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vol.38 número2Una conferencia inédita de Francisco Romero: "El pensamiento de Ortega y Gasset"Romero, Francisco. Epistolario (Selección). Edición y notas de Clara Alicia Jalif de Bertranou. Introducción de Juan Carlos Torchia Estrada. Buenos Aires: Corregidor, 2017, 1008 p. índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
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Cuyo

versão On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.38 no.2 Mendoza dez. 2021  Epub 19-Abr-2022

 

Textos

El pensamiento de Ortega y Gasset

Francisco Romero

La impresión de proximidad que nos proporciona una personalidad, un acontecimiento, un hecho cualquiera, no depende únicamente de su cercanía en el tiempo y en el espacio, sino también de su magnitud. No hago esta consideración para anotar lo próximo que lo sentimos a Ortega y Gasset, sino para destacar que su muerte, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo un suceso inmediato; significa esto que no nos hemos acostumbrado todavía a la idea de su desaparición, que no nos hemos resignado a contar entre las vidas terminadas una vida que se prodigó en trabajos de tan elevada jerarquía y que impuso su sello en tantos aspectos de la cultura contemporánea.

Esta situación dificulta en extremo una apreciación de conjunto sobre su personalidad y su obra. Esta obra -lo único a que referiré en esta conferencia- ofrece muchos aspectos, ostenta una notable variedad y se resiste al encasillamiento. Si ciertos motivos preponderan tanto en ella que sólo dejaran a los demás un puesto secundario, la clasificación de Ortega sería relativamente sencilla. Pero no es así, y encontramos en él varios temas o direcciones de su actividad que pueden equipararse en el peso o el relieve. Desde luego, lo principal en Ortega, lo que le atribuye el puesto excepcional que ocupa, es la labor de pensamiento, su obra de pensador o de filósofo. Pero, aun así, aun reconocido esto, la índole de su aportación no queda bien definida, porque los temas más habituales de su meditación no han sido los temas del repertorio filosófico clásico, y hay además otros rasgos que lo singularizan, distinguiéndolo del tipo más corriente del pensador en nuestros días. Por todo esto, no es recomendable, al tratar de Ortega en conjunto, atenerse meramente a que es un pensador y examinar los temas de su pensamiento. Conviene aproximarse a él, no directamente sino un poco por circunvalación o rodeo, para prepararse a comprender algunas de las características más propias de su personalidad y su labor.

Indudablemente, Ortega ha sido un filósofo, un filósofo del siglo XX. El comportamiento del filósofo no ha sido siempre el mismo dentro de la sociedad. Para limitarme a la Edad Moderna, recordaré que el filósofo fue durante el Renacimiento un buscador y un aventurero; así Giordano Bruno, Campanella, Paracelso y tantos otros, errabundos por las ideas y por los países. Era el amanecer del pensamiento nuevo, y quienes encarnaban ese pensamiento buscaban su camino. En la etapa siguiente, en el siglo XVII, el filósofo es un investigador y un solitario, porque ya sabe su camino y le importa sobre todo avanzar con seguridad por él, esquivando los riesgos y eludiendo las persecuciones: ejemplos de esta actitud son Descartes, Spinoza y Leibniz. En el subsiguiente período, el siglo XVIII, la Ilustración, la situación ha cambiado y la tarea consiste en hacer triunfar, en imponer públicamente los niveles de conciencia obtenidos durante los siglos anteriores, reconstruyendo toda la vida sobre bases modernas: esta es la faena que echan sobre sí las figuras más representativas del siglo XVIII, Lessing, Hume, Voltaire, Diderot, Rousseau, pensadores políticos porque el siglo era político. Hasta ese momento, algunos filósofos fueron profesores universitarios, pero no los más caracterizados, no los verdaderos creadores del sistema ideológico moderno: Bacon, Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Hume...

El arraigo del filósofo en la Universidad, la relación normal y continua entre la cátedra y la meditación filosófica es cosa del siglo XIX y del nuestro, y no ocurrió durante los siglos anteriores. La razón es muy sencilla. La Universidad fue la sede durante toda la Edad Media de una doctrina filosófica -basada principalmente en Aristóteles y en Sto. Tomás- que no podía consentir en ser reemplazada pacíficamente por otra. Durante la Edad Moderna, la nueva filosofía se constituye al margen de las Universidades, y sólo lentamente, y a veces con violentos esfuerzos, penetra en ellas. De aquí que los filósofos propiamente dichos, los que pensaban por su cuenta, debieran mantenerse alejados de las aulas. A fines del siglo XVIII y sobre todo a principios del XIX la situación cambió y la filosofía moderna se impuso y llegó a ser la filosofía admitida, con asiento fijo en las Universidades. La consecuencia fue que el filósofo casi se identificó con el profesor de filosofía. Nótese que era acaso el único creador intelectual al que no le quedaba otro camino, otra posibilidad profesional. El hombre de vocación literaria podía ser un libre escritor: el jurista, el científico, etc. tenían posibilidades profesionales extrauniversitarias. Hasta el historiador podía hallar acomodo en los archivos y las cancillerías. Únicamente el filósofo se veía constreñido a una sola aplicación profesional, la de la cátedra. Desde comienzos del siglo XIX, las escasas excepciones de filósofos que no han sido profesores están siempre justificadas por muy especiales razones.

Esta situación ha configurado el tipo del filósofo, en nuestros días, como un profesor que no se limita, como los demás, a conocer y enseñar su disciplina, sino que trabaja activamente en ella, en función creadora o histórico-crítica. A este relieve externo corresponde por lo común una disposición íntima que consiste en afrontar un determinado elenco de problemas, considerados como los fundamentales: el del conocimiento, el metafísico, el ético, el estético, etc.

Aceptado que Ortega es ante todo un filósofo, surge al instante que no se acomoda ni a aquella situación externa, ni a la íntima que la acompaña. Aunque ha sido sin duda un profesor, y de extraordinarias calidades, no ha realizado su obra en aquel encierro en los recintos académicos que es de regla para el profesor. Y si recorremos sus escritos, encontramos que muchos temas tienen en ellos mucho más espacio del concedido a los problemas filosóficos clásicos.

Para explicarnos estos desajustes, deberemos acudir a las propensiones personales del mismo Ortega, pero creo yo que acaso nos los justifiquen mejor ciertas circunstancias que han reforzado y puesto en movimiento esas propensiones.

Ya vimos que el tipo del filósofo actual, del filósofo-profesor, aparece al aceptar la sociedad, por medio de sus instituciones y acogiéndola en ellas, la filosofía que se venía gestando desde el Renacimiento. Esto suponía, además, cierta situación social general respecto a la cultura moderna, por una parte de tolerancia mutua, de respeto a la libertad de conciencia, de pacífica discusión de tesis, opiniones y creencias, sin violencias de los sectores ni imposiciones por parte de las autoridades religiosas o civiles; por otra parte, de acogimiento firme de ciertos resultados filosóficos y científicos. Esta situación no existía en España, aunque era normal en casi toda Europa, al advenimiento de Ortega. Si Ortega hubiera asumido la actitud que era ya habitual para el filósofo, la del filósofo-profesor, hubiera acaso sido un filósofo al estilo de los filósofos franceses o alemanes, y probablemente a la altura de los más renombrados. Pero no hubiera cumplido la función que las circunstancias y su comprensión de su propio deber le imponían. Para entender su implantación en el momento histórico que le tocó vivir, hay que acudir al recuerdo de otros hombres de pensamiento que llevaron adelante, además de su creación personal, una tarea múltiple y fecundísima que repercutió profundamente en su contorno. Desde luego, hay tales diferencias entre Ortega y Diderot, por ejemplo, que parece absurdo aproximar sus nombres, y sólo los acerco para hacer notar que la larga consagración de Ortega a la realización de muchas empresas de cultura relativamente impersonales guarda algún parecido con el sacrificio heroico de Diderot a la Enciclopedia, que le tomó treinta años de su vida y le significó incontables esfuerzos y amarguras; ambos, además, irradiaron incitaciones y estímulos a su alrededor sin tasa ni descanso.

Con estas consideraciones no se intenta justificar lo que Ortega no haya hecho, tarea ociosa en vista de lo mucho que hizo, sino más bien ayudar a la comprensión de su tipo de personalidad y del carácter de su obra. Los filósofos que fueron sus coetáneos, aun los más innovadores, se adaptaron a una situación que encontraron hecha y les pareció en general satisfactoria, y dentro de ella realizaron su labor de pensamiento. Ortega inicia su carrera y la prosigue por largos años de manera completamente distinta. Su punto de partida es una disidencia completa con su ambiente. Tal disidencia no se queda en lamentaciones y reproches, sino que origina de inmediato un propósito de reforma, emprendido de varias maneras, todas ellas activas y enérgicas. Su vocación de filósofo se acompaña desde entonces con la conciencia de una misión, con el designio militante y planeado de trabajar por la elevación de la cultura española para emparejarla con la vigente en los países más adelantados de Europa. El largo desencuentro con Unamuno es una de las consecuencias de esa misión europeizante que se atribuyó. Y también, en parte por lo menos, nace de ahí cierta entonación muy personal que abunda en sus escritos y que con frecuencia nos choca cuando los leemos en frío. Es que, por lo regular, no se limita a exponer, a decir algo para que se sepa, sino que procura mover los ánimos, estimularlos, proyectarlos en determinado sentido; y aun se explica esa punta de mal humor, esas salidas un tanto agrias, que suelen brotar de comparar el nivel existente en sus auditorios con el que él desea y considera que debe ser alcanzado.

Cualquier estimación justiciera de la personalidad y la obra de Ortega, en mi opinión, deben tomar en cuenta ante todo dos cosas:

Primero, esta conciencia de misión, esta faena de reformador que echó sobre sí, y que cumplió de manera admirable, sin reparar en esfuerzos ni sacrificios; quien aspire a justipreciar su legado espiritual, debe contar con él muchos aspectos favorables de la espiritualidad española que fueron suscitados y adoctrinados por él, posibilitados por su incansable empeño en modernizar, agilizar y depurar la vida de su país.

En segundo lugar, la función de jefe espiritual que las circunstancias y su carácter y virtudes le impusieron. Esta función se relaciona estrechamente con la anterior, pero de ninguna manera se identifica con ella. Podría Ortega haber sido un hombre persuadido íntimamente de su misión reformadora y de haberse consagrado constantemente y aun ardientemente a ella, sin pasar de ser un elemento más o menos eficaz en la tarea reformadora, un meritorio obrero de la reconstrucción de la cultura española. Pero llegó a ser mucho más. Poco a poco ocupó el centro en la vida espiritual de la Península e irradió desde esa posición céntrica hacia todos los ámbitos de la cultura hispánica. En una conferencia que dicté este año en el Colegio Libre de Estudios Superiores, me detuve en este aspecto, y no insistiré sobre él aquí, aun cuando he debido recordarlo para no omitir un punto importante.

Debe agregarse a esto su aplicación a la faena de organizar los estudios filosóficos en España. El estado lamentable de estos estudios es bien conocido, y no desmienten esta apreciación la existencia de algunas personalidades meritorias. No había un conocimiento ajustado de lo que se realizaba en filosofía en el mundo; una de las figuras más importantes de la filosofía española era Don Nicolás Salmerón, que creo fue el antecesor de Ortega en la cátedra de Metafísica. Salmerón había sido presidente de la República y era el jefe de un partido político; además dirigía un estudio de abogado que lo ocupaba mucho. Puede imaginarse qué concentración intelectual estaba en condiciones de conceder a la filosofía este hombre, por cierto admirable desde muchos puntos de vista. Ortega, no sólo inaugura la vida filosófica estricta, sino que, para hacerlo se convierte en algo más amplio que un filósofo o un profesor. Debe de atender a todo, y se erige en algo así como "la filosofía".

La temática de la meditación de Ortega, en mi opinión, se puede referir a dos grandes claves. Una es la situación de España. Esta situación, no la mera situación española sino la de él en España, su articulación con su contorno, tienen mucho que ver con su conciencia de una misión, con la jefatura que asume, con la índole de muchos de los asuntos que afronta (en primer lugar todos los tocantes de algún modo a España), y, sin duda en parte, con la multiplicidad de preocupaciones, con un designio sentido como obligación de cubrir vastas áreas del paisaje intelectual. La otra clave es la situación del pensamiento europeo en el instante en que él se incorpora a ese pensamiento. Hablaré de este segundo punto, para pasar al sucinto examen de sus ideas que me permite el tiempo concedido para esta exposición.

Ortega perfecciona su formación en Alemania cuando se ha cumplido la restauración filosófica, bajo la consigna de la vuelta a Kant. El jefe de ese movimiento fue, como se sabe, Hermann Cohen, con quien Ortega estudió en Marburgo. Pero ese movimiento filosófico sólo podía tener el carácter de un preámbulo; era, literalmente, una restauración, y ya sabemos que toda restauración es apenas un intervalo, un episodio que pronto queda atrás. Mientras se cumplía y agotaba esa restauración, aparecía otro movimiento, el de la llamada filosofía de la vida, cuyo principal inspirador era Nietzsche, pero que manifestaba vertientes muy distintas en otros pensadores. Uno de los críticos de entonces, Müller-Freienfels, dedicó un libro (que yo reseñé aquí) señalando la contraposición entre la llamada filosofía de la vida y las corrientes de tipo clásico y habitual . Había, según él, una filosofía de la vida que era también filosofía como vida, y una filosofía de la ciencia que era también filosofía de la ciencia. La filosofía de la vida, en Nietzsche y en sus secuaces, se deja definir brevemente como un ataque contra la preeminencia de lo espiritual, para poner lo vital en el puesto de preferencia. En esta línea, las teorizaciones insisten en motivos diferentes. Para Klages, la oposición es entre alma y espíritu; para Spengler, el principio nietzscheano de la voluntad de dominio se convierte cínicamente en un impulso de rapiña y de violencias; en Bergmann, lo vital, identificado con lo femenino; en Teodoro Lessing, en forma por cierto harto curiosa, lo espiritual es lo negativo y destructor, es lo propio del Occidente, y se contrapone a la sana y leal entrega del Oriente a las fuerzas de la vida...

Ortega no cae en los extremos de estos pensadores unilaterales; su afiliación a Nietzsche se compensa con otra más reposada a Simmel. Si coincide con Nietzsche en la afirmación del valor vital, se aproxima a Simmel en muchos puntos de su teoría de la cultura, en la sobreestima del momento subjetivo respecto al objetivo, en la atribución de una ilimitada generosidad a la vida, que sólo se realiza al derramarse y salir de sí, que es siempre más vida y más que vida. Al asentir a esta segunda fórmula -la vida es siempre más que vida- corrige fundamentalmente lo que pudiera haber habido de angosto en su vitalismo, elude el peligro -que tantas veces bordea- de reducir el vitalismo a mero biologismo.

No se puede ignorar en Ortega cierta ambigüedad en el empleo del concepto de vida, ambigüedad que suele darse también en Nietzsche y en casi todos los vitalistas contemporáneos. La palabra vida significa, por lo menos, dos cosas muy diferentes: la vida orgánica o biológica, y el complejo de lo que se denomina vida humana. En Ortega se distinguen las dos instancias por lo general, pero a veces hay indecisión o transiciones de la una a la otra. Algunas indicaciones o reproches concernientes a este punto parece responder en un notable ensayo de 1924, titulado "Ni vitalismo ni racionalismo". En este ensayo ha de destacarse algo interesante para la actitud de Ortega: su convicción de que a partir de entonces correspondía una expresión más técnica y ceñida de sus ideas filosóficas. "No hay más remedio -dice- que irse acercando cada vez más a la filosofía -a la filosofía en el sentido más riguroso de la palabra. Hasta ahora fue conveniente que los escritores españoles cultivadores de esta ciencia procurasen ocultar la musculatura dialéctica de sus pensamientos filosóficos tejiendo sobre ellos una película con color de carne. Era menester seducir hacia los problemas filosóficos con medios líricos... Es pues buen tiempo para dar el segundo paso y comenzar a hablar de filosofía filosóficamente".

El objeto de ese trabajo, dice, es salir brevemente al paso de una de estas confusiones o malas inteligencias con que suele interpretarse la ideología filosófica deslizada subrepticiamente por él en casi todos sus ensayos. Y como se la califica de vitalismo, quiero aclarar en qué sentido se le pueda aplicar legítimamente tal denominación.

La palabra vitalismo se emplea para caracterizar ciertas modalidades de la ciencia biológica, cuando se considera que los hechos orgánicos son irreductibles a los fenómenos físico-químicos. Pero esto no tiene que ver con la filosofía. Desde el punto de vista filosófico, se puede entender por vitalismo:

  1. La teoría del conocimiento según la cual el conocer es un puro fenómeno biológico, regido por las leyes de adaptación, lucha por la vida, mínimo esfuerzo, economía, etc. (Avenarius, Mach).

  2. La filosofía que declara no ser la razón el modo superior de conocimiento, sino que cabe una relación más próxima entre el sujeto y la realidad, una relación inmediata. El mayor representante de esta concepción es Bergson, según el cual el conocimiento metafísico se obtiene, no por intelección ni razonamiento, sino por una intuición irracional.

  3. La filosofía que no acepta otro conocimiento teórico que el racional, pero cree indispensable poner en el centro del sistema ideológico el problema de la vida, que es el problema del sujeto pensante de tal sistema. De esta suerte pasan a ocupar un primer plano las cuestiones referentes a la relación entre razón y vida, apareciendo con toda claridad las fronteras de lo racional, breve isla rodeada de irracionalidad por todas partes. La oposición entre teoría y vida resulta así precisada como un caso particular de la gigantesca contraposición entre lo racional y lo irracional.

Ortega expresa terminantemente que, de las acepciones de la palabra vitalismo indicadas, sólo esta última conviene al sistema de ideas expuesto o sugerido por él. Por lo tanto, ni adhiere al vitalismo biologista en la forma en que algunos querían fundar el conocimiento sometiéndolo a las leyes biológicas, ni es partidario de una filosofía que sostenga, como la de Bergson, la incapacidad de la razón para el saber último, admitiendo que ese saber se logra por una intuición viva, por una compenetración simpática entre sujeto y objeto.

Su propia ideología no va contra la razón, que juzga la única capacidad de saber y de teoría. Pero va, eso sí, contra el racionalismo. Y, en una serie de finos análisis, realiza una limpia disección de la razón, en cuyos detalles no puedo entrar. En resumen, se trata de esto: La razón es función formal, sirve óptima e inevitablemente para conectar datos y sacar consecuencias; pero fracasa cuando, como en el racionalismo, se la utiliza para entender los contenidos, el ser mismo de los datos que maneja. Del uso formal o lógico de la razón no se puede prescindir; en cambio, el racionalismo, al pretender que la razón nos informe sobre la sustancia o materia o ser último de la realidad, abusa de ella porque la aplica a una función que no es la que le corresponde.

No dispongo de tiempo para sopesar la importancia de este trabajo. Baste anotar que la contraposición entre razón y realidad ha pasado a ser uno de los asuntos principales de la filosofía actual, y que la contribución de Ortega lo empareja con notables investigadores muy representativos de la hora. Casi toda la obra de un pensador tan renombrado como Meyerson versa sobre este punto, y sus resultados son singularmente semejantes a los del pensador español. Y a propósito de este filósofo tengamos en cuenta lo siguiente: descubrió e hizo suya esta veta, persiguiéndola a lo largo de cinco o seis densos volúmenes, mientras que Ortega afrontó el asunto en una monografía. Meyerson, podríamos decir, es el filósofo del tema único o de la idea única; Ortega es un filósofo de muchos temas, de ideas innumerables. Limitándonos a este respecto, creo yo que sería unilateral decir que uno de estos tipos de filósofos sea superior al otro. Dada la índole de la problemática filosófica, tanto la mente concentrada en una cuestión única como la prodigada en abundantes cuestiones pueden alcanzar el más alto rango.

Ese trabajo es, como dije, de 1924, y recoge algunas críticas o reparos formulados a los escritos de Ortega. Ha de suponerse que, principalmente, a las meditaciones que, bajo el rubro de El tema de nuestro tiempo, había publicado un año antes, en 1923, juntamente con dos ensayos más, uno sobre "El ocaso de las revoluciones", y otro sobre "El sentido histórico de la teoría de Einstein". El tema de nuestro tiempo, ampliación de la lección inaugural de su curso de 1921-22, da por primera vez forma compacta a lo que había pensado hasta entonces, y contiene, como indicaciones o sugestiones o como desarrollos, muchas de las ideas que habían de seguir siendo los núcleos de su reflexión. Conviene, pues, que nos detengamos en las tesis del libro.

"El tema de nuestro tiempo", para Ortega, "consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo. ... La misión del tiempo nuevo es precisamente convertir (esto es, invertir) la relación, y mostrar que es la cultura, la razón, el arte, la ética quienes han de servir a la vida".

En esta conferencia, yo me limito a exponer las ideas de Ortega, acompañándolas cuando más de las indicaciones que me parecen pertinentes para su comprensión. Me abstengo, por lo común, de toda observación crítica, por la brevedad del tiempo disponible y por no ocupar la atención de ustedes con mis ideas propias, ya que han venido a oír hablar de las de Ortega. Sin embargo, en este momento quiero hacer una excepción, y anotar una dificultad que me parece importante, no tanto porque no se pueda salvar, pues resulta notablemente atenuada en otros pasajes del libro que considero, sino porque creo que de ella se debe partir para tomar posición frente a la cuestión propuesta. Según la frase citada en último término, la misión de nuestro tiempo sería precisamente supeditar la cultura a la vida, englobando en la cultura la razón, el arte, la moral, etc. La dificultad la veo así, y depende de la duplicidad ya anotada del término vida. Si por vida se entiende la mera vida orgánica o biológica, la que compartimos con el animal y aun con la planta, no me parece que sea lícito decir que debamos supeditar a ella la cultura. Si por vida se entiende la vida propiamente humana, esa comprende toda la existencia del hombre, esto es, tanto su vida orgánica o biológica como su vida cultural; la vida cultural es parte inseparable y esencial de toda existencia humana y aun lo que la define como tal. Decir, pues, que la cultura debe supeditarse a la vida humana, envuelve por lo menos una patente oscuridad, porque significaría que la cultura debe supeditarse a un conjunto dentro del cual es ella precisamente lo más importante y característico. Dentro de poco espero exponer mis puntos de vista sobre este asunto, y ahora me limito a esta observación sucinta y de paso.

El comienzo de la discusión emprendida por Ortega está en la idea de las generaciones. Todos saben la importancia que tiene este tema en su pensamiento, la novedad y hondura de sus reflexiones sobre el asunto y su repercusión. Quienes deseen ponerse en claro sobre este apartado de la reflexión orteguiana deben acudir a la excelente monografía de Julián Marías, titulada El método histórico de las generaciones. En este trabajo, con su admirable devoción hacia su maestro, Julián Marías examina las distintas aportaciones de Ortega a la teoría generacional, cuya primer formulación expresa encuentra en El tema de nuestro tiempo, y su elaboración más completa y madura en el libro En torno a Galileo. Para Ortega, el agente verdaderamente histórico no son los hombres como individuos, ni tampoco como masas continuas, sino los hombres como generaciones. "Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en la historia -dice- se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa; es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre masa e individuo, es el concepto más importante de la historia, y por decirlo así el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos... Una generación es una variedad humana; cada generación representa una cierta altitud vital desde la cual se siente la existencia de una manera determinada. Para cada generación, vivir es una faena de dos dimensiones, una de las cuales consiste en recibir lo vivido por la antecedente, y la otra en dejar fluir su propia espontaneidad".

En las épocas hay una anatomía o topografía jerarquizada, cierto orden en las funciones, una de las cuales son primarias respecto a otras, que son secundarias y dependen de ellas. Las funciones primarias son las más ágiles y en ellas se manifiesta al estado naciente la nueva situación; son las funciones del pensamiento, la ciencia, y a ellas debemos mirar para saber lo que serán a continuación las funciones secundarias, como la política. "De lo que hoy se empieza a pensar, depende lo que mañana se vivirá en las plazuelas". Auscultando los órganos cuya función se adelanta a otras más concretas y generalizadas, se podrá percibir lo que serán éstas no mucho después, y podremos prepararnos para lo que sobrevendrá, para lo que en ese terreno será el papel de la nueva generación. Como se ve, hay una asignación de ocupación específica a cada generación, y también la afirmación de que la tarea generacional puede ser prevista, por lo menos apenas se haya dibujado en las zonas más altas del pensamiento y de la teoría.

La faena que Ortega atribuía a la generación a la que se dirigía alrededor del 1920, a la generación juvenil de entonces (pues el texto es reelaboración de una lección universitaria), ya ha sido recordada con sus propias palabras: "Someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo". Tal faena se le presentaba como la búsqueda de un nuevo camino, como el hallazgo y establecimiento de una nueva situación que fuera la justa y debida, apartándose de las dos vigentes entonces y evitando los inconvenientes de ambas. Esas situaciones que debían ser superadas eran el relativismo y el racionalismo.

El relativismo es la renuncia a la verdad; todo relativismo es escepticismo. El relativismo, en cualquiera de sus formas, sostiene que las verdades de la ciencia y sobre todo las de la filosofía sólo valen para determinado tiempo, que están fatalmente adscriptas al grupo de hombres que las ha profesado. La verdad como tal no existe; no hay más que verdades relativas a la condición de cada sujeto. Así se dice. Pero esta renuncia a la verdad no es tan sencilla como parece a primera vista. El hombre ha tenido siempre fe en la verdad; esto es un hecho radical, y si suprimimos esa creencia, la vida humana queda convertida en algo absurdo e ilusorio. Pero, por otra parte, no se puede de hecho suprimir esa creencia, porque el relativismo es una postura que pretende ser justificada, verdadera, que supone por tanto la fe en la verdad. Este relativismo o escepticismo que debe ser superado ha sido una de las típicas emanaciones del siglo XIX.

Al escepticismo relativista se opone el racionalismo, tendencia antagónica que ha sido la convicción ideológica capital del alma europea desde el Renacimiento. Así como el escepticismo relativista pone la vida mudable por encima de la inmutable verdad, así el racionalismo ponía la verdad, como firme producto de la razón, por encima de la vida. Como este logro tiene que ser único, absolutamente idéntico de un sujeto al otro, no se imaginó un ente sobreindividual que fuera portador y agente: la razón; con ella la realidad humana quedaba escindida: de un lado, todo lo vital y [lo que] concretamente somos, nuestra realidad palpitante e histórica; del otro, ese núcleo racional, ajeno a las vicisitudes propias de la vitalidad, espectro irreal que se desliza inmutable a lo largo del tiempo.

El racionalismo, inaugurado por Descartes, no fue meramente un nuevo sistema filosófico, sino la aparición de una sensibilidad nueva, que se difundió e impuso en todas partes. El racionalismo en derecho y en política exige una ordenación puramente intelectual y geométrica de la sociedad. En el mismo volumen, según dije, se halla uno de los trabajos más representativos de Ortega, intitulado "El ocaso de las revoluciones", donde, tras precisar lo que significa en rigor una revolución, promulga que ya no habrá verdaderas revoluciones en Europa. Su parecer es que las revoluciones típicas son productos de la concepción racionalista, del extremismo racional que aspira a una reorganización social únicamente atenida a los módulos de la razón; al ocaso del racionalismo corresponde, como parcial consecuencia, el ocaso de las revoluciones.

La integración de vida y cultura (o de vitalidad y razón, que viene a ser lo mismo) se alcanza meditando sobre la índole de la existencia humana. El racionalismo se queda con la verdad, pero renuncia a la vida. El relativismo se queda con la vida, pero renuncia a la verdad. Tanto una posición como la otra son unilaterales, importan una insoportable mutilación. No puede hablarse de una vida humana a la que se ha amputado el órgano de la verdad, ni de una verdad que para existir necesita desalojar la fluencia vital. Pero si se contempla atentamente la estructura de la vida humana, se advierte una solución satisfactoria para el dilema. Si examinamos el pensamiento, vemos que nace como necesidad vital del individuo, sometido a la ley de la utilidad subjetiva, pero que, por otro lado, consiste precisamente en una adecuación a las cosas y se somete a la ley objetiva de la verdad. Igual ocurre con la voluntad: las voliciones brotan del centro subjetivo y aun de las profundidades orgánicas, pero nuestra decisión nace cuando, entre los propósitos en pugna, uno nos ha parecido el mejor; de esta suerte, todo querer es constitutivamente un querer hacia lo mejor que en cada situación puede hacerse. Por lo tanto, sólo hemos quedado satisfechos con nosotros mismos, sólo hemos querido plenamente y sin reservas cuando nos parece habernos adaptado a una norma de la voluntad que existe independientemente de nosotros, más allá de nuestra individualidad.

Como esta situación se repite en todo lo específicamente humano, en lo estético, en lo religioso, etc., podemos generalizar que lo propio de estos fenómenos es el dualismo, la doble polaridad; por una parte son producto espontáneo del sujeto viviente y por otra apuntan a un régimen y ley objetivos. Ello nos permite comprender la índole de lo que se llama la cultura. Es un conjunto de funciones vitales, de hechos subjetivos o intraorgánicos, que cumplen leyes objetivas, que llevan en sí mismos la exigencia de adecuarse a un orden transvital. Lo espiritual, por tanto, no es una cosa, sino una cualidad que consiste en tener un sentido, un valor propio. No hay cultura sin vida, no hay espiritualidad sin vitalidad. La nueva sensibilidad ostenta como su nota esencial la decisión de no olvidar que las funciones espirituales o de cultura son también funciones biológicas. La cultura no puede estar regida únicamente por sus leyes objetivas o transvitales, sino que, a la vez, está sometida a las leyes de la vida. Las dos instancias se complementan y corrigen. La vida inculta es barbarie; la cultura desvitalizada es bizantinismo.

Aunque la cultura [sic], la razón existía antes de Sócrates, fue él quien la descubrió. Sócrates fue el primero en advertir que la razón es un nuevo universo. El tema del tiempo de Sócrates fue desalojar la vida espontánea para reemplazarla por la razón. Nuestra misión es contraria a la suya; consiste en descubrir que la razón es una forma y función de la vida, un instrumento biológico y nada más. La razón abstracta y centrada en sí misma, la razón pura, debe ceder su imperio a la razón vital. Los valores culturales no han muerto, pero han cambiado de rango, porque se ha descubierto un nuevo valor fundamental, el valor vital.

La confrontación del relativismo subjetivista con el racionalismo absolutista, y la refutación de ambos por unilaterales e insuficientes, deja el campo libre para otra actitud, que importa uno de los centros del pensamiento de Ortega: la doctrina del perspectivismo o del punto de vista. El sujeto no es un medio transparente, idéntico e invariable en cada unidad; pero tampoco su recepción de la realidad produce en ella falsificaciones, deformaciones. Su función es selectiva. Cada sujeto aprehende ciertos aspectos de las cosas e ignora otros. La realidad cósmica es tal que sólo puede ser conocida bajo determinada perspectiva, de manera que la perspectiva es uno de los componentes de la realidad, y lejos de ser su deformación es su organización. "Una realidad que vista desde cualquier punto resultase siempre idéntica -dice- es un concepto absurdo". La verdad integral sólo se obtiene integrando las perspectivas, articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente. Cada individuo es un punto de vista esencial. Cada vida es un punto de vista sobre el universo. -Esto recuerda inevitablemente un notable pasaje de la Monadología de Leibniz que reza así: "Y así como una misma ciudad, vista por diferentes partes, parece completamente otra y como multiplicada en perspectiva, del mismo modo sucede que, por la multiplicidad infinita de las sustancias simples (las mónadas), existen como otros tantos universos diferentes, los cuales, sin embargo, sólo son las perspectivas de uno solo, según los diferentes puntos de vista de cada mónada". Sabida es la admiración de Ortega hacia Leibniz y su perspicacia al destacar su inagotable grandeza. Lo ha estudiado sin descanso, y está anunciada una obra póstuma suya sobre el enorme filósofo del siglo XVII, cuya aparición esperamos con apasionado interés.

La predilección de Ortega por los asuntos concernientes a la cultura y al hombre es evidente. Es ante todo un filósofo de la cultura y de la existencia humana. De las importantísimas derivaciones de su pensamiento hacia temas especiales de la cultura, arte, ciencia, religión, técnica, etc., no puedo tratar ahora. Tampoco de sus riquísimas aportaciones sobre lo ceñidamente humano, en sentido psicológico, caracterológico, axiológico, etc., con alguna excepción, pues no es lícito dejar pasar sin mención su Rebelión de las masas. Debemos concentrar la mirada en las cuestiones de más amplio radio, y principalmente en su doctrina del hombre y en la base más extensa y profunda de su filosofía, lo que podría denominarse su metafísica de la existencia humana.

Comencemos por lo referente al hombre, por lo que podría llamarse su antropología filosófica. Uno de esos textos fundamentales sobre este asunto se halla en el volumen V de El Espectador. Comenzó Ortega la publicación de El Espectador en 1916, y en sus siete u ocho volúmenes están algunos de sus trabajos más personales y sugestivos. Su propósito al iniciar esta serie era ante todo buscar una conexión con quienes más asiduamente seguían su pensamiento. En la especie de prólogo que le antepuso decía: "es una obra íntima para lectores de intimidad, que no aspira ni desea 'el gran público', que debería, en rigor aparecer manuscrita". Es significativo que la primera meditación de El Espectador se intitula "Verdad y perspectiva", y en ella se transcribe el pasaje de Leibniz que he citado hace un momento. Ortega creía, como casi todos los filósofos contemporáneos, que Kant es el episodio filosófico decisivo para la época moderna, y que de él se debe partir; pero es indudable que sus mayores simpatías iban hacia Leibniz, en quien acaso entendía encontrar más sustancia todavía actual y aprovechable que en cualquier pensador moderno.

El texto sobre el hombre, contenido en el quinto Espectador, se da como referencia y corrección al resumen periodístico de una conferencia suya sobre Antropología Filosófica; la fecha es 1924. En el hombre distingue tres zonas o tres planos, el de la vitalidad, el del alma y el del espíritu. La vitalidad o alma carnal es el cimiento y raíz de nuestra persona. En la vitalidad se funden radicalmente lo somático y lo psíquico, lo corporal y lo espiritual, que de ella emanan y se nutren. Cada uno de nosotros es ante todo una fuerza vital: mayor o menor, rebosante o deficiente, sana o enferma. Lo más personal de la persona es el espíritu, lo más personal pero no lo más individual. El espíritu es el conjunto de los actos íntimos de que cada cual se siente responsable; son actos típicamente espirituales los de la voluntad y los del pensamiento. El espíritu es el yo, pero no es el alma, la cual constituye un ámbito intermedio entre la vitalidad y el espíritu, zona más clara que la de la vitalidad pero menos que la del espíritu, donde se dan los sentimientos y emociones, los deseos, los impulsos y apetitos. El alma es un recinto cerrado, el dominio privado de cada individualidad; en cambio, tanto la vitalidad como el espíritu se derraman hacia fuera y establecen una comunidad entre los individuos, mediante lo que llama Ortega, sintéticamente, la orgía y la ciencia, esto es, los fenómenos de comunicación o fusión cósmica o sensual, para la vitalidad, y los hechos de coincidencia y universalidad en que el entendimiento y la voluntad funcionan según normas objetivas y válidas absolutamente para todos. -Posteriormente, en uno de sus trabajos más considerables y de mayores aspiraciones teóricas, Historia como sistema, la imagen del hombre se construye sobre todo en vista de su hacerse, de su dinamicidad. El hombre no tiene naturaleza. El hombre no es su cuerpo, que es una cosa; ni es su alma, psique, conciencia o espíritu, que es también una cosa. No es cosa ninguna, sino un drama, un continuo acontecimiento. Es una entidad infinitamente plástica de la que se puede hacer lo que se quiera. El hombre no es sino lo que va siendo, y va siendo esto y lo otro. Pero el concepto de ir siendo es absurdo; promete algo lógico, y resulta, al cabo, perfectamente irracional. Este ir siendo es lo que llamamos vivir. No digamos, pues, que el hombre es, sino que vive. El hombre carece de naturaleza, sólo tiene historia. La vida suya no puede ser captada por la razón naturalista, por la razón de la ciencia, cuyos modelos están en la matemática y la física. Sólo se vuelve un poco transparente ante la razón histórica. Al lado de la razón lógica o científica ha de postularse e investigarse otro tipo de razón, que Ortega comenzó designando razón vital, y luego razón vital o razón histórica. Cuando, tardíamente, Ortega conoció a Dilthey, filósofo cuya vida corre de 1838 [1833] a 1911, y cuyo problema fue precisamente la fundamentación filosófica del conocimiento histórico, lo proclamó el pensador más importante de toda la segunda mitad del siglo XIX y reconoció en él al investigador que más ideas había aportado hasta entonces para el planteo de las cuestiones que a él mismo le preocupaban.

En sus reflexiones sobre la vida humana, Ortega no se ha limitado a reunir los materiales para una concepción del hombre, sino que ha sentado las bases para una concepción general de la filosofía. Ha asignado jerarquía metafísica a su noción de vida humana y la ha convertido en el plano filosófico último y fundamental, en la plataforma a la cual todo debe ser reducido, que todo lo sustenta y a partir de la cual todo debe ser explicado.

En la filosofía ha habido, tradicionalmente, dos puntos de partida. La filosofía antigua, y a su zaga la medieval, partía del mundo, del objeto. Se admitía como lo primario una realidad, de la cual el sujeto forma parte. Esto se llama realismo. La filosofía moderna, desde Descartes, prefiere partir del sujeto, por caer en la cuenta de [que] cuanto nos es dado, cuanto podemos conocer, se da en el conocimiento, esto es, es una actividad del sujeto. La controversia entre el realismo y el idealismo dista mucho de estar terminada; sigue siendo una de las más constantes y graves ocupaciones de la mente filosófica. A la más rigurosa formulación moderna del idealismo, la cumplida por Kant, siguieron notables reivindicaciones de la postura realista, en Herbart y otros; más cerca de nosotros, al gran idealismo británico de finales del siglo XIX, ilustrado por nombres como el de Bradley, ha seguido un importante movimiento, en Inglaterra y también en los Estados Unidos, en el cual eminentes pensadores se han esforzado otra vez en justificar la posición realista, con nuevos argumentos; baste recordar los nombres de Bertrand Russell, Moore, Whitehead y Alexander.

Ortega tercia en este debate multisecular y propone una solución que, según su parecer, se aleja igualmente de las dos tradicionales y las supera; esto es, que resuelve el dilema de idealismo y realismo. No consiste esta solución en hallar una tercera forma de realidad, contrapuesta a las realidades del mundo y del sujeto, consideradas respectivamente las primarias para uno y otro partido, sino otro modo de ser realidad, del cual reciben la suya deficiente y secundaria las cosas y el yo, como dice Julián Marías, a quien debo seguir en este punto, pues funda su exposición, en parte, en materiales orteguianos que no han sido publicados. La vida humana no es una entidad que se cambia accidentalmente, sino al revés, en ella la sustancia es precisamente cambio; la variación es lo sustancial. La vida humana es, por consiguiente, el área en que la realidad como tal se constituye. Ser real significa precisamente radicar en mi vida, y a esta hay que referir toda realidad, aunque lo que es real pueda trascender, en cualquier modo, de mi vida. En otros términos, mi vida es el supuesto de la noción y el sentido mismo de la realidad, y esta sólo resulta inteligible desde ella. Frente a la realidad "radicada" de las cosas -sean las cosas materiales, las cosas pensantes o esas cosas que llamamos ideas- Ortega descubre la realidad radical de la vida como quehacer del yo con su circunstancia. Desde esta nueva idea de la realidad, aparecen en su limitación el realismo y el idealismo, como dos interpretaciones de lo real, parcialmente verdaderas, en parte erróneas, y en todo caso insuficientes, porque no se refieren a la realidad misma, sino a elementos abstractos de ella.

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Bien conocida es la preocupación de Ortega por los problemas políticos y sociales. El reproche de que no es un filósofo sistemático merecería ser examinado. Por su universal curiosidad, por su atención vigilante a toda la vida en torno, su pensamiento aparece disperso, en cuanto repartido ocasionalmente en multitud de asuntos. Pero es fácil discernir los trazos de unión, la reconducción a ciertos motivos fundamentales que reducen su filosofía a una unidad sistemática. Ello es perceptible, en lo político-social, en sus ideas sobre el mando ideológico-social, en su doctrina del papel de Europa que le llevan a propugnar la unión europea; también en sus meditaciones sobre España, depositadas en muchos trabajos y en su libro España invertebrada. Cuando lo creyó conveniente, pasó de la reflexión de gabinete a la acción proselitista, y es indudable que fue uno de los fermentos que prepararon el camino al advenimiento de la República. No hay tiempo para examinar sus ideas en lo específicamente social. Pero ha de recordarse su memorable libro La rebelión de las masas. En mi opinión, han de separarse en esta obra dos aspectos: la descripción de los hechos y cierta apreciación sobre ellos, apreciación patente desde el título, al calificar de rebelión un fenómeno que es principalmente el ascenso, tormentoso y desordenado sin duda, pero justificable y aun prometedor de las más dichosas consecuencias, de vastos contingentes humanos que aspiran a una participación más equitativa en los bienes y a una integración definitiva en la existencia histórica. La elevación de estas capas humanas postergadas, su irrupción en el horizonte social, es, según parecer de muchos, el hecho social más importante de nuestra época. Probablemente nadie lo ha comprendido así y lo ha analizado con tanta hondura y perspicacia como Ortega, examinándolo en multitud de aspectos y detalles, aprehendidos con maravillosa claridad. El sociólogo se ha manifestado, en estos complejos estudios, a la altura del filósofo; mejor dicho, la indagación sociológica ha ganado en profundidad al proyectarse sobre ella una mirada acostumbrada a la permanente contemplación de todos los enigmas de la realidad y de la vida.

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Por su riqueza y variedad, los escritos de Ortega son una cantera inagotable. Infinitas sugestiones señalan en ellos vetas que pueden y deben ser exploradas, y acaso esta fecundidad sea uno de los mayores dones que pueda ofrecer un pensador a la posteridad. Su perspectivismo puede aplicarse a él mismo, en el sentido de que cada uno de los que lo estudien a fondo puede organizar sus ideas según una especial perspectiva; es una consecuencia de la multiplicidad de facetas y vertientes de su obra. Aparte de ello, es indudable que hay una arquitectura esencial en su filosofía, y que probablemente debemos reconocer en él la más robusta mente filosófica de cuantas se han expresado en nuestra lengua.

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