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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.58 Buenos Aires mar. 2022

http://dx.doi.org/10.36446/be.2022.58.254 

Artículos

EL FINAL DEL ARTE. Huidobro y Oteiza

The End of Art: Huidobro y Oteiza

Gabriel Insausti1 

1Universidad de Navarra

Resumen

Jorge Oteiza (1908-2003) se refirió varias veces al poeta chileno Vicente Huidobro, a quien trató en Santiago de Chile entre 1935 y 1937. Se trata de un capítulo poco conocido y menos documentado de su trayectoria, pero del que se desprenderían con el tiempo importantes consecuencias. La documentación conservada en el archivo de la Fundación Oteiza incluye tres escritos inéditos que permiten reconocer la influencia del poeta chileno y su vanguardismo cosmopolita en la evolución del pensamiento estético oteiziano.

Palabras clave: Estética hispanoamericana; Hegel; historia del arte; vanguardia; realismo socialista

Abstract

Jorge Oteiza (1908-2003) referred quite often to Vicente Huidobro, the Chilean poet, whom he met in Santiago de Chile in 1935. It is a rather unknown and enigmatic episode of his career, but in time it would bring important consequences. The archives at Fundación Oteiza include in fact three essays that provide a glimpse of the influence of the poet in the evolution of the young artist’s aesthetic thinking, especially as regards his understanding of the end of the avant-garde enterprise, an aspect that would remain constant throughout Oteiza’s career.

Keywords: Hispanic American aesthetics; Hegel; history of art; avant garde; socialist realism

La sombra de Hegel

Jorge Oteiza (1908-2003) cerró en 1959 su trayectoria escultórica en un proceso que explicó en Propósito experimental (1957), “El final del arte contemporáneo” (1960) y otros escritos. Sus ensayos de la siguiente década, Quousque tandem! (1963) y Ejercicios espirituales en un túnel (1965, pero publicado en 1983), testimonian el esfuerzo por reinterpretar ese final conclusivo dentro de un marco más amplio. Tres documentos inéditos, “La poesía diurna de vh”, “El artista y la educación para la paz” y “La nueva interpretación marxista del arte”, conservados en la Fundación Museo Jorge Oteiza (en adelante, fmjo), arrojan sin embargo nueva luz sobre la lectura de ese final que el propio artista proponía.

Que el final oteiziano está relacionado con el desarrollo de las vanguardias históricas y que en esa visión jugaba un papel Huidobro no es cosa difícil de adivinar: en el momento en que se conocieron, en la primavera 1935, se trataba de un artista plenamente consagrado y recién regresado a Chile de su larga estancia en París, donde había conocido a Picasso y Apollinaire y entablado amistad con Gris, Lipchitz, Léger, etc., es decir, con algunos de los artistas que el joven Oteiza situaba en el origen de su genealogía. Conocer a Huidobro equivalía rozarse con una vanguardia internacional de la que solo tenía noticia a través de las revistas y el escultor se refirió a él varias veces: en Existe Dios al noroeste lo consideraba uno de sus tres poetas predilectos (1990b: 6) y en Quosque tandem! citaba las últimas líneas del prefacio a Altazor (1963: 59). La documentación conservada en el archivo de la Fundación Oteiza (Alzuza, Navarra) incluye además un ejemplar de la novela huidobriana Papá o el diario de Alicia Mir, con una dedicatoria de la poetisa argentina Ofelia Zúccoli, otro de Saisons choisis, sin notas, y otro de la edición de 1931 de Altazor, con varios subrayados.

El origen de esta relación, poco conocida y explorada únicamente por Niall Binns (véase 2006) y Elixabete Ansa (véase 2019), puede precisarse. En su poema “La ventana”, por ejemplo, evocaba Oteiza: “en mi aparador de recuerdos / Blancaluz se levanta las tetas con las manos ríe […] /cierra la ventana / sigue Blancaluz en Santiago ríe” (2006: 387). Un retrato coherente con el mito erótico en el que la escritora uruguaya Blanca Luz Brum -recuérdese el célebre episodio relatado por Neruda (1974: 162-163)- se había convertido al romper con Siqueiros. Es muy posible que Brum, que tras esta ruptura recibió la hospitalidad de Huidobro, acogiese a su vez a Oteiza durante un momento de apuro económico. En cualquier caso, la documentación conservada certifica que el artista pudo conocer a Huidobro con ocasión de la conferencia que impartió a su llegada a Santiago en primavera de 1935, pues el poeta le honró con su asistencia (según recuerda el propio Oteiza en sus escritos, fmjo, Archivo, nº de registro 19655_4); a los cuatro meses exponía Oteiza en el Museo de Bellas Artes e incluía entre las piezas de su “Encontrismo” -una variante personal del objet trouvé- su Homenaje a Altazor, realizado con dos cantos rodados; además, de acuerdo con el testimonio de Oteiza (fmjo, Archivo, nº de registro 19655_4) el poeta declaró ante esa pieza que nadie había interpretado mejor su largo poema; y por Volodia Teitelboim (2002: 202) sabemos que en las tertulias en casa de Huidobro “aparecía, tocado por una eterna boina, siempre con una mujer al lado, el escultor vasco Jorge Oteiza”. La estancia santiaguina de Oteiza, entre la primavera de 1935 y el verano de 1937, habría girado en torno al círculo de Huidobro, en una experiencia iniciática.

El ambiente que presidía esas reuniones -de las que participaban, además del propio Huidobro, Eduardo Anguita, Teitelboim y Blanca Luz- contiene un indicio de las ideas que Oteiza vertería más tarde. Por un lado, las letras chilenas se habían conmocionado con la aparición de la Antología de poesía chilena nueva (1935), a cargo de Anguita y Teitelboim, que suscitó las conocidas polémicas con Neruda y Pablo de Rokha, de las que Oteiza pudo aprender la retórica de la diatriba con la que irrumpió en la cultura vasca tras su regreso. Por otro, estos escritores se hallaban en ese momento implicados en una intensa actividad política: Huidobro no cesaba de proclamar su militancia comunista, Blanca Luz se implicó de lleno en la campaña de 1937 y Teitelboim, militante de las Juventudes Comunistas, llegaría a ser diputado y más tarde Secretario del Partido. Se trataba no obstante, en el caso de Huidobro, de un hombre perteneciente a la alta burguesía y en cuyas proclamas de la década anterior no cuesta distinguir, más que la voz de Marx, un eco difuso de Hegel y del idealismo alemán: el rechazo de la imitación en Non serviam tenía su referente último en “La relación de las artes figurativas con la naturaleza”, de Schelling; la propuesta de “crear un poema como la naturaleza hace un árbol” contenía un eco lejano de la idea schellingiana de natura naturans; la división tripartita de las fases de todo estilo artístico en “La création pure” -arte “inferior al medio”, “en equilibrio con el medio” y “superior al medio”- suponía un intento de “historizar” el arte heredero de las categorías -”lo “clásico”, lo “romántico”, su “disolución”- que Hegel había propuesto en su Estética; y su afirmación de que la vanguardia “ha vuelto a poner de moda los problemas estéticos como en los tiempos de Hegel” (Huidobro 2003: 1302) no podía ser más explícita. Sobre todo, la subsiguiente idea de Huidobro de que el cometido del arte no es ya “imitar las apariencias” de la Naturaleza sino emular “el fondo de sus leyes constructivas” (2003: 1305), casaba con el rechazo de la noción mimética que había prevalecido desde el Quattrocento y con el encaminamiento constructivista de Oteiza. Por fin, con sus poemas sobre el fin de la Gran Guerra -Hallali y Tour Eiffel, principalmente- Huidobro había desarrollado una imagen quiliástica y proclamado la llegada de una suerte de Edad del Espíritu lejanamente heredera del hegelianismo. Una nueva era se abría paso: a los ojos de estos artistas, la política solo trasladaba a la acción lo que el arte venía proclamando.

Oteiza era susceptible de secundar algunas de estas manifestaciones. Sus primeros intentos de sistematizar la pluralidad de los estilos en Goya mañana (1997: 17-18) se tradujeron en una tripartición heredera de la lectura huidobriana de Hegel, su idea de la tarea artística es eminentemente historicista, su pensamiento conoce articulaciones dialécticas (sobre todo, la relación entre masa y vacío) y entre sus poemas encontramos uno que se titula sencillamente “Soy un hegeliano”. Y, lo que le atañe de modo más directo, sus lecturas americanas incluían a Croce y a Heidegger.1 El primero recordaba en su Estética la naturaleza cognoscitiva del arte según Hegel y apuntaba que su encomio constituía un “elogio fúnebre” ([1902] 1945: 336-337) de las artes. El segundo, en El origen de la obra de arte (1950, pero procedente de una conferencia de 1935), afirmaba que “la esencia del arte sería el ponerse a la obra de la verdad de lo ente” (2016: 57), y en la medida en que situaba al arte en el ámbito de la verdad y no solo de la belleza se remitía igualmente a Hegel (previa advertencia de que esa verdad no consiste en la simple adequatio escolástica sino en el “desocultamiento”). A partir de estas y otras referencias, la profecía hegeliana -si es que supone tal profecía- ha sido objeto de un número abrumador de estudios coetáneos de las manifestaciones de Oteiza. El fin vanguardista del arte, atisbado por un Huidobro de lenguaje milenarista, formaba parte de un clima común.

Es más, puede decirse que esta ingente bibliografía empezó a proliferar precisamente a partir del final conclusivo de Oteiza: en L’idea di artisticità (1962) Dino Formaggio partía de una aproximación fenomenológica que a través de la idea banfiana de “esteticidad” concedía al arte cierta autonomía respecto de la estética, y en consecuencia descartaba una lectura demasiado normativa de Hegel; en Die Reise der Kunst ins Innere (1966) Erich Heller leía el arte moderno como un viaje hacia la “interioridad” y tomaba la hegeliana “muerte del arte” por una profecía cumplida; en Hegels Dialektik (1971), Gadamer insistía en esta idea, señalaba que el arte ya no alcanza lo divino sino que describe el trayecto de una reflexión de la conciencia y reconocía en el planteamiento de Hegel una superación de la idea de símbolo de Creuzer; en “Hegel on the Future of Art” (1974), Karsten Harries diagnosticaba el aparente agotamiento del imaginario occidental y el carácter de “pasado” que asociamos al arte, en una nueva lectura de la afirmación hegeliana como profecía; en Äesthetik und Geschichte (1976) y Die Unbefriedigte Aufklärung (1979) Jörn Rüsen y Willi Oelmüller respectivamente aplicaban las ideas de Hegel al estudio del arte contemporáneo y tomaban a este último como “manifestación metateorética de la razón”; en Beauty and Truth: A Study of Hegel’s Aesthetics (1987) Stephen Bungay rechazaba la idea del arte como “filosofía imperfecta” y la interpretación de la estética hegeliana según la cual daría en una actividad superflua; y Terry Pinkard argüía en Hegel: A Biography (2000) que en torno a la “profecía” hegeliana se había suscitado un malentendido, que el arte siempre será necesario en la medida en que constituye el único modo de ofrecer la idea en una forma sensible y que se trataba únicamente de advertir que ya no podía producir obras cuyo significado quedaba encerrado en la obra misma. Las fechas no solo sugieren un Zeitgeist lúgubre en el que, como señala Gadamer (1991:19), la “muerte del arte” se alza como “sombra protagonista del arte moderno, en el que se proyecta como desvanecimiento de lo trascendente”; sugieren además dos familias de interpretaciones ─la literal o “profética” y la atenuada o “hermenéutica” ─ e invitan además a precisar qué relación existe entre el abandono oteiziano de la escultura en 1959 y su interpretación del “hegelianismo” huidobriano.

Finales

Para comprender la lectura hegeliana de Huidobro en manos del Oteiza de 1963 es preciso entender primero desde qué óptica se arrojaba esa mirada retrospectiva, esto es, cómo había tenido lugar el final de su arte, cuatro años atrás. Cabe distinguir en su trayectoria tres líneas argumentales. La primera es la estrictamente plástica, y en ella el desenlace no constituye una interrupción sino una “conclusión”, la llegada a un resultado previsto hasta cierto punto en la premisa. ¿Cuál? La de que, siguiendo la ley de proporción inversa enunciada en “Propósito experimental” ─ “a escultura menos complicada, un espacio libre más atractivo” ─ Oteiza estaba condenado a terminar, como él mismo lo expresaba, “sin escultura entre las manos” (1988a: 224). Se trataba de un regreso al constructivismo, pero no en la lógica del mero revival sino como una asunción de los desafíos contenidos en la tentativa para llevarlos a sus últimas consecuencias. De hecho, no es imposible trazar un parentesco entre algunos ejemplos de entreguerras y las últimas realizaciones plásticas de Oteiza: las piezas de pared recuerdan en ocasiones a los contrarrelieves de Tatlin; las cajas vacías de nuestro artista delatan cierta similitud con los volúmenes cúbicos de Kobro; los “astrolabios” de Rodchenko y las variaciones sobre tema esférico de Gabo de 1937 serían el antecedente más claro de la oteiziana Desocupación de la esfera (1958); y las Conclusiones A y B para Mondrian (1972) o el Homenaje a Van Doesburg (1958) harían explicita esta referencia. Sin embargo, más allá de estas semejanzas puntuales, Oteiza se reivindica como el artista que desarrolla un principio fundamental que yace en la base del constructivismo: la adopción del espacio como objeto fundamental de la escultura.

Los constructivistas rusos en particular habían reivindicado el espacio como un material más: en su “Manifiesto del realismo” Gabo y Pevsner (1993: 216-217) renunciaban a “la escultura en cuanto masa” y al volumen como “forma espacial plástica”, mientras que en “La composición del espacio” Kobro y Strzeminski (1989: 216) sostenían que “encerrar una escultura, estableciendo una oposición entre ella y el espacio, le arrebata su carácter orgánico”. Si a principios de los cincuenta Oteiza había retomado el impulso geométrico del Cézanne que predicaba la reductibilidad de las formas de la naturaleza al cubo, el cilindro y la esfera, proponiendo como módulo formal el hiperboloide de Unidad triple y liviana, durante la segunda mitad de la década entronca con este constructivismo ruso y abandona definitivamente toda preocupación figurativa para adoptar como elementos sintácticos las formas puras de la geometría. Esta “biología del espacio”, como la llamó el escultor, se encamina hacia su conclusión en el momento en que adopta un módulo elemental para la creación de formas: la “unidad Malevitch”, reconocible sobre todo en las cajas vacías, donde cada lado del cubo ha sido vulnerado por el trapezoide irregular del suprematismo, en un nuevo equívoco entre el sólido y el hueco, y donde la circulación del espacio a través del interior propicia un juego muy rico de superposición de formas. Definir un espacio sin ocuparlo por entero, evocar una forma liberándola de la masa mediante la “fusión de unidades livianas”, fue su procedimiento en la segunda mitad de los años cincuenta. El resultado era una volatilización de la estatua.

La segunda línea argumental nos remite a la conocida idea hegeliana de que la obra de arte no es solamente “para la aprehensión sensible” y la percepción de la belleza no constituye pues lo “último”, lo cual supone a su vez la constatación de que “la obra de arte no satisface nuestra necesidad de lo absoluto” y la contemplamos, en la célebre frase, como “una cosa del pasado” (Hegel [1835] 1990: 38). Y esta basculación hacia la subjetividad aparece claramente en la noción de experiencia estética que subyace a los escritos de Oteiza de los sesenta: su insistencia en que la obra de arte “no educa” y su confesión de que “me interesa más que la obra la explicación” (1963: 80), esto es, la interpretación, sugiere un argumento cercano a Pinkard y Gadamer, según el cual el encuentro con el objeto sería solo un momento de la experiencia estética, que encontraría su plenitud en la reflexión; también un indicio de su flagrante logocentrismo, manifiesto en episodios como el poema que publicó en la contracubierta de Existe Dios al noroeste, significativamente junto con una imagen de Homenaje a Mallarmé (1959), una de sus últimas piezas:

noté que de mis últimas esculturas salían palabras sentí que era el final así pasé de mi lenguaje de escultura lento y caro a esta economía de lenguaje (Oteiza 1990b)

Creo que la secuencia es muy reveladora, dentro de la autointerpretación oteiziana: el artista no abandonaba simplemente la escultura, de ella nacía el poeta y hermeneuta. También lo es la especificidad de estas actividades: contra la lentitud y la carestía de la producción plástica, la inmediatez de la escritura, cuyo atractivo es preciso comprender desde el contexto del franquismo tardío y la adopción oteiziana de un papel “profético” dentro de la cultura vasca; pero, sobre todo, es preciso reparar en el sustantivo, y no solo en los adjetivos. Decir que la escultura es un “lenguaje” supone reducir el objeto a un significante, y no un percepto. Y, contra el carácter relativamente autotélico de la obra de arte, pertenece a la esencia del signo remitir a otra cosa que sí mismo; lo suyo de un conjunto de signos, por definición, es que al decodificarlos quedan “atrás”, como una hegeliana “cosa del pasado” que sugiere una univocidad semántica inasequible para el objeto plástico. En sus “Declaraciones a la revista “Polityka” (1976) Oteiza proponía ese nuevo logocentrismo en un sentido muy claro: “Los medios actuales de información directa son suficientes para informarnos y para despertar nuestra conciencia, incluso mucho más eficaces que los del artista” (1988b: 256). Y en “El arte como escuela política de tomas de conciencia” (1990a: 29), expresaba su reconocimiento a Korzybski por haber convertido a la lingüística en una parte de su semántica general, y no a la inversa: objeto y palabra formaban parte de una misma familia, cuya función era la producción de significado.

La tercera línea atañe al intento oteiziano de leer cierta racionalidad en el despliegue de los estilos: su “Ley de los cambios” (1990), donde sostiene que en la historia del arte existe una oscilación entre dos polos y una secuencia temporal que cabe representar mediante la curva de la función seno, en la que tras una fase de “expresión” llegaría otra de “apagamiento”. Esta última sería la correspondiente al Igitur mallarmeano y a su propio final conclusivo, gemelo del que debería haber tenido lugar en Huidobro. La Ley contiene así un discurso no ya descriptivo de una serie de fenómenos sino abiertamente prescriptivo, de ahí las iracundas admoniciones oteizianas. En cuanto a la cronología, dado que el bosquejo de sus primeras formulaciones tuvo lugar en los escritos de la primera mitad de la década de 1960,2 sugiere una suerte de circularidad: ¿convertía Oteiza en categoría su propio caso particular o se aplicaba a sí mismo las conclusiones de esa especulación teórica?

Sea como fuere, es obvio que la Ley forma parte de un intento de elucidación de la historia del arte desde un esquema dialéctico que presupone a) la finitud de las posibilidades formales (tras cuyo agotamiento se iniciaría la segunda fase); y b) la historicidad radical de la obra de arte como resultado de la idea occidental de cambio (impensable en la inmovilidad egipcia o bizantina, por ejemplo). Un esquema dual que nos resulta familiar, pues lo comparten autores muy diversos: por remitirme a los más próximos, Wölfflin -a quien Oteiza cita en Ejercicios, pero curiosamente no en Ley de los cambios- adelantaba en el prefacio a Renacimiento y barroco que su propósito era “observar la ley que permitiría vislumbrar la vida interna del arte” (1986: 11); Eugenio d’Ors, un autor con quien Oteiza protagonizó un enfrentamiento en 1949, había aplicado ese dualismo a su idea de los “eones” clásico y barroco en Lo barroco (1935); y en el mismo año en que Oteiza daba su trayectoria por concluida Clement Greenberg afirmaba en “The Case for Abstract Art” que “toda tradición cultural tiende a corregir un extremo yendo al opuesto” ([1959] 1993: 79). Lo que estas tentativas ilustran, y lo que se reedita en la Ley oteiziana, es por consiguiente un movimiento inmanente a las formas, esto es, una afirmación tácita de la autonomía del arte que bebe de la noción de Kunstwollen de Riegl, y una oscilación pendular; en el caso de Oteiza se pone de manifiesto además una voluntad sistemática en la que la narrativa estaría prevista desde un principio, en un corolario del organicismo inoculado por su temprana lectura de Spengler: Hasiera da amaiera (1963: 59), “el principio es el final”, solía repetir para resumir la idea. En su Ley la fase de desarrollo de la expresión y la de apagamiento, por tanto, pertenecen a la misma narrativa, al mismo movimiento. De ahí que afirmase que “la historia de la escultura la hace un solo escultor” (1988a: 224). En suma, Oteiza había desembocado en el “apagamiento de la expresión” por tres vías paralelas. Y, si bien la primera no suponía en apariencia una relación con Huidobro y con lectura alguna de Hegel, las otras dos apuntaban con claridad hacia una lógica hegeliana.

Huidobro: un paso atrás

Este parentesco aparece en la reinterpretación oteiziana de Huidobro, como se pone de manifiesto en los inéditos mencionados. El primero, “La poesía diurna de VH” (fmjo, Archivo, nº registro 19655_1 y siguientes),3 incluye una revisión de la tentativa vanguardista de Huidobro que arranca de su adanismo y de una alusión a Mallarmé, dos temas de amplio desarrollo tanto en el poeta chileno como en Oteiza: “H. se siente fracasado como se pudo sentir el Mallarmé del golpe de dados […] porque no comprende su Igitur; Adán sigue creyendo que solo es Adán en el paraíso de la expresión”, escribe Oteiza: un eco, entre otras cosas, del artículo “Adán en el paraíso” (1910) de Ortega y Gasset, a quien leyó en Madrid, durante su etapa de estudiante entre 1927 y 1932, y una referencia al poeta francés que con su escritura elíptica habría producido un lenguaje “cóncavo”, en la terminología oteiziana, gemelo del de su propia conclusión escultórica. Es preciso tener en cuenta sin embargo que estos apuntes oteizianos datan de 1963, cuando el escultor había cerrado su trayectoria plástica. Y la denuncia de ese adanismo es constante en sus escritos de la década.4

Huelga decirlo, Oteiza se sentía investido de la autoridad moral precisa para lanzar estos pronunciamientos: tras el galardón de 1957, en lugar de lanzarse al mercado internacional le había dado la espalda para entregarse a su “misión” cultural. En sus oídos la ironía del ready made duchampiano -la calificación como “obra de arte” de un objeto producido en serie- resonaba con un mensaje inequívoco: el carácter prescindible del arte y la desaparición de toda cualidad aurática en un mundo dominado por el juego de oferta y demanda; un mundo, el de la reproductibilidad técnica que diagnosticaba Benjamin, donde la propia creatividad, lejos de desafiar el orden burgués, había quedado sometida a los imperativos comerciales. “El artista”, en la visión oteiziana, para sustraerse a este estado de cosas, debía quedar pues “negado como creatividad formalista de consumo”, pues esta era “canonizada por el sistema capitalista” (2013: 55). El siguiente paso, el abandono definitivo de toda modalidad de producción, explicitaría su negativa a formar parte del juego.5 En suma, la auténtica condición del artista, a juicio de un Oteiza que se hallaba en 1963 de vuelta de la actividad creadora, era una situación exílica como la de Adán tras la caída. De ahí que entre las primeras frases de “La poesía diurna de vh” esté la de que “antes del pecado Adán no existe”. El artista hace sus obras, pero estas a su vez lo hacen a él, en un proceso autopoiético que no podía perpetuarse.

No es casual, por tanto, que en “La poesía diurna de VH” Oteiza introduzca algunas afirmaciones de aroma hegeliano: las de que “Sin pecado no hay conciencia” y la de que “Adán antes del pecado lo que ve es el mundo como expresión-objeto”.6 ¿Qué relación guarda esto con el poeta chileno? Que, dado el contexto, ese Adán supone una antonomasia que apunta hacia el propio Huidobro, quien con Adán (1916) rendía homenaje al Whitman de Children of Adam (1867) para proponer una visión auroral como clave de su vanguardismo incipiente. El reproche de Oteiza hacia su amigo sería, por consiguiente, que se habría resistido a abandonar ese mundo inaugural tras haber llegado a su conclusión, es decir, que tras el desmantelamiento desde dentro del lenguaje en el que desembocaba su Altazor en 1931, con la desintegración de la palabra en su materia puramente fónica e inarticulada, el poeta no obstante habría persistido en la escritura con libros como Ver y palpar (1941) o El ciudadano del olvido (1941); de hecho, no habría vuelto simplemente a la escritura sino a una poesía más discursiva y menos audaz. Con el grito final de Altazor, el “Aia a i ai a i i i i o ia” de su último verso, Huidobro llevaba a la expresión verbal a un final… para a continuación buscar un nuevo principio. Oteiza lo había conocido precisamente en 1935, cuando parecía haber llegado a ese silencio último -un apagamiento de la expresión por exploración y cuestionamiento de los propios medios expresivos, gemela de la que él llevaría a cabo en su escultura- pero con sus libros de los años cuarenta el poeta traicionaría la narrativa oteiziana. En suma, el poeta chileno había partido de la nada como origen y atisbado al igual que él mismo una nada “como final”, razona nuestro artista: “Yo conozco el vacío y conozco la nada”, decía Huidobro significativamente en su “Tríptico a Stéphane Mallarmé” (2003: 1055), publicado en 1936, cuando Oteiza frecuentaba el círculo del poeta. Simplemente, no se habría decidido a dar el último paso. Y en “La poesía diurna” lo juzga Oteiza con severidad: “Qué grave error, el artista queriendo siempre seguir haciendo arte”, escribe. Un eco de la “Ley de los cambios” que dicta un veredicto tajante: en lugar de avanzar, Huidobro habría retrocedido en el umbral de su propio silencio.

El segundo aspecto que conviene mencionar es que, a juicio del escultor, con Huidobro “el artista sigue hablando dos lenguajes” (fmjo, Archivo, nº registro 19655_4), a diferencia de un poeta ideal que, como anota en la página 166 de su ejemplar de Exploración de la poesía, de Celaya (fmjo, Biblioteca, nº registro 1256), al igual que Rimbaud quisiera “callarse” pues en él son indistinguibles “los dos lenguajes que antes eran distintos”, por lo que se produce “la indistinción superior entre arte y vida”. Un ejercicio de vanguardismo histórico, porque Oteiza coincide en este respecto con surrealistas y dadaístas en su culto a Rimbaud:7 terminada la expresión, la fase “acumulativa”, era preciso lanzarse a la vida pertrechados con ese bagaje para transformar el mundo mediante la acción (el arte en cuanto poiesis, en la Ley de los cambios, se define varias veces como “laboratorio para la vida”). Ahora bien, ¿qué significa este reproche de Oteiza? En primer lugar que, como ha señalado Belén Castro Morales (véase 2003: 1516), un Huidobro muy comprometido en su militancia comunista sufría en 1935 la tensión entre su experimentalismo vanguardista y el realismo social que se imponía como única poética en el congreso de Moscú celebrado precisamente ese año: las proclamas del poeta no cesaban de censurar toda actitud solipsista, pero su escritura más habitual no facilitaba precisamente la función comunicativa (con lo que se perpetuaba el problema decimonónico de la escisión entre arte y vida). Y, en segundo lugar, que esa duplicidad impedía al artista su plena disponibilidad para la acción, como predicaba el Oteiza de 1963: las constantes declaraciones de Huidobro durante los años en que Oteiza lo conoció -”Los salvajes”, “Al país”, “Carta a un nacista”, etc. (véase 2004: 158-180)- o sus poemas -”Pasionaria”, “Está sangrando España”, “urss”, “Despertar de octubre 1917”, “Elegía a la muerte de Lenin” (véase Huidobro 2003: 1188-1215)- dan fe de una intensa preocupación política que corría en paralelo de la experimentación formal.

Huelga decir que la postura de Huidobro, que había sido candidato a la presidencia en 1925, debe comprenderse en su contexto. La Depresión internacional de 1929 había agravado la situación de la clase obrera al reducir las exportaciones, el gobierno de Montero se enfrentaba a intentonas golpistas como la de Dávila en 1932 y el segundo periodo presidencial de Alessandri suponía una tentativa apoyada por las derechas -dentro de la polarización internacional entre fascismo y comunismo y de la intensificación de la violencia, de la que el propio Huidobro fue objeto varias veces- que no podía satisfacer al poeta chileno. La respuesta de las izquierdas, la formación de un Frente Popular en 1936, suponía pues una esperanza secundada con entusiasmo por los Huidobro, Teitelboim, Brum, etc., en la que Oteiza tuvo la oportunidad de participar hasta que la derrota en las elecciones de 1937 lo convenció de que era preferible regresar a Buenos Aires.8 El Huidobro que él había frecuentado, así, no era tanto el vanguardista cosmopolita, el ávido de experimento formal, cuanto el que creía llegado el momento de propiciar un vuelco político de gran magnitud (basta un vistazo a sus artículos de Frente Popular de 1937, como “Acción nacional”, “El peligro ruso”, “La hora decisiva”, “Por la vida y contra la muerte”, véase Huidobro 2004: 163-169). Y el paralelismo estaba servido: eso era lo que juzgaba el propio Oteiza que podía suceder -y, en cierto modo, sucedió- en el País Vasco de la década de 1960.

Junto con “La poesía diurna de VH”, “El artista y la educación de la paz” (fmjo, Archivo, nº registro 14737 y siguientes), y “La nueva interpretación marxista del arte (arte y revolución)” (fmjo, Archivo, nº registro 19963) ofrecen más luz sobre la cuestión. En realidad, el cotejo de ambos sugiere un revelador diálogo. En el primero, correspondiente a una conferencia dictada en Bogotá en 1946, recoge Oteiza algunas ideas de Pablo de Rokha y su Morfología del espanto, reconoce “el servicio inmenso a la filosofía del realismo socialista” del poeta y afirma que “el artista sirve a la sociedad”, pero defiende también “la libertad individual de la expresión artística”; en el segundo declara “insuficiente” la interpretación marxista del arte, afirma que cobija una idea “nada revolucionaria”, el arte como “una superestructura, un lujo en el progreso del capitalismo, y no como arma transformadora del hombre”, y deplora “la lamentable historia de los realismos socialistas”. Ahora bien, los títulos huidobrianos enumerados dos párrafos atrás sugieren que sus posicionamientos políticos de 1935-1940 rezumaban un aroma a Komintern y sovietismo. Pues bien, desde el punto de vista práctico Oteiza no podía ignorar en la década de 1940 qué había supuesto el dogma realsocialista para los Malevitch, Rodchenko, etc., a los que tanto apreciaba; desde el teórico, el ejemplo que ofrece, la insuficiencia de la elevación religiosa para explicar el gótico, sugiere -junto con una crítica tácita a explicaciones como la de Panofsky en “El abad Suger de Saint-Denis”- el atisbo de su propia visión: fuera del dogma del materialismo histórico, una idea más autónoma del arte, en la que las formas gozarían de una vida propia. Esa, y no la remisión a las condiciones de producción, era la lógica de su Ley de los cambios, en una vertiente “idealista” que retrocede hasta Hegel pasando por encima de Marx.

Esta heterodoxia y su relación con Huidobro -y con los comentados reproches al poeta- se comprende a la luz de otro escrito, “Parentesco con Mao”, de 1975. Allí Oteiza recapitulaba el esquema de su Ley, reconocía que había partido “lejanamente” de la dialéctica hegeliana y comprobaba sin embargo que la síntesis “no se producía”; contra “el error de la experiencia soviética”, añadía, imbuido de las ideas del economista francés Charles Bettelheim, la revolución china le había servido para replantear algunas ideas: fundamentalmente, que la crítica de Mao desenmascaraba el papel de la negación en Hegel, la cual suponía en realidad una “conservación” al ser cada uno de los elementos reabsorbido en una síntesis superior. “La dialéctica del movimiento real”, concluía de la mano de Mao, “no se produce por síntesis sino por contradicciones (como en mi par dialéctico”) (2013: 54). Se trata de una alusión velada Las contradicciones (1937), uno de los escritos fundacionales del maoísmo cuyas ideas recogió Mao en su discurso de Chengtu de marzo de 1958 (1974b: 103): allí confirmaba con Hegel que la “contradicción” es el motor de todo cambio y se da en el desarrollo de todas las cosas, pero denunciaba la naturaleza “idealista” de la dialéctica hegeliana, la apresurada búsqueda soviética de la unidad y la renuncia a enfrentar las contradicciones; sobre todo, desde una posición oriental “antimetafísica”, en la que carece de toda vigencia la idea occidental de sustancia, a los ojos de Mao era posible contemplar el proceso dialéctico de Hegel como una continuidad y afirmar que, contra la ortodoxia hegeliana y marxiana, existen “contradicciones antagónicas” (Mao 1974a: 86) en las que la unidad de los contrarios se revela imposible.

Obviamente, Mao pensaba en el conflicto entre clases sociales y entre masas y líder, pero Oteiza aplica su lógica a la relación entre arte y política, a la convivencia entre los “dos lenguajes”. En su modelo, en lugar de integrarse en una unidad superior los elementos se escinden el uno del otro (es lo que sucede, por ejemplo, en su descarte del tiempo como irrelevante, para quedarse solo con el espacio: de ahí su nulo interés por el arte cinético). Y esa misma lógica parece gravitar sobre su reproche a Huidobro: el argumento de Groys en Obra de arte total Stalin -que el realismo socialista “llamado a educar a las masas” (2008: 35) suponía la consumación y no la extinción de la vanguardia, dado que esta se proponía desde un principio la disolución en la vida y el empleo del arte como herramienta de transformación social- habría resonado como una boutade en los oídos de Oteiza, quien frente a ese planteamiento “asuntivo” prefería una lógica disyuntiva: contra el intento de casar producción plástica y acción política, que degrada al arte y lo reduce a un discurso subsidiario o a mera propaganda, la mutua exclusión. En su lógica “maoísta” se había operado “una transformación” en el artista, pues este dejaba de “producir objetos de expresión, de comunicación, de consumo”, gracias a que su negación no era “conservadora” como en Hegel sino “destructiva”, y de ese modo “su servicio social consistiría en traspasarle al pueblo su nueva sensibilidad” (2013: 54). Primero el artista realiza su obra, después interviene social y políticamente. De ese modo la duplicidad de lenguajes ni supone una rémora para la acción ni empuja a subordinar el arte a criterios espurios, dictados desde otras instancias. Huidobro habría optado por permanecer en la duplicidad, en los “dos lenguajes”, en una resolución -o una falta de resolución- funesta a los ojos de Oteiza: inoperancia política, ulterior falta de rigor estético.

No debe olvidarse que Oteiza escribió estos opúsculos a lo largo de cuatro décadas, entre 1946 y 1990, que coinciden casi al milímetro con la geopolítica de bloques: su mirada hacia la “experiencia soviética” era inevitablemente exterior y formaba parte de un debate entre las izquierdas europeas. De ahí que lo que trasluzca en algunas de sus conclusiones sea un replanteamiento del tema del engagement y de las ideas de Benda o Sartre. No en vano el primerísimo párrafo de Qu’est-ce que la littérature? (1947) recordaba las palabras de un afamado escritor que sostenía que “los peores artistas son los más comprometidos, como los pintores soviéticos” (1948: 11). Por supuesto, Sartre desterraba esta idea de compromiso por demasiado pobre y abogaba por recordar que toda obra artística se encuentra “comprometida” en la medida en que su autor se halla, al igual que el resto de los hombres, “en situación”; lo que añadía era que por medio de su obra podía “trascender” esa situación y no quedar encerrado en ella. Las últimas páginas de su ensayo enarbolaban un alegato a favor de la libertad artística, entendida como actividad incondicionada: “La literatura de una época está alienada si no llega a la conciencia explícita de su autonomía y se somete a los poderes temporales o a una ideología” (Sartre 1948: 156). El arte no era pues un “reflejo” de estructura alguna, no pretendía representar lo que hay sino más bien proponer lo que no hay, en un corolario al que Oteiza se acercaba en su crítica al realsocialismo. Con su insistencia en la naturaleza “semántica” del arte, su visión del artista como un déclassé (a un tiempo dentro y fuera de la burguesía) y su descarte de la visión ingenua del arte como herramienta de transformación social, Sartre adelantaba algunos elementos de la revisión oteiziana y ofrecía así una alternativa al sovietismo. La idea de una causalidad eficiente de tipo mecanicista debía olvidarse: el, arte, repetía Oteiza en sus entrevistas, no cambia el mundo, pero sí tal vez a los hombres que han de cambiar el mundo. En lugar de concebir el arte como “efecto”, según la idea marxiana de “superestructura”, era preciso concederle una virtualidad autocausativa. Y, al cultivar sus “dos lenguajes”, Huidobro habría permanecido en un momento anterior de esta reflexión.

una visión precoz

Precisar el significado de este final oteiziano del arte permite situar su aportación en un sentido no solo plástico sino histórico. Y la cronología es aquí decisiva. De un lado, al concluir en 1959 Oteiza subrayaba la pertinencia de esa neovanguardia -y de su conclusión- ante la llegada de un minimalismo prolífico en sus juegos perceptuales y de un pop que rendía pleitesía al mercado, las tendencias hegemónicas en la siguiente década. Del otro, al retomar la senda del constructivismo, y singularmente del ruso, tácitamente proclamaba el carácter truncado del movimiento debido a su marginación en manos de la política cultural del estalinismo. Al mismo tiempo, cabe decir que la conceptualización oteiziana, su “Ley de los cambios”, supone ya desde su propia enunciación una tentativa claramente moderna que delata su carácter normativo.9

Todo lo cual invita a contemplar la interpretación oteiziana de Huidobro como una lectura personal de Hegel, no ya simplemente de la idea de experiencia estética sino del intento hegeliano de entrever cierta racionalidad en su despliegue a lo largo del tiempo. A lo largo de cuatro décadas, Oteiza predicó ese final -más de acuerdo con la idea de Heller y Gadamer de que la interpretación constituye un momento de la experiencia estética y no un elemento adventicio, y menos con un Bungay y un Pinkard que descartaban la lectura “fuerte” de la profecía hegeliana- en una feliz coincidencia cronológica con varios autores del panorama internacional. Algunos de los más conocidos son Hans Belting, quien en The End of the History of Art? (1987) partió de la idea lineal de la historia del arte de Vasari y del agotamiento del modernism como premisa para cuestionar la función del arte; y Arthur C. Danto, quien en Beyond the Brillo Box [Más allá de la Brillo Box] (1992) y After the End of Art [Después del fin del arte] (1997) concluía que, si bien podría seguir habiendo arte, su historia “estructurada narrativamente” había llegado a su fin; podría haber más producción artística, pero tal cosa no añadiría nuevos capítulos a esa trama. El arte habría desarrollado un ciclo que quedaba ya cerrado. Y Oteiza confirmaba la idea de esta “narrativa” cuando, al regresar esporádicamente a la actividad escultórica en la década de 1970, no arrancaba de un nuevo comienzo sino simplemente desarrollaba posibilidades aún no exploradas en algunas familias de piezas de su etapa de 1955-59. Lo que Oteiza no secundaba, como se comprueba en su juicio sobre Huidobro, era la actitud “tolerante” hacia la pluralidad de tendencias y la producción de arte “posthistórico” que comparten Belting y Danto.

Por supuesto, se trata de un punto de vista que prima lo acontecido en el mundo anglogermánico y en el modernism: Belting partía de una reflexión suscitada por el pintor Hervé Fischer, mientras que Danto se refería una y otra vez a su perplejidad de 1964 ante las cajas de Brillo de Andy Warhol: ¿qué es lo que hace que un objeto sea “arte” cuando no se distingue formalmente de un objeto manufacturado cualquiera? La tesis conclusiva de Belting y Danto, sin embargo, coincide con la de Oteiza en dos puntos al menos: tanto uno como otro hablan ante todo del final de una narrativa y tanto uno como el otro beben claramente de Hegel. Cuando Belting subraya que el hallazgo de Hegel no es solo el haber situado la producción artística en el tiempo sino sobre todo haberlo caracterizado “como una fase transitoria en el proceso del espíritu de tomar posesión del mundo” (1987: 11) se sitúa muy cerca del lenguaje “bifásico” sobre la “acumulación” y la “ocupación de mundo” del hegeliano heterodoxo que era Oteiza; y cuando para descartar el expresionismo abstracto Danto recurría a la historicidad -y a una noción muy cerrada de esa historicidad- rozaba las predilecciones y los argumentos de Oteiza contra el informalismo. Es más, en el momento en que Danto (1992: 41) definía el arte como un objeto que “encarna su significado”, olvidaba el carácter de “cosa” de la obra de arte subrayado por Heidegger ([1950] 2016) y ponía el énfasis en el aspecto semántico en un sentido cercano al de Oteiza (y criticado con perspicacia por autores como Noël Carroll o por artistas como Victor Burgin).10 Sobre todo, la coincidencia puntual ocultaba cierta comunidad de fondo: en su intento de dilucidar el final del arte en la segunda mitad del siglo xx, autores como Belting, Danto u Oteiza aplicaban categorías hegelianas a un mismo proyecto, el iniciado con Cézanne, continuado con el cubismo y desarrollado a partir de la abstracción geométrica. Que la crítica anglosajona asumiese ese paradigma a través de Fry y Barr y que Oteiza lo hiciese por medio de amistades como Huidobro -y muchos otros- no quita la identidad del relato.

Quizá por eso en las disquisiciones de Oteiza sobre Huidobro -como en las de Belting y Danto- no se dirime solo la cuestión del final del arte sino la del final de la vanguardia (simplemente, donde se dice “vanguardias históricas” que traducir por modernism) y de la consiguiente lectura de la historia del arte, donde las tendencias no pueden “sobrevivir eternizándose” (Oteiza 2013: 55). Nuestro artista se revelaría, por tanto, como un vanguardista “integral”: decir que en el arte hay una actividad provisional, que debe llegar a conclusiones para reintegrar después al artista a la vida y no reiterarse en abastecer de objetos a un mundo burgués, como exigía Oteiza a Huidobro, supone retomar un propósito típicamente vanguardista, pero a menudo olvidado por los propios artistas de vanguardia. En su “Ideología y técnica, desde una ley de los cambios para el arte” lo expondría definitivamente el escultor: la obra de arte es ahí “una herramienta experimental” y el artista “no está para siempre dentro del arte” (1990: 12), en un eco de “La poesía diurna”. De ahí, del hecho de que el arte no se disolviese en la vida, sino que perpetuase el dualismo simbolista, el fracaso del poeta chileno a juicio de Oteiza. Es más, a los ojos de Oteiza el propio Huidobro habría advertido a la postre este fracaso, ya muy cerca de la muerte: “Lo confiesa el propio Huidobro a Larrea en carta de 1947” (fmjo, Archivo, nº registro 16955_5), dice. Una cita que sin duda obtuvo del libro de Bary, dado que aún no se había publicado el Epistolario huidobriano, y en la que el poeta chileno afirma que lo maravilloso “ha pasado a manos de la ciencia” y que por consiguiente “la poesía murió” (Huidobro 2008: 261-262). La lógica del propio Bary (1963: 129), cuando razona que Huidobro “no sabía que el ‘reino de Dios’ estaba en él”, abre la puerta al lenguaje judeocristiano del propio Oteiza, quien en sus reflexiones sobre el final del arte introducía también la idea de que el arte “tiene que morir para que nazca” (1988a: 255), como el grano en la parábola evangélica. Su muerte, a diferencia de la de Huidobro, era completa: él había dejado atrás el objeto para pasar a la acción.

Los últimos párrafos de “La poesía diurna de VH” precisan el significado de esta muerte. “El fracaso de Huidobro es que el poeta no cae, no se deja caer en el río de la poesía silenciosa en el que flota el Mallarmé del Igitur” sino que “se queda en la primera fase” (fmjo, Archivo, nº registro 16955_5), escribe Oteiza, y con sus palabras remata una lógica anticipada en otras declaraciones: que a sus ojos Huidobro sería el enlace histórico entre Mallarmé y los poetas concretos de noigrandes y que la auténtica muerte del arte, de acuerdo con la secuencia bifásica de la Ley de los cambios, la habría producido el último simbolista francés. Su conciencia de la ipseidad de la palabra desvinculada de toda referencia supondría un adelanto del abandono de la figuración en las artes plásticas, y su búsqueda de una lectura “visual”, el consiguiente juego con la tipografía, el tamaño de letra o los espacios en blanco de la página, encontraba su desarrollo natural en la composición cubista de Huidobro o sus escarceos con el caligrama; los experimentos de los concretos brasileños de noigrandes -a los que Oteiza trató en 1957, con ocasión de la Bienal de Sao Paulo- llevarían ese lenguaje a un callejón sin salida, como expresa el propio Oteiza en el poema visual -e irónico- titulado “A un nuevo concreto que ha aprendido a decir ‘Me’”. ¿Cuál sería la voz auténtica que resuena tras esos ecos, juzga nuestro artista? ¡Mallarméééé! Él habría sabido llevar el arte hasta sus últimas posibilidades y consumar su hegeliana muerte. Un punto de vista, pese a que Hegel solo aparece citado una vez en la obra completa de Mallarmé y pocas más en sus cartas con amigos como Villiers de l’Isle, Adam o Eugène Lefébure, muy transitado por la crítica a mediados del siglo xx, es decir, justo antes de los escritos oteizianos -sobre todo, Ejercicios (1965)- que se remiten repetidamente al poeta como ejemplo de apagamiento de la expresión.11 Si en su “Tríptico a Stéphane Mallarmé” Huidobro elevaba una caracterización heroica, la réplica oteiziana de 1963 parece definitiva.

En suma, la relación de Oteiza con Huidobro sugiere un primer encuentro con la vanguardia internacional de amplias consecuencias, entre ellas una anticipación del propio final de la vanguardia que invita a repensar la naturaleza de su fracaso. Solo que, si en Adorno este fracaso adquiría tintes pesimistas, por la imposibilidad de un arte exigente de abrirse paso en una economía de mercado (véase su exasperación con la cultura popular y el agotamiento de la vanguardia en Adorno y Horkheimer [1944] 1974), si Bürger (1987: 48) recuperaba la crítica de Marcuse para recordar que en nuestro mundo la experiencia del arte “no puede ser integrada en la praxis cotidiana” y si Greenberg sugería en “Where Is the Avant-Garde?” (véase 1993: 259-261) que la vanguardia moría de éxito y se aproximaba a su propio fin (ya que su dificultad inicial, ideada para defenderse del mercado, había decaído con los años en una disposición más complaciente), la estrategia de Oteiza podría describirse como una retirada a tiempo: desde su peculiar contexto, periférico, marcado por una falta de libertades políticas y una voluntad localista, el artista aspiraba en los años setenta y setenta a ir más allá del objeto, a asaltar el poder cultural y a desarrollar una pedagogía desde lo aprendido en su trayectoria creadora. Es decir, una huida de toda cosificación y todo regodeo en el objeto. Su actitud profética escondía pues una lectura radical de Huidobro, en particular de Altazor, como callejón sin salida de la expresión. Y a su vez esta lectura bebía de interpretaciones de las vanguardias históricas como la de Tarabukin, quien tras la pintura extrema de Malevitch y Rodchenko llamaba a transitar “del caballete a la máquina” (1978: 31), en un utilitarismo declarado (y, por consiguiente, inevitablemente quedaba perplejo ante el regreso de Malevitch no ya a la pintura sino incluso a la figuración).12 Que Huidobro volviese al igual que el pintor ruso a la expresión suponía por tanto, a los ojos de Oteiza, un “fracaso”.

Para comprender con exactitud el significado de ese fracaso conviene advertir la inversión de términos que contiene la formulación: lo positivo, la creación, con el último Oteiza, el que hablaba ya “fuera del arte”, se convertía en negatividad. Huidobro había fracasado, sí, pero por no asumir el fracaso de su héroe hasta sus últimas consecuencias. A este respecto autores como Guillermo Sucre y Federico Schopf (2003: 1500) han señalado que Altazor es un poema “del fracaso” que expresa “la desmesura y la imposibilidad de una aspiración al absoluto”, y no debe olvidarse que la imagen central del “vuelo en paracaídas” es en efecto la de ese personaje que “cae / cae eternamente / cae al fondo del infinito” (2003: 737).

Ahora bien, lo que Oteiza reprocha a Huidobro, como hemos visto, es precisamente que “no cae” del todo. Basta conocer su trayectoria para advertir que el fracaso oteiziano no debe comprenderse como mera negatividad, en la acepción habitual: su tentativa sugiere más bien una relación dialéctica entre proyecto y fracaso, casi la estrategia de una frustración deliberada para reprocharle al mundo su mediocridad. Y tal cosa no se circunscribe a lo estético sino que alcanza lo político. “No hay revolución sin utopía”, declaraba en una entrevista en términos que invitan a pensar en Altazor, “y la utopía qué es sino volar, estar en el aire. Pero es que yo he vivido siempre en la utopía, ¡carajo!, y no he podido nunca realizar nada, soy un fracasado” (Maraña 1999: 222-223). Como en el poema huidobriano, el vuelo de Oteiza sería indisociable de la caída y a la inversa. Su poesía, repleta de imágenes volátiles -ángeles, aves, murciélagos, gallináceos- insiste en la idea una y otra vez. El utopismo oteiziano, en la herencia de un Unamuno que afirmaba “alimentarse” de sus tropiezos, se obtendría así de la tentativa de rozar un absoluto que se sabe inasequible de antemano: un fracaso programado, que formaría parte del proyecto mismo, en la idea utopista de que solo vale la pena acometer lo imposible. No se trata pues de que Oteiza anticipase esta idea conclusiva ya en 1935 sino de que a partir de 1959 volvía la vista atrás y reconocía en Huidobro al primer vanguardista que habría atisbado ese final, aunque lo realizase de un modo imperfecto a sus ojos. Si la lechuza hegeliana remontaba el vuelo al anochecer, Oteiza parece sugerir la “nocturnidad” de su reflexión por oposición a la visión “diurna” de Huidobro. Desde la posición privilegiada de una obra plástica conclusa, su recuerdo del poeta chileno escondía el subtexto de una lectura de su propia trayectoria.

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1 La Estetica de Croce fue, según su propia confesión (1983: 105), el primer libro sobre la materia que leyó Oteiza -atraído por el prólogo de Unamuno, un autor que le era muy próximo- y constituye una referencia fundamental para sus ideas sobre la relación entre palabra e imagen. Heidegger, cuyo El arte y el espacio cabe relacionar con algunas reflexiones oteizianas sobre una nueva noción de espacio, “desocupado” y “receptivo”, aparece en los ensayos oteizianos (1963: 14) como referencia fundamental sobre la “curación de la angustia” que sería el nuevo propósito metafísico del arte y sobre el espacio sagrado que ha de construir este.

2Gregorio Díaz Ereño (2010: 21) apunta no obstante que los primeros atisbos de la idea proceden de diez años antes.

3Consta de cinco folios mecanoescritos probablemente en 1963, dado que aluden al libro de David Bary, Huidobro o la vocación poética, publicado ese año.

4En Quousque tandem!, por ejemplo, señalaba a un informalismo rampante que “ya debería haber concluido” pero se negaba a hacerlo debido al pingüe negocio de galerías y bienales.

5Oteiza era consciente del paralelismo entre el itinerario de Duchamp y el suyo, con las previsibles reservas. En las anotaciones realizadas sobre su ejemplar de Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne (fmjo, Biblioteca, nº registro 1161), daba algunas pistas sobre su lectura de este abandono: por un lado, aceptaba la propuesta duchampiana de “ser artista sin el arte y a eso llamarlo también arte”, retomando la frase del francés de que “mi arte consistiría en vivir”; pero, por el otro, rechazaba el juego de provocación y excitación del sujeto, típico de Dadá.

6Hegel ([1832] 1987: 370-375), de acuerdo con su noción de despliegue de la Idea, contemplaba el estado adánico como una “unidad con Dios y con la naturaleza”, pero un estado “no esencial” como lo demuestra el hecho de que se haya perdido; en efecto, la condición espiritual del hombre exigía una unidad no meramente natural, consciente de las escisiones; por eso “el acuerdo espiritual proviene del estar escindido”, de modo que la caída de Adán no es “contingente” y ha de producirse para que se dé la conciencia.

7Oteiza lo reivindica a las claras en su poema “Tantas veces Rimbaud que habéis vivido” (2006: 497-498), donde elogia al poeta francés y su precoz abandono del arte contra los artistas prolíficos como Picasso.

8En Oteiza: su vida, su obra, su pensamiento, su palabra, explicó que “en Chile era otra cosa, las dificultades revestían seriedad política, tenían una justificación revolucionaria” (1978: 96) y precisó que tomó parte en las actividades del Frente Popular y en el teatro experimental universitario. Que este compromiso político venía mediado por su relación con el círculo de Huidobro lo sugiere su recuerdo de que en la primera de sus visitas a la casa del poeta se le “examinó” de marxismo.

9De ahí la dificultad para comprender su propósito y su alcance desde nuestra perspectiva postmoderna y pluralista. Oteiza no tuvo tiempo de conocer, para atenuar ese esquematismo, la filosofía del acontecimiento: esa atención a lo impredecible, al elemento extrínseco que sobrepasa las condiciones de su aparición y que, en consecuencia, no puede deducirse de ellas o, como lo ha definido Alain Badiou, el planteamiento de aquello “que hace aparecer una posibilidad que permanecía invisible o incluso impensable” (2010: 19). De ahí quizá el carácter dogmático del pensamiento oteiziano, que a menudo le granjeó una recepción hostil.

10En “The End of Art?” (1998) y otros escritos, Caroll sostiene que la noción metadiscursiva de arte a la que Hegel abre la puerta y que recoge Danto ofrece varios puntos débiles y, sobre todo, que puede haber obras de arte “que no dicen nada”, que tiene más por objeto la belleza que la verdad. Danto estaría utilizando a Hegel en un sentido circular: define el arte y a continuación proclama su muerte, en un esencialismo que se da la razón a sí mismo, pues ningún ejemplo posterior podría poner en cuestión la tesis por quedar descalificado de antemano, en una lógica de la profecía autocumplida que Sandra Bacharach (2002) ha combatido. Por otro lado, Victor Burgin argumentó en The End of Art Theory (1986) mediante el recurso a Lacan, Barthes y otros autores, que ante la pluralidad irreductible de la era postmoderna lo que moría era la teoría, no el arte, y que el error de los artistas era prestar demasiada atención a los voceros de la “profecía” hegeliana.

11Todavía Barnaby Norman (véase 2014) ha situado a Mallarmé dentro de la idea hegeliana de la muerte del arte (y como precursor de la deconstrucción).

12Fernando Golvano (2013: 31) ha señalado cómo al universalizar su hallazgo personal Oteiza “se dirigió a un callejón sin salida” y estaba obligado a criticar a Malevitch.

Recibido: 26 de Abril de 2021; Aprobado: 17 de Febrero de 2022

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