Introducción
Los textos de Héctor Álvarez Murena, durante mucho tiempo olvidados por la crítica y la filosofía1, han comenzado a ser nuevamente revisitados en los últimos años2. No se ha tratado, vale la pena aclarar, solo de una indiferencia póstuma, sino contemporánea a los libros y artículos publicados por Murena luego de distanciarse de los futuros integrantes de la revista Contorno, desde fines de los años cuarenta en adelante (cfr. Djament, L. 2007, 26 ). Los diversos ensayos dedicados al pensamiento de Murena, sin embargo, han tendido o bien a reconstruir su contexto histórico e intelectual, mostrando las razones de su profunda singularidad y “anacronismo”3 dentro de la cultura nacional de la época, o bien a señalar la afinidad con otros escritores (en general con Martínez Estrada y Borges), a la vez que dar cuenta de la lectura sesgada -o, de modo más directo aún, de la lectura malintencionada- que han hecho algunos intelectuales de su obra4, o bien, en el mejor de los casos, a explicar el pensamiento contenido en sus textos, particularmente en el célebre ensayo El pecado original de América.
En este escrito quisiéramos volver a este ensayo de Murena -y en esto, por cierto, no pretendemos ser originales- con el objetivo de retomar dos nociones interrelacionadas: la “doble caída” y la “transobjetividad”. Creemos que ambos conceptos poseen una profundidad filosófica extremadamente rica que aún no ha sido explotada en todo su potencial5. Además, este breve ensayo de Murena hace posible pensar el fin hegeliano de la historia desde una perspectiva diversa a la esbozada por Alexandre Kojève en el famoso seminario que dictara en París en los años treinta (cfr. Auffret, D. 1990). Intentaremos mostrar, entonces, que, así como Europa vive, según Kojève, en la post-historia, América vive, según Murena, en lo que podríamos llamar la “trans-historia” o la “extra-historia”6. Lejos de tratarse de un mero cambio de prefijo, la trans-historia supone una “diferencia esencial” (son palabras del propio Murena)7 respecto a la posthistoria, diferencia que se expresa en la relación del hombre con el mundo y consecuentemente en la relación del sujeto con el objeto.
La estructura de este artículo se divide en tres partes. En la primera, explicaremos rápidamente la concepción del fin de la historia propuesta por Kojève en su lectura de la filosofía hegeliana, a fin de contrastarla, en un momento ulterior, con la de Murena. En la segunda, explicaremos la teoría propuesta por Murena para pensar la situación de América, concibiéndola como una tierra fuera de la historia. En ambos casos se trata de un abandono de la historia, pero mientras que en Europa se trata de una consumación del proceso histórico y por ende de su conclusión, en América se trata de una exterioridad o un destierro en el que se desdibuja la posibilidad de apropiación del pasado. Europa ha salido de la historia por haberla agotado; América, por haberla suspendido. Se trata de dos afueras de la historia diversos: por consumación, en el caso de Europa; por interrupción y expulsión, en el caso de América. En la tercera parte, mostraremos que esta condición exterior de la “irreal realidad” americana, de algún modo fuera del mundo, se identifica con la noción de imagen, y en particular con la noción de fantasma. El hombre americano, en este sentido, no es una conciencia fenomenológica opuesta al mundo, sino un fantasma, es decir una imagen infundada. Por último, concluiremos que esta condición fantasmática o transobjetiva del ser americano preanuncia -cuando no requiere- una ontología acorde a su situación extra o trans-mundana. Si el Ser, al menos en el marco hegeliano de referencia en el que se mueve Murena, es esencialmente histórico, y si América se encuentra fuera o más allá (se trata de términos empleados por Murena) de la historia, entonces la “realidad” americana, “por haber saltado más allá del mundo concreto” (Murena, H. 1954, 217), se encuentra fuera o más allá del Ser y requiere por lo tanto ser complementada por una extra-ontología. Se dirá que el ser americano (exceptuado el caso de los Estados Unidos)8 es en verdad, para utilizar una expresión de Alexius Meinong, un extra-ser, una subsistencia allende al Ser. Este extra-ser, como dijimos, es propio de las imágenes, diversas tanto de las cosas como de las ideas, tanto de lo natural como de lo espiritual.
1. Alexandre Kojève y la posthistoria9
En la nota de 1946 que Kojève añade a la segunda edición de la Introduction à la lecture de Hegel, explica que el fin de la historia supone necesariamente el fin de la oposición entre el sujeto y el objeto, es decir el fin de la negatividad y por tanto del hombre. No se trata, por supuesto, de una catástrofe cósmica o biológica, sino de una reconciliación del espíritu con la naturaleza, es decir del hombre con el animal.
La desaparición del Hombre en el fin de la Historia no es entonces una catástrofe cósmica: el Mundo natural sigue siendo lo que ha sido desde toda la eternidad. Y no es tampoco una catástrofe biológica: el Hombre permanece con vida en tanto animal que está de acuerdo con la Naturaleza o el Ser dado. Lo que desaparece, es el Hombre propiamente dicho, es decir la Acción negadora de lo dado y el Error, o en general el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el fin del Tiempo humano o de la Historia, es decir el aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho o del individuo libre e histórico, significa simplemente el cese de la Acción en el sentido fuerte del término (Kojève, A. 1979, 434-435 ).
Que el fin de la historia implique el fin del hombre significa que el sujeto se reconcilia con el objeto, es decir que el hombre ya no se opone a la naturaleza. Esta reconciliación natural, esta vida que ya no niega al ser natural es lo que Kojève llama vida posthistórica. Retorno a la animalidad y fin de la acción negadora, es decir del deseo, forman parte del mismo proceso conclusivo. El hombre deviene, en el fin de la historia, un “animal de la especie Homo sapiens” (ibíd., 436). Si lo propio del hombre histórico es la negatividad, es decir la oposición del sujeto y el objeto, y si el fin de la historia implica el fin de la negatividad, entonces el fin de la historia es por necesidad el fin del hombre y su consecuente devenir animal. Por eso la lectura que Kojève realiza del sistema hegeliano es circular: “la síntesis final es también la tesis inicial. Él [Hegel] constata así que ha recorrido o descrito un círculo, y que, si quiere continuar, él no puede más que girar sobre sí mismo” (ibíd., 469; el subrayado es de Kojève).
El punto que nos interesa retener concierne sobre todo a la concepción sintética o conjuntiva de la posthistoria en la perspectiva de Kojève. El fin de la historia significa la supresión dialéctica en una síntesis definitiva. Dicho de otro modo: la historia termina en una identidad absoluta de naturaleza y espíritu. Así como la historia comienza con la escisión de lo animal y lo humano, es decir con la aparición de la negatividad en el seno del ser natural, asimismo termina con un retorno a esa identidad primigenia. La diferencia es que ahora, en la consumación del proyecto histórico, la conciencia ha aprehendido conceptualmente la esencia de lo Real. Esta aprehensión especulativa del sentido lógico de la realidad designa la naturaleza del absolute Wissen.
2. Héctor A. Murena y la trans-historia
También para Murena la historia comienza con la negación del ser natural o del animal. El “hombre prehistórico” designa, en la perspectiva esbozada en El pecado original de América, la figura previa a la distinción humano-animal, es decir la instancia en la que aún no existe la oposición sujeto-objeto.
Para el hombre prehistórico el mundo constituía un absorbente total; exigía sus fuerzas en una medida que le tornaba imposible siquiera percibirlo; el mundo no existía en la conciencia del hombre prehistórico porque gravitaba hasta tal punto sobre la totalidad de su ser que le impedía tener conciencia (Murena, H. 1954, 201 ).
Se notará que la descripción que realiza Murena del hombre prehistórico se acerca a la concepción del animal propuesta por Kojève en la línea de Hegel. El animal se define por un sentimiento de sí y no por una conciencia de sí. Explica Kojève (1979, 12): “El [hombre] es consciente de sí, consciente de su realidad y de su dignidad humanas, y es en esto que difiere esencialmente del animal, el cual no supera el nivel del simple Sentimiento de sí”. El sentimiento de sí del animal -o, en el caso de Murena, del hombre prehistórico- supone una absorción total en la inmediatez. La prehistoria designa este momento de fusión con la naturaleza. A ella le sucede la historia propiamente dicha, que Murena identifica con la objetivación del mundo, es decir con la conversión del mundo en objeto para la conciencia.
En un momento de la prehistoria, en el instante previo al primer proceso de humanización experimentado por el hombre, cuando éste tuvo conciencia de sí, cuando percibió de pronto el abismo que mediaba entre él y el animal, entre él y el vegetal, y sintió la terrible soledad en que se hallaba arrojado sobre la tierra, vio entonces por primera vez la tierra, la vio con horror, se apartó de ella, la consideró algo extraño: la objetivó (Murena, H. 1954, 200 ).
La conciencia histórica, a cuya descripción conceptual y especulativa se aboca Hegel en la Phänomenologie des Geistes, es precisamente conciencia del abismo entre el hombre y el animal, entre el yo y el mundo o, también, entre el sujeto y el objeto. Al estadio prehistórico, en el cual no había conciencia y por ende distinción entre hombre y mundo, le sucede el estadio histórico en el que lo real se escinde en los polos del sujeto (espíritu) y del objeto (naturaleza). La historia, en la perspectiva de Murena, es fundamentalmente representación, es decir presentación del mundo a la conciencia. ¿Qué es la cultura y cuál es su función histórica? La cultura es la forma espiritual encargada de sellar el hiato entre el sujeto y el objeto, de subsanar el abismo abierto por la negatividad humana. La cultura, dice Murena, “es la estructura que viene a llenar el vacío, la distancia, que implica la objetivación, y es asimismo […] la tentativa de neutralizar a Dios, que se hace presente en ese vacío, en ese hiato, con toda su violencia ‘natural’, y al cual los diversos cultos buscan dulcificar, humanizar” (ibíd.). No deja de ser curioso que esta tentativa de neutralizar a Dios, en la historia occidental, encuentre su figura paradigmática en Cristo10. El espíritu objetivo, para Murena, “se ha concretado en una moral cuyo momento ideal de culminación se encuentra simbolizado por la figura de Cristo” (ibíd., 216)11. ¿Por qué? Porque Cristo es precisamente el mediador entre el Creador y la creación, entre Dios y los hombres. En Cristo, Dios se convierte en un ente intra-mundano, y, de la misma manera, el hombre se convierte en un ente supra-mundano.
Pues Cristo fue esencialmente el intermediario entre Dios y los hombres, el que quedó como asegurador del restablecimiento de la antigua alianza quebrada por el pecado original, y quien, al soldar de nuevo esa alianza entre Dios y los hombres, dio también forma de doctrina a la alianza entre todos los seres humanos. Y en América esta alianza interhumana ha sido abandonada (ibíd., 222).
Pero ¿por qué Murena asegura -y gran parte del peso de todo el ensayo radica en la convicción que sostiene esa aseveración- que en América la alianza restablecida por Cristo ha sido abandonada? La respuesta: porque el descubrimiento de América fue una doble caída, un segundo pecado original: “[…] nacer o vivir en América significa estar grabado por un segundo pecado original” (ibíd., 164); o también, al inicio del ensayo: “En un tiempo habitábamos en una tierra fecundada por el espíritu, que se llama Europa, y de pronto fuimos expulsados de ella, caímos en otra tierra, en una tierra en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en llamar América” (ibíd., 163). Se recordará que para Hegel la Idea cae en la naturaleza, pero solo para ascender en el espíritu12. La historia termina cuando el espíritu descubre que el ascenso contiene en sí mismo la verdad de la caída y que, al extremo, descenso y ascenso, o caída y redención, son dos movimientos de la misma realidad que es la Idea. Esto significa que el fin de la historia, para Kojève, no es sino la reconciliación del espíritu y la naturaleza, es decir el fin de la negatividad dialéctica. En el caso de América, en cambio, la historia no termina por haberse consumado; la historia termina, de algún modo, con una expulsión y un destierro. Dicho de otro modo: en Europa la historia termina con el ascenso del espíritu a su verdad última; en América, con una doble caída. ¿Pero qué significa, en el marco hegeliano de referencia en el que se mueve Murena, que la Idea caiga dos veces? La primera caída representa lo animal, la naturaleza; el ascenso, es decir el espíritu, representa el hombre. Pero si esto es así, si la caída representa lo animal y el ascenso lo humano, ¿qué figura corresponde a esta doble caída que, por necesidad, resulta irreductible a las dos manifestaciones -naturaleza y espíritu- de la Idea? Es claro que en el caso de Europa la figura posthistórica no es sino la identidad postrera, la Aufhebung, del animal y el hombre, identidad que Kojève, como vimos, cifra en la expresión “animal de la especie Homo sapiens”. Esta figura posthistórica es a la vez humana y animal. El fin de la historia, en su sentido europeo, posee una naturaleza eminentemente conjuntiva: humano Y animal, espíritu Y naturaleza, amo Y esclavo. El absolute Wissen designa, así, la identidad conciliadora y definitiva de toda contradicción, la Idea reconducida a su unidad originaria. En el caso de América, por el contrario, la figura ya no es, sensu stricto, post-histórica, sino trans-histórica o extra-histórica.
Esto significa que, a diferencia del animal de la especie Homo sapiens que sintetiza lo animal y lo humano, el ser americano no es ni natural ni espiritual, ni animal ni humano13. No es animal porque, habiendo caído dos veces, su estatuto es de algún modo sub-natural; y es este descenso al límite de la vida lo que lo aleja también -e incluso con mayor vehemencia- de la humanidad. En efecto, para ser humano debería haberse elevado por encima de la naturaleza, debería haber conquistado el éter supra-animal de la conciencia. Fue lo que hizo el europeo. Nosotros, americanos, en cambio, hemos caído de nuevo, abandonando lo animal y distanciándonos doblemente de lo humano: “De la cima alcanzada por pueblos que se cuentan entre los más luminosos del mundo, hemos sido abatidos al magma primordial en el que el destino humano tiembla al ser puesto otra vez en cuestión” (íbid., 164). América, entonces, simboliza la caída, la doble caída: de la cima de la Idea a la animalidad (primera caída); de la cima del espíritu europeo a la vacuidad espiritual (segunda caída)14. Llegamos así al punto más interesante del ensayo de Murena: la condición transobjetiva de América, es decir la especificidad de esta vida americana que no es animal, como la del hombre prehistórico, pero tampoco humana, como la del hombre histórico, que ya no es natural ni tampoco espiritual. Se trata del tercer momento, transobjetivo, de la concepción mureniana de la historia. En efecto, el hombre pre-objetivo representa el primer momento (la prehistoria); el hombre objetivo, el segundo momento (la historia); el hombre transobjetivo, por último, el tercer momento (la trans o extra-historia). Interesa destacar, como ya sugerimos en la introducción, que la transobjetividad concierne específicamente a América. En este sentido, como dijimos, la post-historia europea difiere en puntos esenciales de la trans-historia americana. Antes de profundizar esta diferencia, sin embargo, expliquemos qué entiende Murena por transobjetividad. Nos permitimos citar un pasaje in extenso:
Y bien: para el americano […] cobró el mundo una pesantez inusitadamente mayor como carga de conciencia, pero al mismo tiempo, en cuanto a la vida total, quedó más apartado, más degradado, más objetivado: transobjetivado. Con el término transobjetivado buscamos indicar que quedó trascendido como objeto, que se convirtió en un objeto que ya no está al frente de nuestra conciencia sino atrás de ésta; un objeto que en modo alguno ha desaparecido de nuestra conciencia, pero que ya no se yergue frente a ésta pleno del interés con que se alza para el occidental, sino que ha quedado atrás, como un objeto de segunda importancia, como un objeto respecto al cual nos hemos “desengañado” (íbid., 202).
Juzgamos este pasaje, y la noción general de transobjetividad, de una potencia filosófica enorme15. El mundo, para el americano, no ha desaparecido por completo de la conciencia; simplemente se ha desplazado hacia atrás. De posicionarse delante de la conciencia, de ser el objeto, el en-sí, que se manifestaba -enfrentándose- al sujeto, al para-sí, y que en esa manifestación y/o enfrentamiento fundaba el ideal científico del espíritu occidental, ha pasado a ocupar el trasfondo de la conciencia. El mundo, para el hombre americano, ha perdido interés, solo es un objeto de segunda (cfr. Ighina, D. 2000, 241 ). Creemos que esta prescindencia de la noción de mundo como horizonte de sentido constituye uno de los puntos más novedosos de los análisis de Murena, incluso más novedoso y adelantado que muchas de las filosofías europeas, sobre todo de raíz fenomenológica (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty, etc.), que aún hoy siguen recurriendo, en última o primera instancia, a la noción de mundo para explicar (cuando no para fundar) la existencia humana16. De algún modo, el hombre americano ha saltado más allá del mundo y del espíritu: “No se desea una restitución del mundo, como lo quiere el espíritu objetivo, sino que se da un ‘salto’ sobre el mundo, se va ‘más allá’ de éste” (Murena, H. 1954, 205). Pero ¿en qué consiste este “más allá” del mundo? En principio, consiste en una pérdida de realidad o actualidad, en una disminución de su efectividad, disminución que aún se anuncia de manera embrionaria, por esbozos. El mundo se vuelve “más abstracto, más desrealizado, más privado de la materialidad que es su esencia, […] pierde importancia como obstáculo, la libertad del hombre aumenta” (ibíd., 202). De ahí la “extraña sensación de irreal realidad” (ibíd., 213) que embarga al americano.
Este “más allá” del mundo y de la historia, inherente a la experiencia -aunque ya el término, en virtud de su filiación hegeliana, resulta inapropiado- americana, para Murena no es sino Dios, en su desnuda pureza. No ya el Dios dulcificado por los innumerables nombres que, a lo largo de la historia, lo han mundanizado, sino el Dios ultra-mundano, el Dios salvaje cuyo rostro es incognoscible por el hombre. Es como si para Murena el crepúsculo de los dioses significase, antes que nada, no una desaparición de lo divino, sino una restitución de la divinidad a su lugar ultra-mundano: “De ahí que la conciencia transobjetiva […] sea la conciencia del hombre apuntando de nuevo hacia Dios” (ibíd., 229). Es aquí donde se revela el punto más insuficiente y criticable del ensayo de Murena. Por eso creemos que se trata de retomar la noción de transobjetividad pero de pensarla desligada de todo fundamento teológico. Murena da un paso enorme al liberar la conciencia transobjetiva de su referencia al mundo, pero el segundo paso, cuando identifica el “más allá” del mundo con la trascendencia de lo sagrado17, pareciera ser un paso en falso. Por el contrario, consideramos preciso retener el extraordinario concepto de transobjetividad, tanto en su relación con el mundo (con el más allá del mundo) cuanto en su relación con América, pero pensando ese “más allá” mundano como una contingencia radical que se identifica -ya veremos por qué- con el afuera en el que proliferan las imágenes.
3. América y la irrealidad de las imágenes
A un autor como Murena no se le hace justicia explicando meramente sus conceptos. Su escritura exige algo más, un cierto riesgo, un ir “más allá” del texto. Como si sus escritos solicitasen ser tratados, no ya como objetos, sino como transobjetos. La lectura que esos textos proponen requiere una transobjetivación de lo leído. Llega un punto en que debe dejarse el texto atrás (de la conciencia)18. Por eso quisiéramos proponer, en esta última parte, la siguiente tesis (se trata en verdad de una analogía), alejándonos ya de Murena: así como el momento prehistórico corresponde al animal, es decir al sentimiento de sí propio del ser natural (sensibilidad), y así como el momento histórico corresponde al hombre, es decir a la conciencia de sí propia del ser espiritual (intelecto o entendimiento), asimismo el momento trans-histórico corresponde a la imagen de sí propia del ser fantasmático o imaginario (imaginación)19. Y aquí es cuando se vuelve evidente la diferencia entre Europa y América en lo que concierne al fin de la historia. La posthistoria europea, tal como Kojève la entiende, equivale a la función conjuntiva de la imaginación. Por tal motivo, el animal de la especie Homo sapiens que termina la historia es a la vez humano y animal. La posthistoria es la reconciliación o la síntesis (la conjunción) de la naturaleza y el espíritu, la fusión del sujeto y el objeto, del hombre y el mundo. La transhistoria americana, en cambio, tal como Murena la entiende, equivale a la función disyuntiva de la imaginación. Por tal motivo, el americano post-humano, es decir post-espiritual, no es ni humano ni animal, ni espiritual ni natural. En este sentido, más que ser la cifra de la síntesis del sujeto y el objeto o del hombre y el mundo, lo es de su distanciamiento definitivo. Por eso Murena sostiene que algo se interpone entre el americano y su mundo, impidiéndole tanto fundirse con él como objetivarlo: “Ya no es posible la ingenua sumersión en el mundo y luego la igualmente ingenua objetivación de éste. Algo se interpone ahora, algo frena al americano, algo que está en su alma y que lo obliga a contemplar de otro modo su paisaje” (ibíd., 199). ¿Qué frena al americano? ¿Qué se interpone entre su alma y el mundo? Una imagen. Y ni siquiera. No es que una imagen se interponga entre el hombre transobjetivo y el mundo; es que el hombre mismo se ha transformado en una imagen. Murena insinúa varias veces la condición imaginaria o fantasmática del ser americano, aunque sin llegar a conceptualizarlo; lo insinúa, por ejemplo, cuando habla del “mundo” americano como “un sueño de caprichos más irreales que los de las más deliberadas fantasías” (ibíd., 214), o cuando menciona “un desvanecimiento de la materia mundana que abre paso a una zona situada más allá de éste [es decir del mundo]” (ibíd., 215), o, por último, cuando sostiene que la literatura transobjetiva nos entrega “un humo, un fantástico resplandor, que es justamente la transobjetividad manando por sobre los para ella imposibles cánones de la objetividad” (ibíd., 214). ¿Qué es este humo o este fantástico resplandor en el que se ha convertido el mundo americano sino la zona neutra (esto es: ni natural ni espiritual, ni corpórea ni incorpórea) en la que proliferan las imágenes?20 América es el nombre que designa, para Murena, el no-ya-mundo de las imágenes. Pero lo designa sin designarlo, puesto que, como hemos dicho, rápidamente conjura la imagen, por su naturaleza inesencial e infundada, apelando a una divinidad ultra-mundana. La condición fantasmática de América, así, queda sepultada bajo el yugo del fundamento divino. Pero lo importante es que Murena, desde su anacronismo inclasificable, ha visto la desrealización o irrealización del mundo americano, ha visto la disminución de su espesor efectivo y actual (lo que Murena llama la “real realidad”), ha visto, en suma, lo único que puede ser visto: las imágenes. Pero es preciso explicar con mayor detalle qué entendemos por imagen y, en especial, por fantasma. Sólo a partir de esta aclaración se puede volver inteligible en qué sentido podemos identificar a la “irreal realidad” americana con la “irreal realidad” de los fantasmas.
3.1 Fantasmas americanos
En principio, hay que decir que tomamos la noción de fantasma de la lectura que Gilles Deleuze realiza de Platón en el asombroso ensayo “Platon et le simulacre”, añadido como un apéndice a Logique du sens. Según Deleuze, la verdadera distinción del platonismo no radica en la dicotomía modelo-copia o Idea-imagen, sino entre dos tipos de imágenes: las copias-íconos, dotadas de semejanza y fundadas en las Formas o esencias; los simulacros-fantasmas, repeticiones infundadas de una desemejanza o disparidad21. A diferencia de las copias-íconos, cuya semejanza se funda en la Idea, los simulacros-fantasmas no remiten a ningún modelo de lo Mismo, por eso no representan ninguna semejanza, sino más bien un desequilibrio interno. Por tal motivo Deleuze advierte de no confundir al fantasma con un ícono. El fantasma no es una imagen degradada, una copia de una copia, sino más bien una singularidad infundada, una disimilitud o disparidad irreductible. Los fantasmas y las copias difieren por naturaleza.
Si decimos del simulacro que es una copia de una copia, ícono infinitamente degradado, una semejanza infinitamente disminuida, dejamos de lado lo esencial: la diferencia de naturaleza entre simulacro y copia, el aspecto por el cual ellos forman las dos mitades de una división. La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza (Deleuze, G. 1969, 297 ).
En el concepto de simulacro-fantasma, insinuado ya en Platón aunque solo para conjurarlo, Deleuze encuentra la posibilidad de pensar una diferencia en sí, una singularidad que permite desarticular y pervertir todo el armazón del pensamiento representativo, tanto el modelo como la copia, tanto el original como la reproducción. Y es precisamente este modelo el que ha caracterizado al espíritu objetivo, es decir a la historia europea, esencialmente representativa.
Ahora bien, se comprenderá que América, implicando para Murena el fin de la paternidad europea, es decir la muerte del Padre, del Arquetipo, produce una forma humana que ya no puede pensarse en la tradición teológica de la imago Dei o eikōn Theou, es decir como ícono, como mera copia del modelo paterno. El hombre, para la historia occidental, es un ícono, es decir una imagen que se funda en una relación de semejanza con el Padre. Esta imagen es propia del espíritu objetivo, es decir del hombre europeo. En el caso de América, en cambio, se trata de un parricidio22. En su ensayo sobre Edgar Allan Poe, Murena sostiene: “[…] siendo América una desterrada de la historia, lo que la obra de Poe simboliza es, hablando en los términos más exactos, una voluntad de parricidio espiritual, de parricidio histórico, de aniquilación de la paterna Europa” (Murena, H. 1954, 24). De ser íconos, es decir imágenes dependientes del Padre, los americanos hemos pasado a ser fantasmas, imágenes sin modelo, huérfanos ontológicos23.
También en Europa, se objetará, ha muerto Dios. Sin embargo, el Dios europeo ha muerto de vejez, y su muerte ha significado, más bien, en la línea hegeliana retomada por Kojève, una fusión de la copia y el modelo, una identidad del ícono y el Arquetipo. Por eso el fin de la historia europea es eminentemente cristiano, en el sentido de que Cristo representa el nexo que liga al Creador con la creatura. La identidad última del espíritu y la naturaleza o del sujeto y el objeto encuentra en Cristo su figura paradigmática. Por el contrario, Murena reserva el término “acristianismo” (ibíd., 222) para designar la condición moral del americano: “no se trata aquí - aclara rápidamente Murena - de ateísmo ni de anticristianismo ni tampoco de oposición a cualquier otro culto en particular: se trata de un sobrepasamiento de las formas de todos los cultos, las cuales no dicen ya nada al espíritu transobjetivo” (ibíd., 224). El acristianismo de Murena hace referencia a la condición fantasmática del hombre americano. No ya ícono, como el hombre histórico, pero tampoco idéntico al modelo, como el hombre posthistórico, el americano es un fantasma que ha sobrepasado la lógica del modelo y de la copia, del ícono y el arquetipo24. Por eso la transhistoria americana difiere radicalmente de la posthistoria europea. Mientras que esta supone un retorno cíclico al punto de partida (en Kojève, un retorno a la animalidad), aquella supone más bien una suspensión del ciclo y una indiferencia a cualquier origen. La situación americana, explica Mattoni, “no es un retorno al origen, a la nada de la que todo conjunto humano habría partido. […] De esta nada no saldrá una nueva totalidad, puesto que es una nada resultante de la pérdida de la totalidad que es su pasado” (2003, 162).
Conclusión
La consecuencia más extrema de las tesis de Murena contenidas en El pecado original de América es la siguiente: si el Ser, para la filosofía hegeliana, es esencialmente histórico, y si América se encuentra “fuera del magnético círculo de lo histórico” (1954, 163), entonces América se encuentra fuera del Ser o más allá del Ser. Estas expresiones remiten, por supuesto, a Alexius Meinong25. No es para nada casual, además, que Meinong utilizara el término heimatlos (sin patria), el mismo que utilizará Heidegger para referirse a la condición del hombre en la época del nihilismo26, para calificar a ciertos Objetos que no pertenecían a ningún dominio de la metafísica tradicional (cfr. Meinong, A. 1907, 89). Se trataba de una ciencia, aún incipiente, cuyos Objetos estaban más allá del ser y del no-ser [jenseits von Sein und Nichtsein]. Su dominio específico, explicaba Meinong, se encontraba más bien fuera del Ser [Außerseiend]. Para distinguirlos de los Objetos tradicionales, Meinong los llamó Objetos puros. Un Objeto puro [reiner Gegenstand] designaba cualquier objeto intencional considerado fuera del ser, independientemente de su estatuto óntico. Meinong los describió como heimatlose, sin patria o sin hogar, puesto que no encontraban lugar en ninguna categoría aceptada por la metafísica. Esta orfandad o indigencia, frecuente también en el ensayo de Murena a la hora de describir la condición del ser americano, concierne para nosotros de manera específica a las imágenes fantasmáticas27. La desrealización del mundo que ocasionó la segunda caída en el continente americano no es sino la conversión de lo real en lo imaginario o el descendimiento del espíritu al fantasma. Se trata de un proceso de irrealización28. Jean-Paul Sartre ha sido sensible al carácter irreal de las imágenes29. De allí la dificultad de hablar, con rigor, de un “mundo de las imágenes”, así como de un “mundo del sueño”. Siendo por definición indeterminadas, las imágenes no constituyen un mundo30. Como el animal para Heidegger, la imagen se caracteriza por una pobreza esencial y, por eso mismo, por una imposibilidad de ser-en-el-mundo. Los fantasmas, como los simulacros de los sueños, no constituyen entonces un mundo, sino un anti-mundo.
La conciencia está, pues, constantemente rodeada por un cortejo de objetos-fantasmas. Aunque todos estos objetos tengan a primera vista un objeto sensible, no son los mismos que los de la percepción. […] En cuanto fijamos nuestras miradas en uno de ellos, nos encontramos frente a seres extraños que escapan a las leyes del mundo. Se dan siempre como totalidades indivisibles, como absolutos. Ambiguos, pobres y secos al mismo tiempo, aparecen y desaparecen de manera discontinua, se dan como un perpetuo ‘en-otro-lugar’, como una evasión perpetua. Pero la evasión a la que invitan no es sólo la que nos haría escapar a nuestra condición actual, a nuestras preocupaciones, a nuestros pesares; nos ofrecen escapar a todo constreñimiento del mundo, parecen presentarse como una negación de la condición de ser-en-el-mundo, como un anti-mundo (Sartre J.-P. 1964, 177 ).
¿Qué otra cosa son los hombres americanos sino un espectral cortejo de objetos-fantasmas, de seres extraños que escapan a las leyes del “mundo real” (con perdón, quizás, del pleonasmo)? A diferencia del hombre prehistórico, que pertenece al mundo natural, y a diferencia también del hombre histórico, que pertenece al mundo espiritual, las imágenes no pertenecen a ningún mundo o, más bien, pertenecen a un anti-mundo31. De tal manera que el ser-en-el-mundo que caracteriza la existencia del Dasein o, según la traducción humanista de Sartre, de la “realidad humana” (cfr. Sartre J.-P. 1970, 21 ), no se aplica al “mundo” (al no-ya-mundo o al menos-que-mundo: al sub-mundo, en suma) de las imágenes32. Pero si las imágenes no pertenecen al mundo, no puede decirse, con total propiedad, que existen. Diremos más bien que las imágenes subsisten en un sub-mundo imaginario y fantasmático. La caída de América, la caída en América, es un descenso a este submundo de las imágenes: “Nunca el espíritu afrontó un descendimiento tal, una desculturización semejante” (Murena, H. 1954, 177 ). Este es el gran pecado, el segundo pecado original: el descenso del espíritu a la imagen, de la conciencia a la imaginación: “nuestro estar en América, por ser privación espiritual, descendimiento, se ha alzado ante nosotros con un cariz predominantemente pecaminoso” (ibíd., 178). Cuando el mundo queda atrás de la conciencia, cuando los objetos pierden actualidad, cuando la realidad se vuelve transobjetiva, solo subsisten las imágenes. No ser ni hombres ni animales, ni seres naturales ni espirituales, ni cuerpos ni almas; no ser reales, subsistir más allá del ser, in-existir, insistir: he aquí, acaso, el extra-ser americano.