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CELEHIS (Mar del Plata)

versão On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.41 Mar del Plata jun. 2021

 

Articulos

La infancia prenatal e impotente de la escritura póstuma en dos novelas de Silvina Ocampo

The prenatal and impotent infancy of posthumous writing in two novels by Silvina Ocampo

Romina Magallanes1 

1 Universidad Nacional de Rosario - CONICET

RESUMEN

El presente trabajo explora en dos novelas de Silvina Ocampo “[El vidente]” y “[Lo mejor de la familia]”, inéditas en vida de la autora, la noción de “infancia prenatal e impotente de la escritura póstuma”. Este abordaje parte de la hipótesis de que en estas novelas se pone en juego un ensayo sobre la escritura, que recorre los textos póstumos de Ocampo en general y que en este caso particular se centra en la exposición de una escritura inconclusa prenatal-póstuma que se manifiesta como una faceta escrituraria infantil del retorno incesante de lo que puede ser de otras maneras. Dicho ensayo, en las dos novelas a examinar, se articula en torno a las nociones de recuerdo, reescritura, posibilidad y, donde el lugar del archivo y la edición cobran una relevancia determinante.

Para desarrollar la hipótesis señalada el artículo estará divido en tres apartados. El primero titulado “Novela infantil prenatal”, el segundo “Novela infantil impotente” y el tercero y último “La escritura póstuma infantil”.

PALABRAS CLAVE: infancia; escritrura; prenatal; póstumo; edición

ABSTRACT

The present work explores in two novels by Silvina Ocampo “[The clairvoyant]” and “[The best of the family]”, unpublished in the author's life, the notion of “prenatal and impotent infancy of posthumous writing”. This approach starts from the hypothesis that in these novels an essay on writing that runs through Ocampo's posthumous texts in general is put into play and, in this particular case, focuses on the exposition of an unfinished prenatal-posthumous writing that it manifests itself as a childish writing facet of the incessant return of what can be in other ways. This essay is articulated around the notions of memory, rewriting, possibility and, where the place of the archive and the edition take on a decisive relevance.

To develop the hypothesis indicated, the article will be divided into three sections. The first entitled "Prenatal Children's Novel", the second "Impotent Children's Novel" and the third and last "The Children's Posthumous Writing".

KEYWORDS: infancy; writing; prenatal; posthumous; edition

Introducción

“[El vidente]” y “[Lo mejor de la familia]” son dos novelas incluidas en Las repeticiones y otros relatos inéditos, publicado en 2006, compuesto de veinticuatro relatos breves y las dos novelas que nos ocupan, más un “Apéndice” que corresponde a la última de estas, conformado por borradores y que incluyó Ernesto Montequin por sospechar que existía la idea en Ocampo de continuar escribiendo la novela.1 La datación aproximada de ambas es distante en el tiempo. “[El vidente]” alrededor de 1943, “[Lo mejor de la familia]” entre 1970 y 1975.

Las disposiciones temporales de estas escrituras son de importancia para pensar los dos conceptos que nos interesan estudiar en estos textos póstumos: el de prenatal, en el primero de los casos, y el de impotencia en el segundo, ambos vinculados a la noción de infancia que tanto reúne como diferencia dos formas de escrituras ocampianas. Por un lado, su Obra literaria cuentística publicada en libros, en vida de la autora; y, por otro, la escritura “novelística” y “aumentada” diseminada en cuadernos y hojas sueltas, editada y publicada en forma póstuma. Estas dos circunstancias: la datación de las novelas y la diferencia entre Obra en vida y escritura póstuma son determinantes a la hora de examinar la experimentación, la puesta a prueba escrituraria de una infancia prenatal e impotente en la escritura póstuma de Ocampo y de mostrar su índole distintiva.

Como indica Montequin en la “Nota preliminar” a Las repeticiones y otros relatos inéditos, la novela póstuma La promesa fue excluida de este volumen porque entendió que su publicación en forma independiente era más pertinente. Tampoco consideramos dentro la obra novelística póstuma ocampiana La torre sin fin (1986) ya que, si bien, no fue publicada en vida de la autora en Argentina, sí lo fue en España.

En el “Apéndice” a dicha novela, Montequin (2007) menciona una “Entrevista sobre literatura e infancia” hallada entre los papeles de la autora, sin datos de su publicación. La última respuesta de Ocampo se repite casi textualmente en otra entrevista realizada por Luis Mazas en Clarín, el 22 de noviembre de 1979, publicada póstumamente en El dibujo del tiempo. Recuerdos, prólogos, entrevistas (2014: 266). Dice Ocampo:

Recuerdo un verso que me conmovió:

¡Oh infancia! ¡Oh amiga! Lo que importa en este verso es lo que no se dice: nuestra infancia en efecto es nuestra amiga, pero nosotros no fuimos amigos de nuestra infancia porque entonces no existíamos como somos ahora; aquel ser, desvalido a veces, nos conmueve porque nadie pudo comprenderlo del todo, salvo nosotros, que todavía no estábamos a su lado (2007: 123-4).

Estar sin estar, un todavía-no de nosotros mismos es lo que advierte Giorgio Agamben en su idea ya canónica de infancia: “Una experiencia originaria” que no es subjetiva, está en lo humano pero antes del sujeto, del lenguaje, “una experiencia ‘muda’ en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar” (2007: 64). Como lo hizo anteriormente Ocampo, señaló esos límites. Pero también, y esto será un rasgo en las dos novelas póstumas, señalará otros modos-límites de infancia que tendrán lugar como eventos de escritura. La infancia, dice también Ocampo “es algo que no deja de pasar” (2014: 327).

En las novelas que leeremos en este trabajo la escritura infantil efectúa unas alteraciones sutiles respecto de la narrativa publicada en vida por la autora porque no sólo “señala” sino también interroga y propone textos donde la infancia, en diferentes modalidades, se vislumbra: no como conocimiento ni comunicación de un contenido, no en la forma de ese “monstruoso compromiso entre destino y memoria” en la que sólo puede pensarse como “objeto de recuerdo (el retorno de lo idéntico)” (Agamben 2002: 34); sino como novela prenatal: en reescritura y ceguera en “[El vidente]”, en impotencia y mirada en “[Lo mejor de la familia]”. La escritura prenatal se pone en juego como novela inconclusa, póstuma que manifiesta una fase escrituraria infantil del retorno incesante de lo que puede ser de otra manera, que cruza la escritura póstuma ocampiana.

Novela infantil prenatal

“[El vidente]” es la primera novela de Las repeticiones y otros relatos inéditos. Montequin la ubica en lo que denomina “período de transición estética entre Viaje Olvidado (1937) y Autobiografía de Irene (1948)” (2011: 295). Judith Podlubne considera esta designación como un acierto ya que desde la publicación del primer libro de relatos de Ocampo hasta el segundo ocurrió un cambio en la obra de la autora que, pasando por Enumeración de la patria de 1942 su primer libro de poemas, Epitafios métricos de 1945, el segundo, hasta e incluido el segundo libro de relatos Autobiografía de Irene “los incómodos relatos de Viaje olvidado ceden su lugar” a pautas convencionales, las que son dictadas desde Sur, que comienzan con la crítica de Victoria Ocampo a Viaje olvidado y se consolidan con las retóricas disciplinadoras de Borges y Bioy Casares (2011: 295). Ese período de transición es donde opera una “pérdida de la potencia imaginativa” de la Ocampo de Viaje Olvidado y decanta en una búsqueda narrativa que se identifica “con la idea de que la literatura es un objeto artificial, un sistema de convenciones que el buen escritor debe manejar con eficacia, y adhiere transitoriamente (…) a la lógica compositiva que distingue a las ‘obras de imaginación razonada’” (297).

Graciela Tomassini, por su parte, denomina “quiebre” entre operaciones de escrituras al período denominado de transición por Montequin. Autobiografía de Irene testimonia “el placer del texto de generación colectiva” compuesta en las veladas entre Ocampo, Borges y Bioy, lejos de “la criticada ‘negligencia’ de los textos de Viaje olvidado en once años durante los cuales numerosos textos fueron condenados al silencio de los cajones” (2009: 178).

Tal vez en esos cajones se hallen, entre otros, “[El vidente]”. Y tal vez en esa escritura, como también en “[Lo mejor de la familia]”, se encuentre lo que Tomassini denomina “paradoja” como pasaje donde confluyen las dos series que se abren a partir del “quiebre”: la primera, la de Viaje Olvidado, la otra, de Autobiografía de Irene (179). La paradoja2 es el pasaje donde ocurren metamorfosis, la que nos interesa retomar es aquella que va “de la escritura como sucedánea de la oralidad y sombra de un signo, a la escritura como inscripción del cuerpo, lo que habla desde el vientre” (179). Además de las mencionadas consideraciones al respecto de la “transición” podría pensarse otra: las escrituras que ambos libros ejecutan también pueden leerse como diferentes modos de interrogación sobre la escritura y la infancia. Además de respuestas a mandatos, los relatos del segundo volumen efectúan otros ensayos sobre problemáticas también insistentes en Viaje olvidado. Si puede leerse una “pérdida de potencia imaginativa” también puede distinguirse una apuesta por ir removiendo, escrutando y despejando mientras se escribe ese proceso sibilino que transita un poco consciente y otro poco inconscientemente al escribir. Quizás Autobiografía de Irene es una puesta a prueba y en cuestión de esa llamada “transición”. No la expresa sino que la expone mientras escribe.

Retomando el argumento de Tomassini, con lo que “habla desde el vientre”3 se refiere al comienzo de “Fragmentos del libro invisible”: “Cerca de las ruinas de Tegulet, en la Ciudad de los Lobos, antes de mi nacimiento, hablé. Mi madre, encinta de ocho meses me oyó decir una noche: ‘Madre, quiero nacer en Debra Berham (Montaña de Luz)”, y luego “De mi discurso prenatal conservo un recuerdo vago envuelto en brumas” (2020: 154).

Para Podlubne ese “fondo de impotencia ‘prenatal’, instante previo al nacimiento del sujeto, instante irrepresentable, anterior al lenguaje que la protagonista del cuento que da nombre al volumen -Viaje olvidado- buscar recuperar en vano” (267) es la “fuerza” por la que afirmaba Ocampo en una entrevista está llevado uno cuando escribe: “uno está al comienzo de cualquier cosa que escriba, metido en un túnel del que no puede salir” (267). “Una fuerza -sigue Podlubne- que deriva de la imposibilidad de encontrarse a sí misma en el origen (‘no podía nunca -dice la narradora de ‘Viaje Olvidado’- llegar hasta el recuerdo de su nacimiento’) (268). Aquí Podlubne reúne la concepción ocampiana y agambiana de infancia con la noción de prenatal y su relación con la escritura. Relación que establece la misma Ocampo tanto en entrevistas como en su escritura. La idea de “prenatal” presente en Viaje olvidado, recorre asimismo los relatos de Autobiografía de Irene, no sólo “Fragmentos del libro invisible” sino, tal vez, la totalidad del volumen, ya que su implicancia, ligada a un instante acrónico y a una zona inubicable diferentes a la aparición, a la llegada a Ser y su vínculo con la escritura y el recuerdo es notable.

Este recorrido tiene por propósito localizar los dos marcos que establecen ese período de transición donde Montequin ubica nuestra primera novela a leer, “[El vidente]”, y donde la noción de infancia prenatal se esboza incansablemente y con otras incidencias. Por otra parte, donde más encontramos la presencia de esta fuerza prenatal es en la escritura póstuma ocampiana, ya sea nombrando el término directamente o aludiendo a sus alcances significativos.4 En múltiples entrevistas publicadas póstumamente en El dibujo del tiempo. Recuerdos, prólogos, entrevistas (2014), Ocampo vuelve sobre la problemática. En una entrevista con María Moreno: “-¿Cómo te educaste y dónde?”, pregunta Moreno, y Ocampo responde “-Prenatalmente. En el corazón” (186); en Invenciones del recuerdo (2006) escribe “todas estas imágenes están grabadas / dentro de aquel gris, prenatal corazón” (2011: 14), libro que había descrito en otra entrevista como “historia que denomino prenatal” (2014: 267) y cuyos títulos variaron entre Poema prenatal, Canto prenatal y Memoria prenatal, entre otros (Montequin 2011: 182). En el libro de conversaciones con Noemí Ulla, Ocampo dice: “La intimidad de un cuento es prenatal, luego se transforma en el cuento de otra persona y uno mismo puede elogiarlo con descaro y decir: esto está muy bien” (Podlubne 2011: 313). Lo prenatal, en efecto, es una noción que se repite en su escritura pero en forma proteica. Los matices que la hacen decirse son diversos cada vez y se vinculan con las formas de escritura. En este caso novelas. Pero ¿qué significación tienen las novelas para Ocampo?

Muchas veces se refirió a la escrituras de novelas, que nunca publicó en vida, como una forma de escritura larga (2014: 334), donde el escritor se deja llevar y pierde. No tiene control: “La novela siempre me resultó una cosa forzada, los escritores se pierden una vez que se meten en ella” (287). El comienzo de “[El vidente]” da muestras de esa falta de control subjetiva que tomará diversas aristas a lo largo del texto:

Una mano invisible guía mi mano para dibujar estas letras que van contando mi vida; a veces quiere escribir algo diferente, o más bien dicho mi mano quiere escribir algo diferente, por eso aparecen borrones: la lucha que se establece entre las dos manos hace temblar el trazo de la pluma (2011: 133).

Esta lucha corporal entre dos manos de diversa naturaleza que dibuja letras que se transforman en borrones y temblores en la escritura resalta que la escritura no es considerada como medio de comunicación sino como una materia que se dirime en los límites.

En los borrones que dejan esas manos se trazarán una de las diferencias que abre en la infancia de la escritura ocampiana póstuma su particularidad prenatal: el personaje de “[El vidente]” borronea, tiembla su nacimiento:

El 5 de enero de 1904, día en que nací, una gran corriente transformó el color del arroyo, tornándolo de castaño claro a rojo oscuro, con grandes manchas verdosas. El agua olía a huevo podrido. Una infinidad de extraños bichos aparecieron en la superficie. A primera vista parecían renacuajos, pero observándolos de cerca, tenían alas de murciélagos y una carita minúscula de hombre lampiño o más bien de pequeño diablo (173-4).

La visión detallada, el aroma, la descripción de la escena realizada desde una exterioridad existencial, una zona prenatal son dibujos de aquellas manos a las que les ocurre un evento distinto al recuerdo inalcanzable de la protagonista de Viaje olvidado. No se trata de una “experiencia discursiva” ni tampoco de “una experiencia. No es más que el punto en el que rozamos los límites del lenguaje” (Agamben 2002: 17) y los de la subjetividad.

Luego de esa exposición inaudita, el escritor explica que la mujer embarazada que se encontraba a la orilla del arroyo le advierte a otra mujer, Elena Cánepa, que pasaba por allí, la rareza del agua, sin embargo, Elena estaba tan acalorada que se mete hasta las rodillas y bebe: “En ese momento el arroyo se levantó como una víbora gigantesca, cuyas extremidades se perdían entre los pastizales” (175). Elena Cánepa desapareció en el agua y ese hecho se convertirá, junto al nacimiento de Jacinto, en uno de los misterios que El escribano, ese era el nombre del arroyo, desencadena en la novela. Inmediatamente, nace el niño y su madre muere. Jacinto es un hijo póstumo5. Todos estos eventos son rozados en su límite por aquellas manos de Jacinto.

Jacinto es ciego. Y su vida, con su padre, su tía, la familia Valdés, dueña de la estancia, y su amiga Palmira, hija de Elena Cánepa, que trascurre durante pocos años en un campo se irá escribiendo y reescribiendo desde un no-lugar y un no-tiempo. En efecto, como sabremos hacia el final, las manos de Jacinto escriben no sólo desde lo aún no existente sino también desde lo ya no existente. La escritura de “[El vidente]” se traza en una infancia prenatal en lucha de las manos de Jacinto, y también póstuma. Es Jacinto muerto que, en una glosa prenatal expone ese arco, no menos desconocido e inestable, que es el tiempo de la existencia.

Ahí mismo me pegó un balazo; y estoy muerto.

El que lea este manuscrito pensará que no lo he escrito yo, y que fue más bien la señora de Valdés quien lo escribió, pero que el incrédulo se desengañe: aquí pongo mi firma con una gota de sangre” (2011: 200).

La gota que se menciona en el párrafo que cierra la novela invita a establecer una conexión con el arroyo. Recibió ese nombre, El escribano, porque en sus orillas había vivido un hombre que “escribía mucho” (172). Antes de morir había tirado “todos sus escritos al agua. Con el tiempo las letras se habían ido despegando del papel y había tiznado el agua con un color oscuro (172). En esta escritura desechada encontramos unas de las claves de la novela.

Una escritura, entonces, corre como el arroyo, que era “anónimo”, que frecuentemente “perdía su cauce”, en las sequías se borraba su rastro y “volvía a brotar con las lluvias serpenteando por caminos inciertos” (173). Tampoco figuraba en los mapas. El arroyo se constituyó nuevamente con aquellas letras que se desprendieron del papel y colorearon el agua. Lo escrito por el hombre que escribía mucho se combinó de modo tal que abrió el juego de la novela. La escritura inédita en vida de un escritor que no quiere ver lo escrito y por esto la arroja al curso del agua no se destruye, hace tramar un texto prenatal.

Así, lo prenatal se toca con lo póstumo. Doblemente la escritura desechada se reescribe en la escritura prenatal que también es póstuma, ya que el escritor es un muerto, que desde otro no-Ser, escribe. Asimismo, el arroyo y sus letras forjaron la vuelta de la vista a Jacinto:

Un 3 de abril. Me acosté como de costumbre. A la mañana siguiente mis ojos se abrieron como dos ventanas sin cortinas.

Nadie me creyó y tuve que contar mi historia miles de veces: nunca supe si fue un sueño. Durante la noche, y esto es lo que yo recuerdo y que muchos atribuyeron a mi sonambulismo, fui hasta el arroyo a buscar mis ojos, pues sé de buena fuente que al nacer, cuando perdí el conocimiento en un momento dado, dos enormes pájaros vinieron a sacarme los ojos creyendo que yo era un corderito y los dejaron caer en el arroyo junto a un sauce.

(…)

Encontré mis ojos en el arroyo. Me los puse dentro de mis órbitas sin ninguna dificultad, sin ningún dolor (182).

Jacinto como contó muchas veces a otros su recuerdo, que tiene algo de sueño, sonambulismo, pérdida de conocimiento, contó también a Palmira cómo había recuperado la vista y también sobre “los demonios” y las “caritas minúsculas de hombre lampiño” que llenaban en arroyo. Fueron a caballo. Jacinto quería sacarlos del agua y lo hizo. Extrajo todos los demonios y caritas del agua, eran muy diminutos, los colocó en dos pañuelos y los encerró con dos nudos. Al volver a la casa solo quedaban de ellos manchas de barro, similares a los borrones de la escritura tensa de las manos de Jacinto. Después de ese día cesaron las desapariciones y desgracias. Seis páginas después se interrumpe la novela.

Junto a estos eventos, la infancia prenatal y póstuma que escribe, reescribe desde el no-Ser, que muta como el arroyo, toma otro matiz conjuntamente a los ya indicados: la señora Valdés, quien cuida a Jacinto amorosamente, “Sentía ahora extenderse suavemente su vida; la esperaba todavía con la inquietud con que se espera algo que no ha de llegar nunca. Con la inquietud con que se espera la infancia” (165). Así, la infancia ofrece otro rasgo, el de la espera inquieta de algo y que no ha de llegar nunca. De otra manera vuelven a afectarse lo prenatal y lo póstumo en un encuentro irrealizable: la espera, como dos modos de no-Ser que ni pasaron ni llegarán pero que sin embargo son otra condición de la infancia y de la escritura que la expone.

La escritura infantil de “[El vidente]” es un movimiento que evoca a un retorno incesante. Pero un retorno que no es de lo mismo sino que conlleva en cada vuelta un agregado, un aumento, una corrección, una diferencia. Un incesante retorno de desplazamientos que sólo son siendo la posibilidad de ser de otro modo. Cuando la señora Valdés se encontraba en esa inquietud infantil “corregía ese tiempo pasado sabiamente, como si preparase los días vividos para vivirlos de nuevo” (165).

La corrección, no en el sentido de hacer algo bien sino de variar, aumentar, devenir; la reescritura, el retorno, que también posee forma de fuga y de extravío, tienen que ver con lo incesante (como Jacinto escribe que días después de nacer se retorcía “como si naciera incesantemente)” (Ocampo 2011: 139) y con la repetición de la posibilidad de posibilidades de escritura. Lo póstumo, extendiéndose, se encuentra en la lectura de las letras arrojadas al arroyo que hace simbiosis con una reescritura como conjunción de esas letras y sus aguas anónimas, sin curso lineal, que se secan y vuelven a aparecen en otro lugar.

El planteo que en otras modalidades se desliza en “[El vidente]” es el que hace ver el contraste entre la escritura como retorno de diferencias, por un lado, y la idea rememorada de lo Mismo, por otro. Precisamente a esto apunta el incesante retorno de lo escrito prenatal y póstumo como un ensayo sobre la iterablidad: de lo repetible, reiterable a pesar de la desaparición absoluta del escritor y de todo destinatario (Derrida 1998: 347-372). Lo prenatal nunca es origen, ni Ser. Sólo la posibilidad reverberante y abarrotada de posibilidades.

Una experiencia análoga -dice Agamben- tiene lugar en la memoria involuntaria. Aquí el recuerdo, que nos devuelve la cosa olvidada, la olvida a su vez y este olvido es su luz. De aquí sin embargo su bagaje de nostalgia: una nota elegiaca vibra tan tenazmente en el fondo de cada memoria humana que, al final, el recuerdo que no recuerda nada es el más fuerte (2002: 45).

Novela infantil impotente

Siguiendo ahora la datación de “[Lo mejor de la familia]” establecida por Montequin entre 1970-1975 (2011: 295), este texto convivió con la escritura de Los días de la noche (1970), y el libro de poemas Amarillo celeste (1972).6 Encontramos en la novela póstuma similitudes tanto con el libro de cuentos como con otra novela póstuma ya mencionada, La promesa, cuya composición ubica Montequin en el largo período que va desde mediados de la década de 1960 hasta 1989, cuando Ocampo enferma (2013: 9). Montequin nos dice, respecto de La promesa, que Ocampo extrajo diecisiete de sus episodios, que fueron incluidos en Los días de la noche (11). El diálogo entre estos textos y “[Lo mejor de la familia]” tiene que ver con la repetida práctica ocampiana de escribir especies de mini-biografías de sus personajes, lo que ocurre especialmente en Los días de la noche como también en La promesa donde la protagonista las designa “diccionario de recuerdos” y cada entrada está conformada por un nombre propio. Con otro tono y entramada en un texto extenso e inconcluso, con fragmentos que eran borradores de la autora y que fueron agregados aparte por el editor, esa similitud se dispersa y las mini-biografías toman una imagen difusa porque conviven -como familia- con Nardo. Quien si bien no actúa como centro de una trama es el niño por el cual la familia es reconocida: “Cuando la gente veía pasar a Apolonia por la calle, decían ‘ahí va la mamá de Nardo’” (Ocampo 2011: 221).

La familia estaba compuesta por doce integrantes: Higinia Papa, la niñera, Apolonia, la madre, Fernando, el padre, Tumbergia, la hermana preferida, Rosmarí, la tía, los trillizos Severo, Justo y Bruto, los hermanos, Dominga, la hermana mayor, Rita Dobladilla, la modista, y Nardo, el recién nacido, la infancia impotente. Nardo sabía ya, siendo un recién nacido, que ese estatuto era lo más importante de una casa, de manera que se negó a crecer. Dijo su primer no. Ejerció el costado íntimo, secreto y fundamental de la doctrina aristotélica de la impotencia y la potencia: “toda potencia es impotencia de lo mismo y con respecto a lo mismo (Agamben 2007: 361)”. Impotencia es la potencia de no pasar al acto. Es decir que toda potencia de ser o hacer algo es al mismo tiempo potencia de no ser o de no hacer (dynamis me eínaii me energhéin), de lo contrario la potencia pasaría al acto y se confundiría con él. “Esta “potencia del no” es el hilo secreto de la doctrina aristotélica de la potencia, lo que hace de toda potencia en cuanto tal una impotencia (tou autóu kai katá to autó pàsa dynamis adynamía) (Agamben 2009: 98). Y esa potencia se imbrica con la infancia. Ambas no se realizan y son pura y plena posibilidad.

Nardo ejerció la (im)potencia de no crecer. No creció. El llanto que le provocó la muerte de su hermano Claudio generó la sospecha en su familia sobre la espontaneidad de su caso excepcional de “recién nacido” con cinco años de edad, reconocido por el médico de la familia. Desde entonces “le quitaron el pecho, el chupete, el sonajero japonés con un cisne que era tan bonito, la mamadera, y le pusieron un trozo de pan en la mano, y después de pensarlo mucho, un chorizo en la otra” (206). También le cortaron los bucles. Y así como Nardo dijo “no” a crecer vuelve a decir “no” a su detenimiento en ser un recién nacido eterno y apuró su crecimiento y precocidad.

Sin embargo, la mirada de Nardo (como la ceguera de Jacinto) resultó ser la más potente de sus impotencias. Nardo podía mirar y matar aquello mirado. Primero fueron las plantas, luego los pájaros.

-¿Qué les hiciste?- le preguntó la madre. -Nada. -¿Nada? -Nada. Los miré. - ¿Cómo miraste la begonia? - Como miré la begonia. - No debiste mirarlos. - ¿Por qué? - Porque si te pasó con las plantas lo que te pasó aquel día, podía pasarte lo mismo con los pájaros (237-8).

Luego llevó de la mano a Nardo junto a un pájaro agonizante y le dijo “-¿Y si le dijeras, mirándolo fijamente, reviví?” (238). Nardo pensó que su madre había enloquecido porque él nunca había ordenado ni a las plantas ni a los pájaros que murieran. Sólo los había mirado fijamente, sin ningún propósito. Pero obedeció a su madre. Miró fijamente al pájaro repitiendo la palabra reviví y las alas del pájaro comenzaron a agitarse y el pico a entreabrirse. Su madre lo abrazó, le dijo que tenía un poder mágico y le hizo prometer que no lo utilizaría para destruir ni matar. Nardo dijo “no” a la muerte; lo prometió creyendo que podría cumplir esa promesa. Pero también el cuerpo de Nardo, como las manos de Jacinto, padecían de una característica ocampiana de la escritura novelística: la falta de control durante su curso.

Mientras tanto cada mini-biografía continúa. Las divide un espacio en la página. Nardo sentía una gran afición por la música y comenzó a tocar el piano. Como Octavio Griber, el niño pianista de “La música de la lluvia”, relato de Y así sucesivamente (1987), colocaba papel de seda en el interior del piano (228). Nardo se involucra en el noviazgo de su tía con la complicidad de su hermana Tumbergia, Nardo cuida de Higinia, Nardo advierte el carácter y las actividades extrañas (luego delictivas) de su hermano Bruto, Apolonia ama a sus hijos y nos los reprende, Fernando se pierde en el texto, y Bruto vivencia una espera que lo aterroriza. Su amigo Ariel, compañero de crímenes, no llega a su encuentro en una hora convenida. Bruto imagina que lo apresaron, que lo harán confesar, que lo están torturando. Se arrodilla y reza. Lee una noticia en un diario sobre un tiroteo con la policía. Durante días Bruto espera que vengan a buscarlo. No había participado en el asalto pero tenía el botín de Ariel en su cuarto: un anillo, que adoraba. Cambiaba su lugar de escondite con frecuencia. Hasta que decidió arrojarlo al río. Volvió a su casa tranquilo. Y se detuvo a escuchar a Nardo, que tocaba el piano. Le dijo “-A veces pienso que sos un gran pianista. Me gusta escucharte. -Nardo se ruborizó de emoción (…) era el colmo de la felicidad” (243). Luego, se sentaron en el suelo y jugaron a las bolitas. En ese momento apareció Ariel sano y salvo en la puerta.

Nardo miró a Ariel. Se interpuso Bruto:

-¡No lo mires!- gritó, pero ya era tarde. Ariel se desvaneció como las plantas del patio, como los canarios exánimes.

Nardo, con los ojos llenos de lágrimas, corrió en busca de un espejo. Devoró su imagen. Se contempló hasta caer muerto. Logró lo que nadie logró en este mundo: desaparecer. Su vida fue menos importe que la vida de una mariposa” (244).

Su última impotencia fue un no a sí mismo. Se paralizó en la apertura de lo posible. Primero murió. Pero luego fue puro “no”. Fue el gesto de la borradura “de una potencia que no precede sino que sigue a su acto, lo ha dejado para siempre a sus espaldas” (Agamben 2002: 43).

La infancia de “[Lo mejor de la familia]” mueve su fuerza impotente que prefiere no, no pasar al acto de crecer, de no crecer, de dejar morir, de vivir o de morir. Pero también es el “no” a dejar de escribir la novela, que no por ello se transforma en un libro publicado en vida, en una Obra. El libro sigue por fragmentos sueltos mostrando la compulsión escrituraria de Ocampo que se niega a actualizar una conclusión, que queda de manifiesto tanto en su propia narrativa como en las descripciones detalladas por Montequin en sus notas preliminares y las notas a los textos de toda la obra póstuma a su cuidado.

De hecho, la novela es una problemática que Ocampo parece tener muy presente tanto en entrevistas, prólogos y textos inéditos, como en los ensayos que realiza de su escritura novelística. Es interesante pensar en torno a sus tres novelas póstumas las características paradójicas en sentido barthesiano con que repasa ese tipo de escrituras y cómo esas reflexiones se ensayan en las mismas novelas. En “Correspondencia con Silvina Ocampo: una entrevista que no osa decir su nombre”, por Danubio Torres Fierro, publicada en 1975, y póstumamente en El dibujo del tiempo, como todas las citadas de aquí en más, dice Ocampo, respecto de La promesa, que en ese momento llevaba otro título:

Lo imprevisto también exige siempre, por estrictos que parezcan los planes que uno se ha propuesto. Lo irracional y lo inconciliable me parecen también inevitables. ‘La locura de vivir en un cotidiano absurdo’ aparece en la novela que estoy escribiendo. El título, si puede despertar alguna curiosidad, será: Los epicenos. Es lo mejor que he escrito (233).

Lo mejor que ha escrito es una novela, modo de escritura sobre el cual en otra entrevista con María Esther Vázquez, de 1983 ofrece una consideración diferente. Como se indicó anteriormente, la novela, decía allí, era algo forzado donde los escritores se pierden (287) Y en otra entrevista con Mempo Giardinelli, de 1988:

- (…) cuando me fluye la escritura larga, me parece que resuelta algo que está de más. ‘Mirá -me digo- creo que esto es demasiado’.

(…) Y entonces inmediatamente, empiezo a borrar y a borrar, y a hacer todo de nuevo. Porque yo soy muy porfiada ¿sabés?

-¿Siempre retrabaja mucho, siempre reescribe?

-Sí, siempre. Aunque soy muy impulsiva. En fin: soy las dos cosas. Puedo ser muy impulsiva y trabajar rápido, y a la vez puedo ser muy lenta, morosa y trabajar y trabajar lo mismo… (339).

La escritura ciega y tan corporal de Jacinto, el perderse de sí mismos, tanto Jacinto como Nardo, en una escritura que es reescrita, por un lado, y que queda inconclusa o incesantemente interminable, por otro, aparecen ensayadas, exploradas tanto en las propias novelas como manifestadas en las entrevistas; donde, asimismo se ve que, y Ocampo lo afirma en otra entrevista, en ella los contrarios están “pegadísimos” (290).

En la misma entrevista, además de intensificar esta idea plantea una relación entre las novelas y lo inédito: “Fijate que tengo dos novelas escritas pero no las publiqué. Las dejo para un momento en que yo no las vea, como se deja algo inferior” (339). 7 Recordemos que había dicho que La promesa era lo mejor que había escrito. Y agrega: “(…) voy a tomar esas novelas y las voy a seguir hasta que pueda, ¿no? Lo que pasa es que la largura del camino me asusta (…) como si uno perdiera fuerza con las cosas largas…” (344-5).

Esta relación entre la escritura novelística y el deseo de no verlas como también la sensación de alargamiento se vincula con otra de sus escrituras infantiles. En “Así es Silvina Ocampo”, por Marcelo Pichón Rivière, publicada en 1974, Ocampo, como El escribano de “[El vidente]” escribe mucho. Dice: “Hacía composiciones larguísimas e incomprensibles -recuerda, riéndose-. Yo insistía en alejarme del tema dado por la maestra. Yo elegía los míos. Era interminables” (197-8). En otra entrevista con Hugo Beccacece de 1987:

Mi primer cuento jamás se publicó. Era una nena cuando lo escribí. Mi profesora de inglés me había encargado una composición. Y yo inventé una historia de dos príncipes encerrados en una torre. Era larguísima. Llené doce cuadernos. La profesora se quedó admirada y asustada por la extensión. Me dijo ‘Esto no se debe hacer. No hay que escribir tanto. Es muy caro. Se gasta mucho papel, mucha tinta, muchas plumas y mucho tiempo para leerlo (320).

Por último, también en la entrevista de 1988 con Mempo Giardinelli:

Pero toda mi vida escribí. Desde que era muy chica. Y escribía tanto que las maestras que tuve, cuando les mostraba lo que había escrito, me decían ‘pero no escribas tanto, che, que estás gastando todo el papel que hay en la casa’. Es ‘una falta de economía’, decían (…) yo escribía muchísimo (338-9).

Escritura aumentada, creciente, aleatoria, impotente, que se pierde, se deja llevar, no cierra, no culmina, dice “no”, no quiere verse y, sin embargo, continúa imparable es la escritura novelística infantil prenatal póstuma ocampiana.

La escritura póstuma infantil

Como pormenoriza Montequin en sus notas a los textos póstumos, los originales ocampianos son vastos, reescritos y vueltos a reescribir. Esos manuscritos crecen en cantidad y desorden, y como exagerado e indetenible texto donde el escritor también se pierde y en ese extravío además se constituye su escritura.

En “Diálogo con Silvina Ocampo”, publicado en La Nación en 1961, Ocampo dice:

En los cajones o sobre las mesas, antes de llegar a manos de los lectores, los manuscritos no elucubran ángeles, sino demonios (…) Cada obra que escribimos tiene una fuerza inamovible: en vez de ser nosotros quienes la escribimos, parece escribirnos ella, para mal o para bien (165).

Tanto la nutrida proliferación de escritura como la idea de que sea la escritura quien escriba al escritor afianzan nuestra hipótesis respecto de la índole múltiple e incesantemente en cambio de la escritura prenatal y póstuma que viene, se va, viborea como el arroyo, lleno de monstruos. Pero, además, anuncian la figura futura del albacea-editor.

Aparece este lector especial en la figura de Jacinto -escritor póstumo-; en el arroyo, El escribano, que además de escribir mucho, en su semántica de notario certifica, da cuenta de la legitimidad de todas esas escrituras; en la incorporación de los fragmentos sueltos de la escritura novelística de “[Lo mejor de la familia]”. Esos lectores escritores presagian, como tantos personajes de Silvina Ocampo, a Montequin; quien leyó las señales ocampianas y decidió hacer ver lo que la autora prefería no: la publicación de su escritura novelística en curso incierto. 8

Sylvia Molloy pensó en la exageración al leer la escritura de Ocampo como un lenguaje que hiperverbaliza, donde los personajes padecen comportamientos “extremos, exagerados” (21), los textos son “voluntariamente manifiestos” (16), “cuentos repletos que se cierran todas las salidas (…) por el mismo afán de decirlo todo” (23). La exageración que también encuentro en la escritura póstuma, sin embargo, toma otra perspectiva que podría denominarse “escritura aumentada”. El concepto proviene del ámbito de la edición independiente, y es propuesto por Eric Schierloh (2020). Se trata de “la cercanía entre la escritura del texto y la producción y publicación del libro”. La cercanía entre la materialidad -como pura posibilidad de recibir una forma, un orden, una edición-, el archivo, que ya avanzó sobre ella y que implicó esa cercanía con los papeles, las letras, las tintas, los cuadernos; cercanía que permitió al editor identificar diferentes períodos de escritura en las distintas letras y lapiceras y colores usados para cada texto, las hojas donde encontró textos compartidos con otros ya publicados que le permitieron establecer dataciones aproximadas, en fin, una cercanía que hace de lo póstumo una escritura aumentada. Montequin no sólo reproduce y enmienda erratas, sino que realiza modificaciones, investiga, mira, convive con materiales que serán publicados con y por sus elecciones, sustracciones, agregados, interpretaciones, comentarios, notas, decisiones tomadas por preferencias de versiones (hay muchísimas en cada texto de Ocampo), por combinación de versiones, eligiendo dejar un agregado manuscrito o no, titulando cuando no hay titulación por parte de Ocampo, cambiando títulos cuando lo cree necesario, con un criterio que, a pesar de no siempre estar explicitado, toda esta cercanía le otorga. Por esto, a lo que sumo la abultada escritura de sus originales cuya magnitud ya fue señalada, la escritura póstuma de Ocampo es una “escritura aumentada”.

Por otra parte, en ella la infancia, las infancias, también se mueven como en una calesita mutante que muestran límites diversos en cada una de esas vueltas: “Con el tiempo, huérfanos insondables, ya que todos los somos, la infancia se vuelve nuestra madre” (2014: 167). En nuestras novelas póstumas la infancia prenatal e impotente juega a un Proteo: se vislumbra en ese estar sin estar, en un todavía-no de nosotros mismos, en lo que no deja de pasar, en lo que se espera y nunca llega, en lo que varía, en lo posible inacabable, en una madre. La infancia escribe y reescribe; juega al no, con la pura posibilidad; explora y alarga marcas, fragmentos, colores. Muestra su potente impotencia, sus no, los de Nardo, los de no ver lo escrito, los de no dejar de escribir “[Lo mejor de la familia]”. Y cada uno de estos trazos, exploraciones, alargamientos con lo posible expone una escritura prenatal a partir de la claridad sibilina con la que Jacinto habló antes de nacer, con la que él y Nardo presagiaban y curaban como juegos, con la que la señora Valdés espera y varía la infancia. La/s infancia/s póstuma/s mascullan una inubicable y acrónica escritura exterior (entre la paradoja de lo pre-escrito y lo pos-escrito, lo prenatal y lo póstumo) al aparecer, a Ser. Hay infancia que se juega en una Obra literaria revisada y con la decisión de su publicación en Libros que quiere ser vista, Viaje Olvidado (1937), Autobiografía de Irene (1948), Los días de la noche (1970); otra infancia que juega una escritura descosida, soltada al porvenir persistentemente en mudanza entre lo prenatal y lo póstumo; y una infancia en juego entre materialidades, cuadernos, de papeles sueltos, de borradores interminables montada, armada por el archivo, el editor.

La escritura de Montequin asimismo encarna una figura que disuelve como un terrón de azúcar, metáfora que a Silvina Ocampo le gustaba repetir, la subjetividad y el lenguaje en escrituras que también se dejan llevar por un tanteo de mal de archivo (Derrida: 1997) que enfocan y desenfocan un trance póstumo donde él y Silvina habitan y escriben.

* Romina Magallanes es Licenciada en Filosofía y Doctora en Humanidades y Artes, mención Literatura, por la Universidad Nacional de Rosario. Actualmente, es becaria postdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Ha publicado artículos en diversas revistas académicas y ha participado en eventos científicos de la especialidad. En su tesis doctoral estudió Los papeles personales de Rodolfo Walsh. Su tema de investigación actual está centrado en el corpus póstumo de Silvina Ocampo. Sus áreas de interés giran en torno a aspectos teóricos críticos sobre los textos póstumos y su relación con el trabajo de archivo, y la noción de escritura que en ellos se construye.

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1 Ernesto Montequin, albacea y editor de la escritura póstuma de Silvina Ocampo, aclara: “Toda vez que una narración carecía de título, tomamos la decisión, sin duda discutible, de proporcionárselo, colocándolo entre corchetes” (2011: 8).

2Tomassini toma el concepto de paradoja de Roland Barthes: “Toda alianza de dos términos antitéticos, toda mezcla, toda conciliación, en una palabra todo intento de atravesar el muro de la Antítesis constituye (…) una transgresión; la retórica puede ciertamente inventar de nuevo una figura destinada a nombrar lo transgresivo; esa figura existe: es la paradoja (o alianza de palabras): figura extraña, es la última tentativa del código para someter a lo inexpiable” (2009: 182).

3Al respecto dice Valentín Díaz: “Ese ‘discurso prenatal’ (tal como lo define el propio narrador) es la cifra de toda situación de discurso en el relato (y del relato mismo). Un discurso imposible, milagroso, previo al ser, previo a la caída (y a la vez líquido, tal como luego se verá). Del mismo modo, hablando esa lengua, el narrador se vuelve escritor, pero también bajo la forma del imposible (la negación de la posibilidad de serlo) (2009: 96).

4Así ocurre en Invenciones del recuerdo (2006), Ejércitos de la oscuridad (2008), La promesa (2013), “La ciudad de arena” en Las repeticiones y otros relatos inéditos (2011), El dibujo del tiempo. Recuerdos, prólogos, entrevistas (2014).

5Extiendo el uso del adjetivo “póstumo” para referirme a un/a hijo/a que pierde tanto a su madre como a su padre al nacer, y no sólo al significado que liga hijo póstumo con el padre (https://dle.rae.es/p%C3%B3stumo).

6Sobre la abundante escritura “para niños” de Ocampo durante la década del 70 ver la “Nota preliminar” de Montequin a La torre sin fin (2007). Creo que esto muestra la cercanía entre la escritura de Ocampo con las experiencias infantiles, no en el sentido cronológico de niñez sino con el trato lúdico con las materialidades escriturarias (que realiza con toda su obra, como la describe Montequin llena de colores, biromes, lápices y hojas y cuadernos bellos) de personajes-títeres, en compartir como una aventurera o exploradora sus textos con dibujos de infancia.

7El subrayado es mío.

8Tanto Jacinto como Nardo pasan por la experiencia de presagiar-inventar y oficiar de curanderos. Jacinto es asesinado mientras conversa con una paciente/cliente en su consultorio, y Nardo, por su mirada fija performativa también instala un consultorio en una casa abandonada. Se disfraza de mujer y en sus curaciones visuales y otras anécdotas se extiende el texto de fragmentos sueltos que continúan la novela como “Apéndice”.

Received: August 21, 2020; Accepted: November 30, 2020

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