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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.58 Buenos Aires mar. 2022

http://dx.doi.org/10.36446/be.2022.58.258 

Artículos

Intuición y emoción creadora en Henri Bergson

Intuition and Creative Emotion in Henri Bergson

Clara Zimmermann1 

1Universidad de Buenos Aires

Resumen

A través del análisis de las diversas reflexiones sobre estética presentes en la obra de Henri Bergson, este trabajo pretende demostrar hasta qué punto su concepto de intuición extiende, en el marco de una reflexión sobre el arte, la teoría del desinterés de la experiencia estética. Si bien Bergson no dedica especialmente ningún libro a la estética, más allá de las lecciones publicadas póstumamente, a lo largo de su obra podemos identificar, por un lado, una teoría de la recepción (o del efecto estético), y por el otro, una teoría de la creación artística (una poiética). Asimismo, examinamos hasta qué punto estas dos vertientes de su teoría se conjugan entre sí para dar cuenta del aspecto cognoscitivo del arte y de la estética.

Palabras clave: Experiencia estética; creación artística; efecto estético; sentimiento estético; cognición

Abstract

Through the analysis of the various reflections on aesthetics present in Henri Bergson’s work, this paper aims to demonstrate to what extent the concept of intuition extends, within the framework of a reflection on art, the theory of disinterest in aesthetic experience. Although Bergson does not specifically dedicate any book to aesthetics, beyond the lectures published posthumously, through his work it is possible to identify, on the one hand, a theory of reception (or of aesthetic effect), and on the other, a theory of artistic creation (a poietic). Likewise, we examine to what extent these two aspects of his theory are combined with each other to account for the cognitive aspect of art and aesthetics.

Keywords: Aesthetic experience; artistic creation; aesthetic effect; aesthetic feeling; cognition

En Le Rire (1900), Henri Bergson establece que tanto los prejuicios sociales como las necesidades vitales nos obligan a ver muy poco de cada cosa: percibimos y ordenamos nuestra experiencia a partir de una serie de caracteres generales, dejando afuera lo demás. El lenguaje -concebido como una herramienta de socialización y comunicación- acentúa aún más esta tendencia natural; es decir, no vemos las cosas en sí mismas, sino los conceptos que les son dados a las cosas previamente (Bergson [1900] 2012: 117, 1939: 116). A diferencia de lo que plantea, por ejemplo, la estética schopenhaueriana1, en Bergson no es la individualidad de las cosas lo que ocultaría las esencias universales, sino al revés: la generalidad con la que opera la inteligencia humana impide contactar con el carácter individual de una existencia que es, en esencia, temporal.

Así, Frédéric Worms (2003: 153-160) señala que es el núcleo mismo de la filosofía de Bergson lo que lo ha conducido a formular la cuestión del arte: si el concepto de durée establece la distancia entre la realidad y la conciencia, la solución a dicho problema radica en un tipo de conocimiento que logre suplir, de alguna manera, aquella distancia. En esta misma línea, Miguel Ruiz Stull (2013: 80) plantea que uno de los objetivos principales de la obra bergsoniana es establecer la posibilidad de la intuición filosófica, siendo el arte la manifestación espontánea y natural de lo que la filosofía debería intentar desarrollar por medio de un esfuerzo consciente y reflexivo. Podemos agregar que si bien es cierto que Bergson renueva la imagen romántica del artista visionario y creador, reforzando temas comunes a su época -el tiempo como esencia oculta de lo real; la vida práctica y la razón como obstáculos a ser superados- Worms plantea que la precisión y la originalidad de Bergson es doble: no solo ofrece criterios filosóficos precisos para pensar el arte, sino que le atribuye al mismo un lugar central en el seno de su filosofía.

Más específicamente, frente a aquellos que han hecho de la intuición bergsoniana una suerte de instinto o de sentimiento inefable (véase Jacoby 1912; Russell 1914 y Benda 1950), pretendemos demostrar que la intuición posee un valor cognoscitivo sin reducirse -no obstante- a una “visión metafísica” o a una propedéutica de la filosofía, como afirman Frédéric Worms (2003) y Nadia Yala Kisukidi (2013). Más allá de la coloración afectiva con la que Bergson describe la percepción estética en Le Rire -obra en la que el filósofo francés plantea, aunque en breves páginas, una filosofía del arte- consideramos, en línea con Jean-Louis Vieillard-Baron (2018: 63) y Léon Husson (1947: 156 ss.), que la intuición se encuentra ya de modo latente en la noción de percepción estética. Por consiguiente, un estudio sobre el análisis de la experiencia estética -o de la “percepción estética”- es central a la hora de comprender el significado de uno de los conceptos más importantes dentro de la filosofía bergsoniana, como es el de intuición.

En este sentido, con el propósito de fundamentar nuestra hipótesis general (a saber, que el concepto de intuición en Bergson no puede entenderse si no es a la luz de la “experiencia estética”) analizaremos los principales aspectos de la estética bergsoniana. En primer lugar, examinaremos la teoría del sentimiento estético, introducida por Bergson fundamentalmente en Essai sur les données immédiates de la conscience [Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia] (1889). En segundo lugar, investigaremos otras de las reflexiones centrales de Bergson con relación a la estética, entre las que podemos mencionar su concepción de la música como paradigma de las artes, la significación de la comedia, la clasificación entre “arte mixto” y “arte puro”, y la teoría del genio. En tercer lugar, expondremos, por un lado, la teoría de la recepción y del efecto estético (o estética de la sugestión) presentada por Bergson en el Essai y en Le Rire, y por el otro, la teoría de la intuición y de la emoción creadora, desarrollada posteriormente y condensada sobre todo en L’Évolution Créatrice [La evolución creadora] (1907), Les Deux Sources de la Morale et de la Religion (1932) [Las dos fuentes de la moral y de la religión] y La Pensée et le Mouvant [El pensamiento y lo moviente] (1934). Intentaremos demostrar que, lejos de oponerse una a la otra, estas dos vertientes de su teoría se conjugan entre sí para dar cuenta del aspecto cognoscitivo del arte y de la estética.

La emoción fundamental

En su tesis doctoral, titulada Essai sur les données immédiates de la conscience, Bergson plantea que, al referimos a nuestros estados internos, habitualmente hablamos de mayor o menor dolor, de mayor o menor angustia, de mayor o menor alegría, como si estos sentimientos aumentaran o disminuyeran su tamaño cuantitativamente (es decir, espacialmente), del mismo modo en que un objeto físico lo hace. En otras palabras, la crítica de Bergson refiere a que, para explicar ciertos estados psicológicos se mide y se equipara la intensidad de aquel estado, tanto con su causa como con su efecto: de cualquier manera, en ambos casos se trata de encontrar un “soporte” del cambio percibido. Sin embargo, Bergson afirma que para explicar la intensidad de un estado interno, que es un fenómeno psíquico y no físico, poco importan tanto sus causas como sus efectos externos: el dato inmediato de nuestra conciencia es el sentimiento experimentado y no su traducción en moléculas o átomos. El movimiento del cerebro consiste meramente en la traducción, o en el símbolo del estado interno, de la misma forma que una línea horizontal compuesta por una serie de puntos yuxtapuestos representa espacialmente el movimiento, pero no es el movimiento mismo (Bergson [1889] 1926: 7, 2016: 33).

Los estados internos son estados simples; puras cualidades que -por no poseer cantidad alguna- son tan inconmensurables como indivisibles. Al fundirse entre sí progresivamente, alteran la naturaleza de lo que Bergson denomina la “emoción fundamental”: una totalidad única y múltiple que, a pesar de cambiar incesantemente, no aumenta ni disminuye su tamaño. La multiplicidad cualitativa (a diferencia de la multiplicidad cuantitativa) es dinámica: la penetración de estados de conciencia de la primera se opone así a la yuxtaposición de estados de la segunda. Estáticamente, la conciencia es equivalente a un recipiente inmóvil, en la que nuestros recuerdos y percepciones permanecen intactos, mientras un sentimiento particular aumenta o disminuye. Dinámicamente, la conciencia es una alteración cualitativa permanente: al experimentar un sentimiento determinado, es la conciencia entera la que cambia y no un estado aislado e independiente.

Ahora bien, para explicar la complejidad y la opacidad de la emoción fundamental, Bergson hace alusión por primera vez a la emoción estética. En primer lugar, establece que todo sentimiento es esencialmente estético, pues todos los estados internos consisten en una multiplicidad concreta e indeterminada, constituida por un plexo de estados simples que percibimos confusamente. Por consiguiente, el sentimiento estético no posee un carácter especial, sino que todos los estados internos revelan un matiz estético, siempre y cuando hayan sido sugeridos y no causados por un fenómeno externo (Bergson [1889] 1926: 8 ss., 2016: 34 ss.).

Además, el sentimiento estético admite, por un lado, grados de intensidad (no aumenta ni disminuye su tamaño, sino que cambia su naturaleza) y, por el otro, grados de elevación (no es algo dado todo de una vez, sino que se desarrolla a lo largo de distintas “fases” dependiendo de la complejidad del sentimiento expresado). Así, presenta una sucesión de fases heterogéneas -los distintos estados experimentados por la conciencia durante la experiencia estética- y al mismo tiempo, una amalgama de hechos psíquicos percibidos indistintamente. Bergson concluye que, si bien el valor del efecto estético se evidencia en la conversión de la conciencia del espectador, se desprende al mismo tiempo de la complejidad de la emoción expresada:

Pero el mérito de una obra de arte no se mide tanto por la potencia con la que el sentimiento sugerido se apodera de nosotros como por la riqueza de este sentimiento mismo; en otros términos, al lado de los grados de intensidad, distinguimos instintivamente grados de profundidad o de elevación. (Bergson [1889] 1926: 13, 2016: 37, trad. mod.).

De este modo, la complejidad de la emoción estética se opone a la vaguedad de la sensación: el arte que únicamente expresa sensaciones es inferior en la medida en que no presenta grados de elevación, o sea, que no sugiere ninguna complejidad a ser desentrañada por el espectador. Puesto que el sentimiento estético contiene en sí mismo miles y miles de matices -sensaciones, sentimientos e ideas-, Bergson plantea que deberíamos revivir la vida entera del artista para poder abarcar la totalidad de la emoción fundamental expresada. En esta medida, las obras de arte exteriorizan la emoción del artista, y a su vez, el valor de la obra no depende tanto del contenido como del grado de fuerza y precisión con la que el artista ha logrado objetivar la emoción fundamental. En síntesis, a partir de la teoría de la emoción y del sentimiento estético del Essai, Bergson parece establecer una suerte de psicologismo en torno al arte.

La durée: “multiplicidad sin divisibilidad y sucesión sin separación”

Es cierto que, debido a su carácter temporal, la música posee un lugar privilegiado dentro de la filosofía bergsoniana. De hecho, para Bergson la música es la manifestación más acabada del cambio y del movimiento de la durée: es un lenguaje previo al lenguaje, dado que no tiene nada en común con las palabras. Si las palabras espacializan nuestros sentimientos y nuestros estados internos, la música nos pone en contacto directo con nuestra duración interior. De acuerdo a Lapoujade, al escuchar una melodía deberíamos cerrar los ojos y borrar toda diferencia entre los sonidos para no retener más que la continuación de lo que precede en lo que sigue y sentir la “transición ininterrumpida de una multiplicidad sin divisibilidad y de una sucesión sin separación” (Lapoujade 2011: 9). En efecto, la estética bergsoniana de la sugestión, fundada en el ritmo, hace de la música el paradigma del arte. A partir del cambio sustancial de la melodía, como de la organización rítmica del sonido, la música provoca la sugestión que toda experiencia estética debería incitar: “Si la música expresa la alegría, la tristeza, la piedad, la simpatía, nosotros somos en cada instante lo que ella expresa” (Bergson [1932] 2013a: 36, 1962: 74, trad. mod.).

Por este motivo, tal como afirma Kisukidi, se le atribuye a la música una dimensión ontológica y metafísica que la distingue de manera decisiva del resto de las artes. Asimismo, se vincula la teoría estética bergsoniana con la estética del simbolismo, lo que hace a dicha interpretación más vaga aún (Kisukidi 2013: 142). En efecto, la idea de restablecer la continuidad del movimiento a través del arte era común a numerosos pintores y poetas de fines del siglo xix: todos buscaban imitar el único arte incapaz de ocultar la temporalidad (Azouvi 2007: 75). Bergson afirma, en una de sus conversaciones con Jacques Chevalier, que todas las artes tienden de algún modo a la música, dado que todas buscan expresar el “ritmo puro” inherente a ella:

Así, la pintura se ha visto forzada por el desarrollo de la fotografía a buscar algo más que la reproducción de contornos, o incluso de colores. Es posible que las tentativas más recientes, el cubismo y las demás, estén privadas de significación; pero también podría ser que ellas traducen esta aspiración a una forma nueva, a una suerte de ritmo puro de líneas y colores, que se aproximaría singularmente al ritmo musical. (Chevalier 1959: 93; 1960: 134, trad. mod.).

Con todo, si bien el símil de la melodía es el ejemplo paradigmático que utiliza Bergson para expresar la durée, Kisukidi señala que de ello no se desprende que el valor de la música radique en una suerte de revelación metafísica. Si es cierto que hay una cercanía entre la teoría musical bergsoniana y la schopenhaueriana,2 en Bergson la música se destaca frente a las demás artes, no por su dimensión metafísica, sino por su poder sugestivo (véase Kisukidi 2013: 145 ss.). Concordamos, entonces, en que el estatus metafísico de la música está más ligado a la historia de la recepción de la obra de Bergson que a un problema inherente a su teoría. Contra la interpretación que postula una jerarquía de las artes en la filosofía de Bergson (Antliff 1993: 66) acordamos con Kisukidi no solo en que no hay tal jerarquía en la estética bergsoniana, sino que, además, la preferencia de Bergson por la música se debe más a su dimensión paradigmática que metafísica.

Del arte mixto al arte puro

Por otra parte, en Le Rire Bergson distingue el arte mixto del arte puro que, en oposición al primero, es indiferente a nuestra natural “atención a la vida”: es decir, mientras el arte mixto reproduce la percepción habitual, el arte puro invierte su dirección, enfrentándose tanto a las necesidades vitales como sociales. Cabe destacar que, si bien la obra de Bergson es titulada Essai sur la signification du comique, nos parece -tal como afirma Worms en su presentación- que esta rebasa su objeto puntual (Worms 2003: 160). Más allá de que encontramos en todas las obras de Bergson ciertas referencias al arte, Le Rire es la única que presenta la estética como eje central de análisis, aún si aparece condensado en unas breves páginas. Así pues, si el objetivo puntual es el estudio de los caracteres esenciales de la comedia, Bergson aclara que dicha investigación debe contribuir a establecer la verdadera naturaleza del arte (Bergson, [1900] 2012: 100, 1939: 99).

Según Bergson, no hay en la comedia un Edipo o una Antígona, es decir, un héroe con el cual identificarnos. Por el contrario, los títulos de la comedia enfatizan su carácter impersonal (“El Avaro”, “El Misántropo”, por nombrar algunos de los ejemplos que ofrece Bergson). Mientras esta última solo registra los aspectos más generales y superficiales -los caracteres comunes a todos los seres humanos-, la tragedia realza la particularidad de los sentimientos, expresando sus conflictos más recónditos. Si la primera opera a partir de signos y analogías, la última manifiesta la interioridad y la profundidad de una realidad dada.

Puesto que en realidad nuestros estados internos cambian incesantemente, una actitud, un gesto o un movimiento del cuerpo producen risa en la medida en que presentan un carácter rígido y mecánico. Cualquier distracción que revele un gesto involuntario o una palabra inconsciente provocará el efecto de la risa, y cuanto más grande sea la distracción, mayor será el efecto cómico. En suma, la risa es provocada a partir de la indiferencia y la falta de empatía del espectador con respecto al protagonista de la obra:

Allí donde hay repetición, similitud completa, sospechamos lo mecánico funcionando tras lo vivo. […] Tal inflexión de la vida en la dirección de la mecánica es aquí la verdadera causa de la risa. (Bergson [1900] 2012: 26, 1939: 33, trad. mod.).

Mientras la experiencia estética pura depende de una intuición, la comedia apela únicamente a la inteligencia. Por consiguiente, si el arte mixto se dirige a lo automático y lo mecánico, el arte puro expresa el acto libre; si uno prolonga nuestra tendencia natural a la socialización, el otro promueve la tendencia a la individualización, ya sea al debilitar “lo social”, o al reforzar “lo natural” (Bergson [1900] 2012: 99-100, 1939: 98). De un lado hay distracción y relajación de la imaginación [détente]; del otro, esfuerzo por invertir nuestra tendencia natural para percibir una realidad más inestable (en este sentido, el artista debería exigir de nosotros el esfuerzo para ver como él ha visto, por sentir aquello que él mismo ha sentido) (Riquier 2012: 103).

En síntesis, la comedia consiste para Bergson en el arte mixto por excelencia: es estético en la medida en que, por un lado, surge a partir de una distracción mediante la cual las personas dejan de observarse como lo hacen normalmente para dirigirse a ellas mismas y a la sociedad como a un espectáculo (es decir, a cierta distancia). Por el otro, la comedia presenta un carácter social, en la medida en que corrige aquellos automatismos y mecanismos que atentan contra la atención a la vida que la sociedad y la naturaleza exigen de nosotros (Bergson [1900] 2012: 16, 1939: 24). Si bien la comedia es considerada un arte, es aún su escalón más bajo, situándose entre los confines del arte y la vida (Riquier 2012: 102 ss.).

Entre la intuición y el concepto

Posteriormente, en La Pensée et le Mouvant, Bergson establece que si el origen de una idea filosófica no es conceptual (sino intuitivo), el lenguaje otorga el material a partir del cual dicha idea necesariamente se desarrolla. Esto implica que una única idea puede corregirse infinitamente y, no obstante, no agotar su significado original. En otras palabras, la complejidad de una teoría evidencia la inconmensurabilidad entre la intuición (o lo intuido) y el lenguaje (el medio de expresión) (Bergson [1934] 2014: 155, 2013b: 125). Sin embargo, Bergson propone una alternativa frente a la irreductibilidad de la intuición y el concepto: la imagen, o la penetración de distintas imágenes -puesto que aún nos mantienen en lo concreto- pueden dirigir paulatinamente nuestra atención hacia una dirección determinada. Si bien ninguna imagen puede reemplazar la simplicidad de la intuición original, una multiplicidad heterogénea de imágenes que convergen entre sí puede dirigir la atención de la conciencia hacia ella.

Como señala Worms, Sorel en filosofía, Proust y Barrès en literatura, y los futuristas y los surrealistas en el arte plástico, formaron parte de este mismo movimiento -influenciado por Bergson- que reivindicaba el poder de las imágenes y su efecto en la conciencia. El arte así comprendido no es concebido por la realidad aprehendida o expresada, sino por sus efectos y su poder de sugestión en el espectador (idea que, como afirma Worms, predominó también en la teoría freudiana) (Worms 2003: 157 ss.). En este sentido, la función del arte se encuentra doblemente vinculada con la percepción: no solo la percepción habitual es el obstáculo por superar, sino que su obstáculo es al mismo tiempo su propio medio de expresión (Worms 2000: 18 ss.):

Haciendo que exijan todas de nuestro espíritu, a pesar de sus diferencias de aspecto, la misma especie de atención y, de alguna manera, el mismo grado de tensión, se acostumbrará poco a poco a la conciencia a una disposición muy particular y bien determinada, aquella que precisamente deberá adoptar para aparecerse a sí misma sin velo (Bergson [1934] 2014: 217, 2013b: 187, trad. mod.).

Bergson se refiere al esfuerzo de imaginación necesario tanto para la expresión como para la captación de una intuición. Puesto que la imagen no se reduce ni a un símbolo ni a una metáfora (y dado que tampoco es la representación de una realidad exterior), su función es la de indicar una dirección, incitando al lector a seguir el movimiento mismo del pensamiento del autor. En síntesis, las imágenes son necesarias, según Bergson, para violentar el pensamiento, para dirigirlo tanto de los conceptos a la intuición, como del espacio a la duración (Bergson [1934] 2014: 242, 2013b: 213). El arte es -como también afirma Worms- una expresión paradójica, o una expresión contra la expresión, dado que utiliza los medios utilitarios de comunicación contra sí mismos, al punto de provocar en el espectador una impresión pura (Worms 2003: 157). En efecto, Bergson sostiene que si un cuadro transmitiera lo que se puede comunicar a través del lenguaje corriente, entonces no habría necesidad de pintar, pues el arte plástico expresa una infinidad de detalles y de formas que serían inexpresables de otro modo. En otras palabras, una obra pictórica expresa determinadas formas frente a las cuales cualquier concepto implica necesariamente su simplificación:

Aquello que está sobre el lienzo, aquello que es inexpresable en palabras, es la expresión de la fisionomía, si se quiere, pero no la expresión que se restituye por palabras; es la expresión que se transmite por las formas, por los colores, pero concentrada toda entera, convergiendo en un punto donde toda la infinidad de detalles, de formas, se concentran en una apercepción única y sobre todo en una intuición. (Bergson [1904] 2004: 67; nuestra traducción).

Así, si bien las palabras no alcanzan para expresar lo intuido, Bergson plantea que la concentración de diversas imágenes puede conducir lentamente la conciencia en la dirección necesaria para captar una intuición determinada.

El genio: creador y visionario

Según Bergson, quien se desinteresa de la realidad por un instante es quien deja de responder a las exigencias que la vida naturalmente nos impone. Si bien dicha forma de la percepción no es natural a la mayoría de los seres humanos, los artistas dan prueba de su existencia. Para el artista, la percepción se libera y, en esa liberación, se dilata hasta hacer surgir detalles imperceptibles a nuestra percepción “natural”. Si el ser humano común es, según Bergson, homo faber, el genio es aquel que logra elevarse por encima de su especie (Worms 2000: 29):

Se dirá que este ensanchamiento es imposible. […] La atención puede precisar, aclarar, intensificar: ella no hace surgir, en el campo de la percepción, lo que no se encontraba allí primero. He aquí la objeción. Ella es refutada, creemos nosotros, por la experiencia. Hay, en efecto, desde hace siglos, hombres cuya función es justamente ver y hacernos ver aquello que no percibimos naturalmente. Son los artistas (Bergson [1934] 2014: 182, 2013b: 152-153, trad. mod.).

Kisukidi enfatiza, con respecto a este punto, la distancia entre Kant y Bergson: si bien es cierto que el último incorpora las características del talento y la ejemplaridad del genio kantiano -puesto que su esfera no es únicamente la de las artes-, lo que lo determina no es tanto su naturaleza como la intensidad de su trabajo.3 Además, la noción de “genio”, poco definida en Bergson, no solo refiere al campo de la creación artística, sino también al de la filosofía y la mística. Para Bergson, son tan geniales las sinfonías de Beethoven como las invenciones de Claude Bernard y las intuiciones de Leibniz y de Spinoza (véase Kisukidi 2013: 106).

Ahora bien, el arte no solo evidencia al genio como aquel que ha logrado expandir los límites de su inteligencia, sino que también revela hasta qué punto una extensión de nuestras facultades de conocimiento es posible. El pintor descubre, según Bergson, las formas ocultas de la naturaleza, mientras que el poeta, replegándose sobre sí mismo, logra -a través del ritmo y de las imágenes visuales- trascender las etiquetas banales que habitualmente traducen y simplifican la complejidad de un sentimiento o de un pensamiento. Asimismo, la poesía y el drama desenmascaran el elemento trágico de nuestra persona, es decir, las pasiones más profundas que normalmente yacen encubiertas y teñidas por las simplificaciones más simples y generales de la vida cotidiana.

El artista es, entonces, aquel que logra contraer la intuición de forma absolutamente espontánea (véase Husson 1947: 157). No es tanto un idealista como un distraído, ya que naturalmente deja de responder a la “atención a la vida” y aunque sea por breves instantes logra permanecer en una suerte de “abandono” frente a lo dado (Bergson [1934] 2014: 186-186, 2013b: 155 ss.). En este sentido, no descubre una realidad completamente ajena a la experiencia común (en ese caso, no entenderíamos aquello que el artista expresa): “Es por tanto una visión más directa de la realidad lo que encontramos en las diferentes artes; y es porque el artista piensa menos en utilizar su percepción que percibe un mayor número de cosas” (Bergson [1934] 2014: 186, 2013b: 156, trad. mod.). Es decir, para Bergson el artista no crea una realidad totalmente nueva, sino que permite aprehender lo real de una manera absolutamente novedosa.

Una vez más, cabe destacar que el artista no representa a través de su obra ningún sentimiento ni idea universal, sino una emoción única y particular, que existió una vez y no existirá jamás. En otras palabras, no descubre una realidad oculta pero inmutable, que ha existido desde siempre y que solo necesitaba ser revelada. En cambio, el artista logra dilatar y extender el propio campo perceptivo, plasmando su propia intuición en la obra de arte. Así pues, son verdaderas obras de arte aquellas que logran establecer una nueva visión de las cosas: “Lo que el artista vio no lo volveremos a ver, sin duda, al menos no absolutamente igual; pero […] el esfuerzo que hizo para apartar el velo se impone a nuestra imitación” (Bergson [1900] 2012: 125, 1939: 123, trad. mod.).

De este modo, Viellard-Baron plantea que el milagro de la obra de arte es precisamente el de comunicar una emoción al punto de transformar la cosmovisión del ser humano (2018: 85 ss.). Para Bergson el arte se diferencia tanto de la ficción como de la mera imitación: el genio no copia ni combina elementos de la realidad caprichosamente, sino que aspira a la exhibición de un aspecto de la realidad a partir de la creación. Asimismo, el arte no “imita” la naturaleza, sino que si la naturaleza nos parece bella es porque, por el contrario, se asemeja a ciertos procedimientos artísticos (Bergson [1889] 1926: 12, 2016: 36-37).

Por consiguiente, una obra de arte no debe ser juzgada tanto por el contenido que expresa como por la eficacia de su lección: como mencionamos previamente, cuanto más profundo y más complejo sea el sentimiento expresado, mayor será su efecto en el espectador (Bergson [1900] 2012: 125, 1939: 123). En otras palabras, la universalidad de la obra de arte reside en el efecto y no en la causa: si bien la obra posee su origen en la emoción originada a partir de una intuición estética, su valor se evidencia en los efectos de conversión que produce en el espectador y en la universalización de la visión singular del artista. Así, es el devenir universal de la intuición (la del artista) lo que estima la potencialidad de una obra de arte (véase Kisukidi 2013: 121 ss.).

En síntesis, no hay una contradicción entre la pretensión de universalidad de la obra y su carácter unívoco, advertido este último en un triple sentido: como intuición singular de lo real, como totalidad irreductible a sus partes, y como expresión única del artista: “Por tanto, la verdad lleva consigo un poder de convicción, incluso de conversión, que es la marca por la que ella se reconoce” (Bergson [1900] 2012: 124, 1939: 123, trad. mod.). El acto de creación desconcierta al público al plantear algo que hasta el momento no se había considerado como una posibilidad real, por lo que la soledad suele ser la acompañante habitual del artista y del creador (véase Kisukidi 2013: 106 ss.):

Una obra genial, que comienza por desconcertar, podrá crear poco a poco, por su sola presencia, una concepción del arte y una atmósfera artística que permitirán comprenderla; llegará entonces a ser retrospectivamente genial; si no, habrá permanecido lo que era al comienzo, simplemente desconcertante. (Bergson [1932] 2013a: 75, 1962: 103, trad. mod.)

¿Sugestión estética o revelación metafísica?

Como ya fue mencionado, en Le Rire Bergson desarrolla una teoría de la percepción estética que excede su análisis sobre la comedia y que, además, agrega nuevos elementos a la teoría de la emoción estética introducida en el Essai. El arte ya no se reduce únicamente a la expresión de una emoción particular, sino que, además, produce una conversión de la atención, llegando incluso a “mostrar” aspectos de la realidad que serían imperceptibles de otro modo. En este sentido, tanto Worms como Husson sostienen que se podría interpretar como una continuación de la teoría de la percepción introducida por Bergson en Matière et Mémoire [Materia y memoria]: si en 1896 Bergson había establecido el carácter utilitario de la percepción, ligado a la acción y a la memoria, en Le Rire introduce una forma de percepción extraordinaria -la experiencia estética- que, a diferencia de la anterior, no responde a ningún interés práctico ni teórico. Si la mirada [le regard] es lo que introduce la discontinuidad en la materia -puesto que, según lo establecido por Bergson en Matière et Mémoire, percibimos habitualmente a partir de “recortes”-, en la experiencia estética debemos abstenernos de mirar [regarder]. La intuición es, de este modo, una visión del todo -dado que no toma un punto de vista predeterminado- y al mismo tiempo una visión de lo invisible, es decir, de aquello que a primera vista resultaría imperceptible (véase Bouaniche 2008: 618 ss.).

En línea con Kant y Schopenhauer,4 para Bergson la experiencia estética se produce por un “distanciamiento” con respecto a la percepción natural, en la que los objetos ya no son definidos ni por fines prácticos ni por el conocimiento que habitualmente los determina. Si la percepción “espacial” es útil y funcional a nuestras necesidades, como a nuestro pensamiento y a su comunicación en el lenguaje, la percepción estética es, por el contrario, en sí misma inútil y contraria a cualquier provecho o interés: una suerte de percepción “accidental” o de excepción a la regla, a través de la cual puede surgir una manera diferente de observar las cosas. Ahora bien -como señalamos en el apartado anterior- si para Bergson todos podemos vivenciar esta suerte de percepción, esta no ocurre sino accidentalmente, a partir de una “inversión” de nuestras facultades de conocimiento.

Supongamos, dice Bergson, que la conciencia -naturalmente estrechada tanto por los límites que imponen nuestras necesidades como por los hábitos y recuerdos que empujan por reemplazar la percepción actual- se encontrara, por un instante, librada de todos sus límites (Bergson [1934] 2014: 182, 2013b: 152). Haciendo referencia a Plotino, que sostenía que “toda acción […] es un debilitamiento de la contemplación”, Bergson sostiene que antes de filosofar, e incluso antes de crear, necesitamos vivir, y la vida nos exige permanentemente sumergirnos en los intereses y las necesidades cotidianas, en la dirección en la que debemos conducirnos para extraer nuestro mayor provecho sobre las cosas (Bergson [1934] 2014: 186, 2013b: 156).

Sin embargo -a diferencia de lo que sostenían tanto Plotino como también Platón- la contemplación desinteresada no consiste en la “fuga” de la percepción sensorial, en la cual la conciencia se trasladaría de un solo golpe desde el mundo de los sentidos hacia el de las ideas eternas (Bergson [1934] 2014: 186-187, 2013b: 156-157). Bergson establece que la conversión perceptiva a la que debe aspirar la filosofía, y que se evidencia a través de la experiencia estética, no radica en la trascendencia de la percepción sensible. Por el contrario, se basa en la educación misma de nuestra percepción: se trata de quitarnos las “anteojeras” establecidas a partir de los mecanismos, hábitos e intereses prácticos. Como enfatiza Arnaud Bouaniche, Bergson asigna a la filosofía la tarea de “educar” la percepción, es decir, de enseñar a ver sub specie durationis, según un hábito que sea capaz de transformar o transfigurar nuestra existencia (Bouaniche 2008: 614 ss.).

Asimismo, el desvío de la percepción frente a la acción no solo explica para Bergson la intuición y la creación artística sino también la diversidad de sus formas: de la emancipación de la vista con respecto a la acción nacen el pintor y el escultor; del oído, el músico y de la imaginación, el poeta. En efecto, si en lugar de las simplificaciones prácticas, experimentáramos los múltiples y profundos matices de nuestros estados internos, no necesitaríamos -según Bergson- ni de los poetas ni de los músicos. Es decir, si todos pudiéramos entrar en contacto inmediato con las cosas y con nosotros mismos, entonces el arte carecería de sentido, pues todos seríamos artistas. Sin embargo, aferrados y condicionados por la acción, permanecemos, según Bergson, en una zona gris: exteriores a las cosas, y exteriores a nosotros mismos (Bergson [1900] 2012: 118, 1939: 118).

Consiguientemente, según Worms el efecto estético presenta una dimensión metafísica al revelar un fondo de realidad oculto por las exigencias del primum vivere. De modo similar, Kisukidi señala que la teoría de la sugestión bergsoniana implica la subordinación del sentimiento estético al problema metafísico de la verdad. La finalidad del arte ya no es la búsqueda de la belleza, sino una suerte de revelación ontológica, a través de una especie de “develamiento”. El arte introduce, de este modo, una dimensión de la verdad no discursiva, que no depende de la adecuación de un juicio a la realidad (véase Worms 2003: 157 y Kisukidi 2013: 122). De acuerdo a Mossé-Bastide, la experiencia estética es “cosa de intuición y no de discurso”: si bien se dirige a la inteligencia, solo lo hace por medio de la sensibilidad (1858: 257).

Sin embargo, contra las interpretaciones de Worms y Kisukidi, creemos que la estética bergsoniana rebasa el carácter propedéutico de la filosofía. La estética (y particularmente, la intuición estética) es fundamental tanto al arte como al conocimiento en general, no porque consista en el “develamiento” de la verdad, sino por su dimensión cognoscitiva, es decir, porque puede aportar una forma diferente de conocer. El arte no revela una realidad oculta, sino que sugiere un determinado estado en la conciencia en el espectador, mediante el cual este simpatiza con la obra, ya sea una pintura, una poesía, o una danza.

Entre una estética de la recepción y una estética de la creación

Podemos afirmar que, si en el Essai la reflexión estética se centra sobre todo en la “contemplación” de la obra de arte, en Le Rire Bergson establece la intuición como el fruto de un esfuerzo del espectador por ver lo que el artista ha plasmado en la obra. En otras palabras, si el modelo de la hipnosis del Essai enfatiza la pura receptividad del sujeto, el segundo establece un modelo participativo que, al mismo tiempo, resulta de la eficacia sugestiva de la obra en el espectador. Con todo, tanto en Le Rire como en el Essai, Bergson plantea una teoría de la recepción de la obra de arte (Kisukidi 2013: 97; 2017: 170).

El ritmo, a través de su velocidad y pulsación, adormece al espectador habilitando, simultáneamente, la recepción de aquello que la obra sugiere (Kisukidi 2017: 131). En el caso de la danza, por ejemplo, Bergson señala que a medida que la obra se desarrolla, el ritmo de la música combinado con los movimientos del bailarín hace que a partir de una “simpatía móvil”, el sujeto se pierda al punto de esfumarse paulatinamente la distinción entre aquella “marioneta imaginaria” y la propia voluntad:5

Aun cuando se detiene por un instante, nuestra mano impaciente no puede evitar moverse como para empujarla, como para reemplazarla en el seno de este movimiento cuyo ritmo ha devenido todo nuestro pensamiento y nuestra voluntad. (Bergson [1889] 1926: 9-10, 2016: 35, trad. mod.).

Como mencionamos previamente, tanto la poesía, como la pintura y la arquitectura imitan a la danza y la música: en el primer caso, la conciencia, sacudida y adormecida por el ritmo, se olvida de sí misma, colmándose de las imágenes visuales del poeta. Del mismo modo, a partir de la inmovilidad de las construcciones arquitectónicas, el pensamiento se absorbe y la voluntad se pierde: Bergson establece que “en el seno de esta inmovilidad inquietante” encontramos efectos análogos a los del ritmo, dado que la simetría y la repetición de las mismas formas arquitecturales adormecen progresivamente la conciencia hasta que, encontrándose en un estado de docilidad absoluta, se produce el olvido de sí y la absorción total en el sentimiento expresado (Bergson [1889] 1926: 12, 2016: 36).6

Los efectos hipnóticos “neutralizan” el material de la obra, siendo esta la condición indispensable para que se produzca un desvío de la percepción mediante el cual el receptor simpatiza con la emoción sugerida (y no expresada) por la obra. En eso consiste, según Kisukidi, la “estética de la inmediatez”: el arte hace como si la impresión sugerida se expresara independientemente de cualquier mediación material (Kisukidi 2013: 131 ss.) y, correlativamente, la suspensión de la atención produce el contacto directo con el sentimiento expresado en la obra. Así pues, el espectador responde al objeto estético indirectamente a partir de su participación en la emoción transmitida mediante la sugestión, lo que supone, según Husson (1947:155), una verdadera conversión de la conciencia:

Colocándose en este punto de vista, se percibirá, así lo creemos, que el objeto del arte es adormecer las potencias activas o más bien resistentes de nuestra personalidad, y llevarnos así a un estado de docilidad perfecta en el que realizamos la idea que se nos sugiere, donde simpatizamos con el sentimiento expresado. (Bergson [1889] 1926: 11, 2016: 36, trad. mod.).

Con todo, contra una interpretación que hace de la intuición estética un simple relajamiento de la percepción (un laisser-aller) en el cual la conciencia permanecería pasiva, creemos que hay que distinguir -como lo hace Arnaud François- dos formas de la intuición (François 2008: 41 ss.). Si bien es cierto que en algunos textos Bergson describe la intuición estética como una percepción de índole receptiva, es sobre todo en L’Évolution créatrice donde establece el vínculo entre la intuición y las facultades de conocimiento, haciendo de la primera una “visión” que coincidiría al mismo tiempo con nuestra propia voluntad.

Distanciándose de la teoría de la contemplación estética schopenhaueriana, no hay en Bergson una fusión total entre el sujeto y el objeto, sino -como remarca Kisukidi- una “autocreación simpática”, en la medida en que el sujeto y la obra se recrean mutuamente en la experiencia estética (Kisukidi 2013: 128 ss.). La contemplación -que, según Bouaniche, puede denominarse una especie de “asombro”- se produce mediante una suerte de coincidencia entre el ver y el querer, instaurándose, de este modo, otro régimen de la percepción. Sin embargo, esta “visión” no designa una facultad misteriosa y extraordinaria, sino que, siendo común a todos los seres humanos, permanece bloqueada la mayor parte del tiempo (Bouaniche 2008: 623 ss.). De hecho, debido al esfuerzo brusco que conlleva, no dura más que unos instantes, dado que se trata de violentar la naturaleza propia de la inteligencia para dirigir la atención sobre sí misma (Bergson [1907] 2006: 238, 2007: 211).

Al mismo tiempo, Bergson señala que tanto la creación artística, como también la invención científica y filosófica, conllevan una “emoción creadora” en su origen; una emoción que no es el efecto de ninguna representación, sino que, por el contrario, la precede y la contiene virtualmente. La emoción creadora consiste, de este modo, tanto en una multiplicidad virtual compuesta por representaciones e ideas confusas como en el movimiento generado a partir de una intuición nueva de la realidad (Kisukidi 2013: 111; 2017: 177). Así pues, sostiene Bergson, “hay emociones que son generadoras de pensamiento; y la invención, aunque de orden intelectual, puede tener por substancia la sensibilidad.” (Bergson [1932] 2013a: 40, 1962: 77, trad. mod.).

En este sentido, en Les Deux Sources de la Morale et la Religion, Bergson establece la existencia de dos emociones de distinta índole (cuya única semejanza es su diferencia con respecto a la sensación, traducible a una transposición fisiológica en el cuerpo). Por un lado, encontramos emociones que son efectos de ciertas representaciones, y por el otro, se encuentran aquellas que, al no ser determinadas por ninguna representación, contienen virtualmente una multiplicidad de representaciones posibles. Debido a la relación que cada una mantiene con la inteligencia, Bergson denomina a la primera infra-intelectual, y a la segunda supra-intelectual (Bergson [1932] 2013a: 41, 1962: 77-78). Como afirma Johannes F. M. Schick, las emociones infra-intelectuales son aquellas reacciones habituales desencadenadas por una representación determinada, y por consiguiente, se encuentran subordinadas a la inteligencia. Es decir, constituyen la coloración afectiva que acompaña el catálogo de las acciones pasadas (Schick 2017: 154).

Por el contrario, las emociones supra-intelectuales son creadoras en virtud de dos aspectos: no solamente porque, al originarse en una intuición, son creadas y expresadas en la obra de arte, sino que, además, provocan nuevas intuiciones en el espectador. De este modo, la emoción estética no es “descubierta” por el artista, sino que es el fruto de un esfuerzo de concentración y de condensación de diversos sentimientos, sensaciones e ideas que no existían previamente, o que se encontraban dispersos entre sí (Podoroga 2017: 133 ss.). En oposición a la emoción infra-intelectual, la emoción supra-intelectual solo surge a partir de un esfuerzo de voluntad de parte del artista, teniendo su origen en la sensibilidad (Hude 2008: 199). Nuevamente, no se trata de superar la inteligencia mediante la afección; en efecto, no hay para Bergson una relación jerárquica, sino más bien dinámica, entre la racionalidad y la afectividad:

Cualquiera que se dedique a la composición literaria habrá podido constatar la diferencia entre la inteligencia entregada a sí misma y aquella que consume de su fuego la emoción original y única, nacida de una coincidencia entre el autor y su tema, es decir, de una intuición (Bergson [1932] 2013a: 34, 1962: 80, trad. mod.).

Siguiendo el ejemplo que cita Schick, para pintar Steam-Boat in a Snowstorm, Turner no solo se habría sometido previamente a la experiencia, sino que el público, al contemplar el cuadro, debe poder experimentar la intuición de la tempestad. Lo peor para el artista no es el disgusto del espectador, sino su indiferencia. Según Schick, incluso si reaccionamos negativamente a una obra de arte, esta cumplirá su finalidad, dado que habrá producido en nosotros una reacción afectiva. Con todo, la emoción podrá desvanecerse rápidamente y no afectar en absoluto nuestro intelecto (por ejemplo, una emoción provocada por un film de Hollywood llena de clichés) o, por el contrario, activar nuestra reflexión, suscitando representaciones y moviendo nuestra personalidad entera (Schick 2017: 159 ss.):

Un drama que sea apenas una obra literaria podrá sacudir nuestros nervios y suscitar una emoción del primer género, intensa sin duda, pero trivial, escogida entre aquellas que experimentamos corrientemente en la vida, y en todo caso vacía de representación. Pero la emoción provocada en nosotros por una gran obra dramática es de una naturaleza completamente diferente: única en su género, ha surgido en el alma del poeta, y allí solamente, antes de agitar la nuestra; es de ella de donde la obra ha surgido, porque es a ella a lo que el autor se refería a medida que avanzaba en la composición de la obra. (Bergson [1932] 2013a: 44, 1962: 80, trad. mod.).

Del mismo modo que en filosofía Bergson contrapone la intuición al análisis,7 en el arte establece la misma oposición entre la creación y la fabricación: mientras la última se caracteriza por la producción de un nuevo orden a partir del amalgamiento de elementos existentes y según un fin determinado previamente, la creación propiamente artística es de un orden diferente. La técnica, compuesta a partir del conocimiento definido de los procedimientos sobre los materiales, remite al aspecto impersonal del proceso de génesis de la obra de arte, y a los géneros bajo los cuales las obras podrían ser clasificadas (véase Kisukidi 2017: 177 ss.). Por el contrario, si bien la creación implica cierta compilación de ideas y materiales preexistentes, la inteligencia debe ser impulsada más allá del plano técnico (véase Husson 1947: 192). De este modo, el proceso de creación presenta lo dado bajo una nueva coloración afectiva que no habría sido experimentada jamás (véase Schick 2017: 161).

Ahora bien, Worms se pregunta si es posible conciliar la percepción de lo real con la creación de una obra de arte: ¿podría la obra de arte ser una visión reveladora y simultáneamente, la invención de algo que no existía previamente? (Worms 2003: 160). Del mismo modo, Anne-Laure Ledoux remarca el aspecto ambivalente de la emoción estética, dado que pareciera contener, por un lado, un aspecto pasivo y afectivo, y por el otro, un aspecto dinámico y activo. En otras palabras, hay una tensión que atraviesa toda la filosofía bergsoniana del arte, fundada en dos concepciones de la emoción: de un lado, como el efecto estético producido en la conciencia del espectador; del otro, como el origen del acto creador. El problema consiste en determinar si la emoción estética puede conciliar ambos caracteres y trascender la incompatibilidad entre la objetividad de la realidad aprehendida en la experiencia estética, y la subjetividad de la emoción que está al origen del acto de creación (véase Ledoux 2017: 191 ss.).

Podoroga plantea que a partir de la teoría de la emoción creadora desarrollada por Bergson en Les Deux Sources, hay un cambio de registro en toda su teoría estética: si en el Essai Bergson había comenzado por estudiar las emociones en tanto estados psicológicos inducidos por la percepción de una obra de arte, en su última obra la emoción creadora deviene tanto la forma como la condición de posibilidad de todo acto creativo. Asimismo, si bien la teoría de la emoción creadora es planteada por Bergson a raíz de los actos morales, Kisukidi señala que debería ser considerada como el núcleo de la filosofía del arte de Bergson. De este modo, Bergson no solo funda su propia poiética -una teoría basada en el acto de creación de la obra de arte- sino que a través de esta consuma la teoría de la sugestión (basada en los efectos del arte sobre la sensibilidad) desarrollada en el Essai (véase Kisukidi 2017: 173 ss.).

Conclusiones

Así pues, a partir de Les Deux Sources, la profundidad (y la complejidad) del sentimiento sugerido por el artista no refiere a otra cosa que a la emoción creadora. En esta medida, el valor de la obra de arte ya no depende solamente de la personalidad del artista, sino de la emoción que se encuentra al origen del acto de creación. La personalidad es transgredida por una emoción supra-intelectual, que no es otra cosa, según Bergson, que una exigencia de creación (véase Podoroga 2017: 138): “Por lo general, la obra genial surge de una emoción única en su género, que se hubiese creído inexpresable y que ha querido expresarse” (Bergson [1932] 2013a: 43, 1962: 70, trad. mod.). Si bien la obra de arte expresa la emoción individual de un Beethoven o de un Mozart, establece simultáneamente una comunicación directa con lo real, es decir, con la propia duración y por ende, con la creación. Como plantea Ledoux, la emoción puede ser la expresión irreductiblemente personal del “yo profundo” del autor, y simultáneamente producir una afección determinada en el público, al instaurar una “comunión” con la duración (Ledoux 2017: 199). En efecto, la duración intuida no es un caos carente de forma, ni un desorden a la espera de un orden, sino el signo de un orden diferente de aquel percibido por la inteligencia a través de la necesidad y sus leyes.

En otras palabras, Bergson establece que donde hay duración, hay creación, y recíprocamente, donde hay creación, hay un contacto directo con la duración. Worms señala algunos de los ejemplos clásicos de Bergson: si el Réquiem de Mozart, o el Himno a la alegría de Beethoven tienen tal efecto sobre nosotros, no es porque expresen un sentimiento puro, ni porque creen una forma absolutamente nueva, sino por las dos cosas a la vez. Es la sugestión de una emoción tal que, al ser esencialmente temporal (y por ende, particular) deviene la emoción propia de la obra de Beethoven, que no encontraremos en ninguna otra obra (Worms 2003: 164 ss.). En este sentido, la creación en Bergson se diferencia de las dos concepciones clásicas del término: por un lado, de la producción de una copia a partir de un modelo preexistente y por el otro, de la creación ex nihilo, es decir, a partir de una voluntad trascendente (véase Worms 2000: 28). No es ni la creación vacía o formal, que valdría independientemente de su contenido, ni tampoco la creación de un arte “metafísico” que valdría únicamente por la verdad expresada, independientemente del acto de creación artística (Worms 2003: 165).

Podemos concluir, entonces, que la teoría de la emoción creadora se conjuga con la estética de la sugestión del Essai: si bien la experiencia estética se produce mediante una contemplación de la obra de arte, esta exige, al mismo tiempo, un esfuerzo de imaginación y de reflexión de parte del sujeto, tanto para su recepción como también para su creación. Además, puesto que lo esencial de la experiencia estética no yace en el descubrimiento de una verdad oculta, sino en la transformación epistémica del sujeto, esta puede reducirse a una simple propedéutica de la filosofía. Podemos afirmar que, para Bergson, la intuición presenta un alcance cognoscitivo, en la medida en que, a través de la creación, logra hacer ver aspectos de la realidad que son tan imperceptibles como inexpresables de otro modo.

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1Nos referimos al principio de individuación que, de acuerdo con Schopenhauer, oculta las ideas platónicas. Véase, por ejemplo: Schopenhauer, wwv 1, §§ 30-36: 259-285.

2Sobre la teoría musical schopenhaueriana véase wwv 1, § 52: 349-362.

3Sobre la noción del genio en Kant, véase kdu: [1790] (2012), §§ 46-50: 424-446.

4Véase, por ejemplo, kdu: [1790] (2012), §§ 1-4: 247-257 y wwv 1, §§ 38-40: 286-300.

5Advertimos aquí otra clara semejanza con la teoría de la experiencia estética en Schopenhauer, en la que el sujeto puro de conocimiento permanece absorto en el objeto, disolviéndose su voluntad por completo. Véase, por ejemplo, wwv 1, § 34: 268-271.

6La evidente influencia de Schopenhauer en Bergson -ya advertida por François- se constata aún más teniendo en cuenta el ejemplo paradigmático que explica, tanto en Schopenhauer como en Bergson, la identidad entre la voluntad y la emoción: la música (François 2008: 70).

7Nos referimos aquí a la distinción que establece Bergson en Introduction à la métaphysique [Introducción a la metafísica] entre las dos formas de conocer un objeto: mientras el análisis refiere a la operación de la inteligencia mediante la cual, a partir de una determinada propiedad común extraída de la experiencia, esta deriva leyes y conocimientos generales, la intuición remite al esfuerzo por el cual la inteligencia se coloca al interior de un objeto para coincidir con lo que este presenta de único y particular. Véase Bergson [1934] 2014: 210-213, 2013b: 180-184.

Recibido: 14 de Mayo de 2021; Aprobado: 10 de Febrero de 2022

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