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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.58 Buenos Aires mar. 2022

 

Comentarios bibliograficos

Pablo Maurette. La carne viva. Buenos Aires: Mardulce, 2018, 240 páginas.

Franco Liberati1 

1UNS

Esa masa de carne que describe un círculo en torno a mí/no confina mi mente”: traducimos aquí tan libre como torpemente las palabras de Thomas Browne que Pablo Maurette (Buenos Aires, 1979) elige para epigrafiar La carne viva (Mardulce, 2018). Pero, ¿qué significan estas palabras? ¿Hay aquí un desafío, una advertencia? ¿O se trata de un epígrafe cabalmente programático?

Esa [that] masa de carne: como si obrara aquí un distanciamiento, quizá el paso atrás de quien se dispone a zambullirse en la tan indeterminada como determinante masa de carne [mass of flesh] -ella misma, por otra parte, trazo o escritura circular [circum-scribe], errante y a la vez de regreso.

Frente a la carne -y sin embargo, en ningún otro lugar que en ella: de ningún otro modo que encarnada-, la mente [mind]: ilimitada; o mejor sería decir: incontenible, desbordante, quizá también insoportable (menos por rehusar la contención, el borde o el soporte que por interrogarlos, stilus en mano).

Atribuimos a Anaxágoras de Clazomene la por entonces pionera y hasta entonces inédita distinción entre mente [noûs] y materia [hýle]. Pascal Quignard da aquí con la buena pista: noûs (cuya traducción la tradición filosófica ha hecho oscilar entre “mente”, “espíritu”, “intelecto”, “inteligencia”, etc.) quería decir “olfato”. Resulta de ello que el primer pensante en la historia europea no es otro que aquel gruñente llamado Argos, perro de Ulises: el viejo perro de caza que “piensa” (huele) a su amo en el mendigo que ha aparecido junto al pórtico. “Pensar” podría entonces no ser una actividad teorética, contemplativa, sino predación, persecución: ir en busca - de la carne.

Antes que una colección de ensayos o una mera yuxtaposición de estudios temáticamente emparentados, La carne viva es un libro de viajes que explora las vías por las que el imaginario modula y afecta (y quizá también in-fecta y de-forma) la carne. En este sentido, resultan particularmente sugerentes las (¿quirúrgicas?, cuidadas, pertinentes) intervenciones del artista plástico Eduardo Basualdo, que preceden y suceden a cada uno de los seis episodios (los cinco ensayos más el prefacio) que componen esta periégesis.

La travesía comienza en una remota e inexistente isla perdida en la inmensidad del Índico, en la que un solitario náufrago se enseña a preguntar; y habrá de concluir en el cementerio insular frente a las costas de Venecia, con la promesa (o la evidencia) de un naufragio inminente.

Al lector atento le bastarán unas pocas líneas del “Prefacio” para advertir bajo qué constelaciones transcurrirá este viaje: en orden a explicar quién es Abentofail (que no es nombrado como tal sino en un paréntesis que sigue a la escrupulosa transcripción de su nombre en árabe, en un gesto que espeja al de Borges al comienzo de “La busca de Averroes”), Maurette señala: “fue médico, filósofo, escritor” (17). En esa triple intersección (o el triple desborde) de lo epistémico, lo especulativo y lo estético, se abre paso la escritura (¿exploratoria?, diletante, polímata) de Maurette - o como estaríamos tentados de decir aquí: su busca, dejando en este punto que hable, al margen de la cita borgeana (o quizá reduplicándola), la acepción orillera del término: el tono de Maurette no solo no rehúsa el escándalo o la provocación sino que se sirve de ellos como de un santo y seña por el cual el propio libro escoge o reconoce a sus lectores.

“¿Qué magia hace de la materia carne viva?” (18): tal, diríase, la pregunta conductora, en cuya formulación se adivina el singularísimo, casi renacentista registro del libro, en el que conviven, entretejiéndose, discursos y saberes tan distantes entre sí como la anatomía, la crítica literaria, la biología evolutiva o la historia de las religiones. Es de notar, en este sentido, que Maurette recurre a menudo a la semejanza: sus páginas son pródigas en símiles, analogías, parábolas, metáforas. El propio procedimiento de composición del libro es comparado con la invocación de un “animal totémico” (20) antes que restituido al anguloso rigor de un marco teórico.

No obstante la profusión de símiles y metáforas, Maurette se obliga a regresar siempre a la carne en tanto “grado cero de la hermenéutica” (22). Ello obedecería a una más amplia investigación respecto de “la relación esquiva e intrincada entre […] el sentido literal y el no-literal” (21).

Bajo la advocación de la inocencia (“Inocente” titula Basualdo a la primera de sus intervenciones: un cuchillo -¿el stilus que hace las veces de mind?- que hiende una línea, un límite -¿que introduce en la carne la pregunta por la vida?-), Maurette dispone una doble vía de ingreso, un comienzo por duplicado.

Un comienzo, por un lado, para la pregunta por la carne viva: el citado “Prefacio”, en el que se reseña brevemente la historia de Hayy, tal y como fuera narrada por el antedicho Abentofail (a la sazón maestro de Averroes) en su novela El filósofo autodidacta. Confinado en una isla sin nombre, desprovisto de historia y de lenguaje, enfrentado al cuerpo muerto de la cierva que lo criara, Hayy emprende la busca de eso que, encarnado, engendraba vida.

Otro comienzo (mítico y por ende también ritual y litúrgico, destinado a recomenzar cada vez) para la pregunta por el verbo hecho carne: “Primero de enero”, ensayo inaugural en el que Maurette examina algunas tradiciones poéticas y exegéticas en torno a la circuncisión de Jesús. Resulta esclarecedor, en este sentido, el minucioso análisis del relato del éxtasis místico de la beguina Agnes Blannbekin: durante una misa, la mujer sintió que el prepucio de Jesús se materializaba en la punta de su lengua. Por fuerza (y al margen de toda profesión de fe), resuena aquí sottovoce la pregunta a la que Maurette atribuye la puesta en marcha de su propia obra -que comprende El sentido olvidado. Ensayos sobre el tacto (Mardulce, 2015), La migración (Mardulce, 2020) y Por qué nos creemos los cuentos. Cómo se construye la evidencia en la ficción (Capital Intelectual, 2021)-: ¿qué le hacen las letras (y en general, toda forma, medio u obra de arte) a la carne? ¿Cómo funciona y de dónde procede su capacidad de afectar?

Tras un remate sebaldiano (en el que el prepucio de Jesús es puesto a orbitar alrededor de Saturno a fuer de anillo), Maurette se apresta a recorrer el camino inverso: ¿cómo podría la carne hacerse letra? ¿Bajo qué circunstancias y en qué condiciones podría el cuerpo devenir corpus? “Borges y la bestia de Bengala” relee la ceguera de Borges, su devenir ciego, a la par de su devenir (él mismo y su propia vida) (carne de su propia) literatura.

Por efecto de su propia obra, y en el marco provisto por ella, Borges ha transmutado su propio nombre propio en uno de sus artificios. Si “todo Borges [está] en la palabra Borges” (96), entonces “Borges” es menos un patronímico que un topónimo: el nombre de una serie de tópoi -esto es, de tópicos recurrentes, de reiteraciones formales y temáticas, de juegos especulares (y especulativos), de suplementos ecdóticos y anecdóticos- sobre los que la obra (escrita primero, dictada más tarde) regresa obsesiva, obstinadamente. Los espejos y los tigres, bien lo sabemos, se cuentan entre ellos. Un improbable (a-mén de inexistente) kōan zen podría preguntar por el espejo de un hombre ciego; Maurette podría entonces responder: privado de la vista, confinado a un mundo insípido, ligeramente rojizo o anaranjado, el poeta hace de su obra un espejo de sí; y en el proceso, hace de sí un período, una estrofa, un verso, una palabra.

De aquí el más llamativo elemento del ensayo, que refiere a la citada fijación de Borges con los tigres: una “leyenda (o teoría conspirativa)”, tan “singular” y “descabellada” como apócrifa, según la cual Borges “murió en Bangladesh […] entre las garras de un tigre” (87). “El origen de este disparate -parece disculparse Maurette- me es desconocido” (88). La veracidad de la historia importa poco; la cuestión estriba aquí en el procedimiento: valiéndose de giros e inflexiones eminente e inequívocamente borgeanos, Maurette espeja un efecto (y un afecto) de lectura. Todo ocurre como si el comentarista se incorporara de este modo a la obra y deviniera indistinguible de ella - una sola carne.

A todo libro de viaje le llega su catábasis: el descenso a los infiernos, el tránsito por las regiones subterráneas (¿o subcutáneas?), casi siempre con algún propósito oracular o adivinatorio. “El infierno de Ashoka” aborda el problema de la traducción planteando al lector la resolución de un enigma. Maurette engendra aquí una esfinge (en este caso, mitad soberano legendario de la India, mitad poeta renacentista florentino) que elíptica, alegórica, metafóricamente (como cuadra a toda esfinge que se precie de tal), formula las mismas preguntas, los mismos acertijos. ¿Dónde está (y cómo se dice) el sentido literal? ¿Cómo reconocerlo? ¿A qué se parece traducir? ¿Cuánta carne puede restituirse tras la letra que somos capaces de producir?

En este sentido, Maurette se distancia tanto del historicismo como del romanticismo, y parece abogar por alguna clase de formalismo. Que Poliziano haya sufrido la terrible enfermedad que describe en su Sylva in scabiem (“Canto a la sarna”, poema cuya traducción Maurette cuenta haber emprendido y abandonado) o que no sea más que un símil para expresar el dolor y la furia que le produjera un desencuentro con Lorenzo de Médici importa menos que la eficacia háptica del texto, que somos invitados a concebir como un organismo.

Análogamente, ¿es la leyenda de la prisión infernal de Ashoka (en la que los cuerpos de los condenados eran sometidos a toda clase de tormentos, vejámenes y suplicios) una parábola que describe su conversión al budismo? ¿El testimonio de un campo de extermino avant la lettre? ¿Una alegoría de los infiernos budistas?

Entre el ruido de los trabajos de lectura, exégesis e interpretación, Maurette se detiene en la tarea del traductor, que es comparada con la del anatomista (“una verdadera carnicería de la lengua”, 119), pero también descrita en términos de “tormento” y de padecimiento.

“Historia natural de la autodestrucción” (una vez más, Sebald no estará lejos) sigue la trayectoria descendente del “mal de carne” (138) que Jorge Barón Biza describe en su única novela, El desierto y su semilla (1998). Inspirado por su propia historia personal y familiar, Barón Biza elabora una ficción cuyo punto de partida está dado por “la agresión”: un hombre -el padre del narrador- ataca a su ex mujer con ácido, desfigurándola. Siguiendo el hilo conductor provisto por la novela, Maurette describe las peripecias de unos personajes grávidos de decadencia. Concebida como cosmogonía, “la agresión” engendra un mundo cuyo decaimiento es indetenible. A pesar de los procedimientos a la vez quirúrgicos y poéticos que se proponen devolver el orden a la carne agredida, El desierto y la semilla cuenta la historia de un rostro (pero también de un linaje) que se precipita hacia un abismo que “la agresión” mantiene abierto. La carne retrocede - el desierto crece.

La travesía finaliza con “Mono no aware”, el más poético -y también el más político- de los ensayos aquí reunidos; que une además lo contemplativo a lo performático: la travesía habrá de finalizar, en efecto, con (¿en?, ¿entre?) mono no aware.

“Las traducciones varían: el pathos de las cosas, la sensibilidad de las cosas, la tristeza de las cosas” (180): en unas pocas líneas, Maurette despacha el problema de la traducción. Lo que está en juego aquí no es la traducibilidad de tal o cual giro idiomático sino la comunicabilidad del afecto. La pregunta nunca es: “¿cómo traducir mono no aware?”, sino más bien: “¿cómo no traducir mono no aware?”. Pregunta retórica, claro está, a la luz de lo que la propia expresión dice: mono no aware expresa una sintonía, una armonización, una con-moción, en la que el corazón (kokoro, “entendido a la vez como órgano vital y como forma íntima”, 180) del hombre y el de las cosas se afectan recíprocamente y se descubren íntima y constitutivamente transitorios, perecederos, efímeros - y además bellos en cuanto tales y no a pesar de ello (como en aquel verso de Szymborska: “eres y por eso pasas/pasas, por eso eres bella”).

Con-moción que mueve, por otra parte, a decir: “el mono no aware […] desborda” (188) y no se puede menos que poetizar. Empujado a decir, el poeta no puede menos que buscar (o fabricarse) algunos interlocutores: de aquí la politicidad intrínseca del hecho estético. En este sentido, el propio ensayo configura esa busca de interlocutores al interior de la tradición poética de Occidente: ¿hay algún soneto, acor-de, escrito, película afín a (o afinado con) la noción de mono no aware, capaz de sintonizar o de armonizar con ella?

La busca sigue, ya desde el comienzo, un sendero de lágrimas. La posibilidad misma de esta interlocución entre tradiciones, lenguas, culturas, está anclada (¿dónde más?) en la carne: en el mecanismo fisiológico del llanto, que embarga, sucesivamente, al poderoso Jerjes (que, apostado a orillas del Bósforo, comprende que sus jóvenes soldados no volverán a casa), al sensual Genji (protagonista del Genji monogatari, cuya lectura inspira a Norinaga el concepto mismo de mono no aware), al pío Eneas (que, tras desembarcar en Cartago, descubre un mural que figura la caída de Troya), al anhelante Tristán (que, también junto al mar, espera la venida de Isolda).

Una curiosa deriva le descubre a Maurette algunas afinidades o consonancias: se detendrá primero en “Corno inglés”, un poema del genovés Eugenio Montale, procedente de su primer libro Ossi di seppia (“Huesos de calamar”: el mar nunca estará lejos) que el propio autor define como “un intento naif de imitar los instrumentos musicales con palabras” (207).

Y es precisamente un corno inglés el instrumento al que Richard Wagner comisiona la interpretación de “la antigua melodía” que despierta al moribundo Tristán y le revela la inminencia de su muerte.

No es casual, en este sentido, la caracterización en términos musicales del mono no aware: si el lenguaje es otra piel, la música puede, en cambio, dirigirse sin mediación alguna al músculo - a la carne.

Al sugerir una sintonía entre mono no aware y el acorde de Tristán (cuya inspiración Wagner restituye al “cantar extraño y melancólico de los gondoleros en Venecia”, 213), Maurette conjura el exotismo y traza algo así como un horizonte para un esteticismo más acá del orientalismo.

Y el libro, que comenzara con un náufrago en una isla remota interrogando a un cuerpo muer-to, le da por fin sepultura en otra isla, más cercana, a la vez nominada y ominosa; y hace además su acción de gracias: porque si “la tumba es nuestro humilde homenaje a la majestad de la muerte”, entonces “el cementerio [es] un agradecimiento colectivo a su generosa omnipresencia que hace que las cosas, por ser breves, sean tristes y bellas” (227).

¿Qué deja la carne viva tras de sí? ¿Qué queda de ella? La última intervención de Basualdo parece responder a estas preguntas: fibras de tejidos sueltos, pelo y piel muerta, polvo - en una palabra, “Pelusa”: partículas de carne muerta.

Ref

Pablo Maurette. La carne viva. Buenos Aires: Mardulce, 2018, 240 páginas. [ Links ]

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