En el último capítulo de El Tercer Reich, la novela de Roberto Bolaño publicada póstumamente en 2010, el protagonista acude al anunciado congreso de jugadores de wargames en París, solo para mirar, según aclara, ya de vuelta de una peripecia vital que lo ha transformado; “todas las ponencias y discursos fueron leídos, todos los juegos fueron jugados” (2010, p. 358), dirá Ugo Berger con distanciamiento, fuera ya de cualquier partida. Valorada en su conjunto, la obra del escritor chileno se nos muestra como un complejo tablero sobre el que el autor mantuvo una dura liza y proyectó su visión lúdica de la literatura. El juego aparece como brújula conceptual de su experiencia creadora pero también como componente temático y estructural ya desde algunas obras primerizas, como en la citada El Tercer Reich, escrita en 1989, alcanzando en Los detectives salvajes (1998), quizás, su manifestación más compleja. No parece exagerado, pues, usar el clásico título de Johan Huizinga de 1938, Homo ludens, para revisar esa faceta esencial del autor.
La apuesta era a vida o muerte
Sentencia Jorge Herralde que “Roberto Bolaño se consideró siempre un poeta” (2005, p. 21), de hecho, en su conocida tarjeta de presentación se leía “Poeta y vago”. Fue a partir de los años 90, con el nacimiento de su hijo Lautaro, cuando se dedicó más a la narrativa, como una vía de sustento para la familia, aunque sus inicios como prosista se remontan a finales de los años 70. Pero los presupuestos estéticos del joven poeta infrarrealista dejarán una marca indeleble en su forma de entender el quehacer del escritor. Y entre esos presupuestos, además de la rebeldía iconoclasta, está la adopción de una actitud romántica -Los perros románticos se titula el poemario de 1999- que suma al malditismo la desmesura de la entrega a la misión poética, casi como un vate, aunque un vate de raigambre punk, en este caso.
“Yo empecé escribiendo poesía. Al menos cuando empecé a escribir en serio, cuando la apuesta era a vida o muerte -que es una forma un poco exagerada de decirlo, pero bueno, se parece- lo que escribí era poesía, y leí muchísima poesía”, le explica a Cristián Warnken en una entrevista de 1999; y cuando este le pregunta por la esencia de la poesía, él dice ignorarla, pero menciona a quienes le parece que estuvieron más cerca del fenómeno poético: “El camino de Rimbaud y Lautréamont es el camino de la poesía. Y en ese sentido la poesía para mí es un acto que tiene mucho de -es un gesto más que un acto- adolescente. Del adolescente frágil, inerme que apuesta lo poco que tiene por algo que no se sabe muy bien qué es. Y que generalmente, pierde” (Warnken, 1999).
No parece azaroso que Bolaño emplee dos veces el verbo apostar para recrear al joven que fue y para describir al verdadero poeta, que es el que acomete su empresa como un acto de riesgo: “Para mí -confiesa el autor-, la literatura traspasa el espacio de la página llena de letras y frases y se instala en el territorio del riesgo, yo diría del riesgo permanente. La literatura se instala en el territorio de las colisiones y los desastres, en aquello que Pascal llamaba, si mal no recuerdo, el paréntesis, que es la existencia de cada individuo, rodeado de nada antes del principio y después del final” (2006, p. 92). Ese territorio del riesgo, que es el territorio también del juego, queda definido por su esencia parentética respecto a la vida cotidiana1. Se trataría en este caso de “un juego que el individuo juega para sí mismo”, aunque no dejar de tener a la postre una repercusión social, y que muestra dos características generales de lo lúdico: “la tensión y la incertidumbre” (Huizinga, 2007, pp. 68-69). En el fondo, es encarar el enigma de la poesía como si se tratara de la antigua esfinge y, como señala Johan Huizinga, “en principio lo que se juega es la vida, esta es la apuesta” (2007, p. 145). “El enigma -sigue diciendo el autor neerlandés- muestra su carácter sagrado, es decir, peligroso, ya que en los textos mitológicos o rituales se presenta casi siempre como enigma mortal, es decir como problema en que va comprometida la vida” (2007, p. 142).
Parecería exagerado hacer una lectura literal de esta apuesta mortal, pero la actitud de Bolaño ante la escritura manifiesta una fuerte pulsión desde el comienzo: “Escribo largamente. Desesperadamente. Poemas larguísimos, como ecos en el vientre de ceniza de Huidobro, o lanzas que se desintegran en el aire”, le confiesa al poeta Carlos Edmundo de Ory en 19772. Pero esa apuesta desesperada, espartana, no cesa con el tiempo; en los últimos años del escritor, cuando su dolencia hepática estaba muy avanzada, se diría que entre el cuidado de la enfermedad y la literatura, apostó por la literatura3.
Si Johan Huizinga señala la proximidad entre el juego y la guerra, sobre todo en las formas arcaicas de esta4, también en Bolaño la apuesta literaria tiene mucho de combate, de lucha casi sagrada. Decía Juan Villoro que al autor chileno “le gustaba soltar fórmulas del mílite guerrero” (2006, p. 13). En su universo palabras como valor, coraje, valiente parecen significar mucho: “La mayor virtud de mi traidora especie es el valor”, escribe, y dice que “para acceder al arte, lo primero que se necesita, incluso antes que talento, es valor” y que la literatura “se parece mucho a las peleas de los samuráis” (Bolaño, 2006, pp. 97 y 90). En 2666 hace sentenciar a Amalfitano “que la principal enseñanza de la literatura era la valentía, una valentía rara, como un pozo de piedra en medio de un paisaje lacustre, una valentía semejante a un torbellino y a un espejo” (2011, p. 146). Para Bolaño escribir es “un oficio peligroso” y merece la pena y te puede hacer sentir orgullo “siempre y cuando uno sepa meter la cabeza en el pozo” (2004, pp. 38 y 189). “Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura.” (2006, p. 90).
El humor como rajadura
Si "en nuestra conciencia el juego se opone a lo serio”, advierte Huizinga que “esta oposición no se presenta ni unívoca ni fija” porque, de hecho, “el juego puede ser muy bien algo serio” (2007, p. 17). La apuesta literaria de Bolaño, una apuesta seria, asumida con la entereza de un samurái, hace unir lo lúdico al humor con una mirada tragicómica y desacralizadora. “El humor -escribe- es algo parecido a la felicidad, a la revolución y al amor. En realidad, se parece a todo, incluso a la muerte, que es lo más alejado que existe del humor” (2006, p. 93). En “El humor en el rellano” (Entre paréntesis), después de comentar la falta de este rasgo en el ámbito latinoamericano, alaba el lado humorístico de Julio Cortázar, en una andadura en la que le preceden de forma magistral Jorge Luis Borges y Bioy Casares y que él mismo va a seguir5:
Borges y Bioy, sin ningún género de dudas, escriben los mejores libros humorísticos bajo el disfraz de H. Bustos Domecq, un heterónimo a menudo más real, si se me permite esta palabra, que los heterónimos de Pessoa, y cuyos relatos, desde los Seis problemas para don Isidro Parodi hasta los Nueve cuentos de H. Bustos Domecq, deberían figurar en cualquier antología que sea algo más que un poco de basura, como hubiera dicho don Honorio. O no. Pocos escritores acompañan a Borges y a Bioy en esta andadura. Cortázar, sin duda… (Bolaño, 2004, p. 225).
En cuanto a la poesía, “antaño un lugar privilegiado para la risa -dice Bolaño- la situación es mucho peor […] Enfermos de lírica, enfermos de otredad, la poesía latinoamericana camina a buen paso hacia la destrucción”. Y sella: “Menos mal que tenemos a Nicanor Parra. Menos mal que la tribu de Parra aún no se rinde” (2004, p. 225). A esa tribu pertenece Bolaño, admirador de su obra, con la que dice compartir rasgos de estilo: “yo como poeta no soy nada de lírico; soy totalmente prosaico, cotidiano. Mi poeta favorito es Nicanor Parra. Nicanor Parra ya lo dice; que él no habla de crepúsculos, ni de damas recortadas sobre el horizonte, sino de comidas y luego de ataúdes, y ataúdes y ataúdes” (Warnken, 1999)6. Pero no es solo el prosaísmo lo que los une: frente a la poesía como “paraíso del tonto solemne”, que diría Parra, Bolaño hace también una proclama de lo irreverente con una clara voluntad desacralizadora de lo literario, en especial de lo literario institucionalizado, restituyendo la poesía a ese antiguo “lugar privilegiado para la risa” y para lo lúdico que describía Huizinga:
la poesía, nacida en la esfera del juego, permanece en ella como en su casa. Poiesis es una función lúdica. Se desenvuelve en un campo de juego, en un mundo propio que el espíritu se crea. En él las cosas tienen otro aspecto que en la “vida corriente” y están unidas por vínculos muy distintos de los lógicos. Si se considera que lo serio es aquello que se expresa de manera consecuente en palabras de la vida alerta, entonces la poesía nunca será algo serio. Se halla más allá de lo serio, en aquel recinto, más antiguo, donde habitan el niño, el animal, el salvaje y el vidente, en el campo del sueño, del encanto, de la embriaguez y de la risa (2007, pp. 153-156).
Explicaba Cortázar que la intención del humor en la literatura:
Es casi siempre desacralizar, echar hacia abajo una cierta importancia que algo puede tener, cierto prestigio, cierto pedestal. […] El humor desacraliza […] en un sentido profano. Esos valores que se dan por aceptados y que suelen merecer el respeto de la gente, el humorista suele destruirlos con un juego de palabras o con un chiste. [Y sigue] El mecanismo del humor funciona un poco así: echa abajo valores y categorías usuales, las da vuelta, las muestra del otro lado y bruscamente puede hacer saltar cosas que en la costumbre, en el hábito, en la aceptación cotidiana, no veíamos o veíamos menos bien (2013, pp. 159-160).
Bolaño comparte esa visión de lo humorístico como medio de subversión de lo cotidiano: “para mí el humor es una de las cosas más importantes del mundo. Pienso que, en la jerarquía, por encima del humor, solo está el amor. En este sentido coincido con los surrealistas. El humor negro nos hace parecer sanos, es el arma para transformar la vida desde la cotidianidad” (2006, pp. 117-118). Pero el humor de Bolaño -como el de Cortázar- no es complaciente: “El humor no siempre entra en el proceso de escribir como algo placentero para el escritor. Mucho del humor que aparece en Los detectives salvajes es producto de una rajadura, y no es precisamente un humor placentero. Es un humo negro y, en ocasiones, doloroso” (2006, p. 93).
Es un juego. También es un desafío. El Tercer Reich
Si el juego constituye una brújula vivencial sobre la que Bolaño sustenta su visión de la literatura y de su experiencia creadora, en algunas obras lo lúdico se convierte en un componente esencial de la historia, formando su eje argumental, además de ser clave conceptual y estructural.
El juego asoma de forma circunstancial en “Buba” (Putas asesinas, 2001), donde tanto el narrador como el personaje que da nombre al relato son jugadores de fútbol, y, en menor medida, en otros textos; así en “La nieve” (Llamadas telefónicas, 1999), en la que encontramos a una gimnasta que participa en los Juegos Olímpicos, o en La pista de hielo (1993), donde aparece Nuria, la patinadora de competición para quien Enric Rosquelles construye la pista de hielo en el Palacio Benvingut, hecho central de la novela7. Pero, en la trayectoria narrativa de Bolaño, sin duda, El Tercer Reich constituye el mayor ejercicio de construcción de una obra a partir del juego, de forma explícita y determinante: es motivo nuclear del relato a la vez que andamiaje sobre el que este se edifica y, simbólicamente, actúa como espejo de la vida misma (la vida de los personajes) y del acto de escribir.
Publicada de forma póstuma en 2010, su redacción se remonta a 1989, cuando aún Bolaño no había empezado a ser el reconocido autor en que se convertiría poco después. En esta obra se pone en evidencia como en ninguna otra la afición del autor por los juegos de mesa, que traslada a la literatura y que, creo, influyó en su manera de plantearse la creación novelesca, que no dejaba de ser para él un ejercicio de estrategia compositiva.
Es sabido que Bolaño era un apasionado jugador de los wargames de tablero; “su juego favorito era precisamente El Tercer Reich8 y en su casa de Blanes se conserva una importante colección de los juegos de mesa” (Kovačević Petrović, 2016, p. 142)9. De hecho, su viuda, Carolina López, recuerda: “Le fascinaban también las guerras mundiales, las estrategias, tal vez, porque su abuelo era militar. A veces me enfadaba con él porque se ponía a jugar con Lautaro [el hijo de Bolaño] hasta entrada la noche juegos de estrategia. Se enfrascaba en ellos y perdía la noción del tiempo" (Massot, 2010). En el documental de Jaume Pujadas, en el capítulo “Seguint una estrategia”, varios de sus amigos de Blanes testimonian esta pasión. J. M. Calero habla de su obsesión por la estrategia militar; Eduardo Ruiz Bacas rememora las horas y horas de juego compartido: al ajedrez, en donde era conocido como “el rey del ataque” por su calidad como jugador y porque era muy preciso y meticuloso con los movimientos, y a otros juegos de estrategia como el Risk; Santi Serramitjana, propietario de Joker Jocs, recuerda que Bolaño le hablaba de cómo en Barcelona jugaba habitualmente a wargames, pero que en Blanes no había mucha gente con la que compartir esa afición (Pujadas, 2003, 10: 47m. y ss.).
La novela tiene forma de diario -la misma técnica que empleará después en la primera y tercera parte de Los detectives salvajes-, fechado entre el 20 de agosto y el 20 de octubre de un año impreciso, con algunas entradas posteriores; las fechas, salvo en algunos casos, funcionan como epígrafes de los capítulos. Su autor es Udo Berger, un joven de veinticinco años, campeón alemán del juego que da nombre a la obra, que llega a la Costa Brava con su novia Ingeborg, al mismo hotel donde veraneaba con sus padres y que ya entonces regentaba Frau Else, una atractiva y misteriosa alemana cuyo marido, ahora enfermo, yace en alguna de las estancias. Udo va relatando las peripecias de esas vacaciones al pie de una playa que no disfruta tanto como debiera porque, a diferencia de su novia, él prefiere quedarse en la habitación jugando a El Tercer Reich. Esas peripecias giran, esencialmente, en torno a la relación con Charly y Hanna, otra pareja de alemanes, dos españoles buscavidas apodados el Lobo y el Cordero, la propia Frau Else, por la que se siente atraído y con la que llega a flirtear, y un hombre llamado el Quemado, dueño de un modesto negocio de alquiler de patines en la playa. La desaparición de Charly sobre su tabla de windsurf provocará un cambio definitivo en la historia: la marcha de Hanna y luego de Ingeborg, y la decisión de Udo de permanecer en el hotel hasta que aparezca el cuerpo del amigo, pese a las posibles consecuencias laborales y sentimentales. La novela adquiere entonces tintes detectivescos mientras el protagonista, cada vez más alejado de su vida anterior, juega con el Quemado hasta la partida final. Luego regresa a Alemania, pero ya nada será lo mismo para él.
Como bien afirma Kovačević Petrović, la obra abarca todos los temas y obsesiones preferidos de Bolaño, “incluida la desolación que dejaron las dictaduras latinoamericanas, la violencia y el nazismo” (2016, p. 141) y, como también añade Aguilar, “la necesidad de articular memoria y justicia, que en El Tercer Reich se instala en el terreno de lo lúdico y en un plano simbólico que es la literatura -la escritura misma” (2013, p.186). Esos temas aparecen espigados en la trama novelesca, pero orquestados en torno a dos elementos: el juego de El Tercer Reich, con lo que este significa, y el personaje del Quemado, cuya apariencia física remite a una misteriosa biografía que hace atisbar un pasado de tortura y violencia. El juego y el personaje del Quemado son los dos vértices de un triángulo que cierra Udo.
Bolaño encabeza la novela con una cita de El desperfecto de Friedrich Dürrenmatt, de 1956: “A veces jugamos con verdaderos ambulantes, otras con veraneantes, y hace dos meses hasta pudimos condenar a un general alemán a veinte años de reclusión. Llegó de paseo con su esposa, y solo mi arte lo salvó de la horca”. La referencia no es azarosa, va más allá de la conveniente alusión a “un general alemán” para una novela que se titula El Tercer Reich. En la obra del escritor suizo, Alfredo Traps, un viajante de comercio, llega de forma casual a la casa de un juez jubilado porque se avería su automóvil. El juez está reunido con otros viejos colegas (un ex fiscal, un ex abogado y un ex verdugo) con quienes se encuentra habitualmente para beber, comer y jugar. ¿A qué juegan? A juzgar a quien incautamente llega a la puerta para convertirse en acusado. Traps acepta participar en ese juego que al final se vuelve pesadilla y revela ante los otros y ante sí mismo una verdad oculta: él fue el culpable de la muerte de su jefe, lo que le hace merecedor de la pena capital. El juego acaba, pero Traps decide llevarlo hasta sus últimas consecuencias.
Varios motivos de la obra de Dürrenmatt van a ser significativos para El Tercer Reich. El primero es la mezcla de juego y realidad (“el atractivo singular de nuestro juego consiste -confiesa Traps- en que […] uno tiene sensaciones espeluznantes y siniestras. El juego amenaza hacerse realidad” (Dürrenmatt, 1960, p. 52); el juego traspasa sus límites, los límites del espacio y el tiempo convenidos, y deja de agotar “su curso y su sentido dentro de sí mismo” (Huizinga, 2007, p. 23) para expandirse, generando consecuencias más allá de su zona parentética de ejecución. En el caso de la novela de Bolaño, el juego solitario de Udo, que comparte con el Quemado en la segunda parte de la novela, va a tener su correlato en la vida de los personajes, más allá del tablero, como si cada movimiento con los dados y los hexágonos repercutiera en lo que hay fuera. Otro aspecto de la obra de Dürrenmatt que refleja la de Bolaño es el significado que adquiere lo lúdico como medio de autoconocimiento. Dice el fiscal de El desperfecto: “¿Quién de nosotros se conoce? ¿Quién de nosotros tiene noción de sus crímenes y ocultas fechorías?” (Dürrenmatt, 1960, p. 61). Del mismo modo que Traps se ve a sí mismo por primera vez durante el juicio simulado y tras el fallo final, el joven protagonista de El Tercer Reich sufrirá un proceso de transformación a partir de la desaparición de Charly, un proceso en el que el juego es el medio de revelación. Decide permanecer solo en el hotel, decide competir con el Quemado (que se convierte en una suerte de doppelgänger), en lo que a la postre se constituirá en una especie de prueba, un rito de paso hacia un nuevo estado de conocimiento y experiencia que convierten esta obra en una novela de aprendizaje.
Si bien Udo acude al hotel Del Mar para veranear junto a su novia, desde la primera entrada del diario, el 20 de agosto, sabemos que el juego va a ocupar buena parte de su tiempo: “Estos días de vacaciones serán también días de trabajo. He de pedir a Frau Else una mesa más grande, o dos mesas más pequeñas, para desplegar los tableros” (2010, p. 17)10. El juego se constituye en motivo germinal de la historia, en tanto que determina el devenir del protagonista, más allá de sus peripecias con los otros personajes, a la vez que en motivo recurrente (Segre, pp. 348-349), con una presencia textual y una funcionalidad cada vez mayor.
En la entrada del 22 de agosto se nos resume en cuatro páginas el currículum jugador del protagonista (pp. 37-41), siempre de la mano de su amigo Conrad, de algún modo su “guía en el desfiladero”11 de los wargames en Stuttgart. Por esas primeras páginas sabemos cómo llegó a convertirse en el campeón nacional de Alemania, conocemos a otros jugadores memorables, como Heimito Gerhardt, nombre familiar en el mundo de Bolaño, o el norteamericano Rex Douglas, con quien espera competir; intuimos cierto menosprecio por otros juegos menos exigentes -“adolescentes más inclinados a los juegos de rol, cuando no a los juegos de computadora, que al rigor de un tablero hexagonado” (p. 37)-.
Udo Berger va incluyendo en el diario referencias cada vez más frecuentes; por un lado, para describir partidas concretas, por otro, como tema sobre el que reflexiona y divaga. El juego caracteriza al personaje, lo individualiza y lo aísla en cierto modo de los demás. El 23 de agosto escribe: “Luego comprendí que Ingeborg había sentido vergüenza de mí, de las palabras que yo decía (cuerpos de infantería, cuerpos blindados, factores de combate aéreos, factores de combate navales, invasión preventiva de Noruega, posibilidades de emprender una acción ofensiva contra la Unión Soviética en el invierno del 39, posibilidades de derrotar completamente a Francia en la primavera del 40), y fue como si un abismo se abriera a mis pies” (p. 45). Ese mismo día anota: “Desde hace un par de años sueño con juegos. Me acuesto, cierro los ojos y se enciende un tablero lleno de fichas incomprensibles, y así, poco a poco, me arrullo hasta quedarme dormido. Pero el sueño de verdad debe ser distinto pues no lo recuerdo” (p. 50).
El 25 de agosto solo un apunte: “Antes de meterme en la cama he hecho dos cosas, a saber: 1. He dispuesto los cuerpos blindados para el ataque relámpago sobre Francia. 2. He salido al balcón y he buscado alguna luz en la playa que indicara la presencia del Quemado, pero todo estaba oscuro” (p. 75). Juego y vida van en paralelo, pero destinados a mezclarse. El 26 de agosto habla por primera vez con el Quemado sobre el mundo de los wargames y sobre él mismo (pp. 79-82) y al día siguiente, tras una primera anotación12, las alusiones se vuelven más extensas y explícitas, con largos y detallados excursos (p. 96 y 97). Solo un fragmento:
Por fin, me levanté, me di una ducha y me encontré en el juego.
(Aspectos generales del turno de primavera, 1940. Francia mantiene el frente clásico sobre la hilera de hexágonos 24 y una segunda línea de contención en la hilera 23. De los catorce cuerpos de infantería que para entonces deben estar en el teatro europeo, doce de ellos, por lo menos, deben cubrir los hexágonos Q24, P24, 024, N24, M24, L24, Q23, 023 Y M23. Los dos restantes deberán colocarse en los hexágonos 022 y P22. De los tres cuerpos blindados, uno probablemente estará en el hexágono 022, otro en el hexágono T20 y el último en el hexágono 023. Las unidades de reemplazo estarán en los hexágonos Q22, T21, U20 Y V20 [Y sigue]).
El 28 de agosto el tema asoma en la carta escrita por su amigo Conrad (pp. 115-116), pero sin duda es el 4 de septiembre la fecha que marca un punto de inflexión. Ese día invita al Quemado a jugar, en relación directa con su cambio vital -la posible muerte de Charly, la ida de Ingeborg-, y se inicia la competición entre los dos, es en el turno del invierno del 39:
Recordé, o, mejor dicho, vi, la cara de Ingeborg, fresca y rosada, y la total certeza que ella me proporcionaba de la felicidad. Todo roto. Tamaña injusticia hizo que mis movimientos se aceleraran: cogí las pinzas y con la prontitud con que un cajero cuenta billetes puse las fichas en los force pool, los marcadores en las casillas convenientes y evitando dar a mis palabras un tono dramático lo invité a jugar uno o dos turnos, aunque mi designio era jugar el juego completo, hasta la Gran Destrucción. El Quemado levantó los hombros y sonrió varias veces, indeciso aún. Estos gestos afeaban su expresión casi hasta el límite que yo podía soportar, así que mientras pensaba su respuesta miré un punto cualquiera del mapa tal como se solía hacer en los campeonatos cuando se enfrentaban dos jugadores que nunca se habían visto, mirar un punto del mapa y evitar la presencia física del contrincante hasta que comenzara el primer turno. Cuando levanté la vista encontré los ojos del Quemado, inocentes, y supe que aceptaba. Juntamos las sillas a la mesa y desplegamos nuestras fuerzas (pp. 174-175).
Bolaño sitúa ese momento de forma estratégica, justo en la mitad de la novela y a partir de entonces vemos avanzar el juego: 5 de septiembre (primavera del 40, p. 184); 6 de septiembre (verano del 40, pp. 189-90); 7 de septiembre (otoño del 40, pp. 200-201); 8 de septiembre (invierno del 40, pp. 212-215); 9 de septiembre (primavera del 41, pp. 220-223); 10 de septiembre (verano del 41, pp. 232-233); 11 de septiembre (otoño del 41, pp. 241-242). El 12 de septiembre (invierno del 41), en lugar de describir la partida, describe la vida, ahondando en esa mezcla de juego y realidad: “Invierno del 41. Deseaba hablar con Frau Else, o verla un rato, pero el Quemado se presenta antes que ella. Por un momento, desde el balcón, barajo la posibilidad de no recibirlo. Lo único que tengo que hacer es no aparecer por la puerta principal del hotel, a partir de allí, si no voy a buscarlo, el Quemado no seguirá adelante” (p. 245).
La siguiente entrada del diario no lleva la fecha real, sino la del juego, “Primavera del 42”; a su descripción dedica las primeras páginas (pp. 247-248). La suplantación del tiempo ordinario por el tiempo lúdico, que lo llena todo, continúa en los días posteriores. Y a esa suplantación contribuye el hecho de que, como dijimos, no sabemos en qué año transcurre la acción; esta parece suspendida en una suerte de atemporalidad13. El 14 de septiembre solo menciona el turno, verano del 42, sin describir la partida, que parece jugarse fuera, mientras que en el siguiente asiento vuelve a usar la cronología de El Tercer Reich como título, “Anzio. Fortress Europa. Omaha Beachhead. Verano del 42”, para hablar de la partida en las páginas 265-266 (aunque todo el capítulo está dedicado al juego). La contienda sigue en las posteriores entradas, algunas con epígrafes particulares: “Con el Lobo y el Cordero” (p. 267); “Mis generales favoritos” (pp. 283- 285); “Otoño del 42. Invierno del 42” (p. 287); 17 de septiembre (primavera del 43, pp. 295-296); 19 de septiembre (verano del 43, pp. 314-315); 20 de septiembre (otoño del 43, p. 327); 21 de septiembre (pp. 333-334); 22 de septiembre (primavera del 44, p. 339); 23 de septiembre (verano del 44, p. 342). El 24 de septiembre termina la partida:
La iniciativa le pertenecía y sin necesidad de sacar cuentas, no traía su libreta, pero todos los BRP del mundo eran suyos, lanzó los Ejércitos rusos sobre Berlín y la conquistó. Con los Ejércitos angloamericanos se encargó de destrozar las unidades que yo hubiera podido enviar para retomar la ciudad. Así de fácil era la victoria. Cuando llegó mi turno intenté mover la reserva blindada del área de Bremen y me estrellé contra el muro de los aliados. De hecho, fue un movimiento simbólico. Acto seguido admití la derrota y me rendí (p. 345).
“Me parece que el nombre de homo ludens, el hombre que juega, expresa una función tan esencial como la de fabricar, y merece, por lo tanto, su lugar junto a de homo faber”, sentenciaba Huizinga (2007, p. 7); para Udo Berger -y se diría que para Bolaño-el juego, los wargames de tablero en especial, pues todos los juegos no le interesan14- no son un pasatiempo, sino que tienen interés por sí mismos; no ocupan el territorio del otium sino que se constituyen también en nec otium, fusionando los dos haceres del homo: jugar y fabricar; Udo trabaja jugando o juega trabajando, el homo ludens es homo faber: “Ese tablero, como puedes apreciar -le explica a Frau Else-, es el mapa de Europa. Es un juego. También es un desafío. Y es parte de mi trabajo” (p. 95). Pero no solo el momento de la partida, todo lo que la rodea tiene una utilidad: “jamás considero perdidas las horas empleadas en dilucidar problemas relativos a este tipo de juegos -dice el personaje-, ni mucho menos aquellas en las que medito y escribo sobre determinados aspectos de una campaña que me interese de manera particular” (p. 21). Y es que “cualquier juego puede absorber por completo en cualquier momento al jugador” (Huizinga, 2007, p. 21).
El juego parece representar para el joven Udo que llega de vacaciones, sintiéndose en el mejor momento de su vida (p. 16), un espacio de orden. “No sé qué te atrae de esto”, le dice su novia Ingeborg, “su claridad”, le responde (p. 150). A lo largo de la novela, frente al vaivén de los aconteceres, el juego permanece con sus reglas:
Las horas han transcurrido en silencio; hemos hablado solo lo estrictamente necesario, preguntas acerca de las reglas que han obtenido respuestas claras y honestas, dentro de una armonía envidiable. Escribo esto mientras el Quemado juega. Es curioso: la partida consigue relajarlo, lo percibo en los músculos de sus brazos y su pecho, como si por fin pudiera mirarse y no ver nada. O ver únicamente el martirizado tablero de Europa y las grandes maniobras y contramaniobras (p. 190).
Y es que el juego, como señala Huizinga, “crea orden, es orden. Lleva al mundo imperfecto y a la vida confusa una perfección provisional y limitada […] está lleno de las dos cualidades más nobles que el hombre puede encontrar en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía” (Huizinga, 2007, p. 24). Y ese orden proviene de las reglas: “Cada juego tiene sus reglas propias. Determinan lo que ha de valer dentro del mundo provisional que ha destacado. Las reglas del juego, de cada juego, son obligatorias y no permiten duda alguna” (Huizinga, 2007, p. 25)15.
Sin embargo, frente a la inmutabilidad -pues la “posibilidad de repetición del juego constituye una de sus propiedades esenciales” (Huizinga, 2007, p. 23)-, El Tercer Reich se mueve entre la repetición y la variación. Udo le explica a Frau Else la complicación del juego, que requiere cálculos matemáticos: “Exige una mente fría, especulativa y arriesgada. Es difícil llegar a dominarlo, cada pocos meses se le añaden nuevas reglas y variantes” (p. 219). También se lo dice al Lobo:
-Esta clase de juegos genera un impulso documental bastante curioso. Es como si quisiéramos saber todo lo que se hizo para transformar lo que se hizo mal [dice Udo] […] -Ya entiendo -dice el Lobo, por supuesto sin entender nada. -Es que si lo repitierais todo ya no tendría gracia. Dejaría de ser un juego -murmura el Cordero mientras se deja caer sobre la moqueta obstaculizando el paso al baño. -Algo así… Aunque depende del motivo… del punto de vista… -¿Cuántos libros es necesario leer para jugar bien? -Todos y ninguno. Para jugar una partida sin mayores pretensiones basta con conocer las reglas (pp. 270-271).
Pero Udo quiere ir más allá, pretende subvertir el mismo orden del juego: “Destrozaré todos los esquemas. […] Sí, todas las viejas maneras de jugar. Con mi sistema el juego deberá replantearse” (p. 114).
La visión armónica inicial va cambiando, no obstante. La llegada al hotel tiene un efecto perturbador en el joven, antes incluso de que se precipiten los acontecimientos:
¿Por qué a veces tengo tanto miedo? -escribe- ¿Y por qué cuando más miedo tengo mi espíritu parece hincharse, elevarse y observar el planeta entero desde arriba? (Veo a Frau Else desde arriba y tengo miedo. Veo a Ingeborg desde arriba y sé que ella también me mira y tengo miedo y ganas de llorar). ¿Ganas de llorar de amor? ¿En realidad deseo escapar con ella no ya sólo de este pueblo y del calor sino de lo que el futuro nos reserva, de la mediocridad y del absurdo? (p. 98).
El juego avanza en medio de una atmósfera de pesadilla, que tiene que ver con la evolución de la relación entre el protagonista y el Quemado. Udo lo invita a jugar y ese acto, en apariencia intrascendente, no va a serlo a la postre, porque ¿qué hay en juego en realidad? Frau Else, que por un lado es el objeto de deseo de Udo y por otro una especie de ángel tutelar, se preocupa:
-¿No habéis apostado nada? […] -Nada. -Me alegro. Toda la tarde la he pasado con el temor de que hubieras apostado algo. ¿Recuerdas nuestra conversación de hace un rato? -Sí, sugerías que era el Demonio. Aún no he perdido la memoria. -No te excites. Sólo pienso en tu bien, lo sabes. -Claro. -Me alegro de que no hayas apostado nada. -¿Qué creías que estaba en juego? ¿Mi alma? (p. 205).
Udo de algún modo quiere evitar concederle trascendencia a la relación entre los dos: “-La verdad es que no hay nada, Quemado. ¿Tú entiendes compromiso por obligación? / -No, para mí es un pacto. / -Pues no tenemos ninguna clase de pacto, solo estamos jugando un juego, nada más” (p. 288). Pero cuando el final se aproxima y, contra todo pronóstico, el aspirante, el Quemado, va a ganar al campeón de Alemania, la competición parece trascender sus límites, o retrotraerse a sus formas arcaicas en las que, como señalaba Huizinga, “en principio lo que se juega es la vida” (2007, p. 145):
¿Qué nos jugamos?, pregunté. ¿Nos jugamos el campeonato de Alemania o el campeonato de España? El Quemado movió la cabeza negativamente y volvió a señalar hacia donde rompían las olas, hacia donde se levantaba, enorme y lóbrega, la fortaleza de patines. ¿Qué nos jugamos?, insistí con los ojos empañados en lágrimas. Tenía la impresión, horrible, de que el mar se acercaba hacia el Paseo, sin prisas y sin pausas, indefectiblemente. Lo único que importa, respondió el Quemado, evitando mirarme. La situación de mis Ejércitos no daba lugar a demasiadas esperanzas pero hice un esfuerzo para jugar con el máximo de precisión posible y rehíce los frentes. No pensaba entregarme sin luchar.
-¿Qué es lo único que importa? -dije, vigilando el movimiento del mar. -La vida. -Los Ejércitos del Quemado comenzaron a triturar metódicamente mis líneas. ¿El que pierda, pierde la vida? Debía estar loco, pensé, mientras la marea seguía subiendo, desmesurada, como nunca antes la había visto en España ni en ninguna otra parte. -El ganador dispone de la vida del perdedor. -El Quemado rompió mi frente por cuatro lugares distintos y penetró en Alemania por Budapest. -Yo no quiero tu vida, Quemado, no exageremos -dije, trasladando a la región de Viena mi única reserva (p. 296).
No es extraño que Frau Else casi al final de la novela le pregunte a Udo: “¿Qué clase de juego monstruoso es ese? ¿El juego de la expiación?” (p. 302). Pero, ¿qué hay en juego?16, ¿qué habría que expiar? El protagonista juega con Alemania, como le aclara a la misma Frau Else (“Con Alemania, claro, tonta”, p. 220), aunque niegue ser nazi y se declare ser más bien antinazi (p. 311). Pero el propio juego le pone ante la cuestión de la identidad personal y nacional. Le pregunta la misma Frau Else:
-¿Qué eres? ¿Solo un jugador de wargames? -Claro que no. Soy una persona joven que procura divertirse… de una forma sana. Y soy un alemán. -¿Y qué es ser un alemán? -No lo sé con exactitud. Es, por descontado, algo difícil. Algo que hemos olvidado paulatinamente (p. 227).
Esa identidad alemana hace que Udo y el Quemado muestren un antagonismo que trasciende la competición lúdica y que concierne a la geopolítica y a las secuelas del pasado. Porque “lo cierto es [..] que el Quemado no era español. ¿De dónde era, entonces? Sudamericano; de qué país en concreto, no lo sabía (p. 120)”. Y el patrón del Rincón de los Andaluces, un bareto, aclara:
“Yo en tu lugar no me metería con él”. Preferí optar por un silencio expectante. “Creo que no le gustan los alemanes” [..]. “Las quemaduras, ¿sabes?, se las hicieron a propósito, no fue ningún accidente”. ¿Alemanes? ¿Por eso no le gustaban los alemanes? El patrón, encogido sobre sí mismo, con la barbilla casi rozando la superficie de plástico rojo de la mesa, dijo “el bando alemán” y comprendí que se refería al juego, al Tercer Reich. El Quemado debe estar loco, exclamé. Como respuesta sentí físicamente las miradas de odio de todos los que estaban junto al video. Era solo un juego, sin más, y el hombre hablaba como si existieran fichas de la Gestapo (ja ja) dispuestas a saltar sobre la cara del jugador aliado. […] “Los nazis”, dijo. “Los verdaderos soldados nazis que andan sueltos por el mundo”. Ahá, dije. Encendí un cigarrillo, todo aquello poco a poco iba tomando un aire decididamente sobrenatural. ¿Así pues corría la historia de que eran nazis quienes lo habían quemado? ¿Y dónde había sucedido esto, cuándo y por qué? El patrón me miró con aire de superioridad antes de responder que el Quemado, en un tiempo remoto e impreciso, ejerció el oficio de soldado, “una especie de soldado luchando a la desesperada”. Infantería, aclaré (pp. 229-230).
Repitiendo los hechos históricos, los aliados, con los que juega el Quemado (asesorado por el marido de Frau Else), ganan El Tercer Reich, pero también la victoria es una especie de justicia poética para el vencedor. El nazismo, el fascismo, que tanto obsesionaba a Bolaño, como bien muestra La literatura nazi en América (1996), es el epítome del mal y su sombra se alarga hacia las dictaduras latinoamericanas. El Quemado, que comparte con Bolaño17 la condición de “metecos”, la “triste e irremediable condición de sudamericanos perdidos en Europa, perdidos en el mundo”, como dice Roberto Rosas en Los detectives salvajes (2004, p. 234), es lector de poesía, tuvo alguna militancia y sufrió tortura cuyas secuelas lo caracterizan18, y de algún modo representa a esa generación de la que habla el autor en el conocido “Discurso de Caracas”:
Todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida de mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creíamos era la más generosa del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era. De más está decir que luchamos a brazo partido, pero tuvimos jefes corruptos, líderes cobardes, un aparato de propaganda que era peor que una leprosería, luchamos por partidos que de haber vencido nos habrían enviado de inmediato a un campo de trabajos forzados, luchamos y pusimos toda nuestra generosidad en un ideal que hacía más de cincuenta años que estaba muerto, y algunos lo sabíamos, y cómo no lo íbamos a saber si habíamos leído a Trotski o éramos trotskistas, pero igual lo hicimos, porque fuimos estúpidos y generosos, como son los jóvenes, que todo lo entregan y no piden nada a cambio, y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados (2004, p. 37)19
Udo y el Quemado sufren un proceso de transformación. El primero se problematiza, el segundo se asimila a su contrincante. Empieza a llevar una libreta o, quizás un diario, cambia el atuendo desastrado que suele llevar en la playa (“solo unos pantalones cortos”, p. 53) para acudir a jugar como si asistiera a un acto ceremonial:
El Quemado lleva una chaqueta de pana, demasiado pequeña, sin duda regalo de un alma caritativa. La chaqueta es vieja pero de buena calidad; al acercarse al tablero, después de comer, se la quita y la deposita doblándola con cuidado sobre la cama. Su disposición, abstraída y correcta, es conmovedora. La libreta donde apunta los cambios estratégicos y económicos de su alianza (¿o tal vez un diario, como el mío?) no lo abandona nunca… Parece como si en el Tercer Reich hubiera encontrado una forma de comunicación satisfactoria. Aquí, junto al mapa y los force pool, no es un monstruo sino una cabeza que piensa, que se articula en cientos de fichas… Es un dictador y un creador… (p. 266).
Consulta libros de guerra en la biblioteca (p. 290) y se obsesiona por el juego. Dice Udo: “Su tema preferido es el juego, el mundo de los juegos, los clubes, revistas, campeonatos, partidas por correspondencia, congresos, etcétera, y todos mis intentos por llevar la charla hacia otros terrenos, como por ejemplo quién le dio las fotocopias del reglamento del Tercer Reich, son vanos” (p. 289). Bolaño juega con la idea del doble y esa duplicidad se manifiesta también en lo que simboliza a cada uno de los personajes. El tablero de juego de Udo se corresponde de forma metafórica con el complicado entramado de los patines que el Quemado dispone cada noche:
No puede negarse que es un personaje original. Y no lo digo por las quemaduras sino por la singular manera de ordenar los patines […] la operación, tal como me lo figuré aquella noche, es lenta, complicada, carente de utilidad práctica, absurda. Consiste en agrupar los patines, encarados en distintas direcciones, trabándolos entre sí, hasta formar no la tradicional hilera o doble hilera sino un círculo, o mejor: una estrella de puntas imprecisas. Labor ardua que se traduce en que cuando él va por la mitad todos los demás encargados ya han terminado. A él, sin embargo, no parece importarle. […] Es extraño: por un segundo he tenido la impresión de que con los patines estaba construyendo una fortaleza. Una fortaleza como las que construyen, precisamente, los niños. La diferencia estriba en que ese pobre desgraciado no es un niño. Ahora bien, construir una fortaleza, ¿para qué? Creo que es evidente: para pasar la noche allí dentro (pp. 53-54).
Podría hablarse de un doble omphalos en la novela: el tablero y la estrella mandálica de patines, que se comunican y corresponden. Si en el tablero se decide el final del juego, con la derrota de Udo, en los patines se produce esa suerte de ceremonia de expiación, con el perdón del contrincante vencido. El Quemado insta a Udo a acompañarle a la fortaleza, en cuyo interior parpadea una luz, que el joven relaciona con la presencia fantasmal de Charly:
Fui levantado como un pelele y contra lo que yo esperaba (muerte por agua) trasladado a rastras hacia la abertura de la chabola de patines. No ofrecí resistencia, no seguí suplicando, no cerré los ojos cuando cogido del cuello y de la entrepierna inicié el viaje hacia el interior. […] No tardé en comprender, mientras me revolvía como un gusano, que estaba solo y que nunca hubo nadie junto a la lámpara; que esta había permanecido encendida bajo la tormenta precisamente para que yo la observara desde el balcón del hotel. Afuera, caminando en círculos alrededor de la fortaleza, el Quemado se reía. Podía escuchar sus pisadas que se hundían en la arena y su risa clara, feliz como la de un niño (p. 347).
Como un niño que juega a construir un castillo de arena. Nada hay dentro, pero la inmersión en esa especie de “mausoleo” o de “túmulo bárbaro” (p. 73), tiene un valor transformativo o de iluminación (con una pedestre lámpara de gas, eso sí); ese “viaje al interior” que describe Udo es un viaje también hacia sí mismo, como el del Quijote en el descenso a la Cueva de Montesinos, que, a su vez, recrea todos los procesos gnósticos de antiquísima y variada tradición, y acaba con el final de la aventura, el cruce del umbral del regreso en la trayectoria del héroe, según la visión de Joseph Campbell (1959, pp. 200-210), un héroe que ha tenido que enfrentarse a un camino de pruebas en su proceso de iniciación (1959, p. 94 y ss.). También Huizinga habla de prueba: “Una gran cantidad de casos el tema central de un material poético o literario en general, se halla en una tarea que el héroe tiene que realizar, una prueba por la que tiene que pasar, un obstáculo que tiene que salvar” (2007, p. 169).
Todo parece diluirse, sin embargo, en una suerte de broma infantil, una resolución lúdica del misterio y del juego, que, a su vez, concluye con la entrega del trofeo, que no es otra cosa que el tablero20: “En una bolsa de plástico llevaba el Tercer Reich. Con cuidado la deposité sobre la lona que cubría los patines y volví al coche. A las nueve de la mañana salí del pueblo” (p. 348).
¿Qué tipo de juego es El Tercer Reich? Es un juego de estrategia competitiva, juego de agôn, según la clasificación de Roger Callois, pero que, por su naturaleza simuladora de la Segunda Guerra Mundial, también tendría algo de mimicry: “Tout jeu suppose l’acceptation temporaire, sinon d’une illusion (encore que ce dernier mot ne signifie pas autre chose qu’entrée en jeu: in-lusio), du moins d’un univers clos, conventionnel et, à certains égards, fictif. Le jeu peut consister, non pas à déployer une activité ou à subir un destin dans un milieu imaginaire, mais à devenir soi-même un personnage illusoire et à se conduire en conséquence” (Caillois, 1967, p. 61); de manera que respondería a una de las posibilidades combinatorias descritas por el crítico francés: “Compétition-simulacre (agôn-mimicry)” (Caillois, 1967, pp. 145-146).
Ese componente de simulacro permite valorarlo como un espejo sobre el que se proyecta el ayer y como un ejercicio de memoria: “De pronto, sin causa aparente, he pensado que estoy solo. Que solo Conrad y Rex Douglas (a quien únicamente conozco de forma epistolar) son mis amigos. El resto es vacío y oscuridad. Llamadas que nadie contesta. Plantas. ‘Solo en un país devastado’, recordé. En una Europa amnésica, sin épica y sin heroísmo. (No me extraña que los adolescentes se dediquen a Dungeons & Dragons y otros juegos de rol)” (pp. 117-118). El juego de El Tercer Reich pone en evidencia una contemporaneidad que ha olvidado su pasado y ha perdido esos valores que tanto se repiten en el vocabulario de Bolaño, épica y valor; en comparación con él, los simples pasatiempos de rol resultan productos para un mundo degradado, adolescente.
Hay una conexión entre juego y literatura. Desde el comienzo de la novela sabemos que Udo escribe. Ha publicados dos ensayos (p. 20), lleva un “Cuaderno de Campaña” (p. 45) -como esos múltiples cuadernos en emborronó también el propio autor- donde anota todo lo que tiene que ver con la nueva variante estratégica del juego que está ideando, sobre la que quiere redactar un artículo para una revista norteamericana (p. 81), quizás la misma ponencia que proyecta presentar a un congreso en París (p. 74). Y escribe el diario que estamos leyendo, por consejo de su amigo Conrad21:
Creo que Conrad tiene razón, la práctica cotidiana, obligatoria o casi obligatoria de consignar en un diario las ideas y los acontecimientos de cada día sirve para que un virtual autodidacta como yo aprenda a reflexionar, ejercite la memoria enfocando las imágenes con cuidado y no al desgaire, y sobre todo cuide algunos aspectos de su sensibilidad que, creyéndolos ya hechos del todo, en realidad son solo semillas que pueden o no germinar en un carácter. El propósito inicial del diario, no obstante, obedece a fines mucho más prácticos: ejercitar mi prosa para que en adelante los giros imperfectos y una sintaxis defectuosa no desdoren los hallazgos que puedan ofrecer mis artículos, publicados en un número cada vez mayor de revistas especializadas, y que últimamente han sido objeto de varias críticas (pp. 19-20).
Tal vez quiera dedicarse solo a escribir:
Ha sido él [Conrad] quien me ha alentado a escribir en publicaciones de mayor tiraje e incluso quien ha insistido y me ha convencido para que me semiprofesionalizara. Los primeros contactos con Front Line, Jeux de Simulation, Stockade, Casus Belli. The General, etcétera, se los debo a él. Según Conrad -y acerca de esto estuvimos toda una tarde haciendo cálculos-, si yo colaborara de manera regular con diez revistas, algunas mensuales, las más bimensuales y otras trimestrales, podría abandonar mi actual trabajo de manera provechosa para dedicarme solo a escribir (p. 37).
Y es que Udo, según le confiesa al Quemado, quiere ser un “escritor especializado”, “ensayista creativo” (p. 79- 80)22. Y escribe compulsivamente, como el mismo Bolaño: “escribo como un relámpago. Juego muy lento, pero escribo muy rápido. Dicen que soy nervioso y no es verdad; lo dicen por mi escritura. ¡Sin detenerme!” (p. 82). Aunque la escritura diarística parece tener un fin práctico para mejorar el estilo, el mismo Conrad apunta hacia otra posibilidad, como una propedéutica para la creación de esas novelas que podría escribir si no fuera tan alocado (p. 255). No en vano es también un gran lector de obras de tema bélico y de literatura alemana, a la que llega gracias a su amigo23. También su doble, el Quemado, se revelará a la postre como lector y también escritor de una libreta donde apunta los detalles del juego, como ya mencionamos24.
Hay una vindicación de la literatura verdadera, la “que se escribe con sangre”, contrapuesta a cierta otra, como los seriales de novela negra del autor que lee Ingeborg, Florian Linden (p. 48), aunque Bolaño le atribuya una frase memorable, que bien puede explicar la idea que al cabo de los años desarrollará en 2666: “Usted afirma haber repetido varias veces el mismo crimen. No, no está usted loco. En eso, precisamente, consiste el mal” (p. 126). Pero se trata de la escritura en general: “¿Cuántos de estos articulistas piensan de verdad lo que escriben? ¿Cuántos lo sienten? […] ¿Cuántos han mirado el abismo?” (p. 246). Es el tipo de reflexión que desarrolla en otros textos, como en el afilado “Los mitos de Cthulhu” (El gaucho insufrible, 2003).
Bolaño asimila juego y escritura -“el Quemado parecía entender que a medida que escribía debía ir jugando” (p. 82)- y lo hace estableciendo dos puentes principales: la estrategia y la simulación, y la estrategia depende de la elección dentro de un número de variantes. El Tercer Reich muestra las posibilidades combinatorias que el jugador-escritor tiene ante sí, “las Situaciones Favoritas que fueron y a las Situaciones Favoritas que pudieron haber sido” (p. 284), como en el memorable relato de Borges “El jardín de senderos que se bifurcan”, un sinfín de principios y finales que, no obstante, requieren de la actuación correctiva de la memoria:
Recorrí la playa, cuando todo era oscuro, recitando los nombres olvidados, arrinconados en archivos, hasta que el sol volvió a salir. ¿Pero son nombres olvidados o sólo nombres que aguardan? Recordé al jugador que alguien ve desde arriba, solo cabeza, hombros y dorsos de las manos, y el tablero y las fichas como un escenario donde se desarrollan miles de principios y finales, eternamente, un teatro caleidoscópico, único puente entre el jugador y su memoria, su memoria que es deseo y es mirada. ¿Cuántas fueron las Divisiones de Infantería, las mermadas, inexpertas, que sostuvieron el Frente Occidental? ¿Cuáles las que pese a la traición frenaron el avance en Italia? ¿Qué Divisiones Blindadas perforaron las defensas francesas el 40 y las rusas el 41 y el 42? ¿Y con cuáles, las decisivas, el mariscal Manstein reconquistó Kharkov y exorcizó el desastre? ¿Qué Divisiones de Infantería lucharon por abrir camino a los carros en 1944, en las Ardenas? ¿Y cuántos, incontables, Grupos de Combate se inmolaron por retrasar al enemigo en todos los frentes? Nadie se pone de acuerdo. Solo la memoria que juega lo sabe. Vagando por la playa o acurrucado en mi habitación yo invoco los nombres y estos llegan a raudales y me tranquilizan (p. 263).
La idea se repite, el jugador-rapsoda es como el escritor que ensaya las variantes posibles:
Seguí con la naturaleza del juego, no recuerdo exactamente cuántas estupideces dije, entre ellas que la necesidad de jugar no es otra cosa que una suerte de canto y que los jugadores son cantantes interpretando una gama infinita de composiciones, composiciones-sueños, composiciones-pozos, composiciones-deseos, sobre una geografía en permanente cambio: como comida que se descompone, así eran los mapas y las unidades que vivían dentro de ellos, las reglas, las tiradas de dados, la victoria o derrota final. Platos podridos (pp. 171-172).
En la entrada “Mis Generales Favoritos”, muy elocuente al respecto, nos habla de la mezcla de personajes reales con detalles de la invención, esos detalles sobre los que el jugador fabula y que gustan al escritor de ficciones, pues son los que dan vida a la literatura:
No busco en ellos la perfección. ¿La perfección, en un tablero, qué significa sino la muerte, el vacío? En los nombres, en las carreras fulgurantes, en aquello que configurará la memoria, busco la imagen de sus manos entre la niebla, blancas y seguras, busco sus ojos observando batallas (aunque son contadas las fotos que los muestran en esa disposición), imperfectos y singulares, delicados, distantes, hoscos, audaces, prudentes, en todos es dable encontrar valor y amor. En Manstein, en Guderian, en Rommel. Mis Generales Favoritos. […] Si el Quemado supiera y apreciara algo la literatura alemana de este siglo (¡y es probable que sepa y que la aprecie!) le diría que Manstein es comparable a Gunther Grass y que Rommel es comparable a… Celan. De igual manera Paulus es comparable a Trakl y su predecesor, Reichenau, a Heinrich Hann. Guderian es el par de Jünger y Kluge de Boll. No lo entendería. Al menos no lo entendería aún. Por el contrario, a mí me resulta fácil buscarles ocupaciones, motes, hobbies, tipos de casa, estaciones del año, etcétera. O pasarme horas comparando y haciendo estadísticas con sus respectivas hojas de servicios. Ordenándolos y reordenándolos: por juegos, por condecoraciones, por victorias, por derrotas, por años de vida, por libros publicados. No son ni parecen santos pero a veces los he visto en el cielo, como en una película, sus rostros sobreimpresos en las nubes, sonriéndonos, mirando hacia el horizonte, ensayando saludos, algunos asintiendo, como si despejaran dudas no formuladas (pp. 282-283).
Pero la estrategia también depende de la simulación y El Tercer Reich, como hemos dicho, es un juego de competición y simulacro, un simulacro que actúa sobre el tablero y que se mueve entre la mímesis y la invención, entre lo que fue y lo que pudo ser, como en el binomio aristotélico que enfrenta historia y poesía: “Juntamos las sillas a la mesa y desplegamos nuestras fuerzas […] La situación global en el mapa se parecía de alguna manera a la situación histórica, cosa que por otra parte no suele suceder cuando son jugadores veteranos quienes se enfrentan” (p. 175). Aunque no solo se actúa sobre el tablero, a veces se dibuja sobre la arena, pues el juego se desenvuelve dentro un campo que puede ser material o ideal (Huizinga, 2007, p. 22)25:
Me coloqué junto a él [el Quemado] como si se tratara de un viejo conocido y al poco rato dibujé en la arena el mapa de la Batalla de las Ardenas (una de mis especialidades) o del Bulge, como la llaman los americanos, y le expliqué con detalle planes de combate, orden de aparición de unidades, carreteras a seguir, cruces de ríos, demolición y construcción de puentes, activación ofensiva del 15º Ejército, penetración real y penetración simulada del Grupo de Combate Peiper, etcétera. Luego deshice el mapa con el pie, aplané la arena y dibujé el mapa de la zona de Smolensk. Allí, dije, el Grupo Panzer de Guderian libró una batalla importante en el año 41, una batalla crucial. Yo siempre la había ganado. Con los alemanes, claro. Borré el mapa otra vez, aplané la arena, dibujé un rostro. […] Me apresuré a borrarlo y de inmediato dibujé el mapa de Europa, el norte de África y Medio Oriente e ilustré con profusión de flechas y círculos mi estrategia decisiva para ganar el Tercer Reich. Mucho me temo que el Quemado no entendió nada (pp. 164-165).
No se trata del mapa del cuento borgiano “Del rigor en la ciencia”, del que parte Jean Baudrillard para su teoría del simulacro, pero comparte con él, a escala menor, la naturaleza de “simulacro de segundo orden” (1978, p. 5). Podría hablarse, no obstante, de que los cambios que sufre Udo le hacen entrar en un estado de desrealización, de percepción que linda con la hiperrealidad26: “Hoy, después de un largo paseo a pie, le dije a Conrad que bien pensado y en resumidas cuentas todos nosotros éramos como fantasmas que pertenecían a un Estado Mayor fantasma ejercitándose continuamente sobre tableros de wargames. Las maniobras a escala. ¿Te acuerdas de Von Seeckt? Parecemos sus oficiales, burladores de la legalidad, sombras que juegan con sombras” (p. 356). La existencia como un gran juego; jugadores como piezas, a su vez, de otra partida mayor, muñecas rusas, sin manos que las ordenen.
Jugar a detectives, brevemente
En El Tercer Reich el juego se instaura como principio rector de la novela. Este lo impregna todo, temática y sentido, caracteriza a los personajes y adquiere un valor simbólico en relación con la escritura, la política, la memoria y la vida. Sin duda, Bolaño ensayó con esta obra las posibilidades narrativas que el juego podía proporcionarle y esa lección la volvería a aplicar, años más tarde, en Los detectives salvajes (1998), con un uso más puntual y sutil, pero a la vez más complejo; su aparición, estratégicamente dispuesta, lo convierte en un componente fundamental del sentido y la estructura de la novela, una estructura que para Bolaño parecía determinante. En respuesta a la observación de que la obra podría leerse como un conjunto de cuentos autónomos (siendo el caso extremo la historia de Auxilio Lacouture, luego reescrita en Amuleto), Bolaño subraya la importancia que le concedía a la estructura novelesca por encima de la fragmentación:
Pero quiero puntualizar que Los detectives salvajes no es un conjunto de historias: es una novela, y una novela con una estructura dificilísima y una unidad tremenda. Que de ahí salga una historia no tiene nada que ver… En una novela puede caber absolutamente todo, sí. Pero una novela es una novela. Tiene unas reglas: en una novela, una historia que esté totalmente aparte, como en un cuerpo, o se convierte en un cáncer que tienes dentro, o se convierte en algo que sale, como un hijo, pero en mi novela no sale nada. Hay enlaces, hay incluso autopistas que te llevan lejísimos, pero luego siempre hay un camino de vuelta (Gras Miravet, 2000, pp. 60-61).
En esa “estructura dificilísima”, la disposición de los juegos ocupó un papel fundamental, de hecho, en “Acerca de Los detectives salvajes”, el programa de mano del acto de entrega del Premio Rómulo Gallegos, terminaba diciendo: “Se puede leer como una agonía. También se puede leer como un juego” (2004, p. 327). No vamos a repetir aquí el análisis del componente lúdico en esta obra, para ello remitimos a Vázquez Recio (2020), solo recordar que los principales juegos que aparecen son tres. El primero, circunstancial, es el uso del glíglico, un préstamo de Rayuela de Julio Cortázar (1997, p. 196)27; el segundo reuniría los otros juegos con el lenguaje, esencialmente, los juegos de pregunta-respuesta de carácter metaliterario situados al comienzo de la primera y de la tercera parte de la novela, marcando de forma simétrica las dos entradas del diario del García Madero, (1998, pp. 14-16 y 557-561)28; el tercero, de más relevancia, son los juegos visuales, dispuestos en tres series también de preguntas-respuestas. La primera aparece en la segunda parte de la novela y se vertebra en torno al enigmático poema de Cesárea Tinajero “Sión”, que Arturo Belano y Ulises Lima intentan interpretar con la ayuda de Amadeo Salvatierra (1998, pp. 398-401)29; la segunda es la serie de los mexicanos (1998, pp. 573-577) y la tercera, la serie adivinatoria final “¿Qué hay detrás de la ventana?” (1998, pp. 608-609), que se ha convertido, a la postre, en el icono del libro.
Si El Tercer Reich no se caracteriza por su humor -en ella el juego es algo muy serio, como lo es la novela-, todo lo contrario sucede en Los detectives salvajes, donde el juego se hermana con la risa de una forma liberadora. Así lo vemos, por ejemplo, en la actitud de Belano y Lima cuando intentan descifrar el poema de Tinajero, bebiendo tequila. “El poema es una broma”, dicen los jóvenes, marcando el carácter lúdico del texto vanguardista de Cesárea, lanzado como un enigma para sus destinatarios, un ejercicio de écfrasis, como explica Saucedo Lastra (2009), un enigma que los personajes se plantean como un juego de preguntas-respuestas que, en realidad no tiene una sola solución, una lectura única.
En la escena de la serie de los mexicanos en diferentes posturas, según la interpretación ingeniosa de los pictogramas que inicia García Madero y que secundan Lupe y Belano, los jóvenes no paran de reírse. La risa que genera el juego adivinatorio y sus soluciones proviene en gran medida del placer, como señalaba Freud, similar al que provoca el “chiste inocente” de carácter verbal; su funcionamiento es idéntico: “hallamos un innegable placer al trasladarnos […] de un círculo de representación a otro muy lejano” (Freud, 1969, pp. 105-106). Estos jóvenes emulan con su risa la niñez, en un juego que se practica con el único fin de pasarlo bien, rechazando la vida respetable y “provechosa”, instaurados en “esa región de los actos inútiles”, como la llama Jean Duvignaud (1982, p. 15). Pero su risa también es propuesta vital, símbolo de toda la novela y de la apuesta por el humor, que es fundamental en esta obra, como en ninguna otra de Bolaño.
En la serie final, la de la ventana, se alcanza el culmen del ingenio chistoso, en el sentido freudiano antes mencionado: ver una estrella en el pico que asoma por el lado izquierdo del primer rectángulo, ver una sábana en el rectángulo vacío. Para la última ventana, sin embargo, no hay respuesta y esa ausencia determina el desenlace de la novela. El juego de preguntas-respuestas visuales sella la obra y también le confiere, unido a los juegos de preguntas-respuestas lingüísticas previos, un hilo estructural30. Ambas series de juegos son juegos de competición, del tipo agonal, que llegan a su culmen en la última ventana. Esta impele al lector a responder a la adivinanza quizás con la esperanza de demostrar que es capaz de estar a la altura del autor -pues como sabiduría suprema pasa “el hacer una pregunta a la que nadie pueda contestar” (Huizinga, 2007, p. 142)-, que es ese “lector ideal” que ha logrado entender la novela porque ha hallado la respuesta adecuada, o ese detective sagaz que ha logrado resolver el caso. El carácter hermenéutico que tienen los juegos en Los detectives salvajes, sobre todo el último, marca una diferencia notable también con El Tercer Reich. Si en esta el juego, a pesar de su carácter simbólico, se agota en sí mismo, en aquella es una bofetada al lector, le abre una “ventana” hacia un interrogante que es a la vez textual y extratextual.
Y esta interpelación al lector nos lleva al último apartado de este artículo.
Esa jungla llena de animales: juego y estructura literaria
Volvamos para acabar al valor. En la última parte de Los detectives salvajes, Arturo Belano, que al final blandirá el cuchillo contra Alberto, recita a Arquíloco, un poeta valiente, pero capaz de abandonar su escudo y escapar del campo de batalla, “sin importarle la vergüenza y el deshonor” (1998, p. 561). Ese poeta acompaña a Bolaño desde siempre, representando al guerrero valeroso, al hombre que encara la vida y la muerte con coraje y templanza, pero sin dejarse llevar por principios ajenos ni por el qué dirán31. ¿Pero para qué hay que tener valor en literatura según Bolaño? Algunas declaraciones del autor nos ofrecen pistas jugosas sobre el sentido de esa lucha lúdica en lo que concierne a la narrativa. En la entrevista de Cristián Warnken, cuando le habla de la comparación que suele hacerse entre Rayuela y Los detectives salvajes como novelas iniciáticas, que representan dos momentos generacionales distintos32, Bolaño responde:
Yo creo que es una comparación de una generosidad -para conmigo- enorme. Mi novela es una pobre novela comparada con Rayuela; eso lo pienso sinceramente. Ahora, al menos hay algo que puedo... algo que puedo aceptar; y es que al menos he intentado meterme por estructuras, y por juegos dentro de esa estructura, nuevos. Si lo he conseguido, no lo sé. De todas maneras, creo que es una opinión de una gran generosidad (Bolaño, 1999).
Parece claro que Bolaño se siente unido a Cortázar en la búsqueda de formas narrativas que noqueen los modelos consabidos, dándole vueltas “a la forma de una historia, a los mecanismos secretos de la estructura, esa jungla llena de animales depredadores de la que huye la mayoría de los escritores” (“Puigdevall, el raro”, 2004, pp. 151-152). En una búsqueda donde está presente el juego, palabra que Bolaño emplea expresamente, según hemos visto antes.
En más de un lugar hace una defensa de las grandes empresas narrativas en las que escribir es una lucha a vida o muerte. Quizás su mejor expresión la encontremos en 2666, en lo que parece una declaración de principios:
Qué triste paradoja, pensó Amalfitano. Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez (2004, pp. 289-290).
Con esas grandes obras se refería Amalfitano a Moby Dick, a Bouvard y Pécuchet, a Historia de dos ciudades o a El Club Pickwick, y, probablemente, a la misma 2666 de la que él forma parte, y antes de ella, incluiríamos nosotros a Los detectives salvajes, pues acometer una obra torrencial parece un mandamiento escritural del último Bolaño. La importancia del contar se vuelve desmesura en estas dos obras, que parecen querer alcanzar la novela total, confiriendo estructura a un mundo caótico, fragmentado en pequeños mundos, en discursos y voces sin número33.
Su escritura torrencial actúa por acumulación, por repetición y por variaciones dentro de la repetición. Acumulación de personajes que pasan a veces, con pequeñas o grandes variantes, de una obra a otra (Belano, Lima, Arcimboldi, Archimboldi, Amalfitano, Lalo Cura). Acumulación de datos, de situaciones y de historias, engarzadas. También en La literatura nazi en América (1996) las biografías ya componían un puzle, un mosaico que ofrecía a la postre un mundo propio, siguiendo la misma senda de ese “Apéndice para monstruos” de La senda de los elefantes (1984), convertida luego en Monsieur Pain (1999).
Para este aspecto, como avisa Bruno Montané, sería decisiva la influencia de Georges Perec: “Con respecto a este autor, Roberto parecía fascinado, por el modo de montar una novela puzle a partir de una imagen tan espacial como la de la casa de muñecas sin fachada… En ese sentido, me parece que Los detectives tiene mucho que ver con La vida. Instrucciones de uso”34. Y una novela puzle no deja de ser una novela juego35. Bolaño parece haber aprendido de Cortázar la necesidad de encontrar para su novela un “lector cómplice”36, un lector detective, que sea capaz de reconocer y recomponer los fragmentos de su obra en un ofrecimiento que tiene mucho de reto lúdico.
La estrategia compositiva de la narración, como en un juego de tablero, según se evidenciaba en El Tercer Reich, se completa, andando el tiempo, con la idea de novela-puzle. Recomponer el puzle con la lectura, jugar bien la partida, lleva a entender la novela, no solo Los detectives salvajes, sino también su testamento literario, 2666, que comparte la misma poética. De forma desacralizada, este juego de lectura (como el del lejano Libro del conde Lucanor, con sus cinco partes, cada vez más difíciles) recuerda a las porfías de saber y conocimientos que se remontan a la cultura arcaica, tal como describía Joan Huizinga, competiciones enigmáticas donde ya no está en juego la vida, pero que se constituyen como reto hermenéutico para los personajes y para los lectores.