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Cuadernos del CILHA

versão On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.22 no.2 Mendoza jul. 2021

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.026 

Dosier

La importancia del cuerpo en performances y formas de la teatralidad emergentes en la contracultura porteña de los años 80

The importance of the body in performances and emerging forms of theatricality in the Buenos Aires counterculture of the 1980s

1Universidad de Buenos Aires. Facultad de Ciencias Sociales. Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo. Argentina. marielasing@hotmail.com

Resumen:

Los años de la apertura democrática argentina se caracterizan por el despliegue de una heterogeneidad de experiencias de performances y formas de la teatralidad en diversos centros de la contracultura porteña, que comparten como aspecto distintivo el interés por experimentar con la corporalidad. Las experiencias de esos años renuevan el clima exploratorio de la década del 60, que tanto a nivel local como internacional daba importancia a la performance como modo de expresión artística y recuperaba preocupaciones vanguardistas de comienzos del siglo XX. La neovanguardia neoyorkina de esa época es un hito del giro performativo en las artes y de la importancia dada al cuerpo como soporte de las performances. Este texto aborda el rol de la corporalidad en las performances y formas de la teatralidad emergentes en los años 80 posdictadura, poniendo en diálogo el estudio de ese entramado con el de aspectos del contexto estético-político de los 60.

Palabras clave: Cuerpo; Performance; Años 80; Teatralidad

Abstract:

The years of the Argentine democratic opening are characterized by the deployment of a heterogeneity of experiences of performances and forms of theatricality in various centers of the Buenos Aires counterculture, which share as a distinctive aspect the interest in experimenting with corporeality. The experiences of those years renew the exploratory climate of the 1960s, which both locally and internationally gave importance to performance as a mode of artistic expression and recovered avant-garde concerns of the early twentieth century. The New York neo-avant-garde of that time is a landmark in the performative turn in the arts and the importance given to the body as a support for performances. This text addresses the role of corporeality in the performances and forms of theatricality emerging in the post-dictatorship 80s, connecting the study of this context with that of aspects of the 60s aesthetic-political context.

Keywords: Body; Performance; 80’s; Theatricality

Introducción

Los años 80 posteriores a la última dictadura argentina (1976-1983) se caracterizan por el despliegue de una heterogeneidad de experiencias de arte-política, performances y formas de la teatralidad en diversos centros de la contracultura porteña, que comparten como aspecto distintivo el interés por experimentar con la corporalidad y el encuentro colectivo, tal como describen diversidad de investigadoras e investigadores (Jacoby, 2011; Longoni, 2011; Garbatzky, 2013; entre otros).

Con sus políticas y mecanismos represivos, el régimen dictatorial había actuado como un gran dispositivo disciplinario de los cuerpos y del estado de ánimo de la población, logrando asimismo efectos de atomización entre los sujetos. Este clima opresivo, a la vez que interrumpió experiencias de exploración y encuentro que venían desarrollándose en la década del 60 y principios de la del 70; obró como suerte de “olla a presión” que, con el declive del gobierno dictatorial a principios de los años 80, desató una profunda avidez por experimentar con la corporalidad como instancia de resistencia.

El presente texto aborda el rol de la corporalidad en las performances y formas de la teatralidad emergentes en los años 80 posdictadura. Cabe especificar en este sentido que con “teatralidad” refiero (no necesariamente a formas teatrales tradicionales sino) a experiencias que la investigadora Irina Garbatzky (2011 y 2013) propone pensar como motorizadoras de una alteración de la conducta cotidiana y cuyo soporte es el cuerpo. En palabras de la autora:

Por teatralidad debe entenderse, antes que las cualidades de una pieza teatral delimitada y representativa, un proceso que se basa en una activación de la mirada sobre el espacio, el cual implícita o explícitamente formula su divergencia con el cotidiano. […] La teatralidad surge a través del abandono de los performers a la decodificación del público que los objetiva como alteración, y por tanto, se encuentra supeditada a la capacidad de efectuación de un quiebre acontecimental sobre lo cotidiano. La propia construcción del cuerpo está destinada a autorreferir y ser soporte de ese proceso (2011, pp. 3-4).

Así, las performances y formas de la teatralidad que refiere este escrito incluyen experiencias de poesía, teatro experimental, danza y/o música que involucran puestas en juego festivas y disruptivas de los cuerpos respecto de parámetros de disciplinamiento corporal, intensificados durante el régimen dictatorial.

Por otro lado, interesa destacar que las experiencias de los años 80 renuevan el clima exploratorio de la década del 60, que tanto a nivel local como internacional daba importancia a la performance como modo de expresión artística y recuperaba preocupaciones vanguardistas de comienzos del siglo XX. Por tal motivo, el presente escrito pone en diálogo el estudio del entramado de los años 80 con elementos del contexto estético-político de la década del 60.

El texto comienza exponiendo aspectos de la atmósfera posdictatorial en la contracultura porteña; de los espacios del underground porteño en cuyo seno se desarrollaron diversidad de experiencias performáticas; y de formas de teatralidad desplegadas en esos años. En segundo término, se concentra en el clima exploratorio y experimental de la década del 60, comenzando por la neovanguardia neoyorkina de esa época, en tanto hito del giro performativo en las artes y de la importancia dada al cuerpo como soporte de las performances; para dar cuenta luego de aspectos propios del terreno local. En ambos casos, de la diversidad de prácticas y sucesos que involucran las vanguardias de los 60, el texto se concentra en experiencias puntuales (para el caso de la neovanguardia neoyorkina, la emergencia de la danza posmoderna; para el territorio local, experiencias como las de los artistas emblemáticos Kenneth Kemble y Alberto Greco) como terreno específico de abordaje. El escrito concluye ponderando el modo en que en los años 80 se produce una apertura a un suelo de prácticas y subjetividades, a la vez que se recrean orientaciones y preocupaciones propias de la década del 60.

Los años 80 posdictadura

Como adelantara, la puesta en juego del cuerpo constituye un aspecto distintivo del clima cultural, artístico y político de la apertura democrática y de la efervescencia artístico-experimental de esos años (así como de los últimos años de la dictadura); que se manifiesta en multiplicidad de experiencias de poesía, música, teatro, danza y artes visuales en el espacio público y en centros artísticos de la contracultura porteña. En este período se expresa con fuerza la inquietud por indisciplinar los cuerpos de la normativización intensificada durante la dictadura y por dinamizar encuentros corporales colectivos, tanto en experiencias políticas como artísticas. Como sintetiza Adrián Scribano, “los 80 se caracterizan por una ruptura del patrón auto-vigilante impuesto por la dictadura” (2009, p. 2).

En esos años se despliegan al menos dos estrategias nítidas orientadas a recuperar las potencialidades del cuerpo frente al aniquilamiento y al disciplinamiento dictatoriales (Jacoby, 2011, pp. 410-411): la vinculada a las Madres de Plaza de Mayo, que se resume en la iniciativa del “Siluetazo”; y la correspondiente a las “estrategias de la alegría”, designación acuñada por el artista e investigador Roberto Jacoby (Jacoby, 2011, pp. 410-411) que es utilizada con recurrencia en la literatura sobre arte y política en la Argentina reciente (Longoni 2011; Amigo, 2008).

La iniciativa del “Siluetazo” surge de tres artistas visuales (Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel) que propusieron a las Madres implementar el recurso masivamente en la III Marcha de la Resistencia, el 21 de septiembre (día nacional del estudiante) de 1983, aún durante la dictadura. La propuesta consistía en empapelar el espacio público con siluetas humanas de tamaño natural para dar cuenta de forma visual de la dimensión de las y los miles de desaparecidos en dictadura. Las siluetas eran confeccionadas a partir de un dispositivo artístico callejero que convocaba a personas comunes a poner su propio cuerpo para hacer visibles los cuerpos ausentes. El procedimiento se basaba en el trazado de la forma vacía de un cuerpo a partir de la figura de las y los participantes, que se acostaban sobre un papel para que fuera dibujado su contorno físico. Las siluetas fueron luego pegadas de forma vertical sobre los muros de la ciudad, en paredes, monumentos, edificios y árboles. Esta actitud estética se basó “en reinventar un ‘cuerpo político’ mediante la identificación del militante actual que ‘ponía el cuerpo’ para hacer presente el cuerpo ausente del desaparecido” (Amigo, 2008, pp. 8-9).

La estrategia de la alegría constituye la otra orientación de las prácticas vinculada a la corporalidad en la posdictadura, y en ella concentra sus reflexiones Jacoby: “Puede describirse de manera muy simple como el intento de recuperar el estado de ánimo a través de acciones asociadas a la música, hacer de ellas una forma de la resistencia molecular y generar una territorialidad propia, intermitente y difusa” (2011, p. 411).

Emergente de manera incipiente a fines de los años 70 durante la última dictadura, y continuada y profundizada en la década siguiente; la estrategia referida se basa en la creación de otra sociabilidad, de otra relación con el propio cuerpo y los otros; en la fuga de la sexualidad normativa y en el uso de la corporalidad como soporte de experimentaciones artísticas.

Jacoby reconoce como pioneros de este movimiento exploratorio al grupo Los Redonditos de Ricota, quienes en 1977 cambian la disposición de la platea y la relación entre artistas y público, además de disfrazarse y maquillarse, entre otras acciones precursoras. Pero si bien surge inicialmente en el ámbito del rock, esta estrategia involucra también intervenciones poéticas, teatrales y visuales; acciones con la escenografía; la experimentación con el vestuario y la caracterización con maquillaje; la creación de espacios ficcionales; y la intensificación de prácticas de movimiento y danza, destacándose “la importancia otorgada al baile y al movimiento libre o experimental del cuerpo y las dimensiones lúdicas o carnavalescas del encuentro social” (2011, p. 411).

La investigadora Ana Longoni subraya que por entonces, en variados circuitos contraculturales, se produce una transformación de la experiencia de participar en un recital de rock: de la escucha del público sentado en sus butacas, al socavamiento de la dinámica estática para dar lugar al baile y al movimiento conjunto (2011, p. 20). Asimismo, señala que la acción misma de bailar con otras y otros, durante y con posterioridad al gobierno dictatorial, se vivenciaba como un gesto político revulsivo.

También Roberto Amigo rescata la importancia del baile como forma política de resistencia que atraviesa fuertemente los años 80, sobre todo al finalizar la dictadura. Bajo la designación de “festiva”, este investigador concede gran relevancia a la estrategia de la alegría tematizada por Jacoby:

La actitud estética festiva es de fuerte impacto durante todos los ochenta y es el núcleo central de la práctica estético-política cotidiana. La recuperación del cuerpo como alegría, como vínculo con el otro -que también podía darse en el ritual de la movilización urbana- era en los años ochenta una demanda política de enorme intensidad: ante el fin de un poder que se había establecido sobre cuerpos torturados y desaparecidos, se danzaba (2008, pp. 9-10).

Frente al terror y al disciplinamiento ejercido durante el régimen dictatorial, orientado a sustraer la potencialidad de los cuerpos; en los años 80 se despliegan y reproducen acciones en una dimensión molecular que llenan el cuerpo de otro tipo de afectos. Esa multiplicidad de acciones festivas surgida en Buenos Aires durante los años 80 constituyó una forma política de resistencia y de confrontación orientada a restituir el lazo social quebrado por el terror, a partir de formas de sociabilidad heterogéneas a las propulsadas en el régimen. En este sentido, la socióloga Daniela Lucena acentúa sobre esos años:

Arte, cuerpo y política se conjugan de un modo inédito para generar momentos festivos, de disfrute y de encuentro colectivo, en contrapunto con la modalidad disciplinadora del cuerpo y el efecto atomista sobre la ciudadanía y la vida social generado por la dictadura (2013, p. 4).

Como señala Garbatzky, “en lo concerniente a la performance específicamente, la presencia corporal del artista […] se volvió su condición principal” (2013, p. 17). La investigadora señala que la performance fue doblemente marcada por lo ausente y por lo corporal, es decir, por las dos estrategias del siluetazo y de la alegría. Se produjo entonces una proliferación de formas de performance que buscaban articular lo político con los derechos humanos y la sexualidad, así como la importancia de los cuerpos presentes y de los cuerpos ausentes.

Del mismo modo, en esos años de exploración se generan gestos micropolíticos de ruptura con la sexualidad reglamentada y con las identidades normativas de género. A partir de prácticas vestimentarias, maquillaje y conductas corporales, se parodian y cuestionan los tradicionales binarismos sexo-genéricos y se experimentan otras posibilidades. Estas acciones estético-políticas del retorno democrático intensificaron la presencia del cuerpo como modo de confrontación con el régimen, y construyeron una sociabilidad que resultaba disidente en tanto colocaba en primer plano las posibilidades de goce del cuerpo.

Performances y formas de la teatralidad de los años 80

Jorge Dubatti muestra en sus investigaciones (1995, 2007) que en la apertura democrática se produjo una renovación del teatro porteño. El teatro posdictatorial, argumenta, se caracteriza por la multiplicidad y la coexistencia de microelementos diversos, a la vez que por la dimensión del afecto y la corporalidad. El autor rescata el teatro de la posdictadura como un espacio de configuración de micropolíticas de resistencia de singular potencialidad:

El paisaje teatral de la posdictadura […] es el teatro en el canon de multiplicidad, donde paradójicamente lo común es la voluntad de construcción de micropolíticas y, en el plano específico del arte, de micropoéticas, discursos y prácticas artísticas al margen de los grandes discursos de representación, enfrentadas tanto al capitalismo hegemónico como a la subjetividad de derecha (que continúa desde la dictadura) y a las macropolíticas partidistas. El teatro se configura así como el espacio de fundación de territorios de subjetividad alternativa, espacios de resistencia (2015, p. 3).

La renovación del paisaje teatral incluyó la diversificación de formas artísticas y de los espacios donde estas tenían lugar. Albergadas en sitios en general precarios y en varias ocasiones acondicionados por las y los propios artistas, las experiencias de la contracultura porteña se caracterizan por formas del arte bajo la impronta de lo efímero (Garbatzky, 2011), e incluyen desde grupos que recitan poesía; que parodian desde el género del clown; artistas plásticos y plásticas; fotógrafos y fotógrafas; mimos; museos bailables (como los organizados por Coco Bedoya, que convocan a artistas visuales, fotógrafos, cineastas, músicos, poetas, performers, mimos, estencileros, etc. a distintas discotecas de aquellos años); grupos de música con gestos disruptivos (como los anteriormente referidos en las fiestas de los Redonditos de Ricota, o como en el grupo Virus con sus gestos -designados como- “maricones” de pintarse los labios, entre otros -Longoni, 2011 p. 20, cuerpos exacerbados e indisciplinados; clowns travestis; cuerpos feminizados que rompen paródicamente con las normatividades corporales y con gestos asignados a su género; entre multiplicidad de prácticas y experiencias.

Para hacer referencia solamente al terreno vinculado al teatro experimental de entonces, algunas de las figuras y grupos más emblemáticos de la movida under posdictadura incluyen a Walter “Batato” Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese; Vivi Tellas; Las Gambas al Ajillo (Alejandra Flechner, María José Gabin, Verónica Llinás y Laura Markert); el dúo Los Melli (Carlos Belloso y Damián Dreizik); El Clú del Claun (Guillermo Angelelli, Batato Barea, Gabriel Chame Buendía, Hernán Gené, Cristina Martí y Daniel Miranda); además de grupos teatral-musicales como las Bay Biscuits; y de instalaciones y performances como las de Liliana Maresca, entre muchas y muchos otros. Para plantearlo en términos de Garbatzky, “se trató de una multiplicación de obras que tendió a proponer como materia lábil, evanescente, la presencia corporal, la acción, los vínculos sociales y la teatralidad” (2011, p. 3). Agrega la autora:

Sus posiciones, en todos los casos exiliadas, nómades o descentradas, se hicieron visibles a través de una serie de formas de la teatralidad, que intervinieron en sus recitales de poesía y de las cuales sus cuerpos -el cuerpo travestido de Batatao Barea […] o el cuerpo títere de Emeterio Cerro- se hicieron cargo (2013, p. 14).

De ahí que las performances de los años 80 puedan pensarse mediante las diferentes formas de la teatralidad que tienen como anclaje físico el soporte corporal. En este sentido, si diversas acciones de performance encontraban un anclaje corporal, fabricaban a la vez corporalidades no preexistentes: como las de clown-travesti, niña-dark o cuerpo-títere, entre otras; abriendo nuevos repertorios corporales y modos de aparición del cuerpo.

La figura de clown-travesti, por ejemplo, puede apreciarse a través de Batato Barea, ícono de esos años y artista a partir de cuyas performances poéticas es posible graficar aspectos de las formas de la teatralidad de ese momento. Los recitales de Batato incluyeron la lectura de poesía en tono paródico; la socialización y difusión de textos, autores y poetisas que no eran tan leídas o conocidas a nivel popular (tanto del modernismo, como Juana de Ibarborou y Alfonsina Storni o más cercanas, como Marosa di Giorgio y Alejandra Pizarnik, entre otras); la selección de textos que proponían una experiencia específica de la sexualidad, o que eran recorridos con esa intención de lectura; y la reposición de materiales de denuncia feminista en un registro humorístico (que sin embargo no apuntaba a quitarles profundidad en tanto textos que servían de arenga contra formas tradicionales de autoridad, pero sí a sustraerlos de todo registro de solemnidad).

En Batato hay una clara puesta en juego del cuerpo en la construcción de estas performances. A partir de la figura de clown-travesti, con una estética vestimentaria “trapera”, que tuvo como peculiaridad la utilización de desechos urbanos (Laboureau, 2018), y con gestos exacerbados y a la vez torpes; recita poemas que hacen referencia a los padres, los maridos, los oficiales o los curas y alude a lo opresivo de estas figuras en tanto autoridades de instituciones. Ahora bien, su modo alusivo no se sustenta en discursos racionales sino que interpela lo afectivo, a través de gestos lúdicos corporales como entonaciones, juegos de palabras, repeticiones o expresiones paródicas.

Los gestos de la corporalidad clownesca de Batato involucran también abanicarse el pubis mientras recita un poema, alusiones sexuales o referencias escatológicas, entre otras actitudes que despiertan la carcajada del público a mansalva. Garbatzky plantea que Batato se centró en la articulación de dos corporalidades separadas entre el rostro y el resto del cuerpo, recurso típicamente clownesco: “junto a la ‘máscara neutra’ [del rostro] yuxtaponía un cuerpo barroco, centrado en la esencialidad de lo accesorio y la ambigüedad” (2011, p. 12). Además de la estética vestimentaria trapera, utilizaba también objetos de modo lúdico, como muñecos, juguetes, carteras que se transformaban en otro elemento, entre otros que, como su vestuario, mayormente eran encontrados en la calle.

Otro emblema de esos años, como anticipara, fue el grupo Las Gambas al Ajillo, que a través del humor problematizó parámetros de normatividad en cuanto al modo de comportamiento esperado de cuerpos feminizados, así como construcciones sociales de género a través de los sketch que durante aproximadamente diez años llevó a cabo este grupo.

Las acciones corporales y los gestos disruptivos de este colectivo de cismujeres contestaban la rigidez impuesta durante la última dictadura militar, su disciplina sexo-genérica sobre los cuerpos. El hacer de Las Gambas…, que circuló por centros como el Parakultural o el Centro Cultural Ricardo Rojas (sobre los que comento en el próximo apartado) se caracterizó por la indisciplina del cuerpo, el trabajo autogestionado y la ausencia de directores, esto último como una apuesta explícita a la labor colectiva, en sintonía con buena parte de los grupos de la época.

El cuerpo constituye un ingrediente fundamental de las Gambas al Ajillo (Gutiérrez, 2016), a través de despliegues corporales grotescos, “antiestéticos” (o contrapuestos a las estéticas asignadas a lo femenino), jocosos, festivos. Sus formas de teatralidad se expresan mediante tonos de enunciación burlesca (como la pronunciación incorrecta y/o torpe de palabras, o el escupir al hablar), con despliegues físicos enérgicos (caerse y levantarse del piso constantemente), y con expresiones discursivas y/o gestuales de desacato, construyendo la imagen de “mujeres libertinas” que hacía que “el calificativo denigrativo de ‘putas’ les encajara perfectamente en un imaginario pacato de los roles genérico sexuales” (Gutiérrez, 2016, p.15); entre otros gestos que dan cuenta de la puesta en discusión de modelos corporales sexo-genéricos. Como plantea Gutiérrez:

En casi todos los números de las Gambas había recovecos de transgresión: sexo explícito en sus letras, chiste burdo, exceso de lenguas, conchas, pijas y culos que se refregaban hasta saciar un deseo pornográfico del cuerpo. Sexo, violencia, muerte y humor eran el combo reutilizado hasta la saciedad por el grupo (Gutiérrez, 2016, p. 16).

Del mismo modo, las prácticas vestimentarias de Las Gambas… estuvieron dadas por el rejunte, el reciclado y el uso del desecho, con indumentos recolectados en el barrio de Once, en las calles y en las casas.

Así, tanto en Batato como en Las Gambas… y en la mayoría de los grupos de la época, las exploraciones vestimentarias, las acciones humorísticas, la realización de fiestas, el absurdo y el goce corporal eran parte de los gestos micropolíticos que visibilizaban otras posibilidades frente al estado de ánimo inducido por el régimen dictatorial. Si el cuerpo era objeto de disciplinamiento en la normatividad dictatorial; las corporalidades y prácticas disidentes de los 80 resultaban revulsivas. Lorena Verzero subraya al respecto:

De modo desafiante, en los años 80, el cuerpo sexuado irrumpe de la mano de feminismos, travestismos y demás minorías en pugna por su visibilidad. La materialidad de esos cuerpos se enfrenta, a su vez, a los cuerpos desaparecidos. Los cuerpos de los años 80 son los cuerpos desnudos y extasiados, orgiásticos, gozosos, dionisíacos, que estallan en carcajadas, beben, se tocan y bailan, que conviven con cuerpos deformes, raros, espurios, como los cuerpos mutilados de los soldados que volvieron de Malvinas, de las mujeres en lucha por la igualdad de géneros, de los enfermos de S.I.D.A. impugnados moralmente. Todos estos cuerpos, a veces incluso ocupados por los mismos individuos, eran igualmente marginados y marginales, sospechados de conductas desobedientes y señalados como objeto de disciplinamiento (2016, pp. 16-17).

A la vez, la dictadura había conformado una interrupción de voces feministas, que en los años 80 encuentran un suelo más amplio para desplegarse. Cabe subrayar al respecto la importancia de la experiencia del exilio, el retorno de las exiliadas en esos años y los tráficos de saberes producidos en relación con las vivencias en territorios extranjeros. María Laura Rosa especifica en este sentido sobre el activismo feminista:

El régimen criminal impuesto por el golpe de 1976 obligó al exilio de un gran número de personas. Las feministas iniciaron, entonces, su silenciamiento, el que irá concluyendo hacia 1980, cuando los primeros indicios de debilitamiento del régimen les permitan nuevamente reunirse. El regreso de las exiliadas, ya en democracia, alimentó la efervescencia de los reencuentros (2014, p. 19).

Desde mediados de la década del 80 comienza a realizarse también en la Argentina el entonces “Encuentro Nacional de Mujeres”, y actualmente denominado “Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis y No Binaries”. Estos encuentros, de realización anual, se inician puntualmente en el año 1986, en pleno contexto de efervescencia activista de la apertura democrática, cuyo espíritu creador de nuevas formas y experiencias se manifestó también en la militancia feminista.

En los años 80, el gesto de desobediencia, creación de ámbitos y experiencias de encuentro involucra a la corporalidad de diversas formas. En esa década se multiplican los espacios en los que se ponen en juego prácticas de fuga de subjetividades moralizantes, así como acciones de visibilización de la disidencia y de cuerpos que rompen con configuraciones identitarias normativas. Como destaca Longoni sobre las experiencias de los años 80:

El cuerpo aparece en estas experiencias como territorio de insubordinación política, al poner en cuestión los regímenes normalizadores y disciplinarios interiorizados, “hechos carne”. Estas experiencias están problematizando un orden disciplinario que ha calado muy hondo y modelado las subjetividades. El indisciplinamiento de los cuerpos se manifiesta en términos de una disidencia sexual, que también es política, al poner en cuestión las asignaciones de género y sexuales heteronormativas, e incluso de ciertos corsés “homonormativos”. Cuerpos danzantes, en movimiento, travestidos, imprevisibles, el baile colectivo y sin pautas, la fiesta, el desfile improvisado, provocan devenires de los cuerpos que desarticulan cualquier identidad estable (2011, p. 20).

Los espacios del 80

La inquietud por generar espacios que hicieran de reductos festivos contrapuestos al terror ejercido por el régimen dictatorial ̶ y a su incorporación en forma de autocensura aún luego de la apertura democrática̶ ̶ ; se tradujo en la creación de circuitos en los que se desarrollaban prácticas artísticas sumamente diversas.

Esos circuitos, además de los de algunos recitales y grupos de rock, incluían encuentros artísticos en espacios y salas no convencionales surgidas entre fines de la dictadura y comienzos de la democracia, como el Café Einstein; el Parakultural; la discoteca Cemento; la discoteca Palladium; el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas; el centro Medio Mundo Varieté; el club Eros (con sus fiestas itinerantes); el bar Bolivia; y también se filtraron este tipo de prácticas en lugares como el Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires (actual Centro Cultural Recoleta), entre otros; además de en calles y plazas.

En esos espacios, durante la transición democrática y hasta fines de los 80, se verifica buena parte del conjunto de prácticas y experiencias estético-políticas que Jacoby denomina “estrategias de la alegría”; a partir de fiestas, performances, recitales, obras teatrales, intervenciones e instalaciones dramáticas y dancísticas, además de muestras con diversos recursos, materialidades y lenguajes, que desplegaban formas cooperativas de trabajo y rompían con codificaciones establecidas en las instancias del arte -como las separaciones entre artistas y público, o entre artista y director-; todo lo cual fue forjando “una corrosiva y desenfadada movida under que renovó y vitalizó la escena cultural y artística porteña” (Lucena, 2013: 3), además de promover otros tipos de lazos sociales en ámbitos artísticos.

Respecto de esos espacios en los que se libraba la escena; uno de los primeros núcleos significativos lo conformó el Café Einstein. Este local se vuelve un espacio de vanguardia y enclave paradigmático del under de principios de los 80, en el que desfilan grupos de rock que pasarían con el tiempo a consagrarse como legendarios, como Sumo; Soda Stereo; Virus; y Los Twists; entre otros; e incluía no solo a grupos del nuevo rock argentino, sino también a artistas plásticos y teatristas como Guillermo Kuitca, Vivi Tellas y Jorge Gumier Maier, entre otros; así como performances teatrales con figuras significativas del ámbito local de esa década como Batato Barea.

Otro sitio significativo fue Cemento, que abre en julio de 1985 (según el proyecto de Chabán y con la colaboración de Katjia Alemann). Cemento era una conocida discoteca situada en el barrio porteño de Constitución, donde se llevaban a cabo recitales de bandas musicales, principalmente de rock, y también intervenciones teatrales y/o performáticas. En este local tocaron y crecieron una gran cantidad de bandas importantes del rock nacional (Patricio Rey y los Redonditos de Ricota; La Renga; Sumo; Rata Blanca; Viejas Locas; Las Pelotas; Hermética; Los Piojos; Los Ratones Paranoicos; Callejeros; Attaque 77; A.N.I.M.A.L.; La Bersuit Vergarabat; entre otras), además de realizarse recitales de bandas internacionales.

En 1986 se inaugura otro espacio emblemático del circuito under porteño de los 80: el Parakultural, abierto por Omar Viola y Horacio Gabin, en un sótano de la calle Venezuela al 300. Este lugar es uno de los más conocidos de esos años y recibe al público del circuito cultural formado en distintos lugares a comienzos del 80; especialmente al del Café Einstein. Este centro ofrece teatro, música en vivo y artes plásticas no convencionales; además de muestras fotográficas y otro tipo de intervenciones. El lugar y sus condiciones físicas resultan elocuentes de la atmósfera de esos años, en los que se trabaja en condiciones edilicias precarias que hacían de marco estético a las performances y que se conjugaban con los elementos reciclados de las vestimentas de las y los artistas y con los objetos empleados en las obras.

Otro núcleo significativo de la movida artístico-cultural porteña de los 80 es el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas, ubicado en la Avenida Corrientes al 2000, en un edificio de la Universidad de Buenos Aires, inicialmente abandonado y derruido, que habilitaron las y los propios artistas y gestores, en su mayoría personas muy jóvenes o recién regresadas del exilio. El Rojas es creado por decreto en diciembre de 1983, se inaugura en septiembre de 1984 y desde mediados de la década pasan por allí diversidad de grupos y figuras del teatro, la música, la literatura, la plástica y la danza (como Batato Barea, Humberto Tortonese y Alejandro Urdapilleta; el dúo Los Melli; Las Gambas al Ajillo; Vivi Tellas; César Aira; María Moreno; Daniel Molina; Fernando Noy; Jorge Gumer Maier; Rubén Szuchmacher; Josefina Ludmer; Roberto Jacoby; Guillermo Kuitca; Marcelo Pombo; Néstor Perlongher; entre muchas y muchos otros).

Asimismo, las redes y espacios de los 80 incluyeron intervenciones en el espacio público (en el Obelisco, plazas y otros sitios) con participaciones callejeras (gráficas y performáticas) como las del grupo C.A.Pa.Ta.Co (Colectivo de Arte Participativo Tarifa Común), o “acciones artísticas guerrilleras” como las del grupo La Organización Negra, que desplegaban gestos de choque para conmover los cuerpos disciplinados de la ciudadanía, tensionando las dinámicas del tradicional teatro político y dando cuenta de las nuevas estrategias (micro)políticas puestas en juego en esos años (Lucena, 2012). Como destaca Gutiérrez:

En todos estos lugares circuló de manera constante un quehacer subterráneo contra la (auto)represión que continuaba ejerciéndose sobre los cuerpos aun en democracia: el hacer con nada, el hacer del desecho, el rejunte y la colaboración artística colectiva; el “estar juntos” como modo de reactualizar los lazos sociales que habían sido puestos en suspenso y quebrados por la lógica y la fuerza dictatorial (2016, p. 5).

Los años 60. Prácticas de performance

Como comentara al inicio, las experiencias de los años 80 renuevan el clima exploratorio de la década del 60, que tanto a nivel local como internacional daba importancia a la performance como modo de expresión artística y recuperaba preocupaciones vanguardistas de comienzos del siglo XX. La neovanguardia neoyorkina de esa época es un hito del giro performativo en las artes y de la importancia dada al cuerpo como soporte de las performances.

Diana Taylor, una de las investigadoras sobre performance más reconocidas, especifica que “la palabra performance hace referencia a una amplia gama de comportamientos y prácticas corporales” (2012, p. 16). Otros investigadores e investigadoras destacan asimismo la relevancia de la corporalidad en la puesta en juego performática. Marcela Fuentes por ejemplo señala que la “performance convoca siempre a considerar las políticas que tienen que ver con el cuerpo” (2015, s.p.). También Erika Fischer-Lichte abona este planteo:

En las realizaciones escénicas se da el caso de que el artista “productor” no se puede separar de su material. Produce su “obra” -para servirnos una vez más de la expresión- en un material y con un material extremadamente singular, raro incluso: su propio cuerpo (2011, p. 157).

Taylor señala que “aunque hay muchísimos ejemplos anteriores de actos aislados que podrían llamarse performance art, éste brota como movimiento artístico en los 60 y 70 como un reclamo en contra de la ausencia del cuerpo en el arte” (2012, p. 61). Por su parte, Garbatzky agrega:

El término “performance”, traducido al español como actuación, interpretación, función y rendimiento, implica un elemento ligado a una realización. En el sentido de “performance artística”, se trata de un género cuyos antecedentes provenían del viraje provocado a fines de los 60 en las artes en general, cuyo punto de inflexión fueron las distintas reapropiaciones en Estados Unidos de la obra de Marcel Duchamp y las vanguardias históricas europeas (2013, pp. 14-15).

Si bien el inicio de las prácticas de performance puede rastrearse también en otros países, incluyendo países latinoamericanos (como Brasil o México, entre otros) (Taylor, 2012, p. 61), lo cierto es que las reapropiaciones de las vanguardias acontecidas en Estados Unidos efectivamente conformaron un hito de las exploraciones de aquellos años, entre las que se destacaron las desplegadas por la neovanguardia neoyorkina.

Al respecto, cabe tener en cuenta, en un marco general, el contexto estadounidense convulsionado de ese momento. Las décadas del 60 y 70 en Estados Unidos conforman un período de radicalización política y estética en el que emergen diversidad de experiencias y procesos: las demandas por derechos civiles; el activismo negro; el antibelicismo; el movimiento hippie; el surgimiento de los movimientos estudiantiles; la experimentación con la percepción; los feminismos y las proclamas por la liberación del cuerpo; la exploración de relaciones sexo-afectivas y lazos comunitarios; entre varios otros. Los cambios de esos años incluyen transformaciones en la manera de concebir la política: se concede importancia a la sensibilidad, la afectividad y la horizontalidad, y se produce una politización y valorización de los cuerpos.

El contexto referido afecta desde ya el terreno artístico. En la década del 60 se producen cambios significativos en las formas de concebir el arte, así como de los sujetos y objetos que pueden ser concebidos como tales, de los modos de organización en la producción artística y de los lazos entre artistas y público, entre otros procesos. En este marco, emergen formas teatrales experimentales: se agudiza la búsqueda de materiales y espacios, y aumenta la informalidad, la espontaneidad y la acción colectiva. Estudiantes y artistas generan ámbitos de circulación para sus performances, más informales y económicamente accesibles (incluso iglesias, galpones o gimnasios); iniciativas tomadas de los artistas visuales que ya en los años 50 organizan happenings en lofts o garages de la Ciudad de Nueva York.

En la Ciudad de Nueva York se gesta un laboratorio de exploración entre artistas de diversas disciplinas que se orientan a romper con la autonomización del arte, retomando idearios vanguardistas de principios del siglo XX. Sus exploraciones derriban fronteras entre arte y vida; deshacen límites entre disciplinas; reformulan la relación entre artistas y espectadores y rechazan la espectacularización de la actividad artística.

La emergencia de las prácticas de performance se inscribe en ese contexto de transgresión de fronteras disciplinares y de “mezcla” de disciplinas propio de esos años. De ahí el señalamiento del reconocido teórico y artista Richard Schechner, al referir los estudios sobre performance, de que estos parten de la premisa de que la performance como arte carece de un medio distintivo, y que más bien utiliza todos y cualquier medio. Estudiar la performance como un arte, sostiene el autor, “requiere atención a todas las modalidades que hay en juego. Esto distingue a los estudios sobre performance de los que se concentran en una sola modalidad -danza, música, artes plásticas, teatro, literatura, cine-“ (2012, p. 25).

En cuanto a la orientación de las prácticas de performance, Garbatzky subraya que se trataba de poner en primer plano el carácter procesual de la obra, y que tuvo implicancias significativas en el terreno artístico: “el fenómeno resultó un verdadero giro cuyas repercusiones afectaron a los artistas, al público y las instituciones, pero fundamentalmente desplazó la valoración de la obra concluida por todo lo que se atuviera a los procesos de construcción efímera de trabajo” (2013, p. 15).

La autora señala que las primeras historias críticas sobre la performance ubican a esta en relación con las prácticas escénicas de la vanguardia, como por ejemplo la obra del músico John Cage, que en el Black Mountain College se inició en 1932 bajo la guía de Josef Albers, profesor de la escuela de la Bauhaus. También destaca a John Cage y al coreógrafo Merce Cunningham como ejemplos del rumbo que adoptaba la performance. En palabras de la autora:

Un rumbo que parecía estar señalado por el acrecentamiento de lo invisible, y que podía observarse en ejemplos tan disímiles como la música “producida” con silencio o los movimientos copiados de la vida cotidiana en las performances de John Cage y Merce Cunningham (2013, p. 15).

En relación con las influencias de Cage y de Cunningham, y a fin de ofrecer un suelo concreto para pensar la atmósfera neoyorkina de los años 60, puede referirse (de la multiplicidad de terrenos que abarcaron los desplazamientos del período) el surgimiento de la danza posmoderna en Nueva York a comienzos de los años 60 (con producciones seminales entre 1962 y 1964, en el edificio de una iglesia, la Judson Memorial Church, en Greenwich Village, Manhattan), en el contexto exploratorio de la neovanguardia de entonces.

Greenwich Village es un barrio de Manhattan de tradición progresista que ha dado espacio a diferentes manifestaciones políticas de contracultura (incluyendo la revuelta de Stonewall en 1969, hito catalizador del movimiento lgbt). En ese momento, este barrio neoyorkino es un centro intensivo de actividades teatrales, literarias y artísticas, en un contexto en el que la economía se expande, hay un espíritu activo de participación y un interés por usar materiales accesibles, se puede vivir barato y hacer arte económicamente. El ambiente pragmático de posguerra se expresa en varias artes: desde los happenings que hacen uso de ámbitos a la mano, y que las prácticas de performance continúan, a los ready-made de Duchamp que confieren estatuto artístico a objetos cotidianos, y que tienen gran influencia en varias artes, incluyendo la danza, en un momento en que las ideas se esparcen de un arte a otra.

El interés en la acción cotidiana se propaga en esos años en los manifiestos de artistas de variados campos, en el marco de una explosión de ideas en diversos terrenos y aportes transdisciplinarios que abre nuevas actitudes sobre lo que puede considerarse “arte”. Por otro lado, las audiencias son también artistas, pintores, músicos, bailarines, escritores, realizadores de películas e intelectuales, además de vecinos de Greenwich Village. Es una audiencia activa y al tanto de la crisis en el arte moderno, hambrienta de recibir sorpresa y provocación.

Las y los bailarines y coreógrafos que dan surgimiento a la danza posmoderna en la iglesia referida de Nueva York, con las performances de teatro-danza experimentales que despliegan entre 1962 y 1964, son conocidas y conocidos como el grupo “Judson Dance Theater” (JDT). En sus performances, las y los bailarines y coreógrafos del JDT cuestionan la estética y codificaciones instituidas tanto del ballet como de la danza moderna, rechazan el formato tradicional del concierto de danza y exploran modos de hacer performance y de interpelar a los espectadores, así como de observar las producciones. Recusan las exigencias de “comunicación” de un “significado artístico” y cuestionan la noción de arte y la de creación autoral de las obras, resquebrajando el ideario romántico del artista individual y aportando a la consolidación del trabajo colectivo. También crean un método cooperativo de producir conciertos, compartiendo, intercambiando y repartiéndose alternativamente tareas de coordinación, producción, organización y difusión de los eventos.

En el grupo JDT existe un interés renovado por las experiencias de las vanguardias históricas, que se expresa en las provocaciones dirigidas contra los soportes institucionales de la danza como arte. Estas provocaciones hallan un antecedente en las obras de Marcel Duchamp y de Eric Satie, figuras que hacen de nexo entre las propuestas de las vanguardias históricas y lo que en el distrito de Greenwich Village va a denominarse neovanguardismo (Tambutti, 2009, p.8).

La influencia de las vanguardias en el grupo JDT es transmitida principalmente a través de las producciones de Cunningham y de Cage. La colaboración entre estas dos figuras es una influencia importante del JDT. Varios de los miembros del grupo habían participado en la compañía de Cunningham e incorporan sus logros y rupturas como coreógrafo. Cunningham, por su parte, trabaja en conjunto y bajo la influencia del músico John Cage. Ambos comparten la acepción de la música y de la danza como entidades autónomas, independientemente de su coexistencia eventual.

Una innovación importante que introduce Cunningham en el campo es la consideración de que cualquier movimiento es material dancístico. Así como Cage, en su música experimental, concibe cualquier sonido como “música”, incluso el silencio; para Cunningham todo movimiento corporal, incluida la quietud, es considerado “danza” y una posibilidad para la composición coreográfica. En este sentido, sus perspectivas suponen un desplazamiento en cuanto a los objetos considerados “arte” y a los sujetos capaces de desarrollarlos.

Asimismo, estos artistas despliegan otros métodos de creación y composición, sumamente influenciados por las vanguardias. Cunningham toma por ejemplo de Cage la técnica de "chance" (azar), que incorpora la improvisación como un medio de experimentación y búsqueda en la producción artística (Novack, 1990, p.26). Cunningham forma parte de la oleada neo-dadaísta que irrumpe junto con el grupo Fluxus1. También entabla relaciones con Marcel Duchamp, estableciendo un puente con las vanguardias históricas. A partir de 1944, da conciertos de danza que fugan radicalmente de la danza moderna tradicional de entonces; en este sentido, sus innovaciones en danza igualan a las de su colega John Cage en música. Así, a través de Cunningham y de su colaborador musical John Cage, una joven generación de artistas se encuentra con la herencia de la vanguardia europea en arte y performance. Los bailarines son influenciados por los escritos de Antonin Artaud, por los métodos de chance y por el valor de lo cotidiano.

En todo este clima experimental se produce una ruptura significativa de los límites disciplinares e intercambios entre prácticas artísticas. Greenwich Village es un pequeño mundo de poetas, pintores, bailarines, actores y músicos, lo suficientemente pequeño para conocerse entre sí y su trabajo, y tienen relación con los dadaístas. El intercambio de disciplinas y el acercamiento entre arte y vida incluye la participación de no bailarines en piezas de danza, así como la presunción de que los no bailarines pueden no solo bailar sino incluso coreografiar; ideas que toman solidez en la década del 60 en las prácticas de varios coreógrafos y en el diálogo entre artistas de diversos terrenos. Así, algunos de los jóvenes coreógrafos performan en happenings, a la vez que pintores, poetas y músicos a menudo aparecen o incluso componen danzas. Esta inclusión de amigos no-danzantes de las y los coreógrafos permite que cuerpos no entrenados aparezcan en las performances, lo que conforma una práctica recurrente en la década del 60 (Banes, 1995).

En cuanto al JDT, en este grupo hay también un especial interés por producir colectivamente. El JDT critica duramente el repliegue de la danza moderna hacia la conciencia interior, el recurso a la introspección y la idea de inspiración individual. Para el grupo, la actividad artística es un trabajo cooperativo en diálogo, tanto entre creadores de diferentes disciplinas como entre artistas y espectadores. Esta preocupación por la organización y producción cooperativa constituía un rasgo en común en muchos grupos de la época.

Los años 60 en el terreno local. Algunas experiencias performáticas

Como plantea Ana Longoni, varias cuestiones de las vanguardias de los años 20 fueron apropiadas de manera descentrada, no solo en Nueva York sino en diferentes puntos del Cono Sur (2007). Estas involucraron aspectos como la puesta en juego del cuerpo, el carácter procesual y efímero de las obras, el intercambio de disciplinas, la valorización de lo cotidiano y la ruptura con la autonomización del arte, entre otros.

De la multiplicidad de prácticas de ese período, siguiendo los planteamientos de Longoni, recupero algunos hitos del arte experimental argentino de los 60 que grafican las orientaciones de esos años. Estas orientaciones tendían a reivindicar materiales innobles y efímeros, incluso en muchas ocasiones procaces (como basura o desechos: un trapo de piso, una chapa oxidada, latas usadas, piezas de juguetes rotos, elementos perecederos en ocasiones putrefactos, etc.) como objetos artísticos, que se contraponían a las convenciones de las bellas artes, a la vez que reafirmaban su carácter procesual y efímero por lo imposible de coleccionar o de conservar (2017, p. 157).

Algunos ejemplos de este tipo de puestas son las de artistas rupturistas emblemáticos como Kenneth Kemble o Alberto Greco, entre otros. Ya a fines de la década del 50, Kemble inicia la serie Paisajes suburbanos, producida exclusivamente con materiales con los que se construían viviendas de villas miseria, en alusión a la marginalidad de esa población urbana. Seleccionaba a propósito elementos desagradables y utilizaba cola podrida para que el olor hediondo asqueara a los galeristas. Un tipo de orientación similar a la que mostraba Alberto Greco (figura descollante de la vanguardia artística argentina de los 60) en varias de sus puestas, en las que entregaba por ejemplo cartones monocromáticos desechables como piezas de obra.

Asimismo, Greco desarrolla diversas “modalidades de practicar el arte involucrando su propio cuerpo y el de otros como soporte privilegiado” (2017, p. 158), como en los Vivo-Dito que inicia en 1962, consistentes en acciones en las que señaliza y firma objetos, personas o situaciones convirtiéndolos en obras de arte. Estas intervenciones resignifican la noción de arte, mezclando situaciones cotidianas con operaciones que les confieren un estatuto artístico y que sin embargo a la vez explicitan su carácter efímero. Como señala Longoni:

Los Vivo-Dito amplían de manera inaudita la noción del arte a circunstancias cotidianas y a la vez irrepetibles en tanto instantes únicos, efímeros, que desaparecen poco después de que el artista los firme y declare obras de arte de su autoría. En ese punto, los Vivo-Dito invierten el gesto de los readymade de Duchamp: en lugar de sustraer un objeto común o industrial de su contexto usual anulando su función al convertirlo irónicamente en “obra de arte”, la clave de las acciones de Greco es no intervenir ni separar, sino apenas señalar como arte algo o alguien que sigue inmerso en su devenir cotidiano (2017, p. 160).

Este tipo de acciones efímeras implican a la vez un tipo de “producción performativa de la materialidad”, según la denominación de Erika Fischer-Lichte; esto es: realizaciones escénicas que “no son un artefacto material fijable ni transmisible, son fugaces, transitorias, y se agotan en su propia actualidad, es decir, en su continuo devenir y desvanecerse” (2011, p. 155). Según la autora, este gesto resulta interesante en su singularidad por cuanto, aún cuando puedan conservarse elementos puestos en juego en las performances, “la realización escénica, no obstante, se pierde irremediablemente al terminar y no se puede repetir nunca de forma idéntica (2011, p. 155).

En cuanto a Greco, otras acciones en las que ponía su cuerpo era por ejemplo en happenings improvisados en eventos, como el que realizó en la casa-taller de la artista Lea Lublin, cuando se introdujo desnudo en una bañera llena de pintura negra, para continuar luego participando de la fiesta manchando todo y a todo el mundo a su paso. Es así que en este caso “el cuerpo mismo del artista deviene en superficie pintada y pintante” (Longoni, 2017, p. 160).

De este modo, las puestas en juego de intervenciones como las de Greco y de Kemble, entre diversidad de experiencias producidas en esos años, dan cuenta de la importancia del cuerpo en las expresiones artísticas del período así como de los recursos empleados y del carácter procesual y efímero de los objetos artísticos.

Conclusiones. Los años 80, el legado y el diálogo con los años 60 en la construcción de un suelo de prácticas

Este texto abordó el rol de la corporalidad en las performances y formas de la teatralidad emergentes en los años 80 posdictadura, dando cuenta del despliegue de prácticas y experiencias en diversos centros de la contracultura porteña que comparten como aspecto distintivo el interés por la exploración con el cuerpo, la indisciplina sexual y el encuentro colectivo. Asimismo, el escrito se orientó a mostrar cómo las experiencias de esos años renuevan el clima exploratorio de la década del 60, que tanto a nivel local como internacional daba importancia a la performance y al cuerpo, a la vez que recuperaba preocupaciones vanguardistas de comienzos del siglo XX. En este sentido, cabe extraer algunas conclusiones sobre aspectos presentes en ambos períodos analizados.

En primer lugar, el recorrido en torno a las prácticas y experiencias de los años 80 permite observar la dimensión significativa que ocupaba la exploración corporal, que se ponía en juego a través de expresiones festivas, grotescas, indisciplinadas y/o disruptivas de la normatividad sexual, y a partir asimismo de la creación de nuevos repertorios corporales (como los de clown-travesti en el caso de Batato; mujeres libertinas en el caso de Las Gambas…; etc.).

Las prácticas de performance y formas de la teatralidad de esos años amplían los recursos artísticos y fugan de las tradiciones del teatro representativo tradicional, privilegiando el proceso, la improvisación y la experimentación frente a resultados prefigurados; generando otras relaciones entre artistas y público -en las que este último forma parte del devenir del proceso de improvisación, ya desde las carcajadas, reacciones y gestos interactivos con las y los artistas-; interpelando a la observación de formas acontecimentales que escapan a lo cotidiano; así como dando lugar a modos de organización entre las y los artistas autogestivos, cooperativos y más horizontales. De igual manera, los espacios que albergan estas experiencias en general conforman sitios precarios, en ocasiones acondicionados por las y los propios artistas. En ellos se produce un intercambio y mezcla de disciplinas y recursos experimentales que dan cuenta de la incorporación de gestos y objetos cotidianos, así como de materiales reciclados o incluso de desechos.

A partir del recorrido efectuado, puede verse asimismo cómo estos aspectos se reconocen ya en experiencias de los años 60, tanto de la neovanguardia neoyorkina como del ámbito local. Si el proceso materializado en Nueva York constituye un hito de la importancia dada al cuerpo a partir del giro performativo en las artes en la década del 60, las experiencias locales muestran asimismo el rol significativo que adquiere la puesta en juego del cuerpo en la consecución de la obra.

Del mismo modo, la fuerte apuesta al trabajo colaborativo que se produce en los 80 reconoce antecedentes claros en las experiencias de la década del 60 y en su cuestionamiento a las jerarquías tradicionales, en los modos de organización y producción artística, y en el intercambio profuso de saberes, disciplinas y prácticas. Tal como había sucedido en la década del 60, tanto a nivel local como en la neovanguardia neoyorkina y en otras ciudades y países; en varios espacios del 80 (en el Parakultural, y ya antes en el Einstein y otros) se reiteraban experiencias de trabajo colaborativo, y también intercambios entre diferentes disciplinas o artes, como por ejemplo entre artistas plásticos y bandas de rock, como ocurría en los recitales de Virus, o en las convocatorias de los “museos bailables” de Coco Bedoya, en las que se intervenían discotecas con performances que rompían con la expectación respetuosa de los museos tradicionales, a la vez que difuminaban las fronteras entre las artes participantes.

Al respecto, la elección de los lugares de despliegue de las experiencias, más informales y económicamente accesibles, constituye asimismo otra característica en común entre aspectos de la apertura democrática y los años 60.

En este sentido, la etapa dictatorial, aun cuando no impidió que se produjeran experiencias festivas en medio del terror, significó sin embargo la interrupción de un proceso exploratorio que se estaba forjando y que en países como Estados Unidos pudo continuar de otro modo en la década del 70, en tanto aquí resultó oprimido. En esta dirección, el artista e investigador Roberto Jacoby destaca que lo ocurrido en el ámbito local en los años 80 constituye un “gesto retrasado” respecto de formas de sociabilidad disruptivas que se habían dado en otros territorios: “En la Argentina de los 70, la pólvora y la sangre habían opacado las luces de la fiesta, del mismo modo que interrumpieron el movimiento hacia el pansexualismo poshippie que tuvo efecto en los países del norte” (2011: 411). Daniel Molina sostiene un planteo similar y señala que, así como la dictadura había interrumpido las libertades públicas, había paralizado también desarrollos experimentales de los años sesenta que comenzaban a derribar las fronteras normativas entre los géneros (en Moreno, 2003).

En esta dirección, puede observarse finalmente que todo este despliegue de acciones en red, tendientes a la experimentación con la corporalidad y al encuentro de los cuerpos que se potencia en la década del 80, habilita un suelo de prácticas, experiencias y sensibilidades que (aun con los disciplinamientos persistentes en la materialidad de los cuerpos luego del período dictatorial) produjeron aperturas para nuevas experiencias, aún actuales. Resumiendo el legado de esos años, María Moreno describe de la siguiente manera la “escena del 80”:

Una época en que el arte, la política y la vida cotidiana conocieron fervores, cruces y mutaciones de los que todavía seguimos siendo los herederos. Del Café Einstein a la redacción de El Porteño, de las Madres de Plaza de Mayo al Parakultural, de los manuales de comportamiento gay de la CHA a los desplantes de Batato Barea, los años ochenta cambiaron -casi siempre a los ponchazos, con un vértigo tan saludable como caótico- las viejas agendas político-culturales y los protocolos sociales, minaron las fronteras entre identidades y prácticas y recuperaron una ilusión que parecía perdida: el goce y la fiesta volvían a ser posibles (2003).

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1 El grupo Fluxus era un movimiento internacional -europeo y estadounidense-, desarrollado desde 1961 a partir del interés por el dadaísmo y por la figura de John Cage. Buscaba la mezcla de diferentes disciplinas artísticas (música, movimiento, artes plásticas). Sus producciones incluyen panfletos, sellos, carteles y películas.

Received: July 01, 2021; Accepted: October 30, 2021

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