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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.57 Buenos Aires dez. 2021

http://dx.doi.org/10.36446/be.2021.57.265 

Artículos

Fecundidad y transitoriedad. Una lectura del Laocoonte de Lessing como teoría de la imagen

Fruitfulness and Transiency. A Reading of Lessing's Laocoon as Image Theory

Rossember Alape1 

1 Universidad Nacional de Colombia, Bogotá

Resumen

Este artículo examina críticamente la interpretación del Laocoonte como una obra cuyo principal aporte consiste en una teoría de los signos. Dos elementos del texto de Gotthold Ephraim Lessing son destacados: la especificidad de la dinámica temporal que despliegan las imágenes estáticas y la defensa que el autor hace del potencial icónico del lenguaje. Parte central del argumento es que la manera en que Lessing comprende el concepto de instante fecundo en la representación visual de lo transitorio incluye un análisis de la figuración lingüística. Esta manera de proceder permitiría entonces interpretar su contribución como una teoría implícita de la imagen, es decir, como un estudio de los fundamentos objetivos de creación de sentido de las imágenes a partir de sus encuentros y desencuentros con el lenguaje verbal.

Palabras clave: Mímesis; Logocentrismo; Estética de la recepción; Figuración; Iconicidad

Abstract

This paper examinates critically, the interpretation of the Laocoon as a work whose main contribution is to be found in a theory of signs. Two elements Gotthold Ephraim Lessing’s text are highlighted: the specificity of the temporal dynamics that static images display and the defense of the iconic potential of language. Central to the argument is that Lessing's understanding of the concept of the fertile moment in the visual representation of the transitory includes an analysis of linguistic figuration. This way of proceeding would then allow to interpret his contribution as an implicit theory of the image, that is, as a study of the objective foundations of creating meaning in images based on their agreements and disagreements with verbal language.

Keywords: Mimesis; Logocentrism; Aesthetics of Reception; Figuration; Iconicity

A lo largo de todo el siglo xix el Laocoonte de Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) se consolidó como una lectura canónica de todos los estudiantes alemanes, pero en especial de los estudiantes de historia del arte (Roeck 1997: 21). La razón principal fue que en esta obra se debatían, además de los fundamentos lógicos de una clasificación jerárquica de las artes, los “principios” que establecen los “límites” que separan las artes de la palabra de las artes de la imagen. Dado que uno de los propósitos claves del llamado “giro icónico” de los años noventa consistió en liberar la imagen tanto de una subordinación histórica como de una infravaloración ontológica respecto del lenguaje, el debate abierto por Lessing ha recuperado su vigencia, esta vez leído desde las preocupaciones de la ciencia de la imagen [Bildwissenschaft] y los estudios de cultura visual [Visual Culture Studies].1 En efecto, esta obra se enfrentó, unas veces explícita otras implícitamente, a un problema propio de la filosofía de la imagen: la dificultad de captar con palabras aquello que solo a través de la imagen se hace visible y que es imposible de verter a otros medios.

En lo que sigue quisiera volver al texto de Lessing precisamente para ampliar su lectura en esta dirección. La interpretación tradicional que se ha hecho del Laocoonte como una obra cuyo aporte principal se ubica en la teoría medial de los signos es ampliada aquí enfatizando dos elementos cruciales: la especificidad de la dinámica temporal que despliegan las imágenes estáticas y la defensa que el autor hace del potencial icónico del lenguaje. Parte central de mi argumento es que la manera en que Lessing comprende el concepto de instante fecundo en la representación pictórica de lo transitorio incluye un tratamiento de la capacidad figurativa del lenguaje. Espero mostrar que esta manera de proceder, por lo demás crucial para entender la forma en que Lessing se aleja de las teorías semióticas racionalistas de su época, permite además interpretar su contribución como un estudio de los mecanismos y fundamentos objetivos de creación de sentido de las imágenes a partir de sus encuentros y desencuentros con el lenguaje verbal, esto es, como una teoría implícita de la imagen.

1. La crítica a Winckelmann

La manera más tradicional de leer el texto Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía (1766) es como una refutación del principio clásico ut pictura poesis [un poema es como una pintura].2 En efecto, el tono general del texto es prescriptivo: ni la poesía debe rivalizar con la forma de representación pictórica, ni tampoco la pintura debe invadir la esfera poética (Lessing [1766] 2015: 44). El libro gira en torno a la famosa pieza Laocoonte y sus hijos de los escultores del periodo helenístico Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas. La pieza representa al sacerdote troyano de la épica griega, quien fue duramente castigado por los dioses mientras trataba de exponer la amenaza que suponía el caballo que los aqueos habían dejado en las puertas de la ciudad. Serpientes gigantes salidas del mar lo atacaron a él y a sus hijos causándoles la muerte. El episodio trágico, ausente en los textos homéricos, fue en su momento llevado al teatro en una obra perdida de Sófocles y narrado por diferentes autores en épocas posteriores. Pero el relato que más hizo carrera fue sin duda el del poeta Virgilio en La Eneida (II, 40-231), en donde se describe con detalle la escena general y el suplicio del sacerdote.

Dos enormes serpientes cruzan el mar […] Juntas buscan y encuentran a Laocoonte, después de rodear los cuerpos de sus hijos devoran a mordiscos sus pobres miembros, para después abalanzarse sobre él […] Abrazan su cuerpo con monstruosos anillos, y con un doble lazo le atenazan con sus cuerpos escamados […] Él pugna por deshacer los nudos con sus manos, las vendas de su frente chorrean sangre seca y negro veneno, eleva al cielo sus gritos horrendos […]. (citado en Settis 2011: 136)

El punto de partida de Lessing es un hecho simple: al contrastar la escultura con el relato de Virgilio, se observa que la imagen no exhibe la violencia del dolor con la intensidad que el texto sugiere. Con ello lo que hace es retomar la tesis planteada por Johann Joachim Winckelmann en Reflexiones acerca de la imitación de las obras griegas en pintura y escultura (1755), según la cual, la estatua del Laocoonte, a pesar de la expresión de su rostro y la tensión muscular de su cuerpo, no emite un grito sino un “gemido angustiado y oprimido”. En efecto, resulta evidente que la apertura de la boca no se ajusta al dramatismo descrito en La Eneida. Mientras Virgilio describe los gritos desgarradores del sacerdote, los gestos de la estatua no parecen manifestar un dolor físico extremo. Esta contención expresiva de la pieza sería, según Winckelmann, característica de la “noble simplicidad y silenciosa grandeza” del arte griego, capaz de representar no solo el sufrimiento humano, sino a la vez la fortaleza de carácter que permite soportarlo estoicamente.

En lo esencial, Lessing está de acuerdo con Winckelmann, el cual interpreta este acto de moderación expresiva como prueba última de la perfección del gusto clásico (griego y romano), que consiste en la superación de la representación mimética de la belleza natural. Para ambos autores, la mesura que exhibe la escultura no se debe a una falta de talento artístico, sino que es, precisamente, evidencia del ingenio creativo o la “sabiduría” [Weisheit] del artista.

La crítica de Lessing se dirige al fundamento de tal ingenio. La nobleza que Winckelmann observa en la escultura, más que a una cuestión del gusto griego, se debe, según él, a una regulación de la configuración plástica que depende de la condición de representación del medio, de sus límites necesarios y de sus exigencias con miras a la imitación de la realidad ([1766] 2015: 64). Es en ese sentido que deben interpretarse las palabras del prólogo de su libro, donde él distingue tres tipos de aproximaciones sobre la semejanza entre la pintura y la poesía: la del filósofo, la del amante de las artes [Liebhaber] y la del crítico de arte [Kunstrichter]. Desmarcándose de las dos primeras, Lessing afirma que su corrección de la forma “equivocada de ver y sentir estas dos artes” se desprende de unos “principios”, no de unas “conclusiones peregrinas” ([1766] 2015: 44). A diferencia de Winckelmann, él estaba más interesado en los aspectos lógicos de la estética que en el discernimiento de los elementos psicológicos que sustentan la noción clásica de belleza ideal. Así que no es para representar una grandeza de ánimo que el artista ha evitado plasmar el grito “horrendo” como expresión del sufrimiento del personaje. En lugar de ello, se trata de una restricción debida al tipo de signos con los que trabaja cada arte: en el caso de las artes figurativas, signos naturales; y en el caso de las artes literarias, signos arbitrarios.

2. Signos naturales y arbitrarios

Wellbery (1984: 18 ss.) sostiene que la distinción entre signos arbitrarios y naturales de Lessing debe interpretarse más como heredera de las teorías dieciochescas de los signos y no tanto como una anticipación de las semióticas más contemporáneas. Por ejemplo, la distinción ilustrada entre arbitrariedad y naturalidad no solo es genética, esto es, relativa a la cuestión de su origen, sino al tiempo metafísica: los signos naturales son dados, los arbitrarios son instituidos libremente. Los signos naturales están vinculados causal o presencialmente con aquello que significan, por lo cual contienen en sí mismos las razones de su significación, es decir, podemos inferir lo que significan a partir de lo que ellos son. Esto explicaría por qué Lessing incluye algunos signos confeccionados por manos humanas dentro de la categoría de naturales. Las imágenes de la escultura o la pintura son signos naturales porque contienen en sí mismas las razones para su decodificación, no porque sean objetos que encontramos en la naturaleza. Por esta razón, la representación de las pasiones humanas que tiene lugar en la escultura del Laocoonte no es una representación absolutamente libre, en el sentido de gratuita o injustificada, sino que esta imita “naturalmente” los movimientos del alma. En otras palabras, las posibilidades expresivas de la obra están constreñidas en la medida en que el signo debe guardar cierto grado de semejanza estructural con el objeto a representar.

Por su parte, el lenguaje proporciona el paradigma por excelencia de los signos arbitrarios. Las palabras no guardan ninguna correspondencia necesaria con los objetos que representan: una palabra y una idea se presentan de manera simultánea como entidades que no estarían juntas de no ser por el vínculo que se establece en virtud del acto de significación. Desde esta perspectiva, la palabra funciona como un “nombre” que se escoge libremente para designar una representación mental, cuyo referente es susceptible de ser conocido de forma directa en la realidad. La arbitrariedad del lenguaje descansa entonces sobre un desacople con el campo de las sensaciones o intuiciones, el cual aparece como obligatoriamente anterior a cualquier representación sígnica. De modo que los signos arbitrarios pertenecen enteramente a la abstracción intelectual y no a la percepción sensorial, contrario a lo que sucede con las imágenes o los sonidos musicales. Por esta razón, para los ilustrados, Lessing entre ellos, la distancia que los signos arbitrarios instauran con relación al campo de las intuiciones es la expresión máxima de la libertad humana y el tránsito de la naturaleza a la cultura (véase Wellbery 1984: 20).

Wellbery acierta en señalar que la definición del signo artístico en Lessing se realiza a partir del paradigma mimético-representacional. En sus Paralipomena, una colección de textos preparatorios del Laocoonte, Lessing sintetiza esta idea de forma más clara que en la versión publicada:

La poesía y la pintura son artes imitativas; el propósito de ambas es despertar en nosotros las más vivas y más sensibles representaciones de sus objetos. Por consiguiente, ellas tienen en común todas las reglas que se derivan del concepto de imitación. (citado por Wellbery 1984: 103)

Lo anterior quiere decir que para que una obra sea clasificada como obra de arte, el artefacto debe permitir la realización intuitiva del objeto representado: la eficacia estética es óptima si se obtiene una relación de correspondencia entre la percepción del vehículo sígnico y la representación interna del contenido significado. El fin último de las artes para Lessing sería -concluye Wellbery- el mismo fin último de los signos: tornarse transparentes para dejar entrever la “idea” que les sustenta. La transparencia del signo determina el valor de su carácter de mediador entre las representaciones mentales y los objetos.

Sin embargo, la distinción semiótica entre arbitrariedad y naturalidad no es por sí sola suficiente para entender la separación entre las artes propuesta por Lessing, que, como veremos, termina por privilegiar a la poesía por encima de la pintura. Más bien, el verdadero punto de inflexión del texto es la separación entre artes del espacio y artes del tiempo (véase Mitchell 1986: 96).

3. La jerarquía logocéntrica del arte

En el decisivo capítulo xvi3, Lessing sostiene que las artes poéticas y las artes pictóricas, son maneras distintas de mímesis, tanto por los medios y signos que usan como por su “objeto propio”. De un lado, sonidos articulados en el tiempo [artikulierte Töne in der Zeit], de otro lado, figuras y colores en el espacio [Figuren und Farben in dem Raume]. De ahí que, si se tienen en cuenta únicamente las ocasiones en que los signos establecen una relación “adecuada” con aquello que designan [ein bequemes Verhältnis zu dem Bezeichneten], continúa él, entonces la pintura no debería representar más que cuerpos yuxtapuestos espacialmente, mientras que la poesía sólo acciones desplegadas temporalmente. Con ello Lessing no niega que la poesía pueda, de hecho, representar cuerpos y la pintura acciones. Pero este tipo de representación solo puede ser “de modo alusivo” [andeutungsweise], es decir, una indicación indirecta que lleva al límite las capacidades inherentes de cada arte, por tanto, un tipo de representación en la que existe un riesgo alto de que el resultado sea inoportuno o grotesco. La pintura, cuando intenta “narrar visualmente” acciones, solo pone de manifiesto su torpeza al tratar de sobrepasar su modo estático de imitación. La poesía, a su vez, al intentar “pintar con palabras” las propiedades visibles de los cuerpos termina por encadenar de manera abigarrada una sucesión de predicados.

A pesar de esta aparente simetría, que otorga a cada arte un conjunto de objetos idóneos a sus capacidades de expresión, lo cierto es que en virtud de este precepto espacio-temporal Lessing justifica no solo una separación sino además una jerarquía logocéntrica entre las artes. A partir del hecho de que hay elementos en el relato de Virgilio que no han podido ser usados por el escultor -como las vendas de la frente del sacerdote-, Lessing concluye que la extensión de la expresión poética es más “amplia”, debido a que sus imágenes son “ilimitadas” y “espirituales”:

No se puede afirmar sin reservas que una buena descripción poética tiene que dar pie a un buen cuadro [...] y ello por la mera consideración de la amplia esfera de la poesía, por el campo ilimitado de nuestra imaginación, por el carácter espiritual [Geistigkeit] de sus imágenes, las cuales, a pesar de su enorme cantidad y variedad, pueden estar unidas junto a otras sin que unas cubran las otras o las desfiguren, como ocurriría con las cosas y los signos naturales de éstas en los estrechos límites del espacio o del tiempo. (Lessing [1766] 2015: 89)

La superioridad que Lessing otorga a las artes poéticas se revela en dos cosas: el acceso al reino de lo invisible y la superación de la materialidad del vehículo sígnico. En relación con la primera, en la pintura no se puede diferenciar, como sí puede hacerlo la poesía, entre acciones visibles e invisibles. Esto sucede porque la pintura no tiene más remedio que limitarse a representar aquello que aparece ante los ojos, y lo que se muestra aparece “de una única y misma manera” (Lessing [1766] 2015: 127). Esto no quiere decir que la pintura no disponga de recursos para simbolizar la invisibilidad de un objeto. Los pintores han usado la niebla o una nube de oscuridad que cubre a un personaje para dar a entender que este no es visible a aquellos que le rodean. Pero, a diferencia de los críticos de arte de su época, el problema para Lessing no consiste en qué tan fiel es el uso de ese recurso con respecto a la épica homérica, porque es un hecho que en la Ilíada varias veces las divinidades protegen a sus favoritos cubriéndoles con una espesa nube. El punto para él es que cuando el pintor hace este préstamo, en la medida en que sustrae la univocidad que tienen las palabras del relato, introduce una ambigüedad que atenta contra la claridad de significado que debe regir la labor artística:

Ésta no fue la idea del poeta. Esto es salirse de los límites de la pintura; porque esta nube es aquí un verdadero jeroglífico, un signo que tiene simplemente un valor simbólico, algo que, en realidad, no hace invisible al héroe liberado, sino que se limita a llamar la atención, como diciéndonos: tienes que imaginártelo como invisible. (Lessing [1766] 2015: 131)

En cambio, la poesía puede representar tanto las acciones visibles como las invisibles. Homero nos narra la escena de la peste causada por Apolo (Ilíada i, 44-53), sin limitarse a lo que el ojo ve. El poeta también introduce los “chasquidos terribles” del arco de plata, “el corazón irritado” del dios y su avanzar “semejante a la noche”. Según Lessing, “no es posible traducir a otra lengua la pintura musical que las palabras del poeta hacen sonar en nuestros oídos” ([1766] 2015: 134). En consecuencia, la esfera de la poesía es más amplia: la imaginación tiene un campo menos limitado que la visibilidad.

Lo anterior se vincula con el segundo aspecto de la jerarquización logocéntrica de las artes, a saber, que las imágenes de la poesía son de carácter espiritual, y no material. De acuerdo con Lessing, el ser humano marca sus ideas con signos que le permiten objetivar las representaciones que surgen del mundo de las intuiciones, provengan estas de la vista o del oído ([1766] 2015: 148). De modo que los signos son necesarios para la expresión artística. Sin embargo, dado que este acto de significación instaura una distancia entre el signo y la idea, en el espacio de esta distancia siempre reside la posibilidad de error. Si bien los signos arbitrarios del lenguaje están más alejados de las intuiciones sensibles que las imágenes de la pintura y la escultura, es precisamente debido a su capacidad para ir más allá de los límites que le impone la materialidad de su vehículo sígnico que corren menos riesgo de desviar el significado. Paradójicamente, entre menos material sea un signo, parece estar mejor capacitado para cumplir su función de una manera nítida y sin interferencias. Wellbery (1984, 169) califica esta actitud de Lessing como una “desconfianza de la presencia sensible” de los signos pictóricos, la cual, aunque no existe en ninguna parte del Laocoonte, bien puede formularse del siguiente modo: la falta de adecuación de los signos poéticos con el objeto representado es lo que permite una mayor comprensión del objeto, debido a que mediante las palabras se acceden a muchos más aspectos del mismo.

Por ejemplo, entre una descripción del cetro de Agamenón que reproduce detalladamente sus elementos actuales, uno a uno, y otra que se enfoque en su historia y en su proceso de producción a manos de Vulcano, ¿cuál me dice más cosas del cetro? De acuerdo con Lessing, con la segunda descripción “acabo conociendo mejor este cetro de como lo conocería si un pintor lo pusiera ante mis ojos” ([1766] 2015: 144). Y esto no fuera posible sin la emancipación de la manera en que este objeto se presenta de manera directa y concreta en la realidad sensible. Algo semejante ocurre cuando se intenta representar la belleza en un poema. La poesía, por mucho que se esfuerce, no alcanza a describir la belleza de un objeto punto por punto, sino que solo consigue detallar sus efectos. Sin embargo, es justamente a causa de esta limitación que la poesía exige pasar de la contemplación a la recreación con la imaginación, a la reconstrucción activa por parte del lector. La descripción poética demanda la capacidad para completar la imagen porque excita la imaginación y no porque busque suplir el órgano de la vista. En ese sentido, el texto poético dispone de bellezas no pictóricas [unmalerischen Schönheiten] ([1766] 1974: 67) que las artes de la imagen no son capaces de alcanzar.

4. Una estética “semiótica-medial”

Lo importante aquí no son tanto las consideraciones sobre la mayor amplitud de representación poética o sobre la inmaterialidad de los signos verbales, consideraciones que a simple vista pueden parecer de perogrullo. Lo central es más bien tener presente que en qué sentido Lessing va mucho más allá de Winckelmann: sus consideraciones sobre la supresión del grito no apelan a razones éticas, relativas al carácter noble y sereno, ni tampoco a razones exclusivamente estéticas, relativas a la búsqueda de la belleza. Más bien, sus consideraciones suponen una distinción entre tipos de signos y otra entre tipos de restricciones técnicas. Esto no quiere decir que Lessing construya un muro infranqueable entre imágenes y palabras: la lectura del Laocoonte como una simple refutación del principio ut pictura poesis es errada. Es más correcto afirmar que Lessing lleva esta semejanza a otro nivel de generalidad que se realiza en el terreno de una teoría de la ilusión artística cuyo fundamento es semiótico y medial: la pintura es como la poesía porque ambas buscan crear una ilusión, es decir, engañar [täuschen]. Solo que el engaño de la poesía es más avanzado en términos de su potencial representativo, el cual está determinado por la estructura sígnica del medio lingüístico.

Este potencial resulta más claro cuando volvemos a la omisión del grito en la estatua. ¿Por qué Virgilio y no el artista plástico tiene licencia para incluir la expresión máxima del dolor? Porque en la poesía existen atenuantes para la representación de lo “desagradable” del alarido, las cuales dependen de la secuencialidad del discurso. En La Eneida, antes de que ocurra el “grito horrendo”, Virgilio ya nos ha narrado otros rasgos de la personalidad de Laocoonte, o nos narrará otros después, con lo que el elemento que “disgusta” será suavizado y compensado por lo que sigue o por lo que le antecede. Por esto el poeta puede hacer gritar al protagonista, porque el grito en cuestión es episódico, es decir, no necesariamente refleja de un rasgo esencial del carácter del personaje. Dado que el lenguaje consta de unidades discretas, el poeta puede escoger libremente qué elementos desea representar y cuáles no. En el caso de la representación de las emociones, gracias a su secuencialidad, el lenguaje es capaz de representar el desarrollo progresivo de los procesos anímicos y no solo los resultados visibles de las emociones en el cuerpo, como ocurre en las artes pictóricas. La estructura sintáctica que emerge de estas unidades discretas y sucesivas del lenguaje libera a la imaginación de la espacialidad y contigüidad que constriñe medialmente a las imágenes. Las palabras se disuelven una vez se suceden unas a otras, su materialidad desaparece en el tiempo, permaneciendo únicamente en la memoria. Solo el pensamiento se asemeja a este ordenamiento sucesivo. Se puede afirmar entonces que para Lessing la poesía es el culmen de las artes porque se configura en una secuencia temporal como el pensamiento mismo.

En suma, al elaborar su crítica a Winckelmann, Lessing se convierte en el primero en establecer un vínculo entre dos tópicos de la estética de la Ilustración: la idea de que el arte es imitación de la naturaleza y la necesidad de establecer una clasificación de los signos a partir de una definición funcional (Barner 2003: 136). A pesar de que parte también de la idea de mímesis, la crítica de Lessing a Winckelmann encuentra su fundamento en una teoría de los signos que sofistica la distinción entre naturalidad y arbitrariedad introduciendo los conceptos de espacio y tiempo como criterios de diferenciación de los medios y las capacidades de cada arte. De modo que al establecer una jerarquía entre las artes -un locus communis de la época-, Lessing lleva la discusión allende el problema del goce estético y la ubica en un análisis acerca de las posibilidades representativas (p.e., visible-invisible) y la estructura constitutiva de los signos (secuencialidad-simultaneidad).

Wellbery (1984) permite entender cómo el paradigma mimético en el cual se desenvuelve la teoría del arte de Lessing no se refiere tanto a las presuposiciones ontológicas de la antigüedad acerca de la relación de la obra de arte con los objetos de la realidad, como a los supuestos modernos sobre la capacidad humana del conocimiento y la imaginación. Sin embargo, dado que su interpretación busca acomodar al Laocoonte dentro de la estética racionalista de la Ilustración (1984: 24 ss), Wellbery parece pasar por alto aquello que en el concepto de signo de Lessing desborda enteramente el marco de una racionalidad instrumental. Cabe preguntarse entonces hasta qué punto es suficiente leer a Lessing solo desde esta perspectiva semiótica. Según Wellbery, el signo era entendido por Lessing únicamente como una entidad con existencia positiva a través de la cual se conocía otra entidad, por lo que un signo no podía ser más que un vehículo que nos conduce a otro lugar, pero que se deja atrás una vez se ha llegado al destino. Si bien es cierto que muchos pasajes del texto apoyan su interpretación, es igualmente cierto que los conceptos del “instante fecundo” y “lo transitorio” soportan una aproximación diferente. Estos conceptos abren un horizonte nuevo para el arte donde la función del espectador (o lector) no se limita exclusivamente a sustituir el vehículo del signo por la idea designada, como sucede bajo una lógica representacional estricta.

5. El instante fecundo

El concepto de “instante fecundo” [fruchtbarer Augenblick], que se desarrolla en el tercer capítulo del Laocoonte, reconstruye en sus líneas esenciales la doctrina del punctum temporis en la pintura.4 La diferencia es que la idea de que la pintura solo puede representar un punto fijo en el tiempo es transformada por Lessing en una regla lógica de selección de contenido: el instante fecundo se entiende como el momento de la escena que resulta más apropiado representar. Dada la restricción a una única imagen estática, la pericia del artista no consiste en seleccionar las formas que sean meramente suficientes para representar una acción determinada, sino que su elección debe, además, ser tal que permita trascender lo fáctico de la obra y fomentar el nacimiento de nuevos pensamientos. “Lo único que es fecundo es lo que permite el juego libre de la imaginación. Cuanto más vemos, más debemos ser capaces de pensar. Cuanto más lo pensamos, más debemos creer que lo vemos” (Lessing [1766] 1974: 24). El artista alcanza así el fin último de su labor: procurar que su obra esté hecha no solo para ser vista [erblickt], sino sobre todo para ser contemplada [betrachtet], esto es, observada despaciosa y repetidamente. Si el instante escogido por el artista es fecundo, entonces necesariamente este vivifica y promueve la contemplación creativa.

Ahora bien, cuando lo que se busca es representar los afectos, el instante más fecundo se sitúa antes o después del momento de máxima intensidad emocional, el cual solo debe ser evocado sutilmente, sin presentarlo nunca ante los ojos. Esta prescripción estética tiene dos justificaciones. La primera coincide con lo dicho en el apartado anterior sobre la materialidad y la nitidez de la función sígnica: la fecundidad implica una exhortación a ir más allá de las impresiones sensoriales. Esta exhortación refuerza la tesis de Wellbery (1984: 169) de que en Lessing existe una desconfianza implícita ante la materialidad de los signos pictóricos, que, por su forma concreta de representación, tienden a coartar la actividad imaginativa ([1766] 2015: 61). Cuando se representa de manera explícita el clímax de la emoción, se agotan por completo las posibilidades de perfeccionar interiormente la imagen. ¿Cuál es el momento más fructífero para representar la experiencia afectiva de Laocoonte? Si la estatua emitiera unos “gritos horrendos” no quedaría nada que perfeccionar, porque no habría nada que completar: toda imagen producida por la imaginación acabaría por ser “más pálida” y, por ello, “menos interesante”. En cambio, si el personaje aparece en un suspiro antes de su muerte, la imaginación puede escucharlo gritar. El instante fecundo permite que el observador recree en su interior una versión más plena de la obra que la que se manifiesta sensiblemente ante él.

La segunda justificación tiene que ver con la extensión temporal del contenido representado en la imagen. Lessing define el instante más pregnante de la acción [der prägnantesten Augenblick der Handlung] como aquel “a partir del cual se vuelven más comprensibles lo que precede y lo que sigue” ([1766] 1974: 102). Esto significa que la imagen no obtiene su fecundidad de la intensidad de un instante “extremo” o “último” de la experiencia emotiva, pues la duración de tal instante es corta, sino de la cantidad de contenido representacional que pueda abarcar o sugerir en términos de una historia que despliega en el tiempo. Por su parte, las palabras gozan de esta capacidad para hacerse cargo de varios momentos consecutivos debido a su secuencialidad natural. Si se quisiera hacer una imagen con la escena del juicio descrita en la Ilíada (xviii, 497-508), el artista sólo podría utilizar uno de sus momentos (altercado inicial, acusación, testimonios y sentencia) y darle la máxima fecundidad posible con los “engaños” [Täuschungen] que su arte le permite ([1766] 2015: 162 ss). En efecto, la descripción homérica del juicio no se puede plasmar en un solo cuadro. En cambio, el poeta sí tiene la libertad de “rebasar en su obra los límites temporales del momento único [...] extendiéndose tanto a lo que precede a este momento como a lo que le sigue” ([1766] 2015: 163). Por tanto, la fecundidad tiene como ideal la competencia narrativa de la poesía: se trata de una capacidad para presentar la mayor cantidad de puntos temporales de un relato lineal, de tal forma que se hagan lo más comprensible posible, es decir, que los podamos “adivinar” [erraten] sin esfuerzo alguno, o que sean susceptibles de ser puestos fácilmente en palabras.

Constantinescu (2006: 70) describe el instante más pregnante como la “caja de resonancia” de una línea de tiempo completa que está comprimida en la imagen fija. Esta metáfora acústica se basa en el modo en que una cavidad específicamente construida para sintonizar con ciertas frecuencias filtra y aumenta el volumen de algunos tonos que acompañan al sonido original (armónicos). Análogamente, el momento pregnante “filtra” el paroxismo del sentimiento (negando su visualización), “amplificando” en su lugar los instantes previos o posteriores de la experiencia. Esta negación es productiva en cuanto que el momento de máxima exaltación, aunque ausente, “resuena” en la imagen por efecto de la memoria o de la expectativa. Como consecuencia de tal ausencia, el instante escogido queda “preñado” de una abundancia de sentidos implícitos: la densidad plena de otras intuiciones posibles. Dada su fuerza expresiva, la visualización del momento clímax disminuye su pregnancia: recorta la extensión temporal de la imagen, acapara toda la atención sobre sí y hace más difícil suponer lo que ha pasado antes o prever lo que pasará después. De haber hecho gritar al Laocoonte, el escultor hubiera concentrado nuestro interés únicamente en el dolor físico de la mordedura de la serpiente, cuyo carácter es puntual y pasajero, y no en la (anterior) impotencia del padre que ve morir a sus hijos o en la (posterior) angustia del moribundo, emociones que requieren una mayor extensión de tiempo para su despliegue y comprensión.

6. Lo transitorio y lo repentino

Lo anterior nos conduce a las razones por las cuales el instante fecundo y lo transitorio son conceptos en tensión. Por transitorio [transitorisch] Lessing entiende todo fenómeno que se realiza en un instante, esto es, que se produce y desaparece repentinamente [plötzlich]. Las artes pictóricas no deben representar este tipo de fenómenos en la medida en que las imágenes que se producen resultan con un “aspecto antinatural” que confunde y desvía tanto el significado como la recepción estética de la obra.

Si, mediante el arte, este instante único cobra una inmutable permanencia, entonces este no debe expresar nada que no se deje pensar de otro modo que como transitorio. Todas aquellas apariencias [Erscheinungen] que, por su naturaleza y de acuerdo con nuestros conceptos [nach unsern Begriffen], contamos con que puedan producirse repentinamente y desaparecer repentinamente, con que solamente pueden ser lo que son en un instante; todas estas apariencias, ya sean placenteras o terribles, adquieren, por esta prolongación temporal [Verlängerung] del arte, un aspecto tan antinatural que cada vez que volvemos a mirarlas la impresión se va debilitando y finalmente el objeto entero nos termina espantando o repugnando. (Lessing [1766] 1974: 24, énfasis mío)

Para comenzar, este rechazo de la representación de lo transitorio parece construirse a partir del criterio mimético de la “naturalidad” de los signos pictóricos: los signos de lo transitorio no contienen dentro de sí lo necesario para su correcta interpretación. Esto quiere decir que lo que se rechaza es que, a través de la mímesis estática de la imagen, se le otorgue el efecto de una “inmutable permanencia” a aquello que en su manifestación habitual no la tiene. Las imágenes de lo transitorio terminan entonces obstruyendo no solo su finalidad sígnica, sino también la de su goce estético, en la medida en que, a diferencia de las imágenes fecundas, a medida que pasa el tiempo (ante la imagen), sus impresiones sufren una despotenciación y no un incremento productivo por parte de la imaginación (“el objeto entero nos termina espantando o repugnando”).

Pero un examen más cuidadoso del fragmento nos conduce a otra pregunta: ¿cuál es exactamente la relación de lo transitorio con lo repentino y por qué esto último cobra un aspecto “antinatural” en la prolongación temporal que le concede la imagen? Como vimos, la estética de Lessing supone que todo signo está antecedido por los fenómenos intuitivos, que son la fuente primaria de toda imitación. No obstante, lo que Lessing llama aquí “repentino” no es un fenómeno de la intuición, sino, en últimas, una interpretación que se realiza a partir de una categorización arbitraria: es una “apariencia” que “de acuerdo con nuestros conceptos” solo puede ser lo que es en un instante. Repentino es entonces algo que ha pasado desapercibido a nuestra vista, por tanto, el “ver” lo transitorio es el resultado de un efecto de la imagen, no de la imitación del fenómeno intuitivo de lo repentino. La tendencia a olvidar este sentido efectual de lo transitorio conduce a malentendidos: lo transitorio no se refiere a una percepción genuina o inmediata.5 El error de la representación pictórica de lo transitorio surge cuando el artista pretende retratar algo que es repentino en cuanto que apariencia como si se tratase de algo que fuera realmente repentino, en cuanto que entidad. Al hacer esto, el artista intenta hacer de su percepción limitada una percepción absoluta, ignorando el hecho de que, de entrada, el intento de captar visualmente la naturaleza de lo repentino está condenado al fracaso. El artista que pinta de esta manera no entiende que la condición de su visión de lo repentino, es un “fallo de la visión” (Bohn 2016: 60). En corto, dada nuestra ceguera hacia lo repentino, lo transitorio es más un concepto que una intuición.

El momento de máxima intensidad afectiva es excluido del instante fecundo por ser el ejemplo paradigmático de algo transitorio: trátese del júbilo hilarante o del dolor extremo, los gestos que el cuerpo adopta durante el momento de mayor exaltación anímica son siempre fugaces. Por esta razón, estos son los momentos más inadecuados para representar de forma clara un contenido emotivo. La imagen de un Laocoonte que “gritara sin cesar” acabaría por desdibujar por completo la personalidad del héroe troyano. Pues le daría la expresión de una “impotencia afeminada” o de la debilidad anímica de un niño y no el carácter decidido y valeroso descrito por Virgilio (Lessing [1766] 2015: 61). El veto de lo transitorio en la pintura se basa, pues, en un juicio sobre la fecundidad en términos de la comprensibilidad y potencial semántico de la imagen.

Uno de los ejemplos escogidos por Lessing para ilustrar la norma del instante fecundo es el desaparecido cuadro de Timómaco que representaba el trágico desenlace de Medea, quien, poseída por los celos, decide vengarse de su esposo matando a sus propios hijos. De acuerdo con la écfrasis de Plinio el Viejo en su Historia natural, el pintor rehusó retratar a Medea en el instante en que comete el infanticidio y se decidió por los instantes previos. La opción del artista concuerda entonces con la doble justificación del instante fecundo. De un lado, el cuadro recoge una extensión temporal amplia: Timómaco no se limita a representar el crimen, cuando la decisión de Medea ya está tomada, sino que representa el proceso mismo de la deliberación, “cuando el amor de madre está luchando todavía con los celos” (Lessing [1766] 2015: 62). De otro lado, la fecundidad de la elección consiste en que, al negarse a presentar visualmente lo extremo, el pintor permite que el espectador lo imagine.

Es evidente [...] que él fue capaz de comprender y conectar entre sí de manera excelente aquel punto, en el cual el observador piensa en lo extremo, no tanto le ve; aquella apariencia, con la cual no conectamos necesariamente el concepto de lo transitorio como para que nos tenga que disgustar su prolongación temporal misma en el arte. (Lessing [1766] 1974: 26, énfasis mío)

La negación del punto máximo de emotividad que el instante fecundo exige a la pintura no tiene lugar en el campo de la poesía, porque las palabras son capaces de dar a lo transitorio su propio valor estético. El lenguaje se encuentra, por su propia constitución medial, en “una relación adecuada” con la sucesión de una acción a otra. Por esta razón, los gritos del Laocoonte en el texto de Virgilio son, por horrendos que sean, un eslabón más en una cadena narrativa y su efecto no tiene la “inmutable permanencia” que tendría en una imagen fija. El poeta entonces tiene licencia para procesar artísticamente incluso la fealdad de un instante como el del grito, porque esta fealdad siempre aparece en una etapa de transición de nuevas relaciones, contrastes y conexiones. El arte de las palabras le da la libertad al poeta para saltar de un momento a otro sin que tenga que comprometerse con quedarse infinitamente en un momento, por decisivo que este sea:

Si quiere puede tomar todas las acciones de sus obras desde el punto en que se han originado y llevarlas hasta el fin a través de todos los cambios posibles. Cada uno de estos cambios, que al pintor o al escultor le costarían una obra nueva, a él le cuestan un solo rasgo. (Lessing [1766] 2015: 64)

Con estas observaciones, el logocentrismo de Lessing adquiere un matiz distinto. Ya no se trata tanto del acceso privilegiado a lo invisible ni de la inmaterialidad de los signos lingüísticos. Se trata ahora del efecto real de transición que produce en el lector-oyente la traducción de la puntualidad del instante a la procesualidad de las palabras. Es en virtud de esta posibilidad de transformar lo simultáneo a lo serial, permitido por la secuencialidad lingüística, que el poeta puede producir una impresión más profunda en quien lo escucha (véase Lessing [1766] 2015: 177). En relación con las acciones, el pintor solo puede hacernos adivinar el movimiento, mientras que en la poesía esta cualidad del dinamismo sigue siendo lo que es: un despliegue en el tiempo.

7. La insuficiencia del modelo semiótico-medial

La discusión sobre el instante fecundo y lo transitorio hace evidente la manera en que el Laocoonte se desarrolla bajo un modelo conceptual doble: de un lado este modelo es semiótico, porque parte del problema de la convencionalidad (la distinción entre signos arbitrarios y signos naturales), y de otro lado es medial, en la medida en que supone la distinción entre artes del espacio y artes del tiempo debido a las restricciones materiales y técnicas de cada forma de imitación.6

Sin embargo, también se hace evidente cómo dicho modelo no explica por completo la relación entre fecundidad y transitoriedad. Aunque este modelo justifica la separación del momento de mayor efecto estético del momento de mayor excitación afectiva (para el caso de las imágenes), no basta para entender en concreto cómo la representación de un único punto en el tiempo puede ser fecunda, i.e. cómo puede inducir un “demorarse” contemplativo en la imagen. Para que esta contemplación tenga lugar de forma prolongada y repetida, la tensión entre el objeto físico que se muestra en el espacio y la reflexión que se hace de él y que se despliega en el tiempo debe estimular tanto la percepción (“ver”) como el intelecto (“pensar”) de forma continua y acumulativa. No obstante, esta estimulación para Lessing no parece depender exclusivamente ni de la transparencia semámtica ni de la “sabiduría” técnica-medial del artista. En el análisis del cuadro de Timómaco, Lessing vincula la fecundidad con un tercer elemento: la participación activa e imaginativa del espectador en presencia de la imagen. Ver a Medea antes de tomar la decisión introduce la posibilidad de un resultado distinto a la historia, porque la irresolución de la escena hace que nuestra imaginación vaya “mucho más allá” de cuanto el pintor ha podido mostrarnos de este terrible momento. En lugar de lamentar el desenlace trágico del instante mismo del asesinato, afirma Lessing:

[...] quisiéramos que la permanencia en este estado que la obra de arte impone al personaje que representa correspondiera a la realidad, que esta lucha entre dos pasiones encontradas no hubiera terminado nunca, o que por lo menos hubiera durado hasta que el tiempo y la reflexión hubieran quitado fuera a la ira y hubieran asegurado la victoria a los sentimientos maternales. (Lessing [1766] 2015: 62, énfasis mío)

En este pasaje decisivo vemos cómo la fecundidad del instante seleccionado por el artista ya no está en relación únicamente con la univocidad del significado narrativo comunicado por la imagen ni con la superación alusiva de las restricciones mediales de las artes del espacio. Antes que remitir a una cosa, a un objeto o a alguna de sus propiedades, la fecundidad remite más bien a un efecto de apertura de sentido que la imagen posibilita y que se realiza a partir de ella misma. La pregnancia de finales distintos para el relato mitológico ocurre en virtud de un entrelazamiento dinámico del “ver” con el “pensar” en un “creer ver” (“cuanto más vemos, más debemos ser capaces de pensar, y cuanto más lo pensamos, más debemos creer que lo vemos”). Contrario a la lectura exclusivamente semiótica-medial del Laocoonte, vemos que la exclusión de lo transitorio en el campo pictórico no se deriva directamente de las restricciones materiales de la imagen ni tampoco de una taxonomía sígnica. La regla del instante fecundo se puede deducir a partir de la premisa de que la representación pictórica debe “engañar”: el arte debe hacernos creer algo que no está fácticamente presente allí. Esta idea cobra más sentido cuando recordamos que para Lessing solo en virtud del efecto sobre el receptor tiene sentido una comparación intermedial entre obras concretas de arte visual y arte poético. En lugar de estar ante una estética semiótica, así, sin más, estamos más bien ante una estética de la recepción basada a su vez en una teoría del arte como (efecto de) ilusión.

Es por esto que aquí he dicho que lo transitorio y el instante fecundo son conceptos en tensión, y no necesariamente en oposición. Desde un paradigma semiótico-medial, es fácil entender por qué Lessing no niega que podamos ver en la imagen una acción transitoria en progreso: lo que niega es que esta ilusión pueda llamarse “natural”, en la medida en que existe una discrepancia entre el modo en que actúan los cuerpos en el espacio y el modo de representación de los signos pictóricos. Ahora bien, lo esencial para Lessing es que esta discrepancia entre realidad fenoménica y representación pictórica puede superarse imaginativamente, y que tal superación no depende de una mera compensación de la falta de naturalidad de los signos pictóricos, porque lo que está en cuestión no son las condiciones para el desciframiento del significado de la imagen, sino las condiciones para modificarlo y trascenderlo. Tampoco se explica esta superación a partir de las restricciones mediales y técnicas de la representación, sino a partir de las posibilidades que se abren una vez se han cumplido las condiciones mediales de manifestación pictórica: el propio soporte material (“cuerpo”) de la imagen es el que le confiere a esta la dimensión temporal que su forma estática de representación le niega. Las imágenes materiales son -piensa Lessing- objetos en el mundo que despliegan su existencia en un continuum espacio-temporal, de modo que la pintura y la escultura, aunque son artes del espacio, también gozan de una temporalidad por derecho propio. En cuanto que cuerpos, las imágenes “duran, y en cualquier momento de esta duración pueden ofrecer un aspecto distinto o contraer relaciones distintas con las demás cosas” ([1766] 2015: 140).

Esta duración de la imagen, propiciada por su anclaje material, permite comprender cómo es posible la representación pictórica del tiempo. La imagen fija no es capaz de representar el tiempo como tal, esto es, no es capaz de concederle “inmutable permanencia” a lo repentino; pero sí que puede representar lo transitorio de modo indirecto y retrospectivo, es decir, en virtud de un efecto que tiene lugar en el tiempo, con el pasar del tiempo. De ahí que para Lessing el primer contacto que tenemos con una obra sea definitivo, porque en la primera “mirada” se define si encontramos algo que nos incite a permanecer frente a ella o no ([1766] 1974: 86). El vehículo material de la imagen y su permanencia en el tiempo es, pues, una condición necesaria para la representación de lo transitorio en imagen. A diferencia de lo repentino, frente a lo cual el ojo es ciego, lo transitorio es algo que se deja pensar gracias a lo que el ojo ve.

En otras palabras, aunque la visión de lo transitorio exige una superación de lo fáctico, que depende de la actividad complementaria de la imaginación, esta superación es relativa, no absoluta: la ilusión no existe de forma separada del aspecto sensible de la imagen. Wellbery define la ilusión como “la presencia-en-mente [presence-to-mind] de un objeto existencialmente ausente” (1984: 105). Y para ello se basa en las palabras del prólogo del Laocoonte: “tanto la una como la otra [la poesía y la pintura] ponen ante nosotros cosas ausentes como si fueran presentes” ([1766] 2015: 43). Pero la definición de Wellbery no solo es imprecisa por el hecho de que Lessing pone estas palabras en la boca del Liebhaber, del amante de las artes, y no en la en la del filósofo ni en la del crítico (que es la suya propia). También es imprecisa porque los finales distintos que “quisiéramos” ver en el cuadro de Medea no se corresponden con ella. Estos finales se explican más bien como el producto de un aumento recíproco del ver y el pensar en el que no es posible dejar atrás el objeto de la intuición en favor de una representación pura o una mera “presencia en mente”. Justamente la presencia material de la obra es la que permite una contemplación repetida que retroalimenta y actualiza progresivamente la actividad del pensamiento y de la percepción. Es más preciso afirmar que, usando las palabras de Lessing, la ilusión se concreta cuando lo que vemos se vuelve indistinguible de lo que creemos ver, cuando lo que se mira y lo que se imagina coexisten como el antes y el después del momento retratado. La obra de arte física concreta no puede descartarse, porque su función no es solo sígnica, es decir, no se agota en desencadenar una interpretación correcta o incorrecta en el espectador. Su función es sobretodo efectual: la imagen es parte constitutiva de la ilusión, si por esto último se entiende un proceso que es puesto en movimiento en conexión con una presencia ad oculos y no con algo “existencialmente ausente”.

En síntesis, la doctrina del instante fecundo y su relación con lo transitorio se aleja significativamente de las discusiones semióticas de los antecesores y contemporáneos de Lessing en la medida en que la pregnancia para él no es ni una propiedad del objeto sígnico ni tampoco del sujeto que lo interpreta. Pertenece al vínculo de interconexión que se establece entre ambos: su naturaleza es relacional. La expresión “instante fecundo” es, pues, metafórica: un instante es fecundo solo en la medida en que abandona la intención de realizarse en un coup d’oeil único. El concepto revela una estructura metafórica latente en la pintura: la imagen produce un efecto, pero a largo plazo (véase Bohn 2016: 63). La interpretación semiótica no alcanza a entender este acto de translatio entre el ver y el pensar, porque no reconoce que aquello de lo que la imagen está “preñada” no es un “significado” que pueda ser expresado discursivamente, sino “un potencial de representación que trasciende todos los significantes” (Mülder-Bach 1992: 23). En otras palabras, no reconoce que el fin último de la imagen no necesariamente se corresponde con el fin último de los signos. No es volviéndose transparente para dejar ver claramente aquello que representa como la imagen explota todo su potencial de sentido, sino, por el contrario, intensificando la opacidad de su estatus ontológico como “objeto híbrido” (Alloa 2015: 3) en virtud de la cual las imágenes son “cosas” al tiempo que son “eventos” que suceden en el mundo.

8. La figuración del lenguaje

La crítica implícita de Lessing a lo que aquí hemos llamado el modelo semiótico-medial permite destacar un punto a veces considerado marginal. Me refiero al énfasis que él pone en el hecho de que la poesía puede (y debe) dotar de rasgos de significación natural a los signos arbitrarios del lenguaje. De un lado, en sus Paralipomena, Lessing afirma que la manera apropiada de hacer poesía (p.e. Homero) consistía en conferir a los signos lingüísticos la “dignidad y poder de lo natural” gracias a un empleo óptimo de las figuras retóricas.

La imposibilidad de la pintura para usar estos medios [retóricos] dota a la poesía de una gran ventaja, en la medida en que tiene signos con el poder de los naturales, mientras que debe, sin embargo, expresar estos signos a través de lo arbitrario. (citado en Lifschitz 2017: 197)

De otro lado, Lessing no solo admite que la poesía puede usar signos arbitrarios y naturales. Además sostiene que, mientras la perfección de la pintura disminuye mientras más emplee signos naturales de manera arbitraria (alegorías), la poesía se refina en la medida en que sus signos arbitrarios se acerquen a la naturalidad. La poesía, escribe él, se distingue de la prosa y la supera en la medida en que es capaz de “elevar” sus signos arbitrarios a los naturales (véase Lifschitz 2017, 203). En ese sentido, para Lessing, “el poeta tiene que pintar siempre” ([1766] 2015: 147). Pero, ¿no contradicen estas observaciones las palabras del prólogo, donde él reniega de la “manía descriptiva” que convierte al poema en una pintura con palabras? En absoluto. La transformación de lo arbitrario en natural no tiene que ver con el cambio en las propiedades de los signos empleados, esto es, que las palabras emulen la labor del pincel, sino con un cambio en el efecto que estos causan en el receptor. “Pintar con palabras” no se refiere a una enumeración predicativa de los rasgos de los objetos, tal y como se presentan al ojo. Se refiere más bien a la posibilidad de que las palabras “muestren” vívidamente al objeto en su presencia y unidad global ante la imaginación.

Contradiciendo las ideas del conde Caylus, para quien el valor de un poema radicaba en la utilidad que le reportaba al pintor, o sea, en cuántos cuadros el escritor le ofrecía al artista plástico, Lessing desarrolla el concepto de “cuadro poético” [poetisches Gemälde]. Un poema puede carecer de imágenes verbales y, sin embargo, ser sumamente fecundo para las artes pictóricas (Lessing [1766] 2015: 136). El paraíso perdido (1667) de John Milton, por ejemplo, es para Lessing una obra maestra, porque lo que cuenta en ella es la estimulación del “ojo interior” [inneres Auge], no la del “ojo corporal” [leibliches Auge]. Mitchell (1986: 35) ayuda a entender cómo opera en la poesía de Milton este tránsito de una concepción de la imagen en sentido visual a una en sentido invisible y verbal. El momento crucial de la obra, la creación de Adán y Eva como imago dei, no se caracteriza por descripciones detalladas de los rasgos visibles de los escenarios o los personajes. La atención del poeta se vuelca, más bien, hacia las cualidades y atributos compartidos con el Creador que no son ópticos, sino de tipo espiritual.

El concepto de cuadro poético se opone entonces al de “cuadro material” [materielles Gemälde]. Según Lessing, el primero está constituido por palabras, el segundo, por “figuras y colores en el espacio”. Pero las palabras en el cuadro poético conforman una unidad tal que “cada rasgo, cada conexión entre varios rasgos por medio de la cual el poeta nos presenta su objeto [está configurada] de un modo tan sensible [sinnlich], que nos hacemos conscientes de este objeto más claramente que de sus palabras” (Lessing [1766] 1974: 99). A esta forma de presentación vívida del objeto Lessing la denomina “pictórica” [malerisch], porque se apropia del grado de ilusión propio de los cuadros materiales. Con ello, el Laocoonte restituye un antiguo topos de la retórica grecorromana: la posibilidad de que, en virtud del uso de ciertas técnicas narrativas, como figuras discursivas o del pensamiento, los oyentes olvidaran el hecho de que alguien les estaba hablando y empezaran a creer que veían aquello que se les estaba describiendo. Las palabras griegas enárgeia [vivacidad] y enérgeia [actualidad], así como sus equivalentes latinos evidentia e illustratio, hacen referencia a este poder de persuasión icónica del lenguaje (Van Eck 2015: 31). Lessing, por su parte, vincula de manera acertada su noción de cuadro poético con lo que los clásicos llamaron “fantasías” [Phantasien] o “sueños de despiertos” [egregoróton enúpnia]. Justamente, le parece más correcto el término “fantasía poética” que el de “cuadro poético” para referirse a esta figuración lingüística capaz de generar un efecto parecido al de las imágenes materiales ([1766] 2015: 137).

Ahora bien, ¿en qué radica la vivacidad [Lebhaftigkeit] de un cuadro poético? De acuerdo con Lessing, en la habilidad de emular la percepción visual como la presencia de un todo dentro de un único instante presente:

Lo que los ojos ven de un golpe, el poeta nos lo va enumerando lentamente una cosa tras otra, y a menudo ocurre que al llegar al último rasgo nos hemos olvidado ya del primero. Sin embargo, es a partir de estos rasgos como debemos formarnos la idea de un todo [ein Ganzes bilden]. ([1766] 2015: 148)

Tal emulación no consiste en la reproducción detallada de la impresión física del objeto, para lo cual basta la descripción analítica de sus elementos, sino en una manera específica de presentar la unidad que emerge del enlace de las partes del objeto entre sí. Para que el cuadro poético alcance este fin, el lenguaje no debe agotarse en su función semiótico-representativa, ni tampoco en su finalidad comunicativa. No interesa simplemente que el oyente “entienda lo que se le dice”, ni tampoco únicamente “lograr conceptos claros y precisos” (Lessing [1766] 2015: 150). Lo esencial es, pues, la idea del conjunto, no la confrontación de elementos discretos y aislados. Una “luz superior” debe aparecer repartida por igual sobre tales elementos. Solo así puede nuestra imaginación “recorrerlos todos con la misma rapidez” y entonces “recomponer de un golpe lo que en la Naturaleza se ve también de un golpe” (Lessing [1766] 2015: 149).

Nuevamente, Homero le sirve a Lessing para ilustrar cómo el lenguaje puede explotar su potencial icónico. Cuando este quiere mostrarnos de qué modo va vestido Agamenón no procede a la enumeración fría de los accesorios que le atavían, sino que “vamos viendo los vestidos conforme el poeta va pintando la operación de vestirlo” ([1766] 2015: 143). En efecto, se trata de accesorios en movimiento: aditamentos que siempre aparecen ligados a acciones concretas del personaje. Los epítetos complementan narrativamente un suceso y no describen simplemente las propiedades visibles del atuendo (“colgó del hombro la espada tachonada de clavos de plata”). Vemos aparecer ante nuestros ojos el modo y la manera en que los elementos van formando una unidad, no la reseña pormenorizada de las características físicas de la indumentaria. Lo más relevante aquí es la acción, no el aspecto.

Espero que todo lo dicho hasta aquí permita entender mejor porqué es incorrecto concebir el Laocoonte simplemente como una refutación del ut pictura poesis. Más que ser un tratado donde se establecen “límites” [Grenzen] fijos entre las artes, el texto de Lessing reflexiona sobre las “fronteras” [Grenzen] entre las mismas (véase Mitchell 2017). Una frontera es mucho más que una línea divisoria entre dos territorios. Como zonas de tránsito, de comercio y de interconexión entre los países, las fronteras demarcan áreas imprecisas donde las “normas” funcionan bajo dinámicas sui generis. En ocasiones, las fronteras se vuelven regiones de conflicto. De manera análoga, las fronteras entre la poesía y la pintura son concebidas por Lessing como franjas de discordia y reconciliación, de separación y acercamiento. Al igual que las imágenes pueden representar fecundamente lo transitorio en virtud de una transferencia metafórica de su temporalidad inherente, así las palabras pueden representar gráficamente la sensación vívida del conjunto de un objeto haciendo uso de una transferencia similar. En ambos casos, se trata de un acto de metábasis que no le pertenece en modo alguno ni al lenguaje ni a las imágenes de forma exclusiva. Boehm llama iconicidad [Bildlichkeit] a esta transposición que se ubica en la frontera entre lo que se dice y lo que se muestra y cuya movilidad inherente ya destaca el concepto latino de figura.7 Tomando como caso de estudio las ideas que Lessing desarrolla en el Laocoonte, he intentado señalar porqué la figuración de las imágenes y las palabras exige ir más allá de la comprensión sígnica de las mismas.

En un artículo reciente, Wellbery (2017: 60) parece aceptar el hecho de que la tradicional aproximación semiótico-medial al Laocoonte, aunque desde cierta perspectiva es completamente correcta, dado que la contribución de Lessing a la teoría de los medios y la semiótica es “inmensa”, deja sin explorar los aspectos más interesantes del libro. Lo anterior significa que Lessing, más que ser un mero representante de la estética semiótica racionalista, se sitúa en un punto de inflexión que posibilita lecturas alternativas de sus ideas. De hecho, leído con atención, el Laocoonte desarrolla una concepción teórica de la imagen bastante afín a algunos discursos recientes que critican la reducción sígnica de las imágenes.8 Dos razones explican esta afinidad. La primera, porque el llamado de Lessing a trascender las impresiones sensoriales no se agota en alcanzar una claridad semiótica que se realiza en una esfera representacional, sino que se dirige a una intensificación imaginativa de la percepción misma; y la segunda, porque la interdependencia entre palabra e imagen y sus actos de translatio recíprocos implican un problema retórico que se resuelve en casos concretos y no solo una cuestión que se pueda dirimir elaborando distinciones generales entre tipos de signos, por sofisticadas que estas sean. A mi juicio, estos aspectos de la aproximación de Lessing son claves para entender cómo, a pesar de sus concesiones a la idea de la belleza sosegada de los griegos y a la ortodoxia estética que establecía jerarquías entre las artes, figuras de la talla de Aby Warburg o Erwin Panofsky encontraron en sus ideas una fuente de inspiración para dejar atrás el clasicismo ilustrado y abrazar una versión más científica del discurso sobre las imágenes artísticas de la Antigüedad.

Referencias

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1 Véanse Fastelli 2018: 5 y Kwiatkowski 2017: 47.

2La expresión se encuentra en la Ars poetica (361-5) de Quinto Horacio Flaco. Sin embargo, para la época de Lessing el dictum había cobrado significado por sí mismo, por ejemplo, en la doctrina anglosajona de las “artes hermanas” [Sister Arts]. Con harta frecuencia su interpretación difería mucho de la intención original del poeta romano, que era ante todo la de hacer una reflexión sobre retórica, no sobre las artes figurativas (véase Trimpi, 1973).

3Véase Lessing [1766] 2015, 140ss; [1766] 1974, 101 ss. Exceptuando las citas tomadas de la versión en español, todas las traducciones del texto original en alemán son mías.

4Véanse Constantinescu 2006: 66 y Mülder-Bach 1992: 17.

5La crítica de Johann Gottfried von Herder al Laocoonte es un excelente ejemplo de este malentendido. Herder (1769: 108) asume que el concepto de transitorio de Lessing designa algo real en el mundo fenoménico, lo cual es desacertado.

6Aunque dirige algunas críticas contra este doble modelo, Wolf (2005) reconoce que el rechazo de lo transitorio basado en la antinaturalidad de la imagen resultante es un “vestigio” del modelo conceptual más antiguo, que es la distinción entre signos naturales y arbitrarios: mientras que esta distinción es central en sus Paralipomena, en la publicación final parece hacerse más relevante la distinción entre artes espaciales y temporales. No obstante, su crítica no excluye el hecho de que estas ideas más antiguas siguen operando en el texto publicado.

7Véase Boehm 2017: 62; 2007: 36.

8Veánse Wiesing 2004: 96 y Brandt 2004: 46.

Recibido: 15 de Julio de 2021; Aprobado: 27 de Octubre de 2021

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