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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.28 Córdoba dic. 2012

 

ARTICULOS ORIGINALES

El difícil ensamblaje: Estado y ciudadanos en México1
Juan Russo2

Resumen
A la luz de los cambios y reconfiguración de la soberanía de los estados, se analiza la difícil vinculación entre instituciones y ciudadanos en México. Para ello se presta atención a dimensiones históricas en la conformación de la nación mexicana, así como aspectos de la participación ciudadana. La democracia mexicana afronta desafíos importantes relacionados con la cohesión social, la violencia extendida del narcotráfico y la legitimidad de las instituciones estatales. Se utilizan fuentes secundarias, así como los datos recogidos de una encuesta realizada a escala nacional.
Palabras clave: nación, Estado, participación política, democracia, ciudadanía

Abstract
In the context of the changes and reconfiguration of the sovereignty of states, discusses the difficult relationship between institutions and citizens in Mexico. This attention is paid to historic proportions in the conformation of the Mexican nation, as well as aspects of citizen participation. Mexican democracy faces important challenges related to social cohesion, widespread drug violence and the legitimacy of state institutions. Secondary sour ces are used, and the data collected from a national survey.
Keywords: Nation, State, Political participation, Democracy, Citizenship


Introducción

En el contexto de la crisis económica en gran parte de Europa y Estados Unidos, y del reposicionamiento económico y político de los países latinoamericanos, México, decimocuarta economía mundial y segunda regional, pone a prueba la fuerza de su estado. Desafíos importantes derivan de la interpenetración socioeconómica y cultural con el gigante del norte. Así, más de 20 millones de mexicanos viven en Estados Unidos, manteniendo comunicaciones regulares con su país de origen, sea por las abultadas remesas (segunda fuente de ingresos en el país), como por el retorno periódico y el compromiso social y político con sus comunidades de origen3. Ello implica no sólo fronteras permeables, sino el avance de un proceso creciente de transnacionalización.

El impacto de la crisis mundial originada en Estados Unidos tuvo impacto inmediato en México. Los efectos se observaron en dos ámbitos: en las remesas de dólares de los migrantes mexicanos a su país de origen, y en la evolución del desempleo. Respecto de las remesas, se trata de la segunda fuente de ingreso de México, después del petróleo. En agosto de 2008 México sufrió una caída del 12% de las remesas. Sin embargo en hubo una rápida recuperación con un incremento del 13% en octubre de 2008, respecto de igual mes del año anterior. Al final, el balance anual comparado entre 2008 y 2007 implicó una pérdida de alrededor del 2 por ciento4. Si en cambio se presta atención a un arco temporal más amplio, puede advertirse un crecimiento sostenido de las remesas en los años anteriores a la crisis, alcanzando su cima en 2007, y en relación a este pico hubo una caída leve en 2008 y muy pronunciada en 2009. Y si bien, de 2010 a 2012 ha habido un crecimiento gradual, no se alcanzó aquel punto de 20075.

En términos de empleo, según datos de la CEPAL, la tasa de desempleo entre el 2008 y el 2009, creció del 4,9 al 6,7 %. Según datos del INEGI del México, en 2009 se registró la tasa de desempleo mas alta desde el 2000. Si bien en 2011 en términos absolutos se alcanzaron niveles similares a los anteriores a 2006; en términos relativos, hubo un deterioro del que se ha repuesto muy gradualmente6. Ello es parte de un comportamiento regional. Así, en Estados Unidos el desempleo creció en cuatro décimas, de 7,2 a 7,6 %, y en Canadá llegó al 6,6% en diciembre de 2008 y alcanzó el récord del 7,2 % en enero de 20097.

La crisis internacional se dio junto a procesos internos que pusieron a México en situación de emergencia social y política. Al menos tres hechos marcaron este periodo:
a. La débil legitimidad del gobierno. El sexenio de gobierno 2006-2012 nació con una fuerte contestación a los resultados electorales por parte del principal contendiente, Andrés Manuel López Obrador, a los resultados de la elección presidencial. En un país donde la memoria colectiva de «la caída del sistema» de 2008, está muy viva, semejante cuestionamiento en una elección muy reñida (35,89 votos del PAN a 35,33% del PRD)8, implicó un inicio difícil en términos de legitimidad plena, para el presidente Felipe Calderón.
b. La crisis del sistema sanitario. Estos años fueron para México muy difíciles, pues además de la crisis internacional de 2008, sufrió un grave problema sanitario: la pandemia de la gripe A. Si bien el primer registro de gripe A ocurrió en California a fines de marzo de 2009, México presentó la propagación mas rápida de la pandemia. Entre abril y mayo, durante dos semanas, se cerraron las escuelas del país. Se suspendieron todos los actos públicos, desde olimpiadas nacionales, festividades patrias, hasta mítines políticos y festivales cinematográficos. La pandemia puso al descubierto de manera cruda, un sistema sanitario ineficiente en la protección de los sectores socioeconómicos más vulnerables. Alrededor de 1300 muertes entre marzo y junio de 2009, mostraron una correlación clara entre pobreza y muertos por la pandemia. En términos económicos, la crisis iniciada en 2008 en Estados Unidos y la pandemia de gripe A, provocaron que México entrara en recesión9.

c. Difusión de la violencia del narcotráfico. Se calcula que en el periodo 2007-2012 murieron entre sesenta mil y cien mil personas10. El mapa de la seguridad se modificó abruptamente en México, y distritos tradicionalmente considerados inseguros, como el Distrito Federal o Tijuana, cedieron el lugar a Ciudad Juárez, Michoacán, Guerrero y Nuevo León. El modo y la rapidez con que se expandió la violencia, cambiaron drásticamente los estilos de vida de muchos estados del país.

Entre las consecuencias de estos fenómenos deben destacarse la generalización de la desconfianza en la población. También las instituciones del Estado se desacreditaron de modo severo. Pues sea el cuestionamiento a la validez de los resultados electorales, como la ineficacia de las instituciones de salud pública, y la impotencia del estado ante la expansión de la inseguridad en todo el territorio mexicano, dejaron a las instituciones estatales al descubierto de sus falencias y de la ausencia de su rol básico: la protección de los habitantes en un territorio.

Las consecuencias de los hechos mencionados, en el contexto de la crisis de 2008, no tuvieron sólo impacto económico. En verdad se tradujeron en un reforzamiento de la desafección política. Pues como se verá más adelante, a los acontecimientos recientes se agregan desafíos de larga data, provenientes de la implantación de un Estado de baja legitimidad, que no alcanzó a penetrar con legitimidad en civilizaciones milenarias, todavía presentes. Estos magníficos problemas son desafíos directos para el estado mexicano y también para su democracia. En lo que sigue me concentraré en dos aspectos que ponen a prueba la legitimidad de las instituciones estatales: la identificación de la comunidad con la nación y la participación política.

El difícil ensamblaje entre Estado y nación

En la formación del moderno estado- nación, un esfuerzo privilegiado de los actores estatales, consistió en intentar un fuerte anclaje en la reinvención de la nación. Una estrategia muy importante fue construir un mito fundante de nación, encontrar tradiciones comunes que den sentido e identidad a la comunidad política, y vincular esa comunidad a un comando único y centralizado, que es el estado. Por ello el triunfo de la educación pública fue un triunfo del estado moderno. La idea de patria une perfectamente el estado y la nación, relevante especialmente en situaciones de conflicto, cuando el propio territorio, la comunidad de pertenencia, en suma, la identidad de un colectivo; están en riesgo. La referencia colectiva a la nación otorga un sentido trascendente a las misiones (frecuentemente brutales) del estado. Si alguien actúa contra los intereses del estado tendrá durísimas sanciones, y estas encuentran su legitimidad en que se violenta a una comunidad política. Sin esta justificación, el estado sería percibido como una descarnada violencia física. El propio sentido de ciudadanía vincula al deber con la defensa, en épocas de guerra, de la identidad de una comunidad política, y en épocas de paz, con el cumplimiento del pago de impuestos y de respeto a la autoridad. Identidad y coerción resultan así dos caras de una misma moneda: la nación unida al estado. ¿Qué ocurre cuando ese vinculo cesa? La respuesta a este interrogante está en la base de este trabajo. Si estado y nación funcionan como dos mundos diferentes, entonces el impacto sobre el funcionamiento de la democracia es muy severo, y afecta la participación política. Si las reglas del ordenamiento institucional vertical no son sentidas como propias por la comunidad política, entonces las probabilidades de su cumplimiento disminuyen. Pero además, como ha ocurrido recientemente en diversos lugares de México, cuando la nación se separa del estado, alienta el surgimiento de un orden político alternativo. Es decir, por una parte una comunidad deja de sentirse representada por un orden institucional, y por otra produce un nuevo orden. El cese del estado no se trae a colación, como parte de un experimento mental, por el contrario encuentra múltiples ejemplos en la actualidad de México. Así, los desafíos de la violencia del narcotráfico, que sufren comunidades en distintas latitudes del país, han dado lugar a la reconstrucción de las instituciones «.. de siempre». Los casos de Cherán, en el estado de Michoacán o de Huamuxtitlán, en plena montaña de Guerrero, dan muestra de ese divorcio entre estado y nación. En esas comunidades, no sólo se desconfía de las instituciones del estado, sino que se rechaza su autoridad. La impunidad de grupos delictivos de narcotráfico, cuando no la colusión entre estos últimos con agentes del estado, ha ocasionado sentimientos de indignación muy intensos en la comunidad. La novedad no es el distanciamiento entre estado y nación (que en muchos lugares de México existe desde siempre), sino el surgimiento de formas de organización alternativas, basadas en las tradiciones de civilizaciones preexistentes. Las situaciones de emergencia y de riesgo exigen a una comunidad optar por instituciones que cumplan con dos condiciones: ser depositarias de confianza y que esas instituciones sean suficientemente conocidas por la comunidad. Cuando ello ocurre, la consecuencia es inmediata: aumenta la participación comunitaria. Es por lo menos apasionante observar el celo y dedicación de las comunidades mencionadas, en resolver las emergencias sociales.

En este trabajo se verá la contrapartida de este ultimo fenómeno; la distancia entre comunidad e instituciones estatales. El periodo que se considera es el presente, una década después de la alternancia. No puede decirse que sea el desencanto la fuente de la baja participación en México. Sencillamente porque los ciudadanos mexicanos nunca estuvieron encantados con su democracia. Como se ha sugerido, hay razones históricas de largo plazo, que se vinculan con la difícil relación nación- estado, y que atañen al especial modo de integración nacional, basado más en la coerción que en el reconocimiento de las identidades y de la historia. Pero en el presente también se encuentran dinámicas que refuerzan las tendencias históricas. Se presta atención a la extensa y estable desconfianza de los ciudadanos mexicanos hacia sus instituciones estatales. En lo que sigue se presentan resultados de una encuesta a nivel nacional, que describe ese divorcio entre instituciones y confianza de la comunidad, y que tiene su principal consecuencia en la baja participación política. En el contexto actual de violencia y desafíos al estado por parte del narcotráfico, la separación de los ciudadanos respecto del estado, es un problema grave de la democracia mexicana.

Una de las fuentes de los problemas de calidad democrática es la desconfianza de la comunidad política mexicana. Un fenómeno relacionado con la extendida desconfianza es la escasa participación (política y social) de los mexicanos. Ambos hechos (desconfianza y baja participación) afectan a la democracia porque constituyen un problema, un déficit para el ejercicio de la ciudadanía. Por ello me detendré un momento en este punto.

Si los ciudadanos desconfían y se sienten alejados de las instituciones del Estado, es esperable que su compromiso en términos de obligaciones decrezca. La ciudadanía es un sistema de derechos y obligaciones, establecidos jurídicamente por el Estado, para todos los miembros de una comunidad política. Por lo tanto, la ciudadanía posee tres dimensiones claves, un sistema de estados-deberes, un Estado que garantiza la eficacia de ese sistema, y una comunidad política nacional, con la que sus miembros se identifican y a la que se pertenece. Estado y nación son cara y contra cara de una misma moneda: la ciudadanía. El problema de la baja participación política en México, es un problema de ciudadanía y encuentra su raíz no sólo en la debilidad del Estado (en términos de legitimidad y de eficacia) sino en las dificultades para integrarse con la nación (en términos de débil reconocimiento y pertenencia de una población delimitada territorialmente). El estado-nación combina, generalmente, coerción y sentido histórico, obligaciones y sentido de pertenencia, protección e identidad, jerarquía y horizontalidad. Sin embargo, si uno de los términos se debilita el impacto sobre el conjunto implica verdaderas mutaciones del orden político. Es larga y ha sido variopinta durante el siglo XX, la historia de pueblos con fuertes identidades sin estado. Comunidades a veces errantes, en busca de un territorio para construir un estado que ofreciera garantías internas y defensa respecto de amenazas externas. Pero también la historia está poblada con casos de pueblos que tienen estado pero no el reconocimiento de su identidad nacional. El reconocimiento de la identidad nacional abarca un amplio espectro. En un extremo encontramos casos de reconocimiento pleno, donde el propio orden político asume el formato de ese reconocimiento, y que constituye un reconocimiento institucional, en cuanto el pluralismo es asumido por las propias instituciones.

Es el caso de las culturas segmentadas como Bélgica, que dan lugar a las democracias consociativas (Lijphart 1977). Le siguen casos en los que hay reconocimiento de la lengua y de la cultura, pero hay resistencias en modificar las instituciones para acrecentar el poder de esa etnia o cultura nacional diversa. Es el caso del País Vasco en España. Por último, hay casos en los que la identidad nacional es omitida. Ello puede ocurrir a través de un relato a favor de la nación dominante, según el cual las identidades preexistentes, fueron absorbidas por la identidad dominante. Es la teoría del mestizaje en México (Bonfil Batalla 1987), como forma de negación ideológica de las naciones mesoamericanas. El impacto de naciones omitidas en términos políticos es de gran envergadura para el desarrollo de la ciudadanía. En México, a diferencia del Reino Unido estudiado por Marshall, la primera demanda ciudadana no es la de ciudadanía civil, sino de ciudadanía cultural. Es a partir de ese rechazo al reconocimiento cultural, que se ciñen las violaciones a los otros derechos ciudadanos. No es casual que el estado viole derechos, en un modo salvaje e inescrupuloso en la montaña de Guerrero (poblada por pueblos mesoamericanos ), encarcelando por años a personas sin previo proceso. En México, la negación de la ciudadanía cultural es fuente de déficits en otras esferas ciudadanas. Si un actor omite la identidad de otro actor, entonces sus derechos civiles, políticos y sociales, serán mermados, cuando no desconocidos o subestimados. El reconocimiento del otro como parte de una misma nación es el primer escalón para llegar a la igualdad política. Cuando ello no ocurre, entonces las consecuencias sobre la cohesión social y sobre la participación política resultan muy negativas.

La ciudadanía es además de una posición jurídica, un sistema de pertenencia a una comunidad. Es más, la ciudadanía es un sistema que se postula como de fuerte pertenencia. Tan fuerte que exige al ciudadano, en situaciones de guerra, dar su vida por esa comunidad. Del mismo modo exige colocar a la nación como valor primero, supeditando todo conflicto interno a la amenaza externa. Ambos problemas (relaciones distantes de los ciudadanos con el estado, y relaciones débiles de los ciudadanos con la nación) poseen implicancias para la calidad de la democracia. Y ambos afectan, como se ha mencionado, a la participación política. Sin embargo, estos problemas, aunque definibles de modo independiente, no corren por carriles autónomos. En verdad. Gran parte del problema del desacoplamiento de ciudadanos-estado, tiene su raíz en la debilidad de la constitución de la nación mexicana. Si el sentido de comunidad es débil, entonces las obligaciones del ciudadano respecto de esa comunidad, tienden a reducirse en comportamientos individuales. En tales condiciones de estado y nación, cualquier ciudadano mexicano podría preguntarse: ¿Para qué participar si el estado no me representa, no me protege ni me resuelve problemas. ¿Para qué participar si la «comunidad nacional» no reconoce mi comunidad de origen, no reconoce mi historia, no reconoce mi identidad?

El problema de la nación data desde época previa a la conquista. Ello se evidencia en el apoyo de los pueblos períféricos del imperio azteca, a los conquistadores españoles, para vencer al imperio Azteca. Más tarde, los conflictos internos fueron nuevamente priorizados respecto de los conflictos externos, y como se ha documentado (Kart et al. 1990), los pueblos mesoamericanos no apoyaron a las élites criollas, para lograr la independencia de México. E incluso, hay datos que muestran la búsqueda de alianzas de poblaciones rurales de la Sierra Gorda, con los invasores americanos11. La propia revolución mexicana, de setenta años de gobiernos priistas, fue según algunos estudiosos, un triunfo sobre el modelo de poder porfirista pero también la negación al reconocimiento de las poblaciones rurales mexicanas. Es en tal sentido que ha sido interpretada como un triunfo sobre el programa zapatista12.

En los datos que surgen de la encuesta nacional que se presenta más adelante, podrá advertirse que el problema de las relaciones entre Estado y ciudadanos no radica sólo en la desconfianza hacia las instituciones, sino también en la desconfianza hacia los miembros de la propia comunidad. Desde este contexto deben interpretarse los datos de civilidad mexicana. El resultado es un sistema fuertemente verticalizado, en el que la obediencia reemplaza al compromiso. Un sistema descompensado hacia una cultura de estado que intenta llenar los orificios de la porosa nación.

Ciudadanía y participación política

Inicialmente podría pensarse que la democratización del régimen político ha coadyuvado a una mayor participación. Sin embargo esta suposición es errónea. Los ciudadanos mexicanos no se sienten ni representados por los actores, teóricamente claves de la democracia, en la sociedad civil (partidos y sindicatos), ni protegidos por las instituciones teóricamente más cercanas y visibles del estado. Así, en la encuesta de cultura política (Encup) de 2008 se afirma que «las instituciones que registraron los menores porcentajes de confianza fueron los sindicatos, los partidos políticos y la policía ». Los datos del 2008 ¿son un epifenómeno pasajero? Si consultamos las encuestas anteriores puede verse claramente». Los datos obtenidos por la Encup 2005 dan cuenta, una vez más, del desinterés ciudadano por la vida política, pues nueve de cada 10 entrevistados dijeron estar «poco o nada interesados» en ella, y 65 por ciento de los ciudadanos piensan que dicha actividad es complicada o muy complicada.» A ello debe agregarse que «cinco de cada 10 encuestados (54 por ciento) considera que la política no contribuye a mejorar el nivel de vida de todos los mexicanos, contra 39 por ciento que piensa lo contrario.» Es decir, para una parte relevante de ciudadanos, la política no hace la diferencia. Estos datos a su vez confirman los hallazgos de 2003,» de acuerdo con la información obtenida en este segundo ejercicio, la característica se mantiene, y se observa que el 51 por ciento de los entrevistados dijo estar poco interesado en la política, y el 36 por ciento manifestó no tener ningún interés por la política» y «uno de cada dos entrevistados declaró ver o escuchar programas y noticias que hablan sobre política, aunque sólo dos de cada cinco contestó correctamente a la pregunta de «cuánto tiempo duran los diputados en su cargo». Esto es congruente con que «el 65 por ciento de los encuestados considera que la política es complicada o muy complicada, y uno de cada dos admite que generalmente escucha a las personas cuando están hablando de política pero nunca participa en la discusión». La primera encuesta Encup fue realizada en 2001, a muy poco andar de la histórica alternancia en que el ex partido hegemónico, era derrotado, y lo reconocía, en las urnas. Son los momentos de la esperanza, de lo que los españoles llamaron «el encantamiento» de la democracia. Un alza de expectativas, una gran movilización de los ciudadanos, la cresta de la ola, un momento irrepetible, lo que Francesco Alberoni llamó, lo stato nascente (1981). ¿Qué ocurre en México? En Encup 2001 se afirma:

«Los mexicanos somos poco afectos a hablar de política, pues 67 por ciento de los entrevistados reportó no haber abordado el tema dentro de su ámbito familiar, durante los siete días previos a la entrevista. Asimismo, 44 por ciento dijo que es durante las reuniones con amigos o conocidos donde más habla de política, aunque uno de cada cinco ciudadanos dice que al escuchar hablar de política deja de poner atención. El 52 por ciento de los entrevistados describe su condición de ciudadano como el de una «persona con los derechos y obligaciones que las leyes de su país determinen».

En nuestra encuesta13, los resultados sobre participación potencial son negativos. Respecto de la participación visible, la comunidad política mexicana es poco participativa, no sólo por la baja participación electoral media nacional, sino por la baja participación no electoral. Si prestamos atención a los datos, un 48% de ciudadanos considera al voto la forma más eficaz para influir en el gobierno, y más de la mitad propone formas de participación alternativas al voto. Entre estas últimas algunas ocurren en arenas invisibles como tener amigos influyentes y dar dinero a los servidores públicos (19%), dos opciones proponen participación alternativa en arenas visibles, como por ejemplo protestar en manifestaciones públicas y hacer denuncias en la radio o en la televisión (22%), y una cuarta opción ofrecida fue no había ninguna forma de participación que fuera eficaz (6%).

Los datos más relevantes de este estudio atañen a la asociatividad de los mexicanos, medida por la participación de los ciudadanos en distintas asociaciones. La media de no participación en organizaciones diversas que van desde asociaciones religiosas, deportivas, o de colonos a asociaciones sindicales y partidos políticos, es de 93.7 %. Es decir, menos de un 7% se interesa, y está efectivamente dispuesto a integrarse a alguna forma de acción colectiva institucionalizada. ¿Puede una democracia de buena calidad descansar sobre una base de participación tan baja?

Si reagrupamos la participación por tipos de organizaciones, vemos que surgen diferencias significativas, aún dentro de un conjunto de baja participación. Así, asociaciones que pertenecen al ámbito de lo privado y social, como la iglesia o asociaciones recreativas en general, tienen una media de participación entre el 16 y el 10 %, encontrándose en el extremo positivo de la participación. Mientras que la pertenencia a organizaciones políticas, como sindicatos, partidos políticos o asociaciones estudiantiles, va del 5 al 2%, constituyendo el polo negativo de participación. Es decir que la participación aumenta a medida que se relaciona con intereses y valores privados y disminuye en la medida que se trata de cuestiones de interés social público.

¿Sigue México la tendencia a la participación en formas no convencionales, tal como ha ocurrido en otros países? (Barnes et al. 1979, Topf 1995). Como se ha señalado, los ciudadanos europeos ingresaron al siglo XXI, muy distantes de los partidos políticos, muy críticos de las élites y las instituciones, y orientados menos positivamente hacia los gobiernos (Dalton 2004). México, un país signado casi un siglo por una revolución, con movimientos contestatarios y represiones estatales que marcan su historia, posee en la etapa democrática, una vigorosa participación no convencional? Recordemos a fin de aclarar la pregunta, tipos de participación según una importante investigación [Barnes et.al. 1979]. Por una parte a. los conformistas, que como lo sugiere su nombre, son actores empeñados en formas convencionales de participación: b. los reformistas: que participan en modo convencional explorando las fronteras de las formas legales de protesta, pero manteniéndose dentro de los límites de esa legalidad; c. los activistas, que usan todas las formas legales, tocan y atraviesan las fronteras hasta adoptar modos no legales de contestación, d. los inactivos, que van desde la ausencia total del interés político a la información o como máximo se atreven a firmar una petición, y e. los contestatarios, que están dispuestos y adoptan todas las formas no convencionales, además de rechazar las formas de participación convencionales. Por lo tanto nuestra cuestión es si en México predominan actores con formas participativas alternativas como las señaladas.

Si atendemos a la primera forma de actores que participan en formas convencionales, se observa que del 7%, que en promedio pertenece a alguna asociación, una media del 53% participa mucho, acudiendo a las reuniones, participando en discusiones, o colaborando con alguna cuota o dinero. Un 23% participa poco, es decir que «sólo a veces» tiene esas actividades, y casi un 20% no participa en las asociaciones a las que pertenece.

Si el «a veces» es real, y no simplemente una respuesta «correcta», entonces se trata de un 7% de gladiadores. Por el contrario, si es una respuesta de cortesía, entonces los gladiadores son menos del 4% de la población.

Como se mencionó antes, la participación pública no convencional o alternativa (protestar en manifestaciones públicas y hacer denuncias en la radio o en la televisión) alcanza al 28%. Es decir, está lejano del 66% registrado en otros países (Topf 1995). Esta situación de escasa participación se refuerza con la percepción que los mexicanos tienen acerca de sus semejantes como actores políticos. Un 70% opina que sus conciudadanos participan poco o nada en las asambleas, y un 51% que votan en las elecciones.

¿Es la escasa participación de los mexicanos una actitud racional, derivada del conocimiento de los altos costos y no pocas frustraciones que implica la participación? Después de todo, la participación puede en ciertos contextos implicar irracionalidad (Olson 1965).

El individualismo, la existencia de culturas verticales, la debilidad de tradiciones liberales, la asimetría enorme de recursos entre los actores, son factores que coadyuvan a la escasa participación. Ello no debe confundirse con la pasividad. Pues entre ambos extremos participación-pasividad, hay una variada gama de comportamientos. Son formas de rebeldía o de expresiones que no se explicitan, por el contrario, son ocultadas. Ello ocurre cuando los castigos a la voz son desproporcionados, o cuando (como ocurría en épocas de la colonia) las posibilidades de controlar el cumplimiento del comportamiento, son muy difíciles. En verdad entre la orden y el acatamiento hay infinidad de formas de rechazo y de rebeldía oculta. Por ejemplo, el demorar el cumplimiento, el errar sistemáticamente, el producir «involuntariamente» daños sobre equipamiento o la legitimidad de quien impera, son formas que puede asumir. «Se acata pero no se cumple», es la cláusula que representa la rebeldía en México. Cláusula que contiene todos esos matices. En clave de Hirschman, si la voz es muy costosa, para quienes no aceptan o no pueden acatar, la posibilidad es la salida. Pero la cuarta opción es: se acata pero no se cumple, que evita los riesgos y costos de todo tipo que hay en la salida.

En México el peso de las tradiciones autoritarias sigue siendo de peso en el comportamiento cotidiano de los ciudadanos. Ello, además de impactar sobre la disminución de la participación, lo hace sobre una dimensión crucial de la democracia: la responsividad, es decir la correspondencia entre las decisiones de los gobernantes y las expectativas o demandas de los ciudadanos. La larga experiencia autoritaria ha generado una cultura de la desvinculación entre comunidad y gobernantes, dando como resultado una caída de las expectativas de los ciudadanos, en el sentido de que no se espera que los gobernantes «reaccionen positivamente» a sus demandas, así como una cultura de élite en la que se refuerza la creencia de ganar fortaleza mientras se actúa con mayor autonomía de las demandas ciudadanas.

Por supuesto, la larga tradición autoritaria favorece en los ciudadanos un sentido de eficacia muy bajo, por lo que el círculo vicioso de la no participación se refuerza. Así, el 53 % de los ciudadanos considera que vale la pena participar por cuanto «puede influir en las autoridades.»

La no pertenencia a asociaciones (que va del 84 al 98% en diversas asociaciones), muestra que el asociarse no es considerado la mejor estrategia para influir en las élites. Además, la baja participación guarda relación con la percepción señalada al comienzo de que «a las personas del gobierno no les interesa mucho lo que las personas como usted piensan», y con que «tres de cada cuatro ciudadanos opina que aquello que los diputados y senadores toman más en cuenta al elaborar las leyes son sus propios intereses o los de sus partido». Poco sentido de eficacia y cultura de elite de no responsividad, alientan el escepticismo de los ciudadanos sobre la vocación de servicio público de los gobernantes.

Si bien la participación electoral es sólo una modalidad de participación política, en los órdenes democráticos sus consecuencias son inmediatas y significativas.

Existen diferencias notables, en las democracias, respecto de las tasas de participación electoral. La explicación de tales diferencias es sistémica, o sea depende de las características políticas e institucionales de cada sistema político. A paridad de orden político e institucional, la inclinación mayor o menor de los individuos a votar, puede deberse a orientaciones psicológicas y a condiciones socioeconómicas. Es más probable que una persona vaya a votar si se dan tres condiciones psicológicas cognitivas: a. en general está interesada en votar, b. posee información política, y c. tiene sentido de eficacia. Estas condiciones cognitivas funcionan mejor en alianza con ciertas condiciones objetivas como la posición socioeconómica (Milbrath 1965; Milbrath e Goel 1977). Según Milbrath, participan más aquellos actores «centrales» de la sociedad. Central es ser instruido, proveniente de clase media, hombre; pertenecer a las cohortes intermedias de edad, estar casado, ser ciudadano, ser residente, pertenecer a la etnia mayoritaria, ser miembro de asociaciones. Según Milbrath, mientras más alta es la posición socioeconómica de un individuo, más tendería a participar. Pero como ha precisado el sociólogo italiano Alessandro Pizzorno (1966): aquello que favorece la participación no es la centralidad en abstracto o en general, señalada por Milbrath, sino la centralidad respecto a un grupo social. La participación política es una acción en solidaridad con otros, que apunta a conservar o transformar la estructura (y los valores) del sistema de intereses dominantes. La participación política requiere la construcción de colectividades solidarias, en cuyo interior los individuos se consideran recíprocamente como iguales. La conciencia de clase o de posición, coincide con la capacidad de las organizaciones (partidos, sindicatos, etc.) de crear solidaridad e identidad colectiva. Si ello es así, entonces el déficit de capital social es clave como variable explicativa para dar cuenta de la baja participación, como por cierto ocurre en México. El análisis que sigue aparecerá centrado en los resultados de nuestra encuesta, y encuentra, a mi juicio, sus raíces en la formación del propio estado nación.

México experimentó un proceso de penetración estatal muy profundo y modificatorio de sus identidades culturales originarias. La colonización española primero, el proyecto modernizante y elitista de los liberales después, y por último la hegemónica revolución (con programa desarrollista), son procesos políticos que, a pesar de sus divergencias, tuvieron un rasgo común: desconocieron las identidades comunitarias preexistentes. La nación mexicana se construyó desde un estado centralista, desconociendo la variedad multinacional que la caracterizaba. El resultado fue la conformación de una cultura vertical, con las correspondientes sanciones a la participación; con escaso compromiso colectivo, por la imposición de metas desde arriba, y la consecuente falta de identificación con ellas; con enajenación de las identidades y la consecuente defección ante situaciones posiblemente riesgosas. La acción de participar presupone identidad e igualdad. Es decir supone ser y sentirse parte, identificarse con un grupo de iguales. Una sociedad basada en dar y recibir ordenes, una cultura centrada en el acatamiento, renuncia a la responsabilidad de los ciudadanos, y por ende a la participación. La hipótesis que aquí se sostiene es que los déficits de participación en México encuentran su origen en déficits de cohesión social. Las dificultades para el surgimiento de áreas de igualdad, que permitan el emerger de una cultura (o contracultura) de tipo horizontal, refuerzan la desconfianza, la heteronomía de los actores, el desapego y la falta de motivación y el compromiso con las actividades. La desinformación con respecto a lo público, la prioridad de la obediencia por sobre el cumplimiento de la orden, la falta de confianza en los resultados de la participación y sobre todo las dificultades para ejercer la solidaridad, condición sine quanon para la existencia de las comunidades de iguales que posibilitan y dan sentido a la participación. Si la relación primigenia es la de mando-obediencia, entre jefe y súbdito, entonces el colega, el compañero, el amigo, el igual, se debilitan como figuras, y el resultado es por un lado la fragmentación, el aislamiento, y por otro la desmovilización colectiva. Para participar se requiere de una comunidad de iguales, y al mismo tiempo de un mínimo suficiente de confianza y solidaridad con los iguales, ponderado como un valor superior al de las relaciones verticales. La verticalidad alienta la deslealtad, y la obsesión por posicionarse lo más alto posible para escapar de las sanciones inherentes a «estar abajo». Sólo uno cabe en la cumbre, y sólo uno puede ser el elegido por el jefe para sucederlo. Por lo tanto las posiciones no son el corolario de la participación colectiva, sino de la competición o el conflicto entre individuos.

Respecto del comportamiento electoral, este es importante para la calidad de la democracia. Lo es en un país que vivió 70 años de partido hegemónico y que se abre paso por la construcción democrática. En un país donde la democracia tiene entre sus desafíos el reconocimiento, con acciones y políticas, de su gran diversidad cultural, votar es reafirmar la idea de nación. Los mexicanos no sólo votan poco, sino que lo hacen muy raramente en cualquier ámbito. No votan en las fábricas, en general no votan en las universidades. Y a nivel nacional no practican mecanismos de democracia directa. Las elecciones en verdad no están consideradas como método para la resolución de problemas cotidianos, y no están asociadas con el dejar testimonio de la propia identidad política, como ocurre en países con alta participación (La Palombara 1988). La identidad política mexicana es débil, y por ello la función simbólica crucial de las elecciones de «dejar testimonio», no aparece en los ciudadanos. En vez del voto, al interior de una gran cantidad de instituciones y organizaciones, prevalece la cultura del decisor único y personalísimo, generalmente oculto en un complejo, sofisticado y manipulable conjunto de reglas y normas. Puede que la consulta aparezca en los reglamentos y que los líderes lo usen como una forma de cortesía, para después de la consulta, devolver a la comunidad, las decisiones de la élite. De modo tal que las designaciones de personal en cargos, no son resultado del consenso ni de procesos de competición política, sino que suelen aparecer como resultado de una derivación impersonal, como consecuencia de procedimientos administrativos. De esta cultura no electoral y vertical deriva, según mi opinión, la carencia de entusiasmo y vivacidad que puede despertar el voto como acción que reafirma la identidad política. Asistir en grupo a las urnas, a las reuniones previas y posteriores a un comicio, son acciones de encuentro comunitario en torno a la pertenencia a una identidad política.

También los déficits de participación obedecen a que en general en la vida política el fundamento de una acción legítima no radica en la soberanía popular, sino en opciones alternativas, que no requieren de la participación. Esas opciones pueden consistir en el logro de la eficacia, de la racionalidad, o de la estabilidad. Y para ninguno de estos fines es necesaria la soberanía popular. Es probable, como he mencionado, que esta falta de sentido de pertenencia a la nación, que conlleva a la baja participación política tenga su origen en la formación del estado nación mexicano. México careció de un necesario consenso fundacional que reconociera las identidades culturales preexistentes. Sin este primer consenso sobre la nación mexicana, resultaba vacío el principio constitucional de la soberanía popular. Como ha señalado Pizzorno (1966: pp 30 y sig.), la participación política refleja un problema de acción colectiva sobre la estructura de las desigualdades. La política afecta así a procesos más amplios que los procesos electorales, e impacta mas allá del propio estado. Los sistemas de intereses deben someterse
a los sistemas de solidaridad. La diferencia radica en la contraposición entre un sistema de acción con vistas al interés del actor y un sistema de acción con vistas a la solidaridad entre los actores. Un sistema de intereses como el mercado no supone identificación con el sistema, los actores compiten entre sí. Por el contrario, la pertenencia e identificación son propias de sistemas de solidaridad. Las asociaciones voluntarias, las familias, los amigos, son sistemas de solidaridad. Son ámbitos donde se realiza la igualdad de participación. La participación política es una acción de solidaridad con otros, y que se relaciona (para modificar o conservar) una estructura de poder. La ciudadanía constituye un sistema de derechos-deberes que (si se hace efectiva) construye igualdad. Sólo se participa cuando se está entre iguales. La democratización mexicana, no obstante su gradualidad y continuidad con el orden anterior, ha impactado en el surgimiento de un malestar de la comunidad política, que descansa en la construcción gradual de un horizonte mejor, en una toma de conciencia respecto de que el orden político existente es perfectible.

Horizontes recientes

¿Cuánto la crisis de 2008 contribuyó al deterioro de la participación política? ¿Cuánto limitó opciones de crecimiento y reconsolidó el escepticismo de los ciudadanos sobre la eficacia del voto y el rendimiento de las instituciones democráticas? ¿La escasez de logros en la política económica quitó méritos a la alternancia iniciada en el 2000? Es claro que muchos de los problemas que vivió México, como la gripe A, o su principal desafío público: la extensión de la violencia del narcotráfico, no resultan de la crisis de 2008. Pero también es indudable que la recesión económica de 2009, aunque superada rápidamente, obstaculizó la principal promesa del presidente Calderón: ser el gobierno del empleo. En el año 2012, el PRI regresó a Los Pinos con Enrique Peña Nieto. Esta elección tuvo mayor participación electoral que la anterior presidencial (63,14 % en 2012, frente al 58, 55 % en 2006). El triunfo del PRI fue un resultado contestado, pero que la comunidad política en su conjunto esperaba. También puede afirmarse que era un eslabón esperable del tipo de democratización mexicana. Del mismo modo que en España, el triunfo de José María Aznar, o en Chile el triunfo de Sebastíán Piñera, son confirmaciones del carácter continuo de sus transiciones políticas. Se habla del retorno del PRI, pero no lo es. Sencillamente, porque este partido nunca se fue. Durante los gobiernos del cambio, el PRI estuvo siempre presente en la escena política, compitiendo palmo a palmo por el poder. Ello se puede ver en la importante cantidad de municipios y de gobiernos provinciales que logró el PRI después de la alternancia. En el 2000 En verdad, que este partido llegara a la presidencia, dependía de pocas cosas: instalar un candidato y que el gobierno panista sufriera una fuerte erosión. Ninguna de estas dos cosas ocurrieron en el 2006, pero sí en el 2012.

Ahora México atraviesa desafíos importantes para el conjunto de los actores. Para la sociedad, que en su mayoría no votó a Peña (más del 60%), y que debe acatar las reglas preestablecidas. Para el PRI, que debe mostrar su compromiso, no sólo de haber cambiado, sino con políticas para mejorar la democracia, y no para regresar al PRI como sistema político. Para la oposición que deberá mantener el difícil equilibrio entre responsabilidad y convicción. Para los movimientos sociales, que deben lograr que la participación política y el debate sobre la cosa pública, no cesen después de las elecciones. Para todos, para la democracia en general, el desafío es efectivizar el principio democrático de «alternancia para todos».

Si en términos de alternancia, el desafío anterior al 2000 consistió en salir del PRI como sistema, y se alternó con el PAN; y el desafío actual es alternar con el propio PRI, el futuro debería construirse con las garantías de mayor equidad en la competencia. Es decir, superar otro umbral de la alternancia, pendiente por cierto desde 1988: la alternancia con la izquierda. Hay otro escenario, por cierto menos positivo: la de un gobierno que busca afanosamente permanecer en el poder. ¿Cuánto puede el PRI perpetuarse, al estilo peronista en Argentina, en el poder? Peña parte con algunas ventajas, la primera es la bajísima expectativa sobre su desempeño, de tal modo que un mínimo acierto será altamente apreciado. La segunda es la herencia de ineficacia en las políticas públicas y en lograr acuerdos para avanzar con reformas. Sin embargo, la principal respuesta estará en la evolución del sistema de partidos. Si se mantiene el actual sistema de tres partidos fuertes, y de gobierno dividido, será difícil para cualquier partido durar mucho en el gobierno. Por el contrario, si el sistema actual «se desequilibra », y el PAN (lo cual es probable) inicia su declive hacia el partido minoritario que fue, entonces las posibilidades de perpetuarse del PRI, serán altas. Sin embargo, no habría regreso a la hegemonía, sino un cambio hacia el predominio democrático de partidos.

En 1988 no fue sólo una situación de (muy probable) fraude electoral. Fue una situación de intolerancia con un triunfo de la izquierda. ¿Cómo opera en la democracia la exclusión en el gobierno de un partido? Hay formas groseras y explícitas de excluir, y formas más sofisticadas y menos visibles. En México, durante la elección presidencial de 1988 la caída del sistema, fue una forma grosera de exclusión. Pero hay formas más sutiles, que operan a través de la institucionalización de la cláusula ad excludendum; del veto de las coaliciones dominantes. En Italia, durante décadas, el Partido Comunista no gobernó nunca. Se podría aludir que sencillamente no obtuvo los votos de la mayoría, los «votos suficientes» para liderar una coalición de gobierno. Pero en verdad ningún partido en Italia lograba esos votos suficientes de la mayoría, sin embargo sí lograban armar alianzas para conformar gobiernos. El problema verdadero no estaba en las urnas, sino en el veto del establishment. Ese partido fue durante décadas presentado como «una amenaza» (claro, para el establishment). La cláusula ad excludendum actúa admitiendo al actor en altos cargos en los municipios y en los estados, pero no en el nivel federal. Es decir, el orden político no supera el umbral de la exclusión. La ideología de la exclusión argumenta que el partido excluido destruirá un orden, y producirá caos. Por supuesto, el miedo es un arma eficaz, un gran disuasor «de las ilusiones » políticas. En esta elección, se confirmó que los dos partidos de centro de México (PRI y PAN), son partidos con mayor proximidad entre sí, y que la alianza liderada por el ex alcalde del DF, está en un espacio ideológico más alejado. La diferenciación de la candidata panista respecto de López Obrador fue, durante la etapa final de campaña, mayor que de Peña Nieto. Ello obedeció, sin duda, a la estrategia de conservar a sus electores frente al avance del candidato perredista. Pero también reflejó la distancia ideológica. Después de las elecciones, quedó en claro quienes son los conformes y quiénes los disconformes, con el estado de cosas existentes. No se trató sólo de que unos aceptaron y otros rechazaron los resultados electorales. Se trató más bien de una aceptación y un rechazo más hondo: la cuestión de la calidad de la democracia. La protesta de los jóvenes tuvoque ver con el rechazo a la calidad del orden establecido: el de la manipulación y el cinismo institucional. El orden donde los recursos se imponen de modo bestial, si no sobre las formas, sí sobre los principios de la democracia.

El problema de participación electoral de México no está hoy, como lo estuvo antaño, en elecciones incorrectas. El problema es más hondo y de ahí deriva el reclamo de las nuevas generaciones: el rechazo a la intolerancia de las dirigencias del mainstream, la cultura de las dirigencias dominantes. El movimiento de jóvenes # yo soy 132, mostró su fisonomía más completa en el rechazo a la televisión (Televisa, pero no fue la única) como principal canal de comunicación política. El rechazo fue a la cultura electoral contemporánea, al formato televisivo de concebir la política, que defiende a capa y espada a sus mejores clientes, imponiendo la lógica del mercado por sobre la del debate igualitario de los ciudadanos. El movimiento fue también una exigencia al IFE (Instituto Federal Electoral): la de reconocer que los tiempos han cambiado, y los logros alcanzados no legitiman el desatender los nuevos reclamos. No se trata sólo de controlar «la caída del sistema» en el recuento de los votos, para que no se repita el 2008, sino de controlar que no se caiga antes, con prácticas clientelares indisimuladas (como se evidenció en 2012). La protesta de los jóvenes cuestionó una dimensión de fondo de la política mexicana en las últimas décadas: la exclusión de la izquierda. El movimiento político #yo soy 132, fue una novedad importante e inesperada, y si bien se presentó como independiente, y proclamó como principal bandera, la mejora del debate públio, su identificación mayoritaria con el rechazo al PRI, fue explícita, y su simpatía con el candidato de izquierda, fue visible. Cuánto la competitividad de la izquierda, será un nuevo pegamento entre identidad política y participación democrática, es una cuestión clave en la nueva agenda política. En la última elección, la opción de izquierda fue la unica en proponer cambios politicos a favor de la igualdad, y del México profundo, que espera, (y a veces reclama, como en la montaña de Guerrero) su plena representación política.

Notas

1 Trabajo recibido el 30/10/2012. Aprobado el 21/12/2012
2 Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Florencia, Italia. Profesor de la Universidad de Guanajuato y miembro del Sistema Nacional de Investigadores de México. Contacto: juan_russo@hotmail.com
3 El compromiso político se manifiesta en la política 3 por 1, consistente en que por cada dólar enviado por un migrante mexicano a su país, el municipio otorga un dólar, al igual que el Estado provincial y el estado nacional. Además los migrantes, organizados en clubes inter vienen en las decisiones sobre el destino de esos fondos, orientados a obras publicas comunitarias. También el compromiso de los migrantes se traduce en la ocupación de cargos públicos como alcaldías, en México, tras lo cual regresan a Estados Unidos. Sobre el fenómeno de la transnacionalización ver Judith Borruchoff (2010)
4 http://www.ejournal.unam.mx/rxm/vol05-01/RXM005000104.pdf
5 ver evolución en pagina 6 de «Remesas familiares en México y la migración a estados Unidos», Centro de Estudios Monetarios Latinoamericanos, ex ITAM, mayo de 2012, en: http://www.cemla-remesas.org/news/2012-05-itam.pdf
6
Fuente: CNNExpansión con datos de la SHCP, Banco de México, Secretaría de Economía,
UNCTAD, STyPS, Coneval.
7 pp 42- 43 de http://www.ejournal.unam.mx/rxm/vol05-01/RXM005000104.pdf
8 La elección fue tan reñida que el día de la elección, las empresas encuestadoras se negaron a difundir los resultados de sus encuestas de boca de urna. La fuente de los resultados electorales es la página del Instituto Federal Electoral: www.IFE.org.mx
9 Como se advierte en el gráfico, el comportamiento de la economía a posteriori de 2009, recuperó y superó los niveles previos de crecimiento. Fuente: INEGI


10 ver periódico Le Monde en: http://www.lemonde.fr/idees/article/2012/08/23/mexique-la-spirale-de-la-barbarie_1749042_3232.html
11 Ver Friedrich Katz et al. (1990) Revuelta, rebelión, revolución, Era, México.
12 Ver Bonfill Batalla, G. (1991) México Profundo, México, Ed .Alianza, México.
13 Todas las tablas pr esentadas ofrecen información recogida por la encuesta encargada para esta investigación mencionada antes de Conacyt/IFE. Cuando así no sea, se indicará la fuente.

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