica literaria”. Su autor afirma: “En mi concepto, toda crítica es científica, o no es crítica, y toda crítica, como cualquier obra humana, es eminentemente personal y subjetiva.” (Sanguily 1889: 268). Expone que aquella no puede limitarse a los conocimientos estrictamente literarios; quien no tenga una formación filosófica y en particular estética, resulta un crítico estrecho de miras y superficial. Incorpora el método del francés Hippolyte Taine, y en este sentido, el crítico debe comprender y no solo sentir la obra. Esto supone el conocimiento del autor y de su espíritu, de sus influencias familiares, de su educación y su contexto cultural. Es interesante también que le conceda importancia al momento de la recepción de la obra de arte: “un libro no solamente implica su entidad como producto, y su autor como productor. El ciclo de su destino se completa con el leyente, con el consumidor” (Sanguily 1889: 271). Posteriormente, en la introducción del primer número de Hojas Literarias (1893-1894), publicación fundada por el propio Sanguily, vuelve a centrarse en el tema de la crítica literaria. Si bien subraya la necesidad de adoptar un criterio basado en alguna doctrina estética o literaria, advierte que esto no significa consentir ninguna regla dogmática y absoluta (Sanguily 1893: 273).

Por otra parte, Sanguily destaca la importancia de que el crítico se forme un gusto, pero su idea del gusto parte de la observación de la experiencia. Por supuesto, su visión es opuesta a la de aquellos que, como Montoro, creen en el carácter absoluto de los valores estéticos. Sus textos develan una comprensión del gusto como fenómeno relativo, variable de acuerdo a los contextos históricos. Defiende, aunque con notas de escepticismo, la necesidad de que el crítico cumpla con su misión cultural de incidir sobre el gusto del público, de discernir en las obras literarias y artísticas aquello que en ellas vale, advertir cuánto en ellas puede haber que levante espiritualmente al hombre. Con relación a estas ideas hace explícito su acuerdo con los criterios del francés Jean-Marie Guyau, acerca de que el gran poder del arte es unificar en sensaciones y sentimientos a los individuos, contribuir a la solidaridad social (véase Sanguily 1893: 277).

Un lugar especial dentro de las ideas estéticas cubanas de esta etapa lo ocupa José Martí (1853-1895), quien desarrolla la mayor parte de su obra fuera de Cuba. Comparte con el modernismo latinoamericano la visión del arte y la literatura como misiones trascendentes, y se distingue dentro del movimiento por su fusión de eticidad y estética, a la vez que supera el dualismo entre el arte y la vida que es característico, por ejemplo, de Julián del Casal. Efectivamente, para Martí el arte es inseparable de la vida, que es a su vez la fuente de toda verdad; de allí que expresara: “¿Qué es el arte, sino el modo más corto de llegar al triunfo de la verdad?” (Martí 1890: 395). Según ha señalado CintioVitier, esta verdad se refiere a lo nativo y lo específico del hombre, que Martí asocia con la belleza y con la bondad; para él lo malo y lo feo no son esencias sino deformaciones (Vitier 1970: 42). De modo que las nociones de verdad y belleza guardan además estrecha relación con la de virtud, como se aprecia en la siguiente sentencia martiana: “la mente humana, artística y aristocrática de suyo, rechaza a la larga y sin demora, a poco que se le cultive, cuanta reforma contiene elementos brutales e injustos” (Martí 1883: 101). Definitivamente, cree en la utilidad de la belleza. En su célebre artículo de dedicado a Walt Whitman, publicado en La Nación, de Buenos Aires, expresa:

La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues esta le proporciona el modo se subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida. (Martí 1887: 135).

Fina García-Marruz, haciendo un paralelo entre Martí y Domingo Del Monte, afirma: “En Del Monte hay una confusión de ética y estética en que no cae jamás Martí, que no hubiera escrito nunca que fuera misión del poeta «generalizar ideas exactas y sanas sobre moralidad y religión»” (García-Marruz 2008: 95). La idea de esta autora es que en el pensamiento martiano ética y estética se funden, no se confunden.

Efectivamente, a las alturas en que escribe Martí, ya el devenir del pensamiento cubano ha pasado por la exigencia de que el arte sea moralizador -en Del Monte, en De la Luz-, así como por la defensa de los valores puramente estéticos, por parte de Piñeyro. La posición de Martí se salva de ambos extremos; sin embargo, no es en su esencia una novedad: tiene su raíz estética en la fusión platónica de lo bueno y lo bello, en la kalokagathía griega. Puede dar pie a la creencia de que el arte, basado en la belleza, es de por sí un bien: haciendo buen arte se contribuye al mejoramiento del espíritu humano. De varias maneras esta idea tuvo sus expresiones en diferentes pensadores cubanos, con filiaciones filosóficas y formaciones distintas. La comprensión de Varela, desde su catolicismo, del arte como un bien espiritual tiene un punto de contacto con la que promueve Sanguily inspirado en Guyau, cuando entiende al arte como un camino para la comunión sentimental entre los hombres, que no es más que un bien espiritual a escala social. De una u otra manera, varios filósofos y literatos cubanos del siglo XIX comprendieron la literatura y el arte como recursos necesarios en la proyección de una sociedad cubana más moral y más culta.

En la concepción de Martí, la función bienhechora de la creación artística también se extiende, de una manera muy marcada, a la crítica. Esta actividad requiere para él de un estado especial del alma, un momento intuitivo que contiene al amor, como se aprecia en esta sentencia suya: “criticar es amar” (Martí 1879b: 94).

Otra problemática importante a la que responde es la necesidad de cultivar una formación artístico-literaria latinoamericana, basada en fuentes culturales propias. Recuérdese su advertencia al escritor Agustín Cuenca: “la imitación servil de un pueblo enfermo no conviene a una patria naciente, sin cauce ni guía fijos” (Martí 1876: 457). En otra oportunidad, denuncia de los cubanos “nuestra forzada educación viciosa”, que pretende convertirnos en griegos, romanos, españoles, franceses, alemanes, lo cual no hay necesidad de seguir permitiendo, puesto que en Latinoamérica contamos con una raza original, fiera y artística (véase Martí 1882: 95). Este es uno de los grandes méritos del héroe nacional cubano, haber comprendido las contradicciones de la cultura latinoamericana en su empeño de imitar modelos foráneos que resultaban inadecuados para nuestras especificidades; así como defender la realidad, y su derecho a existir, de un arte y una cultura latinoamericanos.

Por último, en este sucinto recorrido por la reflexión estética de personalidades destacadas de la cultura decimonónica cubana, es preciso referirse a Enrique José Varona (1849-1933). Primeramente, resulta interesante aludir a la célebre polémica en torno al idealismo y el naturalismo en el arte -desarrollada en el Liceo de Guanabacoa en 1879 y que involucró también a Martí- pues estuvo relacionada con una de las preocupaciones que hemos venido siguiendo en el presente trabajo: el carácter absoluto o relativo de la belleza.

En el marco de la polémica, Varona prepara su conferencia titulada “El idealismo y el naturalismo en el arte”. Lo habían antecedido, por esos días, de un lado las intervenciones de José Román Leal y Juan A. Dorbecker, desde una dogmática defensa del realismo; y del otro, el joven José Martí, que había hecho una deslumbrante defensa del idealismo en la que pesaba la doctrina platónica. De allí que el discurso que preparó Varona persiguiera fundamentalmente dos objetivos: dejar sentadas las limitaciones del idealismo y sus consecuencias negativas para la estética, mediante la crítica de la doctrina de Platón; y demostrar que el método que él proponía, afincado en la observación de los acontecimientos (véase Varona 1879: 385 y ss.), permitía ofrecer una concepción del arte que tuviera en cuenta la subjetividad y que no se limitara, como pretendían las posiciones realistas más estrechas, a la imitación exacta de la naturaleza. Describe el idealismo como una doctrina de límites vagos y flotantes que dejan ancho campo para las más caprichosas construcciones de la fantasía, y que ha sido general e irreflexivamente aceptada, bajo el manto de las imposiciones de un tradicional dogmatismo. Como lo hicieron en su momento Varela y De la Luz, Varona defiende la libertad de la creación artística.

Es relevante también su comprensión de la relatividad del arte. Mientras que los defensores del idealismo abogaban por la unidad del arte en la historia -Martí, en sus notas a propósito de esta polémica, escribió que “el arte tiene un tipo eterno” (1879a: 423)-, Varona afirma: “convendremos en que el ideal absoluto es una quimera; en que el arte es tan relativo como cualquiera otra manifestación fenomenal” (Varona 1879: 395). Con ejemplos basados en la historia el arte, respalda su convicción del carácter histórico de los ideales artísticos; sus ideas encajan en un relativismo que impregna todo su pensamiento y que se sustenta en su asunción del positivismo spenceriano. Desde una postura donde se comprende que todos los elementos de la realidad se ven influidos entre sí y están en constante evolución, y que solo la experiencia es fuente legítima de conocimiento, no deja lugar para verdades ni entes absolutos. En sus argumentos acerca de la variabilidad del arte -al igual que ocurre en los textos de Manuel Sanguily- muestra la influencia de las ideas de Hippolyte Taine; también debe tenerse en cuenta la herencia del método de observación de la realidad de José de la Luz y Caballero.

Otra problemática central a la que responde Varona en la polémica de 1879 es la subjetividad en el arte. Precisamente la defensa del carácter personal del arte fue uno de los argumentos martianos contra los realistas: “Siendo el arte personal no puede ser realista, puesto que ellos sostienen que el arte es ajustar lo que se ve” (Martí 1879a: 415). Y precisa: “la superioridad del arte personal es a lo que yo llamo idealismo” (1879a: 421). Varona, por su parte, afirma: “Reconocemos en el arte un elemento personalísimo: la emoción artística” (1879: 394). Y considera a la emoción como fuerza motriz de la actividad artística; en ella juegan un papel primordial los estados orgánicos y psicológicos del individuo, los cuales hacen que un mismo aspecto de la naturaleza pueda impresionar a los artistas de maneras infinitas. Al coincidir con Martí en que el arte es personal, está desechando la interpretación chata del realismo como imitación exacta de la naturaleza.

El naturalismo que defiende Varona es de otra índole. Para él, el artista parte de la naturaleza, la observa, la interroga; elige de entre los elementos que le ofrece y produce una forma artística propia. En su discurso de la polémica afirma categóricamente: “nuestro principio no es la imitación aristotélica (…) no queremos el arte fotografía” (1879: 394). Allí mismo ofrece su definición de arte:

Llamo arte la intencional proyección a lo exterior de toda emoción de mi alma, con tal energía y poder que logre comunicar esa misma emoción a mis semejantes. Supone, pues, todo arte, un estado pasional-un medio de expresarlo-alguien a quien comunicarlo. Indudablemente el gran dominio del arte está en ese medio de expresión -aunque no puede, si quiere vivir robusto y ser fructuoso, olvidar ni desatender los extremos-. La expresión, el signo; a esto mira el arte (1879: 387).

Resulta relevante que Varona comprenda al arte sobre todo como un proceso comunicativo, incluyendo al receptor como un componente del hecho artístico; y, además, señala que es un proceso emocional, pues lo comunicado son las emociones. Por eso, a su juicio, la belleza no debe ser el fundamento del arte: puesto que los afectos humanos son muchos, muchos son los objetos del arte.

Como los otros críticos de su generación, Varona comprendía la misión de los hombres de letras de fomentar la cultura artístico-literaria en la Isla. En su estudio Ojeada sobre el movimiento intelectual en América, escrito en 1876 y reproducido en el tomo IV de la Revista de Cuba, manejaba el criterio taineano de la raza como factor relevante para el desarrollo de las artes. Sostenía que la aptitud de la raza latina para las artes era innegable, y que en particular el cubano estaba dotado de temperamento ardentísimo, sensibilidad exquisita e imaginación fervorosa y rica (véase Varona 1876: 186 y ss.). De acuerdo a la fe en el progreso que caracterizó su pensamiento en esas últimas décadas del siglo, a tono con el optimismo epistemológico positivista, aseguraba que “la evolución social no sufre retraso en América, aun en aquel de sus países colocado en más desventajosas condiciones [entiéndase Cuba]” (Varona 1876: 195). Sin embargo, insistía en la necesidad de abrirse al mundo, sintonizar con la corriente simpática de las ideas modernas, y -en gesto ecléctico- buscar “todos los rayos de luz, vengan de donde vengan” para poder ver pronto cumplido el sueño de tener un arte y una literatura cubanas (véase Varona 1879: 281).

Sus propósitos de fomentar el gusto pasaban por una concepción amplia de la educación estética, que expone en su libro Desde mi belvedere (1907). A su juicio, no puede restringirse la educación estética a la instrucción artística, por el contrario, implica el cultivo de la sensibilidad ante las mil fuentes de emoción poética que brinda la vida (véase Varona 1907: 214). Una educación de este tipo desarrolla, a su juicio, la capacidad de simpatizar con los otros y contrarresta las pasiones mezquinas. Hay en Varona, como en Sanguily, una asimilación de la estética de Guyau.

Su crítica literaria da fe de que valoraba la obra de los grandes genios atendiendo no solo a su dominio del lenguaje literario, sino también a su capacidad de transmitir con agudeza los problemas humanos universales, y a la repercusión moral de sus obras. Pero está en contra de que las obras de arte “catequicen”; para él, el punto de contacto entre lo ético y lo estético es el sentimiento. Este es un punto básico de sus Conferencias sobre el fundamento de la moral, publicadas en Estados Unidos en 1903, que están basadas en el ciclo de conferencias que impartió en La Habana a principios de los años 80 del siglo XIX y que aparecieron por partes en la Revista de Cuba. Allí sostiene: “las reglas morales empiezan por ser sentimientos morales” (Varona 1903: 33). Entonces, se deduce que la mejor manera en que una obra de arte trasmite un contenido moral a un espectador es incidiendo en su lado afectivo. Esta comprensión, así como la del arte en tanto expresión de emociones, demuestran cómo la reflexión estética en Cuba evoluciona y se conecta con posiciones de avanzada a nivel internacional.

4. Conclusiones

Desde la década de 1790 aparecen en Cuba indicios de una incipiente reflexión estética, con la impronta de los principios neoclásicos. Durante la primera mitad del siglo XIX se reflexiona sobre la formación del gusto artístico y se destaca la comprensión de su carácter relativo, así como la proclamación de la racionalidad y la libertad en las artes. Se aprecia también en la segunda mitad de la centuria cómo se contrapone una postura de base idealista, que otorga a la belleza un carácter absoluto, con otra basada en el estudio de la experiencia, influida por los métodos positivistas, que comprende el carácter relativo de la belleza y de los procesos estéticos en general.

La concepción del arte evoluciona: si Félix Varela ponía como fundamento del mismo la belleza (junto a la bondad), Enrique José Varona cree que lo es la comunicación de emociones, y que en el arte deben ser representados tanto lo bello como lo feo. El problema de la relación arte-moral atraviesa todo el siglo y muestra también una evolución. De manera general, hasta comienzos de la década del ‘60, se aprecia una exigencia moralizante al arte -en Caballero, Varela, Del Monte, De la Luz y La Avellaneda-. Luego se alza en contra de esta una actitud esteticista por parte de Enrique Piñeyro. En el caso de José Martí, el problema se afronta desde una fusión entre lo ético y lo estético, entre lo bello y lo bueno, que funciona como principio a lo largo de su obra. Varona, armado con las herramientas de la psicología, sostiene que el componente afectivo es el que permite al arte incidir en la esfera moral; no le exige al arte que moralice, pero sí que comunique emociones y problemas humanos universales.

Permanece a lo largo del siglo una comprensión del papel del crítico en la educación estética y moral del país. En la primera mitad, se destaca en este sentido la labor orientadora y promotora de Domingo del Monte, pero es hacia las últimas décadas de la centuria cuando el trabajo de la crítica se multiplica y se consolida, abriendo el espectro de influencias teóricas y sometiéndolas a examen. Proliferan las publicaciones, los liceos artísticos, las polémicas, y los críticos de alto calibre como Piñeyro, Martí, Varona y Sanguily. Estos dos últimos se destacan por interpretar, con un grado de independencia, los postulados positivistas. De manera general, esta profundización de la reflexión estética lleva aparejada una creciente defensa de los valores autóctonos del arte y la literatura cubanos, y el análisis de las potencialidades y las contradicciones de la cultura nacional.

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Recibido: 30 de Enero de 2020; Aprobado: 15 de Marzo de 2020

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