Introducción
El objetivo de este artículo es sistematizar distintas lecturas que se han construido desde las ciencias sociales sobre la denominadacrisis de 2001en Argentina, tomando como eje las temporalidades heterogéneas implicadas en las diversas interpretaciones de los hechos históricos que determinaron el fin de la larga década neoliberal (1989-2001). La premisa de esta indagación es que los distintos modos de encuadrar la crisis suponenconcepciones temporales diferentes, que por ejemplo acentúan o matizan la excepcionalidad de los hechos de 2001-2002, o que los inscriben en una suerte de destino nacional. Es de interés abordar estas interpretaciones no solo por la relevancia de la crisis de 2001 como hito del pasado reciente, sino también por su persistente gravitación para la comprensión del presente y de ciertas versiones de la identidad nacional.
Con motivo del vigésimo aniversario de la revuelta de diciembre de 2001, varios medios periodísticos publicaron dossiers en los que resaltaron precisamente las huellas de la crisis de 2001 en 2021. La portada de la Revista Ñdel diario Clarín, por ejemplo, señalaba que “aún persisten las heridas y la herencia de miseria de esa crisis” (Revista Ñ, N° 947). Mientras que en el portal Cenital, el periodista Iván Schargrodsky abría el especial sobre los 20 años de 2001 aludiendo también al presente: “El aniversario nos encuentra en una nueva crisis política, social y económica. Los paralelismos son inevitables y es incluso inútil pensar aquella crisis sin que sea también un ejercicio para pensar la actual” (Schargrodsky, 2021). Por su parte, el dossier de la edición local de Le Monde Diplomatique se tituló “2001-2021: Tan lejos, tan cerca”, remarcando también esta tensión entre la creciente distancia y la persistente proximidad de los hechos de 2001.
Koselleck explica la noción de crisiscomo una experiencia temporal: “Aplicado a la historia, ‘crisis’ es expresión, desde aproximadamente 1780, de una nueva experiencia del tiempo, factor e indicador de una ruptura epocal” (2007, p. 241). La revisión de las lecturas de 2001 a la luz de sus concepciones temporales implica, en primer lugar, dar cuenta de la tensión entre la excepcionalidad del acontecimiento y su inscripción en un proceso histórico. El segundo apartado retoma algunos estudios que indagaron en la reconfiguración de las fronteras sociales e hicieron particular foco en la experiencia de la crisis en la clase media. En tercer lugar, se abordan distintas reflexiones que leen en la crisis de 2001 una dimensión simbólica vinculada conla identidad nacional: ese encuadretrasciende la especificidad del hecho histórico, a la vez que contribuye a explicarlo y se ve afectado por él (Armony y Armony, 2005, p. 47). Aparece aquí el influjo simbólico de la crisis como fantasma o trauma colectivo, que supone otro tipo de temporalidad, entrelazada con la construcción de un mito nacional signado por la decadencia.
La crisis de 2001 ha sido interpretada como un punto de inflexión en la historia argentina reciente e incluso, parafraseando a Koselleck (1993), constituye aún una suerte de pasado presente. A modo de ejemplo, el año 2001 funciona como una referencia imprescindible para comprender la emergencia de las dos principales fuerzas políticas nacionales en la actualidad: el kirchnerismo y el PRO-Cambiemos. Vommaro (2019; 2021) postula que las dos grandes coaliciones del sistema partidario argentino-una de centroizquierda, liderada por el kirchnerismo; y una de centroderecha, liderada por el PRO- se constituyen a partir de lecturas contrapuestas de los hechos de 2001.Desde el punto de vista político, la crisis de 2001 resulta determinante para comprender las identidades de las principales fuerzas políticas argentinasen las dos primeras décadas del siglo XXI: es en ese sentido -entre otros- que constituye un pasado presente.
La relevancia de estudiar las lecturas de 2001 radica en que, como plantea Visacovsky, “la nominación de una época como ‘crisis’ es inseparable de sus interpretaciones, de los futuros imaginables y de ciertos y nuevos cursos de acción política” (2018, p. 332). Al revisar los hechos en el vigésimo aniversario de diciembre de 2001, ciertas lecturas han señalado que algunos rasgosde la actualidad argentina aún puedencomprendersecomo efectos de aquella crisis. En consecuencia, antes que enmarcarse dentro de la historia reciente, el abordaje que propone este artículo puede pensarsecomo aproximación a una genealogía del presente.
Entre la excepcionalidad y la continuidad histórica
Iniciada con el gobierno de Carlos Menem (1989-1999) y concluida con la caída de Fernando de la Rúa (2000-2001), la llamadalarga década neoliberal termina en una coyuntura signada por la recesión económica, la ruptura institucional y el estallido social. El 19 y 20 de diciembre de 2001, en Buenos Aires y en las principales ciudades de la Argentina hubo protestas masivas que concluyeron con la renuncia del presidente De la Rúa y dejaron un saldo de 39 muertos, en lo que fue la mayor represión desde la vuelta de la democracia. Cacerolazos, saqueos y movilizaciones populares bajo la consigna “Que se vayan todos” fueron las marcas de estas jornadas, que dieron lugar a un período de profunda inestabilidad en el país durante el año siguiente.
Desde una temporalidad de larga duración, la crisis puede entenderse como un hito en el proceso de desinstitucionalización que atravesó la sociedad argentina desde la década de 1970, en sintonía con procesos que se dieron en la mayoría de las sociedades occidentales (Beck, 1998; Touraine, 2006; Maffesoli, 2009; entre otros). Pero más allá del carácter trasnacional de los procesos de desinstitucionalización, las condiciones nacionales determinaron modulaciones particulares del fenómeno, que implicó no solo el debilitamiento o retroceso de ciertas instituciones, sino también el surgimiento de nuevas prácticas y experiencias sociales.
Muchas de lasinterpretaciones sobre el estallido social, político y económico que dio inicio al siglo XXI en la Argentina han sido reseñadas en trabajos previos, como los de Visacovsky (2018); Montero y Cané (2017); Pereyra, Vommaro y Pérez (2013); y Scillamá (2007); entre otros. Algunas lecturas acerca de 2001 fueron elaboradas sobre el filo de los acontecimientos o durante los meses siguientes; otras circularon con mayor visibilidad en torno a 2011 y 2021, cuando los aniversarios condujeron a revisar la efeméride. Ciertas perspectivas sostienen que las movilizaciones de diciembre de 2001 fueron anti políticas y anti institucionales, pero también existen interpretaciones que detectan en los hechos de 2001 un retorno de lo político.1
Más allá de los acontecimientos de 2001-2002 -corralito, devaluación, movilizaciones, saqueos, protestas, quiebre institucional- varias interpretaciones enfatizan que la crisis se inscribió en un proceso social, político y económico cuyos orígenes pueden rastrearse hasta comienzos de la década de 1990 e incluso antes. El gobierno de Carlos Menem y, previamente, la dictadura cívico-militar de 1976-1983 coincidieron en una agenda neoliberal que promovió transformaciones políticas, económicas y sociales; entre ellas, la apertura financiera, la desindustrialización, el endeudamiento, las privatizaciones y la reducción del Estado (Svampa, 2005). Las principales consecuencias incluyen la erosión de instituciones que habían regulado durante décadas la vida social: el trabajo, el Estado de bienestar, los servicios públicos y la moneda, entre otras.
Siguiendo a Norma Giarracca, Svampa (2013) sintetiza las lecturas sobre el 2001 a partir de tres nociones clave: crisis, Argentinazo y acontecimiento. Según la autora, el primer concepto interpreta los hechos a partir de una crisis generalizada -financiera, económica, social, política y cultural-. Esta lectura comprende además una crisis de hegemonía (el quiebre del modelo de dominación basado en el consenso neoliberal de los 90, con eje en la convertibilidad) y una crisis de representación (sintetizada en el “Que se vayan todos”).
La noción de Argentinazo (Altamira, 2002) fue reivindicada desde sectores de izquierda para interpretar los hechos a la luz de la lucha de clases, como un “levantamiento popular” producido por la clase obrera. Esta denominación pone el foco en el carácter nacional de los hechos y visibiliza, en la estela de las luchas populares, los antecedentes de revueltas sucedidas durante los 1990, principalmente el Santiagueñazo (1993) y las puebladas de Cutral-Co, en Neuquén (1996 y 1997), así como otros estallidos históricos (por ejemplo, el Cordobazo).
En contraposición con la idea de Argentinazo, que inscribe a la crisis de 2001 en el devenir histórico y pone de relieve la acumulación de las luchas, la noción de acontecimiento supone una ruptura de la temporalidad. Desde esta perspectiva, el Colectivo Situaciones subraya la novedad y la singularidad (2002, p. 9) de diciembre de 2001. En otras palabras, el estallido constituiría una bisagra, un hito irrepetible: “La insurrección argentina produjo una interrupción espacial y temporal de la que no hay vuelta atrás” (p. 12), afirmaban, con los hechos aún muy cerca. Además, sugerían que las movilizaciones de diciembre se caracterizaron por una “acción destituyente” (42) de los poderes constituidos, sin pretensiones instituyentes.2
Con filiaciones en el pensamiento de Badiou, esta interpretación señala la necesidad de un léxico político nuevo para dar cuenta de la radicalidad de los hechos de 2001. Para el autor francés, el acontecimiento es del orden de lo imprevisto, lo intempestivo, lo que introduce una discontinuidad en la historia. En una revisión de su obra, Badiou explica: “Llamo ‘acontecimiento’ a una ruptura en la disposición normal de los cuerpos y de los lenguajes tal como existe para una situación particular […] o tal como aparece en un mundo particular” (2010 p. 23). En Badiou, el acontecimiento implica una novedad radical, una sorpresa y una apertura de nuevas posibilidades. El autor retoma a Lacan para postular que el acontecimiento es la irrupción de lo real; en esta línea, varias lecturas han conceptualizado la crisis de 2001 como trauma (Arnoux, 2019; Gargarella, 2013; Grimson, 2004; entre otros).
Por su parte, Vommaro discute la periodización de las movilizaciones, con la preocupación de evitar una lectura de las jornadas de diciembre como “pura espontaneidad”, pero tampoco entenderlas como “puro reflejo” de los procesos históricos previos, lo que implicaría “restarle importancia a su productividad política” (2013, p. 163). Desde un punto de vista de larga duración, el autor menciona los antecedentes de las protestas en las provincias durante la década de 1990. Para Vommaro, los hechos de diciembre son a la vez “consecuencia de procesos históricos, culminación de una crisis que se había terminado de declarar hacia mediados de 2001 y un acontecimiento que rompe esas temporalidades y que pretende instituir un nuevo tiempo político” (p. 160).
Las lecturas que piensan la crisis como acontecimiento presuponen una temporalidad extraordinaria, específica de la crisis, en función de la cual el ritmo de los acontecimientos se acelera y los cambios suceden más rápido. En este sentido, diciembre de 2001 es interpretado a la luz de la temporalidad disruptiva del acontecimiento, como una bisagra que irrumpe en el devenir histórico y define un antes y un después.
En contraposición, otros autores descartan la idea de novedad para dar cuenta de los hechos de 2001 y postulan que lo sucedido era previsible: “Desde el punto de vista social, todos los estudios pronosticaban, ya desde comienzos de los años 90, que el modelo en curso llevaría a una sociedad de alta exclusión” (Schuster et al., 2002, p. 8). Las condiciones sociales de esa exclusión, sostienen, “permitían esperar” hechos como los que finalmente se desataron el 19 y 20 de diciembre. En otras palabras, no hay lugar para la irrupción de lo imprevisto sino que se entiende al 2001 como una consecuencia lógica de la situación consolidada durante los años previos.
Entre las lecturas que relativizan la excepcionalidad de 2001, Ollier (2008) afirma que, en rigor, desde comienzos de la década de 1990 varios países latinoamericanos experimentaron salidas presidenciales anticipadas sin cambio de régimen -es decir, sin ruptura democrática-3, acompañadas de movilizaciones sociales heterogéneas, en contextos de graves crisis económicas. Ollier denomina este fenómeno político “inestabilidad presidencial” e inscribe el 2001 argentino en una serie que incluye otros hitos en la región: Brasil, 1992 (caída de Fernando Collor de Mello); Venezuela, 1993 (Carlos Andrés Pérez); Paraguay, 1999 (Raúl Cubas Grau); Bolivia, 2003 (Gonzalo Sánchez de Lozada). Para la autora, “lejos de ser una situación excepcional, las caídas presidenciales dan cuenta de la dinámica política de las democracias de baja institucionalización” (2008, p. 74).4 En este sentido, la autora coincide con Gargarella (2008), para quien el sistema hiperpresidencialista es un factor que radicaliza -en vez de contener o canalizar- las situaciones de crisis política en Argentina y América Latina.
Desde una perspectiva enfocada en una temporalidad de larga duración, varios autores coinciden en señalar que la crisis de 2001-2002 fue una crisis de hegemonía: implicó el quiebre de un modelo de acumulación (el “orden neoliberal”) y de un modelo de dominación política, luego de una década signada por las privatizaciones, el incremento de la pobreza y la desigualdad, las tasas inéditas de desempleo, los ajustes estructurales y el retroceso del Estado. Svampa (2005) sostiene que la reestructuración económico-social de la Argentina comenzó con el golpe militar del 24 de marzo de 1976, luego de un primer intento de ajuste, el Rodrigazo, que fracasó. El incremento de la polarización social se remonta a la década de 1970 y empieza a hacerse visible en la década del 80, pero Svampa señala que el nuevo orden neoliberal encuentra su hito fundacional en la hiperinflación de 1989. Este punto de inflexión tuvo consecuencias profundas, entre las cuales pueden mencionarse la caída del salario real, el aval a las posturas que defendían la apertura del mercado y la reducción del Estado, la desvalorización de la moneda nacional, y el final de un modelo de integración social y movilidad ascendente.
Para Schuster et al. (2002), en diciembre de 2001 se vivió un proceso de triple desestructuración: del régimen político, del modelo de acumulación y del orden social. En lo político, los autores explican la crisis a partir de la subordinación de la democracia al poder económico-financiero, y de los sucesivos desencantos desde 1983 con la UCR de Alfonsín, el PJ de Menem y la Alianza de De la Rúa, que derivaron en el deterioro de la imagen pública de los políticos y la sospecha generalizada de corrupción.
En lo económico, Schuster et al. (2002) sostienen que el régimen de acumulación que entró en crisis en 2001 encuentra sus orígenes a mediados de la década de 1970, cuando se aceleró el proceso de concentración de la riqueza, descapitalización del Estado y endeudamiento, que derivó en altos niveles de desocupación y deterioro laboral. La desestructuración del orden social, finalmente, puede explicarse a partir del desempleo, los niveles inéditos de desigualdad y el crecimiento de la pobreza.
La experiencia de la crisis
La tensión entre excepcionalidad y continuidad histórica emerge también en las lecturas acerca de cómo fue experimentada la crisis, signada por los cacerolazos, piquetes, marchas, saqueos, escraches y otras formas de protesta. Distintos actores han tenido distintas experiencias de la crisis: como señala Koselleck (1993), la categoría de experiencia (junto con la de expectativa) resulta central para pensar un determinado tiempo histórico, en la medida en que en ella se entrecruzan el pasado y el futuro. Para Koselleck, la experiencia es un “pasado presente”, así como la expectativa puede pensarse como un “futuro presente” (1993, p. 338).
Varias lecturas sobre el 2001 hacen referencia a la reconfiguración de las fronteras sociales como un elemento constitutivo de la experiencia de la crisis. Precisamente, uno de los ejes de debate más relevantes en torno a los hechos de 2001 fue la constitución de nuevos lazos entre los diversos sectores sociales que se movilizaron. Existen diferentes interpretaciones en torno al vínculo entre piquete (como metonimia de los sectores populares) y cacerola (símbolo de los sectores medios) durante las movilizaciones.
La visión de que 2001 favoreció una alianza o un acercamiento de clases quedó condensada en la consigna “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, surgida el 28 de enero de 2002, cuando una marcha organizada por las agrupaciones piqueteras llegó desde La Matanza hasta Plaza de Mayo y fue recibida por grupos de vecinos, asambleístas y comerciantes de clase media. Schillagi (2008) encuentra en este episodio el punto de partida para la construcción de un vínculo imprevisto -y efímero, por estar sustentado en una situación política excepcional- entre los sectores medios y organizaciones de desocupados.
La lectura de Gordillo (2010) enfatiza que las luchas de piqueteros y caceroleros no eran “una sola”, sino que los distintos sectores habían sido afectados de maneras diversas por las políticas neoliberales aplicadas en los noventa. La autora sostiene que la consigna expresaba, en realidad, una línea divisoria entre la población y las autoridades, como consecuencia de la falta de respuestas ante los diversos reclamos. El establecimiento del corralito el 1º de diciembre habría sido, para Gordillo, el precipitador que permitió una unidad “contingente” entre sectores medios y sectores populares, a partir de la configuración de dos polos contrapuestos: pueblo contra gobierno.
La construcción de un adversario común -la clase política- fue entonces el factor clave que dio lugar al acercamiento entre sectores medios y sectores populares. Gordillo reivindica el término Argentinazo y argumenta que el sufijo azo, como en Cordobazo o Rosariazo, permite “dar cuenta de acciones colectivas de gran impacto que implicaron a distintos actores sociales en confrontación con las autoridades” (2010, p. 12). La heterogeneidad de los actores involucrados impide pensar los hechos de diciembre de 2001 como un fenómeno homogéneo, puesto que allí se superpusieron diversos reclamos. En ese sentido, la diversidad de experiencias de la crisis implica a su vez diversas temporalidades (Gordillo, 2011): hubo un “diciembre piquetero”, un “diciembre porteño y urbano”, un “diciembre sindical”, un “diciembre plebeyo”, un “diciembre antiautoritario” y un “diciembre nostálgico” de anteriores luchas políticas.
La denominada crisis de la representación fue una de las claves de lectura más recurrentes al abordar los hechos de 2001, para dar cuenta de un rechazo a la dirigencia política que era transversal a las clases sociales: habría en ese rechazo un núcleo común a la experiencia de los distintos sectores sociales.
La crisis de la representación se planteaba como una escisión entre la sociedad civil y la clase política, condensada en el “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, una consigna que surgió el 19 de diciembre y mantuvo su vigencia en los cacerolazos que persistieron a lo largo de 2002. El rechazo a la mediación política, explícito en las consignas de las movilizaciones de diciembre, había sido anticipado en las elecciones legislativas de octubre de 2001, cuando el voto negativo (en blanco y nulo) se constituyó en segunda fuerza a nivel nacional y primera en algunos distritos, consagrando el triunfo del voto bronca. En aquella oportunidad el 41% del padrón electoral anuló su voto, votó en blanco o no participó de la elección.
Pereyra (2013) explica el rechazo a la clase política a partir de la cuestión de la corrupción, en la que se expresaría la distancia y la ajenidad que siente la ciudadanía respecto de quienes ocupan los tres poderes del Estado: “Desde hace muchos años existe una percepción generalizada de que la actividad política es corrupta. El punto culminante de ese proceso es, sin duda, la crisis de 2001-2002” (2013, p. 64). El autor interpreta este repudio moral a la corrupción a partir de una mirada de larga duración, como un síntoma de la experiencia individualizante que atravesaron los sectores medios como consecuencia de la transformación de la estructura social durante los años previos.
Otra consigna que condensó en aquellos días la polarización pueblo versus gobierno fue la histórica “Si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?”. Wilkis y Vommaro (2002) interpretan que la apelación a la noción de pueblo escenificaba una posible unificación de una sociedad fragmentada y cada vez más desigual y, de esa manera, implicaba la definición de la clase política como alteridad, separada de la sociedad y contraria a sus intereses. Por otra parte, esta consigna reinscribe los hechos de 2001 en una serie histórica de luchas populares, en contraposición con la novedad del “Que se vayan todos”.
Diversos autores señalan que la unificación del sujeto de la representación democrática por medio de la categoría de pueblo desdibujaba la desigual distribución de daños producidos por las políticas neoliberales, que no afectaron del mismo modo a los sectores populares y a los sectores medios. En consecuencia, ese espacio común estuvo definido por la negatividad -el rechazo a la clase política- y no por una propuesta común. Wilkis y Vommaro (2002) subrayan que la confluencia fugaz en torno a la consigna “piquete y cacerola” no se tradujo en un acercamiento duradero.
Otras perspectivas han presentado los acontecimientos como una “insurrección de la multitud” (Negri y Cocco, 2003), identificando a la multitud como el “novedoso” sujeto de una movilización policlasista que reunió a sectores medios y sectores populares. Para el Colectivo Situaciones, en cambio, se trató de una “insurrección sin sujeto”: “El movimiento del 19 y 20 prescindió de todo tipo de organizaciones centralizadas. […] Hubo una elaboración multitudinaria y sostenida de rechazo a toda organización que pretendiese representar, simbolizar y hegemonizar la labor callejera” (2002, p. 37).
Más allá de la diversidad de experiencias, la crisis de 2001 supone un hito en la reconfiguración de las relaciones entre sectores populares y sectores medios. Según las estadísticas oficiales, en 2002 más de la mitad de la población estaba debajo de la línea de pobreza. Visacovksy (2012) explica que en este contexto de empobrecimiento masivo y de proliferación de “nuevos pobres”5, las fronteras sociales entre sectores medios y sectores populares se habían vuelto difusas.
El particular impacto de la crisis de 2001 en la clase media ha sido objeto de diversas lecturas: algunas (Visacovksy, 2012; Kessler y Di Virgilio, 2008; entre otros) se enfocan particularmente en la experiencia subjetiva de la crisis, mientras que otras (Pereyra, 2013; Del Cueto y Luzzi, 2008; Svampa, 2005; entre otros) apelan a una temporalidad de larga duración para reconstruir las condiciones objetivas que hicieron posible ese impacto.
Varios autores coinciden en señalar que a partir de la década de 1970 se había producido en la Argentina una desestructuración de los sectores medios.6 Hasta los setenta, la amplitud de la clase media argentina constituía la “excepción” dentro de una región signada por la polarización social. Esa excepción llegó a su fin como consecuencia de un sostenido proceso de fragmentación social (Del Cueto y Luzzi, 2008) que profundizó las distancias entre los grupos sociales y aumentó la heterogeneidad al interior de cada clase. Del Cueto y Luzzi explican que la fragmentación se expresa en una serie de fenómenos entre los cuales se cuentan “los procesos de segregación urbana, la intensificación de la segmentación a través de los consumos, la mayor diferenciación de los servicios educativos y la diversificación de prácticas, consumos y circuitos culturales” (2008, p. 7).
La crisis de 2001, corolario de estos procesos, dio lugar a la multiplicación de experiencias de descenso social (Visacovky, 2012) y a una redefinición de las fronteras entre clases sociales, tanto desde el punto de vista objetivo (estructural) como subjetivo (identitario). Kessler y Di Virgilio (2008) sostienen que estas experiencias de descenso generan una erosión de la identidad social: la pauperización obliga a cuestionar la pertenencia a la clase media, estrechamente ligada a la definición de la identidad social argentina, y se experimenta como una “dislocación” personal y como una “desorganización del mundo social circundante” (p. 40).
Schijman postula que la crisis de 2001-2002 puso en evidencia la “volatilidad de la clase media argentina” (2015, p. 31), en contraposición con las clases medias de otros países latinoamericanos, y señala la existencia de una franja de “clase media vulnerable” que carece de mecanismos para amortiguar los efectos de las crisis económicas, lo que la vuelve muy susceptible a caer bajo la línea de pobreza frente a shocks contingentes.
La autora advierte que el carácter episódico de las crisis argentinas entraña un riesgo permanente para los componentes más débiles de la clase media de sufrir procesos de movilidad social descendente. La volatilidad implica una experiencia del presente como amenaza y una ilegibilidad del futuro: en ese sentido, esta vulnerabilidad de la clase media argentina ante la crisis puede pensarse a partir de la noción de Bryant (2016) de un “presente inquietante” (uncanny present), entendido como “un sentido particular de actualidad producido por futuros que no se pueden anticipar” (2016, p. 20).
Durante los años más agudos de la crisis, algunos estudios llegaron a vaticinar el fin de la clase media, en la medida en que “se habían esfumado las condiciones que habían hecho posible hasta entonces la movilidad social ascendente” (Visacovsky, 2012, p. 141). La crisis opera entonces como una amenaza desintegradora, que redefine los límites sociales e incluso la concepción de la nación.7 Al reseñar distintos estudios sobre la transformación de la clase media en la década de 1990, Visacovksy encuentra en los testimonios de los entrevistados -sujetos de clase media desclasados- una nostalgia con respecto al pasado individual, pero también colectivo.
Kessler y Di Virgilio advierten que “la nueva pobreza cambió la imagen que la sociedad argentina tenía de sí misma” (2008, p. 32). Los autores entrevistan a sujetos que han atravesado procesos de pauperización y advierten que el empobrecimiento produce una constante “coacción al cambio” (por ejemplo, modificar la dieta familiar, dejar de lado parte de la vida social, atrasarse en el pago de impuestos o de un crédito, etcétera). Estos cambios forzosos -que en 2001-2002 alcanzaron una extensión y una intensidad sin precedentes- generan desconcierto y una percepción extrañada de la propia realidad, ya que los sujetos no se encuentran preparados por su historia personal o familiar para dar respuesta a la nueva situación.
En síntesis, distintos estudios encuentran que los procesos de descenso social producidos por la crisis de 2001 son experimentados en términos de un extrañamiento del presente y una desintegración de las expectativas de futuro, así como una redefinición de la imagen que los sujetos tienen de sí mismos y de su entorno social. La reconfiguración de las fronteras sociales generada por las transformaciones estructurales implica una experiencia de dislocación que erosiona la identidad subjetiva, pero también las representaciones acerca de la identidad colectiva.
La dimensión simbólica: el fantasma de la crisis
Los procesos que hicieron eclosión entre 2001 y 2002 dejaron una huella significativa en la memoria colectiva y el imaginario social. Para Grimson (2004), el concepto que funcionó como referencia compartida en aquel tiempo fue el denación. El autor sostiene que la crisis de 2001 marca una ruptura en los modos de imaginar lo nacional y reintroduce en la sociedad argentina el valor positivo de la pertenencia a la nación, que se había teñido de connotaciones negativas a partir de la guerra de Malvinas (en la que habrían quedado asociados lo nacional, lo militar y lo dictatorial). En este apartado revisaremos algunas lecturas que se detienen en la dimensión simbólica de la crisis, en la que se pone en juego una temporalidad específica: la de los símbolos nacionales.8
Armony y Armony (2005) postulan que las movilizaciones de 2001 respondieron no solo a la crisis de representación política, la institucionalización débil y la recesión económica, sino también a una crisis de identidad nacional. La lectura de estos autores enfatiza la dimensión simbólica de la crisis, y la inscribe en un marco más amplio: el de una identidad nacional conflictiva, cíclicamente frustrada ante la imposibilidad de concretar un destino de grandeza nacional.
Si existe una ‘excepcionalidad’ en el caso de Argentina, esta se vincula con la capacidad de preservar -a través de golpes de Estado, debacles económicas, genocidio y extravagante corrupción gubernamental- la creencia en el potencial del país para lograr un destino superior (2005, p. 44).
Los autores postulan que ese mito nacional compartido -el del destino de grandeza fallido- resulta fundamental para explicar la movilización de los ciudadanos en 2001, sobre todo en relación con los sectores medios, especialmente afectos a ese mito.
En un texto publicadooriginalmente en 1990, en el contexto de la hiperinflación, Marí (2003) advertía sobre la consolidación de una “ideología de la crisis” en Argentina, según la cual una porción de los ciudadanos (en general, los sectores conservadores de clase alta y media alta) asume que el país vive una constante decadencia, una crisis entendida como “catástrofe” en la que no se reconoce ninguna responsabilidad individual.9 El principal efecto de esta ideología-a la que Marí contrapone con una deseable teoría de la crisis, capaz de explicar los problemas nacionales- sería sumergir la realidad social en la opacidad, así como sostener una velada nostalgia por el orden autoritario. Para Marí, además, la ideología de la crisis se traduce en una proliferación de la insatisfacción, la desconfianza social, la sensación de desprotección y el pesimismo entre los argentinos.
La crisis-catástrofe es un tipo de discurso con dos registros: psicológico y sociológico. En el primer registro, se potencian las dificultades económicas, políticas y administrativas de la democracia, generándose a partir de la hipérbole una psicología social biliosa y de postración colectiva. En el segundo, se evacúan las condiciones de posibilidad de comprensión racional de esas mismas dificultades, al desinteresarlas de su enlace con las relaciones sociales objetivas y remitirlas, en forma masiva y en bloque, a la llamada denuncia subjetiva: incompetencia gubernamental, torpeza burocrática, incapacidad judicial, o bien incuria e inmadurez de la clase política en conjunto. (Marí, 2003, p. 21)
Las ideas de Marí pueden ponerse en diálogo con las de Agamben (2013), quien advierte que en el uso contemporáneo la palabra crisis “coincide con la normalidad” en la economía, la política y la vida social, lo que convierte al concepto en un “mero instrumento de gobierno”. Según Agamben, lo que Marí llamaría “ideología de la crisis”, la idea de una crisis constante, da lugar a formas de gobierno autoritarias: “Para ponerlo en términos paradójicos, podríamos decir que, teniendo que enfrentar un Estado de excepción permanente, el gobierno tiende a tomar la forma de un golpe de Estado (coup d'état) perpetuo” (2013: s/p).
En otro trabajo previo a los acontecimientos de 2001, Neiburg (1998) postulaba la existencia de un “mito de la crisis” que gravita históricamente sobre la construcción imaginaria de la identidad nacional, junto con otro mito de raigambre histórica: el de las “dos Argentinas” encarnadas en la dicotomía civilización-barbarie. Neiburg subraya la relevancia de la noción de crisis en los relatos sobre la nación argentina, atravesados por dos motivos centrales: la decadencia y la excepcionalidad.10Neiburg sostiene que
los relatos sobre la crisis argentina tratan como una anomalía la permanencia de una situación de desintegración. Escritos generalmente en un tono dramático, hablan no solo de la dificultad, sino de la imposibilidad, de realizar un destino grandioso (1998, p. 98).
Arraigado en los vaivenes políticos y económicos de una historia atravesada por sucesivos períodos de recesión, inflación, golpes militares, etcétera, es indudable que este “mito de la crisis” -y su concepción de la historia argentina como un largo proceso de decadencia, que podría conducir incluso a la disolución nacional- vuelve a emerger con fuerza a partir de diciembre de 2001.
La dimensiónsimbólica de la crisis de 2001 fue analizada por varios autores. Para Grimson (2004), se trató de una experiencia de disgregación social, equiparable -por su sedimentación en la imaginación pública y en la configuración de lo nacional- con el terrorismo de Estado (entendido como experiencia de disgregación política) y la hiperinflación (experiencia de disgregación económica). En contra de las teorías constructivistas y esencialistas de la nación, Grimson defiende una teoría “experiencialista”, que concibe estas experiencias históricas como “configuradoras de la imaginación, los sentimientos y la acción” (2004, p. 192) de los individuos que conforman una nación.
Se trata-según el autor- de experiencias queconfiguran determinados modos de imaginación, cognición y acción en una comunidad nacional, aunque hayan sido compartidas de manera desigual por las distintas clases sociales o hayan impactado de modos diversos en cada generación. Estas experiencias configuradoras tienen en común el fracaso del Estado, pero sobre todo comparten un carácter traumático que ha dejado huellas profundas en la sociedad, y que establece límites y presiones en la dinámica de los procesos políticos.
Grimson indaga en la experiencia de la crisis y se pregunta de qué manera la catástrofe económica, política y social fue vivenciada por los sujetos, qué significados le fueron asignados en términos individuales y colectivos, de qué manera los acontecimientos “trastocaron” el imaginario nacional y modificaron, por lo tanto, los “modos de pensar la nación y las identidades” (2004, p. 177).Al preguntarse por los efectos culturales de la crisis, el autor dirige su reflexión hacia procesos de sedimentación simbólica que prolongan las consecuencias de la crisis más allá de su resolución institucional o macroeconómica: es en la dimensión simbólica de la crisis donde se configura su persistencia, su condición de pasado presente.
El autor apela a la noción defantasmapara dar cuenta de estos “núcleos duros de la experiencia histórica” (2004, p. 188). De esta manera subraya, por un lado, la huella simbólica de los procesos históricos, la capacidad de estos de moldear las fantasías individuales y la imaginación pública. El concepto de fantasma pone en diálogo sociedad e imaginación, y a la vez articula pasado y presente: como ha señalado Link al teorizar sobre esta categoría, los fantasmas tienen “al mismo tiempo la potencia de lo imaginario y la fuerza de lo real” (2009, p. 272). Por otro lado, la figura delfantasmaevoca el miedo como una de las pasiones más potentes para configurar las prácticas políticas y las construcciones imaginarias de una sociedad; el fantasma es siempre una amenaza que debe ser conjurada.
En este sentido, Grimson (2004) alude a la crisis de 2001 como una “experiencia aterradora” que instituyó un nuevo fantasma (como antes lo habían hecho la dictadura y la hiperinflación). Según esta lectura, los efectos culturales de la crisis fueron determinantes para moldear el período siguiente y delimitar los espacios de imaginación y acción social. En los años posteriores a 2001-2002, el fantasma de la crisis mantiene vigente el pasado y opera como una amenaza constante; inscribe en el presente la posibilidad permanente de la catástrofe.
Desde un punto de vista político, Pérez (2008) habla del “imaginario destituyente de 2001”, que perduraría a lo largo de toda la década como una amenaza para los gobiernos posteriores. En los años siguientes a 2001, el quilombo (tal como lo conceptualiza el autor) moldeó “la fisonomía política del presente”, dado que la autoridad gubernamental reconstruida durante el kirchnerismo “le teme como a una catástrofe inminente y ominosa” (2008, p. 30). En coincidencia con otros autores, Pérez piensa el kirchnerismo como un emergente de la crisis de 2001.
También Vommaro (2013) designa la crisis de 2001 como un “fantasma político”, que supone una amenaza de disgregación social y de fractura del lazo representativo, a la vez que expresa simultáneamente el rechazo de la política y el retorno de lo político. Este fantasma gravitará sobre la política y la sociedad argentina durante los años siguientes; en ese sentido, 2001 encarna un trauma colectivo que remite a niveles inéditos de desempleo e inestabilidad institucional. Ese trauma opera sobre la sociedad civil pero también sobre la élite política: como hemos visto, es posible reconocer su influjo en la conformación de las dos principales coaliciones partidarias del sistema político argentino.
Comentarios finales
Las diversas lecturas acerca de la crisis de 2001 coinciden en reconocerla como un hito ineludible de la historia argentina reciente y, a la vez, como un fenómeno cuyas consecuencias aún gravitan sobre el presente. El impacto duradero del 2001 se registra en múltiples dimensiones de la vida social: la política, la economía, la cultura han sido moldeadas, en mayor o menor medida, por las huellas de la crisis.
En la crisis de 2001 se superponen temporalidades heterogéneas. En el primer apartado se repasa la contraposición entre el 2001 como consecuencia de la década de 1990, o incluso de la transformación neoliberal iniciada en 1976; y el 2001 como irrupción de un tiempo excepcional, inédito e imprevisible. En el segundo apartado, al recuperar algunas lecturas que se detuvieron en lasexperiencias subjetivas de la crisis, emerge la concepción de 2001 como un extrañamiento del presente; pero también como cancelación del futuro. En el tercer apartado, se revisan algunas lecturas que ubican el 2001 en otra temporalidad: la de los símbolos, en la que se dirime la construcción y permanencia de una identidad nacional que configura y es configurada por la crisis.
Estas diversas temporalidades se imbricanen torno a 2001 y contribuyen a explicar por qué, pese a la distancia creciente con respecto a los hechos, la crisis sigue siendo un pasado presente, en sus dimensiones de proceso histórico, acontecimiento, experiencia subjetiva y fantasma imaginario.
A veinte años de 2001, la magnitud de la recesión económica producida por la pandemia de COVID-19 en los años 2020-2021 volvió a traer la crisis de 2001 al núcleo del debate público: las caídas récord en todos los rubros de la economía suscitaron ejercicios comparativos que, al buscar antecedentes, solo encontraron registros de caídas similares en los años 2001-2002. Queda abierto este eje para una futura indagación: puede ser interesante analizar los modos en que la crisis producida por la pandemia llevó a recuperar, una vez más, la memoria de 2001 como clave para comprender el presente.
La centralidad de 2001 en la construcción de una genealogía del presente nacional-junto con otras experiencias traumáticas como el terrorismo de Estado o la hiperinflación- invita a seguir repensando los acontecimientos desde el presente. En este sentido, resulta clave sostener desde las ciencias socialesuna reflexión que aporte a la comprensión de la crisis de 2001:ese esfuerzorepresentaun camino posible para deconstruir los mitos que postulan lacrisis eterna y la decadencia permanente de la Argentina, obstaculizandola posibilidad de entender el devenir histórico así como el presente mismo.