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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.38 no.2 Mendoza dic. 2021  Epub 19-Abr-2022

 

Reseñas

Friz, Cristóbal. El exceso de la democracia. Viña del Mar: Cenaltes Ediciones, 2021, 128 p.

Matías Vera1 

1 Becario del Consejo Interuniversitario Nacional (CIN). Instituto de Filosofía Argentina y Americana, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo. Mendoza, Argentina.matiashernan21612@gmail.com

Friz, Cristóbal. El exceso de la democracia. Viña del Mar: Cenaltes Ediciones, 2021. 128p.

El libro de Cristóbal Friz intenta una crítica de la democracia, en cuanto concepto y en cuanto práctica, y reflexiona sobre las concepciones de la misma que se han dado en Chile desde las vísperas del golpe de Estado de 1973 hasta el año 2021. Para ello recurre a una adjetivación polémica, la democracia sería un “exceso”, de ahí el título del libro: El exceso de la democracia. Pero ya en la introducción nos adelanta que este exceso que refiere en el título del libro puede entenderse en dos sentidos distintos y contrapuestos, pues el concepto de democracia no es un concepto meramente descriptivo, que pueda reducirse a la mera exposición transparente y desinteresada de un determinado estado de cosas, sino que, en cuanto concepto normativo, resulta un criterio de legitimación o de impugnación de ese estado de cosas e implica un campo de disputas en torno a su significación. La obra responde de manera manifiesta a la coyuntura política chilena, signada por la irrupción del llamado “estallido social” iniciado en octubre de 2019, como también a las causas estructurales de dicho suceso y al conjunto de elaboraciones que se han construido a su alrededor.

La obra advierte que la democracia es un concepto que se encuentra constantemente en disputa, y, no solo pone en evidencia la imposibilidad de su concepción teórico-descriptiva, sino que se introduce en esa disputa por su significación en el marco del proceso que se gesta luego de 2019 en Chile. Es en este sentido que se propone la crítica de la democracia, como una lectura necesaria para comprender y abordar en la práctica dicho proceso, en el cual se ha puesto en entredicho el ordenamiento democrático heredado de la dictadura de Augusto Pinochet, para la construcción de un ordenamiento nuevo con la utopía de una profundización democrática como horizonte.

Presenta las teorías liberales y elitistas, que postulan una democracia meramente procedimental o institucionalista, cuyo funcionamiento se encuentra exclusivamente a cargo de grupos de dirigentes que alternan en el ejercicio del poder, para las cuales la participación del pueblo ejerciendo su soberanía popular más allá del sufragio, representa una amenaza para la gobernabilidad, una desmesura que debe ser controlada, tutelada; así, la democracia, entendida como la soberanía popular, como una forma de sociedad más allá del funcionamiento procedimental del sufragio, es un exceso y una peligrosa utopía. Por otro lado, y en contraposición a estas teorías, desarrolla, a partir de la lectura de lo utópico como idea regulativa y conductora de lo real en autores como Norbert Lechner y Franz Hinkelammert, el concepto del pueblo como el exceso, el imposible que hace posible la democracia, y de la democracia como el exceso, el imposible que hace posible la política, con lo que no pretende la tutela de la democracia, sino la profundización de la misma.

Friz se remonta al golpe de Estado de 1973 en la medida que entiende, en consonancia con los autores chilenos Carlos Ruiz Schneider, Renato Cristi, Marcos García de la Huerta y Jorge Vergara, que la cuestión de la democracia tomaría relevancia a partir de dicho período, a causa de su pérdida y de las posteriores demandas y discusiones sobre las formas de su recuperación. Con ello toma relevancia también un concepto fundamental para entender las teorías liberales y elitistas de la democracia: el consenso. Nuestro autor encuentra que los autores señalados interpretan la teoría liberal y elitista de la democracia como una respuesta contra la teoría clásica de la democracia de Jean-Jacques Rousseau y John Stuart Mill, quienes prestaban un lugar destacado a la soberanía popular y a la participación como legitimación del régimen democrático. Las teorías elitarias, en cambio, postulan la adjudicación del rol directivo del sistema político a pequeños grupos dirigentes.

Entre las teorías elitarias destaca la teoría económica de la democracia, que postula la división entre las élites -caracterizadas por la inteligencia y el liderazgo- y las masas -caracterizadas por la irracionalidad y la voluntad desbocada-, y la extrapolación de las categorías del mercado a la política. En esta línea destaca a Friedrich Von Hayek, quien fuera la influencia de uno de los principales artífices de la institucionalización pinochetista, Jaime Guzmán. En su lectura de Cristi encuentra que Hayek hace una distinción entre el liberalismo y la democracia: la democracia, en cuanto procedimiento, adquiere un valor relativo solo en la medida en que se subordine al liberalismo, garante de la libertad como valor absoluto. El modelo consociativo o neocontractualista, por otro lado, plantea que, en situaciones de crisis política profunda, es el consenso de las élites lo que garantiza el funcionamiento del régimen democrático, y basándose en el realismo que impugna las promesas utópicas e inspira las teorías elitarias, sostiene que para que tales acuerdos sean estables y duraderos deben referirse a las reglas generales del sistema político, excluyendo de dicha búsqueda de consensos los contenidos sustantivos del plano económico y el plano social.

En oposición a las teorías elitarias, que esgrimen un supuesto realismo neutro y carente de ideología como sustento de su posición conservadora, los autores que nos presenta Friz como respaldo de sus tesis afirman a la utopía como condición necesaria, constitutiva de la realidad y la necesidad de su transformación. García de la Huerta se refiere a la utopía como lo que rebasa al mundo y por ello puede abrirlo y desvelar sus potencialidades más allá del presente. Del mismo modo, sostiene que la democracia pertenece al tipo de realidades que, si bien no pueden ser constatables en la experiencia, no son pura ficción, sino que son referentes imaginarios que orientan la acción y procuran significar el mundo. Por ello plantea la necesidad de reconocer que hay múltiples perspectivas en pugna, para conjurar las pretensiones monopólicas de estas teorías que se pretenden neutrales y realistas, esto implica reconocer también el inerradicable carácter conflictivo de la política, y con ello, de sus ideas. Estos autores se oponen a los teóricos elitarios también en su valoración política de la participación ciudadana. Nuestro autor destaca que Cristi, quien encuentra en los autores clásicos una valoración intrínseca de la participación popular basada en una ontología social comunitaria, aporta, por un lado, una consideración de la democracia más allá de su reducción a mero procedimiento, para validar también sus dimensiones económica, social y cultural como una forma de sociedad, y por otro, el reconocimiento de un valor sustantivo en ella, como un conjunto de fines ético-políticos que se expresan en instituciones y prácticas que dan sentido a las reglas y los métodos.

La obra indaga si el golpe de 1973 constituyó una ruptura o una continuidad histórica. Renato Cristi y Carlos Ruiz encuentran una continuidad con la tradición conservadora, entendida como un acervo cultural propenso a las dictaduras y contrario a la democracia, sostienen que Jaime Guzmán sintetizó las dos vertientes del ideario conservador: nacionalismo y corporativismo. En tal sentido, plantean que el conservadurismo chileno había sido particularmente hostil al liberalismo solo debido a que el liberalismo chileno había sido por el capital de ideas democráticas. García de la Huerta, diferenciándose de Cristi y Ruiz, sostiene que esta idea tiende restar importancia a la política sobredimensionando el lugar de las ideas y los intelectuales, y concluye que sería más conveniente pensarlo al revés, no situar dicho ideario como el origen del golpe, sino realizar una genealogía que invierta el argumento, que sugiera que la dictadura provocó un efecto de iluminación sobre ese pasado, dándole un sentido unitario a autores de tesis diversas.

Luego de abordar estas lecturas de la tradición conservadora chilena, que pretende legitimar justamente en su condición tradicional su hegemonía cultural y política, e intenta imponer en este sentido su versión de la historia chilena, la obra realiza algunas consideraciones de tipo historiográficas. Encuentra que la historia nace de la necesidad de explicar el presenta a partir del pasado, con lo que no se trata del pasado como lo que ya pasó sin más, sino como lo que también permanece en la memoria y posee también efectos importantes sobre nuestras representaciones del futuro. Cita a Hayden White, quien afirma que la tradición es una construcción selectiva de la memoria, que la historia es una narración en la que lo factual es indiscernible de lo ficcional, pero no por ello inválida como proveedora de conocimientos. En este sentido, Friz interpreta que la historiografía conservadora chilena ha construido un relato de la historia de Chile como país independiente e institucionalmente estable; independencia y estabilidad que tendrían como autor a Diego Portales, a quien el conservadurismo admira, por un lado, por su presunta actitud realista ante la democracia, y por el otro, por su acentuada vocación comercial. Según Cristi y Ruiz, esta síntesis liberal-conservadora es la que se reiterará luego con Guzmán. Nuestro autor afirma que este imaginario conservador no solo pretende sancionar lo que ha sido Chile, sino fundamentalmente lo que puede llegar a ser: un pueblo que carece de la virtud necesaria para regirse por un orden republicano y democrático, con lo que solo puede aspirar a un poder central fuerte combinado con una economía de mercado.

La obra advierte sobre la tesis de los intelectuales del conservadurismo chileno que afirma que el quiebre democrático fue una respuesta inevitable a la pérdida de los consensos básicos de convivencia social provocada por la polarización ideológica acaecida a fines de los ‘60 y a comienzo de los ‘70. Muestra también que es a partir de dicho diagnóstico que se propuso e instaló el modelo democrático consociativo como el que permitiría, de modo realista, reconstruir esos consensos para la convivencia democrática. En respuesta, el autor presenta la relación entre política, democracia, historia y memoria como un campo de disputas en el que siempre es posible construir otro relato histórico que, en pugna con otros, plantee la posibilidad de un ordenamiento político y democrático distinto.

Friz postula tres dimensiones de la democracia, en respuesta a la concepción elitaria, que concibe a la democracia en su sentido o dimensión estrictamente político-procedimental. No obstante, toma distancia de cualquier posición más o menos esencialista, pues justamente busca poner de manifiesto que la definición de la democracia es un campo de disputas y parte fundamental de la lucha política.

La primera dimensión que destaca el filósofo chileno, la dimensión normativo-imaginaria, se opone a la perspectiva “realista”, entre otros, del filósofo italiano Norberto Bobbio. Este, desde una presunta objetividad ajustada exclusivamente a los hechos, prescindente de ideologías, juicios de valor y consideraciones normativas, sostiene que el ser humano persigue el propio interés tanto en el mercado como en las relaciones políticas, con lo que el voto es una mercancía que se ofrece al mejor postor. A partir de esta premisa, advierte un problema en el rendimiento del sistema democrático cuando se da un desequilibrio entre las demandas de la sociedad y la imposibilidad del gobierno de satisfacerla, encuentra en el aumento de la participación popular un peligro para la gobernabilidad: “Nada más peligroso para la democracia que el exceso de la democracia” (Friz, 2021, p. 14). Nuestro autor recure a Jacques Rancière para mostrar que estas posiciones cuadran en lo que este señala como los mecanismos en que toma cuerpo el odio a la democracia. El desdoblamiento de la democracia en dos figuras escindidas, una como técnica de gobierno y otra como forma social; la democracia liberal elitaria aboga por la primera de estas figuras, calificando y reprobando a la segunda como utópica. La obra aborda la cuestión de la utopía recurriendo a Hinkelammert, a Lechner y a Cristi, quienes ponen en evidencia la imposibilidad de reducir la democracia a criterios puramente realistas y postulan la imposibilidad de la utopía como condición de posibilidad del abordaje de lo real y de la profundización de la democracia en la imposibilidad de su realización. Lo utópico de la democracia se aborda en esta dimensión normativo-imaginaria, la cual implica, como horizonte último en la disputa por el sentido de la política, a las otras dos dimensiones que desarrolla luego.

La segunda es la dimensión social-económica, en que se vuelve a retomar planteos de Lechner y Hinkelammert. Lechner advierte que para que sea efectivo el reconocimiento mutuo entre los sujetos en la democracia son necesarias ciertas condiciones materiales, que la utopía de la auto-construcción implica la decisión de la sociedad sobre las necesidades y la reproducción de la vida y plantea la necesidad de explicitar las determinaciones políticas sobre la reproducción material. Hinkelammert sostiene que el criterio de lo posible, un realismo de lo posible, es la reproducción de la vida humana de todas y todos, y que la profundización de la democracia solo será posible si se prioriza la reproducción de la vida de las mayorías sin explotados ni excluidos. La obra encuentra en éste el postulado de la reproducción material de las mayorías como una condición de posibilidad de la democracia.

Por último, la dimensión social-cultural. La filósofa feminista Julieta Kirkwood plantea la necesidad de repensar los supuestos asumidos de forma acrítica incluso entre intelectuales progresistas, como el supuesto de la ordenación del mundo en función de la separación de lo público y lo privado como si fuese una separación natural, en la que se asignan distintas funciones a distintos sujetos: los varones discuten y deciden sobre los asuntos del mundo público, mientras las mujeres lo hacen en el ámbito de lo privado-doméstico. Friz encuentra también aquí los mecanismos del odio a la democracia pensados por Ranciére, la división en compartimentos estancos entre competentes e incompetentes para decidir sobre lo común, entre quienes poseen idoneidad para decidir y quienes deben obedecer.

La obra propone esta ampliación del concepto en diversas dimensiones en la medida que puede funcionar como un antídoto contra el odio a la democracia y la reducción que proponen las teorías liberales y conservadoras.

El filósofo chileno nos brinda una lectura que busca explicitar el carácter político del estallido social que tuvo lugar en Chile en octubre de 2019. La consigna “Chile despertó” expresa para Friz la toma de conciencia por parte del pueblo chileno de la imposibilidad de volver a la rutina en la que se encontraba Chile, en la cual la posibilidad de un futuro distinto se encontraba clausurada por la imposición de un presente signado por la desigualdad. En cuanto considera que el registro del estallido en el plano de lo social intenta quitarle contenido político, lo cual responde al hartazgo de la sociedad con la política -traducida por el ciudadano común, justamente como la negociación entre miembros de la élite que defienden intereses corporativos y financieros-, nos propone el abordaje de la vinculación entre lo social y lo político. Advierte sobre dos posiciones contrapuestas sobre dicha relación que considera erróneas. Por un lado, la posición que establece una separación radical entre lo político y lo social, donde lo político se circunscribe a las relaciones de poder organizadas exclusivamente en torno al aparato estatal, excluyendo a la sociedad civil en su conjunto de su ejercicio. Por otro lado, la posición que afirma la ubicuidad de la política, comúnmente expresada en la frase “todo es político”, con la cual se trata de significar que lo social es, automáticamente y sin mediación, político. Friz sostiene que estas posiciones impiden la elaboración correcta de la crisis, siendo esta última política además de social.

La obra propone la elaboración del estallido como respuesta, fundamentalmente, a las profundas desigualdades socioeconómicas que sufre la sociedad chilena, las cuales son presentadas como un hecho natural e inmodificable. Sostiene que la transición democrática vino a continuar con el modelo económico de la dictadura y a ratificar las desigualdades socioeconómicas, como si las mismas no tuvieran relación alguna con el ejercicio del poder soberano por parte del pueblo implicado en la democracia.

El filósofo chileno se remite al pensamiento de Hanna Arendt para responder a la posición que postula la ubicuidad de la política. Para la filósofa alemana no hay nada intrínsecamente político en el ser humano, pensar la política en estos términos implica cierto esencialismo, se concibe al ser humano como un modelo ejemplar en el que la política ocupa también un lugar determinado ya por naturaleza, cuando lo que funda la política es el hecho de la pluralidad, el hecho de que existan diversos hombres y mujeres en un espacio que implica necesariamente el conflicto. Para Arendt el conflicto, no solo constituiría un modo legítimo de la convivencia humana, sino también un modo superior de la misma, en el cual la confrontación entre las diversas miradas hace surgir lo que concebimos como mundo. La política implica la mediación de un ámbito en el que una pluralidad de sujetos, sabiendo sus diferencias, cuestiona la articulación del mundo y propone nuevas formas de y para el mismo.

Friz sostiene que esta consideración nos permite concebir la revuelta sucedida en Chile como un acontecimiento político, en cuanto dichas demandas proponen una nueva construcción del país, del “mundo chileno”, que no excluya a la pluralidad que constituye su sociedad. Revisa las obras de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes afirman que el conflicto no es solo el punto de partida de la democracia, sino también su condición misma, y que sin conflicto y división sería imposible una política democrática. Lechner caracteriza a la democracia como “una conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”, y entiende que, por esta imposibilidad del consenso absoluto es el disenso lo que constituye lo posible, y que es necesario asumir el conflicto en cuanto todo orden posible es siempre problemático, es siempre un ordenamiento de conflictos. Del mismo modo, nuestro autor concibe al conflicto como fundamento, tanto de la política como de la democracia, y es en este sentido que nos habla del carácter agonal de la política.

Un concepto fundamental en esta obra es el concepto de pueblo. Su autor nos invita a tener cautela ante toda noción del pueblo como uno e indiviso, pues la noción de pueblo implica siempre una relación con la pluralidad. Encuentra en Judith Buttler que lo común en las manifestaciones populares es que en todas ellas se da una congregación de cuerpos que irrumpen en el espacio público interrumpiendo el normal funcionamiento de las ciudades, formulando diversas demandas. La filósofa norteamericana destaca que es esa congregación la que constituye un pueblo; ese “nosotros, el pueblo” es la condición previa de toda demanda política, condición que no describe una pluralidad, sino que la produce al enunciarla. Friz destaca que ese nosotros es siempre un exceso respecto al orden establecido, pues la soberanía popular traducida en poder electoral nunca es completa, y así como puede escoger un gobierno, puede derribarlo.

El libro está atravesado por los aportes de Rancière al concepto de democracia; uno fundamental es el que la describe como “(…) ese punto en el que toda legitimidad se confronta con su ausencia de legitimidad última” (Friz, 2021, p. 116), y que concluye que, si la democracia se sostiene sobre la ausencia de todo sostén, lo que se implica y se denuncia bajo el nombre de democracia es la política misma. A partir de esta idea, el filósofo chileno postula que cuando sostenemos que el imposible mentado en el pueblo es el soporte de la soberanía popular y de todo régimen político, afirmamos que el criterio de legitimación de cualquier democracia posible es a su vez un exceso que ningún gobierno representativo puede contener del todo. Así, si suponemos que todo orden político se funda contingentemente, y no en una presunta superioridad de unos sobre otros, y a la vez reconocemos que, en cuanto gobierno del pueblo, la democracia es imposible, podemos ver que la democracia es el exceso imposible que hace posible la política. Concluye que la democracia es el exceso de toda política, en cuanto inevitablemente significa una amenaza de desborde para todo orden político posible, y por ello todo orden político procurará contenerla. Así, el pueblo es el imposible, el exceso que hace posible a la democracia, mientras la democracia es el imposible, el exceso que hace posible a la política.

Si bien el autor se muestra optimista respecto al proceso que se vive en Chile, con su convención constitucional y el arrasador triunfo del “sí’ en el plebiscito del 25 de octubre de 2020 por una nueva constitución, encuentra que aún no se han establecido mecanismos para que sea efectivo y tome forma el poder de “los cualquiera” en la convención, permitiendo la participación de representantes del pueblo chileno en toda su conflictiva pluralidad. Sintetiza la situación actual en el país con la palabra incertidumbre, una incertidumbre que ha suspendido la normalidad rutinaria de las últimas décadas, y confía en que el pueblo chileno se mantendrá alerta y en vigilia ante los intentos de los grupos elitistas de mantener bajo tutela la democracia que se ha manifestado como posibilidad, esto es, lo que en palabras de Pablo Oyarzún significa el pueblo: la promesa de lo común.

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