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Propuesta educativa

versão On-line ISSN 1995-7785

Propuesta educativa (Online)  no.40 Ciudad Autonoma de Buenos Aires nov. 2013

 

ARTÍCULOS

Imágenes de la escuela rural.
Apuntes sobre las fotografías de Cecilia Gallardo

 

Nicolás Arata *

Dr. en Educación; Prof. de Historia de la Educación Argentina y Latinoamericana, Universidad de Buenos Aires y Universidad Nacional de Río Negro. E-mail: nicolasarata@yahoo.com.ar


Resumen

A partir de la muestra fotográfica Zona desfavorable de Cecilia Gallardo, en este artículo propongo una interpretación de esas imágenes a la luz de las preocupaciones actuales del campo historiográfico educativo. La presencia de la fotografía escolar en la historia de la educación argentina se remonta a finales del siglo XIX; desde entonces la cámara ha registrado el desenvolvimiento de las prácticas escolares; ha retratado a sus protagonistas -maestras, maestros, alumnos-; ha dejado testimonio de sus espacios y rituales, entre otros aspectos de la vida en las escuelas, contribuyendo a formar un valioso acervo de fuentes documentales que permiten reconstruir diferentes tramos y aspectos de la experiencia escolar. Por otra parte, el interés por la fotografía escolar se ha renovado en los últimos años como resultado de los nuevos modos en que los documentalistas y fotógrafos registran los eventos educativos, y de las estrategias y marcos conceptuales que emplean los historiadores para interrogar las fuentes visuales. En este caso me apoyo en las imágenes elaboradas por Gallardo sobre la escuela rural N° 282 situada en El Desvío para plantear, desde una perspectiva histórica, algunos problemas y sugerir algunos enfoques en torno al estudio de las formas que adopta la escuela de "tierra adentro".

Palabras clave: Fotografía escolar; Escuela rural; Cultura material; Historia de la educación.

Abstract

In this article I propose an interpretation of the images taken from the photographic exhibition "Zona Desfavorable" / "Unprivileged zone" by Cecilia Gallardo, given the actual concerns of the historiographical field of education. The presence of scholar photography in the history of Argentinean education goes back to the late nineteenth century, since then the camera has recorded the development of school practices, it has portrayed their protagonists -teachers, students-; it has left testimony of their spaces and rituals, amongst other aspects of life in schools, helping to create a valuable body of documentary sources that allow to reconstruct different sections and aspects of the school experience. In addition, the interest in scholar picture has been renewed in recent years as a result of the new ways in which documentalists and photographers record educational events, as well as the strategies and frameworks used by historians to interrogate visual sources. In this case, I lean on Gallardo's images about the Rural School Nº 282 located in "El Desvío" to pose, from a historical perspective, some problems and suggest some approaches to study the forms that the "inland" school, adopts.

Key words Scholar Photography; Rural School; Material Culture; History of Education.


 

 "Hoy abundan las imágenes por donde quiera.
Nunca se había retratado ni observado tanto"

(Berger, La forma de un bolsillo, 2002)

La muestra titulada "Zona desfavorable"1 de Cecilia Gallardo es una contribución importante a un género que despierta gran interés entre quienes estudian las prácticas y la cultura material de la escuela: la fotografía escolar. Las quince imágenes que conforman la obra componen un retrato de la escuela rural N° 282 de El Desvío, un paraje de la provincia de Santiago del Estero perteneciente a la comuna Vilelas, ubicado a 180 kilómetros de la ciudad capital.
Tomé contacto con la obra de Cecilia trabajando en un proyecto del Ministerio de Educación que proponía presentar: mediante estampas armar una crónica de los acontecimientos educativos argentinos más significativos de los últimos 200 años para vestir un stand de la XX Cumbre Iberoamericana de Presidentes2. Una foto de Cecilia formaba parte de la muestra. El resto lo hizo posible internet. Le escribí el 13 de enero de 2011, para invitarla a participar en un manual sobre historia de la educación en el que me encontraba trabajando junto a Marcelo Mariño3. Nos habíamos propuesto potenciar los textos a través del montaje con imágenes y las fotografías de Cecilia ofrecían esa posibilidad.
La atención depositada en las fotografías escolares no representa una novedad, aunque sí los modos en que nos acercamos a ellas y las formas de interrogarlas. El empleo de las imágenes como fuente de la investigación social no solo representa una oportunidad para que la historiografía educativa revise el modo en que los documentos visuales fueron utilizados en el análisis del pasado educativo. Como sugiere Inés Dussel, tan importante como eso es aprovechar ese envión para generar una renovación del campo de estudios, a partir de la elaboración de nuevos conceptos que permitan pensar y trabajar con imágenes de otras maneras (mimeo). Por consiguiente, se trata de explorar el universo de imágenes educativas con el propósito de identificar nuevos objetos de investigación (o de redefinir los que ya fueron abordados) tanto como de repensar las relaciones entre imagen y escritura a partir del uso de nuevos enfoques metodológicos y categorías4.
En este ensayo ilustrado quisiera realizar un ejercicio en esa dirección. Para ello, me propongo establecer un diálogo con las fotografías que componen "Zona Desfavorable" desde un enfoque especulativo; es decir, desde un punto de vista que no pretende ser verdadero ni falso, que no busca transformar las imágenes en fuentes para someterlas a la rigurosidad del análisis histórico, así como tampoco se preocupa por su veracidad. Un pensamiento especulativo persigue, en cambio, un tipo de saber que apela a la imaginación, intenta pensar a partir de imágenes y procura encontrar aquello que quiere decir en la creatividad del lenguaje (Ludmer, 2010).

Mirar escuelas

Retratar escuelas es un oficio con historia. El trabajo de Cecilia Gallardo se inscribe en una tradición estética de largo aliento -la fotografía escolar- probablemente inaugurada en nuestro país por el fotógrafo Samuel Boote hacia 1889. Él y su hermano Arturo (argentinos de primera generación descendientes de una familia inglesa) capturaron una serie de vistas y costumbres de la Argentina de finales de siglo XIX donde se retrató un conjunto de sujetos y edificios envueltos por un aura de modernización. Ambos fotógrafos fueron contratados por el Estado con el propósito de enlazar, a través de esas imágenes, dos discursos: el que exaltaba el proceso de modernización abierto por el Estado nacional desde su conformación en 1880 (modernización que ya podía palparse en el progreso material de Buenos Aires) y el llamado a la consolidación de una identidad nacional (a través de la invención de una historia patria que identificaba en las luchas por la independencia y la batalla de Caseros sus puntos más fuertes). La combinación de ambos discursos dio lugar a una mirada estrábica, que con un ojo observaba el pasado para ordenarlo y con el otro se dirigía hacia el futuro, de donde emanaba la fuente de legitimación del progreso. Bajo esa peculiar mirada, la ciudad oficiaba como núcleo del relato modernizador y el "ser argentino" consistía en asumirse y formar parte de un proceso civilizatorio sin precedentes en la historia nacional.
Aquella "república fotográfica" estaba compuesta por un repertorio preciso de imágenes (La Administración de Rentas, el Consejo Nacional de Educación, la Estación de Ferrocarriles, el Congreso) que construían "un modelo de inteligibilidad para la ciudad" (Cortés-Rocca, 2011). En ellas se podían distinguir con claridad los elementos urbanos que encarnaban el progreso -el centro, el ferrocarril, el edificio escolar, de sus antónimos -la carreta, la zona del bajo, la práctica de ciertos oficios-. Al igual que el afamado fotógrafo Christiano Junior, los hermanos Boote pretendían capturar en cada retrato de la edilicia pública una imagen del futuro. En ese sentido, se puede pensar la fotografía como un potente recurso pedagógico a través del cual se buscaba educar la mirada enseñándole al ojo qué paisajes formaban parte de la república moderna y cuáles, en cambio, quedaban confinados al pasado. Las fotografías de la Nación en ciernes no dejaban, sin embargo, de presentar una particularidad: las imágenes de Buenos Aires devuelven la vista de una ciudad que se expandía del centro hacia la periferia gracias a la infraestructura y los empréstitos británicos, siguiendo criterios estéticos franceses y ejecutada por arquitectos italianos, donde lo único "argentino" que se puede encontrar en ellas es, precisamente, la mirada de los hermanos Boote.
¿Qué hay con las escuelas? Hacia 1889, El Estado nacional, a través del Consejo Nacional de Educación, volvió a contratar los servicios profesionales de Samuel Boote para fotografiar los edificios escolares de la Capital que habían sido inaugurados oficialmente entre 1884 y 18865. La cámara de Boote retrató fachadas monumentales, aulas luminosas y batallones escolares disciplinados. Observados de manera aislada, aquellas fotos despiertan curiosidad; colocadas en serie, producen en quien las observa un impacto acumulativo. Las fotografías escolares de Boote contribuyeron a configurar una mirada de larga productividad en el imaginario educativo nacional. Las 40 fotos que componen el Álbum de Vistas de escuelas comunes ofrecen una de las primeras imágenes modernas sobre las escuelas argentinas6. ¿Por qué? Porque en ellas, además de verse reflejado un programa arquitectónico, urbano y cultural, se plasmó lo que Pablo Pineau llamó "una estética civilizada- basada en conceptos como la higiene, el recato y el control de los excesos-" (2012, pág. 80) que mostraban, entre otras cuestiones, cómo tenía que lucir una escuela del Estado y de qué manera había que disponer los cuerpos. El ejercicio visual que despliega Cecilia Gallardo forma parte de la tradición de fotografiar escuelas, aunque cambie el paisaje y las tecnologías de la imagen sean otras, sus intereses estén animados por otros motivos y su exploración estética se ubique en las antípodas de los retratos monumentales de Boote. Intenté leer las imágenes que forman parte de "Zona desfavorable" guiado por la siguiente pregunta: ¿qué revelan las fotografías de Gallardo sobre la escuela rural respecto a otros discursos que han vuelto su atención sobre ella?

¿Qué hace a una escuela, escuela?

La obra de Cecilia Gallardo hace foco en una región de la experiencia escolar que, a pesar de ser una realidad notablemente extendida a lo largo y ancho del territorio nacional, no ocupa un lugar preponderante en nuestro imaginario educativo: la escuela rural. Realicé una primera aproximación a través de las estadísticas. El relevamiento anual efectuado por la Dirección Nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa en 2005 registró la existencia de 11.454 establecimientos estatales de educación primaria común rural; las mismas representaban entonces el 61,6% del total de las unidades educativas públicas del país y sus aulas recibían a 563.092 alumnos y alumnas, es decir, el 15,7% de los alumnos matriculados del total país7. Entre 2006 y 2009, el Relevamiento de Escuelas Rurales estableció la existencia de 15.596 edificios de educación común y gestión estatal, esta vez tomando en cuenta los niveles inicial, primario y medio8.
¿Qué expresan estos números? En principio, que la escuela rural es una realidad institucional cuyo peso es muy significativo si la miramos desde una perspectiva nacional (ya que más de la mitad de las escuelas públicas del país cumplen con este perfil) y tiene una incidencia sensible en algunas regiones. Al mismo tiempo, puede inferirse que las escuelas rurales emplazadas a lo largo y ancho del territorio nacional proveen educación a un número relativamente bajo de alumnos si se lo compara, por ejemplo, con la matrícula que asiste a las escuelas públicas de la provincia de Buenos Aires. Claro que estamos hablando de números y no de derechos inalienables, o de los instrumentos de los que dispone el Estado para garantizar el acceso a una educación de calidad para todos.
Que las herramientas estadísticas son un instrumento valioso para conocer e interpretar la realidad educativa, no hay dudas. Sucede que al procesar una multiplicidad de experiencias para transformarlas en datos, indefectiblemente se generan algunos problemas que ponen en tensión diferentes modos de construir un saber sobre la escuela rural.
Un ejemplo. El criterio estadístico que se implementó para el relevamiento de escuelas rurales consistió en identificarlas dentro del grupo de establecimientos que están emplazados en poblaciones de menos de 2000 habitantes o en campo abierto. Pero ¿qué es lo que le confiere a la escuela rural su carácter específico? ¿La distancia que la separa de una urbanización? ¿Una localización específica? En otras palabras: ¿qué hace a una escuela, una escuela rural? Hay al menos tres dimensiones a ser tenidas en cuenta a la hora de pensar este interrogante:
- En primer lugar, como advierte Elsie Rockwell, lo que fue definido como "lo rural" en el dominio educativo, siempre fue una idea relativa que dependió de con qué se la comparara (Rockwell, 2010). Las definiciones que remiten a lo rural y a lo urbano cambiaron con el tiempo. Esos cambios tuvieron lugar en diferentes planos y niveles. De ahí que resulte indispensable contrastar las transformaciones que sufrió la noción de educación rural desde una perspectiva diacrónica, así como de observar lo que la normativa educativa o la estadística define como "lo rural", con lo que puedan estar indicándonos sobre los procesos de escolarización rurales las culturas locales y las instituciones del campo, así como el modo en que maestros y alumnos, padres y madres perciben a la escuela. Con ello no resigno toda posibilidad de construir miradas de conjunto sobre la escuela rural; en cambio, acepto que puede haber muchas narrativas para un mismo objeto y que si seguimos, por ejemplo, el camino de los estudios etnográficos, seguramente realizaremos más descubrimientos que comprobaciones.
- En segundo lugar, como indica Alicia Civera, la escuela fue incorporando características propias al introducirse en ella el mundo rural: "los problemas de inasistencia según las temporadas de siembra y cosecha, la dificultad de los niños para asistir a la escuela por su actividad laboral, los accidentes del terreno o la movilidad de las personas hacia las fuentes de trabajo" (2011, pág. 13). Por ello, para comprender las lógicas de la escuela rural hay que empezar por dejar de verla como una institución que simplemente se posa en un paisaje distinto al urbano y comenzar a estudiar cómo se producen las interrelaciones entre lo escolar y lo rural y qué efectos concretos tienen sobre las prácticas educativas que allí tienen lugar.
- En tercer lugar, es importante mencionar que no existe una sino varias ruralidades y que estas pueden pensarse, al menos, a partir de dos tópicos: como un modo de habitar el espacio o como un modo de imaginarlo. Respecto al primero, estos pueden distinguirse unos de otros "según las formas de propiedad de la tierra, la producción y sus formas de comercialización, su cercanía o lejanía de centros urbanos, sus formas de relacionarse con el Estado y el mercado interno..." (Civera, 2011, pág. 10). Con relación al segundo, se pueden identificar un conjunto de reflexiones gestadas durante el siglo XIX, donde se puso de manifiesto una voluntad interpretativa común que identificó "lo rural" con "lo desierto". Para no pocos hombres de letras, lo rural-desierto estableció con la ciudad un par de opuestos que se implicaban mutuamente como localizaciones de la cultura desde las cuales era posible imaginar el propio lugar en el mundo, es decir, un modo de ser argentino. El par urbano-rural fue, entonces, algo más que la referencia a lugares concretos. Son, en palabras de Malosetti Costa, espacios que "Condensan ideas, sentimientos, deseos y frustraciones en relación con la sociedad y con la política. [...] Involucran las ideas de progreso y de tradición, de acción y contemplación, de guerra y paz" (2007, pág. 7).
La condensación de estos relatos se cuela en las imágenes de Gallardo. Aunque sus fotografías sugieran distancia, silencio, pero no vacío. Esto tiene que ver con el punto de vista que adopta la autora para capturar las imágenes. Haciendo foco en la escuela, caracterizada por el discurso pedagógico moderno como un puesto de avanzada de la civilización,las imágenes también retratan la torre de una iglesia o la presencia de un aljibe. Esos objetos nos recuerdan que la escuela moderna, estatal y laica coexistió y coexiste con otras instituciones con las cuales la educación pública llegó a rivalizar pero que, al menos en este caso, forman parte de un mismo paisaje. ¿Qué relación establecerá el maestro con el cura del paraje? ¿Será una cimentada alrededor de la colaboración sincera o, por el contrario, se tratará de un vínculo astillado por miradas recelosas? ¿Y el aljibe? ¿Se inscribe dentro de un imaginario modernizador que lo concibe como una rémora del pasado, o bien se lo asocia con una herramienta cotidiana e imprescindible, ligada a la más elemental subsistencia? Claro que no se trata de preguntas dirigidas a las fotos, sino de interrogantes que emanan de ellas cuando las observamos.

La escuela de tierra adentro

En algunas fotografías, Cecilia Gallardo retrata una escena de límites imprecisos, desprovista de accidentes, sin variedad ni contrastes, sin orden ni medida. Una escena donde la naturaleza se abre frente a nuestra mirada recreando un paisaje no intervenido por el hombre, bajo un infinito cielo de pampa. Me gusta imaginar ese espacio como un mundo de tradiciones autosuficientes, sin dilemas de identidad, seguro de sí. Un mundo donde la escuela es un punto blanco, un accidente de la civilización, una isla de cemento rodeada de tierra parda. Aún más: me inclino a pensar que nuestras escuelas rurales están mucho más determinadas por su geografía que por su historia; en el caso particular de la escuela de El Desvío, creo que esa inmensidad de tierra que la recibe y la rodea es la que le otorga su verdadero carácter y le imprime su misión: contener el desierto allí donde se impone la opresión de lo abierto. Si esto fuese cierto, entonces, tal vez sea más pertinente preguntarse dónde empieza la escuela que cuándo se fundó.
Vale una aclaración. En este caso no apelo a la palabra desierto para describir una vasta extensión de médanos transitada por beduinos y salpicada de tanto en tanto por algún oasis. Pienso aquí al desierto como "una suerte de artefacto discursivo que provee las imágenes en torno a las cuales se hace, se deshace y se rehace el sentido de vacío de lo argentino" (Rodríguez, 2010, pág.13). Una larga tradición literaria argentina hizo de la llanura su desvelo. El desierto como el grado cero de la literatura nacional y la literatura nacional como el punto de partida hacia el desierto. Porque mucho antes que la brújula, el teodolito o el sextante hicieran su ciencia, la llanura fue hablada por la literatura; allí donde el saber técnico del cartógrafo aún callaba, la imaginación literaria dio testimonio.
En Facundo, Domingo F. Sarmiento dió cuerda y echó a andar ese artefacto discursivo, ejecutando con palabras un desplazamiento de sentidos: a la llanura pampeana la nombra desierto y al desierto lo equiparó con "la imagen del mar en la tierra" (1977, pág. 24). El mar simboliza el límite, pero también la imposibilidad de lo público. Si el desierto, como el mar, conforma un mundo sin historia, sus habitantes no pueden más que vagar libremente por él, sin ningún tipo de sujeción a la autoridad y sin la necesidad de tener que identificarse con el Estado ni con el mercado. Claro que aquella imagen del desierto puede asociarse también con una utopía; me gusta entrever en esa imagen del desierto el origen de Acracia, la patria del libertario: un país utópico, sin gobierno, a-monetario, sustentado en acuerdos mutuos, preñado de solidaridad.
La historia de la escuela de tierra adentro configura una zaga que va desde las escuelas de primeras letras que pretendía fundar José de San Alberto en las zonas más despobladas del obispado de Córdoba del Tucumán hacia fines del siglo XVIII, hasta las Aldeas escolares que impulsaba el presidente del Consejo Nacional de Educación Ramón Cárcano en el sur del país, en la década de los 30. Se trata de una tradición muy rica en términos de su extensión temporal -así como de los matices que presenta- que fue muy poco estudiada en nuestro país. Un trabajo de investigación de estas características podría enseñarnos mucho sobre los distintos perfiles que asumió la escuela rural en el espacio abierto, la población que recibió y los modos en que encaró la labor educativa, además de contribuir a desmitificar algunas de las ideas románticas que pesan sobre ella y que impiden pensarla en su devenir histórico9.
¿Cuáles son las improntas que tallaron los perfiles de las escuelas rurales en nuestro país? Con seguridad, las experiencias más interesantes que registra la historia de la escuela rural durante al menos la primera mitad del siglo XX en Argentina, estuvieron vinculadas a iniciativas individuales más que al despliegue de políticas de Estado. Mientras que en México la escuela rural fue un espacio de fuerte intervención política y cultural en el que se buscó configurar una identidad revolucionaria, en Argentina la escuela rural circulaba en el imaginario normalista como un destino profesional poco menos que incómodo, muchas veces rehusado, o bien aceptado a regañadientes por numerosos maestros.
El tiempo de la escuela rural llegaría durante las décadas de los 20 y 30; entonces las pedagogías ruralistas cobrarían nuevos bríos cuando una serie de acontecimientos brotados de las rebeliones subjetivas de un grupo de maestros y maestras colocaron en el centro del debate la importancia del ensayo pedagógico en las aulas. La escuela rural fue percibida por algunos maestros como un territorio fértil en tanto se prestaba a la experimentación pedagógica. No faltaban las fuentes de inspiración, entre las que se contaban la iniciativa de Jesús Aldo Sosa -Jesualdo- en la escuela de Canteras, Uruguay, y el trabajo que desarrollaban las hermanas Cossettini en el barrio Alberdi, en las afueras de Rosario.
En Argentina, una de las iniciativas más relevantes que tuvo lugar en una escuela rural unitaria, por su difusión y trascendencia, fue la emprendida por el maestro Luis Iglesias. Entre 1938 y 1957, Iglesias desarrolló una experiencia educativa en la escuela N° 11 de Esteban Echeverría, provincia de Buenos Aires, a la que había sido enviado "castigado" por dejar entrever su posición política durante un acto escolar. ¿En qué consistía el castigo? Precisamente, en que la escuela estaba ubicada a 8 kilómetros de la urbanización más cercana y, por lo tanto, era la más alejada del distrito. Más que un castigo, Iglesias veía en aquella distancia la condición de posibilidad para llevar adelante un ensayo pedagógico sin padecer el control permanente del inspector. En la escuela plurigrado de Esteban Echeverría, Iglesias desarrolló una experiencia de escolarización rural centrada en las necesidades de sus alumnos, procurando que esta "se adecuara a sus condiciones de vida, fundamentalmente su alternancia con el trabajo rural" (Padawer, 2008, pág. 166). En La escuela rural unitaria (1958) Iglesias dejó testimonio de aquella experiencia, para la cual desarrolló técnicas originales de enseñanza (los "guiones escolares"), promovió el trabajo cooperativo y favoreció la autoconducción del grupo sin que recayera sobre los niños la intervención constante del maestro.

"Mi papá es maestro rural"

También podemos leer las fotos de Cecilia como una forma de trabajo sobre las narraciones familiares. El origen de la escuela de El Desvío se remonta a la década de 1980, cuando el maestro Ignacio y don Leocadio comenzaron a tramar una idea: levantar un edificio donde pudiera funcionar la escuela. Entretanto, Ignacio continuaría reuniendo a sus alumnos bajo una enramada, para dar la clase. Ignacio es el padre de Cecilia. Ella me cuenta que su padre se presta a relatar esta historia cada vez que ella lo visita. En cierto punto, creo que muchas de las imágenes que retrata Cecilia Gallardo ya estaban alojadas en su memoria, y que sus fotografías son una forma de extender y compartir ese relato, como si lo estuviera viendo.
Cecilia Gallardo conoce muy bien la escuela. Las imágenes que captura son el resultado de un proceso en el que se combina un intenso trabajo de campo y la elaboración de la memoria personal y familiar. Ese saber de la artista afecta al modo en que ve el paisaje que envuelve la escuela o al modo en que los alumnos se relacionan entre sí. Imagino que un tipo de conocimiento así, se construye en relación con el entorno y se agudiza cuando quien porta la cámara se interna en el paisaje, dispuesto a retratarlo. Como sostiene Berger, cada imagen encarna un modo de ver del fotógrafo, y cada vez que miramos una fotografía "somos conscientes, aunque solo sea débilmente, de que el fotógrafo escogió esa vista de entre una infinidad de otras posibles" (1972, pág. 6).
Quiero volver sobre el texto que acompaña la muestra, porque encuentro allí un síntoma. Gallardo compartía con los visitantes de la muestra parte de la historia familiar:

Mi papá es maestro rural. Se llama Ignacio. Él dice que quería ser ingeniero.Yo creo que, aunque no lo supiera, desde siempre quiso ser maestro. Cada vez que lo visito, le pido que me cuente cómo fue que fundó la escuela de El Desvío. Él me cuenta cada detalle, todas las veces. Que se encontró con don Leocadio Cano y querían una escuela. Que hicieron un censo. Que comenzó a enseñar bajo una enramada. Que les donaron un predio. Que "Lupín" levantó las paredes. En El Desvío no hay agua, ni hay luz. Ni tele. Ni médico. Pero hay una escuela. La escuela del maestro Ignacio. Algunos piensan que es una zona desfavorable. Yo creo todo lo contrario.

En la historia de la escuela pública argentina podemos encontrar este gesto fundacional repetido innumerables veces. Hombres y mujeres que, de manera individual o colectiva, se hicieron eco del mandato civilizatorio y, anticipándose a la acción del Estado (o compensando su ausencia), dispusieron tiempo, capital y energía para levantar el edificio escolar del barrio o del paraje. Se puede identificar esta pulsión colectiva con varias generaciones de hombres y mujeres para quienes ser argentino fue una misión y una apuesta al futuro. Pero, también, con los distintos colectivos sociales que renegaban de la educación oficial (o la consideraban insuficiente) y se lanzaban a fundar círculos culturales, bibliotecas populares, escuelas libres, racionalistas o modernas que compensaran o suplieran la educación estatal.
A mi lado tengo dos obras que retratan los avatares del trabajo docente en ámbitos rurales. Se trata de Un maestro. Una historia de lucha, una lección de vida, de Guillermo Saccomanno, y El inspector Ratier y los maestros de tierra adentro, de Adriana Puiggrós, publicados en 2011 y 2012 respectivamente. Una hojeada rápida basta para identificar algunos puntos en común: los dos sitúan buena parte de su relato en la región patagónica, su narrativa se sustenta en el trabajo con los archivos (orales, en el caso de Saccomanno, y escritos, en el caso de Puiggrós) y en ambos se retrata la experiencia de ser maestro en la Patagonia argentina. Destaquemos ahora las particularidades de cada libro.
En la novela de Puiggrós conviven hombres y mujeres cuya existencia puede ser datada y personajes a los que la autora define como "imaginarios en lo referente a su identidad, pero probables en el contexto del discurso pedagógico de su época" (2012, pág. 13). La pluma de Puiggrós talla una imagen del inspector patagónico agitado por un espíritu inquieto y resuelto, sensible a la inmensidad de la Patagonia y a la introspección de sus habitantes. Es precisamente esa sensibilidad lo que lleva a Ratier a indignarse por el contraste que existe entre el rancho donde funciona la escuela y la caballeriza de portland del estanciero, o a contrariarse (al igual que Raúl B. Díaz, aquél otro peregrino del sistema educativo y quien fuera su predecesor en el cargo de inspector de Territorios) cuando debía colocar la transmisión de los valores y leyes nacionales por encima de los saberes y tradiciones que portaban los pueblos originarios o los inmigrantes europeos que habitaban la Patagonia.
La sensibilidad que experimenta Ratier por la Patagonia y sus maestros tenía su correlato en las ideas pedagógicas del inspector. Aunque se identificara con el "Loco" Vergara, Ratier no había sido bendecido con la verba incendiaria del mendocino. Ni era un agitador de conciencias, ni corría por sus venas el llamado a una reforma moral de tono krausista. Ratier sabía que el Consejo Nacional de Educación -la patria chica del magisterio- estuvo atravesada por debates y polémicas desde el momento de su fundación (la relación que mantuvo Sarmiento con los vocales, cuando se desempeñó como Superintendente de escuelas no calificaría de "armoniosa", precisamente). Sabía también que, en reiteradas oportunidades, la resolución de los debates había derivado en la exclusión de los que imaginaban una escuela distinta. Ratier no era así. Mientras recorro la novela de Puiggrós me figuro al inspector patagónico como una suerte de equilibrista; uno que debía plasmar su ideario educativo sin caer en "las teorías del científico de la educación más importante de la época, Víctor Mercante", manteniendo cierta distancia de los mandatos normalistas que postulaban la transmisión de "disciplinas y saberes disciplinados" pero sin derrapar en "las peroratas de los maestros libertarios [que] no entienden que hace falta un equilibrio" (ibíd., pág. 104).
Su programa se inscribió en ese mosaico de experiencias que nosotros llamamos el escolanovismo. Dentro de ese mundo de módicas reformas, Ratier libraba sus batallas contra los usos y costumbres normalistas. Cuestionaba el uso de láminas escolares por su estilo perfeccionista y poco natural (¡y por el tiempo que debían dedicarle los maestros!) y proponía, en cambio, que se las reemplazara con la creación de museos escolares (Rosario Vera Peñaloza se ubicaba en la misma sintonía, aunque desconozco si hubo o no algún tipo de contacto entre ellos). Ratier también tendió puentes entre el arte y la enseñanza, estimuló a los maestros de su región a incorporar las artes plásticas, el teatro y la música en la enseñanza (aunque más no fuera utilizando un peine para emitir sonidos). Además, supo encontrar tiempo para dictar conferencias y mantener intercambios epistolares con Benito Quinquela Martín, las hermanas Cossettini y Javier Villafañe, entre otros.
¿En qué medida estas pequeñas reformas se inspiraban en la especificidad del trabajo en las escuelas de tierra adentro? Me interesa destacar una de las novedades que introdujo Ratier en las escuelas patagónicas, que se va construyendo en torno a la amistad que mantiene con Javier Villafañe. Puiggrós relata cómo, entre 1937 y 1938, el inspector y el titiritero recorren las escuelas del sur leyendo poesía, contando cuentos y pidiéndoles a los chicos que dibujen los paisajes en los que viven para que Villafañe pueda compartirlos luego con los niños de otras regiones del país. Creo identificar en esos gestos trashumantes que conectan escuelas, un esfuerzo por elaborar y reelaborar también, la noción de sistema educativo.
El protagonista de Un maestro es Santiago, el Nano Balbo. Maestro y militante político; fue detenido de manera ilegal durante el golpe de Estado de 1976, sufrió el exilio y regresó al país durante la reapertura democrática. Balbo había trabajado en la Campaña para la Reactivación Educativa del Adulto para la Reconstrucción (CREAR), lanzada en 1973. El objetivo de la Campaña no consistía tanto en la transmisión mecánica de técnicas de lecto-escritura como en la prosecución de una causa emancipatoria; la CREAR concebía la educación de adultos como el escenario donde podía articularse "lo político y lo educativo como parte de un proceso de recuperación de la cultura popular" (Bottarini y Medela, s/f, pág. 4).
Hasta el golpe, Balbo se desempeñó como maestro de una escuela rural situada en Cipolletti. Para entonces, ya había tomado contacto con las ideas de Paulo Freire y descubierto "la importancia de la pregunta en el tiempo pedagógico" (Saccomanno, 2011, pág. 73). Dice sobre aquella institución: "Era una escuela marginal. Los alumnos eran los hijos de los peones golondrina. Y las autoridades consideraban a los pibes como delincuentes juveniles. (Ibíd, pág. 79). En realidad, sus alumnos eran en su mayoría canillitas que trabajaban de noche y asistían a la escuela durante el día. La experiencia quedó interrumpida el 24 de marzo de 1976, cuando Balbo fue detenido, conducido a la U9 de Neuquén -donde estuvo 6 meses-, luego fue trasladado a un penal de Rawson durante un año y medio, en el que fue sometido a torturas, hasta que logró exiliarse en Italia.
Al regresar al país, Balbo se conectó con el Obispo don Jaime de Nevares y con la Universidad del Comahue. A través de ellos llegó a Huncal, un paraje ubicado a 350 kilómetros de la ciudad de Neuquén. Entonces, Huncal estaba habitado por la comunidad mapuche Millain Currical, integrada por 800 familias. No se trataba de un territorio escolar yermo. Desde 1911 existía en el paraje una escuela rural que durante 70 años no había tenido un solo egresado. ¿A qué había ido allí? En un sentido, a emprender un proyecto de alfabetización con la comunidad. No obstante, en su testimonio, Balbo subraya que ese destino no representaba ni una salida económica ni un gesto romántico (pág. 170), sino un "autoexilio para sacarse el exilio" (Ibíd, pág. 179). Hay en esta expresión dos nociones interpuestas: la del exilio como el lugar que se deja o pierde y la de autoexilio como aquel lugar que se busca o encuentra. Las clases tenían lugar en el local donde funcionaba la cooperativa y en dos casas prestadas (vuelvo a insistir aquí con la pregunta: ¿qué hace a una escuela, escuela? ¿El edificio? ¿Una situación de enseñanza? ¿La presencia de un sujeto dispuesto a enseñar?). Balbo chocó con las representaciones sobre lo que es una escuela y un maestro que tenía la comunidad. Recuerda que el empleo de historietas y de las láminas que dibujó Mariano Villegas demostraron ser instrumentos útiles para iniciar la enseñanza, pero no corrieron la misma suerte los métodos participativos. Sobre sus alumnos pesaba una concepción tradicional del aprendizaje escolar, organizada a partir de una relación asimétrica entre la posición del maestro como portador del saber y la del alumno sumido en la ignorancia. Un día, Nano decide guardar en un cajón de manzanas todas las metodologías y los recursos. Había que volver sobre esa memoria de la escuela, recorrer el camino de la educación tradicional con la esperanza de alumbrar, durante el recorrido, un nuevo tipo de vínculo pedagógico.
Aquí aflora una diferencia central entre Ratier y Balbo. La pedagogía que intentaba poner en práctica Balbo no gravitaba en torno al eje escuela tradicional-escuela nueva o al de sujeto de la educación pasivosujeto activo; Nano partía de otro fundamento filosófico: aquél que sostiene que una sociedad cualquiera puede ser leída en clave de opresores y oprimidos. Ratier estaba imbuido del optimismo pedagógico que cimentó la identidad del magisterio argentino; Balbo en cambio sospecha del ser maestro y buscaba respuestas en los fundamentos pedagógicos que, como el de Freire, fueron concebidos y ensayados más allá del ámbito escolar.
Una fotografía de Cecilia distrajo mi atención sobre estos textos. En ella veo un pizarrón con números romanos. Vuelvo a ver la foto mientras por la espalda me recorre un escalofrío freireano. ¿Números romanos? Apenas podría sostenerse el valor de enseñarlos en una escuela urbana. ¿Quién podría interpretar que su enseñanza en una escuela de Santiago no fuese otra cosa que tiempo perdido? La respuesta provisoria estaba a vuelta de página. Saccomanno narra una escena en la que Waico, el paisano que oficiaba de intermediario entre la gente de la comunidad y el maestro, le transmite a Nano el interés que existe en el pueblo por aprender los números romanos. En un primer momento, el maestro rechaza la solicitud argumentando que los números romanos no se utilizaban más. Waico insiste y Nano accede a enseñarlos, aunque seguía sin comprender lo que motivaba aquel pedido. Ese día la capilla donde tenían lugar las clases rebasaba de gente. Después de explicar el porqué de la base diez, Balbo comenzó a escribir en el pizarrón los números romanos al lado del número arábigo correspondiente. Cuando llegó al XV, más de la mitad de la gente se había retirado del reciento. ¿Qué había pasado? "Un par de años atrás había pasado un mercachifle por la comunidad. Les había vendido unos relojes rusos de bolsillo con números romanos. Y ellos no podían leer la hora" (Ibíd, pág. 187). Los números romanos significaban algo antes que el maestro los enseñara y, por lo tanto, formaban parte de la experiencia común de la comunidad, aunque Balbo lo ignorara.
Tomé nota sobre la importancia de apartar mi propio cajón de manzanas.

Historia visual, historia material

¿Qué tienen en común una pizarra, el frontispicio de un edificio escolar y un sacapuntas? Que todos ellos son objetos mudos. Aunque ese silencio no implica que no puedan ser interrogados. "Los objetos materiales son, como es sabido, objetos que hablan a quienes les hacen hablar. Contienen, en ese sentido, memoria" (Viñao, 2012, pág. 10). La memoria de un objeto está hecha de pliegues y repliegues; estos pueden distinguirse entre la memoria de su creación (¿En qué pensaba quién diseñó tal o cual objeto? ¿De qué materiales y técnicas se valió? ¿A qué problemas pretendía dar solución?), y la memoria de sus usos (¿Cómo utilizó el objeto en cuestión su propietario? Esos usos, ¿cambiaron con el tiempo? ¿Existe o no una correspondencia entre las funciones para las cuáles fue diseñado el objeto, respecto de las formas en que fue empleado?). La memoria de los objetos nos recuerda, en última instancia, que aquellos son el resultado de "una construcción cultural que expresa y refleja, más allá de su materialidad, determinados discursos" y representan "una fuente silenciosa de enseñanzas" (Escolano, 2000, pág. 184-185).
Las quince piezas que conforman la muestra de Cecilia Gallardo están impregnadas de esa materialidad. Pero dos en particular hacen foco en su forma específica. ¿Cómo pueden ayudarnos los objetos materiales a comprender las relaciones y los procesos que tienen lugar en el salón de clases? La materialidad de los objetos escolares, sus formas, texturas, tamaños e incluso su durabilidad, son matrizados por la cultura escolar al tiempo que contribuyen a matrizarla. Las fotografías pueden ser un medio para explorar la capacidad informativa que portan estos objetos. Por otra parte, no sostengo que las respuestas a todas las preguntas sobre la cultura material puedan encontrarse en estos objetos, ya que en muchos casos sólo a través de rodeos y empleando otras fuentes pueden ser interpretadas. Pero sí creo que lo que estos objetos nos informan sobre las formas escolares pueden ayudarnos a identificar nuevas canteras documentales, a formular nuevas preguntas a las fuentes habituales y a instalar una mirada oblicua sobre los problemas de siempre (Gorelik, 1998).
¿Cómo pueden ser leídas estas imágenes? Walter Benjamin sugería que el modo en que ha transcurrido una velada con invitados era algo que, quien se quedase hasta el final, podía apreciar dando una ojeada a la posición de los platos y las tazas, las copas y las fuentes. De manera análoga, podemos inferir qué sucedió durante una jornada escolar por la disposición en la que se encuentran los pupitres o los restos de escritos en el pizarrón. Se trata, por cierto, de un saber indiciario elaborado a partir del esfuerzo por descifrar las huellas, síntomas y trazos que forman parte de una situación de aula. Muy probablemente, la potencia de este saber puede desplegarse más y mejor en la construcción de hipótesis que en la elaboración de definiciones.
Liernur advierte que la expresión benjaminiana puede emplearse como una poderosa metáfora para representar los intereses que organizan la tarea de reconstrucción historiográfica. Así, sostiene, "mientras los historiadores de objetos no se hubieran preocupado por lo que sucedió en la velada, dedicándose a una clasificación y descripción de la vajilla, los historiadores de la velada no se hubieran preocupado por la vajilla, dedicándose a la biografía de los comensales" (2010, pág. 25). Mucho se ha escrito ya en el ámbito de la historiografía educativa sobre las consecuencias que acarrea un enfoque que aborde las ideas pedagógicas sin problematizar la relación que éstas mantuvieron con las prácticas concretas (o con las "traducciones" realizadas por quienes las implementan). Algo semejante podríamos advertir sobre los problemas que se desprenden del estudio de la cultura material cuando ésta se limita pura y exclusivamente al análisis de las meras formas de los objetos.
La premisa que debería guiar nuestras indagaciones sobre la cultura material de la escuela (en su doble función de "guías hacia" el pasado de la cultura escolar y como "manifestación de" ella) podría resumirse en el apotegma: todo es relación, nada es sustancia. Como señala Antonio Viñao, "El mobiliario como tal no existe de forma aislada, sin relación alguna con las personas [...] que lo utilizan" (Ibíd, pág. 12). Por ende, el interés que despierta en nosotros no deriva de su condición de objetos o artefactos, sino de las conexiones que nuestra mirada puede establecer entre ellos y sus contextos de producción y uso.
Tomando en cuenta los puntos mencionados, sumemos algunas preguntas a nuestra inquietud especulativa. Antes nos cuestionábamos qué hace a una escuela, escuela. Desde el punto de vista de la cultura material, la pregunta pertinente sería: ¿por qué las escuelas son como son?, o mejor aún, ¿porqué sus formas son las que son? (o, como advierte Kate Rousmaniere: ¿cómo sabemos que eso es una escuela, si ninguno de nosotros estuvo cuando esas fotos fueron tomadas? (2010). Desde el punto de vista de las relaciones que se establecen entre materialidades y prácticas: ¿hasta dónde la forma de un lápiz o un pupitre se relaciona con la cultura escolar? ¿Qué podemos alcanzar a vislumbrar a través de estos objetos? ¿Qué nos permiten inferir estas imágenes sobre la cultura material de una escuela? ¿Qué nos dicen sobre sus alumnos y maestros?

El discreto encanto de fotografiar

En estas páginas procuré establecer una relación especular entre texto e imagen. Especular porque mi intención no consistió tanto en ilustrar las palabras con imágenes, sino en pensar a partir de ellas algunos problemas que de otra forma muy probablemente no se me hubieran figurado. No se piensa lo mismo con palabras que con imágenes y, por lo tanto, hay que servirse de ellas para identificar problemas nuevos, desplegar nuevos ángulos de lectura o reformular viejas preguntas de investigación. En este sentido, a partir de la observación de las fotografías de Cecilia Gallardo sobre la escuela rural, me pregunté qué revelaban respecto a otros discursos que hablaron de ella. Las estadísticas, la literatura y la cultura material fueron registros que se prestaron para realizar una lectura potenciada a partir de las imágenes. En ese sentido, el trabajo de Cecilia Gallardo permitió interrogar qué sabemos sobre la escuela rural, al tiempo que nos desafía a construir un contexto para cada fotografía en concreto; un contexto que sólo puede ser construido a través de palabras. Así, el ensayo se revela como una forma de ejercer la traducción. Tomar fotografías, en cambio, es algo más puntual, más instantáneo. Una foto llama la atención, apunta, señala. Recorta algo de su contexto y lo vuelve visible: descubre. Nuestras palabras solo pueden intentar acercarse a ese arte silencioso, que detiene todo lo que se mueve.

Notas

1 La muestra se expuso en la 4ta. Bienal Argentina de Fotografía Documental, entre el 15 de octubre y 14 de noviembre de 2010, en San Miguel de Tucumán y en Rayuela Resto Bar, entre el 19 de marzo y 20 de abril de 2011, en San Miguel de Tucumán. La obra de Cecilia Gallardo puede visitarse en: http://ceciliagallardo.blogspot.com.ar.

2 La cumbre tuvo lugar en la ciudad de Mar del Plata los días 3 y 4 de diciembre de 2010.

3 Entre los estudios que realizan aportes en este sentido, subrayamos el trabajo de Daniel Feldman: "Imágenes en la historia de la enseñanza", en Educação & Sociedade, Campinas, vol. 25, Nº 86, pág. 75-101, 2004. Disponible en: http://www.cedes.unicamp.br

4 Un informe sobre la construcción de los 40 edificios escolares inaugurados durante la primera presidencia de Julio A. Roca (1880-1886) puede encontrarse en Zorrilla, Benjamín: "Los edificios de la Capital: el grande acontecimiento", en Educación Común en la Capital, Provincias y Territorios Nacionales. Buenos Aires, Imprenta de la Tribuna Nacional, 1887.

5 Una versión del álbum: "República Argentina. Consejo Nacional de Educación. Vistas de Escuelas Comunes. 1889" puede consultarse en el banco fotográfico digital de la fototeca de la Biblioteca Nacional (http://www.bn.gov.ar/fototeca).

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Recibido el 8 de marzo de 2013
Aceptado el 10 de julio de 2013

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