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Delito y sociedad

versão impressa ISSN 0328-0101versão On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.24 no.39 Santa Fé jun. 2015

 

ARTÍCULOS

Más allá de la lamentación. Hacia una política sobre el delito y la justicia democrática e igualitaria*

Beyond Lamentation. Towards a Democratic Egalitarian Politics of Crime and Justice

 

Ian Loader

Universidad de Oxford, Inglaterra Ian.loader@crimox.ac.uk

Richard Sparks

Universidad de Edimburgo, Escocia1 r.sparks@ed.ac.uk

Recibido: 01/07/2014
Aceptado: 20/08/2014

 


Resumen

El texto analiza algunas expectativas y escollos en torno a la democratización de diversos aspectos de la política de control del delito, mediante una crítica empática de algunas cuestiones del trabajo de Robert Reiner. Una cuestión constante en ese trabajo, especialmente en sus últimos textos, ha sido la crítica del neoliberalismo hegemónico, y de sus efectos en el delito y en las políticas de control del delito. En nuestra perspectiva, estos cuestionamientos requieren una mirada hacia el futuro más abierta que la que sugiere la mera recuperación de las tradiciones socialdemócratas, así como una mayor atención a los recursos de la teoría y el análisis políticos contemporáneos. El objetivo sustancial de atenuar las desigualdades es una tarea fundamental de este esquema, pero en absoluto la única. También tenemos que afrontar cuestiones complejas sobre las formas de la política contemporánea. Al enfrentar estas cuestiones, pretendemos colocar las bases para una política del delito y de la pena menos defensiva y más esperanzadora.

Palabras clave: Policía; Control del delito; Neoliberalismo; Socialdemocracia

Abstract

This paper addresses some prospects and impediments around the democratization of aspects of crime control policy. It does so in the first place through a sympathetic critique of themes in the recent work of Robert Reiner. A consistent theme in his work has been the critique of hegemonic neo-liberalism and of its effects on both crime and the politics of crime control. In our view however these challenges demand a more open orientation to the future than is suggested by the recovery of social democratic traditions alone, as well as a keener engagement with the resources of contemporary political theory and analysis. The substantive aim of moderating inequalities is one major task for such a programme but far from the only one. We also confront testing questions about the forms of contemporary politics. In addressing these questions, we seek to find grounds for a less defensive, more hopeful politics of crime and punishment.

Keywords: Policing; Crime control; Neo-liberalism; Social democracy


 

Las ideas y la organización para recuperar la socialdemocracia durante la etapa original no lograron un desarrollo tal que permitiese confiar en que tal orientación iba a prevalecer. No obstante, continúan siendo el presupuesto de la seguridad y de una justicia penal humana (Reiner, 2010a: 261)

Introducción: ¿Criminalidad, justicia y el fnal de la socialdemocracia?

Durante el curso de una carrera larga y extraordinariamente destacada, Robert Reiner ha analizado de forma coherente el delito, así como la finalidad y los límites del control de la delincuencia, a través de la óptica de la socialdemocracia. En sus trabajos sobre la policía, desde The Blue-coated Worker en adelante, esa orientación ha formado parte de su contexto generador. En su trabajo posterior sobre el delito y el control de la delincuencia en un contexto de dominio de las ideologías de libre mercado y de consiguiente ampliación de las desigualdades, en el Reino Unido y en otros lugares, Reiner (2007) ha hecho cada vez más explícita esta orientación. En efecto, en ensayos recientes ha afirmado que su trabajo presente -y futuro- se centra en recuperar y elogiar las virtudes de una Criminología socialdemócrata -una Criminología comprometida con la idea de que no puede haber, como dice el eslogan, "paz sin justicia" (Reiner, 2010a, 2010b, 2011). Se trata de una idea que Reiner ha enmarcado con frecuencia, y de manera sólida, adaptando una máxima acuñada por Rosa Luxemburg. Las sociedades democráticas modernas, señala Reiner, afrontan una elección "entre cierta forma de socialdemocracia y, en el mejor de los casos, la barbarie de altas tasas de criminalidad y de una sociedad fortificada" (Reiner, 2000: 219-220).
La socialdemocracia de la que habla Reiner es una ideología política y un movimiento organizado cuya ambición es domesticar el capitalismo, así como sus excesos autodestructivos y sus desigualdades sistémicas, en nombre del interés público o del bien común. Sus principios organizativos son la equidad, la igualdad, la solidaridad y la justicia. Pretende extender concepciones liberales prevalentes de ideales que son generalmente compartidos, de modo que la igualdad devenga sustantiva y no formal, la libertad tenga tanto una dimensión positiva como negativa, el individualismo sea individualismo recíproco y responsabilidad mutua, y la justicia signifique justicia social -una distribución más equitativa de los recursos y el reconocimiento. Judt sintetiza la distinción entre las concepciones liberal y socialdemócrata del bien de este modo:

Los socialdemócratas (...) son como un híbrido. Comparten con los liberales un compromiso con la tolerancia cultural y religiosa. No obstante, en las políticas públicas creen en la posibilidad y en la virtud de la acción colectiva para el bien común. Como la mayoría de los liberales, los socialdemócratas favorecen la tributación progresiva para pagar los servicios públicos y otros bienes sociales que los individuos no puede obtener por sí mismos; pero mientras que muchos liberales pueden ver tal tributación o provisión pública como un mal necesario, la óptica socialdemócrata de la buena sociedad comporta desde el comienzo un papel mayor para el Estado y para el sector público (Judt, 2010a: 2)

 

A mediados del S. XX, cuando la socialdemocracia era, al menos como aspiración, el ethos gubernativo de gran parte de Europa occidental, estos ideales se consagraban en la economía mixta y en la ciudadanía welfarista. Como sugiere Judt, el Estado se utilizaba como un poder político orientado hacia el bien común:

Para los socialdemócratas, la primacía de lo político significaba usar el Estado democrático para institucionalizar políticas que protegiesen a la sociedad de los peores efectos del capitalismo, y promoviesen el bienestar y la seguridad de los sectores más débiles y vulnerables (Berman, 2006: 206).

Reiner concibe la socialdemocracia en términos de sus virtudes éticas y su potencia explicativa, exportando ambas a la Criminología. Ha sido un defensor incansable y persuasivo de la perspectiva según la cual la "policía consensual" tiene presupuestos sociales y económicos fundamentales. En su análisis de lo que denomina "el auge y declive de la legitimidad policial" en el Reino Unido, Reiner argumentó que el "auge" se derivó de la progresiva inclusión del movimiento obrero en las instituciones de la política británica durante la primera parte del S. XX, mientras que el "declive" fue consecuencia de las transformaciones sociales y políticas provocadas por las políticas excluyentes de la Nueva Derecha en los años '80 y '90 (Reiner, 2000: capítulo 2). El autor deduce que la policía -a pesar de su "tarea trágicamente inevitable" de ser gestores potencialmente coactivos del conflicto social (Reiner, 2011: xviii)- es secundaria a los efectos de mantenimiento del orden y la seguridad. Reiner ha empleado repetida y consistentemente al detective de ficción Phillip Marlowe, creado por Raymond Chandler, para sustentar que "La delincuencia no es una enfermedad; es un síntoma. El policía es como un médico que da una aspirina para un tumor cerebral" (citado en Reiner, 2000: 220).
En su trabajo reciente sobre la economía política del delito, Reiner (2007) ha desarrollado una explicación mertoniana de los efectos de las desigualdades estructurales sobre la violencia y la victimización, y ha formulado una sólida objeción ética frente al egoísmo competitivo, que considera actitud predominante en las sociedades de mercado contemporáneas, en detrimento de los principios de moderación, equidad y solidaridad que asocia con la socialdemocracia del S. XX. En la perspectiva de Reiner, y en la de una pluralidad de autores que recientemente han analizado de forma comparativa la economía política, la política social y la política penal, estas perturbaciones se han hecho sentir de forma más intensa y lesiva en las sociedades que han recibido una mayor influencia de la ideología de la Nueva Derecha, y cuyas economías se han transformado de forma más rigurosa de acuerdo con la orientación "neoliberal" -ante todo, EEUU y el Reino Unido (ver: Downes y Hansen, 2006; Cavadino y Dignan, 2006; Lappi-Seppälä, 2008). Estos análisis suelen mirar a Escandinavia (v.gr., Pratt 2008), y en ocasiones también a Alemania y otros estados europeos (o, de forma un tanto diferente, a ciertos aspectos de la sociedad japonesa), en busca de modelos alternativos de
orientación social que hayan mantenido hasta el presente elementos de sus "proyectos de solidaridad" (Garland 2001; 2012), restringiendo de este modo el alcance de las desigualdades de renta y riqueza y moderando la influencia de las políticas de control penal diseñadas a partir de la inseguridad difusa y del miedo compartido. Loïc Wacquant, entre otros, ha extendido recientemente estos debates, incluyendo no solo a los sospechosos habituales europeos y norteamericanos, sino también a economías emergentes del "sur" alcanzadas por el "Consenso de Washington", un argumento que hasta el momento ha conocido su mayor desarrollo en relación con Latinoamérica (v.gr., Wacquant 2003; Iturralde 2010).
El último trabajo de Reiner, si bien continúa defendiendo un sólido argumento ético a favor de una criminología y una política criminal socialdemócratas, ha asumido cada vez más la forma de un lamento por los principios perdidos y derrotados de la socialdemocracia1. Al menos en parte, es un homenaje a un pasado mejor. En consonancia con la perspectiva de autores como Eric Hobsbawm (1994) y Tony Judt (2010a), Reiner señala que:

he llegado a convencerme... de que las décadas de los '50 y los '60 fueron una suerte de era dorada en términos objetivos, y a comienzos de los '70 sucedió algo que inició un declive general -si bien, no carente de ambigüedades- de la calidad de vida (Reiner 2011: xxviii).

No obstante, esta orientación también puede detectarse en la carencia de "cualquier género de confianza" (Reiner 2010a: 261) en la capacidad de la socialdemocracia para influir de forma relevante en las actuales condiciones, incluso tras el colapso financiero de 2008, o para formular ideas concretas de cómo podría comenzar a hacerse. Reiner no está solo en esta posición. Muchos análisis críticos de la penalidad contemporánea -incluidas críticas tan poderosas analíticamente y lúcidas políticamente como las formulada recientemente por Wacquant (2009a) y Harcourt (2010)- tienen bastante menos que decir sobre los perfiles de cualquier futuro alternativo al que pudiesen contribuir tales críticas2. Desde luego, Reiner ha señalado que continúa siendo una "responsabilidad criminológica fundamental" el "diseñar un modo de revivir las condiciones de seguridad y paz sociales" (2011: xxxi). Con todo, no está claro en absoluto que Reiner piense que es factible que la convicción que ha sustentado casi cuatro décadas de investigaciones y análisis autorizados se convierta en una guía de futuro atractiva y viable.
No obstante, ¿hay razones convincentes para tal lamentación? ¿Es la socialdemocracia una tradición política muerta, una de las "categorías zombies" de Ulrich Beck?¿Aún es posible actualizar una aproximación al delito y la justicia articulada sobre ideales democráticos igualitarios que pueda dialogar de forma relevante con -y tener incidencia sobre- el mundo que habitamos? Esta es la cuestión que afrontamos en el presente texto. En nuestra opinión, no solo es una cuestión políticamente urgente, sino que también representa un reto intelectual significativo y ambicioso3. Nuestra tarea principal consiste en esbozar -no podemos hacer nada más en este momento- algunas orientaciones teóricas para revitalizar una aproximación democrática e igualitaria al delito y la justicia, e indicar cómo puede activarse, clarificando qué está en juego, y qué futuros alternativos pueden intuirse, en relación con los debates contemporáneos sobre el control de la delincuencia4. De este modo, iniciamos la tarea de aportar respuestas sustantivas al interrogante en el que intentamos centrarnos en la parte conclusiva de nuestro libro Public Criminology? -el de cómo dar sentido y forma a"una política criminal mejor, y a su regulación" (Loader y Sparks 2010: cap. 5). En Public Criminology? nos centramos fundamentalmente en la pluralidad de formas con las que la literatura criminológica ha enfocado el debate sobre el perfil de la cuestión criminal, y subrayamos algunas fortalezas y debilidades de un determinado grupo de respuestas a ello. Ahora dirigimos nuestra atención a otra vertiente de la cuestión de mejorar la política criminal, en concreto a la de imaginar las articulaciones institucionales y las condiciones culturales en las que pueda desarrollarse una forma más esperanzadora y de mayor espesor democrático de aproximarse a las cuestiones del delito y la justicia (Loader y Sparks, 2010: 123). No obstante, antes de afrontar esta cuestión, debemos reflexionar con rigor sobre los dilemas que la socialdemocracia -y cualquier propuesta democrática e igualitaria de política criminal- afronta actualmente, y preguntarnos si hay razones de peso para la lamentación de Reiner.

Dilemas y perspectivas actuales de la socialdemocracia

Este no es lugar para esbozar con detalle la historia del declive (o, en algunos análisis, de la muerte) de la socialdemocracia en el Reino Unido, ni su ineludible contraparte: el ascenso del thatcherismo y del "neoliberalismo". Existen muchos análisis de ese género (Jessop et al., 1988; Marquand, 1988, 2004; Hay, 1996). Estos son el material no solo de cualquier estudio que se pueda mencionar de la historia económica de al menos las tres últimas décadas (Offer, 2006; Skidelsky, 2009; Judt, 2010b), sino de sus vínculos con cambios en la política social (Levitas, 2005), en el discurso político (Hall, 2011; Marquand, 2011), en los derechos civiles (Feldman, 2002; Ewing, 2010), en la política comunicativa y cultural (O'Malley y Jones, 2009), en la salud (Iliffe, 2008), y casi en cualquier otro campo político, o incluso en las dimensiones del ser cultural y social. El volumen de estos análisis se multiplica con cada publicación semanal de The New Statesman, con la columna de Will Hutton, y con el numeroso flujo de think-tanks, blogs, etc. No hay escasez alguna de diagnósticos.
Sin duda, Reiner (y no solo él) no se equivoca al señalar que hay una fractura entre el mundo que ha sido reconfigurado por estas fuerzas y el que hemos perdido. Tampoco parece claro, a pesar de la profundidad y complejidad de la crisis económica y social a la que nos ha conducido una forma de capitalismo infrarregulada y extraordinariamente volátil, de modo particularmente visible desde el colapso financiero de 2008, con sus múltiples consecuencias en materia de seguridad, fiabilidad y orden del mundo, que una contranarrativa socialdemócrata se esté mostrando capaz de convencer a una población aturdida y escéptica de que conoce el camino de un futuro más esperanzador y con mayores certezas. Inmediatamente después del inicio de la crisis financiera, una serie de artículos anunciaron que la situación era complicada para el neoliberalismo, y que estaba a punto de ser sustituido por una agenda más progresista. En términos electorales, y también en gran medida en términos de gestión económica, esto no ha sucedido hasta el momento, como David Miliband (2011) ha apuntado de forma resignada (vid. también Crouch, 2011). En diversos aspectos, la afirmación de Reiner de que no tiene "ningún género de confianza" en que el cambio de dirección política que ha defendido con devoción tan sincera pueda producirse no parece sino realista. De hecho, el clima político en la mayor parte de Europa se ha hecho tan siniestro, tras la crisis de la deuda soberana de 2011, que cada vez más comentaristas predicen un movimiento hacia la derecha, más que una recuperación del idealismo progresista (v.gr., Selbourne, 2011). Como dejó claro hace tiempo un análisis clásico de este tipo de agitaciones, el resultado de la turbulencia en las relaciones entre estados y mercados puede ser violento, reaccionario y muy hostil para la democracia (Polanyi, 1944).
En consecuencia, ¿Por qué discrepamos del análisis de nuestro muy admirado colega y, aún más, defendemos que el delito y la justicia representan temas adecuados para una reconstrucción del pensamiento socialdemócrata? El argumento tiene varias par
tes. En este momento las exponemos de forma en cierta medida "envasada", esperando un desarrollo más completo en un trabajo ulterior. Antes de pasar al estadio de reconstrucción de nuestros planteamientos, queremos explicar por qué hay razones para ser prudentes a la hora de acoger el análisis de Reiner, tanto sobre el pasado como sobre el presente. Con ello no se pretende minimizar en modo alguno los dilemas y retos que tiene que afrontar cualquier propuesta de renovación del proyecto socialdemócrata, tanto en términos generales como en relación con el delito y la justicia. Se trata, en cambio, de sugerir que esas propuestas deberían replantearse y volver a desarrollarse si se pretende que tengan impacto en el presente.
Nadie que piense seriamente en estas cuestiones puede dudar de que algo de trascendencia mayor sucedió durante los años '70, cristalizado en -e impulsado por- la victoria electoral de la Sra. Thatcher en 1979. Ese cambio tuvo consecuencias para la economía, la política y la cultura del Reino Unido, que en muchos aspectos estamos viviendo aún, y cuyos efectos también se han hecho sentir de forma acusada en las notables modificaciones que se han dado en el delito, la justicia penal y sus formas conexas de retórica e intervención políticas. Ya hemos tenido oportunidad de analizar (como lo han hecho otros muchos) cuáles han sido esos efectos y, en particular, por qué políticas que han acogido de modo prevalente los presupuestos neoliberales, más que favorecer un aproximación socialdemócrata al orden social tienden a situar al delito y la pena cerca del núcleo de sus preocupaciones (ver: Loader y Sparks 2004; Loader 2009, 2010; Sparks 2003, 2006). No hay duda de que ese fue un momento de"política estructural" (Hay, 2002).
Las crisis, como apuntan Stuart Hall y sus colegas en la discusión sobre el papel de la política de ley y orden en el ascenso del "Estado autoritario" en los años '70, no"surgen de la nada", sino de un campo preexistente de "tensiones, hostilidades y sospechas" (Hall et al., 1978: 181). También asumen que "momentos de una 'alarma fuera de la común'", seguidos del empleo de un "control fuera de lo común" tienden a vincularse con revueltas históricas relevantes y con transiciones sociopolíticas (ibíd.: 186). Una cuestión que animó a Hall y a sus colegas fue qué podría pasar si las circunstancias pusiesen seriamente en cuestión el liderazgo político y la autoridad cultural. Entendieron que ello llevaría a "modificar los modos de hegemonía" e impulsaría una"inclinación" hacia el "polo de la coerción". De ello se sigue, señalan, "un momento excepcional en la forma normal del Estado tardocapitalista" (ibíd.: 217).
Vale la pena recordar esta formulación, porque evita dos clases de errores que afectan a buena parte de la literatura reciente sobre el cambio en la naturaleza política del delito y del castigo desde (aproximadamente) 1970. Con ello se afirma que algo de gran relevancia sucedió y fue señalado por Hall et al. -no lo olvidemos, incluso antes de la primera victoria electoral de la Sra. Thatcher en 1979- y que ese algo es consonante con un cambio en la naturaleza de las categorías políticas, económicas y morales del momento (ver: Hay, 2002). Sin embargo, no se pretende suponer que tal cosa haya surgido de la nada. Por el contrario, se sugiere que la propia existencia de una
crisis de legitimación en (o desde) los años '70 habla del agotamiento de las prácticas e ideas dominantes hasta ese momento. En otras palabras, debemos comenzar a indagar la explicación del ascenso del neoliberalismo en la entropía de las ideas e instituciones de mitad de siglo, no a la inversa. Con todo, no se sugiere en este punto (téngase en cuenta el uso de términos como "modificación" e "inclinación", por ejemplo) que la cuestión de alguna forma está cerrada, porque el momento de alarma y conflicto de entonces se haya resuelto provisionalmente de uno u otro modo. Aún así, no pretendemos negar que la "inclinación" acabó anunciando una transición con efectos duraderos y de largo alcance.
Hay buenas razones, empero, para evitar la división de la historia reciente en periodos diferenciados, una estrategia que, entre otros problemas, tiende a desatender la explicación de las transiciones entre periodos. En un artículo anterior llamamos la atención sobre "una tentación constante" de la sociología del delito y del castigo de tratar los años '50 y '60 como poco más que una lámina o una pantalla en la que proyectar el verdadero objeto de investigación -la política criminal y penal en el periodo posterior a los años '70 (Loader y Sparks, 2004). Sugerimos que esta posición corre el riesgo de violentar el pasado, de minusvalorar sus tensiones y conflictos, de reproducir de forma inconsciente relatos unidimensionales -e implícitamente teñidos de color de rosa- de la historia y de la política del modernismo penal, así como de las razones de su (aparente) abandono. El problema que se deriva de ello es lo que Andrew Gamble denomina "finalismo" -la tendencia a asumir que estamos "cruzando un punto de inflexión mayor de los asuntos humanos que dejará pocas cosas indemnes" (Gamble, 1997: 358). También O'Malley (2000) censura este tipo de aproximación, señalando que tiende a producir "criminologías de la catástrofe". La otra cara de esta orientación, cabe apuntar, es que explica todo lo que observamos en el presente y en el pasado más reciente como los efectos de una única posición de dominio -generalmente, el "neoliberalismo". Como señala Garland, es peligroso "ver discontinuidades en todas partes" (Garland, 2001: 22). Frente a ello, enfatiza que "nuevas prácticas y mentalidades coexisten con los residuos y continuidades de articulaciones anteriores" (ibíd.: 167).
Este no es un argumento meramente teórico, aunque -como es evidente- también lo es. El sentido en el que es un argumento teórico tiene al menos dos vertientes. En primer lugar, implica una discusión sobre cómo teorizar la naturaleza de la disrupción que se verificó durante -y desde- los años '70, así como sus consecuencias criminológicas. En segundo lugar, sin duda implica un conjunto de postulados sobre la influencia concurrente de ciertas ideas -sobre los roles respectivos del estado y el mercado, sobre la motivación y la socialización humanas, y sobre el orden social y sus consecuencias para el delito y su control- que adquirieron una importancia renovada en aquel periodo. La "crisis" posteriormente favoreció a la Nueva Derecha, como indica Stuart Hall, porque llegó a ser "vivida en sus términos" (Hall, 1979: 16). Estas ideas rápidamente llegaron a incluir un conjunto de diagnósticos de los males sociales del Reino Unido, incluida la emergencia de lo que pronto vino a conocerse como
una "underclass", consecuencia de un "Estado de Bienestar" ineficiente y moralmente indulgente. No pretendemos negar la relevancia de estas ideas, ni los problemas que su influencia sigue generando para la reformulación de las alternativas progresistas.
Los aspectos en los que esta discusión no es meramente teórica -en sentido vulgar-, tienen que ver con sus implicaciones sobre lo que es factible, o incluso imaginable, en estos momentos. En el contexto presente la cuestión es importante, ya que es muy fácil colocarse en una posición en la que todo lo bueno y valioso queda en el pasado (aunque mucho de lo conflictivo, desagradable, ineficiente, reaccionario, conservador, despreciativo, racista, sexista, homófobo, gerontocrático, xenófobo, reservado, inconfesable, despótico, elitista y arbitrario de ese pasado se desatiende con demasiada frecuencia). Ese planteamiento implica que lo bueno cuya pérdida lamentamos es inaccesible en estos momentos. En consecuencia, el presente se ve como el terreno del populismo, de la punitividad y los miedos paranoicos, frente a cualquier evidencia en contrario. Es necesario volver a pensar sobre la mutación del control del delito y el castigo, tanto respecto de cómo interpretamos el pasado cuanto sobre cómo pensamos las perspectivas de presente y futuro. Ya hemos tenido oportunidad de apuntar que estas cuestiones deben pensarse como elementos de una investigación histórica sobre la política (Loader y Sparks, 2004: 6). Ello implica colocar cuestiones de "contestación y resistencia" (O'Malley, 2000: 162) en el núcleo del proyecto. Supone hacer que el conflicto de significados culturales e ideas políticas sea fundamental para entender las trayectorias de cambio. Requiere un esfuerzo para entender, en relación con el delito y el orden social, los términos del conflicto entre lo que Raymond Williams llama los elementos "dominante", "residual" y "emergente" de la cultura (Williams, 1977: 121-177; 1981: 204-205). Exige, en síntesis, una tarea de entendimiento preciso de las luchas políticas y culturales "locales", de las que surge el cambio "global" (Loader y Sparks, 2004: 17).
Para ello, como hemos indicado, conviene desarrollar el proyecto que comenzamos en Public Criminology? Dicho de otro modo, debe tratarse a los criminólogos como jugadores en una competición público para "nombrar" el problema del delito y para formular soluciones a él, así como para comprender los modelos implícitos o explícitos de motivaciones, intervenciones y cambios que han caracterizado, y continúan animando, las diferentes modalidades de pensamiento criminológico. Para ello es fundamental intentar repensar la relación entre las nociones de orden, autoridad, legitimidad y justicia que han impulsado las diversas criminologías, las tradiciones liberales, socialistas, conservadoras, feministas y otros marcos de pensamiento político que se relacionan con ellas. Este modo de enfocar la cuestión criminal mediante el desarrollo de un análisis de sociología histórica más completo sobre sus giros y transformaciones tiene mayor potencial, en la medida en que pretende horadar el muro disciplinario entre la criminología y la teoría política. No obstante, también constituye un incentivo para escribir esa propia historia de forma diferente y más completa.
Una razón para renunciar a la sucesión excesivamente delimitada de eras de la historia de la justicia penal es abandonar la premisa pesimista de que todo empeora, siempre. Otra es mejorar la comprensión de las variaciones y contradicciones que se verifican en los periodos de ascenso de determinados regímenes (Hay, 2002), así como los contra-movimientos que merecen atención, aunque se manifiesten en luchas desiguales, en cualquier momento.
Así, para volver brevemente al momento de fines de los años ’70 intuido de forma tan lúcida por Hall y sus colegas, es evidente que la Sra. Thatcher llegó al poder, entre otras cosas, por articular de forma convincente una "tematización reaccionaria de la modernidad tardía" (Garland y Sparks, 2000). Reagan, Thatcher y sus sucesores se distanciaron conscientemente de las prioridades gradualistas, progresistas y socialmente incluyentes de la política social welfarista. Mientras que en su momento el "consenso" político post-bélico había imaginado un futuro sustentado en una economía mixta, en la moderación de las desigualdades por medio de una tributación redistributiva y en la preocupación por la planificación e intervención social, la "restauración" de Reagan-Thatcher ofreció, en cambio, un cóctel más estimulante de economía de libre mercado, política social anti-welfarista y conservadurismo cultural, lo que, al menos en parte, ha continuado siendo relevante (en muchos círculos, incluso ortodoxo) desde entonces. Este nuevo "régimen estatal", con su poderosa confluencia de neoliberalismo en asuntos económicos y sus técnicas de gobierno y neoconservadurismo en asuntos sociales y culturales, logró la hegemonía representando la acumulación de problemas del estado welfarista keynesiano como como una crisis de "ingobernabilidad" y falta de competitividad. Esto explica parcialmente por qué los gobiernos de ambos lados del Atlántico han apostado desde los años ’70 buena parte de su legitimidad a la actitud severa en el control de la delincuencia (Sparks, 2003: 156).
No obstante, no todo en la justicia penal se ha hecho más despreciable y severo. En este momento solo podemos hacer un elenco de algunos de los más notables ámbitos de conflicto. Hubo significativos "juegos de guerra" entre políticos y jueces británicos (Rozenberg, 1997), y entre prácticas británicas e instituciones europeas (vid. Van Zyl Smit y Snacken, 2009), muchos de los cuales tuvieron resultados liberales. La conciencia de los derechos humanos jugó un escaso papel explícito en el imaginario político del "socialismo de gas y agua" británico (Marquand, 2004: 51), pero en la actualidad se han convertido en términos clave en cualquier lengua democrática desarrollada. Ha habido movimientos de reforma interna muy significativos tanto en la policía como en los servicios de prisiones, que, si bien no se han caracterizado por la ambigüedad ideológica, tampoco pueden calificarse simplemente como reaccionarios (Liebling, 2004; Crewe, 2009). Aunque el ideal rehabilitador decayó notablemente durante los años ’70, y con él lo hizo la hegemonía del welfarismo penal, ha conocido una suerte de retorno en una pluralidad de lugares en el último periodo, si bien con formas problemáticas. La pena capital, abolida durante la socialdemocracia, no se restauró con Thatcher, a pesar de sus convicciones personales y de los debates parlamentarios so
bre la materia. La justicia restaurativa ha sido quizás el movimiento social internacionalmente más relevante y difundido de los últimos veinte años en el ámbito punitivo (Strang y Braithwaite, 2001). Además, en el Reino Unido -pero no solo- hemos contemplado un significativo descenso de la tolerancia hacia la discriminación y el uso indebido de la fuerza por parte de la policía y del personal de prisiones, así como un reforzamiento notable de los medios para investigar este tipo de fenómenos. Puede apuntarse igualmente que en la actualidad la policía -debido a diversas razones, entre ellas la crisis de la sumisión y el auge de políticas populistas muy contestadas- opera sometida a formas de monitoreo rutinario (y, en tal medida, es más consciente de la naturaleza condicional de su autoridad), que eran más bien desconocidas durante el apogeo, a mediados del S. XX, de la policía "consensual"5.
De modo semejante, aunque los políticos no han dudado en intentar apropiarse del apoyo popular a las víctimas del delito, la articulación de la solidaridad con las víctimas no puede entenderse, de forma reduccionista, como una postura ideológica. En efecto, la reorientación de la preocupación pública y de las prioridades y recursos policiales hacia las víctimas de violencia doméstica, violación y agresión sexual, abusos físicos y sexuales contra los niños, violencia racista y discursos de odio o acoso en el ámbito laboral, muestra un cambio cultural en el ámbito de las sensibilidades en relación con el sufrimiento; una mutación que es muy amplia y difícilmente encuadrable en términos políticos (cfr. Boutellier, 2002), sobre todo en el caso de víctimas que previamente habrían quedado al margen de las simpatía general (Hoyle, 2012). Podríamos añadir que estas preocupaciones han ido incluyendo progresivamente, si bien de forma incompleta, a víctimas de abusos generalizados por parte de estados o empresas en otras partes del mundo -víctimas de genocidio, refugiados y migrantes forzosos, pueblos indígenas víctimas de la degradación medioambiental y de las expropiaciones de tierras, mujeres víctimas de matrimonios forzados o de diversos tipos de esclavitud sexual, niños soldados, trabajadores forzados y muchas otras formas de sufrimiento social.
Además, se ha producido una notable variación a lo largo del tiempo en relación con la centralidad atribuida a la política penal. La retórica asertiva y en cierta medida autoritaria, característica del primer thatcherismo, dio paso (especialmente durante los años de mayor optimismo económico y hegemonía política, a fines de los años ’80) a un periodo durante el cual la cuestión penal se politizó de forma menos expresa. De hecho, más bien fue la conjunción entre una pluralidad de desafortunados hechos contingentes y una tendencia descendente en el ciclo político-económico (Melossi, 1993)
lo que determinó el retorno a una politización cruda caracterizada por la severidad penal, desde 1993 en adelante (Leacock y Sparks, 2001).
Hasta este momento hemos intentado introducir algunos interrogantes y complejidades en la historia de la política de control del delito en Gran Bretaña desde fnales de los años ’70. No es más que un apunte, pero aún así es un argumento con luces y sombras. Cualquiera con conocimientos sustanciales sobre policía, prisiones, trabajo social, justicia juvenil o cualquier otro campo político sin duda puede complementar, extender o revisar lo apuntado en múltiples direcciones. Aceptamos sin reserva que la política se hizo más dura, que subió la temperatura en torno a -y desde- 1979, y que desde 1997 el Nuevo Laborismo, con su temor a ser superado en la cuestión de "ley y orden" y su compulsiva hiperactividad legislativa, añadió gran número de nuevos poderes y restricciones a la libertad (vid. también Tonry, 2003; Newburn, 2007). No obstante, también hemos argumentado que hay mucho más en esta historia que una contraposición, tranquilizadora e ideológicamente clara y neta, entre una vieja socialdemocracia amable y un neoliberalismo salvaje. Ambos órdenes gobernaron mundos sociales que estaban menos acabados en su imagen ideológica de lo que en principio podríamos pensar. Ambos encontraron resistencias en su larga marcha a través de la cultura política de su tiempo. Los desarrollos de la cultura circundante nunca quedaron encuadrados por completo en un control político voluntario.
Con todo, la interpretación que hemos empezado a esbozar en este punto, aunque menos derrotista y más esperanzadora que muchas de las lecturas "estándar" del triunfo de la hegemonía neoliberal apenas permite permite reconfortarse con una socialdemocracia en vías de reconstrucción de acuerdo con algo semejante a su perfil de mediados del S. XX. Hay muchas razones para ello, y buena parte están bien documentadas, de modo que no necesitan mayor elaboración. Bien puede ser que una provisión de bienestar social omnicomprensiva y que dure toda la vida no solo impone demandas inasumibles a las finanzas públicas, sino que es excesivamente limitadora y demasiado uniformizadora para los ciudadanos tardo-modernos, así como demasiado inflexible para adecuarse a sus diferentes necesidades y preferencias (incluso aunque algunas "preferencias" sean la consecuencia mediata del neoliberalismo). Los niveles de autoridad y condescendencia implícitos en muchas formas de planeamiento social y económico se observan con desconfianza por parte de personas más dispuestas a pensar en sí mismas como consumidoras con capacidad de decisión que como receptoras pasivas de servicios. En muchos aspectos, las formas de "democracia" invocadas por la socialdemocracia siempre fueron, en cierta medida, atenuadas y parciales -su orientación dominante estaba más preocupada de proteger lo "social" que de extender la democracia6. Por esta razón, muchos observadores que son empáticos en otras cues
tiones -incluso los que enuncian objeciones profundas y articuladas a la exclusión del "dominio público" en los regímenes neoliberales (Marquand, 2004)- señalan que las viejas formas de la socialdemocracia remiten a una sociedad que ya no existe, y presuponen la continuidad de comunidades de sentimiento y pertenencia que se han desvanecido, junto con los astilleros, fundiciones, pozos y fábricas en las que trabajaban y en torno a las que se agregaban. Por lo demás, ¿no será que la socialdemocracia nunca tuvo, salvo algunas excepciones clave, tanto que decir del delito y de la justicia penal como podríamos suponer7? O, si lo tenía, su imaginario social se proyectó sobre un cierto conjunto de figuras -trapicheros, estraperlistas, niños conflictivos, adolescentes delincuentes e inadaptados, adictos, gangsters del East End, alcohólicos de Glasgow, pornógrafos del Soho-, pero nos legó pocos recursos para pensar sobre estafadores, narco-capitalistas, tratantes de seres humanos, hackers y otros miembros de la galería de granujas tardo-modernos.
Todo esto requiere que prestemos atención a un conjunto de aspectos de las realidades presentes que es difícil acomodar a la tradición socialdemócrata, tal como la hemos recibido del pasado. Entre ellos no solo se incluyen las obvias dimensiones de la globalización económica y cultural que crean problemas evidentes a las capacidades de gobierno del Estado-nación, y que acentúan los poderes de los mercados globales en relación con los de estados individuales. Al mismo tiempo, en gran medida como consecuencia de los flujos de personas, mercancías y bienes culturales a través de las fronteras, vinculados a la globalización, ahora necesitamos una atención mucho más concertada a las cuestiones de la diversidad y la pluralidad dentro de culturas políticas "nacionales" de lo que sucedía en las zonas de confort de la socialdemocracia de mediados de siglo. Por una parte, en los estratos relativamente acomodados de sus poblaciones, muchos países han experimentado nuevos niveles de demanda de autorrealización personal y expresión mediante opciones de estilos de vida y consumismo, así como demandas conexas de reconocimiento y representación políticos. Al mismo tiempo, las crecientes desigualdades materiales y las fracturas que segmentan las sociedades en líneas de etnicidad, territorio, edad y género, tanto como de clase, exponen un nuevo y más complejo mapa de exclusiones, adscripciones y tensiones. Tales desarrollos imponen complicaciones desorbitadas a nuestras concepciones de ciuda
danía, como un concepto central de la socialdemocracia. Por otra parte, es evidente que algunas capacidades previas del Estado-nación en la actualidad se han delegado a -o compartido con- intereses privados, mientras que otras pertenecen cada vez más al nivel transnacional y supranacional de organización política, en una transferencia de autoridad simultáneamente hacia abajo y arriba. En otras palabras, sean cuales fueren los problemas de la delincuencia, la justicia social y el orden justo hoy no pueden contenerse simplemente en el marco de la política de ningún Estado-nación (Fraser, 2008: cap. 2). Nos encontramos en un ámbito en el que los propios objetos de la política son fluidos y cambiantes, y en ellos las cuestiones del reconocimiento, la identidad y el respeto pueden importar tanto como las tradicionales cuestiones distributivas que se refieren a la atribución de beneficios y derechos (Allen, 2004).
Nuestro objetivo no es iniciar una pugna con Robert Reiner, cuyo análisis es muy similar al nuestro en muchos aspectos. Nuestra intención es, al menos en parte, animarlo -el mundo no está tan entregado al neoliberalismo como el análisis de Reiner puede parecer que sugiere. No obstante, también es nuestra intención argumentar que necesitamos elevar la mirada -los retos de responder a un mundo globalizado complejo reclaman mucho más que el restablecimiento de una tradición socialdemócrata estato-céntrica y nacional como marco de nuestras aspiraciones políticas. Nuestra posición en la materia es simplemente que casi ninguna de las cuestiones más urgentes puede pensarse de forma adecuada como una reinvención de viejos modelos, y que probablemente hay muy pocos momentos en la historia en que haya podido ser así. Más bien, pretendemos articular un cierto número de principios (y, junto a ello, uno o dos ejemplos parcialmente elaborados) que podrían ofrecer una orientación constructiva para el presente y el futuro imaginable. Sin duda, estas cuestiones están animadas por visiones de (para acuñar una expresión) una política del delito y la justicia mejor, que en buena medida debemos a la tradición política socialdemócrata, incluso aunque nunca se lograron por completo -o parcialmente- por parte de los partidos socialdemócratas gobernantes.

Reorientaciones teóricas: Hacia las instituciones de un orden justo

No quiero, en modo alguno, restar mérito a los extraordinarios logros de muchas personas de izquierda que pelearon en la retaguardia contra la ola de neoliberalismo que barrió el mundo capitalista avanzado desde 1980. Ello supuso el más noble optimismo de la voluntad. No obstante, la incapacidad de establecer una alternativa a la doctrina thatcheriana de que "no hay alternativa" constituyó un poderoso desincentivo de la acción. Esta incapacidad para lograr un "optimismo de la voluntad" con el que elaborar alternativas ha sido uno de los límites más importantes de las políticas progresistas (Harvey, 2000: 17).

Ante estos escollos, la reinvención de una aproximación democrática e igualitaria al delito y a la justicia, que sea coherente y convincente, representa una laboriosa pugna intelectual y política. En la actualidad hay cada vez más evidencias de los efectos desastrosos de la desigualdad en diversos ámbitos de las políticas públicas -la cohesión social, la confianza colectiva, la saludad física y mental, los resultados educativos, los embarazos adolescentes o la obesidad (Wilkinson y Pickett, 2010). La reciente literatura comparada sobre los niveles de violencia y el uso de la prisión apunta sustancialmente en la misma dirección -sociedades más igualitarias tienden a tener menores niveles de violencia y encarcelamiento (ver: Downes y Hansen, 2006; Karstedt, 2010). No obstante, una "política con sustento empírico" (Wilkinson y Pickett, 2010: 9) que pretenda documentar los efectos de las desigualdades neoliberales y las haga visibles al público sigue siendo una respuesta necesaria pero insuficiente a la situación que hoy afronta la socialdemocracia. "Ninguna recopilación de datos", ha señalado Brian Barry, "puede informarnos de la equidad o inequidad" de determinadas políticas públicas, de la distribución de bienes y males sociales o de soluciones institucionales (Barry, 2005: 13). "Por ello", afirma Barry, "tenemos que tener una teoría". Pero, ¿qué tipo de teoría? ¿Qué orientaciones teóricas pueden guiar el proyecto de reelaborar y repensar una aproximación democrática e igualitaria al delito y a la justicia?
Una opción es volver a la teoría criminológica. Este es, en gran medida, el camino que ha tomado Reiner en los últimos años. Su trabajo en curso pretende recuperar la rica tradición teórica sobre el delito y la estructura social -desde Marx a Bonger, Mannheim o Merton- con la perspectiva de desarrollar lo que él denomina una Criminología socialdemócrata. En particular, Reiner ha recurrido a la teoría de la anomia de Merton para enunciar un convincente argumento sociológico y moral sobre el egoísmo consumista de las sociedades neoliberales y los efectos de la desigualdad estructural sobre la delincuencia grave (Reiner, 2007: caps. 4-5). Sin duda, Reiner no es el único que ha desarrollado una investigación teórica y empírica desde esta perspectiva (Elliott Currie es una relevante alma gemela -Currie, 1997; 1998), y continúa siendo valioso y promisorio seguir el trabajo en esa línea. El saber sobre el delito y la capacidad de controlarlo quedaría severamente devaluado si se abandonase el análisis de las conexiones entre el delito y las desigualdades sociales y económicas, y buena parte del trabajo más sólido en esta materia se ha realizado en los últimos años. La teoría de la anomia institucional de Messner y Rosenfeld (que es plenamente compatible con las lecturas críticas del neoliberalismo que enfatizan la erosión del "ámbito público" como consecuencia del poder de los mercados (Marquand, 2004)) es una de las más completas y contrastadas (Messner y Rosenfeld, 2007). Trabajos recientes a ambos lados del Atlántico, desarrollados desde una pluralidad de perspectivas cada vez más global, han contribuido de forma notable a ampliar el conocimiento sobre los efectos corrosivos de las desigualdades extremas, en las condiciones que Wacquant (2008) denomina "marginalidad avanzada", y especialmente de su concentración espacial en las ciudades, favelas, barriadas y guetos contemporáneos (ver: Dorling, 2006, 2010; Fagan y Meares, 2008; Adorno,
2010). No obstante, a pesar de estas fortalezas, aún subsisten claras limitaciones en la apropiación de la tradición criminológica por parte de Reiner como medio de fundamentar una política democrática e igualitaria del delito y la justicia.
El principal riesgo de remitirse a la teoría criminológica es que hace a los ideales democráticos e igualitarios rehenes de las pautas de la delincuencia o de las fluctuaciones en las tasas de delito, como si su plausibilidad en tanto que aproximación a la criminalidad y a la justicia se derivase sustancialmente de su capacidad para ofrecer una explicación adecuada de los niveles de delito. Lo que se olvida en este punto es que siempre hay más en juego en la explicación y el control del delito que quién tiene la mejor explicación o la estrategia de control delictivo más eficaz, por mucho que estos sean presupuestos fundamentales. En una democracia no solo importa que se controle el delito, sino también cómo se controla -y las preguntas sobre el "cómo" admiten consideraciones que van mucho más allá de las cuestiones de la eficacia instrumental, como veremos8. Una política democrática e igualitaria reinventada debe sin duda dar una respuesta convincente a la reducción y el control del delito, y encontrar modos de diseñar instituciones informadas por -y compatibles con- las mejores evidencias que podamos conseguir. Con todo, no debe caer en las dos trampas simétricas de reclamar un monopolio del saber criminológico para las posiciones más próximas a sus propias preferencias, o de pensar que la única cuestión en juego es encontrar la mejor explicación del delito y saber qué funciona para reducirlo. Tomar ese punto de partida comporta el riesgo de anclar el proyecto de reconstruir los ideales democráticos e igualitarios en este campo en el terreno equivocado.
Una segunda opción -y un modo de intentar evitar esta trampa- es dirigirse a la teoría política. De este modo, se podría intentar explotar el pensamiento socialdemócrata con la perspectiva de desarrollar una interpretación teórica contemporánea de la justicia social que no se preocupe -al menos no de forma prioritaria- con las cuestiones específcas del delito y la pena. La tarea consiste en revisitar los principios constitutivos de la tradición socialdemócrata -igualdad, justicia, una concepción positiva de la libertad, solidaridad- y reafirmar sus virtudes y utilidades en las nuevas condiciones políticas y socioeconómicas que afrontamos9. Este es un camino promisorio -y buena parte de la tarea que tenemos en mente implica un trabajo intelectual de estas características. Empezar desde ahí -al margen de la criminología- supone hacer un recorda
torio de los ideales que están en juego cuando las autoridades gobernantes y los ciudadanos piensan en el delito y actúan para controlarlo, y de la importancia de articular argumentos sobre el delito y la justicia en ese ámbito. Se trata, igualmente, de colocar las cuestiones sobre el delito en el marco más amplio del pensamiento social y político sobre la redistribución y el reconocimiento, una cuestión sobre la que volveremos.
No obstante, también comporta límites una aproximación que considera que la articulación de una política más democrática e igualitaria del delito y la justicia tiene que esperar a -y derivarse de- una reinvención genérica de la teoría y la práctica socialdemócratas. Comenzar excesivamente atrás en el ámbito de una teoría política ideal es pensar en la igualdad y la justicia de una forma que genera nuevas modos de lamentación -esta vez filosófca- (Miller, 2008). Más en concreto, este planteamiento se arriesga darle una nueva -y sin duda inútil- oportunidad a la idea estructuralmente fatalista de que el delito es un epifenómeno, y de que solo puede ser gestionado seriamente mediante una reconstrucción radical de las relaciones económicas y sociales. Este planteamiento olvida que los ideales democráticos e igualitarios reelaborados tienen que realizar algunas tareas -clarificar elecciones, ofrecer expectativas conceptuales, guiar la acción- en ámbitos concretos de la política pública, así como excluir la posibilidad de que tales ideales puedan reelaborarse por medio de (más que de forma previa a) el encuentro con esos ámbitos. De este modo, pierde de vista las razones que existen para pensar que las cuestiones del delito, de la seguridad y de la justicia- cuestiones en las que todos los ciudadanos tienen una posición concreta- ofrecen una plataforma relevante para reinventar la política socialdemócrata (Loader y Walker, 2007)10. Si este es el núcleo de lo que desde los años ’80 se ha conocido como Realismo de izquierdas en criminología, al menos en estos aspectos estaba bastante acertado.
Tales consideraciones apuntan en una tercera dirección, que es la que pretendemos seguir. Esta opción perfila la idea de una política mejor sobre el delito y su regulación mediante el análisis conceptual y práctico sobre las instituciones de un orden justo. Su
objetivo reclama un proyecto no solo anclado en la criminología y en la teoría política, sino orientado a intentar un diálogo más rico y productivo entre ellas de lo que en general se ha pretendido hasta el momento (cfr. Amatrudo, 2009). Este proyecto tiene dos vectores dominantes. En primer lugar, pretende sustentarse en ideales democráticos e igualitarios con la perspectiva de desplegar sus valores, significados y aplicaciones sobre cuestiones del delito y de su regulación, en las condiciones anteriormente esbozadas. Esto supone realizar un trabajo intelectual en relación con cuestiones criminológicas polémicas en el marco de una tradición socialdemócrata amplia, aunque sin quedar entrampados en ella. En segundo lugar, el proyecto pretende ofrecer un diagnóstico y una crítica de las visiones de orden y gobierno que subyacen a las prácticas de control del delito realmente existentes (para establecer, en su caso un marco político de evaluación), así como esbozar alternativas democráticas e igualitarias viables que puedan contribuir a desbloquear el presente y guiar la imaginación y realización de futuros alternativos (Olin Wright 2010: cap. 2; ver también Levitas, 2010). En síntesis, se trata de un proyecto impulsado por un ethos realista utópico, que conjuga un entendimiento riguroso del mundo tal como es con una percepción voluntarista de cómo podría ser (Giddens 1990). Nuestra tarea en lo que resta de texto consiste en esbozar algunos perfiles del proyecto. Vamos a hacerlo analizando la potencialidad del lenguaje del orden justo, y proyectando esa orientación teórica para reinterpretar de forma creativa los interrogantes sobre qué está en juego, y qué alternativas futuras pueden imaginarse, en algunas controversias actuales sobre el delito y la justicia.
Las aproximaciones democráticas al delito y a la justicia han mostrado desde hace tiempo lo que Neil Walker denomina una "tensión interna"11. Como hemos visto, los socialdemócratas sitúan al delito en un marco estructural caracterizado por la desigualdad económica y la exclusión social y política. En consecuencia, tienden a ver a la policía y a las demás agencias de control social como instituciones cosméticas que trabajan sobre la superficie conductual de las relaciones sociales. El trabajo de Reiner sobre la policía, previamente mencionado, y sus consideraciones más recientes señalando que las agencias de la justicia penal "mantienen controlados" problemas cuyo origen y solución reside en otros ámbitos, son una buena ilustración de esa orientación general. Es un planteamiento que anima a los socialdemócratas a ser escépticos y minimalistas en relación con el papel de la policía y las instituciones penales -si en la cuestión delictiva se trata de justicia social y política existen límites evidentes a lo que puede lograr el control social en ausencia de tal justicia. Sin duda, esas cuestiones son dignas de consideración. No obstante, tal aproximación no solo genera un riesgo constante de caer en un fatalismo estructural, sino que puede dejar a los socialdemócratas con muy poco que ofrecer en una discusión sobre qué queremos que hagan la policía y la justicia penal aquí y ahora.
Una respuesta típica a este interrogante ha sido explorar los modos de hacer que la policía y las instituciones penales contribuyan a la cohesión e integración social. El proyecto del welfarismo penal bien puede entenderse en estos términos -como la vertiente penológica de la socialdemocracia, orientado a corregir los efectos de las privaciones y a devolver al delincuente a la ciudadanía productiva (Garland, 2001: cap. 2). No obstante, la intención de hacer de la policía y la justicia penal agentes de integración social también informa prácticas actuales, como la policía orientada a la resolución de problemas o a la inseguridad subjetiva, la reinversión en la justicia, la justicia restaurativa y la jurisprudencia terapéutica. En todos los casos, empero, puede formularse -y, de hecho, se ha formulado- el mismo tipo de críticas: que tales iniciativas erosionan los derechos individuales, exceden los límites legítimos de la función de policía y del castigo, y no tienen en cuenta y respetan la diferencia entre justicia penal y política social. Estas tensiones se han puesto de relieve al menos durante los últimos treinta años (Smith, 2010).
En nuestra opinión, en este punto se da una tensión profunda e ineludible. No obstante, tal tensión solo puede reinterpretarse como una virtud -y como una plataforma desde la que desarrollar un análisis democrático e igualitario del delito y de la justicia más constructivo y esperanzador. En otras palabras, puede asumirse una posición que parte de que una de las aportaciones que la tradición socialdemócrata puede ofrecer hoy para mejorar la política sobre el delito es una orientación profundamente escéptica frente a toda clase de entusiasmo penal, así como una crítica social y política a las fantasías hegemónicas de gobernar el delito por medio de una perspectiva penal o gobernar la política democrática por medio del delito (Simon, 2007). Entendida de esta forma, la socialdemocracia puede jugar un papel activo a la hora de documentar y exponer los costes humanos, sociales y económicos de estas visiones gubernativas. Esa tarea alerta de los riesgos de una sobre-identificación con la policía y la justicia penal como fuentes del orden social y destaca las patologías de tres décadas de "inversión" neoliberal en el estado penal. Se trata de continuar recordando las propiedades "trágicas" de la policía y las instituciones penales y de incentivar que se preste especial atención a asegurar que sus necesarias intervenciones coactivas en la vida social sean moderadas y se lleven a cabo de forma que causen "el mínimo daño a la convivencia colectiva" (Manning, 2010: 20). Como hemos señalado, Robert Reiner ha contribuido de forma lúcida y comprometida a estos saberes cívicos.
No obstante, ¿la socialdemocracia puede hacer algo más en el campo de la justicia que procurar la limitación de daños? Estas cuestiones ya se suscitaron por parte de los Realistas de Izquierda (Young, 1997), con independencia de su mayor o menor éxito a la hora de explorar detenidamente sus implicaciones. Young cita a Currie sobre la inidoneidad de sustituir una perspectiva crítica por una minimalista:

Aproximadamente veinte años después, en condiciones que han cambiado de forma significativa, el minimalismo probablemente continúa siendo la voz dominante de los progresistas [americanos] sobre estas cuestiones, un hecho que ha contribuido a mantenerlos en los márgenes del debate público. Parte del problema es que el minimalismo, en su deseo de rebajar la gravedad del problema de la delincuencia, a menudo se equivoca en su entendimiento empírico de la criminalidad grave y de la adicción a las drogas en los Estados Unidos de hoy. (...) Contribuye a perpetuar una imagen de los progresistas como desorientados y, mucho peor, como despreocupados de la realidad vital de los americanos comunes, que están -con razón- atemorizados, y sienten rabia por el sufrimiento y el miedo que el delito trae a sus comunidades y familias (Currie, 1992: 91)

En consecuencia, ¿es posible quedarse con lo valioso de una aproximación escéptica y minimalista a la penalidad perfilando al mismo tiempo una aproximación democrática, igualitaria e institucionalmente más creativa a la cuestión del delito? ¿Se puede revitalizar y (re)inventar la policía y las instituciones penales para convertirlos en agentes activos del orden justo? ¿Cómo serían las formas y espacios políticos resultantes? Vamos a prestar atención a estas preguntas, destacando las consideraciones y posibilidades que surgen cuando se analiza la socialdemocracia contemporánea como un proyecto comprometido a impulsar y sostener instituciones de un orden justo.

¿Por qué un orden?

El problema del delito es inevitablemente un problema de orden, y el problema del orden es el de la justicia (Young, 2002: 269).

Hay muchas razones por las que una aproximación democrática e igualitaria al delito no debe hacer de él su marco de organización y su objeto de investigación primordial. A pesar de su carácter obvio en términos de sentido común, el delito tiene un conjunto de limitaciones a estos efectos. Su atención a los males sociales genera el riesgo de hacer surgir un pensamiento limitado de "ley y orden", de privilegiar la criminalización como respuesta a los problemas sociales y de impulsar una sobre-identificación con las medidas penales. Por otra parte, deja excesivo espacio para los ideales de eliminación, y puede poner en marcha un perfeccionismo cosmético que impulsa ciclos auto-perpetuantes de hiperactividad gubernativa. La atención al delito también genera el riesgo de desvincular el pensamiento y la acción en este campo de las cuestiones más generales de la justicia distributiva y la dignidad y el bienestar humanos. De hecho, la escasez de intercambios entre la criminología y la teoría política en las últimas décadas puede tener que ver, al menos en parte, con la desconexión entre la (desnortada) actitud de la criminología de negación de los males sociales y la preocupación post-rawlsiana de la teoría política por el significado y la distribución de los bienes sociales primarios. En consecuencia, tiene mucho sentido centrar el pensamiento socialdemócrata en un conjunto de términos -orden, seguridad, paz civil- que pueden conceptualizarse de forma adecuada y productiva como bienes básicos. Ello induce a pensar con detenimiento en las condiciones en las que estos bienes pueden realizarse y mantenerse. También permite orientar más fácilmente la atención hacia el conjunto de prácticas y recursos institucionales (tanto del sistema penal como ajenos a él) que se requieren para impulsar relaciones sociales pacíficas y, con ello, a pensar sobre el control de la delincuencia como un problema regulatorio para el que la criminalización y otras estrategias de mando-y-control no son el principal registro de intervención. Con ello no se pretende obviar los dilemas y decisiones valorativas que comporta la búsqueda del orden, ni negar que la seguridad puede ser un "ideal voraz" (Waldron, 2010: 178; ver también Loader y Walker, 2007: cap. 1). Tampoco implica adoptar una posición abolicionista en materia punitiva (y, por lo tanto, en materia de criminalización). Se trata, en cambio, de centrar la atención conceptual y práctica en los bienes que se pretende hacer realidad, no simplemente en los males que se quiere suprimir. Es algo semejante, por tomar una idea de un campo próximo de políticas públicas, a impulsar la salud al tiempo que se confrenta la enfermedad.
La orientación hacia el orden también contribuye a fundamentar la consideración de que "el delito y la justicia" son cuestiones socialdemócratas básicas. Son básicas no solo porque son los pobres y los excluidos quienes sufren especialmente los daños delictivos. Lo son, fundamentalmente, porque lo que está en juego es un conjunto de cuestiones que pertenecen a lo que Sir Neil MacCormick denomina las "circunstancias generales necesarias para una vida comunitaria adecuada" (MacCormick, 2007: 173). En otras palabras, la Política criminal no consiste en localizar y censurar a los infractores, o en proteger a otras personas de ellos, por mucho que estas intervenciones pueden ser necesarias. También consiste en el acceso a los recursos necesarios para permitir que las personas desarrollen sus proyectos vitales. Se trata, en parte, de mantener los riesgos objetivos de daño en proporciones gestionables -y, en este sentido, del control del delito. No obstante, es mucho más que eso, y ese "mucho más" nos lleva a la cuestión de cómo distribuir los recursos y el reconocimiento, para permitir que los individuos convivan de forma cómoda con el riesgo (Loader y Walker, 2007). Concebido el debate en estos términos, puede otorgarse mayor relevancia a la crítica frecuentemente citada de David Downes de la "sustracción de una cuestión" (Downes, 1983; cfr. Taylor 1981). El problema del orden no es un territorio "naturalmente" conservador (o del Partido Conservador), a pesar de que es una preocupación constante del pensamiento conservador (e intermitente del Partido Conservador). Hay otra concepción del problema que es netamente socialdemócrata, que se preocupa de lograr la igualdad en el acceso a un bien básico o fundamental de la vida social, y de asegurar que la distribución de recursos relevantes sustente formas de orden "general" de las que todos los ciudadanos derivan beneficios, más que un orden "específico" que privilegia ciertos intereses y aspiraciones frente a otros (Mamen, 1982). El orden y la
seguridad son bienes públicos y, por ello, deberían formar parte del núcleo de la política democrática e igualitaria.

¿Orden justo?

Como se ha apuntado, hay buenas razones para pensar que el orden y la seguridad constituyen valores socialdemócratas básicos. No obstante, una política socialdemócrata renovada del orden no puede elevar la producción de orden a un objetivo unidimensional, que esté desconectado de -y no se vea limitado por- otros valores y bienes. Necesitamos un análisis democráticamente igualitario, que ponga de relieve las cuestiones que deberían permear y conformar el trabajo de ordenación -un análisis, en suma, de los objetivos que hay que perseguir, si se pretende desarrollar la idea de un orden justo como principio rector. En este sentido, es necesario tomar en cuenta tres grupos de consideraciones.
El primero son los derechos humanos. Desde la perspectiva del orden justo, los derechos humanos ofrecen protecciones básicas para el individuo frente a las intromisiones coactivas del estado, y establecen límites necesarios a los objetivos y al alcance del poder penal. De este modo, conforman un medio fundamental para hacer efectiva la idea, previamente mencionada, de control del daño, estableciendo límites identificables a las intervenciones coactivas sobre las vidas de los individuos que hacen el estado y otras autoridades gubernativas. Esta es, ante todo, una cuestión de reglas y principios jurídicos -y una política criminal democrática e igualitaria tiene que ser capaz de operar de forma eficaz en este ámbito jurídico. No obstante, en este punto también hay que registrar la importancia de promover una policía y unas instituciones penales cuyas prácticas operativas estén informadas por un ethos de los derechos humanos - instituciones cuya auto-comprensión abarque la idea de que una parte fundamental del control del delito y de la búsqueda del orden consiste en entender tales tareas en términos de derechos humanos (Patten, 1999). Con todo, hoy no podemos pensar los derechos humanos exclusivamente en relación con las instituciones estatales. Tenemos que explorar formas de asegurar que las protecciones y el ethos de los derechos informen las prácticas de las autoridades privadas que asumen funciones públicas en el campo de la seguridad, y continuar analizando cómo encajan los derechos humanos en un esquema de orden justo en el ámbito internacional y transnacional (Clapham, 2006). Las protecciones de derechos humanos y las culturas operativas vinculadas a ellas son, en estos campos, una parte fundamental de lo que convierte en justo al orden, esto es, un orden que trate a los seres humanos con igual atención y respeto. No obstante, se trata de un fundamento necesario pero insuficiente -como ya hemos tenido oportunidad de señalar (Loader y Sparks, 2010: 85-93)-, a los efectos de articular plenamente el ideal regulador de un orden justo. Los socialdemócratas deben aliarse con los liberales en la
lucha por la defensa y extensión de las protecciones de derechos humanos. Con todo, la socialdemocracia es un proyecto para construir y extender la justicia liberal (Barry, 2005), un proyecto que trata a los derechos humanos como una plataforma necesaria para una buena sociedad, no como algo coincidente con ella.
Un segundo conjunto de consideraciones -que comienza a apuntar en qué medida la socialdemocracia comporta más que derechos humanos, y nos lleva más allá de la justicia liberal- se refiere a la relación entre el orden justo y las cuestiones de la justicia y la solidaridad social. Se trata de un territorio difícil, el lugar en el que se manifiesta lo que hemos descrito como una tensión profunda en el pensamiento socialdemócrata sobre el delito. Al mismo tiempo, es una cuestión que debería gozar de una atención mucho mayor de la que ha recibido hasta el momento -sea por parte de la teoría política o de la criminología (Zedner, 2010: 90). En este momento solo vamos a indicar algunas líneas por las que esa investigación podría transitar de forma productiva. El interrogante fundamental es cuánto trabajo de justicia/solidaridad social se pretende que asuman la policía y las instituciones de la justicia penal. En síntesis, la respuesta es no demasiada, pero tampoco ninguna. No ninguna, si por ello se entiende que las prácticas policiales y de la justicia penal no tomen en cuenta las relaciones de desigualdad y el impacto de sus prácticas en tales relaciones. No demasiada, si ello comporta tanto superar los límites de la justicia penal como colonizar las políticas públicas con los valores y prioridades del control del delito.
A los efectos de establecer un recorrido situado entre ambos polos, una renovada aproximación democrática e igualitaria al delito puede atender de forma productiva a tres dimensiones del problema. En primer lugar, la cuestión puede enmarcarse de forma negativa, señalando que son esquemas amplios de desigualdad lo que está en juego cuando se pretende controlar el inevitable "daño a la civilidad" que surge de las intervenciones coactivas en la vida social. En otras palabras, prestar atención a ese daño significa, entre otras cosas, preocuparse por las formas con las que la policía y las instituciones penales reproducen -e incluso exacerban- relaciones de desigualdad y dominación ya existentes, así como intentar limitar tales efectos (Manning, 2010). En segundo lugar, desde una perspectiva más positiva, cabe recordar la importancia de (la creación de) instituciones que atiendan de forma constante a, y centren el debate público en, la mezcla adecuada de recursos económicos, sociales y policiales/penales que contribuya a la producción del orden. Con el telón de fondo de la amplia "inversión" material y simbólica en las formas penales de orden que hemos presenciado desde los años 70, y dado lo que ya se sabe sobre los límites de las "soluciones" policiales/penales al problema del orden, hay una necesidad apremiante de poner en marcha mecanismos que -como mínimo- puedan fijar la atención en esta cuestión y estimulen el pensamiento creativo sobre cómo volver a socializar adecuadamente la cuestión criminal y cómo conectarla con los debates sobre el sentido y alcance de la ciudadanía y
de la solidaridad cívica12. La potencialidad de la reinversión en la justicia en este punto -y una razón por la que puede apostarse por ello por principios, refutando la crítica de que es una solución técnica espuria para reducir la población penitenciaria (Tonry, 2011)- reside en que ofrece incentivos y formas de discusión pública local, para mantener la promesa de derivar recursos desde la formas penales de orden a las más sociales y preventivas.
En tercer lugar, puede comenzar a explicitarse, trabajarse y ponerse en valor un hecho social básico sobre las instituciones policiales y penales -a saber, que atribuyen y privan de dignidad, lo que las convierte en relevantes mediadores de la identidad y la pertenencia de estatus. Describir esto como un hecho básico de las instituciones de justicia supone destacar que los actos y omisiones de estas instituciones (desde la falta de respeto más intrascendente hasta la detención) emiten señales autorizadas de empatía, reconocimiento y respeto, y constituyen poderosos distintivos de la pertenencia de las personas a una comunidad política, y de su lugar en la estructura jerárquica (Sparks y Bottoms, 1995; Loader, 2006). De hecho, la lucidez del trabajo reciente sobre la justicia procedimental reside precisamente en reconocer y demostrar con solidez este punto -que a las personas les importa mucho si son tratadas con respeto (o no) por parte de la policía y de los actores del sistema penal (por ejemplo, Liebling, 2004; Tyler, 2006; Jackson y Bradford, 2009).
Valorizar estos hechos sociales básicos comporta formular cuestiones relevantes sobre la cantidad y tipo de trabajo de solidaridad que se quiere que realicen las instituciones policiales y de la justicia penal. Como mínimo, podría hacerse que tales instituciones se centren en la tarea de reparar los vínculos de confianza entre desconocidos que debilitan la victimización criminal. También podría comenzarse a pensar de forma más creativa cómo podrían las instituciones de control delictivo promover y solidificar las formas de solidaridad entre personas, y entre clases y grupos sociales. Uno de los modos de hacerlo es enfatizar la importancia de hacer justicia de forma que se afirme (y no se amenace) la dignidad y el sentido de pertenencia de todas las personas implicadas en los procesos penales -en cualquier rol (víctimas, testigos, sospechosos e infractores), y con independencia del estatus económico, social, étnico, religioso o de ciudadanía (ver, de forma más extensa, Margalit, 2000). Por lo demás, esto no es un objetivo alternativo al de regular el delito o gestionar el orden -es una forma de estructurar cómo se hace tal trabajo de ordenación, y un recordatorio de que tal tarea es importante por motivos que van mucho más allá de la protección ante el riesgo criminal. A estos efectos, es evidente que la legitimidad es un concepto político, que se sustenta sobre la distribución de oportunidades, riesgos y males, tanto como sobre los denominados "procedimientos". Es una cuestión inherente al conjunto del Estado de
Derecho, y no solo a las percepciones públicas sobre la conducta de los funcionarios. En consecuencia, carece de sentido establecer los límites de los problemas de legitimación de forma excesivamente estrecha.
Esta consideración también informa el tercer elemento del orden justo -que tiene que ver con cómo crear instituciones cuyas prioridades y prácticas de orden se vean delimitadas de forma significativa por -y sean mínimamente creíbles para- todos los sujetos que se ven afectados por ellas. En este punto nos preocupa la relación entre el orden justo y la legitimidad democrática. A estos efectos, vale la pena señalar que una consecuencia del "calentamiento" de la cuestión del delito -y una razón para desarrollar una Sociología histórica de la política criminal reciente más ponderada- es que ha sometido a la policía y a las agencias del sistema penal a un escrutinio significativamente mayor, al menos en cierta medida. A tales instituciones se les reclama ahora de forma rutinaria -por parte de los políticos, los medios, grupos de víctimas y de activistas, y una pluralidad de órganos reguladores- que respondan (en todos los sentidos del término) de sus acciones, y que aporten razones y evidencias de lo que hacen -mucho más de lo que sucedía en una era en la que la policía y el sistema penal gozaban aparentemente de una legitimidad y un consenso público muy superiores. Por lo demás, esto debería contabilizarse como uno de los beneficios de una política penal más "acalorada" -así como una razón adicional por la que no puede volverse a un modo de gobierno del delito por parte de las élites más cerrado y opaco. Ello también puede interpretarse como una forma de lo que Green (2011) denomina "democracia ocular", esto es, procesos que someten a las autoridades gobernantes a la mirada crítica de los espectadores, en el marco de democracias de masas. Una aproximación democrática e igualitaria a la justicia debería intentar proteger y extender tales prácticas de minuciosa "observación y vigilancia" (Green: 12) ciudadana. Todo ello con el objetivo de asegurar que a los que ejercen el poder y distribuyen recursos para garantizar el orden se les reclame que rindan cuentas de sus acciones en relación con procesos públicos que, señala Green, a estos actores no se les debería permitir gestionar y controlar (Green: 13).
Con todo, ¿el orden justo requiere algo más que exigir a los actores del sistema penal que justifiquen sus decisiones ante la colectividad? En una palabra: sí. Creemos que existen buenas razones en la actualidad para renovar una aproximación socialdemócrata al delito y a la justicia pensando de forma más imaginativa cómo extender la credibilidad y la sensibilidad democráticas de las instituciones de control delictivo, e intentando impulsar la experimentación con instituciones y mecanismos deliberativos que contribuyan a hacer realidad la demanda de que estas decisiones sean legítimas para quienes se ven afectados por ellas. De este modo, el objetivo es establecer un camino entre lo que David Estlund denomina "epistocracia" (o gobierno de los conocedores) por una parte, y el populismo emotivo que muchos temen que surgirá de cualquier intento de extender la participación democrática al ámbito del control del delito, por otra. La crítica a la primera alternativa es que la epistocracia es un modo de gobier
no que hoy no puede sustentar su autoridad en formas de justificación públicamente aceptables -con independencia de la calidad de las decisiones expertas (Estlund, 2008: cap. 11). La objeción a la segunda sugiere que el punitivismo populista de las últimas décadas ha supuesto una participación democrática muy poco efectiva en la cuestión de cómo regular el delito (Miller, 2008); que convertir a las personas en espectadores acalorados y furiosos de los dramas del delito y la justicia que les preocupan profundamente es contraproducente, y que donde se ha verificado la participación democrática los resultados son generalmente más positivos de lo que esperan los temerosos liberales (Barker, 2009). La democracia, como señala con acierto Bonnie Greer, es un fenómeno "tumultuoso"13. No podemos evitar implicarnos en las emociones que genera14.
Dos tipos de razones sustentan el planteamiento de que extender la democracia debería ser hoy un elemento central de una renovada aproximación socialdemócrata al delito -y al orden justo, como ideal orientador. El primero es que la rendición de cuentas democrática otorga efectos prácticos a la idea de que todas las personas afectadas por decisiones sobre el delito y la justicia deberían gozar de la misma atención y respeto en la toma de esas decisiones, así como tener voz en los procesos que las determinan. Las cuestiones en juego en este punto tienen que ver, al menos en parte, con si las decisiones relevantes se toman de modo que se atribuya "paridad participatoria" (Fraser 2008: cap. 2) a quienes se ven afectados por ellas. A estos efectos, se solapan con las preocupaciones sobre la legitimidad suscitadas por investigadores de la justicia procedimental. No obstante, las cuestiones relevantes también afectan a asuntos de atribución de recursos, conflictos de valores, mediación entre intereses, y determinación de los términos de la convivencia colectiva, que van mucho más allá de la cuestión del tratamiento de las personas a manos de las organizaciones policiales. La cuestión mayor, como veremos, tiene que ver con pensar el control del delito como unámbito en el que construir confianza en la política y en las instituciones políticas como mecanismos de regulación del conflicto, de atribución de recursos y de determinación de los medios de ordenación de las relaciones sociales. La respuesta adecuada a las patologías de la política criminal contemporánea es intentar mejorar la política democrática, no huir de la política.
Un segundo argumento que sustenta este planteamiento es que los procedimientos deliberativos democráticos refuerzan la calidad de las decisiones -y tienden a generar las mejores decisiones posibles, capaces de satisfacer a todos los afectados (Estlund, 2008). La forma negativa de expresar este punto consiste en concebir el elemento democrático como un control frente a decisiones de atribución de recursos que se toman de acuerdo con los criterios autorreferenciales y discriminatorios de burócratas y profesionales, o sobre la base de lo que las élites gubernativas consideran que es la "opinión pública". En sociedades, ciudades o barrios diversos, complejos y fracturados ya no es posible pensar que esta disposición del tipo "yo sé lo que es mejor" ofrece una base creíble para el establecimiento de prioridades y la distribución de recursos. Frente a ello, los procesos públicos y democráticos -de elección y/o deliberación- pueden centrar la atención en cuestiones clave, galvanizar un espectro amplio de sujetos afectados (incluidos los pertenecientes a los grupos marginados y más victimizados) e incrementar de forma general el aporte de conocimiento social relevante para informar las decisiones. Aportan un sistema circulatorio -una serie de "canales y circunvalaciones" (Habermas, 2006)- que mantienen a las instituciones en contacto con las relaciones y conflictos sociales. Como tal, la política deliberativa ofrece un sustento viable para unas prácticas de orden más informadas, inteligentes y públicamente inteligibles-prácticas en las que los individuos pueden sentir que cuentan, incluso aunque los resultados no les convenzan. Por lo demás, tal implicación puede tener una relación interna con los sentimientos de pertenencia segura de las personas -y, en el mejor de los casos, impulsar círculos virtuosos de conformidad (Loader y Walker, 2007: cap. 8).
En suma, procede repensar -desde puntos de partida democráticos e igualitarios- la relación entre formas de democracia y prácticas de control del delito, e ir más allá de la perspectiva según la cual el componente democrático es algo que debe temerse y mantenerse a distancia, o que solo se traduce en una dirección remota por parte de políticos electos. Hay mucho más que hacer a la hora de desarrollar este planteamiento -tanto en relación con una posición normativa sobre el orden que tenga un sustento sociológico, cuanto respecto de cómo podrían trabajarse cuestiones concretas o instituciones de control delictivo específicas. El núcleo de ese trabajo está por hacer, y comporta desarrollar un análisis mejorado de la relación entre teoría democrática y control del delito. Por el momento, solo queremos hacer constar lo valioso y promisorio de pensar la policía y el sistema penal como espacios de responsabilidad democrática -un aspecto de la vida colectiva cuyos beneficios dependen de un "trabajo público" constante (Boyte, 2004). Tales instituciones desarrollan su trabajo de orden de modo que contribuyen a la protección y al impulso de la política democrática -una forma de pensar frecuente en relación con la policía y el sistema penal de sociedades post-conflicto (Loader, 2006), pero que se pierde de vista en los modos prevalentes de análisis del significado y la relevancia del control del delito en las democracias maduras. Implica impulsar formas de lo que Dzur (2008) denomina "profesionalismo democrático", que están abiertas al aporte ciudadano a la hora de definir cómo se enmarcan los problemas y cómo se establecen las prioridades, y que anima a los ciudadanos
a ser y sentirse responsables de las prácticas de ordenación y justicia que se realizan en su nombre. En síntesis, significa reconfigurar la policía y las instituciones de control del delito como facilitadores de un avance democrático e imaginar formas de hacer de ellas lugares de compromiso cívico y práctica deliberativa -partes integrales de lo que Marc Stears (2011) denomina "democracia cotidiana".
¿Implica todo ello una mayor preparación para asumir riesgos? Sí, sin duda. Una consecuencia inevitable de enfatizar el "demócrata" de socialdemócrata es crear estructuras que generen resultados que uno no aprueba. Esto puede y debe evitarse cuando lo que está en juego es la necesidad de proteger las libertades fundamentales -de ahí la importancia de los derechos humanos en nuestro esquema. Además, es necesario pensar cuidadosamente sobre las dimensiones del sistema penal y de la penalidad que deberían protegerse de la determinación pública, y sobre cómo configurar las interacciones entre demandas públicas y diferentes formas de conocimiento experto. No obstante, en último término una parte fundamental de lo que implica pensar sobre el control del delito como práctica democrática consiste en hacer que todos los grupos e intereses afectados participen en un debate público constante sobre el orden, de modo que todas las decisiones estén abiertas al escrutinio, al cuestionamiento y a la revisión.
¿Implica todo ello la democracia directa -un exceso de reuniones, que ocupan demasiadas tardes? No. Pero sí tiene que ver con diseñar procesos que creen las condiciones para que los afectados puedan ser escuchados y consultados, y para que tengan voz en el debate público. A estos efectos, se puede aprender de una amplia pluralidad de modelos de innovación democrática -desde asambleas ciudadanas a presupuestos participativos o a la creación de "mini-públicos"- y es necesario pensar con detenimiento y de forma creativa sobre el alcance y los límites de estas innovaciones como formas de democratizar el control del delito (Sousa Santos, 1998; Fung y Olin Wright, 2003; Fung, 2004; Smith, 2009). No obstante, en el marco de la globalización y del auge de la autoridad privada, también es necesario afrontar algunas cuestiones relevantes sobre los ámbitos (barrial, municipal, regional, nacional, transnacional) más apropiados para la toma de decisiones, así como sobre los tipos de responsabilidad democrática y las formas de práctica deliberativa que pueden hacer efectivo un orden justo en estos ámbitos. Vamos a afrontar estas cuestiones, brevemente, a modo de conclusión.

Reinvenciones institucionales: Orden justo y política penal contemporánea

Hace algunos años, Phillip Petit describió la teoría socialdemócrata como una "filosofía para la realización de políticas" (Pettit, 1987: 543). Por ello, el autor entendía que tal teoría no prescribe, ni debe prescribir, una "lista cerrada de programas políticos". No obstante, también tenía la intención de poner de relieve que la teoría socialdemócrata pretende aportar algo más que una guía para pensar sobre la justicia y la igualdad; también es una guía para la acción (Cohen, 2008). Como parece evidente, esta intención ha informado nuestros esfuerzos para esbozar las líneas fundamentales de una teoría del orden justo. Nuestra esperanza es que tal esbozo pueda contribuir al trabajo de reinventar una aproximación democrática e igualitaria al delito y a la justicia que tenga impacto crítico en el mundo que habitamos, y que guíe la tarea de conformar alternativas a ese mundo. En síntesis, esperamos haber esbozado algunas aspiraciones que puedan ayudarnos a evaluar políticamente propuestas para los actuales proyectos de reforma, en base a sus efectos sobre la justicia distributiva, su proporcionalidad, sus efectos sobre las comunidades, su apertura a la toma de decisiones deliberativas, etc. No se trata, debemos enfatizarlo, de la síntesis de ningún tipo de teoría de gran alcance sobre la socialdemocracia. Más bien es una interpretación sobre cómo pueden renovarse y hacerse operativos los ideales socialdemócratas en el ámbito del delito y de la justicia, de modo que se intente en ese espacio "local" hacer avanzar el proyecto de impulsar relaciones sociales más equitativas y democráticas. Con todo, también hay que ser conscientes de los límites del marco del delito y la justicia, así como de la multitud de formas en las que las causas más generales de desigualdad e injusticia limitan, e incluso socavan, lo que se puede hacer en ese ámbito.
Por estas razones, los tipos de "reinvención" necesarios no solo están ubicados en el terreno de la teoría. La renovación de una aproximación democrática e igualitaria al delito y a la justicia también requiere la revitalización y la (re-)invención de instituciones -en nuestros términos, el tipo de instituciones que otorgan un sentido práctico y hacen efectivo el ideal del orden justo. Con ello no pretendemos sugerir la necesidad de "construir" instituciones con la solidez y aparente permanencia características de las que la vieja socialdemocracia luchó por construir. Se trata más bien de apuntar que una política democrática e igualitaria del orden necesita cultivar una imaginación que se comprometa por completo con cuestiones y principios de diseño institucional, no solo en relación con el alcance, las prácticas y la gobernanza de las instituciones existentes, sino también a los efectos de pensar en -y crear- nuevos experimentos de justicia y seguridad. Podríamos sustentar de forma productiva esta tarea en términos de revisar y extender en nuestra etapa la idea del "ámbito público", y sus valores de ciudadanía y comunidad política. También querríamos insistir en la importancia de viejas preguntas que tienen que ver con los límites y la responsabilidad de la autoridad coactiva. No obstante, si la teoría del orden justo que hemos comenzado a esbozar en este texto tiene que convertirse en una guía para la puesta en práctica de políticas debe ser capaz de confrontar los retos que hemos descrito al inicio, y sus escollos que se derivan de ellos. Sin duda, el desarrollo futuro del orden justo implicará ponerlo a funcionar en algún espacio conocido dentro de los confines de los estados-nación -en el marco de debates sobre la legitimidad policial, la seguridad en barrios urbanos o la escala y objetivos de la prisión. Implicará comprometerse en debates sobre, a modo de referencia, el retorno de lo local en el sistema penal, o el papel de la acción cívica a la hora de afrontar la delincuencia. No obstante, el orden justo también tiene que dar respuesta a -y encontrar formas de hablar de- importantes cuestiones relativas a las tec
nologías de seguridad y vigilancia (sus usos, objetivos, regulación y desarrollo futuro). Es necesario pensar qué significa un orden justo en un mundo en que las empresas mercantiles -grandes y pequeñas, locales y globales- juegan un papel mucho mayor a la hora de estructurar el acceso al orden y a la seguridad, y de administrar el castigo. Es necesario encontrar formas de que esta idea funcione a la hora de guiar cómo podemos pensar y actuar en relación con, por ejemplo, los mercados globales de drogas o la trata de seres humanos, y de evaluar las implicaciones de los modos transnacionales de control emergentes, y de cómo tal control puede compatibilizarse con cuestiones de justicia e interés público.
Todas ellos son interrogantes densos que no tienen respuestas evidentes -sean socialdemócratas o de otro género. En tal medida, solo hemos intentado sugerir que la tarea de responder a tales interrogantes de forma que contribuya a una política del orden mejorada -por lo que entendemos más democrática e igualitaria- no solo exige que desarrollemos una evaluación seria y sociológicamente fundada de los duros retos que afronta hoy el "proyecto de solidaridad" (Garland, 2001), sino también que lo hagamos de forma que se mantenga en línea con las posibilidades inmanentes de un orden de las relaciones sociales más justo, y con disposición a innovar, experimentar y aprender de -y sobre- estas posibilidades. En síntesis, hemos pretendido ofrecer algunas razones para creer que se puede hacer algo más que mirar atrás y lamentarse.

Notas

* Este artículo fue publicado originalmente en inglés, en T. Newburn y J. Peay (eds.) Policing: Politics, Culture and Control: Essays in honour of Robert Reiner, Hart, Oxford/Portland, 2012, pp. 11-41. Traducción de José Ángel Brandariz (Universidad de A Coruña, España).

1 Queremos agradecer a Katja Franko Aas, Ben Bradford, Albert Dzur, Nicola Lacey, Fergus McNeill, Mike Nellis, Pat O’Malley, Neil Walker y Lucia Zedner por sus aportaciones en relación con versiones previas de este texto. Debido a la variada -pero siempre incisiva- naturaleza de sus comentarios, queremos enfatizar que los errores y confusiones del texto no son responsabilidad de nadie más que de nosotros mismos.

1 De forma especialmente explícita, pero no solo, en el trabajo "Beyond risk: A lament for social democratic criminology" (Reiner 2006).

2 En este sentido, Pat O'Malley ha señalado que "la Criminología crítica está entrampada en una de sus fases más pesimistas" (O'Malley, 2010: 81) y que sus exponentes "raramente sugieren una salida a la pesadilla que presentan" (ibid.: 6). Como hemos señalado en otro momento, puede haber razones convincentes por las que los analistas ven su contribución ante todo como una aportación defensiva. Por ejemplo, Wacquant señala que sus interlocutores en Latinoamérica pretenden crear "cortafuegos cívicos" (2009b: 166-167), ante una conflagración. Desde esta perspectiva, el proyecto cívico consiste en intentar proteger a las instituciones existentes de una amenaza abrumadora.

3 En líneas generales, los criminólogos y los politólogos no han estado a la altura de este reto, lo que se evidencia por el estado profundamente subdesarrollado de la investigación sobre la relación entre control del delito y teoría democrática (Lacey, 2008: 7). Sin duda, hay excepciones clave de autores que enfocan de forma directa los puntos de encuentro entre teoría penal y teoría política, esto es, entre justicia penal y justicia social (Braithwaite y Pettit, 1990; Hudson, 1993; Matravers, 1999; Dzur, 2012).

4 Hay notables limitaciones en relación con la extensión con la que podemos desarrollar este argumento en el presente texto. No es la menor de ellas el hecho de que nos centramos casi por completo en el Reino Unido, con referencias ocasionales a cómo pueden pensarse cuestiones similares en otros lugares del mundo. Una de las razones para esta restricción, al margen de que se trata del caso que conocemos mejor, es que dialoga directamente con el trabajo de Reiner.

5 Estos últimos cambios son, al menos en parte, el resultado de campañas contra la violencia estatal y de las luchas de los movimientos sociales formados -y conformados- por las políticas de la identidad de los años ’60. Cabe recordar que la socialdemocracia -y sus modos concomitantes de control social- se vio confrontada desde los años ’60 por una crítica no impulsada por neoliberales, sino por una izquierda más antiestatal y libertaria (ver: Pearson, 1975).

6 David Marquand (2000) nos recuerda el siguiente texto de 1966, extraído del diario del político laborista Richard Crossman. Hablando de sus compañeros del consejo de ministros, Crossman escribe:"Tienen la actitud rutinaria del político en relación con la opinión pública, en el sentido de que el político tiene que tomar las decisiones y después lograr la anuencia del público. La noción de asumir la carga adicional de una opinión pública viva y articulada, capaz de una crítica activa y de tomar sus propias decisiones, es algo que la mayoría de los políticos socialistas rechazan abiertamente".

7 En el caso británico, estas excepciones sin duda incluyen contribuciones a una política de orientación welfarista en justicia de menores en Inglaterra, Gales y -especialmente- Escocia, a la creación de nuevas instituciones, como el Intermediate Treatment, y a los saberes de trabajo social que sustentaban estas prácticas. David Downes (1983) describió la usurpación por parte de Margaret Thatcher de la "ley y orden" como el "robo de una temática", queriendo decir que el delito era un problema que "naturalmente" podría haber pertenecido a la izquierda, como la sanidad. Pero, ¿realmente era así? Quizás es más adecuado decir que "perteneció" al consenso post-bélico.

8 Vale la pena recordar el planteamiento espurio desarrollado en décadas recientes por los criminólogos conservadores, al atacar a las explicaciones social-estructurales por su supuesto fracaso a la hora de dar una respuesta al incremento del delito durante la opulencia de los años ’60 y del descenso en el marco de la desigualdad desde mediados de los ’90 (Wilson, 1985; Felson, 2009). El carácter espurio reside en el hecho de que el delito se ha usado en parte como un garrote con el que atizar a la socialdemocracia (o, en EE.UU., al liberalismo) por parte de críticos que eran hostiles a esta tradición política por otras razones -frecuentemente no enunciadas-.

9 Algunos ejemplos recientes de esfuerzos para reafirmar y revisar la tradición socialdemócrata en las nuevas condiciones del presente pueden verse en Barry (2005), Meyere (2005) y Held (2010).

10 Una razón para intentar conectar la teoría democrática igualitaria con la cuestión del delito es cuestionar la tendencia reciente de los partidos de centro-izquierda a tratar el delito y su control como un terreno post-ideológico, en el que las consideraciones son meramente tácticas y la delincuencia no se conceptualiza como un espacio para la aplicación de ideales socialdemócratas -una tendencia reforzada por el hecho que los políticos izquierdistas generalmente no entran en política para hacer algo sobre el delito o para reformar la justicia penal. Las consideraciones tácticas pueden implicar la pérdida del apoyo de sectores nucleares de la población, para los que el delito es un problema grave, y de quienes se piensa que apoyan respuestas punitivas frente al problema, o posiciones retóricas y políticas diseñadas fundamentalmente para bloquear la acusación derechista de que la izquierda no es fiable en materia delictiva. Tales respuestas en ocasiones se representan como, o se entiende que sus autores son, socialdemócratas, como consecuencia de que intentan proteger a los pobres y a los marginales que sufren de forma desproporcionada los daños criminales. Sin embargo, se sustentan generalmente en la idea de que la "ley y orden" continúa siendo una propiedad de los conservadores, y que lo mejor que puede hacer la izquierda es neutralizarla, un acto que casi siempre se hace desde los términos establecidos por los oponentes políticos. Algo que la renovación teórica puede hacer en este campo es demostrar que en este punto es posible hacerlo mejor.

11 La argumentación de los dos párrafos siguientes parte de -y desarrolla- una cuestión apuntada en un texto inédito de Neil Walker (Walker, s/f). Agradecemos el permiso del autor para usar el texto.

12 En parte, lo que comporta esta cuestión es un análisis completo de las potencialidades (y de los límites) de volver a conceptuar ciertos problemas "criminales", como las drogas y la violencia, en el marco de la "salud pública".

13 Greer usa esta expresión en una entrevista para defender su decisión de participar en una programa de televisión en el que uno de los invitados era Nick Griffin, líder del partido de extrema derecha British National Party (The Independent, 22 de noviembre de 2011, http://www.independent.co.uk/arts-en-tertainment/classical/features/yes-from-total-discord-to-sweet-harmony-6265753.html).

14 La introducción de Jefes de Policía Criminal en Inglaterra y Gales en 2012 sin duda aporta un nuevo marco para poner a prueba estos planteamientos. Los críticos de la propuesta han cuestionado que permitir a un único político electo el control de los presupuestos y el establecimiento de las prioridades policiales crea el riesgo de desencadenar un populismo desafortunado, que amenazará los derechos de las minorías e impedirá una actividad policial eficaz. Frente a ello, uno de nosotros ha argumentado recientemente que los Jefes son un intento equivocado de hacer efectivos algunos principios democráticos básicos, y que aún es posible que el centro-izquierda logre emplear este nuevo cargo político para impulsar una agenda socialdemócrata de control del delito (Loader y Muir, 2011; ver también Jones, Newburn y Smith, 2012).

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