La palabra camino aparece hacia el final de la brevísima introducción a Les origines culturelles de la Revolution française:
apoyado, en general, por el comentario de textos específicos, antiguos o modernos, respaldado por trabajos de historiadores que, en estos últimos años, han alterado nuestra manera de comprender las prácticas y el pensamiento de los franceses del siglo XVIII, el camino aquí propuesto solo intenta ofrecer algunas perspectivas inéditas a partir de un problema más bien trillado.1
Podríamos no señalar esta inocente catacresis (camino por, tal vez, “desarrollo de una demostración”), típica de la escritura académica. Sin embargo, lo que llama la atención es el hecho de volver a encontrarla hacia el final de la -un poco menos expeditiva- introducción a Inscrire et effacer. Con todo, en la frase de 1990, el movimiento reflexivo y los comentarios en que se basa -diferentes desde un punto de vista clásico- se han fusionado en la frase de 2005 de una manera muy característica: “tras abandonar la compañía de las obras que hemos seleccionado y comentado en el decurso del tiempo, la Lettre sur le commerce de la librairie de Diderot permitirá que regresemos a la tensión fundamental que invade nuestro camino”.2 La “tensión” en cuestión -entre el proceso de abstracción de textos y las manifestaciones de una conciencia persistente de la materialidad de lo escrito durante el período que trata la obra, es decir, entre la Edad Media y el siglo XVIII- es, en efecto, recompuesta en el epílogo tal como se anuncia desde el comienzo del libro, valiéndose, capítulo tras capítulo, del último de los “viejos autores con quien hemos caminado”.3 Inclusive, el libro más reciente de Roger Chartier, Cartes et fictions (XVI e -XVIII e siècle) (2022) también propone un camino. La atención que presta a la movilidad de las obras y a la significación de sus sucesivas materialidades se construye y agudiza en el pasaje de los diferentes viajes ficcionales del breve período considerado y, en el interior de cada capítulo, de una edición tras otra del Quijote (a partir de la nueva edición de 1780), de la Utopía moreana o de Robinson Crusoe, todas ellas ilustradas con mapas e interpretadas a través de mapas: la mente viaja munida de objetos.4
Leer Les origines culturelles marca otro buen camino porque significa asumir un punto de vista cultural de no retorno frente a los paisajes y perspectivas de antaño. Paradójicamente, en esas páginas, experimentar la fragilidad de los asertos sobre “prácticas y pensamientos” -en este caso, las de los franceses del siglo XVIII, inspirados por la certeza de que hay, necesariamente, una relación de causalidad entre un acontecimiento histórico mayor y las ideas que se expresaban en aquel mismo período- genera un tipo de mirada sobre ese mismo pensamiento del que ya no es posible deshacerse. Cuando abandonamos la compañía del guía que nos ha conducido por las huellas de las interpretaciones efectivas, diferenciadas y móviles que los franceses de la época moderna nos han dejado de su propio mundo y de su propia vida, la mente o el ojo de la mente, por así decirlo, adquiere otros hábitos. Desde luego que podemos perderlos de vista si hacemos otras lecturas y tal es otra de las lecciones que ofrece el libro. Por cierto, la historia intelectual ha vuelto a florecer o, más exactamente, a recobrar el protagonismo desde que Les origines culturelles expuso “algunas perspectivas inéditas” de un “problema muy trillado”, precisamente, el problema de los orígenes intelectuales de la Revolución francesa y el de la relación “entre el progreso de nuevas ideas a lo largo de todo el siglo XVIII y el surgimiento del hecho revolucionario”: el número que la Revue d’histoire moderne et contemporaine dedicó a esta “renovación” (término, este último, que se encuentra en la introducción de ese número) ya tiene diez años.5 En todo caso, aquel camino que conducía de las ideas a las prácticas de pensamiento o a la creencia en escritos que no eran textos de ideas -como las cartas nupciales o los testamentos, por ejemplo-, de los textos hacia los libros y de los libros hacia los lectores, las lectoras y las lecturas ya estaba abierto. De hecho, la propia historia intelectual fue modificada por aquello que Roger Chartier denomina “sociología cultural”. La propia introducción de aquel número sobre la renovación de la historia intelectual de la revista que acabamos de mencionar cita el editorial de un número previo de otra publicación, la Revue de synthèse, la cual, en 1986 -es decir, cuatro años antes de que apareciese Les origines culturelles- afirmaba:
Tal como nosotros la comprendemos, la historia intelectual no se limita a la historia de las ideas aunque esta última le incumba por derecho propio. El desarrollo de las ciencias humanas y sociales […] ha demostrado que todas las actividades y prácticas humanas son susceptibles de un análisis que pone en evidencia el pensamiento, claro o confuso, de los actores humanos. De tal modo que una institución, una práctica técnica, el uso privilegiado de tal o cual objeto material, un tipo de organización o de gestión son capaces de poner de relieve actitudes mentales e intelectuales que no pretendemos pasar por alto.6
Recordemos que en 1987 el análisis de las cartas nupciales de Lyon que encontramos en Les origines culturelles había sido utilizado como si se tratase de un epítome en Les usages de l’imprimé, pero con otro título, “Le portrait du roi”, en homenaje al libro de Louis Marin cuya reflexión constituye el soporte del capítulo sobre la desacralización de la figura real.7 Efectivamente, ese capítulo sostiene la hipótesis según la cual aquella desacralización -que tornó “posibles y pensables las profanaciones revolucionarias (ridiculizando por medio de la imagen y la palabra al rey borracho, al rey demente o al rey puerco) y, luego, el acto inaudito que supuso la ejecución del soberano”- se conformó a partir de la relación entre el “sistema de representación monárquica elaborada por Luis XIV” y la caducidad de aquel sistema junto con la crisis que sufrió bajo los efectos de diversos fenómenos. El “modelo eucarístico, que es desplazado para tornar pensable el poder real y que dotaba las imágenes del soberano con una dimensión sacramental, pierde su eficacia”, sobre todo, “con las desafecciones religiosas”: “con relación a las representaciones de la figura del rey, en algún tramo del siglo XVIII, la incredulidad de los franceses se impuso sobre la credulidad y la temeridad sobre la timidez”, concluye Chartier con las palabras de Pascal sobre el hombre: “es, por naturaleza, crédulo e incrédulo, tímido y temerario”.8 Tal es así que son, precisamente, los Pensamientos de Pascal los que abren este párrafo con el ejemplo de la movilidad (y, a la vez, transformación y desplazamiento) de la representación real que proporcionan las cartas nupciales. Algunas páginas atrás, en ese mismo capítulo, se había señalado que “el abandono del repertorio simbólico” de la mitología y del imaginario solar en Versailles (cuando este repertorio aún estaba presente en las residencias de descanso del soberano, como Marly) en beneficio de las “características propias de la representación del rey”, “tal como su propio rostro” -hecho artístico y, por ende, intelectual-, también era un hecho cultural, sea cual fuere su naturaleza histórica. En efecto, esta mutación tuvo lugar “en todo tipo de imaginería impresa (desde las planchas grabadas para el Gabinete del rey hasta aquellas que vendían los mercaderes de estampas)”, mutación que se traduce en “una evolución de mayor amplitud que transforma profundamente la significación atribuida a la representación de la figura real” y que permite que “la legibilidad de aquella imaginería” circule “de una manera mucho más inmediata y extendida”. Justamente, a partir de Luis XIV, continúa Roger Chartier, el retrato del rey “se instaló en todo tipo de texto e iconografía -inclusive, en aquellos que resultaban, en apariencia, más ajenos a la celebración monárquica-”. Es por ello que las cartas nupciales de Lyon, cuyo ritual local exigía que el esposo se las entregase a su mujer -cartas impresas en serie por los ilustradores y, tradicionalmente, decoradas con imágenes religiosas (representaciones de los Evangelistas o del casamiento de la Virgen)-, se disponen a agregar este retrato a sus ornamentos. Varias series impresas habían elegido representar el casamiento de María Teresa de Austria: la imagen del rey “con sus propias características”, incorporada en un objeto conservado con respeto y cuidado, penetró en las vidas comunes y corrientes para moldear la obediencia y, a largo plazo, la desobediencia.
Todo sucede como si el cambio de representación del rey, que pasa de las alegorías complejas a una figuración simple, unívoca y descifrable para todo el mundo, hubiese sabido aprovechar la observación pascaliana: “¿Quién dispensa reputación? ¿Quién concede respeto y veneración a las personas, a las obras, a las leyes, a los grandes, a no ser esa facultad imaginante? ¡Cuán insuficientes [son] todas las riquezas del mundo sin su consentimiento!”.9
Esta frase, compleja, desde luego no convierte la reflexión pascaliana en el fundamento de una evolución en lo que concierne a las prácticas políticas o a las prácticas de respeto hacia la obediencia a través de las representaciones. En realidad, esta frase utiliza las ideas escritas por Pascal porque ponen de manifiesto cuán pensable podía ser un cambio que ocurría en ese mismo momento, tal como ha sucedido cuando la filosofía del siglo XVIII tornó pensable el hecho revolucionario para los hombres y mujeres que lo vivieron y para todos los que vinieron después. Citado en tres ocasiones a lo largo de algunas páginas, Pascal permite poner en perspectiva un hecho cultural (el ofrecimiento de la figura del soberano a todos los espíritus gracias a objetos modestos) y un hecho intelectual diferente de aquel (la evolución de los programas decorativos de las residencias reales y, en mayor medida, la evolución del espectáculo monárquico, por ejemplo) debido a que nos permite distinguir las prácticas de la imaginación y distinguirlas tal como eran visibles en aquella época.
Así pues, en lugar de postular una cristiandad precedente o una sacralidad ahistórica, tanto la desacralización o la descristianización resultan mucho más comprensibles cuando se tienen los medios para observar la sacralización o la cristianización, puesto que tal ha sido su condición. Del mismo modo, la cuestión de la acción que ejercen los libros se percibe mucho mejor cuando se observa quiénes los leían, quiénes no los leían y qué leían aquellos que no los leían. Les origines culturelles revisa, una tras otra, las explicaciones clásicas o menos clásicas de la Revolución francesa por medio de la evolución de las maneras de pensar en el siglo XVIII, combinando diferentes cronologías y diferentes espacios sociales. Tampoco nos proporciona alguna otra explicación: lo que nos propone es acercar el acontecimiento a través de senderos que fueron recorridos en el pasado al cual pertenece.
Roger Chartier regresó a la “quimera del origen” en Au bord de la falaise, acompañado en todo momento por la guía de Michel Foucault, pero también por la de Alphonse Dupront, el autor del epígrafe que antecede a Les origines culturelles y cuyo largo pasaje es luego ofrecido en el núcleo mismo del capítulo para confirmar a Foucault.10 Con Foucault, con Dupront, la Revolución y la Ilustración, el acontecimiento que surge y las evoluciones que reorganiza, aparecen como “dos manifestaciones” de un mismo “proceso”, “de un proceso más completo”: la “verdadera revolución”, es decir, el pasaje a una sociedad moderna “sin mitos ni religiones” y “sin pasado ni tradiciones”.11 “En algún tramo del siglo XVIII”, la perpetuación o, inclusive, la intensidad de las prácticas, cambiaron de sentido puesto que tanto las prácticas como los pensamientos -Roger Chartier escribe “y los discursos” en este capítulo en el que comenta a Foucault-12 no son “homólogos”, sino que están “articulados”. Esta “partición” entre ambos resulta “fundadora para toda historia cultural” porque permite reflexionar sobre esa articulación y porque, en el marco de la demostración, también permite, precisamente, acercar unas prácticas con otras y articularlas con palabras y autores.13