Los recuerdos del porvenir (1963), primera novela de Elena Garro (1916-1998), recrea el pasaje de la Revolución mexicana y los turbulentos años que arrastraron sus consecuencias en el escenario arquetípico de una pequeña localidad imaginada en el interior mexicano,1 el pueblo de Ixtepec. Espacio emparentado con otros pueblos literarios donde, como la Comala de Rulfo o el pueblo “en algún lugar del arzobispado” de Al filo del agua (1947) de Agustín Yáñez, la Revolución se suele representar como un acontecimiento más sufrido o recibido que actuado o protagonizado, en discursos construidos desde lo que, muchos años después, en la década del ochenta, el historiador Luis González y González denominaría “el mirador de los revolucionados” (1986)2.
En el Ixtepec de Los recuerdos del porvenir: “La revolución estalló una mañana y las puertas del tiempo se abrieron para nosotros” (Garro, 1993, p. 36). Sin embargo, en la novela, esa primera apertura del tiempo histórico de cambio que trae la Revolución se clausura con la derrota del movimiento liderado por Emiliano Zapata. Al iniciarse la narración, los personajes evocan un tiempo previo de festejos y vivacidad (Garro, 1993, pp. 33-34) que se acaba cuando los zapatistas (representantes de ese primer momento revolucionario en el universo simbólico de Los recuerdos…) son expulsados del pueblo y llega la “invasión carrancista” -es decir, los partidarios del entonces presidente Venustiano Carranza-, personificada por el personaje del caudillo Rosas y sus militares. La “traición” de esos intereses populares y la presencia ominosa de la Revolución hecha gobierno determinan el letárgico “tiempo de piedra” en el que se halla sumido Ixtepec en el presente narrativo.
La última etapa del proceso de desquiciamiento de Ixtepec en la Posrevolución está representada por la Guerra Cristera3 (Glantz, 1999). La recreación de este conflicto armado civil que se produjo en México debido a un enfrentamiento entre la Iglesia y el gobierno revolucionario hacia mediados de los años veinte ocupa toda la segunda parte de la novela de Elena Garro, en una atención que no solo responde al interés de la autora por un episodio que reaparecerá ocasionalmente en su narrativa, sino que también se corresponde con la gravedad a la que la rebelión escaló en muchos estados mexicanos. Sobre todo en algunas zonas de la franja geográfica centro-occidental, el conflicto llegó a adquirir una relevancia mayor en la memoria colectiva que la Revolución de 1910 propiamente dicha.
Quisiéramos, a través de esta intervención, reflexionar sobre los significados que adquiere la recreación de la Guerra Cristera (GC) en la narrativa de Elena Garro con el fin de indagar el modo en que su obra reelabora la tradición literaria definida por la Novela de la Revolución Mexicana (NRM),4 concebida esta última como una categoría crítica y como un corpus fundador de un canon literario nacional en México. Consideramos que la perspectiva que habilita este ángulo específico de estudio -es decir, la focalización en la GC en la obra de Garro- permite aclarar y ampliar la comprensión de aspectos clave a través de los cuales la escritura de esta autora critica, se apropia y restablece las formas literarias y culturales de una Revolución triunfante que, en el México del siglo XX, opera como eje en torno al cual se disponen y definen todos los demás sentidos.
Evidentemente hay un elemento biográfico implicado en la relación de Elena Garro con la Cristiada. De modo tal que la alusión a la vida de Garro resultará aquí, por momentos, inevitable. Es aceptado el juicio crítico, basado en numerosas declaraciones de la autora, según el cual Los recuerdos del porvenir en parte es un compendio de las memorias de su infancia y que el pueblo imaginario de Ixtepec es Iguala, pueblo natal de Garro; así como que la gente que la novela recrea existió realmente (García, 2009, p. 14). La formación católica de la autora, así como su crecimiento en un hogar maderista, anticallista y procristero también llevan a concebir el aspecto experiencial del retrato de la GC que la novela Los recuerdos del porvenir brinda. De modo tal que se supone que en ella Garro retoma el periodo posrevolucionario que más la marcó (Rosas Lopátegui y Toruño, 2009, pp. 36, 38; Ruiz Abreu, 2003, pp. 282-283; Earle, 2010, p. 891), cuando, según propia declaración, “[su] héroe era el padre Pro5 y [su] enemigo Plutarco Elías Calles” (Carballo, 1968, pp. 495).
Así, pues, detrás de muchos aspectos del modo en que la GC es comprendida en la obra de Elena Garro, así como detrás de los “usos” y las interpretaciones que el episodio puede adquirir en su escritura -como, en verdad, detrás de muchos elementos presentes en toda su obra en sí-, está la biografía de la autora. Tanto la posibilidad de una lectura “feminista” de la Cristiada, así como de algunos elementos ideológicos que la novela Los recuerdos del porvenir atribuye a la guerra y características relacionadas al tipo de lectura epistemológica que del episodio los textos realizan -y a los que aludiremos aquí- dependen de la comprensión de ciertos aspectos de la biografía y la personalidad de la autora. Ante todo, considerando que vida y obra, figuración autoral, ficción y autoficción siempre fueron aspectos imbricados e indisociables del proyecto creativo y de la experiencia de Garro (García, 2009, pp. 14-15).
Sin embargo, no creemos necesario sostener aquí una interpretación que base específicamente el valor de Los recuerdos del porvenir en una lectura en términos de la trasposición de las evocaciones infantiles sobre una Iguala procristera a la literatura, como “compensación” o “transformación de las impresiones” de una niñez en la que “nació el desprecio hacia el gobernante que cerraba iglesias y perseguía a los sacerdotes” (Ruiz Abreu, 2003, p. 283). Por un lado, tal tipo de lectura desconocería el vínculo productivo que experiencia, historia y ficción adquieren en el proyecto creativo de Garro. Por el otro, menospreciaría el valor y significado que tal recuerdo de vida adquiere en la escritura de esta autora. Indudablemente, toda esta experiencia personal e infantil pasa por el tamiz de las elaboraciones adultas de Elena Garro; pero también, y sobre todo, por su matriz literaria, que recrea todo eso en un sistema de pensamiento e imaginación personal sobre lo nacional que, a través de su singularidad y originalidad, se revela muy productivo para discutir lugares comunes y anquilosados de la oficialidad estatal, filosófica y literaria en México.
Tres miradas sobre la guerra: propuestas de lectura
La GC puede considerarse bajo tres aspectos o perspectivas de estudio a través de los que la guerra ingresa a la escritura de Elena Garro, a su universo de sentido, e interviene en el modo en que la autora opera tanto sobre las construcciones culturales y políticas oficiales acerca de la Revolución Mexicana, así como sobre la tradición literaria nacional construida a partir de la NRM.
Un primer aspecto -quizá el más evidente- histórico o político, que retoma la GC en tanto episodio de oposición a los gobiernos posrevolucionarios. Esta voluntad crítica con respecto al nacionalismo revolucionario no es exclusiva de Garro, sino que puede considerarse compartida con un amplio grupo de escritores coetáneos, como por ejemplo Juan Rulfo, José Revueltas o Fernando del Paso -quienes incluso también se ocuparon del conflicto religioso en algunos de sus novelas y cuentos-. Se trata de un movimiento general de revisión histórica y cuestionamiento cultural con respecto a las promesas no cumplidas del proceso iniciado en 1910, que ya hacia mediados de los años cincuenta se encuentra en pleno desarrollo.
Garro era, ella misma, una opositora del régimen posrevolucionario, tanto de su época como por tradición familiar. Su abuelo materno fue activo colaborador de Francisco Madero; dos de sus tíos lucharon y murieron en la Revolución al lado de Pancho Villa; y Elena, “como por herencia” vivió sus fantasías de “activismo rebelde” (Earle, 2010, p. 889). Garro adhirió, por momentos abnegada y casi utópicamente, a los ideales de esa “primera” Revolución por la que su familia había luchado, es decir, la revolución maderista y las revoluciones de Villa y Zapata, que auspiciaban respectivamente la democratización institucional, la justicia social y los derechos sobre sus tierras de los indígenas -como se propone en su obra teatral Felipe Ángeles (1979) y como, asimismo, se deja leer en las tesis políticas propuestas entrelíneas por Los recuerdos del porvenir-. Tal devoción política es la que lleva insistentemente a Elena Garro a inscribirse en las filas del agrarismo oficial militante (Espejo, 2009, pp. 57-58) y a apoyar activamente, como organizadora militante y periodista, “al malhadado exdirector del PRI6 Carlos Madrazo […] motivada por [sus] intentos […] de democratizar el proceso político mexicano” (p. 891). Así pues, se comprende mejor cómo la simpatía que Los recuerdos del porvenir manifiesta para con los cristeros coincide, por caminos sinuosos que radican en los meandros de una historia de vida personal y familiar marcada por la oposición política, con su embanderamiento en estos principios “originales” de la Revolución y su odio a la corrupción de generales y políticos que la “traicionaron” desde el mandato de Venustiano Carranza en adelante.
En consonancia con este posicionamiento personal, la novela Los recuerdos del porvenir propone una lectura del proceso revolucionario y la GC que se opone a la historia oficial, trae a la memoria el recuerdo de un hecho “reprimido” en esta narrativa y va en armonía con ciertos cambios en los paradigmas de comprensión del pasado histórico que estarían a la orden del día durante la década del sesenta y las posteriores: el materialismo histórico (marxismo), el revisionismo, la historia oral y la microhistoria, el giro memorialista, etcétera. Es decir, con paradigmas de comprensión histórica anclados en una concepción polifónica del relato del pasado, a través del trabajo con nuevas y diversas fuentes de estudio, que dejaran atrás el monolitismo de la historia oficial. A estas interpretaciones ideológico-políticas sobre la rebelión cristera que se desprenden de la novela de Garro dedicaremos los apartados contenidos en la sección “Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”.
En segundo lugar, la presencia de la guerra de religión en la obra de Garro puede considerarse focalizando en la mirada que retoma la guerra de religión desde un ángulo que atiende a la participación de las mujeres y a la representación de lo femenino en ella, a partir de una perspectiva que podría denominarse feminista7. Los rasgos propios del episodio histórico así como de la tradición literaria asociada a él (la novela cristera) colaboran en este sentido. Como es sabido, los estudios de género aportaron un fuerte impulso al conocimiento y al análisis crítico de la obra de Garro, sobre todo a partir de los años noventa (Domenella y Gutiérrez Velasco, 2009, p. 54), cuando la difusión de este tipo de paradigma teórico-crítico habilita, en gran parte, la lectura de una autora relegada al olvido por su posición en el campo intelectual y político y por la complejidad de su personalidad. Este punto será desarrollado en el siguiente apartado (“La Cristiada feminista”) con mayor detalle.
Finalmente, consideraremos la GC en la escritura de Elena Garro desde un ángulo que podría denominarse epistemológico, dado que atañe al debate en torno al tema de la identidad mexicana y los desarrollos ensayísticos y filosóficos que se dedicaron a su indagación. Desde este aspecto, imbricado con los dos anteriores, el conflicto religioso es recuperado en la escritura de la autora por su carácter de persecución histórica llevada a cabo por el gobierno mexicano, tradicional antagonista u oponente en sus relatos. Esta guerra es puesta en relación, a partir de este rasgo, con otras persecuciones y marginalidades con respecto al Estado nacional en el continuum histórico mexicano. Para reconstruir esta peculiar lectura de la Cristiada que Garro desarrolla, es necesario repasar en su obra la elaboración literaria de una teoría sobre la identidad nacional que discute con el paradigma negativo del “malinchismo” y la soledad del sujeto masculino mexicano desarrollado por Octavio Paz, quien elabora una teoría del ser mexicano basada en la cerrazón, contraria a la “rajadura”. Emprenderemos este ejercicio en el apartado “ʻUna larga noche que expiarʼ: La identidad nacional según Elena”.
La Cristiada feminista
En muchos de sus textos, Elena Garro trabaja explícitamente sobre problemáticas que, desde la óptica actual, podrían denominarse sin reticencias “feministas”, las expone y las critica en sus cuentos y novelas. Esta preocupación manifiesta por las problemáticas asociadas a la condición de la mujer en la sociedad, a sus representaciones y roles asignados, concebidos como un espacio de marginalidad y limitación, hace que los textos en sí mismos no solo habiliten, sino que incluyan una perspectiva de género que enriquece su interpretación.
Para el análisis de Los recuerdos del porvenir, novela en la que aparece recreada la GC, la perspectiva de género se demuestra productiva a la hora de pensar el modo en que se problematizan las formas de intervención de las mujeres en el mundo político y la posibilidad o imposibilidad de que ellas se constituyan como (voces) protagonistas de la historia nacional y su narración. Así pues, el marco crítico brindado por el feminismo sirve para pensar el tipo de relación con la tradición literaria mexicana sobre el que aquí nos interesa reflexionar. En términos de Méndez Ródenas (1985): “Los recuerdos del porvenir sería un ejemplo de escritura femenina, entre traición y tradición, porque la funda una paradoja: por un lado acata la tradición de manejar una serie de recursos narrativos de largo arraigo en las letras hispánicas, por otra parte adapta y modifica convenciones poniéndolas al servicio de la intimidad femenina” (p. 845).
De la gran cantidad de abordajes desde la perspectiva feminista que los textos de Garro han habilitado, aquí consideramos necesario retomar tres que resultan particularmente pertinentes para los fines de pensar la relación de las obras de la autora con la tradición cultural y literaria de su país. Quisiéramos recuperar algunas de las interpretaciones propuestas por dichos estudios en tanto puntos de partida del análisis que en este trabajo se busca emprender, a las cuales se volverá a lo largo de su desarrollo. En primer lugar, la lectura propuesta por Jean Franco ([1989] 1994) en Las conspiradoras. La representación de la mujer en México. Para el periodo que aquí interesa, esta crítica británica propone una relectura histórica de la figura de la Malinche como símbolo negativo de la nacionalidad mexicana y una revisión del papel ambiguo de la mujer en el sistema de significados del nacionalismo posrevolucionario. De este modo, en la institución literaria se entabla una lucha en la que ciertas autoras (entre las que Franco considera a Elena Garro junto a Rosario Castellanos) intentan incluir a las mujeres como protagonistas de novelas que problematizan la formación nacional, en una matriz de identidad en la que la subjetividad mexicana se piensa tradicionalmente como algo esencialmente masculino (p. 21).
En segundo lugar, el de Silvia Spitta (1996), que propone la elaboración, a partir de la lectura del cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”,8 de una “transculturación femenina” (p. 168). Según esta investigadora, el cuento, por un lado, criticaría la violencia masculina que inscribe la tradición de la traición en el cuerpo de la mujer -es decir, en la Malinche- y que excluye a las mujeres de la definición de “cultura” -crítica al modelo de El laberinto de la soledad-. Por otro lado, expondría el modo por el cual la subjetividad mexicana se encuentra desarraigada entre dos culturas y cómo la afirmación de cualquiera de sus polos, indígena o español, entraña una “derrota”, una “traición” implícita a la otra cultura, que está en el punto de partida de toda la identidad mexicana, y no solo de la femenina. De este modo, “la traición caracteriza la subjetividad mexicana contemporánea masculina y femenina; traición que a la vez se vuelve una característica de la modernidad y de la relación del país con su pasado” (p. 166).
En tercer lugar, Gabriela Polit-Dueñas (2008) analiza las novelas de caudillo -entre las que ubica a Los recuerdos del porvenir- como novelas de formación nacional y desde una perspectiva de género. La NRM, siguiendo el episodio histórico que le dio origen, hizo del caudillo su personaje central, de modo tal que este “está unido indefectiblemente a la identidad mexicana y la Revolución es el escenario donde se resuelve su destino y se mitifica su figura” (p. 100). El caudillo es, así, la subjetividad paradigmática de la Revolución y del criollismo mexicano, cuya identidad se promueve como una indagación en la masculinidad (p. 101). Polit-Dueñas expresa que, al adentrarse en la exposición de las fisuras presentes en la representación de la figura de Francisco Rosas, así como al traslucir la identidad del caudillo como una suerte de acto performativo (p. 106), Elena Garro en Los recuerdos del porvenir transgrede -a la vez que se ubica en- la tradición de la novela de caudillos tal como esta se expresó en México a través de la NRM (por ejemplo, en la obra de Martín Luis Guzmán, entre otros autores).
Así, Polit-Dueñas (2008) reconoce en Los recuerdos del porvenir una rotunda crítica al machismo asociado al paradigma de subjetividad masculina en México. Tal machismo, que frecuentemente se figura en la narrativa como una determinación del “pueblo” mexicano, puede considerarse uno de los presupuestos del modo discursivo de lo autóctono asociado a la NRM. Por su parte, en Los recuerdos del porvenir no solamente la avidez de aventuras en la guerra puede ser inusualmente compartida por mujeres y varones -como sucede en los deseos infantiles de Nicolás e Isabel Moncada-,9 aunque ellas sean excluidas del espacio de acción político y público que implica la batalla; sino que, asimismo, la postulación de una agencia política habilitada a las mujeres a través de la GC modifica el esquema.
En la sociedad posrevolucionaria, las mujeres participaron a ambos lados del espectro ideológico. Por una parte, como explica Franco (1994, pp. 20-21), la emancipación femenina fue una de las banderas de la campaña contra el oscurantismo de la Iglesia y fue apoyada por muchos líderes, entre ellos Venustiano Carranza, quienes veían en el “fanatismo” religioso de las mujeres un obstáculo para la ideología revolucionaria. Muchas mujeres participaron en las campañas de la nueva sociedad, por ejemplo, como maestras de la educación socialista de Lázaro Cárdenas o incluso como periodistas o pintoras de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) (Seydel, 2018; Comisarenco Mirkin, 2018). Incluso, la militancia feminista fue de avanzada en algunas zonas del país, como en Yucatán, donde algunas asociaciones lucharon por el control de la natalidad y el amor libre. Sin embargo, como ya se ha visto, durante la Cristiada, el papel de las mujeres fue sumamente activo y, como propone Franco, a pesar de ciertos espacios de apertura, la realidad de la sociedad mexicana posrevolucionaria todavía seguía recluyendo a la mujer al hogar y a la crianza de los hijos, así como la ideología oficial, los medios y el cine seguían proponiendo como modelo a la idealizada familia patriarcal. Por eso, la GC se presentó, por su dinámica y por la profunda religiosidad o “fanatismo” -según el punto de vista desde el que se lo considerara- de las mujeres mexicanas, como un episodio clave de subversión de los espacios, que permitió la inversión de lo público y lo privado; la politización -o la evidencia de la dimensión política- del hogar y la activación de redes clandestinas de acción política en las que las mujeres se revelaron actrices principales:
Las mujeres participaron en el boicoteo organizado por la Iglesia y en los posteriores levantamientos. Cuando estalló el conflicto armado (el movimiento cristero), se formaron las Brigadas Femeninas. Las mujeres ocultaron al hombre que intentó matar al general Obregón en noviembre de 1927, y cuando José de León Toral lo asesinó en 1928, la madre María Concepción de Acevedo fue sentenciada a 20 años en las Islas Marías como autora intelectual del asesinato (Franco, 1994, p. 21).
Ante la desintegración del espacio público producto del ambiente autoritario propulsado por el mandato de Calles en el México de los años veinte, Los recuerdos del porvenir propone una mirada en reverso a la cartografía de la nación tal como esta se traza desde lo literario, en palabras de Polit-Dueñas (2008):
La autora describe cómo durante los años 20, México vivió una etapa en la que la violencia arrasó con el espacio público, típicamente masculino, dando pie a un proceso de politización del espacio privado, concebido como femenino. Al invertir simbólicamente la importancia de lo público y de lo privado, también se invierte la posición de las mujeres respecto a los hombres y la capacidad de gestión política (pp. 103-104). […] Resulta comprensible que Garro se aferre a esta versión de los hechos [que la suspensión del derecho al culto alió a conservadores con sectores desfavorecidos] porque vistos de esa manera, hacen posible que las mujeres tengan algún tipo de protagonismo: la defensa de la religión. En esta, como en toda novela de caudillo, la historia funciona como metáfora, un referente para crear una realidad otra. En este caso sirve para que, por primera vez en la narrativa sobre caudillos en México, las mujeres aparezcan retratadas como sujetos activos y en conflicto (pp. 104-105).
Sin embargo, frente a la NRM y la novela de caudillos, existe una tradición literaria acorde al tema de su novela y de la que Garro puede rehabilitar y capitalizar el protagonismo femenino: la novela cristera. Se reconoce como tal a una corriente definida ideológicamente dentro de un conjunto de textos más amplio, temáticamente orientados hacia la GC10. Desde muy temprano en el conflicto religioso, la escritura literaria fue utilizada instrumentalmente como un vehículo de transmisión. Surgieron así textos, tanto ficcionales como del género memoria y autobiografía, en los que se resaltaba la orientación política y espiritual de la perspectiva narrativa (Arias, 2002) y en los que el escritor buscaba divulgar principios de la ideología cristera a través de la inclusión de genuinos “sermones” en su interior. La literatura cristera fue una escritura de producción y difusión restringidas, pensada para ser consumida entre el grupo de militantes y creyentes. Estuvo limitada a esporádicas apariciones, circulaba a escondidas en escuelas religiosas y círculos familiares, y sus autores se amparaban muchas veces detrás de pseudónimos (p. 87).
Thiebaud (1997) propone que, mientras que las novelas anticristeras conectan totalmente con el ciclo de la NRM -“por la ideología que vehiculizan, por la estructura narrativa similar puesta en escena, la introducción de un lenguaje cotidiano de los combatientes” (p. 239)-; en cambio, “las obras pro-cristeras aparecen como una realidad literaria e ideológicamente autónoma netamente demarcada en la producción literaria de la época” (p. 204). De modo tal que la cristera aparece, desde este punto de vista, como la novela de la “contrarrevolución mexicana” en tanto se escribe en reacción a los principios fundamentales del movimiento social iniciado en 1910.
El ejemplo más emblemático de este tipo de producción lo ofrece el fundador del corpus, Jorge Gram, nombre literario del sacerdote David G. Ramírez, cuya novela Héctor (1930) fue en la época un éxito de ventas que se difundía en ediciones populares (Dessau, 1996, p. 193). El lenguaje de este autor apela a giros de la prosa romántica y modernista, a las narraciones históricas al uso literario del siglo anterior en México, y también a lo que Dessau denomina la importancia “cuasi decimonónica” de la historia de amor (p. 293). En palabras de Ruiz Abreu (2003), se observa en estas novelas la apelación a un lenguaje de contenido social útil para divulgar una doctrina (p. 91). Es decir, a narraciones claras y económicas, que brindan a los lectores un mensaje fácil de comprender sobre una matriz de lectura conocida y placentera. Dicho lenguaje viene dado por la forma narrativa melodramática, de la que muchas de las narraciones de orientación cristera participan.
Un rasgo característico de las novelas cristeras y que nos resulta particularmente importante en el contexto de este trabajo se refiere al protagonismo femenino que resaltan muchas de sus narraciones. Como propone Margarita León Vega (2018), tanto estudios históricos como los de Alicia Olivera y Jean Meyer, así como análisis antropológicos y específicamente literarios, desde el pionero de Manuel Pedro González hasta el más reciente y específico de Álvaro Ruiz Abreu:
Han advertido la presencia y el actuar de las mujeres durante el conflicto cristero y cómo ello se ha visto representado en las novelas, en las que son protagonistas de primer orden […]. Más aún, el protagonismo femenino ha sido considerado el rasgo distintivo de la novela cristera en oposición a la novela de la Revolución. […] Mientras la historiografía oficial muestra a las mujeres en un segundo plano, como “secundadoras importantes de las iniciativas masculinas”, 11 en la memoria popular (sobre todo en las áreas rurales) y en la mayoría de las novelas de tema cristero, aparecen como “las principales promotoras e instigadoras de la rebelión” (León Vega, 2018, pp. 430-431).
Esta capacidad de acción femenina en el espacio público, habilitada en la novela cristera a partir de una reapropiación de la efectiva relevancia del papel cumplido por las mujeres en el movimiento histórico, le sirve a Garro de modelo para la construcción de la acción política de sus protagonistas y sujetos femeninos en Los recuerdos del porvenir, en contraposición al papel limitado que el estereotipo de la soldadera adquiría en la NRM.
Con respecto a esta capacidad de acción femenina en el espacio público, Margarita León Vega (2018) ya ha ensayado una comparación entre la protagonista de la novela de Garro (Isabel) y la de la novela cristera Pensativa (1944) de Jesús Goytortúa Santos (1910-1979). Como propone León Vega acerca del rol activo que toman las mujeres en la defensa del cura del pueblo contra la persecución en Los recuerdos del porvenir, pero como asimismo podría extenderse a la participación de los personajes femeninos en todos los relatos sobre la GC: “La diferencia y los roles de género -la mujer confinada al hogar y el hombre participando en el espacio público, en particular, en la guerra- se reiteran. Sin embargo, en los momentos trascendentes […] las mujeres transgreden la línea de las convenciones y toman parte activa en los hechos. Inspiradoras, instigadoras e incluso agentes de una red clandestina de apoyo” (León Vega, 2018, p. 443). Incluso, llevando la argumentación un poco más allá, podría proponerse que tal acción no implica una “transgresión”, sino que es producto de una “porosidad” de los espacios públicos y privados habilitados por la religión como zona de acción política de las mujeres dentro del hogar12. Todavía más, del hogar como espacio político, donde se desarrolla la guerra, y, en este sentido, cabe destacar también la presencia del modelo otorgado por Cartucho de Nellie Campobello en la escritura de Garro-. Este rasgo es sobre todo pertinente en el caso de la GC, que estableció la clandestinidad de las prácticas religiosas y clausuró el templo como espacio de culto público, interiorizando sus ritos dentro de la casa familiar a través de las misas “de catacumbas”, el escondite de sacerdotes y la propaganda sediciosa. De este modo, puede considerarse que la GC le sirve de matriz literaria a Garro para construir una novela en la que las mujeres aparecen como protagonistas de la historia nacional.
“Yo solo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”
De comunidades imaginadas y la Cristiada zapatista
En el orden de las ideas, hay una serie de interpretaciones ideológicas que Garro arriesga sobre la guerra en Los recuerdos del porvenir y que habilitan lo que Juan Villoro (2019) denomina la “condición política” de la novela. Tales interpretaciones se traslucen o bien en las escenas sobre la GC que son narradas en la segunda parte, es decir, en el modo de representar las acciones de resistencia del pueblo de Ixtepec; o bien en las declaraciones explícitas del narrador del relato o de los personajes, sobre todo de los Moncada, que son aquellos cuyo punto de vista más coincide con el de la propia Garro en tanto expresan una postura maderista y a favor de la defensa de los indígenas al interior del texto, a diferencia del resto de los personajes.
Como ya mencionamos, la última etapa del proceso de desquiciamiento de Ixtepec a través de la Revolución está representada por la Guerra (Cristera Garro, 1993, p. 683). En Los recuerdos del porvenir, el pueblo deposita sus esperanzas en la entrada del ejército cristero al mando de Abacuc, un antiguo zapatista que, retirado del campo político con la derrota de su facción, guarda silencio durante el poderío de Carranza, Obregón y Calles, pero encuentra en la persecución religiosa una oportunidad para organizar la sublevación y volver a levantarse en armas. Por otra parte, la utilización del onomástico “Abacuc” remite directamente al nombre del profeta menor bíblico Habacuc, por lo que se trata de lo que Philippe Hamon (1982) denominaría un nombre “motivado” que permite connotar contenidos sociales del personaje a través del reenvío semántico que su nombre produce en el lector. En el caso de Abacuc/Habacuc, el mensaje principal transmitido por el libro profético atribuido al personaje asegura el triunfo de los justos y el castigo final de los opresores (“el justo vivirá por su fidelidad” o “por su fe”, Habacuc 2:4), reafirmando la espera ciega y la confianza última en la promesa de Yavé, que “se dirige a un fin y no errará” y “vendrá ciertamente, sin fallar” (Habacuc 2:3). Tal libro bíblico es también la ocasión de declarar escarnio contra aquellos que despojan a otros pueblos, roban, destruyen y causan derramamiento de sangre entre sus semejantes, por lo que es esta conciencia de justicia expresada por el profeta la que se transmite al líder zapatista-cristero Abacuc de Los recuerdos del porvenir que en el relato de Garro es esperado por Ixtepec como un portador de la venganza y el desagravio luego de la sumisión a la “tiranía” revolucionaria. Este mesianismo profesado por el narrador colectivo, que deposita una esperanza utópica en el improbable líder que nunca llega, como una suerte de reencarnación del asesinado Zapata, colabora con el establecimiento en el pueblo de un régimen de presente absoluto y devaluado, donde toda actualidad se vuelve un espacio vacío y de espera.
Es decir que, en primer lugar, en Los recuerdos del porvenir, la GC aparece como una continuación del zapatismo, en tanto ambos movimientos se consideran levantamientos populares -sea en nombre de la recuperación de las tierras o de Cristo Rey-, que en ambos casos son reprimidos por los antiguos revolucionarios convertidos en líderes y por la jerarquía eclesiástica. Es según esta asociación que, como propone Juan Villoro (2019), en la novela, Abacuc, zapatista, es identificado con la causa indígena. Esta última ahora se expresa a través de los cristeros y los pobres que quieren rezar y unen, así, una reivindicación religiosa a una política y son reprimidos por partida doble por el gobierno y por la Iglesia que les da la espalda. La vinculación biográfica de Garro tanto con la resistencia cristera durante su infancia así como con las luchas campesinas en su adultez, ligadas a los reclamos originalmente zapatistas, ya han sido mencionadas y brindan una base experiencial a esta relación inesperada entre zapatismo y movimiento cristero que se propone en el libro.
En segundo lugar, asimismo ese levantamiento sin dudas popular en la novela de Garro aparece también como un complot fraguado entre los generales traidores de la Revolución y los porfiristas católicos para crear un conflicto con el que quemar la causa del pueblo, sin que ambas interpretaciones sean contradicciones (la de la genuina adhesión popular al movimiento cristero y la de ser alentado por las clases perjudicadas por las reparticiones de tierras de la Revolución). Esa causa popular contra la que se crea la guerra es la del agrarismo, que con la derrota final cristera encontraría, también -y siempre según la novela-, su final. La lógica es la del complot y la Cristiada, según ella, es parte de esa maquinación de la “Revolución traicionada”. Para anular y reprimir la memoria todavía activa y ardiente de la lucha por sus derechos, que puede estallar en la comunidad, los poderosos “inventan” una causa para terminar con “los indios”. La maniobra consiste en la distracción del pueblo a través de una guerra construida, que no alterará las relaciones de poder, como deja claro el texto: “Mientras los campesinos y los curas de pueblo se preparaban a tener muertes atroces, el arzobispo jugaba a las cartas con las mujeres de los gobernantes ateos” (Garro, 1993, p. 154).
En tercer lugar, en Los recuerdos del porvenir, la GC supone un único e inverosímil momento de integración de los diversos sectores o clases que componen la sociedad, desde las señoras de la alta burguesía hasta las “cuscas” del burdel de Ixtepec. Como se verá más adelante, esta unión no coincide con el racismo antindígena que las clases altas de Ixtepec ostentan en la primera parte de la novela. Es decir que es una unión momentánea y, en ese sentido, ilusoria. De esta manera, en un poblado moldeado por su propio “orden anacrónico prerrevolucionario” (Gómez Michel, 2018, p. 12), el conservadurismo religioso une a patrones con subordinados.
Por una parte, esta unión podría considerarse una recaída en una visión ingenua por parte de Elena Garro, que apela a la hipótesis de una improbable y demasiado fácil utopía de religación nacional. Sin embargo, por un lado, tal como se retomará más adelante, el recurso a la unión de clases como parte de la guerra es una interpretación que se incluye entre los lugares comunes de la narrativa de orientación cristera -en términos de una “nación mexicana católica”, como aparece paradigmáticamente expresada, por ejemplo, en Héctor (1930) de Jorge Gram. Por otro lado, asimismo se puede pensar que en Los recuerdos del porvenir Garro se reapropia de esta perspectiva histórica para desplegar una mirada irónica sobre la nacionalidad mexicana y una crítica ante la incapacidad del pueblo mexicano de unirse en genuinas causas colectivas contra sus opresores históricos.
Pensada en estos términos, la GC se utiliza en Garro como una matriz histórica que permite metaforizar otra comunidad imaginada (en términos de Anderson, 2016) rezagada por la nacionalidad posrevolucionaria o, en términos de Jean Franco (1994):
Prestar voz a todos los elementos marginados de México: la vieja aristocracia, el campesinado (partidario de […] Zapata), los indios y las mujeres: en suma, a todos los rezagados por la modernización y la nueva nación. De esta memoria colectiva está excluida la historia oficial divulgada por los “hombres nuevos” que forjan el nacionalismo posrevolucionario (p. 175).
La memoria como matriz anacrónica de la narración
Finalmente, en relación con todas las interpretaciones consignadas anteriormente, y quizás más importante, es el modo en que los textos de Garro operan sobre la historia nacional.
En primer lugar, las características de la enunciación que sus textos eligen y construyen. Estos, a través de diversos enfoques, privilegian una perspectiva enunciativa que enfatiza una visión subjetiva de los hechos narrados, focalizando en las visiones parciales de los sujetos de la historia13. Por otra parte, esos sujetos cuya visión se resalta en los relatos pertenecen al mundo descentrado de la infancia, de las mujeres, de los indígenas, entre otras minorías. De modo tal que Elena Garro imagina y escribe desde esa marginalidad de la mirada14. Los oponentes por excelencia a este mundo de sujetos marginales, sus enemigos y, como se verá más adelante, “perseguidores”, pertenecen a un orden de “cabezas bien pensantes” (como se titula uno de los cuentos de Andamos huyendo Lola, 1980). Es decir, un mundo de racionalidad prosaica y masculina, del que a estas mujeres excepcionales y personajes excluidos no les queda otra opción que huir sea por la ilegalidad o clandestinidad, sea por la evasión fantástica (escaparse por una “grieta”). En cada relato, dicho orden adquiere diferentes configuraciones. Puede ser el mundo opaco y pesado del matrimonio y de la política, el mundo cruel y vigilante de los fonderos y dueños de pensión, la mentalidad de la clase media ascendida, etcétera. Pero sobre todo, y más importante aquí, ese orden está representado por el gobierno, que aparece como una entidad abstracta y omnipotente en Andamos huyendo Lola, pero que ya estaba en “Nuestras vidas son ríos” de La semana en colores como un gobierno mexicano “matón”, y que en Los recuerdos del porvenir se configura como el detestado gobierno de los generales traidores de la Revolución, carrancistas y callistas.
Como los indígenas de Los recuerdos del porvenir, la memoria de los protagonistas marginados es peligrosa y debe silenciarse, como explica el narrador metadiegético de “Debo olvidar” luego de leer el diario de Lelinca: “La gente solo cree a los victoriosos: ʻ¡Vaya viejo loco! ¡Mira, mira, qué historia ha inventado!ʼ, me dirían. Así que debo callar y ¡debo olvidar! La memoria de los vencidos es peligrosa para los vencedores” (Garro, 2016, p. 336).
La enunciación de Los recuerdos del porvenir constituye un caso especial, dado que esta novela, como es conocido, propone un narrador colectivo intradiegético: el pueblo de Ixtepec en su conjunto. Esta obra formula la reconstrucción de la historia de la Revolución Mexicana y de la GC a través de la mirada lateral y la memoria colectiva de una pequeña comunidad del sur del país. Se trata de una voz compleja, que oscila entre la primera persona del singular y la primera persona del plural, y que se sostiene sobre saberes y voces múltiples, instalando un discurso polifónico en el relato. En Ixtepec, a pesar de que la mayor parte de los personajes con “nombre y apellido” pertenecen a las clases privilegiadas y fueron antimaderistas (con excepción de los Moncada), la mayoría de la población es indígena y, es evidente, según Margo Glantz (1999), que muchas de las ideas expresadas por el narrador colectivo son las de la propia Elena Garro, de modo tal que “en este texto, hilvanándolo, y a manera de bajo continuo, se define una posición política, el narrador colectivo es en resumidas cuentas un agrarista, en verdad los indios son partidarios de Zapata y por serlo son exterminados” (pp. 693-694).
Todas esas voces (las de los personajes y la del narrador) se expresan polifónicamente en el relato, de modo tal que la narración recrea o intenta recrear el funcionamiento de un imaginario a nivel colectivo, o reconstituir a nivel del enunciado la memoria del pueblo en la novela. Ute Seydel (2002; 2007), en este sentido, reconoce esta presencia de procesos rememorativos individuales y colectivos, de nivel extra e intradiegético, en la novela y propone su lectura a partir de las teorías de la memoria de Jacques Le Goff, Jan Assmann y Enrique Florescano (Seydel, 2002, pp. 68-70). Al recrear los episodios de la Posrevolución y de la rebelión cristera desde la limitación de la perspectiva o el recorte de campo que ofrece la mirada colectiva del pueblo de Ixtepec, podemos decir que la novela opera sobre la historia nacional a través de un ejercicio de rememoración que se asemeja al ensayo de la microhistoria de sesgo antipositivista (2007, pp. 259-260)15.
La construcción de la enunciación en la escritura de Garro, sea privilegiando el recorte de los hechos de los personajes de su historia (autodiegéticos o no), sea recuperando a través de la construcción de una instancia enunciativa compleja la memoria comunitaria de todo un pueblo de provincias, rescata siempre la dimensión necesariamente subjetiva del tiempo, su reconstrucción (personal y colectiva) en un continuo donde pasado, presente y porvenir “son la misma fecha” (“La primera vez que me vi”). Tal visión responde a lo que se podría pensar como un concepto del tiempo de carácter bergsoniano, basado en la noción de durée o duración, desarrollada por Henri Bergson para rechazar el tiempo espacializado (compartimentado, reversible) de las matemáticas y la mecánica. De este modo, es el funcionamiento de la memoria colectiva como matriz que da forma y guía la narración el que explica la dislocación temporal del relato en Los recuerdos del porvenir y su pluralidad de duraciones, detenciones, aceleraciones y esperas, dado que, como el narrador-Ixtepec explica más adelante: “la memoria contiene todos los tiempos y es imprevisible” (Garro, 1993, p. 14). O, en términos de Marc Bloch, la memoria es “psíquica en su proceso, anacrónica en sus efectos de montaje, de reconstrucción o de ʻdecantaciónʼ del tiempo”, por lo que “no se puede aceptar la dimensión memorativa de la historia sin aceptar al mismo tiempo, su anclaje en el inconsciente y su dimensión anacrónica” (Bloch, apud Didi-Huberman, 2018, p. 60).
La configuración de la temporalidad en Los recuerdos del porvenir, que aquí consideramos dependiente de la propia constitución de las instancias narrativas y de la reconstrucción de la memoria de dichas voces, ya ha sido abordada numerosas veces y se ha convertido en un lugar común de la crítica sobre el texto. Entre otros ejemplos, algunos investigadores ensayaron una lectura de género que interpretó la ruptura de la linealidad cronológica en términos de la representación simbólica de un tiempo cíclico asociado a lo femenino (Méndez Ródenas, 1985; Lemaitre, 1989). Otros consideraron una lectura política del tiempo “detenido” del pueblo en tanto juicio negativo de Los recuerdos del porvenir sobre el estancamiento impuesto en el interior mexicano por una Revolución degenerada (Peralta, 2005-2006; Fornet, 1994; Galli, 1990). Algunos otros observaron detrás de la repetición cíclica del tiempo en la novela la presencia de subtextos prehispánicos originarios, como la figura de la Malinche, o paradigmas impregnados de una cosmovisión precolombina (Larson, 2009; Verwey, 1982; Espejo, 2009; Anderson, 2009, p. 110).
Por supuesto, en la comprensión histórico-temporal de Garro está comprendida esta visión no racional o antipositivista del tiempo, plausible de ser estudiada en su obra desde tantos puntos de vista. Juan Villoro (2019), a partir de las formulaciones de Lucía Melgar, propone que la escritura de Elena Garro tiende a buscar “tiempos fuera del tiempo”, o a dar con aquello que se sustrae de la cronología. Solo según un concepto no lineal y anacrónico (superpuesto, detenido, subjetivo, no cronológico, circular, cíclico, cualitativamente heterogéneo, en todas sus variantes de aparición) se puede comenzar a pensar cualquier tipo de lectura de la historia, del pasado, del presente y cualquier imaginación del futuro que la autora haya sido capaz de concebir a través de su escritura.
La capacidad de experimentar esas formas de la temporalidad no lineales o anacrónicas, de sustraerse del tiempo o comprender su relatividad, está reservada en las ficciones de Garro a los narradores y personajes que sus ficciones privilegian. Es el tiempo que es capaz de habitar la infancia (“La semana de colores”), el modo de ocupar el devenir reservado a la “locura” o la “rebeldía” de sus mujeres perseguidas y bellas (“¿Qué hora es…?”), comprendidas solamente por sus criadas, que comparten con ellas el tránsito por esas temporalidades diferenciales (“La culpa es de los tlaxcaltecas”). También es el tiempo de la cosmovisión campesina, o de la mal llamada “superstición” popular (“Perfecto Luna”)16.
Es por esta razón que tales personajes vencidos y marginados son, muchas veces, acusados de estar “fuera del tiempo” o de “no ir con los tiempos”, en un desfase que puede ser el que Agamben (2011) atribuye al genuino sujeto contemporáneo17. Es decir que una suerte de inadecuación o “fuera de tiempo” los caracteriza. Si, por ejemplo, Felipe Ángeles -en la obra teatral homónima- se transformó en traidor a la Revolución porque no logró adaptarse a los nuevos tiempos, en Y Matarazo no llamó… ([1989] 2013), según el lenguaje del poder, los “agitadores” (obreros huelguistas) van en contra del desarrollo de México: “El país está en pleno desarrollo y vienen esos sinvergüenzas a poner todo patas para arriba…Estás fuera de la realidad, te lo repito” (Garro, 2013, p. 114).
Es también esta concepción anacrónica de la temporalidad la que, en última instancia, determina el registro fantástico que sustenta muchas de las tramas de Garro y que supone un alejamiento con respecto al pacto realista de lectura. En muchos de sus cuentos y novelas, los personajes encuentran una grieta por la que fugarse del tiempo, congelan su devenir, esperan su cita, se escapan de la fecha, saltan de temporalidad, burlan el espacio/tiempo, circulan entre el sueño y la vigilia, la vida y la muerte. De modo tal que ruptura de la linealidad cronológica y del verosímil realista se hallan inextricablemente imbricados en los relatos18.
Así pues, es también la memoria, como funcionamiento de la conciencia y concepción del tiempo que la escritura de Garro reconstruye y desde la que narra, la operación que Los recuerdos del porvenir hace sobre la historia nacional mexicana de la Posrevolución y la GC. Es desde el ángulo de una concepción memorialista del pasado que esta novela propone una crítica al monolitismo oficial y reconstruye la historia oral y colectiva de una pequeña comunidad imaginaria, Ixtepec, que funciona como modelo representativo o ilustrativo de cualquier pueblo de provincia de México en los años veinte del siglo pasado. Ese ejercicio de microhistoria, como propone Seydel (2007) le permite narrar el pasado desde la perspectiva de los oprimidos y reconstruir sus versiones.
“Una larga noche que expiar”: la identidad nacional según Elena
Ya fueron mencionadas aquellas lecturas críticas que, desde la perspectiva de los estudios de género, releen y recuperan en la escritura de Elena Garro una impugnación de la interpretación de la figura histórica de la Malinche o Malintzin tal como esta ha sido elaborada por la cultura mexicana y, más específicamente, por Octavio Paz en El laberinto de la soledad (Franco, 2004; Spitta, 1996); así como también la propuesta de Silvia Spitta (1996) sobre la posibilidad de pensar el desarrollo de una “transculturación feminista” en el cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda la obra de Garro podría recorrerse intentando leerla bajo la lupa o la perspectiva de una crítica a los discursos sobre la identidad nacional. Por un lado, en tanto esta ha sido construida desde la oficialidad estatal emanada de la Revolución mexicana a través de discursos, monumentos, textos, símbolos y calendarios patrios (Vid. Seydel, 2007 y 2018). Por el otro, también en cuanto esta identidad ha sido elaborada por la -no menos congruente con el nacionalismo revolucionario y su legitimación- “filosofía de lo mexicano”, de la que Octavio Paz fue uno de los exponentes clave durante la década del cincuenta.
Muchos de los cuentos, novelas y obras de teatro de Elena, por un lado, exponen la dinámica de la autoridad y la política, dejando al descubierto la naturaleza retórica, performática y artificial del poder en México, sobre todo del revolucionario. Por otro lado y paralelamente, elaboran una teoría personal -personalísima, sería mejor decir- sobre la historia y la subjetividad modernas mexicanas, basada en la dinámica anterior. De ambos aspectos resulta un esquema que podría denominarse epistemológico en que la persecución y la traición se vuelven las dos figuras dominantes de la lectura de la modernidad nacional emprendida por Garro. O, en otras palabras, la historia (sea esta personal o colectiva) se configura en el esquema narrativo de Garro como una sucesión o continuidad de traiciones y persecuciones, de modo tal que ambas -en última instancia, concurrentes, dado que, como se verá, las posiciones políticas de perseguido o “huido” y traidor coinciden- se constituyen como tropos que recorren la historia de México y permiten comprender sus dinámicas.
Es en ese sentido que la GC, en tanto persecución religiosa, persecución histórica y alianza coyuntural de perseguidos por el gobierno mexicano, cobra un papel en el esquema de interpretación no solo histórico-político, como vimos anteriormente, sino también cognoscitivo de la escritura de la autora.
Tema del perseguidor y el “huido”
Elena Garro interpreta la historia según un esquema (por otra parte, clásico) que aplica a todas sus narraciones. En ellas, el mundo se divide en dos actantes: los ganadores y los perdedores, los vencedores y los vencidos. A través de una narrativa que, como hemos estudiado, privilegia el punto de vista de la última parte de esta ecuación, la autora desarrolla con énfasis dos flexiones específicas de esta tradicional dicotomía. Por un lado, la que propone, frente a la paranoia de los personajes perseguidos o “huidos” -como se autodenominan muchas veces los protagonistas de Garro-, la vigilancia amenazante y cruel de los todopoderosos perseguidores, cazadores violentos y omnipotentes que abundan en su ficción. Por otro lado, la victoria histórica también puede retratarse a través de la figura del héroe, que se contrapone, borgeanamente, al infame traidor (por antonomasia, traidor a la patria).Y, paradigmáticamente, también la traidora, que retoma el modelo del malinchismo, clave de la figuración negativa de la identidad en México y del que Elena Garro realizará una crítica. Además, ser traidor, en la obra de Garro, es equivalente a ser culpable y perseguido, dado que el traidor a la patria es aquel a quien se atribuye la culpa de toda derrota, miseria, desgracia o decadencia en la que haya caído la nación.
De este modo, en su escritura, la historia reviste un carácter, por un lado, teatral (dado que admite el cumplimiento de roles, de papeles por parte de los personajes que se vuelven actores de un drama) y, por el otro, lúdico. Es un juego en el cual se puede ganar y perder. La exposición de este carácter a la vez lúdico y teatral de la historia encuentra en Felipe Ángeles (1979)19 una representación metadiscursiva ejemplar en la obra de Garro que analizaremos aquí para comprender mejor este funcionamiento en el resto de su obra y, sobre todo, en Los recuerdos del porvenir.
Este drama, basado en datos reales de la transcripción taquigráfica del juicio sumario realizado contra el exgeneral villista Felipe Ángeles en 1919, retoma la historia de su proceso en el “Teatro de los Héroes” en Chihuahua y su posterior fusilamiento. Luego de tres años de destierro, Ángeles vuelve a México, donde es aprehendido por las fuerzas constitucionalistas y acusado del delito de rebelión militar, a pesar de que uno de sus mayores reconocimientos fue el de haber sido un militar ejemplar, cuya actuación fue decisiva en las batallas de Torreón (marzo-abril 1914) y sobre todo en la toma de Zacatecas (junio de 1914), crucial para el triunfo de la Revolución. El Congreso permite suspender el juicio, pero como las órdenes emanan del “Primer Jefe” (Carranza), el proceso debe seguir y se lleva adelante con testigos sobornados. Sin embargo, la multitud del norte del país todavía recuerda a Ángeles como el héroe de los grandes triunfos revolucionarios de la División del Norte y, enardecida, pide clemencia por él. En la obra de Garro, el pueblo de Chihuahua ha organizado comités pro Felipe Ángeles para ampararlo, pero los abogados preparan la defensa de un “condenado a muerte”.
En este drama, asistimos al detrás de bambalinas del teatro de la ley de la Revolución, cuyos actores (generales, oficiales, coroneles) se confiesan sus conflictos de conciencia en torno a la traición de los ideales revolucionarios (“no hicimos para esto la Revolución”, Garro, 2009, p. 90). Se dirime, entre los representantes revolucionarios y las señoras que defienden a Ángeles, un concepto de justicia diferente. Para las señoras, la justicia es contar con suficiente tiempo para juzgar las pruebas y sopesarlas, tener defensores, aplicar la legalidad. Para el Gobierno, por el contrario, justicia es lo que él imparte, emana del poder y es, por ende, una aporía: si bien debería ser un valor supremo a partir del cual se guía, sin embargo no existe antes de los actos de poder que la constituyen y la estatuyen. Para el poder, justicia, según la mirada lúcida de las señoras, es igual a función de teatro y ejercicio de terror (“Señora Galván: -¿A organizar esta función de teatro le llama usted justicia, general?-. Señora Seijas: -La confunde usted con el terror-”, p. 86).
Juan Pablo Dabove (2007) desarrolla el concepto de “teatro de la ley” y el elemento dramático (semiótico) implicado en la proclamación de los edictos estatales señalado por Foucault para la noción de “bandido” (1984, p. 23). Lo mismo puede ser aplicado, en este caso, al funcionamiento léxico y semántico de “traidor”, dado que señala el elemento performático involucrado en cualquier acto de dominación (p. 24), en este caso, el fusilamiento en juicio sumario. Dice Dabove:
Latin American bandits were not simply executed: they were hanged from conspicuous trees, publicly shot, decapitated or quartered, exposed at crossroads, in markets, on pikes, on fences, in squares, and even photographed in order to obtain maximum publicity from the punishment. This very public form of execution can be called a “theater of law” (Blok 1998, following E. P. Thompson 1975, 105) through which dominant classes symbolically restore or confirm their dominance after it is called into question by the bandit […]. Without overextending the application that Blok gave to the notion, I maintain that the theater of law comprised a continuum of symbolic practices that encompassed both scaffold and poem and that was clearly intended as a “pedagogy of terror” (Salvatore 2001, 310) (p. 24).
No es casual que la crítica ubique a la dramaturgia de Garro en una generación de 1954 que siguió la vía de renovación abierta por Rodolfo Usigli con El gesticulador (1938), drama que propone la teatralidad de la simulación como gesto típico de la retórica mexicana (Schmidhuber de la Mora, 2014).
El mayor peligro que se esconde en el “crimen de matar a Ángel” es que el Ejecutivo, a través de este acto de simulacro, exhibe demasiado el “juego”, es decir, el funcionamiento performático del poder absoluto (“asesinarlo con el simulacro de la legalidad”, Garro, 2009, p. 95), que con ironía barroca juzga a su enemigo en un teatro. La Revolución identifica “rebelde” con “opositor”, de modo tal que serlo pasa a significar simplemente ocupar una posición en el tablero político: “General Diéguez: […] No es un problema algebraico que necesita una demostración impecable, es un caso político. Ángeles ha cometido un error político y sabe el precio que se paga por esa clase de errores” (p. 115). Se trata de un juicio que es, a la vez, una obra de teatro (hay que aprenderse “de memoria” los “papeles”) y un entierro (hay que “dar fe” de un “cadáver”). Pero el acusador de hoy puede ser el acusado de mañana y todos pueden asistir al “estreno” de su propia “función”, con un temor que remite a la reversibilidad de los papeles en esta farsa. Se acusa de traidor a Ángeles, aunque la traición en verdad se comete contra él. Como “bandido” según Dabove (2007), traidor aparece entonces como un “significante vacío” (Laclau, 2015), cuya atribución de sentido se define desde el poder. Las señoras recuerdan que la traición, desde una justicia abstracta, debería probarse; sin embargo, en la justicia real, práctica, revolucionaria, la traición se decreta.
La obra de Garro enuncia programáticamente el proceso de construcción de la ideología de la Revolución, aplicando una división materialista entre superestructura y estructura (que en la obra se presenta como insistencia en la división entre palabras y hechos). Dice Gómez Luna a Ángeles: “Se han invertido los valores por los que usted peleó, mientras se sigue usando el mismo lenguaje por el que usted peleó” (Garro, 2009, p. 96).
De este modo, el poder (encarnado por la Revolución, en Felipe Ángeles y Los recuerdos del porvenir) crea traidores, según un accionar donde los héroes de hoy pueden ser los caídos de mañana. Es decir, dado que esta es la dinámica propia de la Revolución y el poder, la definición del triunfo y la derrota son coyunturales. El juego de la política, los poderes y sus definiciones, arroja del lado de los vencidos o de los vencedores, de los héroes o los traidores a la patria a los sujetos, con papeles que pueden ir variando. Zapata, Villa, Ángeles, Obregón, Calles y Carranza, son, entre otros, esos sujetos.
Como ellos, los patricios de Ixtepec en Los recuerdos del porvenir también son vencidos que podríamos denominar coyunturales. Antimaderistas y reaccionarios, dado que no pueden soportar una revolución en la que los indios reclaman tierras y derechos que “no les pertenecen”, el carrancismo, en ese sentido, representó para ellos un alivio. Sin embargo, más allá de la seguridad que en un principio pudieron sentir cuando Villa y Zapata (los “indios”) fueron asesinados, los generales “traidores” de la genuina Revolución -tal como los denomina el propio narrador colectivo- establecieron un gobierno voraz y tiránico que los terminó perjudicando y arrojando a un espacio de marginalidad al que no están acostumbrados. Es por esto que el tío Joaquín Moncada, aristócrata dueño de la casa más lujosa del pueblo, viendo sus zapatos hundirse en la tierra justo antes de ser fusilado por los soldados de Rosas, se sorprende: “Qué raro estar abajo, yo siempre la he caminado por encima” (Garro, 1993, p. 285). El siguiente intercambio lo demuestra:
-Con Madero empezaron nuestras desdichas... -suspiro la viuda [Elvira Montúfar] con perfidia [...]
-En el principio de Francisco Rosas está Francisco Madero- sentenció Tomás Segovia.
-Desde que llegó a Ixtepec, no ha hecho sino cometer crímenes y crímenes y crímenes-.
En la voz de Segovia había una ambigüedad: casi parecía envidiar la suerte de Rosas, ocupado en ahorcar agraristas en lugar de sentarse en el corredor de una casa mediocre a decir palabras inútiles. "Debe pasar momentos terribles" se dijo, sintiendo una emoción aguda. "Los romanos tampoco tenían la concepción ridícula de la piedad y menos frente a los vencidos, y los indios son los vencidos". Mentalmente hizo con el pulgar la señal de la muerte, tal como la veía en los grabados de su historia romana. "Somos un pueblo de esclavos con unos cuantos patricios", y se sentó en el palco de los patricios a la derecha de Francisco Rosas (p. 71).
No es la primera vez que en la novela se evoca a Roma como símbolo de una civilización de vencedores crueles. En el capítulo I de la primera parte, Los recuerdos del porvenir rememora la infancia de los niños Moncada, cuando Isabel y Nicolás jugaban sobre los árboles del jardín de su casa a “Roma” y “Cartago”. Mientras que Isabel -mujer-niña en ese momento, futura traidora, rebelde y loca- resiste en silencio desde las ramas de “Cartago”, su hermano varón Nicolás la ataca desde las alturas de “Roma”. Como en muchas ocasiones veremos que sucede con los personajes indígenas de la novela, el arma de Cartago frente a Roma es el silencio20. La referencia a las guerras púnicas remite a un momento de inflexión entre dos posibilidades mundiales de dominio. Cartago era el poder dominante del Mediterráneo occidental al comienzo de los enfrentamientos, por lo que su derrota supone un hito en la historia antigua, el instante en que Europa vence sobre África, de modo tal que lo cartaginés encarna la contrafáctica historia de los vencidos.
Otra perspectiva, diversa a la de la viuda Montúfar y Segovia, es la de la familia de Martín, Ana Moncada y sus hijos, que fueron maderistas desde la primera hora, así como no comparten el racismo criollo de sus condiscípulos de clase. No obstante, participan en la resistencia cristera: "Desde que asesinamos a Madero no tenemos sino una larga noche que expiar", dice Martín Moncada, y sus amigos "lo miraron con rencor. ¿Acaso Madero no había sido un traidor a su clase? Pertenecía a una familia criolla y rica y sin embargo encabezó la rebelión de los indios" (Garro, 1993, p. 71). La clase patricia de Ixtepec, que quisiera aliarse al poder, pues está acostumbrada a la supremacía que da el dinero, está en el lado "incorrecto" de la historia solo por el juego de la política de la Posrevolución. No puede concebir, porque niega y reprime con hipocresía su rol en el pasado nacional, tener alguna “culpa” en el proceso histórico, y solo reconoce la traición a la propia clase. Para los maderistas -como la propia Garro-, por el contrario, la única traición posible es aquella que se comete contra los ideales.
Pero hay sujetos o subjetividades que, independientemente o sin capacidad de introducirse en esa dinámica política de la que están excluidos, son los vencidos de siempre, cuya perspectiva marginal supera los cambios de posición que se dan en el tablero histórico-político: indios, campesinos, niños -muchas veces-, extranjeros y, sobre todo, mujeres -es decir y como ya se vio, los personajes y, frecuentemente, narradores preferidos de las ficciones de Garro-. Son ellos los que representan el genuino punto de vista de los marginados. Y también los que se constituyen como los culpables (traidores) por antonomasia. Siguiendo el modelo histórico y simbólico de la Malinche, son los “perejiles” de la historia que, por su parte, necesita de estos chivos expiatorios. La “fabricación” de este tipo de traidores constituye el tema de muchos relatos de Garro.
El personaje de Julia, la amante del general Rosas en la primera parte de Los recuerdos del porvenir, cumple claramente esta función, como ha sido numerosas veces señalado por la crítica:
-Todo esto es muy triste...
-Es verdad, aquí la única que gana siempre es Julia- contestó el boticario con amargura.
-Sí, la culpa la tiene esa mujer- exclamó la señora Montúfar (Garro, 1993, p. 73).
-¡Es Julia!... Ella tiene la culpa de todo lo que nos pasa... ¿Hasta cuándo se saciará esa mujer?... […] -gritó doña Elvira (p. 82).
En el final de Y matarazo no llamó… ([1989] 2013) lo mismo sucede con Matarazo y Eugenio Yáñez, dos anodinos burgueses que se unen a la lucha obrera para encontrar algún sentido a sus vidas solitarias, pero que terminan siendo acusados por la policía de asesinos, traidores a la patria y “tumbagobiernos”. Apresados, torturados y finalmente asesinados sin pruebas de culpabilidad alguna en la organización de las huelgas de obreros contra las que arremete el gobierno, así como tampoco en la muerte del cadáver que encuentran en la casa de Yáñez, los periódicos difunden que se trata de dos “monstruos” que asesinaban y torturaban jóvenes. Los rumores son expandidos, amplificados y distorsionados incluso por las personas que los conocieron en vida, de modo tal que se transforma al enemigo en una invención de la retórica del poder. Producto de la traición de un “pueblo de vendidos” (Garro, 2013, p. 122), Matarazo y Yáñez son enredados en una trampa que los coloca como chivos expiatorios de las internas entre obreros y gobierno.
Así pues, traidor a la patria es una posición política y un modo de expiar y proyectar una culpa histórica hacia sujetos que en verdad son sus víctimas. El mecanismo se podría pensar como una inversión del modelo propuesto en el “Tema del traidor y del héroe” de Jorge Luis Borges (1974). En Borges, el traidor expía su culpa actuando de héroe para el pueblo. En Garro, los verdaderos traidores, autonombrados héroes y representantes de lo nacional, proyectan su culpa en las víctimas (“héroes” protagonistas y narradores de la ficción de esta autora) y las transforman en traidores. Aquí la pena (que es la muerte escenificada en el cuento de Borges) no recae sobre el culpable o los verdaderos culpables, sino sobre las víctimas. Al igual que en Borges, se imputa un atributo falso sobre un sujeto. Pero si en “Tema del traidor y del héroe”, se trata de la calificación de héroe (no culpable) que recae sobre un traidor (culpable), en Garro se revela el mecanismo de proyección de la traición (culpa) sobre una víctima (no culpable).
Chivos expiatorios y persecuciones históricas
Así, pues, en los textos de Garro, la “traición” al mundo indígena reaparece constantemente como la “verdadera” culpa a expiar en México, una traición real que no surge de la atribución de etiquetas retóricas producto del juego de poder de la política que se vio en el apartado anterior. En términos de Spitta (1996), en “La culpa es de los tlaxcaltecas”, Laura, la protagonista, se autodefine “traidora” y, a su vez, ve en el mestizaje del México contemporáneo la “traición permanente” hacia el pasado y, por extensión, hacia el presente indígena (p. 158). La repetición de dos frases, “la culpa es de los tlaxcaltecas” y “yo soy como ellos: traidora” -que une a la señora Laura con su criada Nacha, que también se identifica, como indígena y mujer, con la traición-, establece ambas críticas (p. 163). En tal autodefinición hay, según Spitta, un elemento paródico y lúdico con respecto a los discursos dominantes, masculinos y hegemónicos que hacen de la Malinche -y de todas las mujeres mexicanas, por extensión- el símbolo privilegiado de la traición (p. 162). Pero además, al hacerlo “también se reprime una larga historia de pequeñas y de grandes traiciones tanto por parte de los indígenas mismos, especialmente de los tlaxcaltecas, como por parte de Cortés y de los españoles” (p. 165).
Por un lado, la tensión entre la identidad criolla y la identidad indígena se produce en Garro en el corazón de los hogares, donde las niñas o las señoras de clase media o alta, “güeras” o con prosapia “criolla”, se encuentran con sus criadas, cocineras y sirvientas, que funcionan a modo de mediación entre esa identidad que ha olvidado su origen mestizo y el mundo de lo indígena y lo popular, sus saberes, sus creencias, sus cosmovisiones.21 Este es un esquema actancial recurrente en Garro y se puede percibir claramente en el cuento “El árbol”, de La semana de colores, en el que el papel de mediación cumplido por la criada se ve abolido, generando un encuentro directo y fatal entre la “señora” y la “india”, es decir, entre dos órdenes y mundos diferentes. En este relato, la señora Marta, identificada a través de una “repugnancia criolla” que no para de aflorar a la superficie, siente una constante hostilidad hacia Luisa, una anciana indígena que llega golpeada a su casa y encuentra a la dueña en soledad dado el franco de su criada Gabina.
Sin embargo, en otros casos, en vez de sentir repugnancia por lo indígena, las típicas protagonistas femeninas de Elena - o bien pertenecientes a la clase alta, mujeres rubias y elegantes caídas en desgracia, o bien sus niñas terribles y rebeldes- se relacionan con fascinación con este universo y su cosmovisión. Este tipo de personajes están siempre entre la enajenación y la lucidez, conocen un mundo otro, una realidad fantástica que resulta ajena a los demás22. Los sirvientes -o ciertos sirvientes- suelen identificarse con ellas y transformarse en sus aliados, como sucede con Nacha en “La culpa es de los tlaxcaltecas”, el portero Brunier en “¿Qué hora es…?”, Tefa en “Una mujer sin cocina” 23 o la relación entre Dorotea y los niños Moncada en Los recuerdos del porvenir, a través de una alianza que depende, en gran medida, de un saber compartido sobre el otro orden de cosas. Las criadas, frecuentemente indígenas, en contacto con el mundo de la superstición popular, comparten con sus amas o amitas el mundo de “palabras misteriosas” que habilita otra percepción de la realidad y del tiempo. Ellas están, como las “locas” protagonistas de Garro, iniciadas en ese conocimiento al que no todos acceden, y de ese mutuo entendimiento depende el papel de mediación que cumplen entre ambos órdenes -el criollo y el indígena-.
En Los recuerdos del porvenir, la relación de los mestizos aristócratas y burgueses con los indios y el campo es igual de tensa y mediada por el temor y el desconocimiento que en muchos de los cuentos. Ixtepec, narrador colectivo que en varios momentos asume la voz de los sujetos desamparados, explica que los mestizos salen al campo con pistolas, que se sienten desconfiados y sin cultura allí, provistos de formas artificiales solo alimentadas por el dinero mal habido. Según la comunidad, “por su culpa [la de los mestizos] el tiempo estaba inmóvil” (Garro, 1993, p. 27). Sin embargo, a través de una inversión de esta culpa, los mestizos proyectan sobre las víctimas la falta y el pecado causantes del deterioro de la región:
El camino que cruzaba la sierra para llegar al mineral atravesaba "cuadrillas" de campesinos devorados por el hambre y las fiebres malignas. Casi todos ellos se habían unido a la rebelión zapatista y después de unos breves años de lucha habían vuelto diezmados e igualmente pobres a ocupar su lugar en el pasado. A los mestizos, el campo les producía miedo. Era su obra, la imagen de su pillaje. Habían establecido la violencia y se sentían en una tierra hostil, rodeados de fantasmas. El orden de terror establecido por ellos los había empobrecido. De ahí provenía mi deterioro. “¡Ah! ¡Si pudiéramos exterminar a todos los indios! ¡Son la vergüenza de México!”. Los indios callaban (Garro, 1993, pp. 26-27)24.
Como en el caso de Julia, que no responde a las preguntas de Rosas y se refugia en sus ensoñaciones, o como en los juegos infantiles en los que Isabel luchaba como “Cartago”, el silencio es el arma de esos marginados. “¡Son tan traidores! […] qué diría mi pobre padre... si viera a esta indiada sublevada” (p. 27) dice doña Elvira y:
Félix [el criado], sentado en su escabel, los escuchaba impávido. "Para nosotros, los indios, es el tiempo infinito de callar", y guardó sus palabras. Nicolás lo miró y se movió inquieto en su silla. Le avergonzaban las palabras de los amigos de su casa. -¡No hablen así! ¡Todos somos medio indios! -¡Yo no tengo nada de india! -exclamó sofocada la viuda (p. 27).
Sin la capacidad de asumir la culpa histórica que les toca, los mestizos mexicanos, sin memoria -como la viuda de Montúfar, que olvida los crímenes de su marido y “ahora compadec[e] a los indios colgados por Francisco Rosas” (p. 104)-, proyectan el propio pecado y expían la traición en los que anteriormente se definieron como chivos expiatorios de la historia.
Entonces, ¿qué es ser mexicano para Garro? Una respuesta aparece en dos relatos cortos: “Nuestras vidas son ríos”, de La semana de colores, y “La primera vez que me vi”, de Andamos huyendo Lola. Eva y Leli, de La semana de colores, con una identidad basada en la blancura de su piel y su pelo rubio, reproducen la tensión entre lo indígena y lo español a la que nos hemos referido recién. Para los personajes de la ciudad que las rodean y para las criadas, ellas son “las güeras” o “las güeritas” (“El día que fuimos perros”), “la parejita de canarios”, “las rubitas”, “una güera mala” (“Antes de la guerra de Troya”) o “gachupinas”25 (“Las cuatro moscas”). Y eso, muchas veces, las califica peyorativamente en un orden de cosas que las aleja de lo mexicano y las vincula a la identidad española.
En “Nuestras vidas son ríos”, la cuestión del ser mexicano se propone según un típico esquema garriano. En este relato, Eva y Leli contemplan las fotografías en el periódico del fusilamiento del joven general Rueda Quijano.26 Embelesadas por la poesía de la muerte del joven y por su belleza, las niñas quieren parecerse a él y ser “mexicano”, ante lo cual un sirviente retruca a Leli: “-¿Mexicano?... Eres niña y tan güera. Tú eres española-. Le dolieron las palabras de Ceferino: no quería que fuera mexicano” (Garro, 2016, p. 160). Así pues, no solo el ser mexicano es enunciado como un ser masculino -es decir, como un deseo de la niña orientado hacia una pertenencia que la excluye por niña, por mujer y por “güera”- sino que, desde la perspectiva o mentalidad de las niñas que observan las fotos del fusilamiento del militar en el periódico, para pertenecer a ese colectivo hay que ser “fusilado” por el “gobierno matón” o, en otras palabras, ser mexicano es ser perseguido y asesinado por el gobierno.
Una idea similar es desarrollada más extensamente en “La primera vez que me vi”. El narrador de este relato es un “sapito mexicano” [sic] llamado Dimas, como el buen ladrón de la crucifixión de Cristo, que tiene la capacidad mágica de atravesar los años y las épocas para situarse en diferentes momentos de la historia mexicana. Este peculiar narrador aboga por una identidad de las épocas, por la cual, en el devenir mexicano, todos los tiempos son el mismo tiempo, basado en una equivalencia de tipo persecutorio: “las fechas son la misma fecha porque en todas andamos escapando de la muerte” (p. 193).
Todas esas transformaciones de las formas de estar o ser vencido las atraviesa el sapo-narrador, que vive en diferentes épocas de la historia unidas por el hecho de ser acompañante de personajes “huidos” o perseguidos. Primero, en una casa de aristócratas simpatizantes del Imperio francés cuando vence Benito Juárez. Luego, como cómplice de Lelinca y Lucía -par de madre e hija protagonistas del volumen Andamos huyendo Lola- en la frontera norte, cuando las mujeres son casi deportadas a México por ser, como los colaboradores de Maximiliano, “traidoras a la patria”. Finalmente, aparece en un escenario donde unos mineros de Durango le comunican que andan revueltos y que deben escaparse. De modo tal que la sucesión de eventos propone una continuidad histórica entre acontecimientos y situaciones muy diversas, solo unidos por el hecho de juntar a personajes que se consideran inmersos en la situación de escapar. Las conclusiones del narrador sobre el ser mexicano son tanto ilustrativas como irónicas al respecto: “Según gentes muy cultivadas, todos los mexicanos somos traidores. Entonces, no era tanta novedad” (p. 198); “¡Caray, no es fácil ser mexicano, arriesga uno ser traidor, ser escapado de la justicia, ser fusilado, ser bracero, ser deportado!” (p. 194).
De modo tal que la identidad mexicana aparece en esta continuidad anacrónica como algo que pasa por la situación existencial de la persecución, tomada desde la perspectiva del perseguido, y por la vida en la clandestinidad. Eso es lo que aúna la identificación de las niñas con el general Rueda Quijano fusilado en “Nuestras vidas son ríos”, de los tlaxcaltecas “traidores” del cuento de La semana de colores y también, como nos importa aquí y volviendo al eje de este trabajo, de la Cristiada como evento histórico que preocupa a Garro en la segunda parte de Los recuerdos del porvenir. En esta novela, como ya se ha mencionado, la unidad entre las clases desheredadas (campesinos, criadas, indígenas, “cuscas”, locos, etcétera) y los aristócratas y burgueses de Ixtepec durante la segunda parte del relato, conjugados por la causa cristera, aparece como una suerte de utopía nacional a través de la cual, para defender el atrio de la Iglesia: “Llegaron las señoras y los señores de Ixtepec y se mezclaron con los indios, como si por primera vez el mismo mal los aquejara” (Garro, 1993, p. 158). Esta alianza no coincide con el desprecio que, de hecho, los personajes de clase alta, mestizos y criollos, sienten por los indígenas en la primera parte del relato y que describimos anteriormente. Por lo cual, al producirse, se traduce como una hermandad coyuntural y, en cierto punto, destinada a fracasar desde el comienzo, como efectivamente sucede en el desenlace de la trama. Tal carácter artificial, por ejemplo, es percibido por Isabel, que reconoce una contradicción en la lucha religiosa de Ixtepec:
Miró a las gentes agrupadas a su alrededor y no se reconoció en ellas. ¿Qué hacía allí? Apenas creían en Dios y la suerte de la iglesia la dejaba indiferente. Vio a su madre que se abría paso entre la muchedumbre para acercarse a ella. “Ahí viene, muy afligida y siempre está hablando mal de los curas...” (Garro, 1993, p. 161).
La común oposición al gobierno y la situación de persecución pone en una eventual igualdad a los antirrevolucionarios ricos y a las clases populares. Sin embargo, esa voluntad de sumergirse en una causa colectiva superadora concluye en el ahogo, de modo similar a lo que ocurre con la causa obrera en Y matarazo no llamó… Es decir, parece haber una suerte de imposibilidad estructural de alianza en la capacidad de movilización del pueblo, dividido por escisiones que le resultan insalvables. Incapaz de organizar una lucha genuinamente articulada, sus búsquedas son truncadas por la traición (como sucede con Isabel en Los recuerdos del porvenir y con la criada de Montúfar, que delata el plan de Ixtepec a los militares) y la desconfianza mutua.
Esta incapacidad de unirse en causas colectivas también está representada por la masa que asiste al juicio sumario en Felipe ángeles. Esa “muchedumbre” o el “público” que aplaude en el teatro -que solo en los discursos de los oficiales o de Ángeles es “pueblo”, pero no en las didascalias, como espacio ideológico independiente de los personajes dramáticos- no puede hacer nada. Solo las señoras del comité pro Felipe Ángeles merecen atención, en la obra teatral de Garro, como agentes políticos. Dice el general Diéguez ante la inminente lectura del veredicto: “¡Todos [me dan asco]! Y en especial esa muchedumbre que llena el teatro y aplaude, y silba y patea y luego nada. ¡No harán nada! Tal vez las únicas que merecen respeto son esas señoras. Pero esa gente…” (Garro, 2009, p. 122).
Por su parte, Y Matarazo no llamó… es un relato sobre las posibilidades del despertar político en México, de la toma de conciencia del pueblo, así como, a su vez, sobre las dificultades y los peligros asumidos para llevar a cabo ese despertar colectivo, que requiere de la confianza mutua en un pueblo de “vendidos” (Garro, 2013, p. 122) o “rajados” para poder realizarse. La crueldad y la falta de solidaridad que acechan a todos los personajes de Elena Garro -sobre todo a sus protagonistas mujeres, pero también a los varones que focaliza Y Matarazo no llamó…, en este caso- los sume en un universo dominado por la inseguridad. El proceso emocional de estos hombres se asemeja al que Aube y su hija Karin experimentan ante los personajes de la pensión en la que viven en el cuento “Andamos huyendo Lola”, aunque ejemplos como estos dos podrían multiplicarse en la obra de Garro. Se trata de dos personajes melancólicos y llenos de miedo -como la mayor parte del elenco garriano- que por su propio temor se recluyen en la soledad.
El recorrido retrospectivo que la novela brinda por la vida del protagonista (Eugenio Yáñez) despliega la construcción de aquellas características que Octavio Paz atribuye al sujeto masculino mexicano por antonomasia: la cerrazón, la incapacidad de demostrar sentimientos (“abrirse”), que resultan en una personalidad marcada por el miedo y la paranoia. La novela no realiza un elogio de este modo de ser, sino que, por el contrario, señala el destino “existencialista” (en sentido peyorativo) en el que esta idiosincrasia deriva.
Si para Octavio Paz el mayor peligro que acecha a la identidad del mexicano es la posibilidad de “abrirse”, dado que “el ideal de hombría consiste en no ‘rajarse’ nunca” (Paz, [1950] 1999, pp. 32-33) y el carácter del varón mexicano se habría conformado como un “violento rechazo hacia su vergonzosa madre” chingada (Franco, 1994, p. 171), Elena Garro establece esa rajadura -que equivale a la traición- como rasgo distintivo y de origen de la mexicanidad. Sin embargo, la coloca ya no como atributo negativo que establece la cerrazón por reacción, sino, por el contrario, como un sistema sociocultural y un mito sobre el comportamiento femenino que es posible no solo criticar, sino asimismo deconstruir y subvertir (Messinger Cypess, 2009, p. 193). Como propone Franco (1994), aunque la perspectiva de Paz en El laberinto de la soledad sobre el machismo defensivo del mexicano y la necesidad de reprimir la parte “femenina en él y los demás es crítica”, este ensayista “no establece una distinción entre la representación y la realidad de la mujer, y parece condenar a los mexicanos a estar atrapados en su propia representación” (p. 174). En los textos de Garro, la rajadura que Paz deposita en el símbolo histórico de la Malinche o Malitzin, en el insulto “hijos de la chingada” y la traición no son ya una atribución intrínseca ni exclusiva de la condición femenina, sino, por el contrario, una característica de la subjetividad contemporánea y de la modernidad mexicanas en general, en la que la masculinidad también estaría implicada (Spitta, 1996, pp. 165-166).
El tomar conciencia o despertar del pueblo mexicano, que en Y en Matarazo no llamó… se propone como un formar parte de un impulso más grande que el individuo, es lo que salva de esa masculinidad nacional destructiva al personaje de Garro. Eugenio Yáñez percibe el emerger de una violencia extraña, de una inminencia de la voluntad popular en el país que el personaje experimenta tanto como un contagio energético (Garro, 2013, p. 42) así como un deseo de formar parte de una comunidad que trascienda su soledad (Garro, 2014, p. 144). Dicho deseo se percibe como un extrañamiento que se verifica en lo íntimo, representado por la “toma” de la casa del protagonista por parte de los huelguistas, desde la cual el hogar del oficinista comienza un proceso de desidentificación (Garro, 2014, p. 62). Superando la cerrazón y el miedo de su naturaleza, Yáñez busca formar comunidad con aquellos “desheredados”, gente humilde que percibe como sus “iguales” a pesar de las visibles diferencias de clase entre esos obreros de la estación y su situación de burgués de clase media. Expresa el narrador extradiegético con focalización interna en Eugenio: “Quería mezclarse con ellos, compartir su huelga, aunque fuera de modo accidental y lejano, para confundirse un poco con los demás, ya que también él era un desdichado” (p. 15). Se trata de un proceso de identificación romantizado y utópico, que los propios obreros le explicitan como idealizado y que se asemeja al que se produce en la segunda parte de Los recuerdos del porvenir en relación con la GC y la persecución religiosa. Son, en ambos casos, dos procesos de unión en la persecución, de identificación a partir de una condición de vencidos que, sin embargo, no es igualitaria; y dos procesos por igual fracasados.
De hecho, existe en Y Matarazo no llamó… una alusión a la rebelión de los cristeros27 que opera en el sentido de lo anteriormente descripto. Luego de su fuga desde la ciudad a Torreón (Coahuila), Yáñez se confiesa con el cura de la parroquia de este pueblo, quien lo disuade de su plan de lanzarse a cruzar la frontera con EE. UU. junto a dos braceros. Para protegerlo de la policía, el párroco le ofrece su ayuda y la de una excristera (Alicia), que lo cruzarán a Durango en coche por la noche. A diferencia del resto de los personajes, la novela presenta al cura como un personaje solidario, así como a la excristera, a quien se describe como una mujer “heroica” que nunca niega la ayuda a los perseguidos. Solo con el sacerdote y en la confesión auricular logra Eugenio hacer confidencia y depositar en alguien su historia, ante lo cual el sacerdote responde piadosamente. Es decir, hay un valor positivo que el relato coloca en estos personajes y no en otros. El asesinato del cura bondadoso por parte de la policía secreta enfatiza esta caracterización del relato. Por otra parte, esta persecución se mezcla, en la mente del sacerdote, con la persecución cristera. El cura, inmediatamente, asocia la cacería de la que es víctima Yáñez con el conflicto religioso de algunos años atrás, como si ambos formaran parte de una encadenamiento, de un “tributo” de “sangre” que siguen pagando los cristianos (Garro, 2013, p. 165) y esta puede considerarse una de las razones de su piedad.
Como se ha mencionado, Juan Villoro (2019), en su interpretación del manejo temporal en la obra de Garro, propone que esta autora concibe el tiempo de un modo escénico, como un fluir de acciones que busca fijarse en un hecho perdurable. Ese momento cuando el fluir de los hechos encuentran la “cita decisiva”, al decir de Villoro, que los hará perpetuos se asemeja al núcleo argumental que persigue el teatro, cuyas representaciones se dirigen hacia el instante en que las emociones encuentran su pathos o catarsis. Esta podría ser, también, una manera de concebir el modo en que, en la narrativa “dramática” de Garro, el fluir de la historia encuentra “piedras” de significado recurrente, entre las que la GC se ubicaría.
Anotaciones finales
El anterior recorrido demostró, de modo general, cómo la representación de escenas, tópicos, figuras y personajes relacionados con la guerra entre la Iglesia y el Estado y la persecución religiosa en México durante los años veinte y treinta es operativa en la escritura de Elena Garro a la hora de intervenir sobre aspectos esenciales de la tradición crítico-literaria definida por la Novela de la Revolución Mexicana. Por un parte, para colaborar en la deconstrucción de la retórica el poder, haciendo una lectura propia y enriquecedora de la historia y la identidad mexicanas. Por otro lado, para la puesta en cuestión y la superación crítica del esquema determinista y fatalista sobre el pueblo mexicano -que caracteriza a la narrativa criollista en la que la NRM se coloca (Alonso, 2006)- a partir de la comprensión de la performatividad implicada en la constitución de las identidades, la intercambiabilidad de los roles históricos y la construcción histórica de las culpabilidades concebidas como “metafísicas” o “esenciales” desde algunas perspectivas filosóficas.
Se ha aclarado con el desarrollo de la argumentación, también, el vínculo productivo mencionado al comienzo entre vida, historia y ficción en el proyecto creativo de Elena Garro, es decir, el modo en que las experiencias de la autora se imbrican en los usos e interpretaciones que ciertos hechos o episodios adquieren en sus textos. El caso de la GC ya ha sido estudiado al comienzo del capítulo. La teoría de la invención de traidores como proceso de subjetivación nacional y la continuidad de la persecución como proceso anacrónico que recorre el tiempo mexicano, al que se han dedicado los últimos apartados, en términos de esta vinculación entre ficción y vida, por supuesto también se relacionan con la propia experiencia biográfica de Garro, con su implicación desventurada en el movimiento estudiantil de 1968, con su posterior exilio y con su personalidad de rasgos persecutorios, que no solo caracterizaban su relación con su marido Octavio Paz sino también con gran parte del círculo intelectual de su época. Sin embargo, como ya se explicó, pasadas por el tamiz literario de la autora, cobran un sentido único en su escritura y en su sistema de pensamiento. Para comprender ese “tamiz” es necesario entender, también, la relación entre imaginación y verdad en la creación de Garro.
Si, por un lado, Garro en una ocasión pudo declarar: “yo no puedo escribir sino más de lo que he visto, porque si me pongo a inventar cosas que no he visto pues no se me ocurre inventar” (apudRojas-Trempe, 1989, p. 686); en otro momento, la autora explicó: “En general se dice que lo de la imaginación son mentiras. Dicen: ʻEso se lo imaginóʼ. Y no, yo creo que la imaginación es un poder para llegar a la verdad, porque la mentira es muy aburrida, en cambio la imaginación es exacta y es lindísima” (Rosas Lopátegui y Toruño, 2009, p. 26).28 Sostener una dicotomía entre vida y obra, realidad e invención, verdad e imaginación, volvería contradictorias las declaraciones anteriores. Sin embargo, tal oposición se diluye cuando consideramos que, antes que la vida o realidad en la ficción -o antes que la historia (personal, nacional o de cualquier tipo) en la ficción-, se trata, en Elena Garro, del ingreso de la imaginación en la vida, que hace que ambos polos de la supuesta dicotomía se vuelvan totalmente permeables en la experiencia creativa de la autora. Si “lo único que hay que imaginar es lo que no existe” -como propone Isabel en Los recuerdos del porvenir (Garro, 1993, p. 19)- y “todo lo increíble es verdadero” (Garro, 2016, p. 11) -en términos de la señora Laurita en “La culpa es de los tlaxcaltecas”-, la distinción entre testimonio y ficción no es la diferencia entre la verdad y la mentira, sino entre lo verificable y lo inverificable. De modo tal que, en los textos y para los personajes de Garro, los mundos imaginarios que se construyen forman parte de la realidad en la medida en que la experiencia del mundo también se da en el nivel de la conjetura y la representación de los hechos (lo que podemos recordar o anticipar), además de en el nivel de la materia. En la medida en que la experiencia humana modela la concepción de la realidad, lo increíble forma parte de la verdadero.