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Boletín de Estética

versão On-line ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.62 Buenos Aires mar. 2023  Epub 01-Mar-2023

http://dx.doi.org/10.36446/be.2023.62.315 

Artículos

LAS RUINAS. Una poética del tiempo

The Ruins: APoetics of Time

Gustavo Cataldo Sanguinetti1 

1 Universidad Andrés Bello, Chile

Resumen

El artículo explora la forma estética de las ruinas como una poética del tiempo donde se articulan fuerzas contrapuestas que configuran una singular vivencia de la historicidad humana. Orientándose por las indicaciones de Martin Heidegger y Georg Simmel, reflexiona acerca de valor estético-existencial de las ruinas y su réplica subjetiva en el sentimiento de nostalgia, así como su importancia para el reconocimiento de la unidad narrativa de la existencia humana.

Palabras clave: Ausencia; Finitud; Temporalidad; Nostalgia; Reconocimiento

Abstract

The article explores the aesthetic form of the ruins as a poetics of time where opposing forces are articulated that configure a unique experience of human historicity. Guided by the indications of Martin Heidegger and Georg Simmel, he reflects on the aesthetic-existential value of the ruins and their subjective response in the feeling of nostalgia, as well as their importance for the recognition of the narrative unity of human existence.

Keywords: Absence; Finitude; Temporality; Nostalgia; Recognition

No bien llegamos a este mundo, pedazos de nosotros empiezan a caerse

Gustave Flaubert

Ciertamente existe algo extraordinariamente ambiguo y equívoco en la percepción y los sentimientos que nos producen las ruinas. La aprehensión de una columna rota, pero todavía inhiesta, la visión de un templo incompleto y carcomido por el tiempo o de una escultura fragmentaria o de una vasija trisada y con dibujos desgastados, generan a la par un juego ambivalente de presencia y ausencia. La primera impresión que tenemos ante las ruinas es sin duda la de una presencia, pero una presencia a la que falta algo, presencia incompleta; la del resto o lo que queda. Tiene, en cierto sentido, la forma de la traza o de la huella: las ruinas son vestigio. Esta ambivalencia de las ruinas ha quedado estampada en la propia expresión “ruina”. El vocablo “ruina” provine del latín ruina, el que a su vez deriva del verbo ruere, desplomarse, derrumbarse, caer. Ruina es lo precipitado o caído. Sin embargo, la palabra “ruina” se asocia también a la raíz indoeuropea reu, excavar, desenterrar, abrir -de allí también el verbo griego orússo, excavar, arrancar-. Las ruinas son, por consiguiente, lo que de alguna manera se derrumba y cae, pero también aquello que se excava, extrae y abre (Ernout & Meillet 1985: 582).

Este último sentido de “apertura” se expresa muy bien en el vocablo “vestigio”. La etimología de la palabra “vestigio” es discutida. Sin embargo, resulta claro que la expresión proviene del latín vestigium, huella que deja la planta del pie, vinculada, por otra parte, a vestigare, en el sentido de seguir los rastros o la pista de otro. “Investigar” significa, en esta acepción primitiva, algo así como seguir la huella o el indicio -la indicación o la pista- que alguien ha dejado al recorrer un camino (Ernout & Meillet 1985:729). El vestigio indica o muestra, abre un “campo de verdad” en medio del derrumbe y el hundimiento. Esta significación concuerda perfectamente con la raíz indoeuropea de la palabra ruina -reu- como desenterrar, abrir o descubrir. Estos campos semánticos de la expresión “vestigio” han dado origen, sin duda, al uso actual del vocablo. Normalmente empleamos el término “vestigio” no solamente en el sentido de una “huella”, sino también como la memoria o noticia del pasado; indicio que nos permite inferir una verdad o indagar algo, particularmente de tiempos remotos.

Esta referencia al pasado -su historicidad- es lo que genera los particulares sentimientos de nostalgia y melancolía que nos afectan al contemplar las ruinas. Sin duda la nostalgia esta signada por la “presencia de una ausencia”. Ausencia precisamente bajo la forma del derrumbe de un mundo que ya no es más, pero también presencia representada por el “resto” que funciona como un indicio o una huella que nos permite revelar, en cierto sentido, lo que ya no es más. Es la presencia de un “mundo sido” vigente todavía en su derrumbe o declive. El atractivo de lo “decadente” reside justamente en este juego de “presencia-ausencia”. Un halo de misterio rodea a toda ruina: es el pasado inescrutable que, sin embargo, nos permite un cierto retorno a una morada abandonada para siempre. En este sentido, resulta significativa más que la palabra “melancolía” -asociada a la “bilis negra”- el vocablo “nostalgia”. La expresión “nostalgia”, como se sabe, proviene del griego nóstos [regreso] y álgos[dolor]. Nostalgia es la tristeza de verse privado de la patria o del hogar. De allí su significación de “retorno” o “regreso”. En la épica griega el vocablo nóstos -vinculado a la raíz indoeuropea nes, regreso sano y salvo a casa-es empleado por Homero y Hesíodo en el sentido de “retorno a casa” o “regreso después de una travesía” (Chantraine 1999:744) La connotación de ausencia, alejamiento o separación resulta pues evidente. Significados afines, no obstante las diferencias, podemos encontrar en los términos alemanes Heimweh o Sensucht, el portugués saudade o el galaico portugués morriha [morriña]. Todas expresiones, sin duda, con una manifiesta impronta “romántica”.

La presencia de lo ausente

Sin embargo, más allá de esta orientación semántica, es necesario esclarecer el sentido estricto de esta “presencia-ausencia”: ¿Qué es propiamente lo ausente de una ruina?, ¿Cuál su presencia?, ¿Cuál su peculiar historicidad ?, ¿Cuál lo “pasado” de las ruinas?, ¿Cuál es finalmente el objeto ausente que anhela toda nostalgia en el derrumbe del pasado? Responder estas preguntas significa, en primer lugar, interrogarnos por la forma temporal de las ruinas. Toda ruina como vestigio alude, según es evidente, a un pasado. Constituye la huella, la ausencia de algo que “ha pasado”: es la traza -presente, por cierto, en su forma ruinosa- de algo que no es ya más y que, sin embargo, anhelamos retornar. Ausencia y retorno constituyen la forma patética de la vivencia de las ruinas. Pero insistamos en la primera pregunta: ¿qué es propiamente lo ausente de los objetos ruinosos? Para responder esta pregunta vamos a tomar como orientación -muy libremente- el tratamiento que Martin Heidegger realiza de la historicidad en Ser y tiempo. Nos excusamos en este caso de una exposición sistemática del problema tal como lo desarrolla Martin Heidegger y escogemos, simplemente, lo pertinente para nuestro asunto y con un carácter meramente indicativo.

No se necesita subrayar mayormente la importancia del concepto de mundo en la analítica existencial del Dasein: el Dasein es originariamente un “ser-en-el-mundo” [In-der-Welt-sein]. Esta condición mundana del hombre será también decisiva al momento de interpretar el propio concepto de historicidad. Sin embargo, para Heidegger esta categoría existencial no solamente alude a la irreductible “individualidad” del Dasein, sino también a un co-estar [Mitsein]. El “ser en” [In-Sein] del mundo es pues simultáneamente un “ser con” los otros: “El mundo del Dasein es un ´mundo común’[Mitwelt]. El estar-en es un coestar con los otros [Mitsein mit Anderen]” (Heidegger [1927] 1997: §26). El Mitsein es un Mitwelt. Ello significa, en definitiva, que lo esencial de la coexistencia es el hecho de compartir un mundo. Es por este compartir un mundo que incluso los otros nos pueden faltar y estar ausentes: “Faltar y ´estar ausente’ son modos de co-existencia [Mitseins], y sólo posibles porque el Dasein, en cuanto coestar, deja comparecer en su mundo al Dasein de los otros” (Heidegger [1927] 1997: §26). La ausencia, por consiguiente, es ella misma una forma de coestar. La “ausencia” del otro puede efectivamente “faltar” y ser objeto de cuidado, precisamente porque estar-con consiste en estar-unos-con-otros-en-el-mismo-mundo[Miteinandersein in derselben Welt].

No obstante, el concepto de mundo no solamente es decisivo para el Dasein y su relación co-originaria con el otro, sino también para la propia idea de historicidad y la relación que mantiene el hombre con el pasado. Como sabemos para Heidegger originariamente histórico es el Dasein: “Lo primariamente histórico es el Dasein” (Heidegger [1927] 1997: §73). Solamente porque el Dasein es esencialmente histórico son posibles las circunstancias, los sucesos, las vicisitudes y no a la inversa. Para despejar el concepto de historicidad, constitutivo del Dasein, Heidegger apela al caso de las “antigüedades”, por ejemplo, las antigüedades que están expuestas en un museo. Ciertamente lo determinante de las “antigüedades” es su relación con el pasado. Sin embargo, el objeto histórico está “todavía ahí”. Evidentemente el jarrón antiguo con el paso del tiempo se ha deteriorado, carcomido, se ha quebrado, se ha arruinado. Pero este carácter perecedero del jarrón antiguo no constituye aquello que lo hace histórico. Tampoco lo es que el jarrón está fuera de uso y ya no se utilice para almacenar vino. Ni que el jarrón esté en uso o fuera de uso es determinante para su carácter histórico. ¿Qué es pues lo específicamente “pasado” del jarrón que todavía está presente? Lo propiamente pasado del jarrón es el mundo dentro del cual el Dasein usaba el jarrón en un contexto de útiles. Es el mundo lo que ya no es más:

Las antigüedades que todavía están-ahí tienen el carácter de ‘pasado’, carácter histórico, por el hecho de que, como útiles, pertenecen a y proceden de un mundo ya sido de un Dasein que ha ex-sistido [da-gewesenen Daseins].(Heidegger [1927] 1997: §73).

Según es patente, por el ejemplo aquí aludido, el carácter específicamente histórico de las “antigüedades” reside en la procedencia pasada de un mundo compartido sido. Es ese mundo compartido el que ha desaparecido y que les otorga a los objetos su carácter propiamente histórico. Sucede pues algo análogo al estar-con el difunto: ya no existe ese mundo compartido que nos permitiría estar-con lo que ha sido, pero precisamente lo que ha sido se torna histórico por su pertenencia a un mundo compartido sido: desdeeste mundo -que no es ya el mundo del objeto histórico- podemos todavía estar-con lo que en algún momento pasado era parte de un mundo compartido.

Si tomamos estas indicaciones de Heidegger resulta evidente que no es el deterioro o la falta de uso lo que lo otorga a las ruinas su carácter de tales: más bien hay que decir simplemente que su derrumbe y caída es un vestigio de un mundo-sido. Ciertamente la columna deteriorada todavía está-ahí-presente, pero el mundo en que dicha columna existía y tenía sentido ya no existe. La presencia juega aquí como vestigio de una ausencia: ausencia del mundo sido de un Dasein que ha existido. No obstante, es precisamente tal ausencia la que da lugar a la nostalgia de un regreso o de un retorno a dicho mundo que ya no es más. Es un mundo que ya no es el nuestro, pero que de alguna forma se desea retornar como a una especie de hogar perdido. Se busca de alguna manera recuperar la distancia, seguir las huellas de un camino extraviado y desandar una travesía. La ausencia en este caso, como sostiene Heidegger, es una forma de coestar [Misein]: se anhela todavía, en la desolación y el declive, “compartir un mundo”. Pero, ¿cómo es esto posible? Se trata, como hemos dicho, a pesar de las diferencias, de un caso semejante a lo que sucede con nuestra relación con los difuntos.

Estar con los difuntos

En el §47 de Ser y tiempo Heideggerse pregunta por la posibilidad de experimentar la muerte de los otros. El difunto [Verstorbene] -a diferencia del mero muerto [Gestorbene]- es objeto de cuidado [Besorgen]. Esta solicitud ante el difunto se manifiesta en las exequias funerarias, en las honras fúnebres, en la edificación del mausoleo, en el arreglo del sepulcro. El cuidado del difunto revela finalmente una modalidad de “estar-con”[Mitsein]el otro que muere. La pregunta, sin embargo, es la siguiente: ¿Es este “estar con” el difunto propiamente una experiencia de la muerte del otro? Para responder Heidegger precisa el sentido de la categoría de “Mitsein”. Y lo hace en una breve fórmula: “estar unos con otros en el mismo mundo [Miteinandersein in derselben Welt]” (Heidegger [1927] 1997: §47). La coexistencia no consiste solamente en “estar-con-otros”, sino, sobre todo -como lo hemos señalado- en participar con otro en un mismo mundo. Es esta comunidad de mundo lo fundamental. Si ello es así, entonces resulta evidente que el cuidado del difunto no constituye propiamente una experiencia de la muerte del otro, precisamente porque la muerte significa un salir del mundo, un no ser ya en el mismo mundo:

En semejante coestar [Mitsein] con el muerto, el difunto mismo no ex‐siste fácticamente más. Sin embargo, coestar quiere decir siempre estar los unos con los otros en el mismo mundo. El difunto ha abandonado y dejado atrás nuestro “mundo”. Desde éste, los que quedan pueden estar todavía con él (Heidegger [1927] 1997: §47).

Es claro que el cuidado del difunto constituye un estar-con-el-difunto no desde el mismo mundo - puesto que precisamente ha salido de él - sino desde este mundo. En rigor, lejos de experimentar la muerte de los otros, nos limitamos a asistir a ella. Sin embargo, incluso en esta “ausencia” el otro puede efectivamente “faltar” y ser objeto de cuidado, precisamente porque estar-con consiste en estar-unos-con-otros-en-el-mismo-mundo. En otras palabras, puedo estar-con-el-difunto desde este mundo porque primero hemos tenido un mismo mundo. O dicho todavía de otro modo, el estar-con el difunto está posibilitado - aunque no sea desde el mismo mundo - por un cierto haber-sido-en-el-mismo-mundo.

Según es evidente en el caso de los difuntos el coestar es posible por el hecho haber compartido el mismo mundo: desde este mundo puedo todavía ser con los difuntos porque hemos compartido un mismo mundo. El faltar y la ausencia se fundan en el hecho de haber sido en el mismo mundo: desde esta existencia compartida sida puedo ser todavía con mis difuntos que ya no pertenecen a este mundo.En el caso de las ruinas sucede que también soy desde este mundo con el mundo de ellas, pero que ya no desde un mundo compartido. Con el difunto puedo ser con él todavía porque hemos participado en el mismo mundo. Esta posibilidad ciertamente está negada para las ruinas. No existe un mundo común desde el cual ser todavía con lo ruinoso: el mundo de las ruinas ha desaparecido y jamás he sido con el mundo en que las ruinas tenían precisamente sentido. ¿Cómo ser entonces todavía con ellas? ¿Cómo pueden faltar? Sin embargo, como hemos ya señalado, la propia aprehensión patética de las ruinas -la nostalgia- no solamente implica una presencia de una ausencia, sino también un cierto anhelo de retorno a un pasado perdido. ¿Cómo es posible este retorno? Martin Heidegger nos puede entregar nuevamente algunas indicaciones que podemos prolongar y ajustar para el caso de las ruinas. En primer lugar, habría que precisar, contra lo dicho inicialmente de manera absoluta, que evidentemente para que en las ruinas se manifieste una ausencia se hace necesario alguna forma de relación con el pasado; alguna forma de mundo común. Ciertamente soy con las ruinas desde este mundo y no desde el mundo de las ruinas mismas; ese mundo ya ha desaparecido. Sin embargo, solamente desde una presencia puede faltar algo. Por lo pronto, ciertamente tengo ante mis ojos el templo griego derruido por el paso del tiempo; él está todavía ahí. Pero el mundo en que ese templo tenía sentido ya no es más: ausencia del mundo del templo. Ausencia del mundo del templo, pero a la par presencia del templo como vestigio. Pasado y presente parecen aunarse en las ruinas en una dialéctica de fuerzas contradictorias e inestables. Es en esta relación entre el pasado y el presente donde parece estar la clave para su correcta interpretación. Detengámonos pues un momento más en la idea de historicidad.

La elocuencia del pasado

La concepción prototípica de la temporalidad de Martin Heidegger se puede sintetizar en la idea de la unidad y estrecha articulación de los tres éxtasis del tiempo: pasado, presente y futuro no funcionan como compartimentos estancos de manera tal que el Dasein vaya pasando por distintas etapas de manera sucesiva, sino que es el Dasein mismo el que desde sí mismo se extiende temporalmente a la manera de una trama vital[Zusammenhang des Lebens]. Evidentemente en lo que se refiere a la específica historicidad del Dasein el énfasis está puesto en el pasado. Pero aquí tampoco el pasado funciona como “lo que está por detrás”, a mis espaldas, así como el futuro tampoco es, simplemente, “lo que está por delante”. Lo que la historicidad del Dasein pone de relieve es la peculiar efectividad del pasado en el presente -lo que Gadamer posteriormente denominará Wirkungsgeschichte, “historia efectual” -. De hecho, como el propio Heidegger lo destaca, se habla incluso vulgarmente de realidad histórica no solamente en el sentido de lo que “pertenece al pasado” o “lo que no está presente”, sino también de la influencia del pasado en nuestro presente. En frases tales como “uno no puede escapar a la historia” se expresa precisamente esta efectividad del pasado en el presente. De allí la definición preliminar de historia: “historia es el específico acontecer [Geschehen] en el tiempo del Dasein existente, de tal manera que se considera como historia en sentido eminente el acontecer ‘ya pasado’ y a la vez ‘transmitido’ y siempre actuante [fortwirkende] en el convivir” (Heidegger [1927] 1997: §73). Por supuesto el acento de esta determinación de la historia está puesto en la expresión fortwirken, algo así como “fortalecer”, seguir teniendo efectos. El pasado tiene pues una curiosa duplicidad:

Lo pasado pertenece irrevocablemente al tiempo anterior; perteneció a los acontecimientos de ese entonces y puede, sin embargo, todavía ‘ahora’ estar-ahí, como lo están, por ejemplo, los restos de un templo griego. Con él un ‘trozo del pasado’ está ‘presente’ aún (Heidegger [1927] 1997: §73).

Gadamer -seguramente siguiendo a Heidegger- hablará de la “elocuencia” o el “poder significante” [Sagkraft] del pasado. Hay una cierta “fuerza significante” [Sagkraft] que hace el pasado no sea meramente una proposición sobre algo desaparecido, un simple testimonio, sino algo que dice a cada presente en particular. Esta presencia del pasado en el presente, como carácter general del ser histórico, también Gadamer lo expresa del siguiente modo: “ser conservación en la ruina del tiempo” [Bewahrung im Ruin der Zeit zu sein] (Gadamer [1960] 2007: 359). Las ruinas, las antigüedades, no son pues pasado meramente en cuanto no presentes, sino en cuanto históricamente efectivas: el mundo pasado, aunque pasado, sigue actuando en el presente. Esto es lo que permite hablar del pasado como un legado y comprender las ruinas como un auténtico vestigio. Sin esta relación con el pasado -y su “presencia ausente” - de ninguna manera se comprendería el efecto “encantador” que tienen las ruinas.

La venganza de la naturaleza

Sin duda elmundo del templo de Juno de Agrigento o el templo de Bel de Palmira ya no son más, pero esa “ausencia de mundo” es también vestigio; la huella y el rastro de su presencia pasada. De allí la interna ambigüedad de la nostalgia: falta y carencia, pero por ello mismo presencia por ausencia. La exaltación estética y sentimental que ha realizado el romanticismo de las ruinas obedece, en este sentido, a algo más que a una adhesión “conservadora” al pasado o un simple anhelo de “retorno a los orígenes”; responde más bien a la eterna contradicción de una existencia fragmentada entre fuerzas opuestas y que busca afanosamente recuperar una integridad extraviada. En otras palabras, las ruinas expresan sintéticamente -y digámoslo así- el propio drama de la existencia humana. Georg Simmel en un breve ensayo titulado “Las Ruinas” -en una especie de micro fenomenología avant la lettre- describe de manera incomparable esta lucha entre fuerzas opuestas y el efecto estético de las ruinas. Para Simmel es sobre todo en la arquitectura donde se manifiesta esta lucha: la lucha entre el espíritu y la voluntad del hombre y la necesidad de la naturaleza. En la arquitectura llegan a su perfección las tendencias contrarias: el espíritu que levanta hacia arriba y construye y la naturaleza material que resiste, pesa y tira hacia abajo. Como es patente, en la arquitectura hay una lucha con la materia como no la hay en ninguna de las otras artes. Es la presencia de la materia sólida, pesada y contundente que tira hacia abajo mientras el arquitecto y el constructor luchan titánicamente por llevarla hacia arriba. Sin duda, hay algo prometeico en este combate con la materia.

En las colosales construcciones de Egipto, Grecia o Roma, se puede percibir claramente esta contienda con la elementalidad de la materia. Contienda, por la demás, que no se percibe en las otras artes donde la materialidad queda en cierto sentido “invisibilizada”. En la pintura, la música o la poesía la materia se hace de alguna manera incorpórea y etérea cuando es penetrada por el espíritu formador. Nada de eso sucede con la arquitectura: en la arquitectura, aun en su forma más acabada, la materia y sus leyes permanecen siempre en primer plano. La arquitectura, como ningún arte, debe luchar con la resistencia de materia y probar su fuerza para vencerla. De allí la impresión catastrófica de un templo derrumbado, muy distinto de una pintura “arruinada”. En una pintura -e incluso en una escultura- por muy “arruinada” y maltrecha que esté por el paso del tiempo, nunca encontraremos esa impresión de desplome y hundimiento que encontramos en la obra arquitectónica ruinosa. En este sentido no es casualidad que el antónimo de “construir” sea precisamente “derrumbar”. En las ruinas se hace patente que justo eso que costo tanto alzar, empujar hacia arriba, venciendo la obstinación y el peso de la materia bruta, sin embargo -y pese a todo- se derrumba y cae.

De allí que para Simmel las ruinas sean como una especie de reparación y desquite de la naturaleza elemental sobre el impulso formador de toda obra humana. En ellas la espiritualidad formadora que tiende hacia lo alto queda destruida en el mismo momento en que el edificio cae en ruinas: “La ruina aparece como la venganza de la naturaleza por violencia [Vergewaltigung]que le hizo el espíritu al conformarla a su propia imagen” (Simmel [1911] 2002: 182). La naturaleza se sacude del yugo del espíritu y recupera entonces su señorío ancestral:

Parece entonces como si la configuración artística no hubiera sido más que un acto de violencia del espíritu al que la piedra se hubiese sometido contra su voluntad, como si ahora se sacudiera poco a poco de ese yugo y retornase al imperio independiente de sus fuerzas (Simmel [1911] 2002:183).

En las ruinas el equilibrio entre espíritu y naturaleza se ha roto en favor de la naturaleza. Tan pronto como se produce el hundimiento de la forma construida, naturaleza y espíritu vuelven a separarse manifestando su hostilidad primigenia: las fuerzas de la naturaleza manifiestan nuevamente su independencia originaria. Esta independencia originaria de la naturaleza se revela además en una experiencia que tiene cualquier visitante de ruinas y que Simmel apenas explora: la sensación de desorden que rodea a toda ruina. Los restos están esparcidos aquí y allá sin ton ni son, sin un orden aparente y una finalidad discernible. Es como si la naturaleza como azar, como poder inconsciente, se hubiese hecho presente y enemistado con el arte como finalidad. La naturaleza no parece haber esculpido la columnata, el tímpano o el friso sobreviviente de un templo, sino que todo parece estar dominado por una hostilidad y ruptura originaria entre el azar de la naturaleza y la finalidad del arte. Y por más que reflexivamente se pudiera sostener una finalidad en el poder destructor de la naturaleza, lo que en las ruinas inicialmente se revela es una escisión y un desacuerdo ontológico fundamental. No hay razón por la cual tales partes de los frisos del Partenón hayan sobrevivido y otros no. Esta ausencia de razón y finalidad, en contraste con la finalidad consciente del arte, es la condición de la restitución estética de la hablaremos enseguida.

Poesía de la naturaleza

La separación y discordia entre naturaleza y arte que se manifiesta en las ruinas adquiere, no obstante, una significación distinta a los fragmentos de cualquier otra obra destruida. No es simplemente la destrucción lo que la otorga a las ruinas su atractivo y su significación poética:

Las ruinas arquitectónicas indican que en las partes desaparecidas o destruidas de la obra de arte han hecho acto de presencia otras fuerzas y formas, las de la naturaleza, de tal manera que lo subsiste todavía de ella de arte y lo que hay en ella de naturaleza constituyen una nueva totalidad, una unidad característica. (Simmel [1911] 2002: 183)

No es casualidad que las ruinas se hayan convertido en un genuino objeto estético, muy distinto de una obra de arte simplemente destruida. También, por supuesto, muy distinta de la obra de arte devastada por la mano del hombre. Se necesita la presencia de la naturaleza que torna caduca y horada con el paso del tiempo toda faena humana. Lo importante, sin embargo, es que la relación entre espíritu y naturaleza adquiere un nuevo sentido y significación; significación irreductible a cualquiera de las fuerzas en conflicto. Se trata de la obra humana percibida como naturaleza: “La naturaleza ha hecho de la obra de arte materia prima [zumMaterial] para la configuración que ella imprime, de la misma manera que antes el arte se había servido de la naturaleza como materia [Stoffes] para su obra” (Simmel [1911] 2002: 186). Esta conversión de la obra de arte humana en naturaleza se observa muy bien en el espectáculo de muchas ruinas que les otorga precisamente su valor como objeto poético. Solamente para poner un ejemplo en extremo patente. En Camboya las ruinas de Angkor Wat, levantadas por el imperio Jemer y solamente hace poco recuperadas de la selva, producen una impresión inconfundible al visitante. Las ruinas budistas parecen brotar de la selva como una obra de la naturaleza. Raíces ciclópeas atrapan en sus tentáculos templos completos y piedras bruñidas por el tiempo brotan de la obscuridad de la selva. Es la piedra sí, pero piedra ahora cubierta de musgos y capas vegetales. Piedra cincelada convertida ahora en naturaleza: el buril del tiempo operando esta vez como naturaleza sobre la obra humana.

En la creación pictórica del romanticismo también encontramos esta misma conversión de la obra humana en naturaleza. Aquí son muchos los ejemplos que se podrían ofrecer, pero solamente aludamos a dos pintores donde el tópico de la ruina ocupa un lugar de privilegio: William Turner y Caspar David Friedrich. En las obras de estos pintores románticos es sobre todo la edad media el objeto de nostalgia y las ruinas que son representadas son preferentemente las de castillos y abadías. Los castillos, paradigma de verticalidad, fuerza y resistencia, son figurados evidentemente en estado derruido, pero también a menudo fundiéndose con la naturaleza. Turner los representa -como en el caso de los castillos de Barnard y Corfe- no solamente en su condición desgastada y maltrecha, sino también donde el musgo y la vegetación se enredan con las ruinas. Frente a la ruina -y fusionándose con ella- aparece la naturaleza esplendente y sublime, pero a la vez quieta y serena. La ruina contrasta y se une con la ilimitación de la naturaleza. Es la presencia sublime de la naturaleza -grande y poderosa a la vez- que convierte también a la ruina en una “forma natural”. En el caso de Friedrich los restos de abadías y monasterios -como por ejemplo en Ruinas del monasterio de Eldena- se mezclan e incorporan a la naturaleza; la vegetación y las plantas lozanas se enmarañan confusamente con las piedras envejecidas. En la obra Ruinas del monasterio de Oybin se representa un personaje solitario en medio de los vestigios de una iglesia. Como suele suceder con Friedrich el hombre es representado de una manera diminuta frente a la grandeza e infinitud de la naturaleza. También aquí, como en el caso anterior, las ruinas se funden con la vegetación generando una suerte de contraste y unidad entre la obra humana derruida por el tiempo y el poder de la naturaleza.

La pátina del tiempo y el regreso a la madre tierra

Se podría sin duda abundar en ejemplos de representaciones de este tipo en la pintura romántica o en la literatura -como en el barroco español, por ejemplo- pero lo importante es observar, como lo hace Simmel, que la unidad y contradicción entre las ruinas y la naturaleza dan lugar a una nueva significación estética, muy distinta de la simple destrucción o reconstrucción. En rigor, lo aquí tiene lugar es un nuevo acontecimiento poético. De allí los dilemas y desacuerdos a los que se enfrenta toda tarea de restauración. La delicada línea que separa la forma poética de la ruina de su destrucción por restauración es una paradoja que requiere ser explorada: las ruinas también pueden ser destruidas al reconstruirlas. Llevado al límite hay algo de absurdo en todo intento de devolver a las ruinas su antiguo esplendor. Un templo integralmente restaurado y reconstruido es algo así como el esfuerzo por borrar la pátina del tiempo y devolver a la ruina a una suerte de presente absoluto. Lo que aquí sucede es que la obra de la naturaleza es cancelada en beneficio del arte. La ruina ya no es la naturaleza obrando en el arte; juego de luces y sombras o claroscuro del tiempo, sino puro esplendor de un presente incondicional. Pero, claro está, un puro brillo, un presente sin sustracción, una actualidad sin pretérito ya no es una ruina. En cierto sentido, es la conversión de la ruina en monumento: edificación conmemorativa intencional que deshace la acción del tiempo y la obra destructora y los azares de la naturaleza en beneficio de la permanencia y el futuro.

Es cierto que todo monumento -como cualquier obra humana- está destinado a ser ruina, pero todo monumento mira hacia el futuro en el momento de su creación y a la memoria de los que nos suceden. Como se sabe la palabra “monumento” [monumentum]proviene del latín monere, advertir, recordar. Todo monumento quiere estabilidad, permanencia y también memoria, pero una memoria futura; quiere desandar el paso del tiempo y anular la fuerza destructora de la naturaleza. La memoria de la ruina, en cambio, no solamente mira hacia el pasado, sino además hacia la fragilidad de lo ausente. Las ruinas no conmemoran, no celebran, más bien rememoran siempre algo ya perdido en el tiempo y derribado por las potencias naturales. El atractivo de las ruinas reside precisamente en esta relación con la naturaleza y el tiempo que le otorga una unidad completamente nueva. Es en esta configuración significativa completamente original e irreductible a sus componentes -síntesis inestable de espíritu y materia- donde reside el valor estético de las ruinas y las antigüedades.

Simmel, siempre atento al valor filosófico del detalle y la minucia, ejemplifica el encanto de las ruinas con el valor estético de la pátina sobre el metal, la madera, el marfil o el mármol:

El encanto fantástico y suprasensible [überanschauliche Reiz] de la pátina estriba en la misteriosa armonía por la cual el objeto se embellece debido a un proceso físico-mecánico y el proyecto deliberado del hombre se convierte de modo no deliberado e imprevisible en algo nuevo, a menudo más bello y que constituye una nueva unidad. (Simmel [1911] 2002: 186)

Podemos pulir un objeto antiguo y hacerlo parecer como nuevo, renovarlo, pero seguramente su misma “antigüedad” se vería dañada; habríamos borrado la “pátina del tiempo” y con ello su peculiar atractivo. Sin embargo, en las ruinas hay algo más que en las meras antigüedades. En las ruinas, afirma Simmel, existe una especie de vuelta hacia atrás: un regreso a la “Buena Madre” [die gute Mutter Natur], como llama Goethe a la naturaleza. Aquí se verifica aquello según lo cual todo lo humano “procede de la tierra y a la tierra ha de volver”. Toda ruina contempla hacia atrás el nacimiento de la madre naturaleza en una suerte de regressus ad uterum. De allí la sensación de paz que rodea a todas las ruinas. Esta sensación de paz se observa en que toda ruina forma un todo unitario con el paisaje que lo rodea. Simmel observa lo que hemos señalado a propósito de la pintura romántica:

Dando expresión de esta paz [Frieden ausdrückend], la ruina forma con el paisaje que lo rodea un todo unitario, confundida con él como el árbol o la piedra, mientras que el palacio, la villa o incluso la casa campesina, aun donde mejor se ajustan al ambiente circundante, proceden siempre de un orden de cosas diferente y se compaginan con el de la naturaleza como a posteriori. (Simmel [1911] 2002: 189)

Esta unidad de las ruinas con la naturaleza se observa incluso en la peculiar homogeneidad cromática con los tonos del suelo que les rodea. La lluvia, el calor y el frio, el asentamiento de la vegetación acaba por tornar a las ruinas de un color similar al paisaje circundante: una especie de “regreso cromático” a la tierra natal de la naturaleza. Esta unidad cromática se observa muy bien, por ejemplo, en las ruinas de Palmira en Siria. Allí las ruinas parecen estar coloreadas de igual tono que la tierra desértica y emerger desde el mismo suelo polvoriento, formando así una nueva unidad estética entre la naturaleza y la arquitectura desplomada.

La alegría de estar triste

Esta especie “regreso a la tierra natal” -que origina el característico sentimiento de paz que rodea las ruinas- nos permite precisar todavía mejor la específica forma patética de la nostalgia, como emoción que acompaña la contemplación de las ruinas. Ya hemos indicado que en la expresión “nostalgia” juegan las ideas de regreso [nóstos] y dolor [álgos]: nostalgia es inicialmente la tristeza o el dolor de verse privado del hogar. Sin embargo, es evidente que se trata de una tristeza muy peculiar. Si a las ruinas, como sostiene Simmel, les rodea siempre un sentimiento de paz y serenidad -como por lo demás se observa en las representaciones pictóricas del romanticismo- entonces la tristeza que acompaña a toda nostalgia contiene una interna ambigüedad, irreductible a la pura negatividad del dolor. Naturalmente la nostalgia contiene un sentimiento de ausencia y privación, pero es una ausencia “dulce”, una “dulce tristeza”, por así decirlo, a la cual regresamos como a una morada y un refugio. O en las poéticas e hiperbólicas palabras de Víctor Hugo, en los Trabajadores del mar: “La melancolía es un crepúsculo, donde el dolor se funde con un júbilo lúgubre. La melancolía es la alegría de estar triste” [La mélancolie, c’est le bonheur d’être triste] (Hugo [1866] 1945: 206). Es el pasado que nos ampara del presente y el futuro. En la nostalgia no existe esa expectación ansiosa del futuro propia del miedo y el temor, sino el sentimiento de ausencia sosegada del tiempo pasado, e incluso el deleite en ese tiempo perdido. Pero, ¿qué es propiamente el miedo y cuál es la diferencia precisa con la nostalgia?

Como se sabe Martin Heidegger -uno de los primeros autores en revindicar el valor existencial de los estados de ánimo- privilegia la angustia como modalidad de recuperación del sí mismo del estado de perdido en el uno [das Man], particularmente a través de la angustia ante la muerte. La angustia ocupa un lugar eminente no solamente en la constitución de la existencia, sino además una función determinante en el propio origen de la filosofía. Sin embargo, es evidente que existe una interna afinidad fenomenológica entre la angustia y el miedo. De allí también que Heidegger dedique el §30 de Ser y tiempo a esclarecer esta disposición afectiva fundamental. Y lo hace partiendo con una referencia a la Retórica de Aristóteles. En particular la siguiente definición inicial de Aristóteles:

Sea el temor [fóbos] cierta pena o turbación resultante de la representación [fantasías] de un mal inminente [mélontos kakú], bien dañoso, bien penoso; pues no todos los males se temen, por ejemplo ser uno injusto o tardo, sino lo que significa penas grandes o daños, y esto si no parece lejano, sino inminente (Aristóteles, Rh. 1382 a20).

Heidegger, siguiendo Aristóteles, determina el miedo como lo que amenaza en la cercanía. En la lejanía no se manifiesta ningún temor; es necesaria la cercanía de lo amenazante inminente. Ciertamente la amenaza pertenece al futuro, pero a un futuro que se viene encima y que apremia en su inmediata proximidad. De allí la expectación ansiosa de todo temor. Esta expectación ansiosa de ninguna manera se puede dar en la nostalgia. La nostalgia se refugia en un pasado que ya no nos puede dañar, precisamente por su carácter de pasado. No existe ninguna inminencia del pasado. Pero además porque más que referirse directamente a un mal, la nostalgia se refiere a un bien del que nos vemos privados. Más todavía, incluso a la privación suele añadirse una cierta complacencia en el bien pasado. Privación y tristeza, por un lado, pero también, por otra parte, deleite en el recuerdo del bien pasado. De allí la aflicción tranquila e incluso “gozosa” que acompaña a toda nostalgia.

Nostalgia, mundo y finitud

Martin Heidegger, sin embargo, establece una clara diferencia entre el miedo y la angustia. Ambos estados de ánimo tienen por objeto lo amenazante. Sin embargo, mientras el miedo viene a nosotros desde una “zona”, la angustia contiene una cierta indeterminación; no sabemos bien qué es lo que nos angustia. Hace presencia una cierta totalidad indeterminada. Esta totalidad que se revela en la angustia es el mundo: lo que nos angustia es el propio estar-en-el-mundo (Heidegger [1927] 1997: §40). Es por esta referencia a la totalidad del mundo que la angustia es también un templemetafísico fundamental. Todos los temples de ánimo que Heidegger destaca como fundamentales tienen esta referencia al mundo como totalidad. Lo mismo sucede con la nostalgia. En Conceptos fundamentales de metafísica Heidegger hace una breve, pero reveladora referencia a la nostalgia [Heimweh]. Aquí significativamente utiliza la expresión alemana Heimweh y no Sehnsucht. Como se sabe Sehnsucht proviene de la expresión Sehnen, deseo intenso o ardiente, y Sucht, búsqueda, adicción. Sehnsucht sería algo así como la “búsqueda o adicción al deseo”. La referencia parece ser pues un anhelo doloroso de un futuro indefinido que nunca se colma (Drosdowski 2001: 752). Pero además la expresión alemana Sehnsucht no necesariamente expresa la idea de “regreso” [nóstos]; puede referirse tanto a lo que fue como a lo que nunca ha sido. La expresión Heimweh, en cambio, se compone de las expresiones Heim, casa, y Weh, dolor. Se trata, por consiguiente, de una expresión muy cercana a nuestra voz “nostalgia” [nóstos]. Aquí la referencia no es el futuro (infinito), como es posible en Sehnsucht, sino el pasado como “hogar perdido”.

Ahora bien, Heidegger al escoger esta expresión cita una conocida afirmación de Novalis, al hilo de una determinación de la esencia de la filosofía:

En una ocasión dice Novalis en un fragmento ‘La filosofía es en realidad nostalgia [Heimweh], un impulso [Trieb] de estar en todas partes en casa’. Una curiosa definición, romántica desde luego. Nostalgia: ¿sigue habiendo hoy algo así? ¿No ha venido a ser una palabra incomprensible, incluso en la vida cotidiana? ¿Acaso el actual hombre de ciudad y el vanidoso de la civilización no han eliminado hace ya tiempo la nostalgia? (Heidegger [1983] 2007: §2).

Para interpretar este fragmento de Novalis, Heidegger recurre nuevamente al concepto de mundo. Este “impulso de estar en todas partes en casa” [Trieb überall zu Haus] es posible precisamente porque no estamos en todas partes en casa. El “no estar en casa” [nicht zu Hause] es el fundamento del impulso a estar en todas partes en casa. Pero este impulso a “estar en todas partes en casa” significa que lo que buscamos finalmente es “ser en todo” [im Ganzen sein]. Este todo que buscamos y al cual estamos impulsados por la nostalgia Heidegger lo llama “mundo” [Welt]. Un impulso e inquietud cuyo origen es una negatividad -un “no”- que es expresión, finalmente, de nuestra propia finitud:

Estamos en camino a este ‘en conjunto’ [im Ganzen]. Nosotros mismos somos este ‘de camino’ [Unterwegs], esta transición [Übergang], este ‘ni lo uno ni lo otro’. ¿Qué es este oscilar de un lado a otro entre el ‘ni lo uno ni lo otro’? Ni lo uno ni tampoco lo otro, este ‘pese a todo sí, y pese a todo no, y pese a todo sí’. ¿Qué es esta inquietud del no? La llamamos finitud [Endlichkeit] (Heidegger [1983] 2007: §2).

El tiempo de los mundos perdidos

Si nos sometemos a las orientaciones de Martin Heidegger, resulta patente que las ruinas -y el páthos que las acompaña- lejos de manifestar simplemente una especie de desazón por el presente y un deseo de retorno a un tiempo originario -o incluso un estado patológico o simplemente psicológico- lo que últimamente manifiestan es la propia finitud de la temporalidad humana. Lo que la ruina revela es el mundo perdido bajo la forma de un tiempo perdido. Es esta integridad o totalidad temporal extraviada lo que la ruina recupera estéticamente. Pero la recupera de una forma singular. Por supuesto se trata de una escisión entre el presente ruinoso bajo la figura del vestigio y un pasado del cual estamos separados irremediablemente: presencia de la ruina bajo la forma del resto y la sobrevivencia, pero a la par ausencia de un mundo perdido en un pasado irrecuperable. Este desagarro y escisión, sin embargo, se expresa en la ruina bajo la forma de una nueva unidad poética de suyo irreductible a las fuerzas en contradicción. Esto es precisamente en lo que insiste Simmel: las ruinas no expresan una simple negatividad. Es verdad, como piensa Heidegger, que la nostalgia implica un suerte de oscilación entre un “sí” y un “no” y, como tal, la presencia de una negación que expresa la propia condición finita del hombre. Sin embargo, en cierto sentido, las fuerzas en conflicto -el impulso “vertical” de la obra humana y el “gravitacional” de la naturaleza- encuentran en las ruinas una suerte de armisticio y reconciliación. De allí la imposibilidad de identificar, sin más, la nostalgia con la tristeza o con el temor. La “paz” que emana de la contemplación de las ruinas debería ser un indicio suficiente de esta imposibilidad. Naturaleza y arte parecen unificarse y pactar una tregua en la figura estética de la ruina:

El valor estético de las ruinas conjuga el desequilibrio, el eterno fluir del alma en pugna consigo misma con el sosiego formal [formalem Befriedigtheit], con la firme delimitación de la obra de arte. Por eso el encanto metafísico-estético [metaphysisch-ästhetischer Reiz] de las ruinas se esfuma cuando ya no queda en ellas lo suficiente como para hacer perceptible la tendencia que empuja hacia lo alto. Los restos de columnas esparcidos en el suelo del foro romano son sencillamente feos y nada más, mientras que una columna truncada hacia su mitad pero aún en pie puede revestir el máximo grado de encanto. (Simmel [1911] 2002: 192)

Lo mismo podemos decir, como ya lo hemos indicado, de la integración de la ruina con la naturaleza. Para percatarse de ello basta con comparar una ruina crecida en su “lugar natural” de aquella otra instalada en un museo. Resulta obvio que una ruina exhibida en un museo no solamente pierde todo su encanto estético, sino también resulta incluso dudoso que sea ya precisamente una ruina. Lo que la exegesis de Heidegger desatiende de la nostalgia es el sentimiento de “sosiego estético” que implica, irreductible al puro impulso. La nostalgia no expresa solamente la “finitud” entendida como negación, sino también la “finitud” como delimitación formal. Una de las tareas de la estética -al menos de la “estética clásica”- es justamente esta labor de reconciliación: “Cuando nuestra mirada lleva la impronta estética demandamos que las fuerzas contrapuestas de la existencia lleguen a un equilibrio, cualquiera que sea, que la lucha entre lo alto y lo bajo concluya en un armisticio” (Simmel [1911] 2002: 191). Este equilibrio y armisticio se realiza en la ruina. Es verdad que la nostalgia es el “dolor de no estar en casa” y el “impulso de estar en todas partes en casa”, pero también es el encuentro de una morada donde nos cobijamos transitoriamente del desgarro y la dualidad. De allí la interna ambigüedad de toda nostalgia y que la ruina expresa de un modo ejemplar en su coherencia estético-formal.

Ahora bien, resulta evidente que este componente estético-formal de la ruina lo que sobre todo se revela es una especie de reunión o síntesis temporal: la paz de las ruinas es una suerte de “sosiego temporal”. El “tempus fugit” parece con las ruinas encontrar finalmente un descanso y un respiro. El “sentimiento temporal” ante las ruinas semeja así a la “detención” y el “reposo”. Al contemplar unas ruinas nos invade la sensación no de un presente que se nos escapa y huye o de un futuro que anhelamos, sino de un pasado-presente conjugados y detenidos: transitoria eternidad en un tiempo que huye. La tranquilidad de las ruinas se asemeja a la “paz de los cementerios”; los vivos idos, los difuntos, que “descansan en paz” en la sobrevivencia de los mausoleos y lo epitafios. No solamente en la representación de la pintura romántica son los cementerios un tópico recurrente, sino también la propia experiencia cotidiana atestigua este sentimiento de detención y reposo cada vez que los visitamos.

Pero, ¿qué sucede exactamente con las ruinas? Ciertamente, como hemos dicho, es la propia conciencia del tiempo la que se ve “alterada”: vivimos en “otro tiempo”. Este ser-en-otro-tiempo significa en lo esencial un escapar por un momento del vector temporal y la direccionalidad lineal del tiempo. Esta alteración de la direccionalidad consiste en que lo “ausente” -el pasado- de alguna forma se hace presente y se unifica en la forma estética de la ruina. Ciertamente la ruina es símbolo de transitoriedad y caducidad: toda obra humana está condenada a su decadencia. Es el tiempo que horada y desploma incluso lo más firme y sólido. De allí el sentimiento de “tristeza” que rodea a toda ruina. Sin embargo, como hemos dicho, no basta el sentimiento de tristeza para dar cuenta de la nostalgia. Es necesario, además, esa especie de “retorno” que significa que el presente no se disuelve simplemente en la inconsistencia o la fragilidad del momento, sino que se unifica en una forma estética con el pasado. A esta experiencia de un tiempo pleno y en cierto sentido “suprahistórico”, Gadamer lo llama -con una evidente inflexión teológica- “tiempo redimido [heilen Zeit]” (Gadamer [1960] 2007: 167). La forma de este “tiempo redimido” es naturalmente en este caso la del resto y el vestigio, pero por ello mismo alude a un mundo -a una totalidad- que se hace presente precisamente como ausencia. Las ruinas de alguna manera todavía aluden a la vida, una vida ida, pero finalmente presente bajo la forma del resto y la sobrevivencia: las ruinas son la forma presente de la vida pretérita o, si se quiere, la forma presente de la vida ausente.

Es este lazo con el pasado lo que les otorga a las ruinas ese aspecto de reposo y serenidad. Lo presente en la ruina, insistamos, es una fracción, pero precisamente por eso el presente fraccionado se colma de totalidad y adquiere una densidad que sin ese carácter inconcluso carecería de toda fuerza evocativa. Por decirlo así, en el fragmento presente se revela una totalidad pretérita. Para constatar esta experiencia del tiempo como “totalidad” basta comparar una construcción antigua completa, no derruida por el tiempo, o una imitación perfecta, con el carácter fragmentario de una ruina. Un edificio antiguo en perfectas condiciones o una reproducción impecable nunca podrán igualar la experiencia de la temporalidad que nos otorga la contemplación de las ruinas; son pura presencia sin densidad temporal, un puro “ahora” sin cohesión. Una imitación magistral, una antigüedad perfectamente conservada o restaurada no nos otorgan esa fusión de pasado y presente que sí nos revelan las ruinas. Con las ruinas el pasado parece concentrarse en un punto del presente -el resto o el fragmento- finalmente unitario e irreductible a las fuerzas en colisión. De allí que las ruinas superen con mucho toda referencia a una pura negación y privación: hay falta y carencia, sí, pero una carencia que recupera el pasado en su unidad con el presente bajo la forma de la unidad de la experiencia estética.

Evocación, historia y reconocimiento

Esta recuperación del pasado se realiza, sin embargo, bajo una forma peculiar de memoria vital. Es lo que podemos llamar “evocación”. La palabra “evocación” alude a una forma de la memoria también en cierto sentido inconclusa y difusa. No es que se recuerden determinados acontecimientos o sucesos cronológicos, sino más bien lo que se evoca es una forma vaga e indeterminada a la que se “llama” [vocare] a presencia. Lo evocativo, sin embargo, a diferencia de la memoria mecánica y de simples datos, posee rasgos del todo específicos. Por lo pronto un “objeto evocante” por lo general tiene la forma de lo escaso y lo exiguo, pero que en esa misma “escasez” y falta de plenitud tiene la capacidad de “llamar” a una totalidad, a un cierto “mundo” que se pierde, sin embargo, en las brumas del tiempo y nunca es posible capturar completamente. Si nos fijamos en la paisajística de las ruinas y los cementerios de los pintores románticos, no hay duda de que existe una cierta atmosfera de ensoñación. Restos de abadías, castillos y cementerios se llenan de un encanto gótico y brumoso. Nieblas, crepúsculos y noches lunares les otorgan a las ruinas un ambiente de una “nostalgia ensoñada”. Este tránsito a otro tiempo es justamente lo que se manifiesta en la ensoñación de las ruinas: el sueño es el tránsito a un tiempo otro, muy distinto de la vigilia.Es sabido que fueron sobre todos los románticos los que enaltecieron el sueño como una forma de acceso a “otra existencia”, una existencia que se venía a agregar a la vigilia para completar la plenitud de la vida. Si nos fijamos en esos instantes evocativos que la poesía romántica ha enaltecido -como en Proust o en Moritz-, nos percatamos no solamente de la atmosfera de ensoñación, sino además que se fija en objetos aparentemente insignificantes y triviales que disparan una memoria involuntaria, generalmente ligada a la experiencia de la infancia (Béguin [1939] 1978: 46).

Es verdad que en el caso de las ruinas existe un prestigio y un glamour que no tienen los objetos simplemente banales, pero igualmente se manifiesta una idéntica descontextualización, fragmentariedad y, en definitiva, una ausencia de mundo. El sabor de la magdalena mojada en té de Proust puede evocar precisamente un mundo perdido por una ausencia inicial de mundo que permite imaginar el mundo de la infancia. Y justamente aquí está la clave: es la ausencia de mundo la que posibilita la evocación de una totalidad perdida -de un mundo-. Pero para que ello sea posible es necesario que el objeto se manifieste significativamente fracturado y sea reintegrado imaginativamente. El valor poético de las ruinas reside en esta falta y en esta carencia. Para verificar este aserto, reiteremos, basta con comparar el carácter evocativo de una construcción antigua -incluso milenaria- con un edificio en ruinas. Una construcción antigua y en perfectas condiciones, por más antigua que sea, no produce el efecto poético -y la posibilidad imaginativa- de un edificio derrumbado por el paso del tiempo. Con lo cual se dice que no es la antigüedad la que de suyo confiere el halo poético a las ruinas. La antigüedad es simplemente una medida cronológica; es necesario que el tiempo haga su tarea y la naturaleza revele toda su potencia, por decirlo así. Solamente revelando su potencia destructora el tiempo parece poder revelar el otro tiempo y recuperarlo. Las ruinas constituyen una auténtica poética del tiempo donde se conjugan en su unidad estética el tiempo perdido y el recuperado.

En este sentido, la nostalgia lejos de representar una simple huida de la indigencia del presente es un retorno que lo dota de un peculiar espesor. Es verdad que en el romanticismo a menudo se observa una suerte de fuga de la miseria del presente y la correspondiente exaltación conservadora de un pasado originario. Sin embargo, el sentido profundo de esa huida y evasión quizá no sea tanto una exaltación del pasado por el pasado mismo como una fuga de un presente insignificante, puramente disperso y sin consistencia ontológica. Un puro “ahora” -como medida de un antes y un después- es un presente cuya significación no tiene otro régimen que el puramente cronológico. Pero el presente significativo -lo que los griegos llamaron kairós- alude a ese tiempo interior que se torna significativo a través de la memoria vital y que concentra en su unidad tanto el pasado como el presente. Esa concentración temporal -“reunión”, deberíamos decir- que abre una situación y la torna significativa es el instante del tiempo poético, muy distinto del “ahora” fugaz y esencialmente efímero. Es el instante revelador que nos pone en situación, amplía nuestra existencia y nos consigna vitalmente.

Probablemente hay pocos libros que escenifiquen con mayor profundidad esta experiencia del instante como apertura de mundo que Anton Reiser de Karl Philipp Moritz. Se trata, como se sabe, de una obra que es presentada por el propio Mortiz como una “novela psicológica”, pero que también es en parte una autobiografía y una “novela de aprendizaje” [Bildungsroman]. En ella los recuerdos cumplen una función de apertura de mundo a través del momento significativo; función que el puro “ahora” inconexo nunca podría cumplir. La descripción de la impresión del sonido de campanas de Erfurt -y su efecto evocativo- constituye uno de los pasajes más profundos de la literatura en el retrato del instante henchido de memoria vital:

Cuando oía repicar las campanas de Erfut despertaban gradualmente todos los recuerdos del pasado. El momento presente no limitaba su existencia, sino que volvía a abarcar todo lo desvanecido. Y estos fueron los momentos más felices de su vida, donde comenzó a interesarle su propia existencia, al observarla en un cierto contexto [Zusammenhange], no aislada y fraccionada. En su existencia lo singular, desgarrado y fraccionado fue lo que siempre le despertó fastidio y aversión. Esto se originaba tan frecuentemente que bajo la presión de las circunstancias sus pensamientos no podían elevarse [erheben] por sobre el momento presente. Entonces todo era tan insignificante, tan vacío y árido y no merecía el esfuerzo de pensar en ello. (Moritz 1975: 449)

Notemos que aquí el recuerdo es presentado como una auténtica ampliación de la existencia a través de un momento que ya no la limita. En el instantesignificativo la existencia fragmentada e inconexa queda reintegrada a través del recuerdo a una trama que supera su insignificancia rutinaria y nos conduce a “otra existencia”, ya no aislada ni desintegrada. El presente muerto y estéril es superado-elevado [erhaben] por un instante entramado con el pasado: ya podemos ir más allá del “ahora” trivial y trascender los límites de una temporalidad escindida. Resulta obvio que esta misma experiencia -mutatis mutandis- la podemos aplicar a las ruinas. La contemplación estética de las ruinas constituye también una poética del tiempo donde la existencia -y el presente- se acrecienta en una orientación hacia el pasado que recupera una totalidad y reintegra el fragmento.

Quizá la diferencia entre las campanas de Erfurt -o las magdalenas de Proust- es que en el caso de las ruinas esta restitución temporal ya no es meramente individual, sino “histórica”. Es claro que existe una diferencia entre escuchar las campanas de Erfurt o gustar unas magdalenas y contemplar las ruinas de Agrigento. La significación del tañer de las campanas de Moritz o el gusto de las magdalenas humedecidas en té de Proust, tienen una significación estrictamente individual: es la propia vida y su trama existencial la que es recuperada. Pero en el caso del templo de Juno en Agrigento o el templo de Bel en Palmira hay algo distinto que está en juego. Se trata no de un objeto cotidiano, sino de un objeto prestigiado y, en cierto sentido, de una significación extraordinaria. Este carácter extraordinario le viene dado por su inserción no tanto en una trama personal, sino colectiva: es la propia historia de la humanidad la que aquí de alguna manera se hace presente a través de alguno de sus puntos de inflexión. Egipto, Grecia y Roma revelan su forma epocal a través de sus ruinas. El mundo recuperado por las ruinas tiene pues la forma de historia del mundo-mundo-histórico [Welt-Geschichtliche], diría Heidegger- y, por lo mismo, apunta ya a una significación universal. Por ella nos sentimos integrados a una época; época que a su vez se articula de alguna manera a la propia trama de la historia de la humanidad a la cual pertenecemos como individuos. Las ruinas son el vestigio de nuestra propia humanidad en su despliegue temporal: poética del tiempo que nos eleva a nuestra común condición de hombres.

Inicialmente habíamos indicado, orientándonos por Heidegger, que había una diferencia importante entre el estar-con-los-difuntos y el estar-con-las ruinas. En ambos casos el mundo en que fueron ha desaparecido y por lo mismo, solamente podemos “estar-con” desde este mundo, que ya no es el mundo ni de los difuntos ni el de las ruinas. Es lo que para Heidegger constituye lo propiamente “pasado” de un objeto histórico: ya no compartir un mismo mundo. Sin embargo, existe una distinción, afinando lo dicho por Heidegger, que podíamos inferir entre ambos casos. Mientras puedo “estar-con-los-difuntos” -cuidarme de ellos-desde este mundo porque hemos compartido un mismo mundo, en el caso de las ruinas tal estar-con está imposibilitado porque nunca hemos compartido un mismo mundo. No puedo estar-con-el mundo de las ruinas porque en ningún momento he compartido ese mundo en que justamente las ruinas tenían sentido. El mundo de Egipto, Grecia y Roma está fuera de nuestro mundo. Y, no obstante, de alguna manera al mismo tiempo podemos participar indirectamente en ese mundo a través de sus vestigios. Hemos llamado a esta participación una suerte de presencia por ausencia; presencia a través del resto y el vestigio en que se articulan el presente y el pasado. Esta participación, sin embargo, es una participación peculiar. Somos desde este mundo -el nuestro- con el otro mundo de las ruinas a través de un reconocimiento: el reconocimiento que finalmente ese mundo perdido -y que se revela a través de las ruinas- constituye también nuestra propia humanidad en su despliegue histórico. Con ello el mundo que comparece a través de las ruinas deja de ser absolutamente otro y podemos reconocernos como parte del mundo humano en cuanto tal.

Esta función de reconocimiento resulta fundamental en la memoria que acompaña a lo ruinoso. Reiteremos, lo que a Anton Reiser le parecía tedioso y le producía hastío era una existencia fragmentada y aislada. Los momentos más felices de su vida fueron cuando comenzó a “observarla en un cierto contexto, no aislada y fraccionada”. La expresión que utiliza Moritz es Zusammenhang, que se puede traducir ciertamente por contexto, pero también por cohesión, coherencia, conexión, trama. Es el mismo término que posteriormente utilizará Dilthey para definir la historia como Zusammenhang des Lebens[trama de la vida] o el propio Heidegger para la historicidad del Dasein o, en fin, Ricoeur para hablar de “identidad narrativa”. De lo que se trata, como es patente, es de una peculiar forma de identidad. Ya no la identidad de lo mismo como permanencia sustantiva, por así decirlo, sino aquel tipo de identidad que articula la vida en una coherencia temporal e histórica. Las ruinas apelan a este tipo de identidad y reconocimiento. Reconocemos nuestra ipseidad-a diferencia de la mismidad, como afirmaran Sartre y Ricoeur- cuando la reconstruimos en clave temporal e histórica. Las ruinas constituyen un momento señalado de reconocimiento de esa identidad, y la nostalgia, como regreso a una totalidad extraviada, un sentimiento fundamental que entrama la vida y la recupera como una temporalidad narrativa. Las ruinas, en cierto sentido, cuentan nuestra propia historia.

Recibido: 23/12/22

Aprobado: 26/02/23.

Referencias

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