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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.24 no.1 Mendoza jun. 2023  Epub 28-Sep-2023

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.059 

Dossier

La retórica agonista en “Las cosas que perdimos” en el fuego de Mariana Enriquez

The agonist rhetoric in “Las cosas que perdimos en el fuego” by Mariana Enriquez

1Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Nacional Autónoma de México. México. selrodlin@gmail.com

Resumen:

A partir de Laclau y Mouffe propongo que “Las cosas que perdimos en el fuego” de Enriquez abre lugar para una transformación política de las mujeres que no está vinculada a la representación, sino a procesos retóricos que afectan la interrelacionalidad entre los significantes que organizan el espacio social en la hegemonía. A través del análisis de las descripciones, primero, rastreo la dicotomización del espacio social en el antagonismo "ellos-nosotras" y la reproducción de la analogía "mujer-objeto" en diferentes personajes. Después sostengo que hay una iterabilidad metonímica que se reintroduce en la metáfora-soporte de esta identidad, porque el fuego se transforma de dispositivo de control en práctica contrahegemónica. Sin embargo, hay indicios de que esta se convierte en hegemónica una vez que la metáfora "monstrua" se ha consolidado en identidad mítica como efecto de la repetición. Ante esta hegemonía alternativa en ciernes, el relato enfrenta una retórica agonista que introduce el disenso estético y la heterogeneidad en el discurso antagónico, problematizando la territorialización de los afectos singulares en formaciones sociales hegemónicas. Esta retórica sugiere la posibilidad de un decir disensual de las mujeres donde la afección se convierte en potencia política de reinvención.

Palabras clave: Mujer; Literatura latinoamericana; Hegemonía; Comunidad; Disenso

Abstract:

Departing from Laclau and Mouffe, I propose that “Things we lost in the fire” of Enriquez opens a way for the political transformation of women, not linked to representation, but to rhetorical mechanisms that affect the interrelationship between the signifiers that organize the social space in hegemony. Through the analysis of the descriptions, first, I trace the dichotomization of the social space in the antagonism “they (men)-we (woman)” and the reproduction of the "woman-object" analogy in different characters. Later, I argue that there is metonymic iterability, which is reintroduced in the metaphor-support of this identity because the fire is transformed from a control device into a counter-hegemonic practice. However, there are signs that it becomes hegemonic once the "monster" metaphor has consolidated into a mythical identity as an effect of repetition. Faced with this budding alternative hegemony, the story confronts an agonistic rhetoric that introduces aesthetic dissent and heterogeneity in the antagonistic discourse, problematizing the territorialization of singular affections in hegemonic social formations. This rhetoric suggests the possibility of dissensus of women where the condition becomes a political power of reinvention.

Keywords: Woman; Latin American Literature; Hegemony; Community; Dissent

Nadie discutirá que Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) es una autora que goza actualmente de popularidad. Su narrativa pertenece a ese fenómeno que mediáticamente se ha nombrado el “nuevo boom latinoamericano” protagonizado por mujeres2. Se habla también de una Novísima o Nueva Narrativa Argentina (Gallegos Cuiñas, 2015) a la que pertenecería también junto a Samantha Schweblin, Selva Almada, María Gainza, Ariana Harwicz y Gabriela Cabezón Cámara, entre otras autoras nacidas alrededor de 1970. Todas estas autoras tienen en común un interés señalado en la experiencia de la mujer y otros grupos marginados u oprimidos. Eva Lalkovičová (2020) señala que la “postura postfeminista”3 de estas autoras es una de las razones principales por las que se han mundializado, además de algunos factores materiales y condiciones comerciales que han sido favorables para su difusión (las revistas, las agencias literarias, los premios y la popularización de las editoriales independientes). Para Gallegos Cuiñas (2020), en cambio, estas escritoras entienden el feminismo como un proceso de construcción identitaria y aunque son críticas con respecto al patriarcado, no adoptan una postura postcolonial o subalterna, porque representan un feminismo hegemónico que deconstruye la mujer mundial.

En el presente artículo4 habré de discutir esta premisa, mostraré que en el cuento “Las cosas que perdimos en el fuego” (2016), del libro titulado con el mismo nombre (con el cual Enriquez logró el éxito mundial), se advierte precisamente contra los sesgos del feminismo hegemónico que es excluyente para algunas identidades. De hecho, considero que el relato nos presenta la necesidad de generar retóricas desde lugares de enunciación no legitimados: políticas-estéticas cuya potencia sea, precisamente, su resistencia a territorializarse en los discursos.

El relato se ubica en el escenario mismo de la vida de las mujeres latinoamericanas y expone el cariz ominoso y absurdo de la precariedad a la que se ven sometidas por los diferentes agentes sociales. La historia trata de una serie de mujeres de diferentes contextos que son quemadas por sus parejas5. Ante una escalada de quemas y condiciones evidentes de impunidad, algunas mujeres comienzan a organizarse en colectivos con la firme decisión de quemarse ellas mismas como contramedida para sobrevivir. Este colectivo de “mujeres ardientes” crece a tal grado que las hogueras llegan a realizarse una vez por semana. Las acciones del cuento resultan controversiales, porque la estrategia de resistencia y liberación empleada por las mujeres constituye una reapropiación de la violencia y dolor ejercidos desde hace siglos por el patriarcado6.

Vanessa Rodríguez de la Vega (2018) reconoce en este cuento una denuncia a la biopolítica de los cuerpos bellos, su objetivación y el feminicidio, e interpreta el fuego como elemento protector y purificador, que puede crear “un nuevo discurso femenino” (p. 158). Martín De Mauro (2019) argumenta que la dimensión siniestra del relato es la condición de posibilidad para enunciar un espacio de agenciamiento (p. 89), porque las mujeres precarizadas en su alianza conjugan un espacio de resistencia al orden genocida. Nora Domínguez (2018) propone que el cuento trabaja el “pasaje de la historia singular a la acción colectiva” (p. 38), y por ello, algunas acciones de los personajes pueden ser leídas como performance. En este tenero, también Nadina Olmedo (2022) opina que "el texto plantea la coalición femenina como una forma de resistencia y de sororidad ante la dominación y el ataque machista" (p. 318), e interpreta la autoflagelación como una apropiación corporal que desmonta la pedagogía del criminal. Berenice Romano Hurtado (2022) sugiere que las hogueras son una "refiguración de las representaciones", a partir de la que las mujeres se reelaboran como "dueñas de un cuerpo abyecto" que exhibe "la violencia desde el silencio". En contraste con estas posturas, Laura Sánchez (2019) concluye que Enriquez parece presentar una comunidad de mujeres capaces de tener agencia, pero hay indicios que apuntan a que esto es una ilusión (p. 115): “Por más contestatarias y radicales que parecen sus decisiones, estas no las llevan fuera del sistema que en un principio las puso en una situación desfavorable, peor aún: las convierte en sus propias victimarias (p. 117).

Como puede verse, hay un desacuerdo en torno a si el cuento es o no políticamente subversivo y por qué. Todos los estudios literarios que he mencionado se posicionan conforme a las formas de representación y agencia de los personajes del cuento, sin embargo, el hecho de que un relato se sitúe en un contexto de realidad histórico-social que limita el rango de acción de los personajes femeninos no quiere decir que reproduzca necesariamente las construcciones hegemónicas. Considero que centrar el análisis en la construcción retórica de la literatura nos permite ver cómo operan los procesos de significación hegemónica que organizan las interacciones entre los cuerpos en un relato: trazar el mapa de las relaciones de equivalencia y sustitución que se dan en el espacio social y son responsables de conceder diferentes poderes y saberes a los cuerpos. Los procesos retóricos en un relato son responsables de su dimensión estética.

Entiendo aquí estética en un sentido relacional, como la define Jacques Rancière (2009): el reparto o la distribución de lo sensible. En un relato lo sensible ya no aparece como mediación ni representación de algo, sino como la distribución que dicta las relaciones internas de los cuerpos: los modos de ser, hacer y decir de los actantes. Por ello, podemos decir que los procesos retóricos-estéticos de un relato territorializan la hegemonía a través de los diferentes cuerpos. Trazar un mapa de lo sensible gracias al análisis retórico, nos permite entender cuál es el lugar de enunciación y el margen de acción a los que los cuerpos pueden acceder, en tanto que puntos de territorialización de la hegemonía.

De acuerdo con esta perspectiva, para Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (1987), la hegemonía7 corresponde a un conjunto de reglas sintácticas y semánticas construidas socialmente que determinan el lugar que los significantes ocupan dentro de los discursos y la relación que estos tienen conforme a otros significantes. La política es discurso, entendiendo por esta cualquier práctica que puede articular elementos heterogéneos y producir nuevas configuraciones de sentido. Por ello, la retórica es materia fundamental de la reflexión política, en la medida en que la hegemonía es producto de desplazamientos retóricos y sustituciones a nivel de significación: “Sinonimia, metonimia, metáfora, no son formas de pensamiento que aporten un sentido segundo a una literalidad primaria a través de la cual las relaciones sociales se constituirán, sino que son parte del terreno primario mismo de constitución de lo social” (p. 187). Sin embargo, esto no significa que la hegemonía sea una mera operación verbal, puesto que se inserta en “prácticas materiales que pueden adquirir fijeza institucional” (Laclau, 2005, p. 116).

De acuerdo con esto, el análisis retórico también puede mostrarnos cómo la literatura en las más sutiles alteraciones puede articular significaciones nuevas al grado de producir efectos de transformación política. En la medida en que la imaginación retórica interrumpe ciertas equivalencias; encadena diferencias, cuerpos y atributos en nuevas relaciones; e inviste significantes afectivamente, reformula nuestra realidad y nos posibilita a experiencias distintas de los cuerpos, que redistribuyen lo sensible común y rompen el consenso. De este modo, la imaginación retórica puede abrir nuevas formas espaciales de relacionarnos, y por lo tanto, tiene el potencial de subvertir la hegemonía.

Para pensar la subversión desde esta perspectiva propongo desarrollar un análisis a partir del marco teórico de Laclau y Mouffe. Los autores hablan de “subversión” cuando se manifiesta lo contingente en lo necesario a través de formas retóricas simbólicas, metafóricas o de paradoja que cuestionan el carácter literal y natural de la significación y nos muestran la arbitrariedad y contingencia de las relaciones analógicas que sostienen toda identidad.

Mi objetivo es demostrar que este cuento articula un desplazamiento político-narrativo “agonista”, capaz de desmontar la identidad hegemónica "mujer", en la medida en que desarticula las formaciones sociales antagónicas “nosotras-ellos” que organizan el espacio social. A partir de un análisis de la descripción, primero, muestro cómo las operaciones retóricas reproducen la identidad hegemónica “mujer-objeto”, que consigue su expansión, sobre todo, a través del patrón semántico “belleza-desposesión”. En el segundo apartado, argumento que se reintroduce la iterabilidad metonímica en la metáfora que es soporte de la identidad “mujer”, lo que interrumpe las equivalencias y sustituciones, e introduce “significantes flotantes” que trascienden las fronteras de las formaciones antagónicas. De este modo, el fuego se transforma de dispositivo de control en práctica contrahegemónica y produce un desmontaje de la analogía “mujer-objeto”.

Sin embargo, el cuento advierte los peligros y beneficios de una nueva construcción hegemónica de la identidad y la problematiza por medio del disenso estético y el surgimiento de la heterogeneidad singular, mostrando que la contrahegemonía puede convertirse en hegemonía, una vez que la metáfora de la "monstrua" se ha consolidado en nodo identitario como efecto de la repetición. Finalmente, sugiero que la posibilidad de transformación de lo político está vinculada a cambios en la retórica que soporta al orden hegemónico. Una articulación otra que oper gracias a la dislocación abre la posibilidad de comunidades capaces de integrar el pluralismo y mantiene la tensión entre metonimia y metáfora. De este modo, la introducción del disenso estético y la heterogeneidad nos remite al surgimiento de un decir disensual de las mujeres vinculadas por la pérdida, como nos señala el mismo título del cuento, donde la afección se convierte en potencia política de reinvención.

La “mujer-objeto” como identidad hegemónica

Laclau y Mouffe sostienen que el espacio social está articulado por formaciones sociales antagónicas responsables de tramar las relaciones y repartir los poderes y saberes. Mouffe (2013) entiende el concepto de lo “político” como una dimensión de antagonismo que puede tomar diferentes formas, emerger en diversas relaciones sociales y no puede ser erradicada (p. 2). De hecho, para ella el problema de las políticas liberales es que niegan la dimensión antagonista inherente a lo político. En la medida en que toda identidad necesita de una afirmación diferencial para su producción, la constitución del “nosotros” requiere como condición de posibilidad la demarcación de un “ellos”, que aunque no siempre es necesariamente antagonista, siempre está en riesgo de cifrarse bajo la lógica del “amigo/enemigo” (p. 5). Para Mouffe, en contraste, el “agonismo” no intenta, como las políticas liberales, desestimar el conflicto en las identidades colectivas y convertirlo en consenso, sino que mantiene y asume la tensión como principio productivo de la comunidad. Escapa a la lógica antagonista del “amigo/enemigo” y a todas las relaciones oposicionales para transformarla en una permanente lucha entre múltiples “adversarios”8.

Partiendo de este marco conceptual propongo que analizar las configuraciones descriptivas en un texto puede mostrarnos cuáles son los significantes vacíos y analogías que identifican las formaciones hegemónicas y cómo se organizan estos significantes conforme a las fronteras antagonistas. En palabras de Luz Aurora Pimentel (2001), toda descripción es un arreglo específico de semas o partes, local y particular, que conforme a un modelo preexistente se nos presenta como un sistema de significación, en tanto que organiza los rasgos semánticos, disponiéndolos de modo que produzcan una "figura", la cual no se reconoce como tal mientras no se repite dentro del texto (p. 72).

En el cuento "Las cosas que perdimos en el fuego", el antagonismo se hace manifiesto desde un inicio. El espacio social se divide en dos posiciones: “ellos-nosotras”, de modo que todas las relaciones internas parecen responder a esta dicotomía. Este antagonismo se construye, en primer lugar, por la configuración de la voz narrativa que, a pesar de ser un personaje, Silvina, se reconoce como una entidad narrativa plural y emplea la tercera persona. Por otro lado, desde el título: “Las cosas que perdimos en el fuego”, podemos intuir que el relato tratará acerca de una pérdida compartida. En concordancia, este inicia con la frase: “La primera fue la chica del subte” (Enriquez, 2016, p. 185), lo que nos indica que este personaje está inscrito dentro de una serie descriptiva. El discurso de la narradora reproducirá constantemente el antagonismo entre la identidad hegemónica, “ellos” y su límite, “nosotras”, incluso dentro del mismo enunciado. Esta interacción retórica entre posturas nos mostrará que la identidad “mujer” se construye a través de analogías, casi siempre negativas, con respecto a los valores y atributos del sujeto. En este sentido, se articula por medio de una configuración descriptiva que organiza las fronteras de significación en series contrapuestas: mujer-objeto y hombre-sujeto.

Pimentel (2001) le llama "configuración descriptiva" al ordenamiento particular de las partes en una serie predicativa dentro de una descripción. Las relaciones entre sí que se establecen entre esas partes generan una cierta significación. Esta significación corresponde a un "patrón semántico" que opera como principio de organización del sistema descriptivo de un texto y además logra establecer conexiones entre secuencias descriptivas textualmente discontinuas. Por ejemplo, objetos diferentes pueden describirse utilizando una misma configuración, lo que puede establecer una relación semántica entre estos. Así, la base de las configuraciones descriptivas es la iterabilidad, como lo es también para la hegemonía, en tanto que una determinada relación entre elementos significantes se reitera en diferentes contextos y objetos.

Rastrear las configuraciones narrativas de un texto literario nos permite entender claramente cómo opera la retórica en la construcción de la hegemonía. Precisamente porque la configuración descriptiva en un texto literario traza una relación entre ciertas particularidades, independientemente de su contenido específico, que al reduplicarse en distintos objetos cristaliza en una figura con frecuencia metafórica y que funciona como analogía dentro del texto (Pimentel, 2001, p. 87). Dicha figura articula diferentes segmentos del relato, confiriéndoles una dimensión simbólica o ideológica que por sí mismos no aparentan. Además, "las configuraciones descriptivas pueden constituir un puente intertextual que le confiera al texto dimensiones de significación mítica y simbólica" (Pimentel, 2001, p. 88). De este modo, el análisis de la descripción en un relato nos permite situarlo socialmente, desentrañar la dimensión política de sus aspectos meramente literarios y figurativos que desbordan un análisis de la representación.

Si observamos con atención la construcción sintáctica de las oraciones del relato, destaca la presencia constante de nexos adversativos y concesivos, adverbios de negación, y el uso de oraciones disyuntivas y distributivas que contraponen un rasgo descriptivo particular a otro, lo que instituye una relación semántica de contradicción entre ambos. De este modo, la sintaxis exhibe la tensión del espacio social, el antagonismo "ellos-nosotras" en el plano de la descripción de los personajes y los espacios. Este recurso genera paralelismos sintácticos que construyen relaciones antitéticas entre significantes que no son contradictorios entre sí en un plano literal, pero que conforme a la configuración descriptiva se presentan como opuestos9. Por otro lado, la repetición del discurso hegemónico en diferentes espacios, personajes y contextos mostrará que las analogías se reproducen de manera compulsiva y, discursos aparentemente diversos en realidad se organizan conforme a una misma cadena de equivalencias, reforzándose y complementándose mutuamente. Por ello, es relevante determinar los patrones semánticos que desde un inicio organizan el tramado social. Esta relación semántica, una vez que es desmontada en el análisis, puede hacernos ver los procesos retóricos que han convertido esa diferencia en equivalencia. La construcción de relaciones semánticas "no-familiares", contrahegemónicas, también puede producir un efecto subversivo, en tanto que hace manifiesto, a través de la sensibilidad, el carácter contingente de las relaciones analógicas que soportan las formaciones hegemónicas naturalizadas.

En el primer párrafo del relato, la narradora ensaya la posibilidad de que el personaje anónimo y monstruoso, “la chica del subte”, sea responsable del desencadenamiento de las hogueras. Sin embargo, a esta posibilidad se opone de inmediato la introducción de la hegemonía discursiva manifestada en la voz impersonal: “Había quien lo discutía” (Enriquez, 2016, p. 185). Como veremos más adelante, este discurso vincula el poder, el saber y el deseo a la formación social “masculina”, y por ello atribuye la incapacidad, lo inofensivo, la incredulidad y la pasividad a la mujer. Dice el texto: “se discutía su alcance, su poder, su capacidad” (Enriquez, 2016, p. 185). Este patrón semántico será un eje de significación fundamental en el texto, responsable de caracterizar a la mujer a través de significantes antagónicos a los atributos del sujeto masculinizado que funge como identidad trascendente10. A esta serie de significantes que determinan la formación social se le añadirá también el significante “belleza” que será un indicio del grado de adecuación al marco hegemónico por parte de los personajes femeninos. La serie significante, gracias a la repetición, construirá la metáfora que sirve de fundamento a la visión objetualizante de la mujer.

La hegemonía se constituye cuando una metáfora consolida una analogía que se convierte en el punto nodal o trascendente al sistema de significación. Sin embargo, a diferencia del mito, en la hegemonía la identidad no es única ni absoluta; esto se debe a que la metáfora que funciona como representación total de la comunidad consigue expandirse en diferentes contextos de significación gracias a las sustituciones metonímicas, articuladas bajo dos criterios: la contigüidad posicional (sintaxis) y la semejanza semántica (Laclau, 2014, p. 76). Ambas operaciones permiten que la metáfora se actualice en diferentes contextos discursivos y materiales. Por ello, la hegemonía se forma cuando la metonimia se ha convertido en metáfora, esto es, cuando los vínculos analógicos como efecto de la repetición se asumen como “naturales” o “literales”. Esta metáfora se convierte en una catacresis: un nombre figural para la identidad y la demanda comunitaria que no tiene representación ni expresión literal en el lenguaje. Por ello es que la metáfora se hace literalmente el lugar común, el lugar mismo de lo común.

La persistencia de la cadena de equivalencias resulta muy clara cuando nos enfrentamos a la historia de Lucila, la modelo, quien se describe con los mismos patrones semánticos que la chica del subte, pero en concordancia con el modelo hegemónico de representación de la mujer idealizada. Lucila es “hermosa”, “encantadora”, “distraída e ingenua”, “medio famosa” y, en contraste con la chica del subte que se dice era “infiel”, ella está “enamorada” (Enriquez, 2016, p. 188). Así, cuando su novio la quema resulta claro que en la diferencia persiste una semejanza: que las mujeres sean consideradas meros objetos desechables, y por ello, sufran de una desigualdad constitutiva y estructural, pues no poseen ni siquiera su propia vida. Resalta también el que ambas mujeres violentadas sean caracterizadas por su “audacia”.

Por otro lado, con respecto a las quemas se señalan dos contextos en los que estos hechos son “verosímiles” para la sociedad: el campo, donde los incendios son comunes e intrascendentes; y los países no occidentales -“no entendemos por qué ocurren en Argentina, estas cosas son de países árabes, de la India” (Enriquez, 2016, p. 191)-. Esto nos indica la negativa que tiene la sociedad auto-identificada como occidental y urbana para reconocer la violencia de género perpetrada por los hombres como una cotidianidad inminente en el contexto latinoamericano urbano.

Con respecto a este punto destaca la abundante presencia de significantes que aluden a un patrón semántico de la negación, que incluye los semas relativos a la “pérdida”, la “atenuación” y la “indeterminación”, que se repiten exhaustivamente con relación a las descripciones de las mujeres y sus acciones dentro del relato. Este patrón semántico enfatiza su precariedad. Algunos ejemplos de las palabras que integran estos patrones semánticos son los adverbios, prefijos y nexos negativos (no, ni, tampoco, nunca, nadie, ninguna, sin, poco, menos), los adjetivos (desfigurados, inolvidable, incómodo, rara, silenciosa, distraída, ingenua, vacíos, extraño, imposible, solas) y los verbos (perder, faltar, tambalear, arruinar, morir, evitar, despistar, olvidar, abandonar, detener), entre otros. Sin embargo, cabe aclarar aquí que dichos patrones semánticos resultan notorios en la medida en que se combinan en las configuraciones descriptivas con patrones contrarios a su significación y asociados a una intensificación. Ejemplo de ello es la descripción de la chica del subte [el subrayado y las cursivas son mías]: “Pero resultaba inolvidable. Tenía la cara y los brazos completamente desfigurados por una quemadura extensa, completa y profunda [...] los meses de infecciones, hospital y dolor [...] un mechón de pelo largo, lo que acrecentaba el efecto máscara” (Enriquez, 2016, p. 185). De este modo, la configuración descriptiva mantiene una tensión entre lo pleno y lo vacío, lo intenso y lo atenuado, la felicidad y el dolor, entre otras antítesis, lo que performa la dimensión violenta del antagonismo.

El discurso y agencia de los personajes femeninos serán cuestionados constantemente sin importar las situaciones narradas. A la chica del subte y a Lucila nadie les cree, cuando dicen haber sido quemadas por sus parejas, porque los hombres que las quemaron declaran que fueron ellas quienes los hicieron; sin embargo, una vez que las mujeres empiezan a quemarse por sí mismas, la narradora menciona que “nadie les creyó [...] Creían que estaban protegiendo a sus hombres, que todavía les tenían miedo, que estaban shockeadas y no podían decir la verdad” (Enriquez, 2016, p. 189). La repetición y el paralelismo semántico en la construcción nos muestran que a pesar de que las acciones “ser quemada” o “quemarse” sean contrarias, la opinión hegemónica no lo es. Así podemos observar que la hegemonía opera a través de “significantes flotantes” capaces de asumir las diferencias como equivalencias conforme a distintas series antagónicas. María Helena, la amiga de la madre de Silvina, lo expone: “Las quemas las hacen los hombres [...] Ahora nos quemamos nosotras [...] El problema es que no nos creen. Les decimos que nos quemamos porque queremos y no nos creen (Enriquez, 2016, p. 192).

De este modo, se pone de manifiesto la persistencia en la cadena de equivalencias que articula lo “inverosímil” como atributo de lo femenino, a través de un paralelismo semántico entre acciones contrarias de la trama. Así, para la hegemonía, la mujer es únicamente “lo que no es un sujeto”; en consecuencia, resulta increíble cada vez que en el cuento hay un personaje femenino que se comporta como algo más que una cosa. Todas las situaciones, sin importar cuán lógicas o ilógicas puedan parecer, serán leídas bajo los mismos parámetros, es decir, establecerán una relación analógica entre mujer-objeto y hombre-sujeto. Por lo que cualquier acto que desafíe la analogía será caracterizado por el discurso hegemónico como anomalía, un disparate.

En concordancia, dentro del cuento el pronombre "nadie" opera como un "nombre" para el "ellos" que se contrapone a la configuración descriptiva de las mujeres. Puede corroborarse esto en las siguientes frases del cuento: "nadie la acompañaba" (p. 185), "nadie le daba trabajo" (p. 16), "que no fuera de nadie más" (p. 186), "Nadie las había seguido"(p. 287), "nadie les creyó" (p. 189), "nadie sabía ni qué decir" (p. 189), "Nadie puede vigilarte 24 horas" (p. 189), "Nadie más" (p. 191), "nadie hubiera podido irse" (p. 191), "nadie quiere a un monstruo quemado" (p. 195). "Nadie" es una palabra que niega la existencia de "alguno", por ende, se refiere a la formación hegemónica dominante que sí posee el estatuto de "persona", contrapuesto a las mujeres que están determinadas por la desposesión y excluidas del pronombre.

Esto se verifica y actualiza a partir de significantes afines que contribuyen a la expansión metonímica de la metáfora. He ahí el carácter ominoso a la vez que naturalista del cuento11: tan raro sería que un muñeco deviniera un ser vivo como en el cuento es que las mujeres adquieran autonomía. Por ello, como dice la narradora, la explicación brindada por los “expertos en violencia de género”12 no puede ser otra que la de un “contagio”, un significante que claramente señala una asociación entre agencia femenina y patología. Así significantes como locura, histeria, herejía, brujería y enfermedad sirven para expandir y actualizar metonímicamente la metáfora, lo que la hace válida en diversos contextos.

La voz hegemónica impersonal al principio del relato enfatiza el carácter inofensivo y vulnerable de la mujer “sola”. A este patrón semántico “soledad-unidad”, reiterado en varios contextos dentro del texto, se suman también otros vinculados con la clase social, tales como la pobreza y el anonimato. La “incredulidad” y la “impotencia” están asociadas no sólo a la identidad mujer, sino que también se vinculan con otros rasgos identitarios, por ejemplo, el color de la piel presente en la descripción de la chica del subte como un elemento que la sitúa dentro del contexto social: "las manos que eran morenas y siempre estaban un poco sucias de manipular el dinero que mendigaba" (Enriquez, 2016, p. 185).

Por otro lado, cuando las hogueras voluntarias se vuelven frecuentes, la narradora apela otra vez a la voz hegemónica impersonal y menciona: “nadie [...] sabía cómo detenerlas, salvo con lo de siempre: controles, policía, vigilancia” (Enriquez, 2016, p. 189). El hecho de que la intervención de las autoridades se presente únicamente cuando las mujeres actúan como “sujetos deseantes”, en lugar de víctimas, muestra que la institución se interesa por salvaguardar la hegemonía, no la vida de las mujeres. El relato lo deja claro cuando alude a la violencia ejercida por la institución familiar en el ámbito privado -los padres de familia no le creen a sus hijas sino a los agresores, matan a sus hijas y esposas, y además se persigue a las madres que se queman voluntariamente y atienden los hospitales, aludiendo al mandato del cuidado-; y por las instituciones estatales en el espacio público: "Los jueces expedían órdenes de allanamiento con mucha facilidad, y, a pesar de las protestas, las mujeres sin familia o que sencillamente andaban solas por la calle caían bajo sospecha: la policía les hacía abrir el bolso, la mochila, el baúl del auto cuando ellos lo deseaban, en cualquier momento, en cualquier lugar" (Enriquez, 2016, p. 194).

Sin embargo, la alusión a la violación generalizada de derechos por parte de las autoridades además de transparentar cómo las prácticas institucionales se articulan conforme al modelo hegemónico, lo reproducen y refuerzan a través de sus acciones, nos devela el surgimiento de una formación hegemónica alternativa a la que observamos al comienzo del relato. Dicha formación hegemónica se produce no sólo por la repetición y popularización de las hogueras voluntarias por parte de las mujeres sino sobre todo por el reconocimiento de esa posibilidad en la identidad antagónica del "ellos" representada por el Estado y la familia.

Así, esta nueva hegemonía transforma la significación de la mujer "sola" de inverosímil e inofensiva a amenazante. Por ello, las mujeres con un estilo de vida contrahegemónico, que se atreven a posicionarse en el espacio público sin un hombre, se convierten en el "enemigo público" del orden social; además, las hogueras voluntarias se instituyen oficialmente como actividades ilegales, meritorias de cárcel. El relato establece explícitamente un paralelismo entre el tráfico de nafta y el narcotráfico: “si podían ingresar al país toneladas de drogas, ¿cómo no iban a dejar pasar autos con más bidones de nafta de lo razonable?” (2016, p. 195). Asimismo, al final del cuento descubrimos que María Helena está en prisión por haber dirigido uno de los hospitales clandestinos que cura y cuida a las quemadas. Estos acontecimientos son indicio del reconocimiento de las “mujeres ardientes” como identidades antagónicas capaces de construir una hegemonía que se contraponga a la dominante.

El fuego como “significante vacío” y la conversión de la resistencia en hegemonía

El cuento no sólo se queda en la denuncia social. Al mismo tiempo que manifiesta el efecto de la hegemonía como horizonte de comprensión del relato, opone al discurso hegemónico una visión contrahegemónica a través de un constante disturbio en la sintaxis. El primer ejemplo de ello lo encontramos en la descripción de las acciones y el físico de la chica del subte. Si bien el cuento comienza afirmando su incapacidad, inmediatamente la narradora contrapone a este significante el poder que tiene de intervenir el espacio público. En el primer párrafo, la chica del subte es calificada como un monstruo: tiene la cara y los brazos desfigurados, una "boca de reptil" (p. 186), “sin labios”, “una nariz pésimamente reconstruida”, un “solo ojo, el otro era un hueco en la piel”, y la cara, la cabeza y el cuello parecen “una máscara marrón recorrida por telarañas” (Enriquez, 2016, p. 185).

No es sólo el carácter monstruoso lo que la hace “inolvidable” sino justamente su “audacia” performativa13 al mendigar en el metro. La chica del subte saluda a los pasajeros con un beso, y al notar el disgusto y el asco que les provoca su acción, se deleita con una sonrisa. Su físico y la forma en la que viste causan perplejidad en quien la mira: “que su cuerpo fuera sensual resultaba inexplicablemente ofensivo” (Enriquez, 2016, p. 186). De este modo, podemos ver quemanifiesta una disonancia estética, porque evoca una relación de afectos discordantes -repugnancia y deseo-, y es a partir de la exposición de su precariedad y vulnerabilidad cómo logrará tener el poder de afectar: producir un saber no discursivo desde y a través del propio cuerpo.

Este poder de afectar se verá confirmado con el empoderamiento de la madre de Silvina, cuando decide defenderla en el metro; acción que será un indicio de su efecto desencadenante en la historia. El pasaje del "empoderamiento" de la madre resulta verdaderamente relevante para comprender la transformación de los significantes en las mujeres. A causa de las ofensas que le hace un hombre a la chica del subte, la madre "casi sin tambalearse" le da un puñetazo en la nariz. Silvina y su madre, sin ni siquiera comentarlo, corren para huir de un posible contraataque o de la policía. Es ante esa acción que Silvina menciona: "no podía olvidar la carcajada alegre, aliviada, de su madre; hacía años que no la veía tan feliz" (Enriquez, 2016, p. 187). Este evento es indicio de lo que sucederá en el cuento.

La voz narrativa señala que: "Hicieron falta muchas mujeres quemadas para que empezaran las hogueras" (Enriquez, 2016, p. 189). La ira será el afecto que detona la unión entre las mujeres, misma que luego las conduce a una promesa de felicidad y bienestar colectivos. En concordancia, Silvina y su madre se integran a las protestas ante la indignación y el hartazgo después de que un padre quema a su esposa y a su hija. Es en ese momento cuando se menciona que la chica del subte "ya no estaba sola" (Enriquez, 2016, p. 190), la acompañaban mujeres de distintas edades en la protesta. La ira, la indignación, pero sobre todo el reconocimiento de la pérdida compartida de las otras mujeres, serán los afectos que articulen las diversas demandas heterogéneas e insatisfechas en el conjunto de equivalencias que determina la “voluntad colectiva”. Esta vinculación de heterogeneidades, empero, se soporta en una equivalencia débil: todas reflejan un fracaso del sistema simbólico dominante. Por ello, conforme a lo que dice Laclau (2005), su posibilidad de articulación dependerá de la productividad social del nombre. "Esa productividad deriva, exclusivamente, de la operación del nombre como significante puro, es decir, no expresando ninguna unidad conceptual que la precede” (pp. 117-118).

Es la chica del subte la que refiere a la posibilidad de resignificar el "fuego" como nombre de la formación contrahegemónica de resistencia. Dice: "Si siguen así, los hombres se van a tener que acostumbrar. La mayoría de las mujeres van a ser como yo, si no se mueren. Estaría bueno, ¿no? Una belleza nueva" (Enriquez, 2016, p. 190). Se advierte la posibilidad de reconfigurar la monstruosidad como una hegemonía alternativa, independientemente de las condiciones que la produzcan. Esta reconfiguración puede desmontar el patrón semántico que homologa a las mujeres bajo la relación "belleza-mujer-objeto".

Con relación a este punto, resulta clave que la palabra "hoguera" sólo se emplea para referir a la acción de las quemas voluntarias. El cuento hace explícito el paralelismo entre las quemas de mujeres perpetradas por los hombres y las realizadas en los juicios a las brujas que, como señala Federici (2010), se popularizaron a mediados del siglo XVI; y luego establece una relación entre estas “quemas” y las realizadas por las “mujeres ardientes”. María Helena alude a este evento cuando responde a la pregunta de Silvina sobre cuándo pararán las hogueras: "Algunas chicas dicen que van a parar cuando lleguen al número de la caza de brujas de la Inquisición" (Enriquez, 2016, p. 196).

Por otro lado, las mismas "hogueras" también traman una relación intertextual con los "aquelarres", un significante localizado en la frontera antagónica. Como señala Federici (2010), el "aquelarre" está asociado a las reuniones nocturnas y secretas en torno al fuego en las que las mujeres, los vagabundos y los campesinos se organizaban para la sublevación14. En el cuento las hogueras se describen como “ceremonias” celebradas al atardecer, donde se ejecutan una serie de elementos formalizadores que nos remiten al carácter ritual del suceso. Por ejemplo, a la hoguera se le llama aquí “pira”, el vocablo griego para el “fuego” con el que se nombraba el rito de cremación funerario y sacrificial. Durante la ceremonia, las mujeres cantan una canción parecida a un rezo: “Ahí va tu cuerpo al fuego, ahí va/ Lo consume pronto, lo acaba sin tocarlo” (Enriquez, 2016, p. 193), que podría también remitirnos a una dimensión sacrificial.

Las hogueras evocan un disenso estético. Será la quema de las mujeres, el dolor compartido y el reconocimiento de la pérdida, lo que las motivará a protestar, reunirse en colectivos y generar redes de cuidado. Sin embargo, para pertenecer a estas será imprescindible que las mujeres opten por el dolor físico y la pérdida de la belleza a través de las hogueras voluntarias. Así, hay una transformación a nivel estético: el dolor pasa de ser un método de control y exterminio a un ritual de autodeterminación, como lo habrá sido tal vez el aquelarre. En este ritual, la pérdida se convierte en el valor comunitario que identifica a las mujeres de un grupo y las conecta entre sí, permitiéndoles reconocerse mutuamente como cuerpos deseantes. La importancia del suceso adquiere tal relevancia que las mujeres celebrarán el aniversario de sus hogueras con pastel como si se tratara de un cumpleaños.

Como dije anteriormente, en la hegemonía, la metáfora funciona como un “nombre” que es paradigma para todas las comparaciones. Este nombre no forma parte del conjunto, en tanto que debe funcionar como instancia trascendental de identificación. Sin embargo, es a la vez un elemento particular de este conjunto que se ha escindido sólo por una catexis afectiva. El afecto resulta central para la constitución de la hegemonía. Es sólo gracias al afecto que un objeto particular puede escindirse, convirtiéndose en una discontinuidad radical entre otros objetos: una parte que es el todo. Así es el afecto lo que puede convertir a un significante en la encarnación de una plenitud mítica. Laclau explica que "encarnar algo sólo puede significar dar un nombre a lo que está siendo encarnado; pero como lo que está siendo encarnado es una plenitud imposible, algo que carece de una consistencia independiente propia, la entidad abarcadora se convierte en el objeto pleno de investidura catética" (2005, p. 129). Por ello, este “nombre” es en realidad una “nada con efectos estructurantes” (2014, p. 106). Sólo puede ser iterable porque no tiene un contenido propio. Laclau le llama “significante vacío” (2014, p. 81).

Este significante vacío se convierte en un punto privilegiado en el sistema. Esto quiere decir que todas las identidades dentro de este sistema requieren identificarse como iguales u opuestas a dicho punto trascendente. Las demás identidades se asumen dentro de una cadena de equivalencia como viables de sustitución. Por consiguiente, todas las diferencias de un conjunto se conciben únicamente como internas al sistema, determinadas por relaciones semánticas y sintácticas con respecto a esta identidad.

Ahora bien, esta cadena de equivalencias, a su vez, se articula por diferencias, pues es el principio de diferencialidad lo que permite justamente su expansión. En toda identidad hay, entonces, una tensión entre equivalencia y diferencia, metáfora y metonimia. Toda identidad es relacional. Cuando esta tensión se diluye y los vínculos contingentes se convierten en vínculos necesarios, por una pérdida de relación con el evento o el momento histórico específico de su establecimiento, las relaciones analógicas saturan y organizan el espacio común, codificando las prácticas discursivas, políticas y sociales. Esto sucede cuando el significante “hoguera” pasa de ser un recordatorio asociado al castigo y la historia de la represión de las mujeres por parte del patriarcado a convertirse en el objeto de goce, escindido por una investidura estética. Por ello, el "fuego" se instituye como el significante vacío que puede cifrar la identidad plena-ausente de la comunidad de mujeres como sujetos deseantes y libres; porque aunque en este se diga que remite al momento histórico de la caza de brujas, operativamente se convierte en metáfora absoluta de la represión patriarcal. El cambio de víctima a agente con relación a la acción-metáfora se asume de ahora en adelante como inversión del orden patriarcal.

Esta transformación será tal que el “fuego” se convertirá en la metáfora que brinda identidad a la construcción contrahegemónica del colectivo, y por ello, se observará cómo una identidad antagónica puede convertirse en hegemonía como efecto de la repetición. Las mujeres se autonombran “mujeres ardientes”, transformando así la noción de “ardiente” vinculada al carácter de objeto sexual de la mujer para convertirlo en signo de sororidad, unidad y libertad en su vinculación con la “mujer-monstruo”. Así queda claro que se erige un nuevo patrón semántico en el relato que vincula y organiza las series significantes bajo la relación: “monstrua-sororidad-libertad”, la cual habilita otra posibilidad de vida para la formación social subalterna o no dominante. La asociación entre el “fuego” como significante vacío y la “monstrua” bajo esa nueva serie significante es lo que permitirá que la hoguera cambie de sentido estético. El signo de la represión se convierte en signo de libertad y el número de asesinatos por la inquisición, en la multiplicación de miembras que se autoidentifican con la lucha feminista.

El cuento señala algunas consecuencias positivas del repudio y el miedo que originan las hogueras de las mujeres en el campo social, por ejemplo, la supuesta erradicación de la “trata de mujeres”. Sin embargo, la vida después de las hogueras no se traduce necesariamente en tranquilidad y libertad para estas, por el contrario, como hemos visto, el movimiento las convierte en blanco de la persecución. Por ello, más allá de las consecuencias racionales es necesario destacar que la metáfora mujer-fuego se convierte en el significante privilegiado que puede encarnar el goce femenino y la promesa de la utopía. Esto quedará muy claro, cuando Silvina graba la quema de una mujer que entró al fuego: “como en una pileta de natación, se zambulló, dispuesta a sumergirse: no había duda de que lo hacía por su propia voluntad; una voluntad supersticiosa o incitada, pero propia” (Enriquez, 2016, p. 193). Las hogueras se convierten no en el medio sino en el fin mismo, el objeto que puede encarnar ese “deseo” que las mujeres ya llevaban consigo.

Además existen algunos indicios en el cuento que hacen evidente el vaciamiento del significado del fuego y su transformación en índice de una formación social hegemónica, por ejemplo, la conversación que la madre de Silvina tiene con su amiga María Helena, donde una de ellas dice: “ah, cuándo se decidirá Silvinita, sería una quemada hermosa, una verdadera flor de fuego” (Enriquez, 2016, p.197). Puede verse aquí que la recuperación de la metáfora “mujer como flor” enfatiza el carácter paródico de ese nuevo lugar común que puede producir una consolidación hegemónica de la identidad. Asimismo, la descripción de la reintegración de las mujeres sobrevivientes al espacio público abre la posibilidad de que esa “nueva belleza” se haya naturalizado como utopía: “habían empezado a mostrarse [...] disfrutar de un café en las veredas de los bares, con las horribles caras iluminadas por el sol de la tarde, con los dedos, a veces sin algunas falanges, sosteniendo la taza” (Enriquez, 2016, p. 196). Esta conversión en mito de la mujer-fuego se hace eco en la voz de Silvina que pregunta: “¿Cuándo llegaría el mundo ideal de hombres y monstruas?” (Enriquez, 2016, p.196).

Ahora bien, cabe preguntarse en este punto si esta indicación no muestra que el patrón semántico que se soporta en esta “nueva belleza” reterritorializa la hegemonía dominante, hace de esta únicamente su reverso, manteniendo enteramente su lógica. ¿Rompe la monstruosidad realmente con la construcción de la mujer como un objeto bello? ¿Acaso el monstruo no ratificaría la relación “mujer-belleza” como eje de significación dominante? Considero que no. La “monstrua” no es sinónimo de “fea”, implica también a la mujer “inmoral”, “desobediente”, “liberada”, aquella que ha decidido hacerse presente en el espacio público como “sujeto deseante”; por ello, tiene mucha más afinidad con la bruja mítica. En la medida en quela “monstruosidad” es una identidad configurada por la tensión entre metáfora y metonimia, se resignifica gracias a otros significantes, como la "sororidad", los cuales ni siquiera tienen existencia dentro del sistema simbólico dominante y no pueden cifrarse simplemente como “identidades oposicionales” con respecto a este.

La retórica agonista: el disenso estético y la introducción de la “adversaria”

La construcción de una contrahegemonía no significa que la utopía y la promesa de bienestar realmente se realicen, ni siquiera que el sistema simbólico emergente como nueva hegemonía no tienda a reconvertirse en un imperativo que produce otra vez cierto tipo de represión y la privación de libertad hacia las mujeres. Esto quedará claro con el personaje de Silvina. En mi opinión, es gracias a la presencia del disenso estético que el cuento propone una política agonista a nivel retórico, a través de la permanencia de la heterogeneidad radical en los momentos de focalización interna en el personaje de Silvina, que combinados con la voz hegemónica que reproduce la voz narrativa, ponen de manifiesto la tensión entre estas, impidiendo que tanto las identidades de la mujer-objeto de deseo como las de las monstruas puedan cumplir como un “nombre” que a cabalidad represente la totalidad de las mujeres empíricas.

Llamo retórica agonista a una retórica discursiva que, en lugar de sólo representar las identidades en una dialéctica oposicional que podría o no resolverse en consenso, abre lugar para identidades singulares o colectivas que son heterogéneas a la dinámica antagonista. Así, no cifra el disenso únicamente en la oposición hegemonía-contrahegemonía, en cambio inscribe dentro de esta dinámica múltiples indicios de disenso estético15 a través de los afectos, los cuales nos obligan a situar esos discursos en los cuerpos singulares y considerar las luchas y resistencias que rebasan los marcos de simbolización en los que los procesos de identificación tienen lugar. Sin embargo, para ello es imprescindible entender que en toda articulación, por más pluralista y contrahegemónica que sea, no se puede eliminar el poder, así como tampoco habrá manera de suspender la diferencia que pone en acción el deseo.

En primer lugar, resulta fundamental la configuración retórica y sintáctica del discurso de Silvina que producirá polisemias sobre las oraciones que preservarán el desacuerdo. Por ejemplo, cuando ella cuestiona si debía traicionar a las mujeres, dice: “desbaratar la locura desde adentro. ¿Desde cuándo era un derecho quemarse viva? ¿Por qué tenía que respetarlas?” (Enriquez, 2016, p. 193). Estas preguntas reproducen estructuras sintácticas evocadas por el discurso hegemónico. Las frases hacen eco de otros contextos de significación, presentándose “desfamiliarizadas”. Silvina reproduce aquí el lenguaje de los detractores de los derechos femeninos, pero, al mismo tiempo su discurso hace presente la discusión sobre el límite, la frontera que consideramos aceptable para las decisiones autónomas de las mujeres. Así también sucede con la introducción de oraciones que pertenecen a contextos de resistencia política. Cuando Silvina menciona que: “Hicieron falta muchas mujeres” (Enriquez, 2016, p.189), la frase “hicieron falta” remite literalmente a la sucesión de hechos. Sin embargo, evoca las denuncias de los movimientos sociales: decimos que las víctimas nos hacen falta. La resonancia manifiesta una polisemia discursiva, enfrentándonos a cuestionamientos sobre la naturaleza misma de la falta: ¿hacer falta es simplemente el reconocimiento de una cifra que nos amenaza?; ¿para qué y en qué nos hace falta el otro?; ¿a quiénes les hace falta? Asimismo, abre la posibilidad de interpretar el título en estos términos, preguntarnos: ¿qué es lo que perdimos en el fuego? ¿Qué es lo que Silvina pierde por el fuego?

Silvina hace énfasis en la temporalidad de las formaciones hegemónicas a través del uso de los indicadores temporales “todavía” y “ya” que nos señalan el carácter de hito de las hogueras voluntarias, y cómo estas han producido un cambio central en la sensibilidad de las mujeres. Algo como lo que sucede en los feminismos latinoamericanos de los últimos años. El surgimiento de hegemonías alternativas, como el feminismo, altera efectivamente las dinámicas sociales entre las mujeres y con respecto al “ellos”. Sin embargo, ese hito no es sólo macropolítico, sus efectos se experimentan en el cuerpo y la vida singular de los personajes y, por ello, pueden producir a nivel afectivo una percepción enteramente distinta que a nivel ideológico o racional.

Ante el movimiento de las mujeres ardientes, Silvina presenta toda clase de afectos contradictorios. La conversión de las mujeres en “enemigo público” declarado, que no velado como al principio del relato, aumenta el nivel de acoso y persecución, lo que le impone límites forzados a la movilidad de Silvina y a sus decisiones. Por ejemplo, reitera en varias ocasiones el miedo persistente que tiene a permanecer en el espacio público, sobre todo en el transporte; asimismo, se ve obligada a abandonar a su novio por temor a que sea “él” quien “las pondría en peligro” (Enriquez, 2016, p.193). Aunque es claro que esta incomodidad y los afectos que produce no devienen directamente de las “hogueras voluntarias”, sino de la represión por parte del estado y los hombres (la identidad antagónica), a nivel afectivo Silvina es incapaz de distinguir entre estas diferencias. Su lectura del fenómeno implica ambas partes de la lucha antagonista como fuerzas que codifican el espacio social y que, hasta cierto punto, han modificado su vida negativamente.

Por ello, puede comprenderse que al final del cuento la relación afectiva entre Silvina y el movimiento, incluso con su madre, se transforme del “acuerdo”: simpatía, compasión y preocupación; al “desacuerdo”: desconcierto, impotencia y furia. Sin embargo, esto no significa que Silvina ocupe voluntariamente un lugar hegemónico, ni que rechace totalmente la práctica contrahegemónica. Hay indicios que nos señalan que Silvina se sorprende constantemente de la potencia, la voluntad y la fuerza de las mujeres. Por ejemplo, ante la primera protesta menciona que le sorprende verlas dispuestas a pasar la noche en la calle. Luego, parece sentirse avergonzada por su nivel de participación en el movimiento cuando dice: “su madre, siempre arriesgada y atrevida, tanto más que ella, que seguía trabajando en la oficina y no se animaba a unirse a las mujeres” (Enriquez, 2016, p.193). Este sentimiento es lo que la conduce a la idea de filmar la ceremonia, la única forma en la que acepta participar -como testigo externo desde un lugar de privilegio-. En otro momento, casi al final del relato, resalta que Silvina describa el olor de la “nafta” y la “carne humana quemada” como “inolvidable y extrañamente cálido” (2016, p.195), lo que nos sugiere una afección positiva, totalmente distinta a la de sus opiniones hacia el colectivo.

Las operaciones retóricas muestran el carácter “flotante” de los significantes sobre todo con relación a su poder de afectar singularmente. Estas contradicciones colocan a Silvina en la posición de una adversaria y no de una antagonista con respecto a la hegemonía y la contrahegemonía. Como señala Laclau (2005), cuando una demanda social particular no puede ser satisfecha dentro de un sistema y excede lo que es representable dentro de él, surge una forma de heterogeneidad que carece de ubicación dentro del orden simbólico. El cuento nos advierte sobre este tipo de heterogeneidad que queda excluida siempre del mapa antagonista del “ellos-nosotras”. Esta heterogeneidad singular mantiene la multiplicidad que ahueca cualquier formación social hegemónica, pues impide identificarse plenamente con cualquiera de estos discursos y presenta un límite para la representación que proveen las identidades hegemónicas y los significantes a través de los que se articulan.

Una heterogeneidad, tal vez más radical, se hace latente con el personaje de “la chica del subte” y de las mujeres ausentes en el cuento, quienes, a diferencia de Silvina, ni siquiera tienen lugar. Cabe destacar que la “chica del subte” no vuelve a aparecer en el relato después de que comiencen las quemas voluntarias. Por otro lado, su acción es enteramente distinta a las de las “mujeres ardientes”. En primer lugar, el performance de la chica del subte en el espacio público está originado por necesidad: “Pedía para sus gastos, para el alquiler, la comida -nadie le daba trabajo con la cara así” (Enriquez, 2016, p.186). Para la chica del subte y las otras mujeres quemadas sobrevivientes, el “fuego” no es una metáfora, no aparece como un simulacro de la represión, sino como una imposición radical de la vulnerabilidad a nivel material en sus vidas. A esta dimensión también alude la pregunta inquisitiva de Silvina, justo después de construir la descripción utópica de las mujeres monstruas en su vuelta al espacio público: “¿Les darían trabajo?” (2016, p. 196). Esto nos deja ver los alcances limitados de la transformación simbólica contrahegemónica, cuya reflexión demanda situarla en el contexto material.

La heterogeneidad de las “mujeres ardientes” deviene consenso porque las demandas sociales se unen en una voluntad colectiva, ya que se vinculan como antagónicas a un mismo sistema simbólico y reflejan el fracaso parcial de este. Por ello, en el cuento es posible observar el germen de la conformación de una hegemonía. Sin embargo, ante esta se contrapone el disenso estético de las experiencias singulares, el cual no sólo deja ver su excepcionalidad, sino que, indirectamente, manifiesta la asimetría entre las condiciones materiales y sociales de las diferentes mujeres que participan o no en el movimiento. Todas estas asimetrías entre las mujeres del relato en términos de poderes de acción, reacción y reinvención, evidencian cuán imposible es construir una única significación de la “mujer” y una sola forma de lucha feminista.

De este modo, el agonismo del discurso de Silvina se construye, por un lado, por la combinación de significantes y frases que pertenecen a discursos antagonistas -hegemónico y contrahegemónico-, junto con la introducción de afectos -operadores tonales contrarios y semejantes- que se reiteran en diferentes interacciones y van creando paralelismos semánticos entre distintos personajes y situaciones. Por eso, aunque Silvina no sea un agente de resistencia, ni desarrolle un discurso agonista explícito, su sensibilidad disensual pone de manifiesto cómo la heterogeneidad singular hace imposible clausurar totalmente la representación en términos antagónicos; en la medida en que los rasgos diferenciales singulares y los afectos no pueden situarse plenamente ni en una frontera antagónica ni en otra.

En concordancia, el relato presenta con su diversidad de personajes diferentes grados y dispositivos de opresión hacia las mujeres, lo que nos exige situar el análisis de los discursos, las descripciones y las acciones conforme a las condiciones sociales y materiales de cada mujer empírica. Preguntarnos: ¿Qué es lo que puede hacer un cuerpo en el lugar específico que ocupa? ¿A qué discursos y herramientas retóricas accede desde su lugar de enunciación singular? ¿Cómo afecta este lugar específico la forma en la que se codifica y se cifra el propio cuerpo? Es esto lo que desafía un análisis de la representación en términos convencionales y, por ello, la celebración simple de un feminismo hegemónico. El cuento desafía la universalidad de un feminismo mundial, en la medida en que nos presenta que las formas de resistir y articularnos con las formaciones sociales contrahegemónicas, como el feminismo, estará profundamente determinado por el lugar que ocupamos en el mundo, nuestras historias personales y nuestras condiciones materiales y contextuales específicas.

En conclusión, la polisemia metafórica y mítica que el “fuego” ya tiene dentro de la Historia de las mujeres es explotada al máximo. En torno al fuego se desarrollan varias series de significantes que reintroducen la iterabilidad metonímica en las formaciones sociales hegemónicas, rompiendo las relaciones naturalizadas entre atributos e identidades que soportan la identidad mujer. Ni las instituciones domésticas ni públicas pueden ser leídas como instrumentos de bienestar social y servidores públicos, pues se muestran como actores transparentes de la hegemonía, instrumentos que la replican y salvaguardan su expansión. Ni las mujeres pueden ser leídas como cosas, porque ganan su derecho a tener deseo, voz y agencia. Ni la belleza puede ser vista como atributo positivo, ya que se teje una analogía entre monstruosidad y libertad. Ni siquiera el dolor puede ser visto como negativo, puesto que es lo que abre y articula la relación comunitaria entre mujeres y les da acceso y figuración a su propio deseo.

Como estudiamos al final del cuento, al mostrarnos la posibilidad de articulación de una contrahegemonía que podría convertirse en formación social hegemónica, el relato logra problematizar los efectos totalizantes que toda hegemonía tiene, incluyendo el feminismo. Y muestra de ese modo los peligros que los procesos equivalenciales conllevan de excluir aquellas demandas que no tienen lugar en el sistema simbólico. A su vez, a través de la configuración irónica de la metáfora “mujer-fuego” y la mitificación de la figura de la “monstrua” así como de la “bruja”, el relato nos indica que toda construcción simbólica antagónica incurre en el peligro de reterritorializar la hegemonía dominante si en su articulación de esa otra identidad no transforma realmente las interrelaciones de la serie significante, y únicamente actúa como “identidad oposicional”.

Conforme a lo dicho, considero que las estrategias retóricas de este cuento pueden considerarse prácticas contrahegemónicas por sí mismas, en tanto que movilizan nuestros afectos a través del disenso estético y la retórica agonista. Al desafiar un análisis de la representación, los relatos -incluyendo los no verbales- que muchas mujeres latinoamericanas están escribiendo16 nos demandan como lectoras situarnos epistemológicamente, preguntarnos cuál es el lugar y el poder de nuestros afectos, en tanto que potencias de reinvención y cómo estos son capaces de transformar los significantes para articular otras éticas17.

La imagen irónica e hiperbólica que nos presenta Enriquez de la lucha feminista en Latinoamérica nos encara con la pregunta: ¿qué hemos perdido con el feminismo? Este reconocimiento de una “pérdida” común como falta de un fundamento ontológico no es un defecto, sino la exigencia epistemológica para otra articulación de la política; pues sólo partiendo de esa pérdida, que problematiza cualquier rastro de esencialismo feminista, podremos articular hegemonías alternativas más plurales que puedan contraponerse a la hegemonía dominante e institucionalizada, al mismo tiempo que se dejan afectar y transformar constantemente por las prácticas contrahegemónicas y la heterogeneidad singular.

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2Numerosas notas de prensa han nombrado bajo este mote literario a las escritoras latinoamericanas actuales (por ejemplo, Corroto, 2019; Palermo, 2019; Scherer, 2021; Hochbaum, 2022). Esta categoría ha sido rechazada por muchas autoras. Como señala Giovanna Rivero la utilización de esta etiqueta es como “mínimo irónica”, pues “elimina genealogías, subestima los caminos y conquistas de escritoras de generaciones anteriores” (en Gímenez, 2021), que fueron excluidas de este canon. En el marco de la crítica literaria en clave feminista, se le ha nombrado a este fenómeno "Tsunami" (Amaro, 2021; Pacheco, 2021), figura que recupera no sólo las "olas" del feminismo, sino que además refiere al ímpetu y alcance trasnacional del activismo feminista contemporáneo. Este nombre ha sido acogido también por Gabriela Jáuregui y las autoras que participaron en las antologías que editó: Tsunami (2018) y Tsunami 2 (2020).

3Se le ha llamado "postfeminismo" a la producción feminista que es crítica con respecto a los feminismos anteriores, pues reivindica las identidades femeninas diversas más allá del binarismo sexo-génerico y la heterosexualidad. Al respecto de este punto, recientemente la autora se vio envuelta en un debate en twitter donde se le calificó de ser trans-excluyente, por haber apoyado moralmente a la escritora Carolina Sanín ante la revocación de la publicación de sus libros por la editorial Almadía, a causa de sus declaraciones en contra de lo trans. Enriquez señaló que su apoyo a Sanín no tenía que ver con que compartiera su opinión, sino en contra de la cultura de la cancelación. Más allá de este evento, considero que su corpus literario es postfeminista en cuanto que hace visible la diversidad de cuerpos femeninos y feminizados y reivindica prácticas sexuales disidentes y queer.

4Agradezco a Francesca Dennstedt por sus comentarios y preguntas que enriquecieron de manera muy relevante este texto.

5 Diana Osmara Mejía Hernández (2022) deduce que el relato de Enriquez hiperboliza una serie de acontecimientos reales: el asesinato de Wanda Tadei en el 2011, que fue quemada por su esposo, y los nueve casos de ataques con fuego a mujeres que le sucedieron. El asesinato de Wanda Tadei tuvo importantes problemas en la aplicación de la justicia: " nunca pudo acreditarse ni la concurrencia de la violencia de género ni el hecho de que el esposo tuviera intenciones de matar a su esposa por su sola condición de mujer" (159).

6 Fernanda Bustamante (2019) señala que los relatos de Enriquez denuncian las violencias de y sobre los cuerpos desde cuatro aristas: “las violencias del patriarcado y de la sexualización normalizadora”, donde la académica destaca el cuento comentado aquí; las violencias resultantes del neoliberalismo y las crisis económicas; las violencias culturales y políticas; y las violencias del pasado histórico ante los crímenes de Estado y la violación de los derechos humanos (33).

7Los autores desarrollaron su teoría política a partir del concepto de hegemonía de Gramsci, sin embargo, centran su atención en los procesos ontológicos que posibilitan su constitución. Para Antonio Gramsci, los contenidos culturales e ideológicos de la clase dominante son asimilados socialmente como la norma cultural aceptada y natural. La clase dominante hace valer sus intereses no sólo a través de la fuerza y las instituciones del Estado, sino a través de un consenso cultural por parte de los dominados. Las ideas e intereses de la clase dominante se asumen como hegemónicos, modelando el pensamiento de todas las clases sociales.

8Estas consideraciones son centrales para entender mi apropiación del concepto “agonista” de Mouffe al que aludiré en el último apartado.

9Por la extensión no tengo la posibilidad de desarrollar este análisis cabalmente. Sin embargo, es verdaderamente admirable la maestría con la que Enriquez produce este efecto a través de la construcción sintáctica de las oraciones coordinadas y subordinadas. En la mayor parte de los casos lo hace a través de los significantes asociados al patrón semántico de la negación, sin embargo, en otras ocasiones la contraposición es más sutil y compleja, pues se da únicamente a nivel estético (en el plano sensorial), a partir de un contraste entre imágenes o sensaciones de diferente nivel de intensidad que, a través de disposiciones sintácticas semejantes, enlazan significantes que pertenecen a muy distintos campos semánticos. Estas antítesis producen una redistribución sensible, recuperando el término de Rancière (2009), una transformación valorativa y afectiva de las imágenes y los objetos. Esta redistribución de lo sensible contribuye de manera muy relevante al disenso estético que produce el desmontaje de las metáforas del cual hablo más adelante.

10En Hegemonía y estrategia socialista,Laclau y Mouffe (1987) aluden al hombre como punto nodal que desde el siglo XVIII se instituye como horizonte trascendental del proceso de humanización de todas las prácticas sociales (p. 136). Para actualizarse, esta identidad necesita establecer su diferencia con una determinada exterioridad: la mujer. Pero la diferencia “exterior”, la frontera que aparece como heterogeneidad, en realidad es ya parte del sistema, pues de otro modo no podría ser representada por la identidad totalitaria. Por ello, carece realmente de una verdadera heterogeneidad en clave positiva. Su definición únicamente se da como un “no-ser”. Es una identidad definida por su antagonismo. Recordemos que éste es justo el problema que el feminismo de la diferencia sexual y el posthumanismo feminista denuncian acerca de la mujer como un “otro” que no ha podido devenir, porque siempre se ha articulado como límite y reverso de la identidad masculina del sujeto moderno.

11En torno a la narrativa de Enriquez destaca sobre todo la línea de investigación dedicada a los elementos fantásticos, góticos y ominosos. A pesar de su divergencia, casi todas las posturas coinciden en que sus estrategias para generar horror parecen tener una dimensión socio-política. Como señala Lucía Leandro-Hernández (2018), el recurso a lo fantástico le sirve a la autora para indagar acerca de la realidad argentina. Leandro-Hernández propone que diversos procedimientos fantásticos denuncian la desaparición forzada, a través de la figura del “fantasma”, ya sea perpetrada por el régimen dictatorial o causada por la trata de mujeres y el feminicidio (p. 163). En esta clave interpretativa, María Angélica Semilla Durán (2018) distingue tres directrices que se configuran a través de las figuras sobrenaturales: el fantasma corresponde a lo histórico; el monstruo, a lo social; y las brujas, a lo corporal (p. 266). Estas pueden cruzarse en la configuración de los personajes y las tramas. Por otro lado, para Juana Ramella (2019) la introducción de lo “ominoso” le sirve a Enriquez para contraponer al discurso hegemónico el discurso femenino deslegitimado y alternativo de la “superstición”, vinculado con lo popular en el orden de clases y con lo femenino en el orden de géneros (p. 136). David Loría Araujo (2020) considera que sus cuentos muestran las conexiones entre los sujetos que “inciden sobre las emociones y la materialidad” (p. 56), poniendo de manifiesto cómo la voluntad es constantemente intervenida e interpelada tanto por elementos humanos como inhumanos. Como hemos visto, pese a no emplear ningún elemento sobrenatural, el relato recupera algunas estrategias de la literatura gótica y definitivamente genera “horror”, entre ellas, está la recuperación de la “monstrua” y la "bruja” como índices de resistencia.

12No queda claro quiénes son los “expertos en violencia de género” a los que alude irónicamente Enriquez. Lo que sí es notorio es su posición dentro de las fronteras antagónicas, pues al calificar el fenómeno como un “contagio” reproducen la violencia de la identidad hegemónica que vincula las acciones de las mujeres a la “histeria”, la “enfermedad” y la “irracionalidad” (Sobre la crítica a la comparación entre la movilización feminista y el contagio, recomiendo consultar a Verónica Gago (2019, 74-5). Por otro lado, estos “expertos en violencia de género” no pertenecen al grupo de las mujeres ardientes, juzgan el fenómeno y lo explican desde un lugar externo. En este sentido, para mí la ironía contribuye al carácter crítico del relato sobre el feminismo hegemónico, desde fuera y no situado, que pretende juzgar y resolver las problemáticas de mujeres con experiencias totalmente distintas e irrepresentables dentro de su discurso.

13La dimensión “performativa” de los cuerpos es a lo que aludo con la palabra “estética” y el término “disenso estético” vinculados con la retórica. En el lenguaje, la retórica codifica los cuerpos como performance, en tanto que atribuye una dimensión sensorial o afectiva a los mismos, puntualizando de estos cuál es su poder de afectar. De hecho, la metáfora tiene ese potencial de actuar como un dispositivo performativo en tanto que puede “hacer” algo que no existe dentro del plano simbólico: brindarle existencia a algo o alguien que no tiene lugar en el espacio social. Este “hacer” algo simulándolo es su poder de hacer hegemonía, lo que le permite representar una totalidad sin que ésta le pre-exista, suplementando esa ausencia originaria por una de las partes del conjunto.

14"La sublevación de clases, junto con la transgresión sexual, era un elemento central en las descripciones del aquelarre, retratado como una monstruosa orgía sexual y como una reunión política subversiva, que culminaba con una descripción de los crímenes que habían cometido los participantes y con el Diablo dando instrucciones a las brujas para rebelarse contra sus amos. También es significativo que el pacto entre la bruja y el Diablo era llamado conjuratio, como los pactos que hacían frecuentemente los esclavos y los trabajadores en lucha (Dockes, 1982, p. 222; Tigar y Levy, 1977, p. 136), y el hecho de que ante los ojos de los acusadores el Diablo representaba una promesa de amor, poder y riquezas por la cual una persona estaba dispuesta a vender su alma, es decir, infringir todas las leyes naturales y sociales” (Federici, 2010, 243).

15En una perspectiva agonista el disenso estético sería central, al respecto Mouffe (2013) explica: the transformation of political identities can never result from a rationalist appeal to the true interest of the subject, but rather from the inscription of the social agent in a set of practices that will mobilize its affects in a way that disarticulates the framework in which the dominant process of identification takes place (p. 93).

16Algunos ejemplos notables son las narrativas de María Fernanda Ampuero, Mónica Ojeda, Ana Lidia Vega Serova, Ena Lucía Portela, Pilar Quintana, Claudia Hernández, Jacinta Escudos, entre otras. Al respecto de este punto cabe mencionar el texto La potencia feminista de Verónica Gago (2019) sobre los movimientos anti-extractivistas y la huelga feminista en Argentina, me parece que su noción de "cuerpo-territorio", que no puedo recuperar aquí por falta de espacio, podría ser muy productiva para pensar esta necesidad de situar los discursos en el análisis retórico de contextos no verbales.

17Aquí puede verse que a pesar de recuperar el “agonismo” de Mouffe, porque considero que tiene un enorme potencial epistemológico, no comparto con la autora sus conclusiones. El modelo pluralista de Mouffe, al final de cuentas, se basa en la tolerancia de la diferencia y en el acuerdo sobre el marco simbólico de representación; en este sentido, para canalizar el antagonismo en un modelo agonista es necesario que los “adversarios” reconozcan su pertenencia a un sentido en común: los valores ético-políticos de la igualdad y la libertad. Este reconocimiento del “adversario” resulta problemático siempre que no se inscriba en el lugar específico y singular que ocupa y con relación a lo que puede ese cuerpo. Por ello, considero que el modelo “agonista” necesita de la construcción simultánea de una ética impersonal de los cuerpos, que asuma la falta, la vulnerabilidad y el deseo como elementos inherentes a la política, sino ¿de qué otro modo podríamos construir los valores ético-políticos de la igualdad y la libertad sin reproducir los modelos de la hegemonía dominante? ¿Cómo pensar en la igualdad desde un paradigma distinto al de la fraternidad?

1 Becaria del Programa de Becas Posdoctorales de la UNAM en el Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales (CEPHCIS-UNAM). Asesorada por la Dra. Sandra Ramírez.

Recibido: 03 de Marzo de 2022; Aprobado: 06 de Febrero de 2023

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