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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.23 no.2 Mendoza jun. 2022  Epub 12-Ene-2023

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.050 

Dossier

Desarmar el discurso filiocéntrico. Figuras de la maternidad en la narrativa latinoamericana contemporánea

Disarming the Philiocentric Discourse. Figures of Motherhood in Contemporary Latin American Narrative

1Universidad de Vest - Timişoara. ilincasn@gmail.com. Rumania.

Resumen:

Nos proponemos en este artículo reflexionar sobre un discurso acerca de la maternidad que tiene en la actualidad la pretensión de convertirse en dominante, un discurso basado en el concepto de maternidad intensiva (Hays) que redunda en la centralidad concedida a los hijos a expensas de las necesidades íntimas de sus procreadores y que representa el blanco de ataque del ensayo escrito en forma de diatriba por Lina Meruane, Contra los hijos (2014). En una primera parte analizamos los supuestos teóricos feministas del ensayo de la escritora chilena y enfatizamos su coincidencia con las críticas contra el modelo materno neoliberal llevadas a cabo por estudiosas como Nancy Fraser, Angela McRobbie y Catherine Rottenberg. Para entender mejor las inesperadas y profundas conexiones de este discurso filiocéntrico con el odio, el eros, el placer y la muerte, en la segunda parte de este artículo pretendemos hacerlo dialogar con algunas propuestas narrativas de la literatura latinoamericana contemporánea inscritas en los cuentos “Como una buena madre” de Ana María Shua, “Los viejitos” de Patricia Suárez, “Lo que ha comenzado” de Alejandra Laurencich,“Pablito clavó un clavito: Una evocación del Petiso Orejudo” y “El niño sucio” de Mariana Enríquez y por fin “Una historia de éxito” de Alberto Chimal.

RESUMEN

Palabras clave: Maternidad, Feminismo, Modelo neoliberal, Diatriba, Cuento latinoamericano contemporáneo

Abstract:

In this article we aim to ponder on a discourse about motherhood that currently claims to become dominant, a discourse based on the concept of intensive motherhood (Hays) that results in the centrality granted to children at the expense of the intimate needs of their procreators and that represents the target of attack in Lina Meruane’s essay Contra los hijos (2014) written in the form of a diatribe. In the first part, we analyze the feminist theoretical assumptions of the Chilean writer’s essay and emphasize its coincidence with the criticisms against the neoliberal maternal model carried out by scholars such as Nancy Fraser (2013), Angela McRobbie and Catherine Rottenberg. In order to better understand its unexpected and deep connections with hatred, eros, pleasure and death, in the second part of this article we intend to put this philiocentric discourse in dialogue with some narrative proposals of contemporary Latin American literature inscribed in the stories “Como una buena madre” ”by Ana María Shua, “Los viejitos” by Patricia Suárez, “Lo que ha comenzado” by Alejandra Laurencich, “Pablito clavó un clavito: una evocación del Petiso Orejudo” and “El niño sucio” by Mariana Enríquez and also “Una historia de éxito” by Alberto Chimal.

Keywords: Motherhood; Feminism; Neoliberal model; Diatribe; Contemporary Latin American short story

0. La ira inicial

La aparición en 2014 del ensayo Contra los hijos de la chilena Lina Meruane ha despertado nuevamente una encendida discusión acerca del concepto social de la maternidad en una época en que, como decía Elisabeth Badinter, se ha producido una “revolución silenciosa” (2011, p. 5) que parece arrojar por la borda todos los logros realizados por las feministas de la tercera ola y así volver a poner en el centro del destino de la mujer su papel de madre. El libro de Meruane, cuya intransigencia feminista es evidente en cada línea, vitupera contra la centralidad que han adquirido “los hijos-tiranos” en una sociedad en que el cuidado de la prole se ha convertido en una suerte de obsesión capaz de descartar todas las preocupaciones serias con respecto a las formas de realización personal, al sentido de la vida, a la construcción de un espacio social más justo donde la gente de todas las edades y géneros disfrute, por una parte, de una verdadera igualdad de derechos y, por otra, de una protección estatal real.

El éxito del libro de la escritora chilena no se debe tanto a la originalidad de su planteamiento: efectivamente, la discusión acerca de la “maternidad intensiva”, que supone una dedicación completa al niño por parte de su madre, ha sido analizada en profundidad por Sharon Hays, que traza también la historia de la paulatina creación cultural de este estilo maternal que tiende a convertirse en normativo1. A su vez, Elisabeth Badinter, cuya reflexión inspiradora inscrita en el libro Le conflit: la femme et la mère (2010) resulta reconocida de forma tangencial por la escritora chilena (Meruane, 2018, p. 41), examina en detalle el vuelco experimentado por el culturalismo pujante después de la Segunda Guerra Mundial hacia un naturalismo con visos de convertirse en norma a partir de principios de los años setenta (más precisamente, desde la crisis del petróleo de 1973)2. Por fin, aunque son sumamente interesantes y jugosas las referencias a las escritoras y sobre todo a las latinoamericanas- y su relación con la maternidad, no es menos cierto que las consideraciones sobre la incompatibilidad entre el trabajo creativo y la maternidad tienen una larga historia, desde las reflexiones sobre la imaginaria hermana de Shakespeare que hacía Virginia Woolf en A Room of One’s Own, hasta la considerable acumulación de títulos que debaten esta problemática a día de hoy, pasando por Le deuxième sexe de Simone de Beauvoir3. El éxito del texto de Meruane se debe más bien al tono empleado por la autora, que califica su propio libro en un subtítulo como “diatriba”, esto es, vituperio, invectiva, apóstrofe. Se trata, pues, de un discurso que se opone al diálogo en una época en la que se asiste a una desmesura del falso diálogo, un texto que deja a los lectores en una “curiosa situación entre cómplices involuntarios y críticos impotentes” (Franco, 2015, p. 179). El ensayo de Meruane no se propone más que dar voz a la cólera que le provoca a la autora el retorno al naturalismo y al resurgimiento, con nuevos ropajes, de una rancia concepción patriarcal: es más un desahogo que un manifiesto para cambiar nada, ya que desde su posición de mujer no madre, la autora chilena carece de propuesta alternativa con respecto a la maternidad actual.

Empleando la distinción que hacía Adrienne Rich en Of Woman Born: Motherhood (1996) entre “maternidad como institución” y “maternidad como experiencia”, está claro que lo único que interesa a Meruane es el primer término, y más todavía el discurso de esta institución, un discurso que podríamos llamar filiocéntrico y que tiene bases variadas -la medicina, la psicología, el psicoanálisis, las políticas demográficas, pero también las diferentes variantes del feminismo-4.

Los varios temas que se entrelazan en la construcción de esta diatriba y ya han sido debatidos y analizados en detalle tanto por Badinter como por tantas otras autoras que, desde las posiciones feministas, cuestionan la maternidad intensiva convertida en norma: la presión de la sociedad sobre la mujer para que corresponda al ideal materno resucitado con nuevas fuerzas después de su relativo declive debido a los ataques de las feministas de la tercera ola; la escasa compatibilidad entre la maternidad y el trabajo creativo; el desequilibrio en cuanto al cuidado de los hijos entre las mujeres y los hombres, que es una rémora de un patriarcado todavía muy potente; la desaparición de un Estado subsidiario que ofrezca apoyo a las familias y especialmente a las madres.

Acaso la reflexión más interesante de la obra sea la que relaciona el estilo de parenting caracterizado por la entrega total al hijo con el estilo de vida neoliberal, basado en la productividad desaforada, la competencia incesante y el acento puesto únicamente en el esfuerzo individual, con la consiguiente disolución de los valores solidarios. La sociedad centrada en los hijos es también una sociedad regida por el imperativo de la autorrealización perfectamente sintetizada por Beck y Beck-Gernsheim: “Cuando la vida se convierte en una ‘biografía autoplanificada’, la autorrealización ‘no sólo representa una nueva estrella en el cielo de los valores, sino también la respuesta cultural a las exigencias de una nueva situación vital’ o, por decirlo con más agudeza, representa una obligación socialmente predeterminada” (2001, p. 81). Meruane subraya repetidamente la conversión del hijo en “una proyección del éxito o fracaso de la familia” (Meruane, 2018, p. 69) y no duda en apuntar hacia la visión actual sobre la familia, concebida “como proyecto, [donde] el hijo se ha convertido en su realización” (p. 77, subrayado en el original). No obstante, la autora chilena no rebate por completo esta obligación ínsita del capitalismo tardío, sino que recalca la desigualdad entre los sexos a la hora de apreciar el deseo de autorrealización: si para el hombre-escritor “no hay egoísmo sino legítimas inquietudes intelectuales, trabajo duro, éxito y otros conceptos por el estilo” (p. 40), el discurso filiocéntrico reprueba en la mujer las mismas necesidades de cumplimiento personal: “¿Por qué una mujer no podría sentir lo mismo sin que se la tildara de individualista? ¿No es individual todo deseo y su ausencia? ¿No se supone que en nuestras sociedades el deseo tiene cada vez mejor reputación, mejor prensa, que quien no atiende a sus deseos es un pusilánime?” (pp. 40-41).

Lo que subleva a la autora chilena es el abandono de la agenda feminista tradicional, encaminada a crear las pautas de una igualdad de géneros, y la reaparición de un ideal femenino anticuado, la del romántico “ángel-del-hogar” pero resucitado en una nueva fórmula: “Madres-totales escudadas en la retórica del medioambiente. Estas madres de apariencia progresista han dado vuelta completa al círculo para regresar a la retrógrada ecuación mujer = naturaleza que exime a los hombres” (p. 122). La vuelta al naturalismo en materia de maternidad, que incrementa hasta límites inconcebibles la presión puesta en las madres5 y que se alía con un hipócrita discurso ecologista, le suscita una irritación tan enorme que llega a desahogarse en asertos terminantes, deliberadamente provocadores, propios de hecho del género de la invectiva: “los hijos, lejos de ser los escudos biológicos del género humano, son parte del exceso consumista y contaminante que está acabando con el planeta” (p. 13). El argumento ecológico, casi siempre aplastante (autores como Fernando Vallejo lo blanden como razón fundamental de la abstención de la procreación), no se vuelca en la invectiva de Meruane en un antinativismo manifiesto ni figura como una advertencia de índole malthusiana, porque, tal como hemos señalado, la autora se limita solo a criticar el discurso filiocéntrico desde una posición feminista, sin pronunciarse sobre cuestiones como la demografía o el planning familial6.

Si la deconstrucción de la maternidad intensiva naturalista y el resurgimiento en nuevos ropajes del “ángel-del-hogar” patriarcal son los asuntos que, sin ser los más originales, más se repiten en este ensayo, otro tema recurrente es el de la presión puesta por la sociedad en los individuos que o bien deciden no tener descendencia, o bien prefieren unas fórmulas más relajadas para criar a su prole, cuando no reconocen simplemente que la crianza de los hijos supone también aburrimiento, frustración o agotamiento, sin ofrecer a cambio de tal fatiga una recompensa segura. En este aspecto, sus claras declaraciones con respecto a su propia decisión de no tener hijos por dedicarse exclusivamente a la escritura (p. 41) rebaten el discurso filiocéntrico sobre la base de la disconformidad con una visión sobre la mujer sin hijos como “mujer incompleta” o “mujer anormal”, como si “la única normalidad [fuera] la de querer hijos” (p. 42). Desde este punto de vista, la concepción de Meruane se superpone perfectamente con la expresada por una investigadora feminista como Silvia Tubert, que puntualizaba:

El ideal de maternidad proporciona una medida común para todas las mujeres que no da lugar a las posibles diferencias individuales con respecto a lo que se puede ser y desear. La identificación con ese ideal permite acceder a una identidad ilusoria, que nos proporciona una imagen falsamente unitaria y totalizadora que nos confiere seguridad ante nuestras incertidumbres en tanto parece ser la respuesta definitiva a todas nuestras preguntas (1996, p. 10).

El tipo de maternidad promovido por el discurso filiocéntrico canibaliza a la mujer en calidad de ser autónomo, y el ensayo de Meruane enumera diversas variantes de cercenamiento identitario, desde las depresiones o frustraciones de las intelectuales, artistas y escritoras que a duras penas compaginan su actividad creadora con la maternidad, hasta una variante paradójica de esta alienación: la súper-madre, que se empeña en probar que es posible ser a la vez la mejor madre, la mejor profesional y la mejor mujer (deportista, arreglada, cultivada, etc.) y que es realmente el tipo humano promovido por el neoliberalismo. En su variante extrema, la súper-madre es un ser perfeccionista, competitivo y narcisista que, abrumado por tantas obligaciones y retos, no tiene ni tiempo ni disponibilidad para observar la situación de desigualdad y de injusticia a la que se enfrenta y, por tanto, se considera eximida de pensar en un posible cambio que ponga fin a la crisis en que se hunde el mundo:

La súper-mujer ha olvidado cómo eran las cosas antes. [...] Ella no cuestiona las cosas como son hoy. Ella vive en el presente de la necesidad y por eso, en vez de pensar en la carga extra que está asumiendo, se distrae recordando que falta papel lustre, cartón fino y goma de pegar además de pinceles. [...] Ella no renunciaría nunca a ser la más elegante cuando se trata de elegancia. La más moderna cuando se trata de modernidades. La mejor maquillada (aun cuando se retoca en las luces rojas). La más deportiva. La más leída. La que no se ha perdido ninguna de las películas que llegarán a los óscares (Meruane, 2018, p. 60).

La exageración caricaturesca que se observa en este fragmento permite una lectura distanciadora y relativizante a través de la risa, lo cual no anula la dura crítica del nuevo ideal de la mujer neoliberal: pragmática, proactiva, exitosa y a la vez capaz de blandir su maternidad como una excusa ante todas las tensiones generadas por el capitalismo tardío, entre ellas la desigualdad de género, las iniquidades del mundo laboral, la culpa por los graves problemas medioambientales, la superpoblación del planeta, etc. En la línea tradicional de las invectivas, que tienen en general una clara finalidad política, el libro de Meruane llega a examinar las consecuencias políticas de este discurso, señalando el profundo anclaje de esta nueva idealización de la madre en la ideología neoliberal que concibe la sociedad como una macroempresa formada por unos sujetos-empresas o empresarios de sí mismos (Laval y Dardot, 2013), todos ellos movidos por el principio de la eficacia, la autosuperación, la competencia, etc. Esta súper-madre de Meruane se presenta pues como la sinécdoque del sujeto neoliberal.

Desde este punto de vista, Meruane participa en un debate que precisamente en los años de la publicación de su libro se generó en el espacio académico, esto es, el giro neoliberal de un (pseudo)feminismo que da la espalda al objetivo fundamental del feminismo -la igualdad entre mujeres y hombres- para convertirse en un alegato a favor del más craso individualismo y la consecución a cualquier precio tanto de una felicidad personal como de una “perfección” basada en la autosuperación y el (supuesto) mérito personal. Nancy Fraser (2012, 2014), Angela McRobbie (2013) y Catherine Rottenberg (2013, 2018) han denunciado la apropiación de la lucha feminista por parte del neoliberalismo, que vacía de contenido los conceptos centrales de dicha lucha y los canaliza hacia un objetivo individualista, despolitizado y desigualitario, centrado en la autoeficiencia. Rottenberg señala que el feminismo neoliberal “is predominantly concerned with instating a feminist subject who epitomizes ‘self-responsibility,’ and who no longer demands anything from the state or the government, or even from men” (2013, p. 428), subrayando que “the neoliberal feminist subject is thus mobilized to convert continued gender inequality from a structural problem into an individual affair” (p. 420). A su vez, Nancy Fraser delata la “complicidad” del feminismo con las políticas neoliberales occidentales y la pérdida de la solidaridad entre las mujeres de distintas clases, mientras que Angela McRobbie da un paso más y recalca la aparición de dos tipos de maternidades en función de la clase social, siendo la maternidad gratificadora de las mujeres blancas de clase media alta, casadas y profesionalmente exitosas el modelo promovido en los medios, en contraste con la maternidad de las mujeres pobres, ineducadas, solteras, a menudo de color, muchas veces con hijos delincuentes y sin excepción marginadas, desprotegidas y humilladas. Lo que salta a la vista, según McRobbie, es el hecho de que “what is also entirely missing from this new world of either exemplary or shameful maternity is the figure of the strong, working-class mother, the kind of stalwart of the community” (2013, p. 125), o sea, aquel tipo de madre tan celebrada en los años cincuenta, por ejemplo, por un Richard Hoggart, y antes de él por D.H. Lawrence. La desaparición de esta figura de la mujer de la clase trabajadora en calidad de sujeto dotado de voz pública y de visibilidad es sumamente sugestivo, según McRobbie, porque revela los cambios producidos en un universo político donde la socialdemocracia está en declive, donde el bienestar es ampliamente considerado un desperdicio y donde hay cada vez menos voces en el espacio público que defiendan estos principios (p. 215).

La diatriba de Lina Meruane, encaminada simplemente a desahogar su disconformidad con el estilo maternal de la clase acomodada, o sea, aquel estilo que los medios promueven como ejemplar y normativo, no alude explícitamente a las vergonzosas desigualdades sociales de la maternidad. En cambio, no deja de denunciar el carácter postizo y engañoso del ideal materno neoliberal al revertir por completo la propia imagen que ella misma ha trazado en rasgos grotescos, la de la súper-madre de éxito, y señalar de este modo el alto precio que se paga a cambio de la identificación con tan exagerado ideal:

No es de extrañar entonces que la madre-ecologista y la súper-madre, agobiadas por la sobrehumana e inhumana tarea de la crianza, empezaran a padecer crisis de ansiedad y ataques de pánico. No es sorpresa ninguna que de pronto una o ambas gritaran “¡estoy agotada!”. Que la madre-ecologista se fugara a un centro de yoga integral. Que la súper-madre empezara a tomarse de a puñados las pastillas de Prozac o de Ritalín o de cómo se llame el nuevo relajante, los tranquilizantes con un whisky doble, alguna vez, a escondidas, y que atontada no supiera ya cómo convertir su descontento en acción (Meruane 2018, p. 77).

Como hemos señalado, la voz de la autora de Contra los hijos se circunscriben declaradamente, en plena consciencia del carácter político de su decisión, en la postura de una voluntaria no madre, lo que permite la figuración de una posición imparcial a la hora de denunciar sin ambages la naturaleza a la vez agobiante y grotesca de la nueva normatividad maternal del mundo neoliberal. Al presentar su ensayo como una diatriba, la autora se exime también del formalismo del diálogo “constructivo” (otra obligación hipócritamente incluida en la agenda neoliberal, tan reacia a un diálogo verdadero), si bien este texto desata de por sí un hondo (auto)cuestionamiento sobre la asunción de la maternidad y sobre el lugar de las madres en un universo político cuya hipocresía se cifra en lo siguiente: por un lado, pone una presión desmesurada en las madres de alcanzar un ideal de perfección presentado como posible y, ¡con un meritorio esfuerzo!, alcanzable; y por otra parte se muestra cada vez más reacio a ofrecer un apoyo económico, político, psicológico y moral a las mujeres que deciden traer una nueva vida al mundo.

En este sentido, el libro de Meruane sí dialoga con el hermoso ensayo de Jacqueline Rose que se propone indagar no las razones por las cuales los hijos se han convertido en el centro de las preocupaciones de las microempresas neoliberales que son las familias capitalistas (como hace Meruane), sino los motivos del silenciamiento de las madres y de la manifiesta ambivalencia ante estos seres que, “por definición, est[án] en contacto con los aspectos más difíciles de cualquier vida vivida en plenitud” (Rose, 2018, p. 7). Se trata, de hecho, de las dos caras de la misma moneda: el filiocentrismo de la sociedad medioclasista occidental, obsesionada por el éxito y la autosuperación, que tanto irrita a Meruane, y que se basa en la acumulación de dispositivos para acallar a las madres, cuya condición natural es la de fracasar (p. 26). Se trata de un “fracaso normal” y no de una catástrofe evitable (p. 26), y eso no solo por la falta de control sobre el destino del vástago, sino por la inexorable cercanía de la maternidad y la muerte, “una proximidad que molesta” (p. 24).

En este posible diálogo textual la escritora británica puede entonces aportar una respuesta a la constatación a la vez desolada e irritada de Meruane acerca del filiocentrismo, que es una ilustración perfecta de la actual concepción sobre la vida como proyecto (necesariamente exitoso) y el hijo como una realización de este (Meruane, 2018, p. 77). Dicha respuesta consistiría en la inaceptación del fracaso ínsito en la condición materna. En otras palabras, de la reducción de la condición materna a una mera imagen autocomplaciente, rosada, sonriente y feliz, una imagen construida por un tipo humano fascinado por la autarquía, el autocontrol y la autodeterminación, y que reprime por todos los medios el recuerdo de la remota y fundamental dependencia de una madre7. Por otra parte, en perfecta consonancia con el afán demoledor del kitsch materno neoliberal, Rose apunta:

Por encima de todo, siempre que se esgrime algún aspecto de la maternidad como emblema de la salud, el amor y la entrega, una puede estar segura de que hay detrás una gama amplia y compleja de emociones que queda silenciada o suprimida, y que borra de golpe todo aquello que un ser humano siente por dentro. Se trata de decretar la erradicación del placer y del dolor, del eros y de la muerte (2018, 69).

Nos proponemos en la segunda parte de este artículo ilustrar mediante una serie de cuentos latinoamericanos algunas de estas emociones maternas silenciadas a las que se refiere Jacqueline Rose. En estos textos, el discurso filiocéntrico a la vez revelado y denostado por Meruane se refleja de forma distorsionada, aportando matices e inflexiones que, bien lo corroboran, bien lo relativizan. Tomaremos los cuentos seleccionados principalmente como unos documentos que, al revelar las complejidades de lo que implica ser madre, interpelan esta etapa histórica, así como la sociedad en que han sido publicados. Queremos pues explorar lo que hay detrás del discurso normativo post- y antifeminista referente a una maternidad intensiva vituperado por Meruane y acercarnos más a la expresión de aquellos sentimientos que, según Rose, se disimulan con respecto a la vivencia materna -el dolor, el placer, el eros y la muerte- a los cuales ilustraremos a través de nuestra selección temática de la cuentística latinoamericana.

1. El dolor

Aunque se trate de un texto anterior al siglo XXI, consideramos que no se puede elegir mejor ilustración que el cuento “Como una buena madre” de la argentina Ana María Shua, integrado en Viajando se conoce gente (1988), para evidenciar la incompatibilidad entre el ideal materno construido por el discurso filiocéntrico y la crueldad real que infligen los propios beneficiarios de una maternidad intensiva. La destrucción de la fachada de súper-madre, autoconstruida por el personaje que se esfuerza por obedecer a pies juntillas los preceptos aprendidos de los “muchos libros acerca del cuidado y la educación” (Shua, 2001, p. 4) que lee ansiosamente, se realiza aquí por el recurso a lo que Francisca Noguerol, en un penetrante estudio, designa como la “estética grotesca opuesta al concepto de sublime comúnmente asociado a la experiencia de dar a luz” (2020, p. 345), y más específicamente “el grotesco cotidiano, al que conduce cada acto en la vida de la Stay-At-Home-Mother” (p. 346). Efectivamente, el cuento se construye como una acumulación in crescendo de torturas hasta cierto punto deliberadas por parte de los tres hijos de una madre que, por más que se esfuerce, nunca puede coincidir con su ideal, el de “una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos”, leitmotiv de este breve cuento lleno de humor con tintes negros. La multi-tasking a la que se somete (hacer un pastel, atender al verdulero que le trae fruta y legumbres, hablar por teléfono, amamantar o cambiar el pañal al bebé mientras trata de evitar que la hija mayor y el hijo mediano, de unos cinco y cuatro años respectivamente, no riñan excesivamente y no dañen a su hermano menor) resulta no solo agotadora, sino que lleva a una serie de pequeñas catástrofes domésticas. La casa se convierte en un campo de batalla cuyos frentes son, en el registro realista, los niños contra su madre, y en el plano simbólico, las dos hipóstasis de la mujer-madre, que se debaten entre cómo debería proceder “una buena madre” y cómo le resulta posible proceder en las condiciones reales.

De todas formas, la víctima es el propio cuerpo de la mujer que, a consecuencia de las travesuras de sus hijos, se hace una herida profunda en la mano (resultado de los vasos rotos por sus vástagos), sufre un fuerte esguince en el tobillo (debido a su premura al responder a los reclamos de su hija), se quema el antebrazo (porque sus hijos mayores quieren jugar a “Hansel y Gretel” mientras ella controla la cocción del pastel en el horno), se golpea la nuca (como consecuencia de la insistencia de los hijos en verle y tocarle los pechos) y, al final, resulta herida en la córnea por su propio bebé. Por si fuera poco, este último acto de violencia, cuyo grado de deliberación queda siempre cuestionado gracias al uso maestro de un indirecto que se acerca asintóticamente al indirecto libre8, redunda en una nueva fuente de tormento psicológico, puesto que el superyó de la “buena madre” ideal le recrimina a la madre de carne y hueso la excesiva longitud de las uñas del bebé.

El dolor infligido en el cuerpo de la madre por los propios niños es una continuación grotesca del originario dolor del parto, y esta condición de perpetua sufriente ni siquiera se puede desahogar en un franco odio, ya que las enseñanzas de los libros de “ayuda” maternal le impiden prácticamente todo contacto verdadero con sus propios sentimientos. En un famoso artículo, Winnicott ofrecía una lista de 18 razones de odio hacia los hijos por parte de las madres (muchas de ellas ilustradas en el cuento de Shua9) y concluía que el reconocimiento de este odio es fundamental para que el niño sienta el verdadero afecto, que es la contracara del rechazo violento del hijo por parte de la madre. En caso contrario, la salida es el masoquismo y el ocultamiento de los verdaderos sentimientos experimentados por una sentimentalidad hueca y perniciosa (que de hecho es precisamente la promovida por los libros sobre la crianza de los niños que lee la protagonista):

A mother has to be able to tolerate hating her baby without doing anything about it. She cannot express it to him. If, for fear of what she may do, she cannot hate appropriately when hurt by her child she must fall back on masochism, and I think it is this that gives rise to the false theory of a natural masochism in women. [...] Sentimentality is useless for parents, as it contains a denial of hate, and sentimentality in a mother is no good at all from the infant’s point of view (Winnicott, 1949, p. 73).

Aunque la capacidad de aguantar el dolor parece llegar a su límite extremo, el cuento revela que la tortura no la infligen únicamente los hijos. La conversación por teléfono con el padre de los tres niños, cuyo resultado es un irreprensible deseo de quedarse sola para llorar, inscribe en el cuento un vacío de información que funciona como amplificador del suplicio psicológico del personaje: ¿el marido no la entiende? ¿el marido no consigue reconfortarla? ¿el marido simplemente le comunica que no volverá pronto? ¿el marido quiere abandonarla? Se tematizan así, con pinceladas sutiles, la ausencia de apoyo y la soledad de la madre, abandonada a sus frustraciones derivadas de la imposibilidad de corresponder con el ideal -revelado como inalcanzable- de “una buena madre” o, en términos de Meruane, de una súper-madre capaz de probar a cada rato su perfección.

El juego sutil con los distintos tipos de focalizaciones y la colocación de la perspectiva narrativa en un punto que fluctúa constantemente entre la presentación de los hechos objetivos (los juegos crueles de los niños) y las continuas recriminaciones que se hace la protagonista en un diálogo implícito con su superyó, así como la deliberada elipsis respecto a la conversación telefónica con el padre, revelan la capacidad de la literatura -escrita por una maestra como Shua- de evidenciar de la forma más eficiente y precisa la incompatibilidad entre aquel discurso normativo filiocéntrico vituperado por Lina Meruane y la situación efectiva de una mujer que se siente obligada a someterse a él.

2. El eros, el placer

En la vuelta a un “feminismo esencialista” impregnado de tintes ecologistas analizado por Badinter y comentado con malicia por Meruane, la lactancia natural tiene una sugestiva centralidad por identificar el cuerpo de la mujer con una naturaleza nutricia, dadivosa y sumamente “sabia”. La autora chilena se explaya en su invectiva refiriéndose a las madres que reivindican el derecho al placer materno, redescubierto después del episodio culturalista celebrado por las feministas de la tercera ola como una liberación de la agotadora servidumbre de la maternidad natural. Remeda así las reclamaciones de estas:

Algunas de estas maternalistas aseguraron -no puedo contradecirlas por falta de experiencia- que el parto es orgásmico y la lactancia erótica pero que nadie se atreve a confesarlo en público porque está mal visto hablar de estos placeres que suenan incestuosos. Incluso eso se les ha robado a las mujeres, dicen: el gozo materno. El poder amamantar a vista y paciencia de todo el mundo (Meruane, 2018, p. 51)10 .

El placer erótico de la unión con su hijo a través de la leche materna está tematizado en el cuento “Los viejitos”, incluido en Esta no es mi noche (2005) de la argentina Patricia Suárez, pero solo para dar mayor relieve al tema central del texto, relacionado con la dramática historia de los niños robados durante el período dictatorial de Argentina. El cuasi autismo de una madre que no concientiza la anulación de su persona, la degradación física que le acarreó su embarazo al dejarla desdentada y calva, y que tampoco parece inquietarse mucho por el consecuente alejamiento de su pareja, se debe a la obnubilación que le provoca el inmenso placer de la fusión con su bebé. La narradora, joven madre de Joel, practicante de una maternidad intensiva con la cual su pareja se muestra en rotundo desacuerdo y que se sugiere como causa de una futura separación (Suárez, 2017, p. 82), está invitada a una cita con una pareja mayor que tiene razones de creer que ella es la hija que los potentados de la dictadura le habían arrebatado.

El cierre absoluto ante todo lo que no se refiere a su maternidad, la despreocupación por la historia y la política y la total insensibilidad ante el drama de unos padres que perdieron antaño a su hija recién nacida se cifra en la concentración únicamente en el presente: “Mi presente es Joel” (p. 85). La imagen obviamente despectiva de los “viejitos” proviene de la absorción en su propia experiencia sublime y se refleja en el desinterés, no solo por la historia del país, sino incluso por su propia historia de vida, que prefiere inventar a sabiendas de que se trata de una historia edulcorada, compensatoria: “uno tiene que contar algo sobre su pasado que lo complazca, si no, todo es demasiado penoso, la realidad es muy dura de soportar” (p. 87). El autoengaño que marca tanto su relación con sus propios orígenes como la relación con su marido es un eficaz símbolo de la política del olvido o del acomodo favorable del pasado para disfrutar del presente y mirar hacia el futuro, mejor ilustrada en Argentina por el menemismo, del cual la escritura del cuento aparecido en 2005 no es distante.

En Los prisioneros de la torre, Elsa Drucaroff analiza este cuento como un ejemplo ilustrativo de la nueva narrativa argentina, donde el trauma de la dictadura, lejano a la experiencia vital de sus autores, sigue vivo e intenso, si bien no aflora a través de “alusiones referenciales o temáticas sino [por] su presencia sutil y connotada en una superficie significante” (2011, p. 27). La crítica argentina destaca en el texto de Suárez la ausencia de toda referencia política realista, que no obstante se deja entender a través de ciertas “palabras grietas”, como el arrebato ostensible de una beba en la calle que persiste en la memoria colectiva o la alusión al trabajo del padre adoptivo de la protagonista en la Armada nacional, lo que da pie a una lectura que se centra en “la falta de perdón para los padres que abandonan a sus hijos [...], los fantasmagóricos padres y madres militantes que eligieron tener hijos pero los colocaron por debajo de sus ideales políticos, incluso si los ponían en riesgo” (p. 376). Drucaroff remarca también el aire de rareza transmitido por las referencias al entorno extraño y las abundantes significaciones teatrales, atmósfera de irrealidad que resulta reforzada por la propia protagonista, “que por momento parece una psicótica” (p. 375); asimismo, subraya la extraña ancianidad de la pareja, que hace poco verosímil su paternidad con respecto a una mujer tan joven como la madre de Joel (p. 375).

Creemos no obstante que la insistencia en la vejez de la pareja, cuya edad de hecho se especifica en cierto momento como cercana a los sesenta años (Suárez, 2017, p. 87) y por lo tanto no impide la posibilidad de que sean padres de una mujer entre la veintena y la treintena, es la consecuencia del desprecio con que mira a los otros un ser que se siente colmado de felicidad por la experiencia sublime de la maternidad. Los viejos no son tanto despreciables por pretender obligarla a cambiar su autocomplaciente historia de vida, a sabiendas ficcionalizada, sino porque, en un presente colmado de goce, resultan extemporáneos, inactuales. El desinterés por la desdichada pareja es un efecto de la inmersión en un estado de puro goce, indiferente a la realidad consensual, en un espacio prelingüístico, o sea, la chora definida por Julia Kristeva como un “espacio matricio, nutriente, innombrable, anterior al Uno, a Dios y que por consiguiente desafía a la metafísica” (1995, p. 346). La narradora vive efectivamente en aquel “tiempo de las mujeres” descrito por Kristeva y Vericat, un tiempo que se libera de las coordenadas que lo estructuran para desplomarse en el puro goce atemporal:

En cuanto al tiempo, la subjetividad parece conferirle una medida específica que, de sus modalidades conocidas por la historia de las civilizaciones, conserva esencialmente la repetición y la eternidad. Por un lado: ciclos, gestación, eterno retorno de un ritmo biológico en concordancia con el de la naturaleza. Su estereotipia puede disgustar; su regularidad al unísono con lo que se vive como tiempo extrasubjetivo, un tiempo cósmico, es ocasión de goces innombrables. Por otro lado: una temporalidad compacta, sin falla y sin huida, que tiene tan poco que ver con el tiempo lineal que el nombre mismo de temporalidad (pp. 346-347).

Tal como revela el cuento de Suárez, esta inmersión en una temporalidad que, según subrayan Kristeva y Vericat, tiene mucho en común con la mística (p. 347), es no obstante culpable de acabar con el pasado y el futuro de otros. Y esto no solo porque se alía subrepticiamente con una clara tendencia del mundo contemporáneo, en el cual el “recuerdo está en vía de sucumbir al olvido porque la consigna democrática de mirar hacia adelante (de apartar la mirada de los conflictos del pasado) hace nuevamente desaparecer las imágenes de los desaparecidos en la tumba de la inactualidad” (Richard, 1994, p. 22). Esta inmersión voluptuosa también es culpable porque cortocircuita el flujo generacional y no asume su deuda trágica con respecto al ciclo de vida y muerte de este. Así, absorta en su propia experiencia atemporal, la narradora desoye las palabras de la que, con bastante probabilidad, es su propia madre:

como dijo antes, su presente, el suyo, es su bebé; el nuestro, querida, era usted. No tenemos otros hijos. Usted era nuestro futuro también, piense en eso; ya que el futuro no existe más, permítanos aunque sea formar parte de nuestro pasado (Suárez, 2017, p. 87).

En vez de aceptar una prueba genética que saque de dudas a la desdichada pareja, la narradora se encierra en el baño sola con el bebé para amamantarlo y dar rienda suelta a la fantasía de un perpetuo embarazo de su hijo, o sea, un estancamiento en un estado de potencialidad exento de las responsabilidades de la madurez, esto es, de la deuda con el pasado y el compromiso con el futuro: “desearía que él volviera a mi panza; desearía que Dios nos hubiera hecho diferentes y que los bebés humanos pudieran estar dentro de la panza de la madre mucho tiempo, mucho, hasta que nacieran grandes, ya adultos” (p. 88). La narración en primera persona con muchos elementos de monólogo interior hace muy eficaz el divorcio entre la perspectiva desde dentro, dominada por un placer infinito que no se quiere compartir con los otros11, y la ajena, que la muestra como un monstruo de egoísmo, de crueldad y desprecio para con los demás. Además, el recurso a este tipo de narración demuestra que el discurso filiocéntrico vilipendiado por Meruane y que, según la autora chilena, es responsable de sojuzgar de nuevo a las mujeres a unos imperativos exclusivamente procreadores, está apuntalado, entre otras cosas, en la perfecta conformación de sus (inconscientes) víctimas con sus (excesivas) exigencias, sobre la base del goce infinito, atemporal, con visos de inmersión mística.

Para corroborar esta disparidad entre la visión beatífica desde dentro, basada en un goce incomunicable, y la mirada ajena, horripilada y disgustada, señalaremos brevemente el cuento “Pablito clavó el clavito: Una evocación del petiso orejudo” de Las cosas que perdimos en el fuego (2013) de Mariana Enriquez, que referimos aquí solo porque evidencia el perfil medio autista de la madre, desinteresada por completo de lo que ocurre fuera de la esfera materno-filial. La metamorfosis de la mujer amada después de dar a luz produce en el protagonista del cuento de Mariana Enriquez, que se desempeña como guía del tour macabro de Buenos Aires, alucinaciones con uno de los personajes de su tour: se trata del Petiso Orejudo, un adolescente psicópata, autor de varios crímenes con víctimas infantiles a principios del siglo XX. La frustración del hombre ante la transformación de su mujer en una persona totalmente distinta, “temerosa, desconfiada, obsesiva” (Enríquez, 2013, p. 60), la extrema limitación de los intereses de ella (“Se habían terminado las charlas sobre los vecinos, las películas, los escándalos familiares, los trabajos, la política, la comida, los viajes. Ahora sólo hablaba del bebé y hacía como que escuchaba cuando se trataban otros temas” (p. 61)) conduce pues a fantasías asesinas por parte de un padre que se siente abandonado.

La obsesión del protagonista con el psicópata asesino es un reflejo directo de la obsesión de la mujer con su bebé y la virtual locura del personaje masculino, que, en una fantasmal identificación con el Petiso Orejudo, parecería capaz de matar con sadismo a su propio hijo. Asimismo, constituye un símbolo de las dimensiones a las que puede llegar la repugnancia por una monomanía maternal que convierte a la mujer en un monstruo. La potencial monstrificación del hombre visitado por fantasmas filicidas es pues la reacción a la monstruosidad que este percibe desde el exterior en la perfecta díada madre-hijo.

3. La muerte

Hay un aspecto que el discurso filiocéntrico obvia por completo, precisamente porque representa el obstáculo fundamental para su instauración como discurso racional: se trata del antiquísimo reparo con respecto a la procreación que hacía Tales de Mileto cuando respondía que se abstenía de la descendencia “justamente por amor a los niños” (Rose, 2018: 67). El cuento de Suárez se prestaría a la perfección a una lectura jungiana acerca de la relación disfuncional con el arquetipo materno y la represión de la contracara tenebrosa de la “madre-Eva”, que a la vez que da vida dispensa también el dolor y la muerte. En “Lo que ha comenzado” de la argentina Alejandra Laurencich, incluido en Lo que dicen cuando callan (2013), se explora, al contrario, precisamente esta asunción de la culpabilidad inscrita de forma inexorable en la maternidad. A través de lo que de forma superficial y expeditiva se podría llamar un caso de depresión posparto, este cuento, narrado en una eficaz tercera persona atravesada por intempestivos elementos de monólogo interior, ataca varios problemas mencionados también por Lina Meruane: la presión de la sociedad, el hijo visto como un elemento obligatorio para una vida considerada lograda o las ambivalencias de las madres entre entregarse completamente al hijo y seguir creciendo como personas. La primera ducha tomada después del parto es el desencadenante de las reflexiones amargas de una mujer que, según se sugiere, se volvió madre para responder a las ambiciones de un marido con un ethos regido por los valores de la competencia, la autosuperación y realización social. El lema de este padre “neoliberal” es que “el dolor [...] te templa, te hace crecer” (Laurencich, 2017, p. 19), y, por consiguiente, tras haber probado su excelencia profesional, necesita al hijo para enorgullecerse de ser una persona completa: “un adulto sano y seguro, bien plantado y [que] tenía por fin un hijo precioso” (p. 19). Los suegros y los padres que también se sienten recompensados por sus desvelos al convertirse en abuelos son otros beneficiarios de este parto. Por su parte, la mujer debe luchar con sus inclinaciones sobreprotectoras, así como convencerse racionalmente de que ella y su hijo son dos personas distintas, puesto que recuerda su pasado anterior a la maternidad cuando “ella misma había criticado a esas madres que no despegaban la vista de los hijos, que no podían mirar otra cosa que sus pasos por una habitación, sus mohínes, las palabras que pronunciaban” (p. 18).

Incapaz de emular el modelo de las madres “orgullosas de su logro” (p. 18), esta mujer que desconfía del valor social de la maternidad la asume de la manera más dramática, es decir, con la conciencia de la imposible tarea que se le asigna a la madre y que vuelve la maternidad un inevitable fracaso. Se trata del imperativo de enfrentarse directamente a la violencia del mundo, tal como lo recordaba Adrienne Rich: “Conocemos mucho y de primera mano […] la violencia que, a través de los siglos se nos ha dicho es inherente al mundo. También se nos ha dicho que nuestra razón de ser es mitigar y aliviar esa violencia” (1996, p. 384). La narradora se presenta como totalmente desprovista de los ideologemas de una época que promueve la maternidad como magno vehículo de autorrealización personal por brindar unas satisfacciones narcisistas incomparables y es ajena a los dictados de un individualismo neoliberal que hace de la autorrealización una obligación social ineludible, ya que como señalaban Beck y Beck-Gernsheim, “cada persona tiene que aprender a considerarse a sí misma -so pena de un perjuicio permanente- como el centro de acción, como el despacho de planificación de las posibilidades y obligaciones de su currículum” (2001, p. 66). En consecuencia, ella no puede oponer ningún escudo ante la conciencia, de raíz schopenhaueriana, de que es un acto de inconsciencia someter a la inclemencia del mundo a un ser indefenso, donde la protección de la madre, por más entregada que esté a su hijo, resulta insignificante: “Y no había Dios que protegiera a nadie, cuántos accidentes sucedían, amputaciones, enfermedades, cuántas criaturas violadas, cuánto horror. No iba a poder cuidar a su hijo, no era posible semejante pesadilla” (Laurencich, 2017, p. 21)12.

La ternura extrema se muda en culpabilidad extrema, y de ahí en necesidad de abrazar a su hijo para pedirle perdón, solo que este gesto de contrición está a punto de convertirse en un acto mortífero: “Apretó y apretó y en un momento supo que podía seguir hasta que no hubiera más movimiento, hasta hacerlo desaparecer” (p. 21). Si bien el abrazo fatal se para en el último momento, constituye otra prueba del contacto inmediato con los sentimientos más profundos de una madre que no se atrinchera en una sentimentalidad frívola. El fantasma filicida está inscrito en la maternidad, pues, como señala Adrienne Rich, “¿Qué mujer no ha soñado con ‘traspasar el límite?” (1996, p. 395). Al mismo tiempo, dicho fantasma es inseparable en la profundidad de la psique materna de la prohibición inapelable de no llevarlo a cabo. De cierta forma, este acto de contrición extrema, de violencia y amor desmesurados, es la respuesta a la toma de conciencia de la inevitable frustración de las inmensas posibilidades que se abren con el nacimiento de una nueva vida, pues, por citar de nuevo a Adrienne Rich, “todo bebé nacido es testimonio de la complejidad y amplitud de posibilidades inherentes en la humanidad” (p. 39). El fatal encogimiento de estas potencialidades ilimitadas a cierto destino individual, impenetrable en sus inicios, marca de culpabilidad a toda madre y así “lo que ha comenzado”, una nueva vida, se revela como un error irreparable en un mundo despiadado.

Sin profundizar en un análisis que realizamos de forma más detenida en otra parte (Ilian, 2021), solo queremos mencionar otra faceta de la culpabilidad materna, patentizada en “El niño sucio”, incluido en Las cosas que perdimos en el fuego de Mariana Enriquez. Juega una gran importancia en este cuento la construcción espacial, que, como símbolo de la segregación entre las clases y estilos de vida, separa, por un lado, una casa señorial habitada por una profesional de la clase media, voluntariamente no madre, que por elección caprichosa se ha mudado a la mansión de sus abuelos situada en un barrio peligroso de Buenos Aires y, por otro lado, la calle nauseabunda y violenta donde habitan los pobres, entre ellos una madre drogadicta en sus últimos meses de embarazo y su hijo de unos cinco años que malvive pidiendo limosna en el metro. A medida que el cuento avanza esta división entre la “privatopia”13 erigida por la narradora clasemediera y los maleficios de la calle se desmorona: una noche, espantado por la ausencia de su madre, el niño pobre le pide auxilio a su vecina, ofreciéndole así a esta un remedo muy esquemático y superficial de una experiencia materna. Efectivamente, la mujer cumple formalmente con esta tarea dándole de comer e invitándole a una heladería (observando de paso con lástima y pasividad que el niño está descalzo y pisa unas calles llenas de restos de vidrio), pero su actuación no va más allá de una caridad neutra y distante, más aún cuando, a su regreso, la adolescente le reconviene con violencia la ausencia del hijo blandiendo sus derechos de disponer libremente de la vida de este. La despreocupación del destino del pobre chiquillo custodiado brevemente es aún más justificable desde la perspectiva de la protagonista, dado que el principal sentimiento que le provoca el “niño sucio” es el de asco. Después de la intempestiva mudanza de sus incómodos vecinos, un crimen horrible perpetrado en el barrio, donde aparece un niño violado y degollado, aparentemente un sacrificio de unos ritos satánicos desata la culpabilidad extrema de la mujer, que cree reconocer en la víctima a su antiguo vecino y se arrepiente de no haber actuado a tiempo.

La historia está contada en una tercera persona típica del estilo de Mariana Enriquez, cuya impavidez a la hora de relatar las tragedias más espeluznantes parece ser el paradójico efecto de un pasmo tan intenso y una lástima tan profunda que se vuelca en su contrario, una frialdad escalofriante. Al final del cuento, la narradora, cuyo grado de fiabilidad ya es totalmente dudoso tras los inclementes procesos de autoculpabilización que la llevan al borde de la locura, reencuentra a la adolescente que le declara, entre los humos pestilentes del paco, que efectivamente fue ella la que entregó a los sacerdotes de los ritos satánicos a sus dos hijos, el niño “sucio” y el que llevaba en su vientre durante su temporaria vecindad. Para esta mujer no madre y que solo realizó por unas cortas horas la pantomima de la maternidad al custodiar a su vecino14, la declaración de una madre irresponsable y cruel es una confirmación de su corresponsabilidad en un mundo carente de caridad, ya que la mujer de enfrente, una drogadicta loca incapaz de cuidar a su hijo, es el propio espejo de su incapacidad, que es la de la entera sociedad, de proteger a los indefensos y de impedir un crimen terrible. La calidad de la madre drogadicta de representar un doble monstruoso de la narradora que, si bien rechaza la maternidad efectiva, se sabe señalada como copartícipe de un inapelable carácter mortífero de la maternidad, se evidencia en el “reconocimiento” que tiene lugar en el momento de clímax representado por el reencuentro de las dos mujeres:

-¡Yo se los di! -me gritó. El grito fue para mí, me miraba a los ojos, con ese horrible reconocimiento. Y después se acarició el vientre vacío con las dos manos y dijo, bien claro y alto: -Y a éste también se los di. Se los prometí a los dos (Enríquez 2013: 21, subrayado nuestro).

Más allá de la irresponsabilidad materna y de la corresponsabilidad del conjunto de la sociedad por el sufrimiento de los niños sumidos en la pobreza y el vicio, el cuento profundiza el tema de carácter demoníaco de la maternidad, y la mencionada entrega horripilante a los ritos satánicos de unos niños inermes se puede entender tanto como una demoníaca invocación de la libertad de disponer discrecionalmente del fruto de su vientre, así como una afirmación de una visión gnóstica sobre el mundo, en que los hijos están destinados inevitablemente a servir de pábulo para las insaciables deidades de la muerte.

4. El odio, por fin

Forzado a dialogar con textos narrativos contemporáneos, el discurso filiocéntrico denostado por Lina Meruane ha revelado su alianza con una sentimentalidad perniciosa y su culpable efecto de contribuir a una excesiva presión puesta en las madres (Ana María Shua). También ha señalado la conversión de la madre en un ser autista inmerso en un goce indiferente a los reclamos de cualquier ser ajeno a la inefable díada madre-hijo (Suárez, Enriquez), así como ha apuntado a la rescisión de la deuda trágica con el ciclo de la vida y la muerte inscrita en el flujo generacional (Suárez, Laurencich); por fin, ha revelado la omisión del inherente fracaso de la maternidad a la hora de ofrecer protección a los hijos en un mundo incontrolable e inclemente (Laurencich, Enriquez). A modo de conclusión, nos gustaría terminar con un breve comentario del cuento del mexicano Alberto Chimal “Una historia de éxito” (Manos de lumbre, 2018), una negra parodia del discurso filiocéntrico asimilado de una forma grotesca y atroz por un personaje que encuentra en él las mejores coartadas para un rotundo autoengaño acerca de su perfección como madre.

Recurriendo al tópico del falso presagio que, no obstante se cumple, Chimal construye una historia protagonizada por una madre de la clase baja que maltrata de una forma inconcebible a su hija, arrebatándole toda posibilidad de alcanzar una existencia más noble a través de la educación. La “historia de éxito” aludida en el título es, por un lado, el logro de la mujer de desvirtuar “el proyecto” (Chimal, 2018, p. 37) de su propia madre, maestra de secundaria, de cuidar la educación de su nieta y lograr que esta haga una carrera universitaria. Por otra parte, es la (pretendida) asunción de unos errores que llevan a la protagonista a aprender una lección fundamental de su vida, en este caso “que lo primero es la unidad de la familia” (p. 43). De lo que se trata aquí es de la inversión de los valores propios de dos generaciones: la abuela pertenece a la generación que, impulsada por los logros del feminismo de la tercera ola, considera que el cumplimiento de una mujer se alcanza por su papel social y profesional conseguido merced a los estudios universitarios; por su parte, la madre del cuento ha dado “la vuelta completa al círculo” mencionada por Meruane (2018, p. 122) para abrazar una concepción sobre la feminidad que mejor se autorrealiza en el papel de “ángel del hogar”, esposa y madre perfectas. Los dos “proyectos” de vida, el de la madre y el de la abuela, resultan incompatibles, ya que la madre, empleada en un supermercado, considera como “lo normal” (Chimal, 2018, p. 36) que su hija Pilar falte a la escuela o vaya “a pasear por la unidad habitacional, [...] ligar con los chavos, a alguna fiesta por la noche” (p. 36) (la edad referida de la niña es de 12 años). Al contrario, la abuela considera que lo necesario para su nieta es “que se esforzara y estudiara y tuviera estructura” (p. 35). La influencia de la abuela en la vida de su nieta provoca en su madre la “ansiedad” (p. 36) de ver que su hija se encamina hacia un estilo de vida diferente del suyo: “la sentía lejana, como que costaba trabajo hacer que se integrara otra vez a la familia” (p. 36). Hay aquí un complejo juego de reflejos directos e invertidos entre las mujeres de tres generaciones que deriva de las proyecciones basadas en la competencia y la envidia, propios de la relación madre-hija, según la concepción expuesta por Simone de Beauvoir en Le deuxième sexe:

La actitud de la madre con respecto a su hija hecha mujer es ambivalente: en su hijo, busca un dios; en su hija, encuentra una doble. El ‘doble’ es un personaje ambiguo; asesina a aquel de quien emana [...]. Así, la hija, al hacerse mujer, condena a muerte a su madre, y, no obstante, permite que se perpetúe. La actitud de la madre es muy distinta, según que capte en el desarrollo de su hija una promesa de ruina o de resurrección (Beauvoir, 2005, p. 473).

Efectivamente, la hija reconoce en el “proyecto” de la abuela con respecto a su nieta los esfuerzos frustrados de su progenitora con respecto a ella misma en su temprana edad y, de forma oscura, es consciente de representar una decepción para su madre, por lo cual enfatiza por todos los medios su superioridad y ansía convertir a su propia hija en una réplica idéntica de sí misma, ya que no considera que la educación formal es un verdadero valor. El empeño de su madre lo interpreta como una clara acusación contra su estilo de vida, y percibe el “proyecto” de la abuela como una pretensión de hacerle competencia en su propio trabajo educativo, conforme a sus propios valores: “Y a mí me daba mucha furia y vergüenza porque sentía que me decía “estúpida”. “Tonta”. Ella, con todo y ser una vieja, iba a hacer mejor trabajo que yo. Yo sentía que eso me estaba diciendo. Que era superior a mí porque tenía “educación” [Vuelve a sugerir las comillas con los dedos]. Yo creo que me tiene envidia, que siempre me ha tenido envidia porque mi papá me quería a mí más que a ella...” (Chimal, 2018, p. 37).

El recurso a una narración que simula la grabación de una entrevista realizada como un “estudio de caso” dentro de una posible investigación sociológica o bien la declaración hecha en un programa televisivo (lo cual viene ilustrado por las acotaciones del supuesto entrevistador: “Hace un gesto vago con la mano izquierda” (p. 38), “Se interrumpe...” (p. 39), “Ríe” (p. 42), etc.) potencia la capacidad del lector de tomar distancia con respecto a la versión ofrecida por la relatora. Además, sugiere el empoderamiento de esta madre a la hora de presentar su experiencia de vida como potencialmente ejemplar, sobre la base de una burda concepción sobre la igualdad y el derecho al reconocimiento de los valores de cada uno15. La serie de pasos que, desde la perspectiva de la protagonista, conducen paulatinamente a la asimilación de una verdad que ella considera iluminadora, se ven así, desde la perspectiva del lector, como una sucesión de actos de violencia cometidos por una mujer obtusa e ignorante, cuya prepotencia proviene únicamente de su calidad de madre que tiene el poder de decidir sobre el destino de sus retoños.

El autor mexicano está fascinado por “la capacidad de autoengaño” (Gascón / Chimal 2018) de los seres humanos y su continua reelaboración de sus historias personales, pues, según él, “todos somos narradores [...] porque hay al menos una historia que cada uno de nosotros se ve obligado a crear. Es la propia: el argumento que da validez a nuestra vida para nosotros mismos” (García Abreu / Chimal, 2018). Lo que es seguro es que este mito personal cambia constantemente a fin de ofrecer una versión autocomplaciente para el individuo. En el caso de este cuento, la finalidad de la reelaboración de esta narración autoengañosa es la de declarar exitoso un craso error de interpretación. Efectivamente, las perspectivas antagónicas sobre la educación -una ventaja en la lucha por la vida, según la abuela, un obstáculo para la unidad de la familia, según la madre- se transcriben en el plano narrativo como el cumplimiento inesperado de una profecía expresada en términos ambiguos, desencadenantes de múltiples interpretaciones. Al participar a una reunión espiritual dirigida por la vidente Ubaste, la mujer recibe de esta un mensaje sibilino -“ni carrera ni lucha”-, que interpreta como una advertencia de parar el proyecto de su madre y de apartar a su hija Pilar de la influencia de esta: “Ni carrera en la universidad ni lucha por la vida ni nada” (p. 40). Intentando seguir la recomendación de la vidente, la mujer envía a su hija a las clases de taekwondo que daba su marido (por lo demás un macho violento y abusador). Lo que resulta, de forma inesperada, es que después del calentamiento consistente en una corta carrera, la adolescente inicia una lucha con otro alumno y se tuerce la rodilla. La falta de cuidado médico inmediato lleva a la complicación del esguince, y la mujer entiende que el mensaje de Ubaste se interpretaba al revés: “La carrera era la que iniciaba la clase de taekwondo. La lucha era este pinche combate con quién sabe quién” (p. 42). Lo sorprendente es que las dos interpretaciones son justas, según se considere el contexto de valores. La lesión le hace perder a Pilar un año de secundaria, lo que trunca las aspiraciones de la abuela (así, la advertencia de Ubaste resulta correcta); la madre acepta que su interpretación fue incorrecta (la advertencia de Ubaste sobre la inoportunidad del deporte para Pilar resulta también correcta en este contexto), pero toma este error como un paso adelante en su camino de autoconocimiento. Así, el abandono escolar de su hija agrada a la madre porque, alejada la tentación de otro tipo de vida, su hija vuelve plenamente al ámbito familiar, compartiendo los mismos intereses estúpidos que su madre y preparándose para una vida abyecta y violenta, centrada en unos infames “valores de la familia” procreativa.

El discurso filiocéntrico criticado por Lina Meruane sirve de justificación para una madre abusadora que proyecta sus fantasmas de poder a través de una violencia desmesurada que tiene como víctima a su propia hija. Reflejo invertido y atroz de la súper-madre neoliberal, la protagonista de Chimal revela la faz oscura de un discurso post- y antifeminista que revierte los avances del feminismo tradicional, así como evidencia las consecuencias de la “obligación” social de la cual hablaba Ulrich Beck, la de convertir a toda costa y recurriendo a los sofismas y autoengaños más evidentes su propia historia de vida en una “historia de éxito”. Desde este punto de vista, el cuento del autor mexicano representa una de las más penetrantes críticas de las mixtificaciones de un punto clave de la agenda liberal, el relacionado con la maternidad como suprema “autorrealización” de la mujer.

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1 En su libro The Cultural Contradiction of Motherhood (1996), Hays señala claramente que el actual estilo normativo de crianza infantil es un constructo social: “la ideología pública de la correcta crianza infantil ha urgido a las madres a quedarse en casa con sus hijos, manteniendo así la coherencia entre la crianza por parte de las mujeres y su comportamiento abnegado [...] Y, sin embargo, esta forma de maternidad no es ni natural por sí misma ni, en un sentido absoluto, necesaria; es una construcción social. En otros tiempos y lugares, métodos más sencillos, que consumen menos tiempo y energía, se han considerado adecuados, y la madre no ha sido siempre y en todas partes la principal encargada de cuidar al niño. La idea de que la correcta crianza infantil exige no sólo de grandes cantidades de dinero sino también habilidades de nivel profesional y copiosas cantidades de energía física, moral, mental y emocional por parte de la madre individual es un fenómeno histórico relativamente reciente” (1998, p. 24).

2Tres son, según Badinter (2010, p. 30), los discursos que apuntalaron esta transformación espectacular de la manera de encarar la maternidad en los últimos decenios: por una parte, el ecologismo que propugna un sometimiento del ser humano a los dictados “sabios” de la naturaleza; por otra parte, las ciencias naturales, especialmente la etología, que restauran el concepto de un instinto maternal que las mujeres compartirían con las hembras mamíferas; por fin, el giro de 180 grados dado por la teoría feminista, que no solo reafirma una esencia de la feminidad, sino que coloca la maternidad en el centro de esta (p. 46).

3El libro más ambicioso desde este punto de vista es el de Mary Beth Rose, Plotting Motherhood in Medieval, Early, and Modern Literature (2017). Unos ejemplos de tratamiento literario de este tema son Siyah Süt (2007, traducción al inglés Black Milk: On Writing, Motherhood and the Harem Within, 2011) de la escritora turca Elif Shafak, que hace un ejemplar recorrido por algunas de las posturas asumidas por las escritoras ante la maternidad; en el ámbito hispánico se puede destacar, entre una serie muy caudalosa, Las madres no de Katixa Agirre (2019).

4Podemos notar de hecho que el lugar donde mejor se articula este discurso son las revistas dedicadas a los temas de embarazo, parto y crianza, que en el ámbito español han sido estudiadas con brillantez por Medina-Bravo, Fugueras-Maz y Gómez-Puerta (2014) para mostrar en qué medida este discurso paternalista, que parte del presupuesto de la total ignorancia de los destinatarios y la aplastante autoridad de los especialistas, llega a diluir el tejido social en vez de concentrarlo en torno a problemas comunes: “El tono intimista de esta prensa no contribuye a este sentimiento participación en un colectivo con unas necesidades y problemáticas comunes, es como si se dirigiera a cada una de las lectoras individualmente [...] Aun cuando el ‘nosotras’ une las lectoras y crea una ilusión de grupo con iguales aspiraciones, la realidad es que ‘aísla’. El uso de este ‘nosotras’ no es ideológico ni pretende crear conciencia de situaciones de desigualdad y, por lo tanto, de grupo, sino que se convierte en una estrategia más para conseguir identificación y, consecuentemente, consumo” (2014, pp. 501-502). Evidentemente, este discurso se expande a sus anchas también en los sitios web dedicados al cuidado de los bebés y al asesoramiento mutuo (¿y solidario?) de las madres.

5Sus argumentos al respecto se refieren a voluntario repudio de los progresos tecnológicos por parte de las madres “intensivas” que optan en cambio por el parto sin anestesia, la práctica enfática y la promoción de la lactancia, el uso de los pañales textiles reutilizables que suponen más tiempo y trabajo para la mujer, la realización cronófaga de actividades educativas para los niños, llegándose incluso al rechazo de las vacunas y la ingestión de la placenta (Meruane, 2018, p. 51).

6A propósito del argumento ecológico, hay que señalar que este no es de escasa importancia. Badinter (2010, p. 37) cita un estudio que muestra que un bebé entre cero y treinta meses produce por sí solo una tonelada de desechos que necesitarán entre dos y cinco siglos para degradarse. No obstante, como muestra la historiadora y filósofa francesa, esta realidad llega a repercutir de forma negativa de nuevo en las madres, impelidas a volver a los pañales textiles tradicionales, para demostrar mediante este gesto también su respeto por la naturaleza generosa y “sabia”.

7Las políticas antiproteccionistas de los estados neoliberales con respecto a las madres delatan, según Rose, una fuerte represión de la debilidad fundamental, originaria, inherente a la condición humana: “Da la sensación de que lo que más odia la retórica del Partido Conservador es la necesidad más acuciante: la de ser, o haber sido un día, el bebé que dependía de una madre. Quizá, cuando los políticos de derechas arrugan la nariz delante de los gorrones, los que piden asilo y los refugiados, lo que repudian, y quieren hacernos repudiar a nosotros, es el vago recuerdo de sus años de dependencia total. Al que defiende con más ahínco la idea de una autosuficiencia a prueba de bomba seguro que le ronda la cabeza una imagen de sí mismo o de sí misma —casi seguro que es de sí mismo— en la guardería” (2018, pp. 28-29).

8Francisca Noguerol subraya también este aspecto narrativo al observar que “El relato [está] narrado en tercera persona, pero con una sospechosa alusión a la protagonista como “Mamá” y no “La mamá” -lo que acerca la focalización al lector y lo hace cómplice de las desventuras de la protagonista” (2020, p. 360).

9Las diversas formas de agresión sobre el cuerpo y la mente de la madre son solo una parte de las razones enumeradas por Winnicott (1949, pp. 72-73): “The baby is a danger to her body in pregnancy and at birth”; “The baby is an interference with her private life, a challenge to preoccupation”; “The baby hurts her nipples even by suckling, which is at first a chewing activity”; “The baby at first must dominate, he must be protected from coincidences, life must unfold at the baby’s rate and all this needs his mother’s continuous and detailed study. For instance, she must not be anxious when holding him, etc.”), a lo cual se añaden las varias formas de desagradecimiento (“He is ruthless, treats her as scum, an unpaid servant, a slave”; “He shows disillusionment about her”; His excited love is cupboard love, so that having got what he wants he throws her away like orange peel”). Una interesante razón de odio mencionada por Winnicott (p. 72) (“To a greater or lesser extent a mother feels that her own mother demands a baby, so that her baby is produced to placate her mother”) está sutilmente sugerida en el cuento de Shua: en el momento en que, al ver roto por sus hijos un plato que había pertenecido a su madre, la protagonista saca la conclusión irracional, de índole mágico-ritualista, de que en esta destrucción se cifra su ineptitud como madre y el reconocimiento de su inferioridad en comparación con la suya: “Mamá miró los restos de un plato azul, de loza, con el dibujo de un perrito en relieve, un plato que había pertenecido a su propia madre. Nadie que no tuviera ese platito azul en un estante de la alacena podría llegar a ser una buena madre. Tuvo más ganas de llorar” (Shua, 2001, p. 7).

10Una opinión parecida la expresa Jacqueline Rose: “he conocido a más de una madre que ha dejado de amamantar a su hijo porque le daba demasiado gusto hacerlo. Siempre he pensado, además, que es la repulsión que provoca este placer lo que subyace tras muchas de las campañas encaminadas a desterrar la lactancia del espacio público” (2018, p. 70).

11Sugerentemente, la mujer se retira en el baño para amamantar a su bebé, alegando (para sí misma): “En realidad, no me gusta que me vean con mi bebé, cómo se mueve cuando está conmigo, cómo agita sus manitos o sonríe, en definitiva, que vean el lazo que nos une” (Suárez, 2017, p. 87).

12Hay que observar que entre las imágenes que le ofrecen el cuadro de la violencia y la injusticia del mundo también figura uno que se podría considerar una “grieta” en el sentido que le da Drucaroff a este término: la referencia a la manifestación estudiantil por “mejores edilicias” (Laurencich, 2017, p. 19), seguida por la protagonista en la tele, puede ser una alusión a la represión de 1976 conocida como “La noche de los lápices” (si bien el motivo de los reclamos era diferente).

13El término pertenece a Gyan Prakash que lo define como un conjunto de espacios “erected by the privileged to wall themselves off from the imagined resentment and violence of the multitude” (2010, p. 1).

14La indiferencia por los hijos ajenos y el apego exclusivo a los propios -si los hay- fueron ya denunciados por Virginia Woolf como un culpable signo de incivilización en Los años, donde la autora inglesa evidencia el daño que hace al tejido social la creencia de que los padres tienen derecho a poner al hijo y a la familia por encima de todo. Jacqueline Rose vuelve una y otra vez, comentándola con perspicacia, sobre la escena de esta obra en que un personaje observa cómo, en una reunión social, las gentes se preguntan los unos a los otros por los hijos: “mi chico, mi chica…, decían. Pero no estaban interesados en los hijos de los demás, observó North. Solo en los suyos; en su propiedad; en los que eran carne de su carne y sangre de su sangre, a los que estaban dispuestos a proteger con las desnudas garras de la paramera primigenia, pensó North […]. En este caso, ¿cómo podemos ser civilizados?” (Woolf, en Rose 64, 111, 148).

15Se puede recordar al respecto la explicación que ofrece Bauman acerca del éxito que tienen los programas de tipo chat-shows y que se basa precisamente en la desorientación general de los sujetos sociales acerca de las metas que pueden perseguir en un mundo colmado de medios, pero en el que los fines no están nada claros: “La autoridad de la persona que comparte su historia de vida puede lograr que los espectadores miren el ejemplo con atención y que aumente el rating. Pero si el entrevistado carece de autoridad, si no es una celebridad, será más fácil seguir su ejemplo y puede tener, por lo tanto, un potencial de valor adicional. Las no-celebridades, los hombres y mujeres “comunes como usted y como yo”, que aparecen en la pantalla durante unos fugaces momentos [...], son personas tan indefensas y desventuradas como los espectadores, que padecen los mismos golpes y que buscan desesperadamente una salida honorable de sus problemas y un prometedor camino hacia una vida más feliz. Entonces, yo puedo hacer lo que han hecho ellos, y tal vez incluso mejor. Puedo aprender algo útil de sus victorias y de sus derrotas [...] Tal vez han descubierto una maravillosa estratagema que yo desconozco, tal vez han explorado cuestiones “internas” a las que yo no presté atención o ni siquiera descubrí por haberme quedado en la superficie” (2002, p. 74).

Recibido: 16 de Mayo de 2022; Aprobado: 15 de Septiembre de 2022

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