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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.15 no.2 Mendoza dic. 2014

 

DOSSIER

Plata fingida: Cortázar y la impagable lírica del consumo

Feigned money: Cortázar and the priceless lyric of consumption

 

Daniel Mesa Gancedo

Universidad de Zaragoza, España
danmesa@unizar.es

 

Recibido: 11/IV/2014
Aceptado: 19/VI/2014


Resumen: El presente trabajo realiza un recorrido exhaustivo por el conjunto de la narrativa cortazariana (novelas y cuentos, sin excluir algunos "micro-relatos") para acotar el lugar y el significado que las referencias al dinero y al consumo tienen en esa obra. El desencadenante de la reflexión consiste en la discusión de una sentencia que Ricardo Piglia emitió en 1974 ("Cortázar no habla de dinero"). Se intenta demostrar que esa supuesta ausencia no es tal, y que las consecuencias de esa negación categórica presentan una imagen de la obra cortazariana que conviene, cuando menos, revisar. Para eso se concede también atención privilegiada a algunos poemas cortazarianos que, estrechamente relacionados con sus ficciones, ponen en evidencia que el autor argentino hizo de la sociedad de consumo y sus distorsiones objeto recurrente de su escritura.

Palabras clave: Cortázar; Dinero; Lírica; Consumo.

Abstract: The present study performs a thorough tour of the whole of Cortázar's narrative work (novels and stories, not excluding some "micro-stories") to define the place and meaning that references to money and consumption have in this work. The reflection is triggered by the discussion of a "sentence" issued in 1974 by Ricardo Piglia ("Cortázar doesn't speak about money"). This paper tries to show that this alleged silence is not so total. The consequences of that categorical denial present an image of Cortázar's work that suit, at least, to be reviewed. For that purpose it is also given attention to some Cortázar's poems, closely related to his fictions, which put in evidence that the Argentine author made of the consumer society and its distortions a recurring subject of his writing.

Keywords: Cortázar; Money; Lyric; Consumption.


 

El término poesía, que se aplica a las formas menos degradadas, menos intelectualizadas de la expresión de un estado de pérdida, puede ser considerado
como sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida. Su sentido es equivalente a sacrificio.
(Georges Bataille: "La noción de gasto", 1987, 30).

Consumatum est. Cortázar y la estética del consumo

Hay, por lo menos, dos maneras de seguir el rastro del dinero en la obra cortazariana: una lo buscará en su obra de creación y tratará de integrarlo en -o al menos proponerlo para- una lectura crítica; otra lo seguirá a lo largo de su ya extensa correspondencia personal y podrá reconstruir una biografía "económica" del autor. Las dos tareas podrían parecer urgentes. La primera porque fue reclamada hace ya cuarenta años por una voz cuya autoridad no ha hecho sino crecer desde entonces, la de Ricardo Piglia, sin que, desde entonces -y hasta donde se me alcanza-, nadie haya respondido al reto. La segunda porque la reciente publicación ampliada de esa correspondencia desborda de tal manera en datos de ese tipo, que reclama -por su mera existencia- una lectura detenida. Las dos tareas son igualmente necesarias, tanto más cuanto que el rastro del dinero en uno y otro espacio textual parece sospechosamente contradictorio: si, amparados en la autoridad del crítico Piglia, comenzamos la pesquisa asumiendo -como él dijo- que Cortázar nunca habla de dinero en sus novelas, no podremos dejar de sorprendernos por la frecuencia con la que, desde el principio y hasta el final, ante corresponsales muy diversos, por las cartas cortazarianas circula abundantemente la referencia crematística.

Aquí, por el momento, resistiré a la tentación de entregarme a la segunda tarea, a la contabilidad de las menciones del dinero en la vida de Cortázar, tarea que obtendría un rédito inmediato1. Prefiero atender primero a la provocación pigliana y responder, en la medida de lo posible, matizando una observación que desde 1974 casi ha pasado por un lugar común de la crítica cortazariana, que conviene citar ya en los propios términos en que fue emitida en el marco de un ensayo titulado "El socialismo de los consumidores" (que cito por su versión original): "[...] en sus novelas se habla de objetos refinados y caros, pero no se habla de dinero. La apropiación es mágica y el gusto es una cualidad espiritual, un don, es decir, una espiritualización de la capacidad adquisitiva".

Poco o nada se han discutido estas palabras en las cuatro décadas transcurridas desde que el autor de Plata quemada las publicara en el marco de una polémica de ámbito nacional sobre la recepción de Libro de Manuel, a pesar de que, unos meses después Piglia (1975) las republicará en un periódico venezolano -ampliando, entonces, su trascendencia-  y de que casi veinte años más tarde (Piglia, 1993) volviera a repetir (casi textualmente) esa opinión en el marco de lo que cabe entender como una historia personal sui generis de la narrativa argentina.

Una negación tan categórica ("no se habla de dinero") parece estar reclamando lo que podríamos denominar su "falsación". Algo relativamente sencillo, porque la negación categórica de la existencia queda refutada por la mera aparición de un dato en contrario. Y Piglia no podía ignorar que esos datos -más o menos evidentes- existían, como trataré de mostrar más adelante.

Para empezar a entender, entonces, esa negación categórica (arropada entre afirmaciones que no lo son, pero que no por ello eluden la discusión) conviene, en primer lugar, matizarla reconstruyendo su contexto inmediato. En 1974, Piglia participa, con su artículo "El socialismo de los consumidores", en una polémica -en la que brevemente, y no sin cierta repugnancia, intervino el propio autor- que se puso bajo el título "La responsabilidad del intelectual latinoamericano" y estuvo motivada por la concesión del premio Médicis en Francia a Libro de Manuel y la ulterior donación del importe de ese premio (950 $) a la resistencia chilena contra el recién instaurado régimen dictatorial de Pinochet2.

Desbordando ampliamente las cuestiones de la polémica (que el periódico había hecho explícitas en el télex enviado al autor y se publicaron junto a su respuesta3), Piglia escribe un ensayo de conjunto sobre la obra de Cortázar, más que una mera opinión. Creo que ese salto cualitativo obedece a una estrategia que el mismo Piglia ha explicado luego muy claramente con referencia a otros autores, como Borges: la construcción de un espacio para el desarrollo y recepción de la obra propia. El autor que hasta entonces había publicado sólo algunos cuentos (y en un volumen que no por casualidad se llamó primero Jaulario -antes de llamarse La invasión- donde consuena inevitablemente el Bestiario cortazariano4) decide marcar una distancia definitiva con quien para mediados de los años 70 constituía una referencia ya insoslayable en el género. La publicación de una novela tan controvertida (y discutible) como Libro de Manuel pareció la oportunidad perfecta. Y lo era porque permitía atacar uno de los flancos más desguarnecidos del autor de Rayuela: el de su reciente (apenas cumplía entonces una década, en una trayectoria ya extensa) y ostentoso compromiso político con la izquierda latinoamericana (la donación del dinero del premio será considerada por algunos de los participantes en la polémica casi como una exhibición obscena del apoyo a "la causa", algo que ya estaba saturando a algunos lectores cortazarianos). Piglia, probablemente imbuido en lecturas teóricas más amplias que las de Cortázar, revela en su ensayo que éste, contra lo que aparentemente pretende, está todavía muy lejos de poder ser considerado un escritor verdaderamente "de izquierdas" y, de paso -y es quizá lo más novedoso de esa lectura pigliana-, tampoco se acerca demasiado a lo que para entonces los autores de la generación del autor de La invasión / Jaulario (casi treinta años más jóvenes que Cortázar) consideraban un escritor "moderno". Por decirlo rápidamente: Cortázar no les sirve, ni como escritor marxista, ni como escritor pop. Para ese Piglia que ya habría leído a Gramsci y a Benjamin, Cortázar no es un escritor marxista porque no integra consciente y críticamente en sus ficciones la idea del consumo. Porque tampoco integra adecuadamente la idea del deseo en esas ficciones, tampoco es un escritor pop, Cortázar, para ese Piglia que habría leído también a Althusser, Deleuze, Bourdieu y probablemente a Baudrillard. Conviene ilustrar y comentar estas afirmaciones.

Con un aroma muy "de época", Piglia parece aplicar al Cortázar del momento una plantilla definida por las ideas de los filósofos recién evocados, una plantilla con la que pretende revelar un arquetipo: "el hombre cortazariano por excelencia", en sus propias palabras. Piglia define ese arquetipo como el "coleccionista, es decir alguien que sustrae los objetos del mercado, los clasifica y mantiene con ellos una relación apasionada, exclusiva". Acto seguido, propone el ejercicio que -hasta donde sé y como dije- no se ha realizado en los últimos cuarenta años: "Algún día habrá que hacer el catálogo de los nombres, los lugares y las marcas comerciales que sostienen el estilo de Cortázar". Piglia parece querer leer (o hacer leer) a Cortázar como un "fetichista de la mercancía" o, en términos más actuales, como una especie -ya lo insinué- de erudito pop. Califica su obra, nada menos, que como una "épica del consumo", o, corrigiéndose inmediatamente, como "la aventura de un explorador experimentado y sagaz que trata de dejar su huella en la selva indiscriminada del mercado capitalista".

De ese modo, sigue leyendo esa obra como una "poética, una sociología y una moral del consumo" y define al supuesto "héroe" cortazariano, identificándolo ahora con otros arquetipos: "el exquisito", el "conocedor", capaz de distinguir "en la maraña de mercancías, el objeto único que en su rareza exprese la calidad espiritual". Y, de modo interesante para entender al propio Piglia, quizá, entre esos "objetos" nada menos que la Maga se eleva como el más representativo.

El crítico llega a afirmar que "la relación fundamental que sus personajes mantienen con la sociedad se da a través del consumo; la única división social que proponen sus textos se ordena sobre una jerarquía basada en el gusto". Y el artista -en una línea que Piglia eliminará en 1993- es "antes que un productor, el consumidor más exclusivo"5.

Cuando Piglia da ejemplos sacados de la obra cortazariana, el arquetipo del héroe consumidor parece mostrar una doble faz, sin embargo, que revelaría la (culpable) ambigüedad del autor de Rayuela:

El movimiento de esa exploración es doble: por un lado está la búsqueda del objeto exclusivo, secreto, que sostiene su valor en la rareza y en la originalidad; por otro lado se trata de descubrir (rescatar) ciertos productos populares jerarquizados por su autenticidad y por la dignidad de su leve anacronismo: Xenakis y Rosita Quiroga, Hermann Broch y César Bruto, el mate amargo y el gulasch, los particulares livianos y el haschís. Si una serie es privada, refinada y se construye por acumulación, la otra serie es masiva, "natural" y se construye por selección y descarte. Se trata, en última instancia de un vaivén entre populismo y vanguardia que puede rastrearse en el movimiento mismo de su escritura -lo que va del estilo "refinado" de "Axolotl", al tono directo y "popular" de "Torito"".

En un razonamiento por "series" -que se convertirá a su vez en marca de su estilo-, Piglia establece el patrón opositivo "vanguardia" / "populismo" como los términos que pretende Cortázar refundir en su escritura. Pero me parece que en la ejemplificación se revela más la datación de la lectura que la condición del texto analizado. Si cabe aceptar que Xenakis y Broch formen parte de la serie "privada y refinada", y que Rosita Quiroga y César Bruto se integren en la "masiva y natural", ¿cómo decidir a qué serie pertenecen -en qué homología se apoya para decidirlo- el gulasch o el haschisch -si no es la meramente fono-estilística? ¿En qué momento -desde qué lugar- puede empezar a pensarse que esos objetos son productos "refinados"? ¿O es que no podría también pensarse que lo fueran -privados y refinados, al menos en París- el mate (que "en París costaba quinientos francos el kilo en las farmacias" -Rayuela, c. 19, OC III: 1286- y es un privilegio poseer cinco kilos de una determinada marca: Cruz de Malta, importada por "bolsa negra") y los Particulares Livianos, si es que no la propia Rosita Quiroga y César Bruto, mucho más "raros" que Xenakis o Broch en determinados contextos7? Desde luego, las comillas, en la argumentación pigliana, funcionan como adecuado atenuante.

Sólo después de todo este análisis, Piglia entra a comentar Libro de Manuel, la obra objeto de la polémica. Si antes había podido considerar que la Maga era uno de esos "objetos raros" perseguidos por el coleccionista cortazariano, no habrá obstáculo para pensar que en Libro de Manuel lo que se "objetualiza" es, directamente, la política, considerada ya (según Piglia) "producto de consumo estetizado" y, en esa lógica, definida como "objeto de deseo" y "lugar del placer", en un giro explícitamente "freudomarxista". Así el Cortázar que Piglia lee "termina por aprobar lo que niega: la ideología del discurso publicitario"8, en una contradicción análoga a la supuesta "metafísica anarquista" que -siempre a juicio del Piglia de los 70- alimenta la estética cortazariana. Y ello porque "en una inversión típica, la sociedad capitalista convierte al que puede exhibir la marca de un consumo exclusivo y lujoso en el depositario de cierto saber sobre el deseo. Cortázar parece aceptar esta lógica idealista"9.

El ensayo pigliano va llegando a su final, no sin antes pronunciar otra sentencia, cuando menos crítpica: "[...] los textos de Cortázar, que hablan sin cesar sobre el consumo, desconocen todo sobre el deseo (en este nivel habría que decir: Cortázar no es Borges)". Pero ¿qué significará esta última comparación negativa?, queda pensando el lector de Piglia. Y también: ¿cómo se relacionará esa negación -no menos categórica- con aquella otra, acaso ya olvidada ("Cortázar no habla de dinero en sus novelas")? ¿Acaso Cortázar no es Borges porque no habla de dinero? (¿y qué dinero, entonces?, ¿monedas de hierro?, ¿zahires? Tantas formas de no ser Borges...). Mientras el lector de Piglia se desliza por esas ensoñaciones, el crítico asesta su golpe definitivo: "[...] Paradójicamente la militancia de su escritura termina por convertirse en una lucha por la libertad de comercio. Sostenido por cierta ética surrealista, Cortázar viene a propagar una suerte de laissez-faire espiritual".

En un brillante ejercicio de inversión retórica -tan cortazariano, por otra parte-, el "liberalismo" que -en algún sentido- se podría encontrar en la propuesta narrativa del autor de Libro de Manuel (y que identificado con la ideología burguesa es el núcleo del reproche reiterado por sus lectores de izquierda en ese momento) se equipara con una entelequia, una especie de "capitalismo espiritual" bastante difícil de imaginar, pero que sirve a Piglia para preparar un no menos brillante juego de palabras conclusivo:

[...] sus revolucionarios, antes que cambiar el sistema quieren aniquilarlo, es decir, consumirlo. En este sentido, no es casual que la mayor parte de los actos de provocación de los combatientes espectaculares que aparecen en Libro de Manuel, se den, justamente, en el espacio del consumo (restaurante de lujo, teatros, aeropuertos).

Pero esa brillantez -me parece- no puede ocultar cierta confusión. Sin salir del ejemplo que Piglia comenta (esos "actos de provocación" sobre los que habrá que volver), ¿verdaderamente se puede sostener que actuar -atentar- en un espacio de consumo puede considerarse, siempre y en todo caso, "consumir" (pasando por alto que puedan en efecto equipararse el restaurante de lujo, el teatro y el aeropuerto)? "Consumir" es y -quizá por fortuna- no es "consumar". Esos revolucionarios -que bien poca cosa aniquilan, finalmente- no mantienen una relación tan transparente con el mundo del consumo como parece sugerir el juego de palabras.

Como ocurre a veces, la afirmación de Piglia -en un momento acaso crucial de la configuración de su propia figura de autor- sobre la ausencia de dinero en la obra cortazariana dice más de la perspectiva crítica que del autor de Libro de Manuel. Piglia imagina un Cortázar "diletante", un escritor que -pretendiendo ser de izquierdas, convencido de serlo, actuando como tal, a veces contra sí mismo- no es útil -justamente- para una intelligentsia emergente que pretendía, a su vez, en el momento de publicación de Libro de Manuel, refundar quizá los principios de la crítica marxista.

Así y todo, el ensayo de Piglia levantó el velo sobre una cuestión interesante que, cuarenta años después, aún espera -como dije- el desarrollo que merece. Aquí apenas se puede intentar una crítica de la crítica y una introducción a esa lectura.

A pesar de la contundencia con la que Piglia lo afirma, más allá del haschish y el gulasch (o Xenakis o Broch) en su argumentación no queda claramente establecido cuáles sean los "objetos caros y refinados" que pueblan las novelas cortazarianas. Ciertamente hay objetos "exquisitos" (y probablemente caros) en algunos cuentos: el ídolo de las Cícladas, en el relato del mismo título; los libros importados de "Casa tomada"; algunos bibelots que fascinan al narrador de "Carta a una señorita en París".... Pero no sé si esos objetos podrían tomarse como los más representativos de la poética cortazariana. Si nos fijamos en otros objetos emblemáticos de su ficción -digamos, el paraguas roto de Rayuela, por ejemplo- difícilmente podrían ser considerados "refinados y caros". Con una contundencia parecida a la de Piglia -a partir de este otro ejemplo- podría tal vez sostenerse que la obra cortazariana está anclada en una poética del vertedero (más que del "bazar"10). Pero eso no sería sino declarar una posición de lectura igualmente marcada: pretender rescatar un controvertido Cortázar postmoderno, en detrimento de un quizá no menos probable Cortázar modernista.

Lo que es caro y refinado en la obra de Cortázar no tiene que ver, por lo general, con los "bienes de consumo". Una cata léxica en las novelas, no exhaustiva, nos revelará que, por ejemplo, en Los premios y Rayuela aparece muy poco la palabra "caro": en la primera novela, además de constituir una valoración moral (la lucidez, por ejemplo, "cuesta caro", c. 26, OC II: 713), sólo se aplica al whisky -irónicamente- (c. 31, OC II: 785); en Rayuela, por lo general, sirve como corolario a una queja sobre el alza de los precios o el coste de la vida en París.

Mucho más frecuente es la aparición de la palabra "barato": si en Los premios sigue siendo un calificativo moral (un "misterio barato", c. 29, OC II: 742; un "escándalo barato", c. 39, OC II: 883), en Rayuela el uso es más directamente materialista: baratos serán los marcos de las postales que intercambian Oliveira y la Maga (c.1, OC III: 51), el vodka que beben en el Club de la Serpiente o las lociones que saturan con su perfume el piso de Berthe Trépat... En 62 / Modelo para armar nada es caro; por el contrario, los hoteles donde tan frecuentemente recalan los personajes suelen ser siempre "baratos". Sólo en Libro de Manuel, justamente, la mención del precio de un determinado restaurante empieza a cobrar un valor significativo, de hecho se convierte en un recurso metaficcional: extremadamente caros son los sitios donde come el Vip -el objetivo de la "joda", del secuestro que planean los protagonistas-. Por eso, "el que te dije" -contrafigura del narrador- no puede visitarlos para documentarse sobre su modo de hablar y, por tanto, se ve liberado para imaginar esos diálogos como le venga en gana:

en cuanto al Vip y al Hormigón no son sus amigos, nadie va a ir a gastarse una fortuna en el Fouquet's para enterarse de cómo hablan, sin contar el peligro de que un hormigacho lo acueste de un cross al mentón en los lavabos de tan refinado establecimiento, de manera que el que te dije se divierte en hacer lo que le da la gana en ese terreno (OC III: 1103).

Me parece, pues, que sería más cierto asumir que -a pesar de las expectativas de ciertos lectores en los años 70- Cortázar, como dije, y contra lo que insinuaba Piglia, no puede considerarse un "fetichista de la mercancía" o de la "marca"; mucho menos puede verse en él a una especie quizá ya emergente en otros ámbitos en aquellos años, pero ciertamente rara en el mundo hispánico: la del "erudito pop", aquel que sabe cómo se llama cada-cosa-que-hay-que-tener, aquel que sabe (y contempla, un poco, sí, como el Dr. Hardoy de "Las puertas del cielo", pero que -además- entiende) cuáles son las claves que configuran la "cultura de masas". Cortázar quiere ser "vanguardista", pero ciertamente no pretende ser "popular" (o populista, al menos en sus ficciones): seguirá siempre siendo un "goethiano", interesado, sí, por la "literatura de excepción"11, y procurando ponerse al día, pero no, ciertamente, un escritor pop, en cualquiera de los sentidos que se le quiera dar a esa expresión. Lo verdaderamente "caro y refinado" en su obra es aquello que no se puede comprar: la "cultura", o, en otros términos, el "espíritu" y no, desde luego, la "materia"; el "espíritu", en efecto, y no en los términos liberales que señalaba Piglia: en Cortázar no hay laissez faire y mucho menos laissez passer en el orden cultural: la cultura en sí misma ejerce, más bien, de mot de passe, de Divertimento a Libro de Manuel; de "Casa tomada" a "Diario para un cuento".

Cortázar goes shopping: las marcas y las máquinas

Las "marcas", los signos connotados, que funcionan como puntos de referencia en el mundo cortazariano, siguen siendo las inscripciones de la "literatura clásica" ("vanguardista que mostraba ya su clasicismo", como le dijo a Luis Harss). Su erudición sigue anclada en la biblioteca -como la de Borges, a pesar de la cesura que entre ambos le interesaba establecer a Piglia, a pesar del propio Cortázar que afirmaba escribir "en el café"-. Las referencias a marcas y lugares conocidos en el marco de la cultura de masas del momento pueden considerarse aún en Cortázar una última deriva del costumbrismo: "color de época" y hasta "color local" ("producto nacional").

Y, sin embargo, hay un texto que podría haber satisfecho el interés pigliano por la "poética de la marca", por la potencia del discurso publicitario como mediador entre el consumo y el deseo. Está en Libro de Manuel, y sin embargo el autor de Plata quemada ni siquiera lo menciona: se trata de un poema de Lonstein, el "rabinito" dela novela, titulado "Fragmentos para una oda a los dioses del siglo -Tarjetas para alimentar a una IBM", y que será leído en voz alta por Susana, la madre del niño que da título al libro- (OC III: 941-944).

Este poema es, en efecto, el más extenso "catálogo" de marcas que puede encontrarse en todo el corpus cortazariano, y consiste, sin duda, en una sátira de la idolatría consumista del mundo contemporáneo, un mundo que, desacralizado, sólo puede cobrar interés para la poesía -para la poesía tal como Cortázar la concibe- bajo la especie de una "resacralización paródica", acaso en el sentido en el que Bataille (en el lugar que citaba como epígrafe de este trabajo) equipara gasto, poesía y sacrificio. Esta "oda en pedazos", pues, se centra en la descripción de tres grandes "panteones": las compañías petroleras (Shell, Esso, BP, Elf, etc.), las medicinas (Equanil, Bellergal, Optalidón, Androtardyl, Testovirón, Progesterol, Ergotamina, Cortisona), la cosmética (Rubinstein, Max Factor, Dorothy Gray) y la moda (Cardin, Chanel, Jaques Fath, Balenciaga, etc.). El poema presenta una estructura tripartita, mediante la repetición-variación de una especie de estribillo introductorio: "Al borde de las rutas / deténgase / salúdelos / ofrezca libaciones" (donde "rutas" será sustituido por "camas" en el caso de las medicinas, y por "calles", en el de la cosmética y la moda).

Esos nombres (más o menos) enigmáticos son signos de otros signos: los productos de consumo que -como mínimo- hablan de una vida (en la intención del rapsoda) al parecer "inauténtica", si es que no "dañada" (en el sentido que le daba Adorno en el subtítulo de su Minima moralia: "reflexiones desde la vida dañada"). El discurso que utiliza o pronuncia esos nombres es una nueva "teología" confundida con la "publicidad", y los slogans son tomados por "textos sagrados" -como se dice en una de las notas que forman parte del poema mismo-: "[...] Los teólogos se consultan: ¿Dónde reside el sentido oculto de los textos sagrados? Ponga un tigre en su motor: ¿Apocalipsis inminente? [...]".

Sucedáneo de la religión, el consumo se convierte también en ceremonia cargada eróticamente, una escenificación del deseo, en términos más cercanos a la lectura contemporánea que proponía Piglia: en efecto, la lectura en voz alta por parte de una de las protagonistas de la novela hace del personaje una especie de "sacerdotisa" irónica de ese culto (post)moderno. Pero el erotismo de la ceremonia del consumo está ya incorporado en la propia oda: "sus lingam fláccidos que el sacerdote de uniforme / azul y gorra con visera levanta y pone en el orificio / de SU AUTO, y usted mirón que encima paga". O, como "explica" la nota: "[...] conviene adorarlos afiebradamente, poner un tigre en el motor, pedir la máxima cantidad, llenar los tanques con su frío, desdeñoso orgasmo; mirar sigue siendo gratis hasta nueva orden, pero tampoco es seguro [...]".

Lonstein, el rapsoda que finge componer ese canto de un modo -literalmente- automático (en la medida en que adopta un código supuestamente comprensible para una máquina), es el más asocial y menos "comprometido" de los personajes de Libro de Manuel (cultiva un extraño hongo en su casa; es un apologista del onanismo; ha inventado un idioma privado). Su oda está compuesta de fragmentos que son "información", datos que ingerirá otro producto, otro tótem, otro signo -el dios verdaderamente mayor-: la "computadora", la IBM (pues difícilmente cabría entonces imaginar otra marca en el mundo de la informática). Cortázar conoció apenas la remota prehistoria del capitalismo de la información, pero en este poema, muy tangencialmente, apenas en el subtítulo, presume cuál habría de ser su alcance: la gestión -digamos- de todas las devociones.

En su planteamiento, ese capitalismo informacional tiene todavía el peso material, el impresionante empaque de una computadora primitiva, desde luego nada "personal", que se alimenta todavía de muy sólidas "tarjetas". Por eso, su función simbólica es análoga a la de otro tótem tecnológico que aparecía en un poema cortazariano anterior en 20 años al de Libro de Manuel: la "heladera" Westinghouse que motivaba el poema "Entronización", incluido también en otra novela, en este caso El examen (OC II: 400), y allí también escrita por un personaje masculino y leída en voz alta por una mujer. En su primera versión el poema todavía no llevaba el epígrafe inequívoco que Cortázar le pondría en ulteriores publicaciones (en Salvo el crepúsculo)12: "Progress is a comfortable disease" de e.e. cummings. En este caso, el tótem es el objeto del poema -no su supuesto destinatario, como ocurría en Libro de Manuel-, y éste describe la ceremonia en sí misma, nombrada en el título: "Aquí está, ya la trajeron, contempladla: oh nieve / azucarada, oh tabernáculo!". El himno concluye en este caso, con el reconocimiento de una omnipotencia semejante a la de los otros "dioses del siglo":

Mientras nos acompañe viviremos
mientras ella lo quiera viviremos
hasta que lo disponga viviremos.

Hosanna, Westinghouse, hosanna, hosanna.

Sin pretender que el comentario de estos dos poemas haya sido apurado, bastaría ahora añadir que en ambos casos la voz poética -ficcionalizada por el filtro novelesco- parece la de un luddita (irónico), un puritano de la vida "auténtica" o "recta", utopista de un mundo sin coches, en el que el cuerpo estaría en armonía con el espíritu y no sufriría perturbaciones, ni necesitaría máscaras o disfraces, un mundo en el que podría vivirse sin necesidad de proveer para el futuro. O, tal vez, es la voz de quien denuncia la trampa del consumo (como la vio Baudrillard13): combustibles, medicamentos, afeites, ropas y también las máquinas son tan sólo signos, aunque parecen objetos; signos de que el individuo ha asumido una determinada lógica, una determinada manera de habitar ese mundo (dañado).

Unos años más tarde, esta percepción se cifrará en un breve texto cortazariano (1989, 135) que revela la comprensión de la dinámica "viciosa" del circuito del consumo

Lucas, sus estudios sobre la sociedad de consumo

Como el progreso no conoce límites, en España se venden paquetes que contienen treinta y dos cajas de fósforos (léase cerillas) cada una de las cuales reproduce vistosamente una pieza de un juego completo de ajedrez: Velozmente un señor astuto ha lanzado a la venta un juego de ajedrez cuyas treinta y dos piezas pueden servir como tazas de café; casi de inmediato el Bazar Dos Mundos ha producido tazas de café que permiten a las señoras más bien blandengues una gran variedad de corpiños lo suficientemente rígidos, tras de lo cual Ives St. Laurent acaba de suscitar un corpiño que permite servir dos huevos pasados por agua de una manera sumamente sugestiva. Lástima que hasta ahora nadie ha encontrado una aplicación diferente a los huevos pasados por agua, cosa que desalienta a los que los comen entre grandes suspiros; así se cortan ciertas cadenas de la felicidad que se quedan solamente en cadenas y bien caras dicho sea de paso.

La "confortable enfermedad" del progreso ilimitado se equipara a una "cadena de felicidad", que sin embargo no es infinita -al menos de momento-: el consumo se reproduce modificando (o directamente "amortizando") el "valor de uso" de los objetos14. Así se convierten en gadgets, cuya condición "multiuso" los reduce prácticamente a la inutilidad, y estimula en el consumidor una frenética imaginación -casi literalmente- metafórica, traslaticia: cada cosa vale por otra15. De tal modo, la "satisfacción" multiplicada que promete el objeto multiuso desemboca, inevitablemente, en la frustración o el "desaliento", y el sujeto termina atrapado en una simple cadena, que, no obstante, ha cumplido su función: digamos, generar plusvalía.

Ese objeto traslaticio y multiusos que puede identificarse con el consumo tecnificado encuentra en la obra cortazariana una tercera variante, un estadio intermedio (cronológica, pero también lógicamente) entre las dos máquinas loadas (irónicamente) por el luddita de los poemas cortazarianos. Se trata de otra máquina, también alimentada por "tarjetas", pero, a su vez, complementable con un repositorio de alimentos y bebidas: el "Rayuel-o-matic", máquina calificada de "célibe" en homenaje a Marcel Duchamp, inventada por Juan Esteban Fassio y profusamente explicada en La vuelta al día en ochenta mundos. Este artefacto es otra metamorfosis del "objeto inútil", del tropo consumista, que sorprendería años más tarde a un tal Lucas.

Se recordará en qué consiste: una especie de armario con cajones o bandejas en cada uno de los cuales se inserta un capítulo de Rayuela (como si fuera una "tarjeta", diríamos) y que por un sistema de resortes eléctricos facilita la "lectura mecánica" de la novela (Cortázar mismo confiesa: "Nunca entendí demasiado la máquina", 2010a: 84). El objeto en sí es absolutamente inútil, porque su "programación" reproduce sin alterarla (salvo avería) la del libro que pretende ayudar a leer (y que ya estaba definida explícitamente en su "tablero de dirección"). Así que lo único que se consigue al introducir en el mundo esa máquina es generar una necesidad "artificial" en el lector-consumidor. Pero, como los objetos que sorprenden a un tal Lucas en España, esta máquina también sirve para otra cosa, porque lleva incorporada una cama, "un auténtico triclinio puesto que Fassio comprendió desde un comienzo que Rayuela es un libro para leer en la cama a fin de no dormirse en otras posiciones de luctuosas consecuencias" (Cortázar 2010a, 85). Abierta la cadena de las "necesidades", lógicamente se puede añadir el correspondiente mueble-bar, para conseguir la "ambientación favorable" a la lectura.

Dos cosas más pueden decirse de este otro tótem falso: primero, que, efectivamente, es un antecedente de la lectura "informacional" (o virtual) de Rayuela. El texto de la novela ha pasado a la red y parece haber encontrado allí la "mejor" manera de leerse automáticamente, siguiendo o modificando el programa original16. Pero, a los efectos que aquí interesan, es más importante una última observación: Cortázar en su descripción del artefacto se hace eco de las "posibilidades comerciales" del invento, según su creador. El nombre mismo de la máquina ("Rayuel-o-matic") le parece a Cortázar "culpable de una frívola tendencia a introducirla en el comercio" (Cortázar 2010a, 84). El nombre es el signo que hará funcionar al objeto. Por otra parte, además, el objeto se identifica como "un producto sudamericano", orgullo de la tecnología local, que acaso compensara la economía de la dependencia que testimoniaba el catálogo de marcas (importadas) desplegado en los poemas comentados anteriormente. Si allí la marca convertía al objeto en signo de estatus y diferenciación antes que en bien de consumo, el "producto sudamericano" reconstruye (insisto: tan irónicamente) el orgullo de una clase media "culta" que podrá diferenciarse eludiendo la alienación.

Por fin, la lógica capitalista exige que ese producto de sofisticada tecnología conozca versiones diferentes, para satisfacer a clientes variados o, más verosímilmente, como también sabemos, para sembrar en ellos la semilla de la insatisfacción, si no se posee el otro modelo (o a fortiori todos los modelos): "Atento a las previsibles exigencias estéticas de los consumidores de nuestras obras, Fassio ha previsto modelos especiales de la máquina en estilo Luis XV y Luis XVI" (Cortázar, 2010a: 87). Por todo ello, podría decirse que -en cierto modo, quizá alegóricamente- el "Rayuel-o-matic" deconstruye la dialéctica entre la IBM y la Westinghouse.

Pero si, después de este primer acercamiento a una improbable lírica del consumo en la obra cortazariana, tratamos de seguir respondiendo a la provocación de Piglia, habremos de ampliar el "catálogo de las marcas" que él echaba de menos. Así se revela que, desde los años 50 y hasta Rayuela al menos, la mayoría de las marcas que aparecen en las novelas cortazarianas son de bebidas17 o medicamentos18, inaugurando una especie de estilema autoral que culminaría en el otro poema analizado de Libro de Manuel ("Fragmentos para una oda a los dioses del siglo"), como si el territorio de la "alteración de los sentidos" rimbaldiano hubiera sido inevitablemente invadido por las multinacionales en el espacio postmoderno (que Cortázar o Piglia todavía no podían o no se atrevían a denominar así).

La marca -sin pretender ir más allá por el momento- es, también, "signo de los tiempos", como dije. Pero además (también lo dije) es signo del espacio, índice de "color local". En Los premios (c. 33, OC II: 802), por ejemplo, el consumo de determinados cigarrillos (los "Particulares Livianos" en lugar de los "Chesterfield", y no, desde luego, en lugar del supuestamente más refinado haschish) es un índice de "nacionalismo" y, por tanto, cabe deducir, de cierta adscripción ideológica y social de los personajes, como lo es también usar ciertas prendas (los bañadores adquiridos en los grandes almacenes El Coloso, en lugar de los sofisticados slips Jantzen "de mejor calidad", y desde luego importados (c. 33, OC II: 810)19.

En Rayuela el signo "tabaco" tiene acaso otro sentido: todos los personajes fumarán invariablemente el más bohemio Gauloise, casi como índice de asimilación cultural, salvo el "exquisito" Gregorovius, que fuma en pipa. Oliveira, en efecto, como connaisseur, es capaz de apreciar -con trágica ironía en este caso: en el mismo momento en que se apercibe de la muerte de Rocamadour- un pitillo "perfecto, blanquísimo, con sus finas letras y sus hebras de áspero caporal escapándose por el extremo húmedo" que, sin embargo, le sabe a "sebo" (c. 28, OC III: 206).

Son, entonces, las sustancias que alteran los sentidos los signos "marcados" por lo común en las novelas cortazarianas. La tecnología, por el contrario, no constituirá un catálogo (o panteón) notable todavía en esas ficciones, fuera de los poemas antes comentados. Quizá sólo es llamativa en su variante automovilística: menciones ocasionales en las novelas quedan opacadas por la apoteosis metonímica de las marcas de coche que es "La autopista del sur" (de Todos los fuegos el fuego), donde cada personaje es nombrado por el modelo que conduce. Y, sin embargo, en ese cuento, a veces, la "diferenciación" de estatus que supondría poseer uno u otro modelo o marca no depende sólo del conocimiento real del precio y prestaciones del coche en cuestión. El recurso a una etimología fantástica, por ejemplo, define la relación entre el varonil ingeniero (propietario de un Ford) "Taunus" y la delicada y seductora (conductora de un Renault) "Dauphine". Cortázar desactiva simbólicamente el mero significado materialista del signo marca mediante una estrategia retórica mucho más tradicional.

La ficción del dinero y el dinero en la ficción

Cumplida someramente la tarea que reclamaba Piglia en su ensayo de 1974 (repasar el catálogo de las marcas), conviene ahora volver a la sentenciapigliana con la que abría mi propia reflexión ("no se habla de dinero"): aceptar semejante dictum podría llevarnos a concluir que para Cortázar "el dinero no es (una) ficción"20. Y, sin embargo, como también he anticipado en las primeras líneas de este trabajo, una lectura "económica" de su obra encontraría numerosos anclajes. Tal vez, como sugería Piglia y yo recordaba al principio, en Cortázar el "gusto sea una cualidad espiritual" poco relacionada con la "capacidad adquisitiva", pero la "apropiación mágica" del objeto que parece conllevar esa consideración sólo aparece literalmente en un cuento que acaso Piglia no conociera cuando escribió su ensayo: "Bruja"21.

Ese relato presenta la vida de una mujer, Paula, que tiene la capacidad de materializar literalmente sus deseos, con sólo pensarlo. Primero, en la infancia, creará así bombones. Y más tarde, casi cualquier cosa, incluyendo una muñeca animada (a la que, aterrada por su poder, pronto terminará "matando"). La sospecha que esa capacidad levanta en "el pueblo" se sustancia en algunas frases muy connotadas para nuestro propósito: "Nunca hubo fortuna en la familia; pero ese vestido azul..." (OC I: 120); o "Si creen que Paula vende en secreto su cuerpo es porque el origen de tan insólito bienestar les es incomprensible" (121). La palabra clave es, desde luego, "bienestar", que se convertirá en objeto de escrutinio de esas sospechas y que el narrador desarrolla en términos inequívocos: "Está la cuestión de su casa de campo. Las ropas y el auto, la piscina, los perros finos y el abrigo de visón" (121). Para tener tanto miedo como el personaje afirma experimentar (por las consecuencias de sus poderes, según dije), no lleva precisamente una vida modesta. Es difícil poner coto a la capacidad de materializar el deseo:

El primer problema fue la casa; tener una casa en las afueras del pueblo, con la comodidad que su ocio reclamaba. [...] Creó dinero para adquirir el terreno y estuvo por confiarse a un arquitecto para que le construyera la residencia. Sin embargo la detenía el temor de manejar cuestiones financieras, acrecentar sospechas latentes en todo saludo [...] (121).

La cursiva es mía y pretende reflejar la sutileza de la argucia: el dinero enmascara lo sobrenatural, intolerable. Es un dinero "creado", fingido, falso, si se quiere, que podría -en el mundo real- generar un proceso inflacionario. Aquí (cosa privada) no tiene consecuencias de ese tipo, y, sin embargo, podría decirse que ese dinero tiene la misma virtud que el real: hace funcionar las cosas; instrumento que media entre el deseo y su realización, en definitiva, es signo de poder y revela que Paula ha aprendido cómo funciona el mundo. Así puede hacer aún más sutil su estrategia:

Entonces hizo algo grande: crear, no la casa, sino la construcción de la casa. [...] logró que la residencia fuera edificada sin despertar en nadie el temido azoramiento. Creó paso a paso la construcción de su finca, y aunque hubo días en que se preguntó qué harían los obreros al concluirla, tuvo al fin la satisfacción de ver que aquellos hombres se marchaban en silencio, contando su dinero (122).

El instrumento -pseudoeconómico: el dinero creado; pseudohumano: los obreros también simulados- se desvanece en el horizonte y su destino importará poco. Con la casa construida, el riesgo es menor y sus deseos pueden materializarse directamente, sin la mediación del dinero, aunque este no fuera real. Los objetos que definen ese deseo (y precisan la noción de "bienestar") definen también al personaje, en este caso sí, una "coleccionista" kitsch, difícilmente calificable de "exquisita":

Tuvo gobelinos; tuvo un tapiz de Teherán; tuvo un cuadro de Guido Reni; tuvo peces chinescos, perros Pomerania, una cigüeña. Los pocos amigos que acudían a la casa eran recibidos en habitaciones prolijas, de discreto gusto burgués [...]. Integró una biblioteca con volúmenes rosa, tuvo casi todos los discos de Pedro Vargas y algunos de Elvira Ríos; llegó un momento en que ya poco deseaba y su capricho sólo halló ejercicio en alguna golosina, un perfume nuevo, una sazón de pescado (122).

Pero todo proceso de creación demiúrgica parece estar destinado a una conclusión semejante: después de contemplar satisfecha su obra, su -en este caso sí- verdadero bazar, Paula se da cuenta de que no es bueno que ella esté sola. Tener un amante será el ápice del bienestar, de un determinado ideal de vida -ya definido por sus gustos-: "quiso tener un hombre que la amara" y decide "crear un ser que cumpliera en todo sus románticas visiones de antaño" (122). Pero todo se desvanece, incluidos la casa y el amante, cuando Paula muere. La materialización del deseo había sido una fantasía, y de nada sirvió el giro metaficcional de "crear la creación". Era un puro simulacro. Con dinero "creado", con esa plata fingida, sólo se pueden obtener objetos impagables y por eso finalmente irreales.

Pero la mayoría de los personajes de Cortázar no tendrán poderes semejantes. Su relación con los objetos y la posibilidad de materializar sus deseos será más realista, y esos objetos no tendrán el perfume "exótico" o kitsch de la decoración de la casa de Paula. Los personajes de Cortázar, en suma, no serán dandis simbolistas o lánguidas doncellas, no serán -me parece- "héroes del consumo" refinado, sino pequeñoburgueses desclasados, y en un momento dado bohemios quizá fuera de tiempo. Así y todo, después de las monedas mágicas de "Bruja", hay que admitir que el dinero "real" (y las transacciones que propicia) tarda en aparecer en la ficción cortazariana, pero a partir de un momento dado -sobre todo en Rayuela- se hace más presente de lo que quiso hacernos creer Ricardo Piglia.

En El examen apenas llamará la atención alguna alusión a la compra de libros "por kilo" (OC II: 439), lo que no deja de ser significativo respecto de la mercantilización del objeto cultural, de la amortización del significado o, incluso, del enterramiento del sentido. En este caso, sólo un "conocedor" como Andrés Fava -un alter ego del autor que reaparecerá en Libro de Manuel-, en efecto, puede llegar a descubrir el tesoro en medio del desecho.

En Los premios, dado su tema (un viaje ganado por los participantes en un sorteo), cabría esperar encontrar alguna referencia más explícita al dinero o al consumo. Pero es evidente que la lotería allí es apenas un albur alegórico para poner en marcha la trama fantástica de la novela. Si el dinero se hace presente en alguna ocasión, suele caracterizar negativamente a algún personaje: la alienada Nora que a menudo considera sus nuevas experiencias (propiciadas, en efecto, por el premio) en relación al valor "dinero". Así, sabe que el poder adquisitivo no confiere inmediatamente elegancia, y lamenta que su novio Lucio no "aprendería nunca a vestirse así [como el dandi Gabriel Medrano] aunque tuviera plata" (c. 3, OC II: 584) y no logra reprimir su alegría de que en el barco "esté todo pago", aunque ya se da cuenta de que entre esas gentes no debe hablarse de dinero y "hubiera querido tragarse la lengua" (c. 3, OC II: 587). Otro personaje, el viejo maestro don Galo, es ridiculizado como tacaño, porque otros (entre ellos, de nuevo, Gabriel Medrano, que conviene recordar ya parece otro alter ego del autor, según confirman algunos cuentos de La otra orilla) asumen que sólo se ha atrevido a embarcarse "nada más que porque es gratis", aunque hizo el "sacrificio" de pagar los 10 pesos del número del sorteo (c. 7, OC II: 596).

De estas primeras novelas parece poder deducirse que, en efecto, los personajes que funcionan como contrafiguras de autor sí podrían considerarse "héroes del consumo", coleccionistas exquisitos de objetos y experiencias. Pero el mundo cortazariano ya en estos primeros relatos no se reduce a ellos -que, por otro lado, resultan satirizados con más o menos amabilidad-: a su lado aparecen otros personajes que han tenido con el dinero una relación más conflictiva, menos fluida.

Rayuela modifica inequívocamente el perfil del héroe cortazariano y sorprende que allí la mención del dinero sea más frecuente de lo que acaso cabría esperar. Casi siempre esa mención está relacionada con su falta, cierto es, o con los medios más o menos irregulares para conseguirlo. Oliveira, por ejemplo, sobrevive gracias a trabajos precarios, que le pagan tarde (le deben 30.000 francos; c. 19, OC III: 127) o a envíos de su hermano desde Buenos Aires por "bolsa negra", que él gastará en libros y repartirá con la Maga (quien, previsiblemente, usará el dinero para comprar algo bien poco útil: un elefante de peluche tamaño natural; c. 3, OC III: 64). Aun así, la falta de dinero impide a los protagonistas comprar libros en los bouquinistes (c. 8) o asistir a conciertos (c. 17), pues, inevitablemente, el acceso a la cultura está mediado por el precio. La aventura de Oliveira con Berthe Trépat puede producirse porque su concierto "costaba poca plata", ciento veinte francos (c. 23, OC III: 151), y así el personaje se lo puede permitir: será una experiencia "barata", en el doble sentido que es tan frecuente en Cortázar. La conversación entre la pianista y Oliveira, por otro lado, comienza tratando temas económicos: lo que cobra -injustamente- el compañero y presentador de la pianista (OC III: 160), o el alquiler de la sala (163), lo difícil de la vida en París, el "precio del biftec" (164), los delirios de Trépat sobre su caché -cobra tanto dinero que prefiere no sacarlo a la calle, y por eso no tiene ni para pagar un café- (171). Oliveira tampoco tiene dinero ("apenas 300 francos", 161), pero sabe vivir sin él: cree posible "arreglarse con el patrón" del hotel al que sugiere ir con la pianista (para resguardarse de la lluvia), que rechaza la oferta con una dignidad tan falsa como su supuesto caché.

La razón por la que Oliveira se va a vivir con la Maga es también económica, pues, según ella, así "ahorrarían bastante dinero" (c. 19, OC III: 127). Oliveira, aunque hace explícita su indiferencia al respecto -"le daba lo mismo vivir con la Maga o solo"-, acepta, no obstante, porque no le pagan en el trabajo. Claudicaciones así alimentarán sino el "saludable malhumor" de Oliveira, sin duda la "mala fe" que supuestamente combate sin descanso. Su pretendido idealismo queda puesto en evidencia cuando se lamenta por su miserable vida en París: "todo va como la mona para el que no tiene guita" (c. 108, OC III: 524). La Maga le responde de inmediato subrayando su incongruencia: "-París es gratis -citó la Maga-. Vos lo dijiste el día que nos conocimos". De la confianza eufórica del "ser gratis" a la amargura cínica de "ir como la mona" hay una transformación que condensa la frustración de Oliveira. Y la "guita", inevitablemente, está en el centro del proceso.

A pesar de su irreductible optimismo, ese nuevo avatar de la "bruja" que es la Maga también necesita dinero. Como no puede fabricarlo mágicamente, buscará otros medios de obtenerlo, a través de alguna de sus relaciones, por ejemplo la que mantiene con Ossip Gregorovius, el antagonista ridículo de Oliveira. Así se lo reconoce a éste, cínicamente -tal vez falsamente, sólo para vengarse de él: "-¿Pero a vos realmente te puede gustar ese tipo? -No. Lo que pasa es que hay que pagar la farmacia. De vos no quiero ni un centavo, y a Ossip no le puedo pedir plata y dejarlo con las ilusiones" (c. 20, OC III: 136).

La relación de Oliveira con la Maga es, pues, inevitablemente asimétrica: ella, como se ha visto, le ayuda a reducir los gastos cotidianos, pero no quiere recibir nada de él. Oliveira, por su parte, parecerá querer compensar por procuración esa asimetría, en la relación que mantiene con Pola, su otra amante en París. Se ocupará de buscar una vivienda para los dos, y cuando le muestra a ella la aparentemente miserable habitación que ha encontrado, Pola hace una sugerencia análoga a la de la Maga (aunque no idéntica, el tono sin duda es otro): "-Si es por una cuestión de dinero, no había más que decirlo, querido" (c. 92, OC III: 483). Oliveira retruca con orgullo compensatorio a destiempo, exhibiendo quizá el resentimiento acumulado por la claudicación de no haber podido (o querido) seguir viviendo solo: "-Si es por una cuestión de asco, no hay más que mandarse mudar, tesoro". La oferta es, como digo y en esencia, la misma que le hizo la Maga, pero Oliveira parece no querer volver a incurrir en la misma conducta; incluso parece haber provocado la situación para lavar ante sí su propia imagen.

Por otro lado, las pesquisas para encontrar a la Maga también se rigen por la pista del dinero: "-Habló de Montevideo [dijo Gregorovius]. -No tiene plata para eso [responde Oliveira]" (c. 29, OC III: 231). A pesar de todo, Oliveira no excluirá del todo tal posibilidad, y en su propio retorno forzado a Buenos Aires (por -no se olvide- otra "experiencia barata" con una clocharde) andará por los bajos fondos de la capital uruguaya para buscarla (c. 39, OC III: 284).

En Buenos Aires, el dinero también aparece pronto: Oliveira encuentra trabajo en un circo gracias a su amigo Traveler, y una de sus tareas consiste justamente en contar el dinero de las entradas. Mientras lo hace en compañía de Talita, la esposa de su amigo -uno puede imaginar la escena como una parodia del cuadro de "El prestamista y su mujer o El pesador de oro", de Quentin Massis-, ella le revela -aunque no se leen explícitamente- los motivos de Traveler para ayudarlo (c. 43, OC III: 324): la contabilidad arropa al relato, la cuenta al cuento.

Cuando Oliveira decide, no obstante, romper con todo -pero ya en esos "otros lados" de la novela, los capítulos "prescindibles", como si fueran la "calderilla" de la historia-, no descuida en cambio cobrar el dinero que le deben en el manicomio, su segundo trabajo (conseguido también gracias a Traveler y a Talita), y hasta -con la magnanimidad del pobre- se permite dejar propina: "-Res, non verba -dijo Oliveira-. Son ocho días a unos setenta pesos diarios, ocho por setenta, quinientos sesenta, digamos quinientos cincuenta y con los otros diez les paga una coca-cola a los enfermos" (c. 77, OC III: 452).

La liquidación del ese manicomio, una vez desmantelado, también tiene, por su parte, otras implicaciones económicas: los únicos residentes a los que sus familias no han ido a buscar son aquellos que vienen de "gente de plata, [...] los peores, buitres puros, sin sentimiento" (c. 53, OC III: 371-372). El capital articula y degrada, entonces, a la sociedad, y eso es algo que no puede escapar, desde luego, al arbitrista piantado Ceferino Piriz, quien, como lee Traveler, señala en su proyecto el "primoroso cometido" de la Sociedad de Naciones que imagina:

[...] 1) Ver (por no decir fijar) al o a los valores del dinero en su circulación internacional; 2) designar a los jornales de obreros, a los sueldos de empleados, etc.; 3) designar valores en pro de lo internacional (dar o fijar precio a todo artículo de los vendibles, y dar valor o mérito a otras cosas: cuántas armas de guerra ha de tener un país; cuántos niños ha de dar a luz, por convención internacional, una mujer, etc.); 4) designar de cuánto deban percibir monetariamente por concepto de jubilación un jubilado, un pensionado, etc.; 5) de hasta cuántos niños ha de dar a luz toda respectiva mujer en el mundo; 6) de las distribuciones equitativas en el terreno internacional; etc. (c. 129, OC III: 569).

Nada cuantificable es ajeno al interés de la Sociedad que organiza estrictamente Piriz, y no deja de resultar lógico (y hasta inquietante) que en el mismo impulso se fije el valor del dinero, los sueldos, los precios, pero también el número de armas de un país y el número de hijos por mujer...

En 62 / Modelo para armar el dinero vuelve a desaparecer. En esta novela lo verdaderamente importante sucede en un ámbito que podríamos considerar (a falta de mejor nombre) "onírico" (la Zona, la Ciudad), en el que las conductas prescinden de las mediaciones tradicionales y, por tanto, es un espacio alejado del interés económico. En el mundo "real" apenas el dinero aparece implicado en intercambios anodinos (apenas destacaría la compra del material -esa "piedra de hule"- para hacer la escultura de Vercingétorix que Marrast quiere vender a la municipalidad de Arcueil; OC III: 668). Y, sin embargo, una de las empresas más enigmáticas e inquietantes de la novela, la fabricación y distribución de muñecas "con sorpresa" de M. Ochs, supone un atentado en el circuito mismo del comercio del ocio (y la inocencia). El anciano fabricante de muñecas es aludido en varios pasajes de la novela, hasta que finalmente Juan cuenta a Tell el episodio central que protagoniza: la denuncia de la que M. Ochs fue objeto, porque una niña encontró en el interior de su muñeca algo "obsceno" que nunca se nombra (pero que fácilmente se identifica). A raíz de esa denuncia se acumulan otras, y se descubre que M. Ochs, como si pusiera en marcha una "lotería de Heliógabalo" (así la considera Juan), se había entretenido en rellenar sus muñecas de diversos objetos, sin excluir el dinero:

[...] otras niñas que abrían la barriga de sus muñecas se habían encontrado con un cepillo de dientes usado o un guante para la mano izquierda o un billete de mil francos, porque monsieur Ochs había puesto muchas veces mil francos en sus muñecas que valían apenas quinientos, y alguien lo probó en el proceso y fue una de las circunstancias atenuantes más espectaculares como corresponde a una sociedad capitalista (OC III: 714).

Del escándalo se pasa a la codicia, y el dinero -una vez más- se convierte en signo que revela la doble moral de una determinada sociedad. Lo obsceno no es ninguno de los "objetos escondidos" (o lo son todos). Lo obsceno es la codicia y hasta la hipócrita discriminación que excluye al dinero (non olet, por supuesto) de la censura generalizada:

[...] en toda Francia, país conocido por el respeto casi supersticioso que se tiene a los objetos más inservibles, montones de madres desmelenadas debían estar abriendo con tenazas y tijeras las panzas de las muñecas de sus niñas, a pesar de los estertores de horror de estas últimas, y no por un comprensible prurito de moralidad cristiana sino porque la historia de los billetes de mil francos había sido debidamente explotada por los diarios de la tarde que leían esas madres (OC III: 714).

En la última novela cortazariana, Libro de Manuel, tampoco hay mucho dinero. Ni siquiera es económico el móvil del secuestro que organiza la trama. Los personajes, sin embargo, sí añoran el tiempo en que vivían como hippies sin dinero y sólo Andrés (Fava, como el de El examen, conviene recordarlo) hace ostentación de su capacidad económica, prueba de "independencia emocional", en algo semejante al gesto de Oliveira ante Pola en Rayuela: "me gustaba hojear las novedades, comprarle un bloc o un libro a madame Franck y pagarlos delante de Francine que tanto hubiera querido regalármelos" (OC III: 993). La escena más connotada al respecto es el happening de denuncia de la sociedad de consumo, al que acaso aludía Piglia en su ensayo y que Patricio y Roland arman un día, a pesar de ser conscientes de la inutilidad de sus "microagitaciones [que] no nos daban la impresión de servir para gran cosa" (OC III: 933), que recuerdan a las aparentemente más revolucionarias "intervenciones" de M. Ochs en las muñecas de 62 / Modelo para armar:

-Ya ve -dice Patricio, tirando del piolín-. Perturbación indebida de las actividades comerciales, usted no parece darse cuenta de que la sociedad de consumo tiene un ritmo, señor, una cadencia, señor. Estas señoras no pueden perder el tiempo porque si lo pierden y empiezan a mirar con algún detalle lo que las rodea, ¿qué advertirán? -No sé -dice Roland, sacando más piolín. -Advertirán que el kilo de papas subió diez centavos y que el tomate cuesta el doble que el año pasado. -Los dos están de acuerdo -descubre un viejo lleno de botellas vacías y cicatrices de guerra-. Ils se foutent de nos gueules ceux deux-là. -Y que les hacen pagar el precio de los envases de plástico que no se devuelven, y la publicidad del nuevo jabón en polvo que cada vez lava igual que antes, de manera que no hay que obstaculizar el ritmo de las ventas, hay que dejarlos comprar y comprar sin mirar demasiado los precios y los envases, de esa manera la sociedad se desenvuelve que da gusto, créame (OC III: 930-931).

Libro de Manuel, sin embargo, supone la primera "microagitación" cortazariana en el circuito económico de la literatura. Como se vio al principio, la donación del dinero del premio Médicis que la novela obtuvo en Francia suscitó un cierto escándalo entre la izquierda latinoamericana, que -como dije- veía en el gesto el exhibicionismo acaso obsceno de algo que se calificó (y Cortázar se sintió ofendido) como "beneficencia"22. Pero aun antes de poder donar un premio que no podía -probablemente- prever, Cortázar ya había interrumpido y desviado la circulación del dinero derivado de la novela, al apuntar en la nota inicial:

[...] entiendo que los derechos de autor que resulten de un libro como éste deberían ayudar a la realización de esas esperanzas [...], ahora que ya anda por ahí podré encontrar el mejor empleo de esas regalías que no quiero para mí; cuando llegue el momento daré los detalles, aunque no sea ante escribano público (OC III: 868).

Es la primera ocasión en la que Cortázar cedió derechos a causas políticas -sin exhibicionismo-, pero no sería la última (lo repetiría al menos con sus últimas obras: Los autonautas de la cosmopista y Nicaragua, tan violentamente dulce se destinarían al "pueblo sandinista" de Nicaragua). En las novelas de Cortázar se habla, pues, bastante de dinero, en diferentes lugares y de diferentes formas, y tras este repaso parece difícilmente sostenible aquella negación categórica de Piglia que, en cierto modo, ha desencadenado mi propia lectura.

Pero, desde luego, el rastro del dinero en la ficción podría perseguirse de modo no menos productivo en el extenso conjunto de los cuentos cortazarianos. En ellos el mundo de la economía aparece incluso de un modo más matizado que en las novelas. No podré aquí desarrollar el análisis con la intensidad que merecería y me limitaré apenas a dar algunas pistas23.

En primer lugar, hay que asumir -como propuso el autor- que considerar simplemente "fantásticos" esos cuentos es una excesiva simplificación, a falta de "mejor nombre"24. La inserción de sucesos insólitos en el mundo cotidiano, que siempre se ha subrayado como característica de los relatos cortazarianos, implica a menudo una inscripción más o menos explícita de las circunstancias socioeconómicas de los personajes. A menudo, lo fantástico irrumpe en el seno de familias acomodadas que arrostran de mala manera el hastío por no "necesitar ganarse la vida", ya que la plata llega todos los meses y el dinero aumenta (como afirma el narrador de "Casa tomada", OC I: 164). Así viven también los protagonistas de "Lejana" y "Bestiario" en el primer volumen publicado por el autor, pero también más tarde los de "Los venenos" o "Final del juego".

El dinero -mucho dinero- permite influir en las vidas de los otros, hasta llegar a transformarlas: así le ocurre a Mme. Francinet, la criada de "Los buenos servicios" (cuya identidad puede ser alterada, a cambio de dinero), o al protagonista de "Las armas secretas", en quien alienta no sólo el fantasma de un soldado criminal, sino también el complejo de clase en relación con su novia, cuya familia tiene una lujosa mansión a las afueras de París, donde tendrá lugar el luctuoso desenlace de esa historia.

Acomodados rentistas que viven en mansiones o haciendas apartadas de la ciudad son igualmente los personajes de "Continuidad de los parques" o "Relato con un fondo de agua". Un poco menos afortunados son los burgueses que, así y todo, disponen de más dinero del que pueden gastar en sus vidas cotidianas, como el azafato de "La isla a mediodía", que decidirá invertir en su (definitivamente inalcanzable) utopía personal. Algo parecido le ocurre al viajante protagonista de "Lugar llamado Kindberg", que quizá muere por no poder aguantar la conciencia de alienación que le ha revelado esa especie de "hada hippie" que, viajando sin dinero, se le aparece un día en una carretera.

En una escala algo inferior de la sociedad de consumo se encuentran los intelectuales más o menos desclasados y con pocos recursos -mucho más cercanos a los protagonistas de las novelas cortazarianas-, como el narrador-protagonista de "Carta a una señorita en París", quien debe ocupar el apartamento de una amiga, envidiando, él sí, la belleza de algunos objetos allí conservados por la persona ausente que "lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma" (OC I: 168). A los protagonistas de "Una flor amarilla" o "Axolotl", por su parte, no más ricos y sí igual de neuróticos que aquél, sólo les llega para entretenerse con viajes en autobús o visitas al zoológico, bien baratos ambos, pero igualmente inquietantes. Infelices trabajadores intelectuales mal pagados son, por su parte, los protagonistas de "Cartas de mamá" o "Las babas del diablo", víctimas de amenazas innombrables que están probablemente en ellos mismos. Y en algo se les parecen los diletantes melómanos de "Las ménades" o "La banda" cuya afición casi los convierte en víctimas de conductas desatadas en el seno de la sociedad de consumo. No menos víctima de su afición y sus fantasmas será el clasista Dr. Hardoy de "Las puertas del cielo", que funcionaba para Piglia casi como arquetipo del "héroe del consumo".

El ámbito del trabajo, cuando aparece, en una fase más avanzada de la ficción cortazariana, recubre un amplio abanico: desde los aventureros-arqueólogos de "El ídolo de las Cícladas" (que no pueden evitar pensar en el beneficio económico -por otra parte ilegal- que les reportará su hallazgo) a los explotados deportistas profesionales como "Torito", no muy distantes de los delincuentes que circulan por "Los amigos" o "El móvil", pasando por más viajantes de comercio ("La puerta condenada"), traductores a destajo ("Diario para un cuento") o nada menos que agentes de bolsa ("El otro cielo"). Son personajes que entablan más difíciles relaciones con el dinero; su escasez los sitúa en la franja menos favorecida de la sociedad, como también a los jóvenes de "Ómnibus" o, desde luego, a los "monstruos" milongueros de "Las puertas del cielo". Pero también el desprecio hacia el dinero puede ubicarlos en el margen, aunque sean -por otro lado- genios: es el caso de Johnny Carter en "El perseguidor" (pero no, ciertamente, de su biógrafo Bruno, emocionado ante las ventas que puede alcanzar su libro).

Las relaciones comerciales también aparecen representadas en algunos relatos cortazarianos especialmente connotados. El protagonista de "No se culpe a nadie" nunca llegará -quizá porque no quería ir- a la tienda en la que su mujer lo espera para comprar un regalo. El protagonista de "El otro cielo" (el agente de bolsa) está tan seducido por las prostitutas como por los escaparates de los pasajes comerciales, y es la pantalla permeable que ellos componen la que le permite pasar de un mundo a otro. Si no me detendré en analizar el complejo intercambio que involucra al tipo de la prostituta en este y en otros cuentos cortazarianos, sí que me parece éste el lugar oportuno, sin embargo, para recordar un texto clave sobre los escaparates parisinos, con el que Cortázar acompañó las fotografías de Alecio de Andrade (París, ritmos de una ciudad). Partiendo de la "mala" traducción literal de la expresión francesa que definiría, por ejemplo, la afición del protagonista del otro cielo, "lécher les vitrines", Cortázar reconsidera la experiencia urbana, una parte de la experiencia urbana, como un menester sensual, regido por la lógica del deseo:

[...] el hecho de mirar las vitrinas, de pegarnos inquisitivamente a sus cristales sucesivos, inventariando ese infinito museo callejero que nos propone los gustos de cada barrio y de cada moda, facetado museo de especialidades, estilos, estéticas, categorías. [...] eso en la ciudad se llama lécher les vitrines, y es un decir que suena como un menester sensual, casi como la descripción de una conducta lasciva [...]. habíamos visto las vitrinas como si fueran otras tantas ventanas, otras tantas pupilas aceptando la dialéctica de la oferta frente a la demanda o la mera curiosidad, sin darnos cuenta de que en esa operación que creíamos solamente estética e incluso interesada había otro comercio más secreto y más turbio, y que al mirar las vitrinas de filatelia o de telescopios o de camisas de verano cumplíamos un fellatio o un cunnilingus de innumerables cambios, ajustes y graduaciones, que las vitrinas se estaban dejando lamer por el deseo vuelto ojos, ofreciéndose a la lengua visual que resbalaba desde un volumen de Camus a otro de Hélène Cixous, que corría de una chaqueta de gamuza a unos zapatos firmados por un diseñador florentino. Hermoso será saberlo, al fin, porque la persistencia a veces obsesiva de la curiosidad o del interés por las vitrinas habrán encontrado su sentido profundo, y las vitrinas de la ciudad empezarán a llenarse de signos, de promesas diferentes. [...] Y acaso nuestras elecciones cambiarán furtivamente, sin sentirlo demasiado; ya no las abordaremos porque guantes o porque estatuillas mexicanas o porque una erizada langosta derivando en un acuario; todo eso, sí, pero en la vitrina, todo eso porque la vitrina y en ella lo otro, todo eso guantes estatuas langosta porque primero la vitrina, la cópula infinita de la ciudad que más vitrinas tiene en el mundo y más miradas del mundo acariciando las vitrinas. Lamiéndolas, dice la ciudad (Cortázar 1981, 10-11).

El catálogo de deseos recuerda -en su caótica enumeración- al que casi cuatro décadas antes había sido capaz de materializar Paula en el remoto cuento "Bruja": libros, prendas, alimentos, bibelots "refinados"... "Signos", dice literalmente Cortázar, como si además de a Cixous, hubiera estado leyendo a Baudrillard. Pero son, en este fragmento, signos que no traspasan la pantalla del escaparate, porque el escaparate, la vitrina, es el objeto, prolegómeno al consumo, podríamos decir, metonimia, en el fondo, de la ciudad en sí, el último objeto de deseo, felizmente alcanzado por este, más que héroe, poeta del consumo diferido.

Volviendo a los relatos, no obstante, a veces, el consumo de determinados objetos (un preservativo, v.g.) está diferido -justamente- o condicionado por la edad del protagonista, que necesita de intermediarios (la madre, nada menos) con los que establece una relación "a-normal" (al menos desde el punto de vista gramatical: "Usted se tendió a tu lado"). En "La autopista del sur" -aquel también metonímico y alegórico catálogo de coches- uno de los principales problemas será el abastecimiento en una distopía sin dinero, que obliga a regresar al trueque y establece jerarquías diversas. Una alteración análoga del mundo económico se produce en el contexto revolucionario evocado en "Satarsa": allí los guerrilleros sitiados se ven obligados a cazar ratas para venderlas y con lo que saquen comprar armas, un intercambio, podríamos decir, que trueca abyección por abyección.

En ese mundo del consumo regido por normas arbitrarias no extraña ya que en algunas minifábulas cortazarianas se denuncie el absurdo círculo vicioso de la (in)utilidad de los objetos (como señaló un tal Lucas, según se vio antes) o incluso se vendan palabras, un producto que, en rigor, no puede comprarse ("Cuento sin moraleja", Cortázar 1986, 93-95)

Un hombre vendía gritos y palabras, y le iba bien, aunque encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de vendedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias.

El hombre ofrecerá al tirano sus "últimas" palabras (las del tirano, no -obviamente- el "remate" final de su mercancía), que no querrá comprarlas -por considerar que no necesita comprar lo que será, lógicamente, suyo-. Morirá, claro, en silencio, y el vendedor también, sin confesar tampoco cuáles hubieran podido ser esas "últimas palabras", pero los gritos que había vendido previamente terminarían cambiando el estado de cosas: "Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las palabras y los gritos eran cosa que en rigor pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca absurdo".

Balance: lírica y economía, productos exclusivos

Y aquí me parece que puede terminar, por ahora, este repaso: el código del consumo en la obra cortazariana no se rige por una improbable épica, donde un héroe difuso agoniza por objetos exquisitos. Más bien -si vale el juego de palabras- podría cifrarse en una paradójica lírica marcada por el intercambio imposible de objetos tan intangibles como impagables. No sólo la ficción cortazariana está atravesada por el rastro del dinero, según acabamos de ver. La clave, como quise señalar antes, está acaso en poemas como "Entronización" y "Fragmentos para una oda a los dioses del siglo". Son poemas que -para circular- se hacen pasar por discursos ficticios (se incluyen en novelas), pero, así y todo inscriben de modo fuerte la lírica ceremonial del dinero y el consumo.

Conviene concluir, entonces, con la mención de otro par de textos incluidos en Último round, que sintetizan en cierto modo mucho de lo que aquí se ha dicho: "No te dejes comprar..." (Cortázar 2010b, "Planta baja", 125) y "El marfil de la torre" (Cortázar 2010b, "Planta alta", 75). El primero es una (auto)advertencia en prosa contra la cooptación ideológica:

Es obvio que tratarán de comprar a todo poeta o narrador de ideología socialista cuya literatura influya en el panorama de su tiempo; no es menos obvio que del escritor, y sólo de él, dependerá que eso no ocurra. En cambio le será más difícil y penoso evitar que sus correligionarios y lectores (no siempre los unos son los otros) lo sometan a toda la gama de las extorsiones sentimentales y políticas para forzarlo amablemente a meterse cada vez más en las formas públicas y espectaculares del "compromiso". [...] Amarga y necesaria moraleja: no te dejes comprar, pibe, pero tampoco vender.

Este "pibe" poeta o narrador es, en el fondo, el verdadero "héroe" deseado de la escritura cortazariana: aún más que las palabras del vendedor de Historias de cronopios y de famas, su figura debe excluirse del comercio, convertirse en impagable. "Ser comprado" es caer en la seducción que el sistema capitalista tiene preparada para los autores de éxito: becas, contratos, premios, con los que Cortázar casi siempre intentará marcar distancia, aunque a veces decida afrontar las consecuencias o el equívoco de aceptarlos (véase la polémica por el premio Médicis, que se comentaba en el inicio de estas páginas, o las justificaciones con que rodeó casi siempre su decisión de viajar o no viajar a Estados Unidos)25. "Venderse" es inclinarse hacia el lado contrario: alejarse de la creación, dedicarse a la escritura de textos políticos. No será otro el dilema cortazariano posterior al éxito de Rayuela y a su fascinación por la revolución cubana.

El segundo de los textos de Último round recién mencionados es un poema "de circunstancias", que hace referencia a la misma dialéctica, proyectada en un nivel macropolítico. Se presenta como comentario a una nota de las Naciones Unidas -impreso a veces en blanco sobre fondo negro- y acompañado de una ilustración consistente en la reproducción de un billete de un dólar-:

"El marfil de la torre"
En el año 1959, los Estados Unidos obtuvieron en América Latina 775 millones de dólares de beneficios por concepto de inversiones privadas, de los cuales reinvirtieron 200 y guardaron 575. (De un acta oficial de la UNCTAD, Conferencia de Nueva Delhi, 1968)

SIN EMBARGO
el escritor latinoamericano
debe escribir tan sólo

lo que su vocación le dicte

sin entrar en cuestiones
que son de la exclusiva competencia
de los economistas

La inversión, en el título de la nota, del tópico "la torre de marfil" es un mecanismo recurrente en la escritura cortazariana (del esquema argumental del mito de Teseo y el Minotauro en Los reyes, al título de Los autonautas de la cosmopista, pasando por el de La vuelta al día en ochenta mundos). Si ese tópico emblematiza la tendencia del intelectual a aislarse de la realidad, su inversión significará acaso la decisión de volcarse sobre esa realidad. Y la realidad es la que se especifica en la nota de Naciones Unidas: la acumulación desmesurada de capital, el triunfo de la plusvalía, de la que "el escritor latinoamericano" (que en esta ocasión coincide con "el poeta") se entera, directamente, gracias a un "trabajo" (por ejemplo, el de revisor de traducciones para la ONU), que no coincide con su "vocación". En alguna ocasión, Cortázar expresó abiertamente un deseo para su obra, que podría ahora equipararse a esa "vocación": "[...] si alguna nostalgia tengo yo es que mi obra en definitiva no es una obra exclusivamente poética. Tengo a veces esa nostalgia" (Picón Garfield 1978, 42). En el conflicto de "exclusividades" (la poesía o la competencia económica), el "escritor latinoamericano" que fue Cortázar (a quien Piglia consideró -recuérdese- una especie de "héroe del consumo exclusivo") terminó expulsado de la torre y, por motivos ampliamente desarrollados en su correspondencia (que habrá que analizar en otra ocasión), se decidió a intervenir un territorio que, obviamente, no podía confiarse a la "exclusiva" competencia de los economistas.

A lo largo de toda su obra, a veces inopinadamente acaso, desde mayor o menor altura, Cortázar había ido proponiendo su propia cartografía de ese -valga otro tópico- campo minado. En un momento dado, la plata fingida se materializó y la plata (procedente) de la ficción -los premios, los derechos- quiso intervenir en el mundo. Hubo equívocos: un dinero no era (no significaba) como otro dinero, según algunos críticos. Poco a poco, no obstante, vamos teniendo más elementos para aquilatar la coherencia de esos discursos.

Notas

1. El trabajo, no obstante, está en marcha y requiere acaso un plazo más largo para alcanzar un interés atractivo.

2. Además de Piglia y Cortázar, en la polémica participaron Aníbal Ford, Ernesto Goldar, Mª Rosa Oliver, Haroldo Conti y Jorge Abelardo Ramos.

3. Y que tenían que ver -en síntesis- con: a) el lenguaje "elitista" de Libro de Manuel; b) la ausencia de Cortázar de la "línea de fuego" revolucionaria en América Latina; c) los contactos "exclusivamente" intelectuales con el continente; d) la consideración como "beneficencia" de la donación del premio Médicis para "lavar de culpas la conciencia"; y e) la comodidad de la vida en París y el usufructo de la "moda" latinoamericanista en Europa.

4. Puede verse, al respecto, Mesa Gancedo (2006).

5. Me parece que en esta línea suprimida Piglia alude a (y modifica) la distinción que a principios de los años 40 había hecho Leo Löwenthal entre "idols of production" e "idols of consumption". El sociólogo frankfurtiano se refería al cambio que habían experimentado los sujetos de interés de las biografías populares en las cuatro primeras décadas del siglo XX ("Biographies in Popular Magazines", 1944; luego recogido en su libro Literature, Popular Culture and Society, 1961, con el título de "The Triumph of Mass Idols"). En su ensayo sintético "On Sociology of Literature" (1948) volvió a subrayar el hecho: "Whereas forty years ago they [the reading public] bought information about the agents and methods of social production, today they buy information about the agents and methods of individual consumption". Piglia no utiliza literalmente a la expresión "héroe del consumo", pero sí "épica del consumo" y "héroe" (que identifica con "el personaje más representativo"). En cualquier caso, su lectura no atiende a los "idols of consumption" de Löwenthal, personajes procedentes del campo del "entertainment, sports and communication fields", aunque también hubiese podido encontrarlos en la obra cortazariana ("El perseguidor", "Queremos tanto a Glenda", "Torito"...). Cuando aquí se utiliza la expresión "héroe del consumo" se entiende como protagonista de esa supuesta "épica del consumo".

6. A partir de este momento, las citas de las novelas y cuentos cortazarianos se harán por la versión de Obras completas (OC) identificadas en la bibliografía. Se señala en primer lugar el capítulo, si ha lugar, y la página en el correspondiente volumen de esa edición. Si las obras no aparecen en esos volúmenes, se identifican por el año de la edición incluida en la bibliografía.

7. Cortázar no menciona a Rosita Quiroga en ninguna novela, si mis datos no son erróneos, sino en el cuento "Circe" y más tarde la elogia en una entrevista con Hugo Guerrero (1973).

8. Piglia, que hubiera podido hacerlo, no lleva, sin embargo, más allá esa reflexión sobre el discurso publicitario: en 1968, Último round ya ironizaba sobre la cuestión desde la misma portada, que incluía una serie de "Avisos clasificados" en las que "seducía" al lector anunciándole que en el interior encontraría (supuestamente) satisfacción a sus necesidades relacionadas con "juguetes", "autos", "bicicletas" y "motos". En ese sentido, Piglia sólo se hace eco de una opinión común entre los participantes de la polémica que consideraba al libro (en su llamativa primera edición) un "objeto-kitsch" propio para regalo navideño: "confección de libros objeto -libros de coleccionista- que se vendían en Buenos Aires para las fiestas", dice Piglia en su ensayo, y Ernesto Goldar en el mismo dossier de La Opinión Cultural es aún más duro al calificar Último round de "encomienda de Navidad" para el "consumo iletrado de la clase media".

9. Piglia cree ejemplificar (y ridiculizar) ese supuesto saber cortazariano sobre el deseo mediante la crítica del episodio del coito anal en Libro de Manuel, que considera rodeado de una filosofía "candorosa y kitsch". Conviene, sin embargo, leer el artículo de Julian Aubrit (2006) en el que aplica los mismos calificativos a una escena análoga de Plata quemada.

10. Una idea, como es sabido, utilizada por Saúl Yurkievich (1976) en su interpretación del modernismo y con la que -inopinadamente acaso- Piglia parecería coincidir.

11. "[...] en mi juventud la literatura era para mí la "grande", es decir, aparte de los clásicos, la literatura de vanguardia que mostraba ya su clasicismo: Valéry, Eliot, Saint-John Perse, Ezra Pound, una literatura que cabría llamar goethiana para entenderse" (Harss, 1968: 296; la cursiva es mía). En ese mismo lugar confiesa sentirse más interesado por lo que llama "la literatura de excepción" (297).

12. Entonces Cortázar reinterpreta la escena autobiográficamente: "En casa de unos parientes apareció una heladera eléctrica jamás imaginada en la familia, y que compraron empeñándose hasta las uñas. Para celebrarlo, hicieron una fiesta a la que tuve que ir" (OC IV: 334).

13. Entre otros lugares, se puede recordar: "c'est la définition historique et structurelle de la consommation que d'exalter les signes sur la base d'une dénégation des choses et du réel" (Baudrillard, 1970: 148; la cursiva está en el original).

14. De nuevo, entre otros pasajes: "La publicité réalise ce prodige d'un budget considérable consumé à seule fin non pas d'ajouter, mais d'ôter à la valeur d'usage des objets, d'ôter à leur valeur/temps en les assujettissant à leur valeur/mode et au renouvellement accéléré" (Baudrillard 1970: 55 ; la cursiva en el original).

15. "La machine fut l'emblème de la société industrielle. Le gadget est l'emblème de la société post-industrielle. Il n'y a pas de définition rigoureuse du gadget. Mais si l'on admet de définir l'objet de consommation par la disparition relative de sa fonction objective (ustensile) au profit de sa fonction de signe, si l'on admet que l'objet de consommation se caractérise par une espèce d'inutilité fonctionnelle (ce qu'on consomme, c'est précisément autre chose que de l'utile), alors le gadget est bien la vérité de l'objet en société de consommation" (Baudrillard, 1970: 169 ; la cursiva en el original).

16. De entre los muchos intentos de lectura interactiva que pueden encontrarse, me interesa destacar aquí -por ceñirse al texto, multiplicando su combinatoria- el del argentino Santiago Ortiz (Moebio) [http://moebio.com/research/rayuela/], que da visibilidad a la red establecida por las múltiples lecturas de la novela, con transcripción íntegra del texto y multiplicidad de hipervínculos.

17. Aquí una enumeración incompleta, prescindiendo de la ubicación precisa: en El examen, la limonada Rogé, el whisky Old Smuggler, la caña Ombú, o el amaro Pagliotti; en Los premios, la cerveza Quilmes o el dulce de leche "La Martona"; en Rayuela el aguardiente Ancap o la hierba Cruz de Malta; en 62 / Modelo para armar, el vino Sylvaner, el Campari o el agua mineral Recoaro; en Libro de Manuel, el coñac Martell (que beben Fava y Francine tras la escena más -digamos- "comprometida" de la novela -evocada por Piglia, justamente, en su crítica y a la que se aludió antes)-. Hay, además, un poema erótico de finales de los 60 (se incluyó en Último round; Cortázar 2010b, 176)que lleva por título el nombre de una famosa marca de soda: "Canada Dry". El uso es aquí puramente "simbólico", pero implica un conocimiento del código de la publicidad francesa de la época: como nos recuerda Wikipedia: "Le slogan publicitaire du Canada Dry a longtemps été "Ça ressemble à l'alcool, c'est doré comme l'alcool... mais ce n'est pas de l'alcool" [...] en référence à cette publicité, l'appellation "Canada Dry" est parfois utilisée pour qualifier une chose qui a les apparences sans avoir les qualités de ce qu'elle prétend ou semble être". El poema, entonces, desarrolla una experiencia que podría considerarse pseudo-amorosa, y, no obstante, valiosa: "Pero yo sé guardar y usar lo triste y lo barato / en el mismo bolsillo donde llevo esa vida / que ilustrará las biografías [...]".

18. En Los premios, Gardenal, pastillas Valda, Dramamina, Vick Vaporub, Luminal, Embutal, Bromural Knoll; en 62 / Modelo para armar: Viandox...

19. En este caso, la información procede de la edición crítica de la novela (Cortázar, 2005). El mismo sentido "de clase" tiene en la novela aludir a comprar "un centro de mesa" en el Bazar Dos Mundos (c. 30, OC II: 767), cuyo lema era "ganar poco y vender mucho", con numerosas sucursales en la Capital y provincia [http://blogs.monografias.com/el-buenos-aires-que-se-fue/2012/07/21/el-bazar-dos-mundos]. Recuérdese que en "Lucas, sus estudios sobre la sociedad de consumo", antes citado, también aparecía mencionado el mismo bazar.

20. La lectura de las cartas corrobora, en un sentido acaso inesperado, esa denegación.

21. Se había publicado en Correo Literario de Buenos Aires en 1947, pero no se recogió en libro sino póstumamente (La otra orilla).

22. Es el momento de citar ya parte de esa respuesta cortazariana en el número de La Opinión Cultural que recogió la polémica: "No quiero calificar a la persona que trata de "beneficencia" un gesto coherente con otros muchos gestos. Se me ocurre que la mayoría de los lectores se dará el gusto de elegir el epíteto que le corresponde".

23. Para no sobrecargar mi texto, citaré sólo los cuentos por su título; no resulta difícil ubicarlos acudiendo, por ejemplo, al índice de su publicación completa (OC I).

24. Se trata de la tan citada advertencia que el autor incluyó en su celebérrimo ensayo "Algunos aspectos del cuento" (Casa de las Américas, n. 15-16, 1962-1963; OC VI: 370-386).

25. En cartas como las que escribe a Juan E. González desde París en junio de 1974 (Cortázar 2012, IV: 444) o a Saúl Yurkievich desde Berkeley el 6 de octubre de 1980 (Cortázar, 2012, V: 301).

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