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Estudios - Centro de Estudios Avanzados. Universidad Nacional de Córdoba

versión On-line ISSN 1852-1568

Estud. - Cent. Estud. Av., Univ. Nac. Córdoba  no.47 Córdoba mayo 2022

 

ARTÍCULOS ORIGINALES

De la política como contaminación. Feminismos y militancias de izquierda en los setenta

The politics as pollution. Feminisms and left militancies in the seventies

Natalia Martínez Prado1

Resumen
En el presente artículo analizo la emergencia de las organizaciones feministas más reconocidas de Argentina en la década del setenta, para analizar cómo fueron condicionadas por la política partidaria y el ideario marxista imperante en ese entonces. A partir del rastreo de un suelo común de significación, marcado por el horizonte radicalizado de las izquierdas, procuro señalar su distinción significativa desde una inscripción relacional, diferencial y antagónica. En particular, atiendo al modo en que se erigieron los grupos de «concienciación» como una metodología propia y exclusiva de los feminismos y los efectos del principio de «horizontalidad» en la definición identitaria de la política feminista.
Palabras clave: feminismos, setenta, izquierdas, concienciación, horizontalidad


Abstract:
In this article I analyse the emergence of the most recognised feminist organisations in Argentina in the 1970s, in order to analyse how they were conditioned by party politics and the prevailing Marxist ideology of the time. By tracing a common ground of significance, shaped by the radicalised horizon represented by the left, I try to point out their meaningful distinction from a relational, differential and antagonistic inscription. In particular, I look at the way in which «consciousness-raising» groups were established as a methodology unique to feminisms and the effects of the principle of «horizontality» in the definition of the identity of feminist politics.
Key words: feminisms, seventies, left, consciousness-raising, horizontality

I. Por la liberación de la conciencia


La década del setenta rememora en Argentina un período de polarización y radicalización de los horizontes políticos. No sólo por la profundidad de los cambios en pugna sino y, sobre todo, por el terreno antagónico en el que se inscribió la proclamación de esos cambios. Desde las repercusiones de la Revolución Cubana al Mayo Francés, el país fue paulatinamente sacudido por enfrentamientos entre las principales luchas «de liberación» y sus oposiciones reaccionarias. Las movilizaciones del Cordobazo contra la burocratización de los sindicatos y la pretendida «Revolución Argentina» de Onganía llegaron a representar algunas de las dimensiones más visibles de ese momento: la entrada masiva de jóvenes al mundo de la política, y su articulación con sectores obreros por la impugnación y transformación de ordenamientos políticos elitistas y autoritarios.

Como una de las características más notorias de las movilizaciones que emergieron en este período, cabe señalar que, aun cuando en su mayoría estuvieron motivadas por elementos marxistas, los cuales claramente permeaban el lenguaje político disponible, su énfasis no estuvo dado en la crítica exclusiva hacia el sistema económico, sino en el cuestionamiento de los valores vigentes. Motivada, en gran medida, por las formulaciones teóricas de la Escuela de Frankfurt, especialmente por la obra de Herbert Marcuse ([1954] 2009), pero también por la impronta de la «pedagogía del oprimido» de Paulo Freire, la propuesta de esta «Nueva Izquierda» fue la constitución de frentes populares que concibieran que «el convencimiento de los oprimidos sobre el deber de luchar por su liberación no es una donación hecha por el liderazgo revolucionario sino resultado de su concienciación» (Freire, 2007, p. 44).

En el presente trabajo propongo abordar la incidencia de dicho terreno en la emergencia del activismo feminista del período –lo que desde la narrativa dominante suele aglutinarse como «segunda ola»– para comprender, en términos de Julieta Kirkwood (1986), la configuración de ciertos nudos de la política feminista: nudos que tensionan a un «feminismo puro» de otro «político»; a la lucha en torno a la clase o el género, a la representación y la horizontalidad. Para ello, en lo que sigue, analizo la emergencia de las organizaciones feministas más reconocidas del país del período –radicadas en la Ciudad de Buenos Aires2– para analizar cómo fueron condicionadas por la política partidaria y el ideario marxista vigente. A partir del rastreo de un suelo común de significación, marcado por el horizonte radicalizado de las izquierdas, procuro señalar su distinción significativa desde una inscripción relacional, diferencial y antagónica. En particular, atiendo al modo en que se erigieron los grupos de «concienciación» como una metodología propia y exclusiva de los feminismos y los efectos del principio de «horizontalidad» en la definición identitaria de la política feminista.

Hacia una «Mujer Nueva»

A pesar del contexto político represivo y autoritario que impuso el gobierno militar de Onganía (1966-1970), ya desde mediados de los sesenta se produjeron importantes transformaciones en los roles de género y la participación política femenina (Feijoó y Nari, 1996; Felitti, 2006). Si bien, desde los cincuenta, sobre todo a partir de la incidencia del peronismo, la participación política femenina ya venía siendo una constante, lo particular de este momento histórico fue la amplitud y diversidad de su presencia pública (Alzogaray y Noguera, 2010; Ferro, 2005, Ciriza, 2020). Gran parte de esas jóvenes movilizadas optó por participar en organizaciones peronistas en sus diversas expresiones: en la Agrupación Evita, la Juventud Universitaria Peronista, o la Juventud Peronista Femenina; algunas otras, se integraron a organizaciones armadas clandestinas como FAP, Montoneros y PRT-ERP (Movimiento de Mujeres Córdoba, 2006; Grammático, 2011; Noguera, 2019; Pasquali, 2016; 2008; Martínez, 2009); y tan sólo una minoría se integró a las filas del feminismo. Como fuera señalado por Alejandra Ciriza, los feminismos del período fueron «una preocupación de pocas, de emancipadas, no un asunto de mujeres de sectores populares, y una cuestión sumamente conflictiva para las militantes de izquierda» (Ciriza, 2007, p.29).

La década del setenta vislumbró la renovación del feminismo con la emergencia de la Unión Feminista Argentina (UFA) y el Movimiento de Liberación Femenina (MLF) pero, salvo la convergencia del primer colectivo con la agrupación Nueva Mujer, de inclinación marxista, y Muchacha del Partido Socialista de los Trabajadores, por el contexto de control y represión que vivía el país, su permanencia fue de corto alcance y la mayoría de sus acciones, puertas hacia adentro.

La Unión Feminista Argentina (UFA) surge a instancias de la iniciativa de María Luisa Bemberg, directora de cine proveniente de una familia aristocrática, y Gabriela Christeller, condesa italiana ligada a la Teología de la Liberación, a quien se le reconoció amistad con Simone de Beauvoir (Vasallo, 2005). Esta adscripción de las fundadoras a sectores sociales de la elite porteña favoreció –como en otros tiempos– la afiliación de la agrupación feminista a una moda foránea3 . A la luz de los procesos de las revoluciones cubana y china y el fuerte anclaje del ideario marxista en la mayoría de las agrupaciones políticas movilizadas, incluyendo a la «resistencia peronista», la emergencia de agrupaciones feministas generó suspicacias y repudios entre los sectores más movilizados del campo social que no dudaron en tildarlas de «modas importadas del imperio» o «desviaciones burguesas» (PRT/ERP, citado por Rodríguez Agüero, 2006, p. 3). Como señalaron Mabel Bellucci y Flavio Rapisardi (2001), parecía confirmarse que las tesis insurreccionales de los setenta sólo se centraron en lo que consideraron contradicciones principales de las sociedades dependientes y las relaciones de género, allí, no cabían.

Pero por fuera de la reticencia que sobre el feminismo manifestaron algunas de las agrupaciones y partidos de izquierda, lo cierto es que, en consonancia con otras interpretaciones (Vasallo, 2005; Grammático, 2005; Trebisacce, 2010, 2012, 2014, Ciriza, 2018, 2020), existieron complejos vínculos entre las diferentes luchas de liberación; sobre todo, si entendemos esos vínculos como prácticas significantes en pugna. Cabe señalar, en particular, cómo algunos de los sentidos que se fueron asignando a la práctica feminista emergieron a partir de un vínculo relacional, pero, al mismo tiempo, antagónico con las prácticas de un campo político dominado por los activismos de las izquierdas, la militancia más radicalizada del período.

La preponderancia del lenguaje de las izquierdas en el terreno de las militancias se puede reconocer, en principio, por los términos y categorías utilizados en las declaraciones y folletos de las principales agrupaciones feministas del período, pero también por los proyectos políticos radicalizados que le daban sustento4 . Mientras en uno de sus folletos, UFA, por ejemplo, señalaba la lucha por los derechos de las mujeres en términos de una lucha de la «clase-marginada-de-las-clases» (UFA, 1970, citado por Vasallo, 2005, p. 66), Mirta Henault proclamaba, en el primer libro editado por Nueva Mujer, que «La liberación de las mujeres deberá ser encarnada por ellas mismas [y que] La acción revolucionaria de las mujeres (…) significará (…) la revolución más profunda, auténtica y necesaria para la realización de la especie humana» (Henault, 1972, p. 40). O, como en el folleto que presento a continuación, sus propósitos se presentaban dirigidos a la creación de una «conciencia nueva», o hacia una «Nueva Mujer»

Cuadro 1 (Chejter, 1996, p. 14).

Esta incidencia también se manifestó en las intervenciones del Movimiento de Liberación Femenina (MLF), fundado en 1972. No sólo desde su propio nombre; también desde las columnas de «Persona», la primera revista feminista que lograron publicar (Rodríguez Agüero, 2012). Desde una perspectiva crítica a los sentidos de la feminidad dominante de las revistas y publicidades de los medios masivos de comunicación, las feministas del MLF proclamaron desde su primer número, en la portada, la emergencia de «una nueva mujer. Decidida, estudiosa y trabajadora, ella avanza hacia el porvenir liberada de tabúes y prejuicios y con la seguridad de ser una PERSONA» (Movimiento de Liberación Femenina, 1974, p.1) (énfasis añadido).

Gráfico 1 (Portada del N°1, Año 1, de la Revista Persona, Imagen del Centro de
Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas -CeDInCI).

También criticaron la «cosificación de la mujer» 5 que se venía produciendo en las sociedades de consumo, la institución del matrimonio que equiparaba a la «Mujer casada, [con la] propiedad privada»6 , así como la desvalorización del trabajo doméstico, «la otra cara de la organización capitalista del trabajo» (Oddone, 1974, p. 27).

Ahora bien, a pesar de esta clara incidencia de significantes provenientes de la militancia marxista y socialista –organizadas como frentes de liberación, por los derechos de las trabajadoras explotadas consideradas como propiedad privada–, las feministas procuraron establecer un llamado amplio a todas las mujeres que las identificara en sus problemas comunes, como una clase, como una hermandad, atravesando lo que las tornaba diferentes o incluso rivales desde ese lenguaje sesgado por el marxismo. Por ejemplo, en sus volantes y declaraciones también hicieron énfasis sobre su carácter «policlasista» (Vasallo, 2005, p. 71), trasladando la frontera identitaria instalada por las izquierdas a partir de la opresión de las mujeres de la clase obrera, hacia una que pretendió unificarlas en su opresión común, como mujeres a secas (Véase Cuadro 2).

Cuadro 2 (Chejter, 1996, p. 12).

En este sentido, no son completamente arbitrarias las diferentes «categorías de mujeres» que la UFA interpeló en sus folletos y declaraciones: se sostuvieron sobre sus diferencias de ocupación o posición de clase, las más visibilizadas por el campo político del momento. Como estableció una de sus referentes:

El feminismo es, sin duda, una revolución que abarca a la mitad de la humanidad, sin distinción de condiciones ni de razas: a las mujeres pobres, negras y blancas, a trabajadoras explotadas, a amas de casas aprisionadas entre las rejas de la casa soñada, a estudiantes que despiertan ante el hecho de que ser atractivas sexualmente no es un logro culminante, a las militantes que descubren que en el seno de los movimientos de liberación no son libres (Bemberg, entrevista realizada en la revista Claudia, julio 1973, citada por Trebisacce, 2010, p. 71) (énfasis agregado).

En el marco de una «segunda ola» del feminismo occidental cautivado por la emergencia de los feminismos radicales estadounidenses, el llamado que pusieron en marcha las feministas argentinas también asumía la institución de una frontera antagónica hacia el «patriarcado» como «el poder despótico de todos los varones sobre todas las mujeres» (Véase Cuadro 3). Y en esa demarcación, el patriarcado no sólo venía a revelar la aparente naturaleza interconectada y sistemática de las diferentes manifestaciones de dominación masculina –entre las que se encontraba la «fuerza de las leyes»- también posibilitó la emergencia de «la mujer» frente a la pluralidad de mujeres como el sujeto político del feminismo. La negación a que «la mujer sea una persona» es la que habilitó la emergencia del feminismo como «la lucha contra el patriarcado» (Véase Cuadro 3).


Cuadro 3 (Chejter, 1996, p. 15).

La «concienciación» y el llamado de género

El carácter abierto y plural del «llamado de género» que ejercieron las feministas argentinas de los setenta también se pueden apreciar en la modalidad de las convocatorias realizadas para formar parte de sus filas: el Movimiento de Liberación Femenina convocó a sus simpatizantes a sumarse a partir de la aparición de su principal referente, María Elena Oddone, en revistas femeninas de circulación masiva y en televisión. En el caso de la UFA, además de la mencionada invitación a participar de la agrupación en volanteadas, sus fundadoras realizaron un llamado a través de un aviso en el periódico (Vasallo, 2005). Muchas de sus integrantes provinieron de esa invitación, logrando que UFA estuviese «(…) integrada por mujeres de extracciones sociales e ideologías diversas y hasta enfrentadas, pero unidas por el mismo pensamiento y el mismo objetivo en cuanto a la liberación del propio sexo» (Bemberg, citada por Chejter, 1996, p. 10).

Como ya he señalado, la concepción que sostuvo las interpelaciones de estas agrupaciones se nutría del enfoque de los feminismos de la «segunda ola», sobre todo, de las feministas radicales estadounidenses7. Según Alice Echols (1989), quien analiza la emergencia y constitución del feminismo radical en EEUU, la insistencia de ese feminismo en el género como la «contradicción principal» de las sociedades, devino precisamente como una respuesta al rechazo de la izquierda de reconocer al género como una fuente de opresión junto a la clase y la raza. Y como una manera de reconocer la particularidad de la opresión de género, fueron ellas quienes instituyeron la práctica de los grupos de consciousnessraising (Rosenthal, 1984). Aun cuando la emergencia de las agrupaciones feministas en nuestro país no estuvo directamente ligada a la deserción de sus activistas de partidos o frentes de izquierda –la mayoría de sus fundadoras no tenía militancia previa– sus interpelaciones estaban claramente dirigidas a reconocer la opresión de las mujeres como un eje prioritario y transversal; y esa interpelación sólo adquiere sentido en el marco de un campo político estructurado por el privilegio de otras opresiones, sobre todo las reconocidas desde la militancia de las izquierdas argentinas. La negación del reconocimiento de «las mujeres» como un sujeto político autónomo formó parte de las condiciones de (im)posibilidad para que emergieran agrupaciones como la UFA, Nueva Mujer o el MLF, sostenidas exclusivamente sobre el activismo desde y para las mujeres. En este sentido, coincido con Alejandra Ciriza (2018; 2020) en que los feminismos de los setenta no pueden deslindarse de un contexto político radicalizado que claramente condicionó su «estructura del sentir» transgresor, tan propio de feministas y militantes de izquierdas. Sólo añado que ese condicionamiento no obedece a que «la evidencia muestra que se trataba de militancias y experiencias cuyos límites no eran tan precisos, incluso cuando hubiese intensos conflictos en las maneras de entender la política, las formas organizativas, las formas de incorporación a la militancia, las lecturas del conflicto social» (Ciriza, 2020, p. 187); sino a un proceso de sobredeterminación que afectó decidida –y no voluntariamente– al devenir singular y colectivo de las agrupaciones y sus demandas. Y es sobre ese suelo común que se erigen sus marcadas diferencias: precisamente, «en las maneras de entender la política, las formas organizativas, las formas de incorporación a la militancia, las lecturas del conflicto social» (Ciriza, 2020, p. 187).

Y como uno de los principales dispositivos articulatorios de las experiencias de las mujeres para alcanzar conciencia de género –y para subordinar sus diferencias– las feministas retomaron los consciousness– raising de las norteamericanas a partir de lo que tradujeron, según una activista, como grupos de «concienciación» (Calvera, 1990). Organizadas en grupos de 6 a 8 integrantes, bajo una coordinación rotativa «para que no hubiera ninguna jerarquía», se abordaron temáticas que supuestamente atravesaban a todas las mujeres: temas como «dependencia económica, inseguridad, maternidad, celos, narcisismo, simulación y sexualidad en todos sus aspectos» (Bemberg, citada por Chejter, 1996, p. 11). Cada una de las integrantes intentaba contar «su experiencia tratando de no interpretar ni teorizar» para luego «hallar los componentes en común (…) sacar conclusiones y escribirlas para comunicarlas a los otros grupos» (Rais, 1996, p. 21). Esta práctica se sostuvo sobre el convencimiento que, a partir de atributos esenciales o experiencias comunes de opresión a las mujeres, se posibilitaba la articulación como hermandad. Esta concepción emergió a partir de la configuración antagónica de una masculinidad heterosexual –igualmente reificada– estructurante de un sistema patriarcal donde la inserción de las mujeres sólo podía ser operativa en términos de sujeción.

Es a partir de estos presupuestos que se comprende mejor la emergencia y constitución de ciertas prácticas y metodologías consideradas propias e identificatorias de los feminismos –como los grupos de concienciación– que se legitimaron por su contraposición al patriarcado y, de forma extensiva a los mecanismos y organizaciones representativos del sistema político tradicional. En palabras de una activista de la UFA, las rondas de concienciación se diferenciaban de las de concientización provenientes de las izquierdas latinoamericanas porque mientras, en las primeras, se trataba de una práctica «mayéutica», un «proceso de sacar de sí, de dar nacimiento a la propia identidad», las segundas eran consideradas como «un movimiento de afuera hacia adentro, de dictar lo que la otra debía encontrar en su propio interior», en definitiva, una práctica «autoritaria» (Calvera, 1990, p. 37).

En este mismo sentido, aunque refiriéndose a la «concientización» a secas, Mabel Suárez, activista del MLF, añade que, a diferencia de «los movimientos políticos de avanzada» –cuyos análisis abstractos excluyen a «los pueblos directamente oprimidos por los mismos que realizan» esos análisis– el método feminista «no es abstracto. Cada mujer habla de sí misma, de sus propios sentimientos y experiencias» (Suárez, 1974, p. 38). En estos testimonios se puede apreciar cómo la emergencia de los grupos de concienciación feministas estuvo mediada por la necesidad de diferenciarse de esas otras prácticas que dominaban el campo político –y en la lectura de Calvera, la diferencia se hace presente hasta en el propio proceso de nominación. Desde su perspectiva, los grupos se caracterizaron por la comunicación de un saber que provenía del propio interior de las mujeres, de su experiencia inmediata de opresión como mujeres, un saber que en su inmediatez evadía las relaciones de poder estructurantes del discurso ajeno.

Los grupos políticos de la izquierda, por el contrario, se definieron por la identificación mediada por un saber pensado por otros, externo a la vida de las mujeres y, por ello, impuesto. De esta manera, el «llamado de género» no sólo se configuró desde su antagonismo radical con la identificación masculina: a partir de una articulación significativa entre el patriarcado y sus manifestaciones –entre las que se incluyó a los partidos y movimientos de izquierda– también se fue traduciendo en prácticas políticas diferenciadas de las instituidas exclusivamente por la interpelación de clase.

II. De la política como contaminación

Los lazos que se produjeron entre feminismos e izquierdas no sólo estuvieron mediados por un campo significativo en común. También se tradujeron en contactos y prácticas conjuntas. La UFA sostuvo un proyecto editor, constituido en 1971, a partir de la «adhesión» de un grupo específico que, emulando la aspiración del «Hombre Nuevo» de las Nuevas Izquierdas, se llamó Nueva Mujer. La particularidad de esta agrupación no sólo fue su propósito exclusivamente editorial, sino su conformación con ex militantes del partido Palabra Obrera. Ahora bien, antes que un horizonte emancipatorio en común, esta militancia previa llegó a ser, en palabras de una de sus fundadoras, uno de los principales límites de su articulación política:

Muchas de sus integrantes no me querían demasiado porque me veían guerrillera, trotskista. Me miraban mal por sus posturas liberales y yo tenía que reunir mucha fuerza para seguir junto a ellas. Tanto es así que la UFA no le dio ninguna importancia a la salida de nuestro libro8 (Henault, entrevistada por Bellucci, 2020).

Nueva Mujer no fue la única agrupación con militantes de izquierdas que la UFA cobijó. Desde 1972, en su local también se reunieron las activistas del grupo Muchachas conformado por jóvenes del Partido Socialista de los Trabajadores (PST), quienes editaron cuatro números de una revista con el mismo nombre (Trebisacce, 2012, 2013). Muchachas emergió con fines principalmente editoriales, aunque también terminó teniendo una activa participación en las volanteadas y acciones promovidas por la UFA y el MLF. La vinculación del partido con el ideario feminista, sin embargo, no fue del todo armoniosa. Según Trebisacce (2013), el hecho de que no pudieran contar con el local del partido para sus reuniones ni para editar la revista ya era una señal de la ambigüedad con la que el partido se desenvolvió en relación a las reivindicaciones y el proyecto emancipador del ideario feminista. Esta situación llegó a condicionar a las activistas involucradas, quienes terminaron por padecer su «doble militancia»: en vez de tener una posibilidad para vincular y potenciar ambos idearios, fueron juzgadas por falsas lealtades.

Otras de las organizaciones feministas emergidas de estructuras partidarias de izquierdas fue el Movimiento Feminista Popular (MOFEP). Este grupo apareció en 1974 con militantes del Frente de Izquierda Popular (FIP), quienes tuvieron un contacto estrecho con las feministas de la UFA. A diferencia del PST, las activistas del MOFEP contaron desde un comienzo con el apoyo partidario y, tras la redacción de un documento con sus objetivos de adhesión al ideario feminista, éste resultó aprobado por la conducción e incluido a los programas del partido. Pero a pesar del concitado sostén, según algunas entrevistas recuperadas por la historiografía citada, las activistas del MOFEP tampoco lograron conciliar los principios aparentemente contradictorios del feminismo y las estructuras partidarias y se terminaron alejando del partido. En sus palabras:

El grupo decidió funcionar como un feminismo autogestionario, sin direcciones ni directivas (…) Rápidamente descubrimos que la ausencia de varones en las reuniones era un factor indispensable (…) Cuando actuábamos en forma mixta, se notaba retraimiento en la parte femenina y ellos se apoderaban de la palabra (…) Nuestra forma de actuar, sin jerarquías, resultaba atípica dentro de un partido político. Hasta tal punto que terminó siendo un obstáculo para seguir funcionando dentro del mismo (Reynoso, entrevistada por Cano, 1982, p. 89).

Según este relato, las tensiones provinieron de la dificultad de conciliar la horizontalidad del grupo y los mecanismos de representación que sostienen la estructura jerárquica de cualquier partido. Así, la incorporación de algunas activistas en cargos directivos, antes que percibirse como un «logro», se entendió como una actitud «netamente ‘paternalista’» y negativa para el fortalecimiento del grupo (Reynoso, citada por Cano, 1982, pág. 89). Como dijo una protagonista:

(…) el grupo perdía compañeras pero el partido no ganaba feministas (…) La compañera que pasaba a integrar los núcleos directivos quedaba aislada de su fuente. Rápidamente se desestabilizaba y pronto recuperaba los mecanismos tradicionales, especialmente los manejos «burocráticos». Por esta razón el partido tampoco ganaba una feminista (…) A medida que avanzábamos en la toma de conciencia feminista surgían más y más contradicciones. Por ejemplo, el partido esperaba «resultados» en cuanto a la incorporación de nuevas adherentes (…) éramos objeto de presiones (…) También teníamos que ventilar en las reuniones partidarias los problemas que las mujeres exponían (…) En ese caso, nuestras lealtades entraban en conflicto y teníamos la impresión de cometer infidencias (Reynoso, citada por Cano, 1982, p. 89).

Bajo la percepción de estos condicionamientos, gran parte de las activistas del MOFEP, que desde 1975 pasó a llamarse Centro de Estudios Sociales de la Mujer Argentina (CESMA), terminaron por abandonar el partido. Al igual que las feministas de la UFA y el MLF, el ideario feminista fue concebido como una práctica exclusiva y excluyente –por y desde las mujeres– y, por ello, debía ser externa a la lógica de la política partidaria. La subordinación de las diferencias de clase que supuso el abandono del significante «popular» en el nombre de la agrupación por el genérico «mujer argentina» da cuenta, asimismo, del fuerte impulso que la concepción de la opresión común tuvo como estructurante del feminismo argentino del período. Por otro lado, quienes se quedaron en el CESMA y en el marco del partido, según los testimonios, sólo fueron las que pudieron conciliar la «doble militancia». Desde su perspectiva:

(…) [la] autonomía teórica y política era juzgada (…) como excesiva y contraproducente (…) el feminismo debía conectarse con la realidad nacional y latinoamericana, insertarse en los problemas de la sociedad, no aislarse, no encerrarse (Entrevistadas por Nari, 1996, pp. 16-17).

Ese proyecto, sin embargo, no llegó a materializarse. Como apuntó Nari, en la mayoría de los casos, las tensiones por la doble militancia desembocaron en la deserción de la militancia partidaria o el abandono y desintegración de los grupos feministas, como ocurrió con la UFA, después de 1973.

Las Puras

Por lo reseñado hasta el momento, se puede inferir que la convivencia y, en ciertos casos, la articulación del feminismo y las izquierdas no siempre produjo la oposición y suspicacia sobre la emancipación o liberación de las mujeres como un proyecto político legítimo. En diversas ocasiones esa articulación se materializó en reivindicaciones y acciones conjuntas, dando cuenta de un «feliz concubinato»9 , aunque no por mucho tiempo.

En el caso de la UFA, fundamentalmente después de 1973, la «doble militancia» emergió como problema y la política partidaria y el purismo feminista se configuraron como identidades paralelas e irreconciliables. Según testimonios de algunas protagonistas, el clima político desatado por las elecciones de marzo de 1973 habría generado dos tipos de conflictos:

(…) uno, interno, en las propias mujeres: «nos sentíamos divididas, tironeadas, entre la lealtad hacia el partido y la lealtad hacia el grupo de mujeres». Otro, externo, entre las «políticas» y las «feministas». Para estas últimas, los partidos de izquierda sólo se interesaban por los «derechos de la mujer» antes de las elecciones. Sospechaban que muchas de sus militantes eran enviadas a los grupos de concienciación simplemente para hacer proselitismo. El «feminismo partidario» era visto como «superficial», «subordinado a la lucha de clases». «Los partidos políticos no cuestionaban la maternidad, el trabajo doméstico y el matrimonio, pilares básicos del patriarcado. Ellos hablaban de leyes, igualdad salarial, protección de la maternidad. Era un feminismo poco profundo» (Nari, 1996, p. 17).

No obstante, también se ha señalado que la crisis ya estaba presente un año antes, cuando gran parte de las integrantes de UFA se alejaron tras la reticencia a modificar las prioridades tras los acontecimientos que desencadenaron los fusilamientos de Trelew en agosto de 1972 (Grammático, 2005; Vasallo, 2005). En esa ocasión, algunas activistas no soportaron que se creara la disyuntiva de «continuar con el temario ya establecido o planear posibles acciones de repudio a la represión del gobierno» y ocasionaron una fractura en 1973 (Grammático, 2005, pp. 21-22). Por su parte, para quienes permanecieron en la UFA, antes que un proceso de revisión de sus prioridades, el suceso les confirmó la necesidad de que la agrupación continuara:

(…) pero cerrando el grupo, al fin de evitar embates ajenos a nuestras metas. Los objetivos que nos planteamos (…) fueron seguir con los objetivos de concientización y estudio a fin de profundizar y decantar la ideología. Decidimos abocarnos a una etapa de trabajo interno, sin proyección al exterior (…) (Miguelez, citada por Cano, 1982, p. 87) (énfasis agregado).

Por fuera de la singularidad de las discusiones al interior de la UFA, quiero llamar la atención sobre cómo se fueron haciendo cada vez más intensas las diferencias entre una y otra manera de hacer política, posibilitando la emergencia de fronteras identitarias instaladas sobre un sentido de incompatibilidad entre la militancia política y la política feminista. Las diferencias que, en un comienzo, parecieron haberse erigido entre un llamado de género y otro de clase, se fueron extendiendo entre una forma feminista y otra política (partidaria) de activismo: la primera vinculada a una transformación profunda; la segunda, a la aspiración de modificaciones superficiales. El feminismo, ligado a los pilares de la opresión femenina; los partidos políticos, a los dictámenes de una ideología ajena a las metas de las mujeres. En este sentido, la convivencia de feministas y militantes de izquierda y su traducción en acciones conjuntas no pareció ser parte de un incipiente proceso de articulación. Desde la perspectiva de algunas, esa experiencia se interpretó como una infiltración de «partidos políticos deseosos de atraer a las feministas a sus propias estructuras» (Bemberg, citada por Cano, 1982, p. 86).

Y es en este marco desde donde se fueron instalando fronteras identitarias de la mano de una figuración de pureza del ideario feminista. Efectivamente, en ese período se produjo la distinción entre «feministas puras» –activistas que se identificaban exclusivamente como feministas– en contraposición a quienes ellas mismas denominaron, por su militancia política (partidaria), como «políticas». El presupuesto de ese proceso de (des)identificación fue la noción de «la política» como una instancia contaminante; contaminación que aparentemente provendría de los principios fundantes de la política tradicional (patriarcal). La metáfora de la política como «contaminación», que se deduce de la «pureza» de quienes no participaban de sus estructuras, devendría de la constitución de los partidos políticos como dominios jerárquicos, autoritarios y, en definitiva, reproductores del dominio masculino sobre las mujeres. En ese marco, se comprende mejor cómo fue posible que las diferencias políticas –sobre la definición de prioridades, acciones, estrategias y lecturas del contexto que se visibilizaron en las reuniones de la UFA, y que en ocasiones articularon a quienes provenían o sostenían militancias en partidos políticos de izquierda– fueran asociadas a una lógica ajena al ideario propiamente feminista que pretendió «infiltrarse» y alterar sus prioridades y modalidades de trabajo.

Orientaciones que marcan: La horizontalidad «a rajatablas»

Sobre la base de una concepción que impugnó la política tradicional –representativa y partidaria– como parte de un sistema patriarcal de dominación se fue instalando entre las feministas la idea de que la política feminista sólo podía emerger de las mujeres mismas. Influidas por sus lecturas del feminismo radical estadounidense, pero también del Segundo Sexo de Simone de Beauvoir (1949)10, las rondas de concienciación se empeñaron en «relacionar los testimonios personales para extraer una raíz común, una generalización, para evaluar el grado de opresión de las pautas culturales internalizadas» (Calvera, 1990, p. 37). En el formato organizativo, esta concepción se tradujo en «la igualdad participativa [que] exigía cierta disciplina» (Rais, 1996, p. 23). No sólo era obligatorio que todas participasen en las rondas grupales, sino también que, para evitar las instancias de autoridad y jerarquía, procuraron coordinaciones rotativas. De esta manera, la «horizontalidad», como principio regulatorio de las rondas de concienciación, vino a condensar los sentidos centrales de su modo de articulación: a partir de lo que tenían en común –la sujeción bajo el patriarcado– cada una de las mujeres participantes –irrepresentables en sus experiencias de opresión– se diferenciaban de su lógica de domino –la jerarquía verticalista y la representación ajena y externa.

Pero, aunque bajo esta modalidad de trabajo los grupos de concienciación se constituyeron –según sus protagonistas– en una de las prácticas más operativas, en términos de reclutamiento y formación de activistas, también tuvieron claras dificultades y limitaciones. Como apuntó Nari:

La horizontalidad «a rajatablas» prolongaba las discusiones hasta altas horas de la madrugada («nunca nos poníamos de acuerdo», recuerda una entrevistada), al mismo tiempo que generaba conflictos entre las mujeres, entre los diversos grupos, puesto que no todas/os compartían los mismos criterios de liderazgo, coordinación y organización (Nari, 1996, p. 17).

Calvera, una de las «feministas puras» de la UFA también admitió que:

(…) el cuestionamiento del poder y el liderazgo nos llevaba a una horizontalidad que conspiraba contra la toma de decisiones. A fuerza de sinceridad, no fueron estos factores menores en la especie de parálisis que nos sobrevino en nuestra evolución pública (Calvera, 1990, p. 50-51).

Por otra parte, el sostenimiento de la horizontalidad como principio organizativo no pudo evitar la aparición de liderazgos «naturales». Se reconoció que «causaba internamente un gran malestar» que los medios identificaran a María Luisa Bemberg como directora de UFA (Calvera, 1990, p. 44). Y este malestar también fue visibilizado sobre el personalismo de María Elena Oddone. Calvera señaló que, en ocasión de una campaña por la reforma del ejercicio de la patria potestad, las acciones se interrumpieron «[p]or aspiraciones de liderazgo en un contexto de absoluta horizontalidad (…) Oddone se aparta de nuestro trabajo conjunto, obstinado y anónimo, y comienza a desarrollar una acción paralela (Calvera, 1990, p. 73). Para Oddone, por su parte, «UFA no tenía trascendencia pública», y ella valoraba la posibilidad de ser interpelada por los medios para comunicar los fines del ideario feminista, ser «escuchada por miles de mujeres» (Oddone, 2001, p. 149). En ese sentido, tampoco rechazó ser identificada como «líder»:

La identificación del liderazgo con la masculinidad, llevaba a las feministas a tratar de eliminar el liderazgo en los grupos. Yo no compartía ese concepto, porque creo que es un producto de la cultura masculina. En todas las épocas ha habido mujeres líderes.(…) Yo no negaba mi liderazgo, pero cuando había que hacer un trabajo en la calle como pegar afiches y repartir volantes yo lo hacía a la par de mis compañeras. En ese caso había auténtica horizontalidad (Oddone, 2001, p. 149) (énfasis agregado).

Oddone renegó que las demás feministas confundieran «liderazgo con autoritarismo» pero no invalidó la legitimidad de una «auténtica horizontalidad». El ejercicio de esa horizontalidad, sin embargo, estuvo irremediablemente impedido por los excesos imprevistos del desacuerdo y los liderazgos naturales. Como lo estableció Jo Freeman, al analizar el desenvolvimiento de los feminismos norteamericanos de los setenta, la noción de un grupo sin estructuras se transformó en «una cortina de humo» que favorecía «a los fuertes o a aquellas personas que pueden establecer su hegemonía incuestionable sobre los demás», tapando las estructuras informales que, de hecho, se fueron instituyendo (Freeman, 1972, p. 152). Para Freeman, fue la extensión indiscutida del consciousness-raising, como la práctica feminista por antonomasia, la que dificultó la proyección de grandes acciones desde el Movimiento de Liberación de la Mujer de su país.

Lejos de un interés comparativo, quiero señalar cómo el principio de horizontalidad, operativo en las prácticas de concienciación, llegó a constituirse con el tiempo como un distintivo, así como un condicionante, de la política feminista. Por un lado, porque la atención dirigida a los problemas de las mujeres desde una perspectiva autónoma, «mayéutica», «intimista» dificultó la apreciación de la incidencia de las circunstancias singulares –locales, nacionales, internacionales– en la constitución de esos problemas. Por otro lado, porque la horizontalidad «a rajatablas» impidió la proyección del activismo de pequeños grupos en un frente o movimiento de mayor envergadura.

Reflexiones Finales: «ellas son nosotras»11

En un campo político estructurado por la radicalización propia de las izquierdas marxistas, los feminismos de la década del setenta emergieron en nuestro país con una voz propia y singular, aunque impregnada de esos horizontes políticos subversivos de emancipación. La ansiada pureza de la contaminación de la política no fue posible. Pero no porque la lucha contra la opresión de clase fuese parte integral, también, de la lucha de las feministas; tampoco porque la lectura del contexto político afectara, de todas formas, la definición de sus acciones. Incluso cuando, de la mano de las rondas de concienciación, estuvieron convencidas que la otredad femenina al fin se alzaba como novedad impoluta contra lo instituido, sus prácticas no impidieron la tensión propia de toda política: aquella que se produce entre las partes y el todo.

La frase: «ellas son nosotras» señala con claridad cómo la práctica de concienciación, aún con el propósito de erradicar la mediación propia de toda política en la inmediatez de la experiencia común de opresión, no hizo más que inscribirla. De otro modo, es cierto: manifestando que las relaciones de dominación patriarcal tenían un cauce propio de reproducción y sostenimiento –incluso entre quienes se identificaban como subversivos de todo orden– y también al habilitar un cuestionamiento al mandato verticalista representativo y, de esa manera, posibilitar una escucha –con toda la complejidad y dedicación que ello implica– para tomar decisiones de otra forma.

Ahora bien, esa otra política, también hay que advertirlo, no llegó a cobijar la diferencia al interior del novedoso «nosotras». El «ellas son nosotras» –y la explicación que le sigue: «porque cada mujer es la misma mujer»– condensa con claridad que el condicionamiento de los horizontes emancipatorios de las izquierdas en los setenta también significó la impresión de ese anhelo por la unidad del sujeto revolucionario –que, en aquél entonces, operó desde la homogeneización. Frente a la negación de que «la mujer sea una persona», se posibilitó la emergencia de un feminismo radicalizado–organizado desde y para «la mujer»; sólo que al precio de renegar de su pluralidad política. El nudo entre «feministas» y «políticas» será parte, desde entonces, de la política feminista argentina12. Las nuevas condiciones del pluralismo democrático venidero abrirán la posibilidad, de todos modos, a una nueva configuración de ese nudo, atendiendo a la heterogeneidad propia y constitutiva de nuestros feminismos hasta el presente. Pero ése, es otro contar.

Notas:

1. Lic. en Ciencias Políticas y Administración (Universidad Autónoma de Barcelona). Dra en Ciencia Política (CEA, UNC). Investigadora Asistente (CONICET). Contacto: natalia.martinezprado@ffyh.unc.edu.ar
2. Realizo el recorte del análisis sobre estas agrupaciones fundamentalmente por su impacto colecen la configuración de la política feminista del país. Mi interés no es exclusivamente historiográfico, sino, sobre todo, político. Como señalé, pretendo comprender los modos en que emergieron los nudos de la política feminista, a partir de ciertas narrativas que se hicieron dominantes en la gramática política de los feminismos argentinos, en los términos de Clare Hemmings (Hemmings, 2018).
3. Recordemos que en las décadas del treinta y del cuarenta se vinculó a los feminismos con el comunismo, lo que «profundizó en sectores nacionalistas y católicos la percepción del feminismo como ideología extranjera, extraña a la esencia nacional, y disolvente del orden natural-divino, percepción que el peronismo heredaría» (Nari, 2000, p. 214).
4. La reproducción de categorías provenientes del ideario de izquierdas es un claro efecto de la sobredeterminación del modo en que se estructuró simbólicamente el campo social y político al momento de la emergencia de las agrupaciones referidas. Dentro de este campo, sin embargo, lo que prima es la heterogeneidad y la polémica. Los sentidos imperantes en las prácticas de las feministas al interior de UFA y Nueva Mujer, por ejemplo, diferían entre sí. Mi propósito en este trabajo no es dar cuenta de la singularidad de esos procesos sino señalar sus condiciones comunes de (im)posibilidad.
5. Título de una nota de la editorial en Persona, Año 1, N ° 2, pág. 13.
6. Título de una nota de la editorial en Persona, Año 1, N ° 3, pág. 28.
7. Hubo también una fuerte incidencia de la lectura del Segundo Sexo de Simone de Beauvoir. Véase Henault, (1972) y Aldaburu, Cano, Rais, Reynoso (1983). Este último libro fue publicado una década más tarde, pero da cuenta de las lecturas y temáticas presentes en los grupos de concienciación del período.
8. Se refiere al libro Las mujeres dicen basta (1972) editado por Nueva Mujer. En el libro, además del ensayo citado de Henault (1972), se halla la traducción de un artículo de la feminista marxista estadounidense Peggy Morton –»El trabajo de la mujer nunca se termina» y de la feminista marxista argentina radicada en Cuba Isabel Larguía – titulado, «La mujer».
9. En referencia al «matrimonio infeliz» entre feminismo y marxismo señalado oportunamente por Heidi Hartmann (Hartmann, 1979).
10. Dicen Aldaburu, Cano, Rais, Reynoso, (1983, pág. 77): «Descubrí que es cierto lo que dice Simone de Beauvoir: «la mujer se siente inferior porque, de hecho, las exigencias de la femineidad la empequeñecen» y cuando logramos reconocer este hecho como algo exterior a nosotras mismas, se despiertan energías dormidas, capacidades desconocidas» (énfasis añadido).
11. Parte del cierre del Diario Colectivo, libro que fue escrito bajo el principio de horizontalidad propio de las rondas de concienciación. El último párrafo completo dice: «Hubo amor para las otras, las que no estuvieron en el acto mismo de la escritura, porque para ellas también lo hicimos. En realidad ellas no son otras, ellas son nosotras, porque cada mujer es la misma mujer. Por eso este libro, para que realmente seamos nosotras y que los otros, ellos, nos conozcan desde el lugar correcto» (Aldaburu, Cano, Rais, Reynoso, 1983, p. 251) (énfasis añadido).
12. En realidad, es un nudo que, como lo precisó Kirkwood (1986), atravesó a la política feminista de toda la región.


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