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Cuadernos del CILHA

versión On-line ISSN 1852-9615

Cuad. CILHA vol.24 no.2 Mendoza nov. 2023  Epub 05-Dic-2023

http://dx.doi.org/10.48162/rev.34.069 

Artículos

Simular lo que ya se es. Dandismo y bibliofilia en Trance de Alan Pauls

Simulate what you already are. Dandyism and bibliophilia in Trance by Alan Pauls

Emiliano Rodríguez Montiel1 
http://orcid.org/0000-0002-8050-9151

1Universidad Nacional de Rosario. Instituto de Estudios Críticos en Humanidades. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Argentina. rodriguezmontiel.e@hotmail.com

Resumen:

El presente trabajo se desprende de una tesis doctoral recientemente finalizada. La misma estudia la constitución del anacronismo como forma del dandismo contemporáneo en la narrativa de Alan Pauls. En este artículo me centro, en primer término, en cuestiones teórico-críticas generales respecto del modo en que Pauls, al intervenir su material autobiográfico, construye la diferencia que lo hace despuntar en tanto dandi. Y, desprendido de ello, analizo los personajes de autor que pueblan Trance (Pauls, 2018), su último ensayo de largo aliento. La hipótesis sostiene que, al transferir el anacronismo de su ficción a los personajes responsables por autofigurar por él, Pauls busca, por un lado, que éstos completen y engloben su figura de autor, y por otro, que consoliden el estatuto a contratiempo -la verdad estética- que funda su literatura.

Palabras clave: dandismo contemporáneo; anacronismo; literatura argentina contemporánea; personaje de autor

Abstract:

This work is derived from a recently completed doctoral thesis. It studies the constitution of anachronism as a form of contemporary dandyism in Alan Pauls's narrative. In this article, I focus primarily on general critical-theoretical questions regarding the way in which Pauls, by intervening in his autobiographical material, constructs the difference that makes him stand out as a dandy. And, detached from it, I analyze the author characters that populate Trance (Pauls, 2018), his last long-term essay. My hypothesis is that Pauls, by transferring the anachronism of his fiction to the characters responsible for self-figuration by him, not only seeks that they complete and encompass his figure of author, but also that they consolidate the anachronism that founds his literature.

Keywords: contemporary dandism; anachronism; contemporary Argentine literature; author character

La diferencia dandi

En “La obligación del diseño de sí”, Boris Groys (2014) afirma: el diseño de sí, antes que una decisión egotista estrictamente individual, antes que un asunto fortuito inscripto en el orden de la contingencia, se asume en la actualidad como una responsabilidad -una obligación- ética y estética a escala generalizada. Si en una época pasada, sostiene Groys (2014), “la gente estaba interesada en cómo aparecían sus almas frente a Dios” (p. 33), hoy, luego del desplome del relato cristiano a manos del aforismo nietzscheano, la sociedad toda está preocupada en cómo aparece su cuerpo en la esfera de lo público. Y esto es así porque, ante todo, la praxis de la manifestación del Yo -el darse a ver frente a un otro observador y evaluador- se ha convertido, vertiginosamente desde finales del siglo XX hacia acá, “en una cuestión a la que ya nadie puede escapar” (Groys, 2014, p. 33). Las consabidas transformaciones que, en materia comunicativa, mediática y tecnológica vienen revolucionando desde hace décadas las formas tradicionales de interacción humana, han logrado, afirma Groys (2014), que la totalidad del espacio social devenga “un espacio de exhibición […] en el que los individuos aparecen como artistas y como obras de arte autoproducidas” (p. 31). En efecto, internet, la televisión, las nuevas tecnologías y el habitus cada vez más naturalizado de las redes sociales -entre otras plataformas de exhibicionismo yoico-, componen, sentencia Groys (2014), “un mundo de diseño total” (p. 31). Por esta razón, prosigue, ya no se admite una posición puramente contemplativa y exterior, que observa “desde un refugio” aparentemente desligado e inmune “el juego de simulacros” de la sociedad (Groys, 2014, p. 32). En un mundo que ha sufrido, a paso acelerado, la conversión de lo analógico a lo digital (lo físico a lo mecánico, lo real a lo virtual); un mundo donde la imagen -ocupando la vacante dejada por Dios- tiene como propósito mayor constatar y hacer viable un sentido de la existencia (modelando la producción, definiendo el consumo, estetizando todo a su paso: política, religión, mercado); el ciudadano contemporáneo, concluye Groys (2014), no tiene otra opción que asumir la responsabilidad de su propia apariencia.

El mundo de los artistas y de los escritores, el del arte y la literatura en un sentido amplio, no es, por supuesto, una excepción. Así lo entiende Martín Kohan(2015), quien en “Desfiguraciones”-conferencia inaugural de la séptima edición del Festival del FILBA- explica este pasaje de lo eventual a lo habitual en materia de figuración personal a partir de la ilustración de un caso: la participación de Manuel Mujica Láinez, en 1977, de la fotografía colectiva de la revista Gente. Si este episodio, en lo que respecta a la serie de sucesos mediáticos que componen la vida pública del escritor, se asume en 1977 como un “verdadero acontecimiento” (en la medida en que, si de ganar notoriedad se trata, es precisamente una revista dedicada a los personajes del espectáculo y la farándula quien le concede -junto a Vilas, Porcel, Labruna, Migré- el título de personalidad del año); hoy, distingue Kohan (2015):

[…] algo tan de excepción como que pase un remís por Miraflores para ser llevado a integrar la foto del año de la revista Gente, se ha vuelto un asunto tan del día a día como actualizarse una página, llevar adelante un blog, twittear, tener Facebook, mostrarse en Instagram (p. 5).

Los nuevos soportes, continúa, “han aportado otra dimensión, impensada hasta hace poco, para exponer y para exponerse” (Kohan, 2015, p. 5), de allí que, agrega, una afirmación como la de Josefina Ludmer hecha en el albor del año 2000 adquiera hoy una inusitada vigencia. Promediando la mitad de su Aquí América Latina (Ludmer, 2010), y a propósito del incipiente e “irreversible” estatuto heterónomo que viene ganando el mercado literario argentino, Ludmer (2010) postula: “En este proceso de desnacionalización [de las grandes editoriales argentinas], los escritores empiezan a verse más en imagen y se van transformando en personajes mediáticos” (p. 88). Si Groys (2014), examinando el surgimiento del diseño moderno en contraposición a las artes aplicadas, plantea un cambio de paradigma respecto de la dimensión ética de nuestra propia imagen (el alma hoy está en “el ropaje del cuerpo, en nuestra apariencia social, política y estética”) (Groys, 2014, p. 23); Ludmer (2010) hace lo propio en relación con la imagen del autor: si el libro, desde finales del siglo XX, se asume como “una mercancía más dentro de la industria de la lengua” (p. 87), el semblante de los escritores acompaña este proceso de distribución, circulación y promoción de los libros mediatizando su rostro en la arena de lo público. Asimismo, en este marco habría que incluir también la tendencia que identifica Alberto Giordano (2008) en el terreno de la literatura argentina actual: un giro autobiográfico, signado tanto por la proliferación de publicaciones de escrituras íntimas (diarios, cartas, confesiones), así como de performances confesionales, autoficciones y/o experimentos intimistas con géneros que tradicionalmente han sabido diferenciar las fronteras entre literatura y “vida real” (relatos, poemas, ensayos críticos) (Giordano, 2008)1.

En tal sentido, frente a este escenario triplemente delimitado y/o condicionado para el autoposicionamiento de los artistas y escritores (antes que ser hacedores de imágenes y personajes, son ahora ellos mismos, mediante la recurrencia de prácticas autofigurativas, los que se vuelven imagen y personaje), preguntemos: ¿qué significa, o qué implica, mejor dicho, sostener que un proyecto literario como el de Pauls (2018) se afirma en una ética de raigambre dandi? Si no hay más que imagen, si tomarse a sí mismo como objeto de elaboración ha dejado de ser, gracias a la sociedad del espectáculo y el mercado, patrimonio exclusivo de la praxis dandi para pasar a formar parte de una responsabilidad generalizada; y si, en último término, “[…] contar tiende a consistir cada vez más en contarse y decir tiende a consistir cada vez más a decirse” (Kohan, 2015, p. 10); ¿de qué modo, volvamos a preguntar, Pauls (2018) construye la diferencia que lo hace despuntar en tanto dandi? ¿Según qué herramientas o recursos su figura y su escritura consiguen producir originalidad, es decir, dar con aquello que Barbey, Balzac y Baudelaire señalan como la piedra angular del fenómeno, su fundamento y regla de oro? (Carassus, 1971, p. 9).

No es, anticipemos, la misma ruta que toman algunos de los escritores argentinos arriba comentados por el propio Pauls, esta es: un dandismo consolidado alrededor de una fuerte figura de autor. Si en Mansilla, Fogwill y Lamborghini lo personal-biográfico resulta decisivo en la configuración de su diferencia dandi -al punto de alcanzar en más de uno el rango de mito-, en Pauls tanto su peripecia personal como su pose autoral -esa que, entre lo hípster y lo snob, se exhibe como una marca de sofisticación y elegancia-, es, como ya lo constatamos, un elemento más dentro del conjunto. Habrá que indagar en algo más que su porte físico, la prosodia de su habla, sus rostros retratados por Alejandra López, su portfolio de consumo nerd en Instagram, o el recuadro pixelado de alguna de las tantas entrevistas que, en ocasión de la publicación de su última novela, La mitad fantasma (2020), concedió por Zoom desde su residencia en Berlín. Algo que no se encuentra, aclaremos, fuera del radio de la noción de autor, ese concepto que, al interior del discurso de la teoría (incluso al interior del pensamiento de un solo teórico literario: Roland Barthes), sufriría -como bien lo ilustra el título del libro de Marcelo Topuzian (2014)-, la muerte en los sesenta y la resurrección apenas siete años más tarde2. Algo que Julio Premat (2009), digámoslo de una vez, llama personaje de autor.

En Héroes sin atributos (Premat, 2009), libro que explora los modos en que algunos escritores modernos del canon nacional construyen en los textos sus figuras de autor (Macedonio, Borges, Di Benedetto, Lamborghini, Saer, Piglia y Aira), Premat discrimina dos dimensiones de análisis desde las cuales es posible pensar la figuración autoral. Hay, por un lado, una ficción de suceder, orquestada alrededor de la vida del propio escritor. Cimentada en “en el plano tradicional y conocido de los medios culturales, académicos y editoriales” (Premat, 2009, p. 15), esta narrativa supone la construcción de un yo público devenido en leyenda. Por mencionar un caso ejemplar, junto a la obra de Macedonio Fernández convive una figura “preexistente, autónoma y poderosa”, un mito que -producto de una ficción al mismo tiempo crítica y autofigurativa- pinta al escritor como un:

[…] marginal extravagante, el destructor de todo sentido y de toda tradición, el precursor de procedimientos […], el pensador metafísico, el viudo inconsolable, el incansable humorista, el escritor de lo efímero (de los manuscritos perdidos o quemados, de una oralidad fugaz), el Sócrates, el genio que tuvimos y perdimos” (p. 34). Y a su vez, acompañando y fortaleciendo esta ficción de suceder, hay otra, celebrada en la propia obra: una ficción de ser o de personaje, encargada de inventar “al responsable de lo que se lee” (Premat, 2009, p. 15).

En efecto, circunscribiéndose a la esfera de la metaliteratura, Premat (2009) advierte que, junto a la invención de una figura de autor, puede rastrearse en los autores analizados una “segunda dimensión ficticia” que en cierta medida “engloba y completa” a la primera: “la construcción de un personaje” (p. 11)3. Construirse, en este sentido, adquiere en esta lógica de pensamiento una acepción precisa: además de instituirse como una búsqueda de prestigio, una forma singular de “justificar y pensar” un proyecto literario, una vía particular de emplazarse y/o participar de la tradición, darse a conocer -darse a leer- en tanto que personaje, supone -parafraseando a Premat- forjarse una identidad, una singularidad, una diferencia en el sentido dandi del término (p. 11). Implica ser escritor de una manera y no otra.

¿Cuál es, interroguémonos ahora, el personaje de autor que Pauls modela internamente en sus textos críticos y autobiográficos? ¿Qué atributos posee este héroe? ¿De qué manera, por intermedio de qué escenas, correspondencias, filiaciones, desmarques, Pauls compone su ficción de autor? Sin poder desarrollar, por cuestiones de extensión, una respuesta más amplia y solvente, digamos que los múltiples personajes que habitan sus performances narrativas de autofiguración4 (el alumno ejemplar, el enfant terrible, el cinéfilo, el idiota, el ajedrecista, el estructuralista, el nieto, el bibliófilo), sin importar su franja etaria (hay un niño, un adolescente y un adulto Pauls), ni tampoco el género o ámbito de actuación (hay un Pauls íntimo, un Pauls diarista, un Pauls crítico), todos, subrayemos, están cortados por una misma tijera barthesiana: lo intempestivo. Si el teórico francés se dedica a cancelar su propio presente en pos de inaugurar una vía fértil para la elucubración de su pensamiento teórico (toca el piano y pinta acuarelas en pleno Mayo francés, resucita al autor cuando la moda teórica posestructuralista lo quiere silenciado, habla del amor en un momento en que la liberación sexual está en el aire, invita a pensar desde lo imaginario cuando el significante gana la partida en la agenda teórica, y así)5; Pauls, los personajes textuales que contribuyen a afianzar su figura de autor, hacen lo propio al leer, mirar películas, comentar libros, dar su parecer sobre las cosas del mundo. En una palabra: enseñan una actitud, un ethos de retraimiento respecto de los fulgores de lo actual. El resultado es una estetización de sí organizada alrededor de una sensibilidad temporal anti-presentista, que solo tiene ojos para lo que acontece fuera del tiempo que se manifiesta como adecuado o conveniente.

Darse a ver como intempestivo, fabricar, en el corazón de su producción ensayística, un modo de presencia que actúe la política temporal que vertebra su proyecto literario. ¿Por qué Pauls pondría el conjunto de su pensamiento crítico al servicio de una ficción de autor que emule lo que ya hace, lo que ya es, en el terreno de la narrativa? Silvia Molloy (2012), en su célebre ensayo acerca de la pose decadentista, define una política de la pose que, como bien observa Martín Kohan (2015), “aunque inscripta en el modernismo de finales del siglo XIX, conserva su potencia conceptual y no deja de iluminar nuestro presente” (p. 12). Allí, en su intento por esbozar una lectura de la pose a contramarcha de la cristalizada por la época (una que, desdeñándola de “frívola” y caricaturesca, concibe a la pose como una mera “etapa pasajera”, previa al modernismo “de veras”); Molloy (2012), decíamos, se detiene a refutar, casi al final del artículo, una afirmación del positivista José Ingenieros: “Para Ingenieros -afirma- no se puede simular (posar) ser lo que se es: la pose necesariamente miente (pp. 42-49). Acto seguido, para contrarrestar esta aseveración, Molloy (2012) recupera un pasaje del libro de Ingenieros (p. 50), La simulación en la lucha por la vida, en el que, entre la serie de ejemplos que enumera para ilustrar su hipótesis, asegura que el maricón simula su afeminamiento:

Si no me equivoco -alega Molloy- el último ejemplo rompe notablemente con el esquema de simulación fraudulenta: el maricón no simula ser lo que no es (como el astuto especulador que simula ser honesto) sino, podría decirse, lo que es. La simulación, la pose, parecería reforzar en lugar de reemplazar con el signo opuesto (p. 50).

El amaneramiento, la visibilización de la no-masculinidad como pose, funcionaría, por lo dicho, en un mismo sentido que la pose de los escritores cuando posan de escritores, es decir: reafirmar lo que ya se es. La pose, desde esta perspectiva, no sería pues una mentira, una falsedad, el lado b de la verdad; sería, por el contrario, una nueva manera de hacer realidad -a través de gestos, actitudes, imposturas, personajes- dicha verdad. Tal es, volviendo al principio de la argumentación, lo que el poseur Pauls busca al transferir el anacronismo de su ficción a los personajes responsables por velar por él: no solo que completen y engloben su figura de autor (hipótesis de Premat), sino también que consoliden el estatuto a contratiempo -la verdad estética- que funda su literatura (hipótesis de Molloy, 2012).

Volverse personaje para estetizar el tiempo de su ficción, posar como anacrónico para que lo vivencial adquiera la textualidad necesaria para formar parte de su obra: he aquí la política, la fórmula dramática que rige la actitud dandi paulsiana. Biografismo y textualismo confluyen, así, en una misma economía a la hora de pensar la vida y la obra de este escritor. Una solidaridad entre literatura y vida que, bien mirada, permite sintetizarse inmejorablemente en la frase-máxima que el propio Pauls (2012) compone al analizar los modos de estetización de la existencia de tres escritores colegas contemporáneos: “eso que llamamos vida”, dice, “no es sino la continuación de la obra por otros medios” (p. 173)6. Del mismo modo que Mario Bellatin, que escribe -monta- una reseña sobre una novela inédita de Kawabata sirviéndose de las afirmaciones que otros escritores y críticos hacen no del escritor japonés sino de él mismo7; de igual manera que César Aira, que al mismo tiempo que escribe mucho -“promedio de cuatro libros por año”-, escribe por todas partes -“corporaciones de la edición, empresas transnacionales, sellos de vieja estirpe nacional, editoriales independientes, casas de provincia especializadas en ediciones de autor”, etc. (Pauls, 2012, p. 168-; y, por último, de forma semejante que Héctor Libertella, el cual, a través de un relato de la infancia (la vez que escribe y edita sus dos primeras novelas-objeto) construye su ficción del origen como escritor-editor8; Pauls, decíamos, análogamente a estos tres episodios de vida previamente orquestados en la escritura, se vale de un puñado de escenas autobiográficas para seguir ejerciendo, por otros cauces, una estética. El secreto, en el fondo, de este modus operandi, se halla en el singular modo en que se piensa la vida en relación con la literatura: no ya como algo exterior que “origina, ilumina o ratifica” una obra, tampoco como algo accesorio de lo que bien puede prescindirse por carecer de valor o significancia literaria (Pauls, 2012, p. 173). Consiste, por el contrario, en entenderla como “parte de una práctica artística que estamos acostumbrados a ver desplegarse por medios institucionales textuales (textos libros, escritos)” (Pauls, 2012, p. 173); parte que, precisa Pauls, pondría en funcionamiento la obra desde una vertiente de índole “existencial”, según gestos, conductas, intervenciones, actitudes.

Así concebido, el nexo entre literatura y vida se convierte en un espacio conceptual ambivalente, poco claro para quien desea delimitar con exactitud dónde empieza la vida dónde termina la obra, qué es lo importante y qué es lo supletorio, cuándo comienza la manifestación del Yo y cuándo acontece ese “corpus definido, orgánico, dotado de una cierta unidad y susceptible de ser leído ‘en sí mismo’, que llamamos obra” (Pauls, 2012, p. 172). Esto explica, por un lado, por qué Pauls le otorga la misma dignidad crítica al yo de estos escritores que a sus narrativas, y por qué estas existencias estetizadas son aquí leídas como performances del dandismo contemporáneo (Pauls, 2012, p. 183). El “dandismo catatónico” de César Aira, “los shows súbitos” de Mario Bellatin y “las aventuras bulímicas” de Libertella son leídas, en efecto, como “operaciones de arte de actitud”, como un arte de vivir en arte (Pauls, 2012, p. 179). El pasaje sobre Aira, autor cuya obra se erige como la mejor versión -el summum- de lo que para Pauls (2012) significa tener hoy, en literatura, actitud, es ejemplar al respecto:

Cuando Aira inunda el mercado de libros, libritos, infralibritos; cuando multiplica y diversifica su producción hasta el delirio; cuando sus novelitas cambian de sello editor como él de camisa y desaparecen y reaparecen reagrupadas de a dos o de a tres con nuevos títulos, lo que hace es algo más que desorientar al agente literario que lleva sus asuntos -que por otro lado también es más de uno- y mucho más que entretener a sus aprendices de biógrafos. Lo que hace es enunciar un statement estético -político que no se deja formular en el idioma del texto, ni del discurso periodístico, ni siquiera del manifiesto, sino en el de la actitud, eso que los filósofos cínicos y las estrellas del rock nunca tuvieron dificultades de entender y apreciar y que la literatura, en cambio, sólo acepta incorporar a regañadientes, al precio de reducirlo a la categoría menor de una anécdota o al registro de cierto pintoresquismo personal. La actitud implica una cierta estetización de sí (Aira escritor loco que vomita sin parar) y del mundo (el mercado no da abasto, hay tantos libros de Aira que en cualquier momento revienta), una puesta en forma y una ritualización de lo cotidiano (Aira escribe poco pero corto, tan poco y tan corto que no queda lugar en las librerías para libros que no sean los suyos). En otras palabras, una serie de gestos que objetivan una manera artística de estar presente, corporizarse, intervenir “en persona” -como el estilo interviene en el lenguaje- en ese soporte que es la dimensión visible del mundo (p. 174).

Así, haciendo suya esta política -esta concepción inespecífica que al mismo tiempo que difumina los contornos entre intervención literaria e intervención existencial, hace de la estetización de sí un verdadero problema crítico para pensar y reflexionar acerca los fundamentos de un proyecto narrativo-, el Yo de Pauls adopta una conducta dandi. “Escribir sobre uno mismo -afirma Molloy- sería ese esfuerzo siempre renovado y siempre fallido, de dar voz a aquello que no habla, de dar vida a lo muerto, dotándolo de una máscara textual” (1996, p. 11). Relevar y comprender las modulaciones de esta costura, los acentos y minucias de esta operación autofigurativa; apreciar, en otras palabras, las performances intempestivas de los personajes que hablan por el propio autor, es el propósito de esta investigación. Por cuestiones de extensión, en este trabajo nos ocuparemos únicamente de su último ensayo de largo aliento, Trance (Pauls, 2018). A continuación, analizamos cómo este autor, a partir de un puñado de momentos novelescos protagonizados por tres (anti)héroes singularísimos (el ajedrecista, el estructuralista y el nieto), narra la condición sine qua non de su modo de ser lector y escritor: la bibliofilia.

El bibliófilo de Trance

Trance (Pauls, 2018) es el libro donde vienen a desembarcar, revitalizadas, las palabras claves (vida, lectura, Barthes, infancia) presentes en su anterior ensayo de largo aliento, La vida descalzo (2006)9. Luego de su derrotero por este texto, estas palabras-problema son retomadas aquí con un propósito ensayístico específico: reanudar lo hecho en 2006 -un trabajo de indagación sobre el espacio conceptual de la playa-, ahora con la noción de lectura. De esto se trata, tal y como reza su subtítulo, este libro: de la elaboración, en el sentido más artesanal del término, de un glosario; uno que, compuesto a imagen y semejanza del Barthes por Barthes (Barthes, 2018), acopia un personalísimo léxico -ético, teórico y autobiográfico- alrededor del acto de leer. Escrito por encargo para la colección Lectores de la editorial Ampersand (colección que, a diferencia de In situ, 2006, propone a todos sus autores un único objeto de estudio: la lectura), Trance(Pauls, 2018) afirma lo que hoy se lee como una persistente política de escritura en torno a lo autobiográfico. Pues, una vez más, frente al dilema de cómo hacer pasar la vida a través de las palabras (Giordano, 2008, p. 25), Pauls opta por seguir un camino teórico ya transitado: el del biografema.

Además del uso de la tercera persona para referirse a sí mismo, o la adopción de una escritura fragmentaria ajustada al género entrada (en concreto: son treinta y nueve los apartados que ordenan alfabéticamente a Trance), lo más barthesiano de este ensayo es, en efecto, la serie de pasajes narrativos en los que la vida de Pauls (2018) se antologiza sin caer en la cronología (por más que se documenten fechas y años), o en las series temáticas (por más que un relato secreto, como veremos a continuación, sostenga a todos estos episodios dispersos). Si el Barthes por Barthes (Barthes, 2018) sobrevuela fantasmáticamente a Trance (Pauls, 2018) es porque, dicho de otro modo, el héroe que lo protagoniza es un lector, y como tal, se lee así mismo -retrospectiva y estetizadamente- por intermedio de momentos puntuales; acontecimientos debidamente seleccionados a los fines de plasmar el propósito mayor del libro: hacer cuajar el niño bibliófilo novelado con el adulto que escribe.

Un relato de infancia se pergeña, ciertamente, desde la página inicial de Trance (Pauls, 2018). El niño rubio que puebla las playas de La vida descalzo (Pauls, 2006), y que juega a volar como Superman en Historia del llanto (2007), es el mismo que inaugura este libro-retrato confesando la pasión rectora, determinante, de su vida:

Descubre muy temprano que nada le importa más que leer. Lee todo lo que puede, lo que encuentra. Lee hasta lo que no entiende. Poco a poco, sin duda porque dura más de lo razonable, su comportamiento, hasta entonces ensalzado como un ejemplo de juicio, madurez, civilización, cobra una cierta presencia, se vuelve demasiado visible. Los demás, misteriosamente, se sienten llamados a intervenir. El asedio ha comenzado. Primero, por las buenas: le acomodan el velador, le corrigen la postura, le abren o cierran la ventana, le sacan o ponen de prepo el pulóver. Llegan a sugerirle lecturas. Más tarde, dada la resistencia desafectada que opone a las reformas, su deseo de leer, de seguir leyendo, se vuelve incómodo, perturbador, como un acto de soberbia, un pavoneo, el recordatorio de una negligencia o una deuda impaga. Más que como un ejemplo, ahora lo ven como una anomalía, síntoma de una asocialidad peligrosa. Los métodos cambian. Ya no quieren mejorar su placer; sólo reprimirlo. Irrumpen en su habitación, le hablan en voz alta, le recuerdan todo lo incalculablemente valioso que olvida, que posterga, que reemplaza por estar ahí tirado con sus libritos. Le exigen que haga algo. Él, en el único rapto de inspiración que tendrá en su vida, decide ser escritor. Los escritores leen, piensa. Les da lo que quieren (un hacer) para quedarse él, en secreto, invulnerable, con lo que él quiere: un gozar. Milagrosamente, la cosa funciona. Declarar la deuda infinita que escribir (esa compulsión estratégica) tiene con leer (ese vicio gratuito, benéfico, generoso) es el propósito de este glosario (Pauls, 2018, p. 7).

Nada importa más que leer. Esta puesta en valor de la lectura por sobre la escritura evoca la supremacía que Barthes le da al lector en los 70 (en el extremado close reading de S/Z, 1970, y en la reivindicación de la experiencia lectora en El placer del texto, 1973), pero también, haciéndolos comulgar una vez más en una misma convicción, rememora al lector inventado por Borges en Tlön -mundo utópico donde, citando a Piglia (2005), “la lectura es a la vez la construcción de un universo y un refugio frente a la hostilidad del mundo” (p. 26)-. Ahora bien, teniendo en cuenta esto, debemos decir que lo que se trama aquí no es un rito de iniciación en la lectura, como a priori podría esperarse de un libro autobiográfico sobre dicha práctica. Paradójicamente, lo que maquina esta primera página de Trance (Pauls, 2018), especie de íncipit que enmarca todo el conjunto, es un mito de origen como escritor. El relato de la razón, en otras palabras, de su advenimiento a la escritura. Así planteado, la narración de este acontecimiento o hito legendario bastarían para tornar este apartado un verdadero objeto de interés en lo que respecta al estudio de las performances autofigurativas de Pauls. Y, no obstante, aclaremos, no es la primera vez que Pauls labra, al interior de su producción ensayística, una fábula que dé cuenta del porqué se hizo escritor. En otras tres oportunidades insiste en que es una mala experiencia escolar (la vez que el profesor Le Prix lo deschava como plagiario) aquello que impulsa su arribo a la escritura. En tal sentido, teniendo no sólo una sino dos versiones diferentes de un mismo mito, todo parecería indicar que estos relatos del comienzo, desdibujados por la recurrencia y la exhibición del artificio, actuarían más bien como un recurso -una astucia- para alumbrar otra cuestión sopesada en la argumentación. Pues, antes que funcionar como el posfacio de El pudor del pornógrafo (Pauls, 1984) -construcción narrativa que tiene como propósito armonizar el comienzo de su obra con el presente de su proyecto estético-; antes incluso que desempeñarse como el pasaje final de La vida descalzo (Pauls, 2006) -su ficción del origen como lector, operación retrospectiva que busca afiliarlo a los hacedores del canon que él admira-; estos episodios, menos que determinar un momento axial o fundacional en la vida del autor, cooperan en la puesta en relieve de otro asunto, más relevante para quien escribe: la impostura en el incidente de Le Prix, la lectura en la entrada de Trance (Pauls, 2018).

El espacio vivencial y conceptual de la lectura, entonces, es lo que verdaderamente importa en este pasaje y, por extensión, en todo el ensayo. La palabra aparece, subrayémoslo desde un principio, aunada a otra ya problematizada aquí: deuda. ¿Qué genera la práctica de la lectura para que la escritura, habituada a estar por encima de todo gracias a una tradicional preeminencia autoral, se coloque en este pensamiento en una posición deudora? Generar, si, por no decir enseñar, puesto que Trance (Pauls, 2018), bien mirado, además de delimitarse como un conjunto de acepciones apostilladas alrededor de la noción plástica de leer10, deja traducirse y/o comprenderse como una bildungsroman. Una novela de aprendizaje donde la categoría de lectura, de forma dramática y decisiva, se asume como la experiencia formadora del sujeto Pauls. Hay algo que este “vicio gratuito, benéfico, generoso” (p. 7) le otorga a quien escribe, algo que este se encarga de declarar ni bien despunta su autobiografía como lector. Algo tan fundamental para procesarlo como deuda y, acto seguido, mitificar el ensayo que principia como forma de pago. En una palabra: una vida de escritor.

Leída así, como la narración de “un escritor endeudado hasta el cuello con la lectura” (Pauls, 2018, p. 27), se vuelve necesario localizar, para analizarlas en detalle, el conjunto de escenas de aprendizaje donde Pauls, de niño y adolescente, aprende todo lo que la lectura tiene para enseñarle. Se trata, concretamente, de atender el puñado de momentos novelescos a través de los cuales este Yo adulto compone el origen de lo que hoy se concibe como la condición sine qua non de su modo de ser lector y escritor: la bibliofilia. Ostentada en la serie de obras con las que uno tropieza al recorrer las páginas de este ensayo -tanto teórica como literaria, la biblioteca de Trance (Pauls, 2018) incluye los nombres de, entre otros: Freud, Deleuze, Kafka, Arlt, Blanchot, Barthes, Borges-, la afición por los libros de Pauls es protagonizada fundamentalmente por tres (anti)héroes: el ajedrecista, el estructuralista y el nieto.

Hacer del ajedrez su deporte entre los diez y trece años, confiesa Pauls (2018) en la cuarta entrada de Trance, tendrá como beneficio el aprendizaje de una práctica hoy devenida hábito: “anotar lo que lee” (p. 17). El ajedrez, explica, era clave “porque era quieto, cerebral, maquinado” (Pauls, 2018, p. 16), es decir, una actividad hecha a imagen y semejanza de la lectura, única acción, aclara, que al día de hoy “no considera una frivolidad o un escándalo” (Pauls, 2018, p. 16). Así, empapándose de bibliografía ajedrecística (leyendo crónicas, enciclopedias, manuales, diarios), el niño Pauls adoptará como primer “modelo de exégesis” la técnica de notación empleada por la prensa para comentar los partidos. Sirviéndose de los signos de interrogación y exclamación, estas reseñas periodísticas, cuenta, consistían en “una explicación técnica, atenta a la lógica interna de la partida” (Pauls, 2018, p. 18): de este modo, la apreciación del comentarista -ayudada por la ilustración congelada de un tablero- podía pasar del “mero desliz (?)”al “error garrafal (????)”, pasando por el “desconcierto (?!), su reacción de lector favorita” (p. 19). Tales son los signos gráficos que Pauls (2018) -sea para recelar, objetar o “ensalzar una jugada inteligente” (p. 20)- importará para la glosa íntima de sus lecturas. En todo caso, concluye, lo que importa de esta aventura es otra cosa: “jugar ajedrez es la continuación por otros medios de una vocación literaria precoz” (Pauls, 2018, p. 17). Y sigue: “Jugar es leer, y cada partida un relato del que una narratología rudimentaria pero eficaz precisa las articulaciones: apertura, medio, final, variantes, combinaciones, remates” (Pauls, 2018, p. 18).

A los catorce años, luego de abandonar su corta carrera como ajedrecista (una peripecia que llega a incluir, como hechos trascendentes, el hacerse socio del Club Argentino de Ajedrez y salir tercero en el único torneo que participa), el niño Pauls, ya adolescente, roba de la biblioteca escolar “unos cuadernillos franceses de análisis cinematográficos” (Pauls, 2018, p. 37). El hecho, de prosapia artliana, tiene dos consecuencias para el “cinéfilo voraz que aspira a ser” (p. 37): por un lado, leyendo esos cuadernillos monográficos donde sobre un solo cineasta “se descarga toda la artillería del método semiológico” (p. 38), aprende que algo como una película “puede convertirse en un objeto, una unidad discreta, caracterizada por ciertas reglas estructurales y de composición” (p. 38); y por otro lado, aprende que lo que importa -lo que verdaderamente significa y hace la diferencia en su experiencia como lector- no son tanto los objetos leídos, sino las lecturas que se hagan de ellos. De allí que, en la adultez, cuando vea las películas que solo ha conocido leyéndolas en la adolescencia, se sienta decepcionado. El cine como experiencia de lectura donde “se goza” imaginando las películas, no viéndolas (p. 39).

Como puede observarse, tanto el ajedrecista como el estructuralista son dos personajes de autor dispuestos allí para autofigurar retroactiva y literaturizadamente al lector crítico que Pauls es hoy. Y, asimismo, mediante estas escenas de aprendizaje donde se aprende a anotar lo que se lee y a darle preponderancia al sentido antes que al texto, se mitifica un vínculo prematuro, estrechísimo, con los significados y las palabras. Una propensión a todo lo que tenga que ver -y se pueda hacer- con lo literario que, de forma confesa, estará favorecida por las instancias de formación que le proveerán dos pedagogos de carne y hueso: Josefina Ludmer y Jorge Panesi. En efecto, además de los maestros literarios que, fantasmáticamente, este autor convoca para labrarse un lugar en la tradición nacional (Borges, Cortázar, Puig, Piglia), en Trance (Pauls, 2018) las figuras de Ludmer y Panesi aparecen asociadas a experiencias escolares y universitarias puntuales:

maestros. Jorge Panesi (primer dealer de lecturas, artista del dar a leer, culpable del único trofeo bibliófilo del que le gusta vanagloriarse: la primera edición argentina de Ferdydurke (Argos, 1947), regalada un anochecer legendario de 1974 en un bar de Corrientes y Uruguay). China Ludmer (gurú de la astucia, el saqueo y el sesgo, trípode esencial de una pedagogía lectora que solo cree en el resto, la disonancia y las intuiciones contraintuitivas. Él, que le deberá todo lo que no le debe ya a Panesi, no llega a terminar su primer libro, Cien años de soledad. Una interpretación, pero lo está comprando cuando el librero, el escritor Luis Gusmán, que tiene por costumbre -1976- entregar ciertos libros por debajo del mostrador, le comenta que la autora da clases particulares y le da su teléfono. Pasa tres años estudiando con ella en grupo; tres años a razón de una vez por semana, los miércoles, de siete a once de la noche, alrededor de una mesa grande y redonda, ideal para sesiones espiritistas si no fuera por dos detalles cien por ciento de garito: el paño verde que la forra y la luz cenital, muy baja, que deja al grupo en sombras y solo ilumina manos, libros, fotocopias, notas: la escritura. Todo lo que haga después, cada palabra que escriba o lea, habrá nacido de ahí) (Pauls, 2018, pp. 65-66).

Además de estos maestros, los cuales, como bien lo deja en claro el ensayo, se hacen cargo en diferentes momentos de enseñarle a leer a este joven y aún inédito escritor (Panesi es su profesor de Castellano en el primer año de la escuela secundaria, en 1972; Ludmer, sabidamente, es la que le enseña informal y clandestinamente Teoría Literaria en sus primeros años como estudiante de Letras), podríamos agregarle otro. Uno que precede al resto, anticipándose incluso a la alfabetización del niño Pauls: su abuela alemana. Pauls cuenta cómo la voz de su abuela paterna, voz de “una alemana de Berlín, judía, aterrizada en Buenos Aires en el 39” (Pauls, 2018, p. 57), es lo que él, mucho tiempo después, traduce como primera lectura. Por intermedio de ese “castellano hachado” -acento que no hace sino demostrar, reflexiona Pauls, hasta qué punto eso que él entiende por primera lectura no es una experiencia pura sino “un hibrido”, “un Frankenstein” (Pauls, 2018, p. 73) que extraña la lengua materna del texto-, su abuela le enseña una primera figura de lector. Enseñar, si, por no decir mostrar, puesto que lo que el niño Pauls ve -y le queda- de esa escena de lectura es que

[…] antes de querer leer, entre los tres y los cuatro años, con su abuela alemana como único modelo, probablemente, quiso ser un lector, aislarse como ha observado que se aíslan los lectores, concentrarse y olvidarse del cuerpo y ser indiferente y remoto y deseable como ellos (Pauls, 2018, p. 96).

Ser un lector, ser reconocido como un bibliófilo autista, alguien que se sustrae del mundo en búsqueda del encuentro con lo literario: ¿no es uno de sus maestros literarios, el ya varias veces revisitado Piglia, quien en El último lector (2005) construye una “una historia imaginaria de lectores” (p. 22) alrededor de una singular fantasía del aislamiento? Situando en un lugar crucial el problema de la identidad lectora, el ensayo de Piglia -libro que Pauls (2018) se encarga de aclarar en más de una ocasión que no se ha leído “con la fruición con la que merece leerse” (p. 17)- explora, ciertamente, las figuraciones del lector en la literatura preguntándose “no tanto qué es leer, sino quién es el que lee” (Piglia, 2005, p. 22). Quiénes son aquellos autores que, al interior de sus escrituras, fraguan una imagen de lector alrededor de una particular utopía de escapismo, al punto de que la lectura, por partida triple, se defina tanto como defensa ante la interrupción de lo real, modelo ético y de conducta y, entre el bovarismo y el quijotismo, como trama de la propia vida. Borges y la imagen de un lector ensimismado que persigue sin aliento “nombres, fuentes y alusiones” en la inmensidad infinita de la biblioteca (p. 18); Kafka y su afán de retraimiento pergeñado en el espacio imaginario de la cueva (p. 71); Antonio Gramsci y la quimera “sedentaria e inmóvil” de la cárcel; la fotografía del Che en Bolivia, “subido a un árbol, leyendo, en medio de la desolación y la experiencia terrible de la guerrilla” (p. 96); Robinson Crusoe, “mal vestido y enfermo”, logrando sobrevivir en la isla gracias a la literatura (p. 101); Anna Karenina, de viaje en tren y bajo el abrigo y comodidad de su linterna, leyendo la intriga de una novela inglesa que cifra su propia vida (p. 125). Y así.

Persiguiendo estos modelos de lector, su carga épica o verdadera, Pauls (2018) se lee a sí mismo desde la óptica pigliana. Queremos decir: construye una escena de lectura, la de su abuela paterna leyéndole literatura infantil alemana (Der Struwwelpeter y Max und Moritz), buscando conferirle a la misma una dimensión extraordinaria análoga a la que reconoce y celebra en las imágenes de lector piglianas. Creer en la ficción y darlo todo por ello, hacer de la lectura el único de los mundos posibles, leer todo el tiempo y en todos lados (en la cárcel, en el tren, subido a un árbol en medio de la guerra), leer hasta cuando no se pueda seguir leyendo, leer incluso hasta cuando no se sepa hacerlo. Tal es, subrayando esto último enunciado, la facultad que Pauls le adjudica al héroe encargado de mitificar su infancia por él: el analfabetismo. Una propiedad que, ausente en los lectores legendarios arriba mencionados, se extrae del modelo infantil fraguado en la primera página de Los diarios de Emilio Renzi (2015, p. 7). La identidad lectora que se cimenta en este episodio familiar entre nieto y abuela no se ajusta, en efecto, a “la condición de ultimidad” (Pauls, 2012, p. 105) con la que son elaborados los héroes del libro de Piglia. Antes que constituirse sobre como el último lector, alrededor de esa figura-límite que atraviesa a todos los héroes del ensayo pigliano, el niño Pauls se erige como el primero. No porque pueda ya decodificar los signos gráficos que la voz de su abuela alemana acompaña con el dedo, sino porque lo que se desea, retrospectiva y estetizadamente, es fundar una identidad -una impostura- alrededor de la idea de precocidad:

precoz. No hay lector verdadero que no haya sido un lector precoz. La precocidad, aquí, no es un accidente singular sino un elemento esencial, también singular pero constitutivo, que más que caracterizar una práctica la determina por completo. Se empieza a leer antes de ser capaz de hacerlo, siempre. De esa condición le interesan dos cosas, que actúan en simultáneo, pero merecen distinguirse. Una: la idea -teñida de voluntarismo- de que en la precocidad no hay tanto la excepcionalidad de una disposición temprana como una voluntad, un afán, una avidez de advenedizo. Precoz, pues, no es el que descubre y hace contacto con lo que desea antes que otros. Más que la consumación prematura de una relación feliz, de encuentro, entre un sujeto y un objeto de deseo, la precocidad es la relación fallida, desequilibrada, fuera de escala, entre un sujeto y un objeto a cuya altura no está del todo. La diferencia no es menor. El precoz tradicional (el precoz prodigio, digamos) no sabe que no sabe (leer, escribir, pintar, lo que sea); empujado por una inclinación natural, madrugadora, se limita a lanzarse sobre su objeto, como un depredador. El otro, en cambio, casi no tiene conciencia de otra cosa que todo lo que le falta; sabe perfectamente que no sabe, sabe todo lo que le hace falta aún para saber, y “soluciona” esa brecha como puede -en principio, fingiendo. Porque en ese lector precoz de flequillo y zapatos abotinados que lee un libro al revés sentado en el cordón de la vereda él nunca ha reconocido a un prodigio, ni nada que remita a un superpoder. Reconoce más bien a un actor, un farsante, alguien competente no para hacer lo que hace de cuenta que hace (leer) sino para simular ser alguien que no es, que por el momento es imposible que sea: un lector (Pauls, 2018, pp. 95-96)

Ser un falsario, fingir ser alguien que (todavía) no se es, ser como ese niño (Piglia) que, a los tres años, sentado a las afueras de su casa de Adrogué, lee un libro al revés. El episodio de la abuela alemana, la precocidad literaria que manifiesta su nieto al escucharla leer, enseña una vez más la potencia creativa que tiene la idea de impostura en este pensamiento. Al punto que, a la luz de lo que hemos venido subrayando y analizando desde el principio de esta argumentación, la impostura, se concreta en este universo como una verdadera política. Un mecanismo profundamente determinante al momento de fundar una literatura, inventarse como lector y escritor, autofigurarse como personaje en sus ensayos.

El niño bibliófilo que se refugia precozmente en el tiempo sin tiempo de la literatura; el cinéfilo que se pasea por una videoteca extranjera y extemporánea. Ninguno de estos yoes trama un vínculo confeso con su actualidad y, sin embargo, la instancia de enunciación que les da sentido vehiculiza, a través de ellos, un propósito mayúsculo: legitimar, en el terreno del presente, una imagen de autor -y, por extensión, toda una obra- a partir de esta política, ética y estética temporal. El presente, recordemos, es el único suelo que puede otorgarle un sentido a la performance dandi. El anacronismo, en tal sentido, además de ser una ética para tasar los libros que se lee, una forma para tramar una poética y una política para desmarcarse de las mayúsculas de la Historia, es, a raíz de lo hilvanado, una potencia para cifrar la singularidad de una existencia literaria.

Referencias

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1 Cabe precisar que, además de El giro autobiográficode Giordano (2013), en las últimas décadas se ha escrito una copiosa serie de textos críticos sobre el tema de las literaturas del yo, las estrategias de autofiguración y la tríada que articula lo íntimo, lo público y lo privado. Una tendencia que, según el caso, ha tomado diferentes nombres: ‘el giro subjetivo’ (Sarlo, 2005), la era de la intimidad’ (Catelli, 2007), la imaginación intimista’ (Link, 2007), entre otros.

2Nos referimos al consabido derrotero que va de “La muerte del autor” (1968) a Roland Barthes por Roland Barthes (1975).

3Lo peculiar del corpus seleccionado por Premat (2009), agreguemos entre paréntesis, es que esta operación de autofiguración textual está marcada por “una representación “contradictoria” y hasta “oximorónica”: a contrapelo de la modalidad de ser escritor que inaugura Leopoldo Lugones (una cuya estrategia consiste en sopesar, sobre una obra más bien exigua, el mito del “Gran Escritor que el país necesita”, un escritor a la vez “todopoderoso”, “mesiánico” y “omnívoro” que se apropia de “todo el idioma, de todos los géneros, de todo el saber”), la vía adoptada por estos escritores modernos es la de afirmar su literatura a partir de la negación de su figura de autor (p. 19). Las autorrepresentaciones de estos escritores, afirma Premat (2009), son las de unos “sujetos ausentes, impotentes, que se ignoran a sí mismos” (p. 22), que se desdibujan, se borronean y anulan. Ser un gran escritor, dice Premat (2009) parafraseando a Saer, “es no ser nada o nadie”: Macedonio como el escritor que no escribe, el escritor de la novela futura, el que “se automutila” (el nombre, la palabra, los lectores) en un gesto de hipocondría autoral (p. 43); Borges, “el escritor de la reescritura, de una originalidad hecha de repetición”, el que reescribe clásicos pensando que, como todos son nadie, todos pueden serlo todo, incluso “ser Homero o ser Shakespeare” (p. 29); Di Benedetto, el escritor de la “impotencia”, el “hombre que escribe el ruido y desea el silencio, que escribe buscando la anulación de la propia palabra” (p. 56); Lamborghini, “escritor del goce, de lo no escribible, de una destrucción utópica del lenguaje en la cloaca pulsional y, también, el nuevo mito del escritor maldito” (p. 79); Saer, “el escritor borrado, sin imagen ni biografía, que delimita una presencia fuerte a través de la construcción ambivalente de un lugar y de una compleja gama de personajes de escritor” (p. 118); Piglia, “el investigador detectivesco, delincuente demente, máquina de escribir o lector de la cultura universal, que presenta su relación con la literatura como una apropiación ilícita, una despersonalización radical o un borrado de la identidad del hombre que escribe” (p. 170).

4Hagamos, teniendo en mente lo que sigue, la siguiente salvedad. Toda vez que en el curso de esta Segunda Parte se refiera a la noción de autofiguración, se estará haciendo subrepticiamente referencia a lo formulado por Silvia Molloy (1996, p. 19). Tal y como afirma Giordano (2013): […] desde que Sylvia Molloy lo impuso en el campo de la crítica latinoamericana, el sentido del concepto de autofiguración casi no requiere explicaciones. Como se sabe, mientras rememoran o registran el paso de sus vidas, los escritores figuran, a través de múltiples recursos y estrategias retóricas, imágenes de sí mismos por las que esperan ser reconocidos (estos procesos movilizan representaciones que conciernen tanto a la esfera pública -las llamadas “imágenes de escritor”, por ejemplo- como a la esfera privada -figuraciones familiares, amorosas, de género). Las estrategias autofigurativas son al mismo tiempo inter y transubjetivas: los escritores se autorepresentan para otros, desde Otros, es decir, según las posibilidades de cada época, conforme a los imaginarios sociales que definen en cada momento lo que es aceptable o deseable en términos de intersubjetividad (p. 3).

5La impronta barthesiana es central en la obra del argentino. Pauls lo ha leído, comentado, prologado, traducido, enseñado y expropiado múltiples veces en sus ficciones. Es, si se quiere, el gran arquitecto de su pensamiento: ejemplo de esto es el estrechísimo diálogo teórico y sobre todo formal que El pasado (Pauls, 2003) entabla con Fragmentos de un discurso amoroso (Barthes, 1977), y La vida descalzo (Pauls, 2006) y, como veremos a continuación, Trance (Pauls, 2018) con Roland Barthes por Roland Barthes (Barthes, 1975).

6Énfasis agregado.

7“No hay en todo el ensayo del escritor mexicano una sola palabra que hable del escritor japonés, y no hay una sola palabra de la que se pueda decir de buena fue que sea de la autoría del mexicano” (Pauls, 2012, p. 167).

8“Mis amigos de la escuela primaria fueron mis primeros lectores. Nunca en mi vida tuve lectores tan puros: pocos habían leído un libro completo, así que el mío era casi el primer libro del mundo” (Libertella en Pauls, 2012, p. 170).

9Así lo entienden varios de los escritores y críticos que se han detenido a reseñarlo. Para Luis Chitarroni (2018), por ejemplo, es un “libro precioso”, que contiene “todo lo que acerca de la lectura puede saberse y aprenderse de un lector privilegiado” (“Aquí está Barthes leído mejor que nadie, sin la oquedad ni la bocanada angustiosa de Blanchot”) (s.p.). Para Juan José Becerra (2019), otro ejemplo, Trance es “el autorretrato de una vida de lecturas escrito por el mejor lector del mundo” (s.p.). Para Daniel Link (2019), por último, el ensayo de Pauls es ante todo un texto sobre la infancia, “ese lugar que está todo el tiempo a punto de apagarse” (s.p.) y que su autor convoca para “no abandonarlo del todo” (s.p.).

10Trance (Pauls, 2018), además de apuntalar las ideas que cimentan la ficción del origen de su autor -recordémoslas: la lectura como práctica de la omnipotencia, el escapismo, la felicidad y la impostura-, define a la lectura como: práctica psicoanalítica (“en todo lo que está escrito siempre hay algo no escrito, o bien porque no se lo quiere escribir, o bien porque no se puede escribirlo”, p. 9), práctica radiactiva (“[hay lecturas] que desubican todo lo que estaba demasiado en su lugar, ensimismado, protegido por cualquiera de las identidades -‘clásico’, ‘radical’, ‘comprometido’, ‘trágico’- que hacen que un texto esté más o menos donde espera encontrarlo”, p. 11), práctica anacrónica (“Si la lectura es hoy una gran práctica anacrónica es precisamente por la insolencia, la desfachatez, incluso la provocativa ingenuidad con que exhibe los blasones de una cultura del encadenamiento, la secuencia, el paso a paso, en un estado de cosas cuyas monedas de cambio, son la simultaneidad y el montaje”, p. 21); práctica extemporánea (de raigambre borgeana, “está signada por una asincronía fundamental: lector y libro se encuentran antes o después de tiempo, y el resto liberado por ese desajuste “pasa’ a la lectura”, p. 29) práctica oportuna (de raigambre cortazariana, la lectura “es sincrónica cuando el lector y el libro se identifican -se satisfacen- en un intercambio proporcionado”, p. 42), práctica architransitiva (“todo es legible, todo se presta a ser leído”, p. 29), práctica musical (“la lectura deja de ser un ejercicio de desciframiento, una cosa mentale, para pasar a ser un arte de la afinación, el sincronismo, el unísono: una danza”, p. 85), práctica formativa (“Leer enseña, forma, equipa; proporciona armas, ideas, recursos para estar en el mundo. Corolario: lectura y vida se complementan”, p. 87), práctica corporal (“En todo lector devoto anida un soldado del cuerpo pasivo, genio de un contorsionismo negativo cuyas figuras, dignas de un catálogo de tormentos sólo despuntan bajo la presión del olvido a que la lectura somete al cuerpo” p. 93).

Recibido: 10 de Abril de 2023; Aprobado: 25 de Agosto de 2023

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