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Cuyo

versión On-line ISSN 1853-3175

Cuyo-anu. filos. argent. am. vol.40 no.2 Mendoza  2023  Epub 03-Jun-2023

 

Dossier

José Enrique Rodó contra el “vuelo de brujas”: para una crítica de la nordomanía latinoamericana contemporánea

José Enrique Rodó Against the “Witchesʼ Flight”: for a Critique of Contemporary Latin-American Northmania

Martín Fleitas González1 
http://orcid.org/0000-0001-9775-2281

1Docente investigador de la Universidad de la República, Uruguay. Contacto: elkanteano@gmail.com

Resumen

El artículo aborda la denuncia que José Enrique Rodó presenta en su Ariel (1900) acerca de la “nordomanía” latinoamericana. Luego de especificar por qué Rodó veía en esta actitud un problema, se reconstruyen algunas de sus premisas ligadas a la atención, con el propósito de evaluar en qué sentido aquella denuncia puede aún significar algo importante para la crítica de nuestro tiempo. Mostrando, en primer lugar, que la “nordomanía” esconde en su interior un ideal ligado a la soberanía de la atención (tanto personal como colectiva), y en segundo lugar, que varias dinámicas económicas y políticas de nuestro tiempo giran en torno al secuestro de la atención, se concluye que aquella denuncia de Rodó cala hondo en nuestro siglo XXI al ayudarnos a iluminar las dificultades que persisten en la tarea de reorientar nuestra mirada hacia nosotros mismos y construir, desde allí, otras formas de soberanía (políticas, académicas y económicas).

Palabras clave: José Enrique Rodó; nordomanía; atención; soberanía; Modernidad tardía

Abstract

The article addresses the denunciation that José Enrique Rodó presents in his Ariel (1900) about Latin American “northmania”. After specifying why Rodó saw in this attitude a problem, the article reconstructs some of its fundamental premises linked to attention, with the purpose of evaluating in what sense that denunciation can still mean something important for the criticism of our time. Showing, firstly, that Rodonian “northmania” seems to hide within it an ideal linked to the sovereignty of attention (both personal and collective), and secondly, that various economic and political dynamics of our time revolve around the kidnapping or abduction of attention. To concluded, in the end, that Rodóʼs denunciation continues to penetrate deep into our twenty-first century by helping us to illuminate the difficulties that persist in the task of reorient our gaze towards ourselves and build, from there, other forms of sovereignty (political, academic and economic).

Key Words: José Enrique Rodó; northmania; attention; sovereignty; late modernity

En el camino de todo género de superioridad, de las que mantienen sobre la conciencia de las sociedades humanas una enérgica y persistente sugestión, corre siempre una muchedumbre de engañados, en quienes el sonambulismo que aquella fuerza superior produce, no se detiene en sus pasivas formas de admiración y de creencia, sino que asume la forma activa de la emulación, del remedo, del anchʼio. José Enrique Rodó, Motivos de Proteo, aforismo LXXI

1. Introducción1

Aún no se sabe exactamente de qué tratan las denominadas “pinturas negras” de Francisco de Goya, y en virtud de ello es que se las interpreta de una infinidad de formas. Aquí me animo a tomar uno de aquellos óleos para dar comienzo apropiado a mi argumento: me refiero al del “vuelo de brujas”, de 1797-1798 (Ilustración 1). En la pintura se perciben tres figuras humanas flotantes en círculo, semidesnudas, portando corozas de la Inquisición en sus cabezas, que sostienen entre brazos a un hombre completamente entregado a ellas mientras le soplan (otros dicen que le devoran, o succionan la sangre). Debajo de este espectacular acontecimiento nocturno vemos dos agricultores: uno de ellos paralizado, atemorizado, y con su cuerpo completamente echado al suelo cubriendo sus oídos, y obligándose a no despegar de él su rostro; el otro intenta dejar atrás la escena, realiza con ambas manos el obsceno “signo de la higuera”, y cubierto con una manta blanca parece decidido a avanzar sigilosamente sin escatimar en el abandono de un rucio. Una cosa parece clara: ninguno de los dos desea mirar lo que está sucediendo sobre sus cabezas. Temen, al parecer, que con una sola ojeada puedan quedar involucrados en aquella especie de ritual, o hechizo seductor, de perdición; y si bien cabe entender aquí tanto la resistencia al oscurantismo religioso como la confirmación del racionalismo y el progreso, el abandono de la ignorancia, o el simple retrato del valor que los campesinos exhiben al enfrentarse diariamente a las numerosas y terroríficas criaturas que describen las leyendas rurales, me interesa aislar el temor a oír, a mirar, y a percibir (o el peligro que puede contraer la acción de atender sin más), en virtud de que descubro idéntica inquietud en la denuncia rodoniana de la nordomanía latinoamericana.

https://www.museodelprado.es/coleccion/obra-de-arte/vuelo-de-brujas/5e44d19d-7cda-472b-b6d8-8868c599d252

Ilustración 1 “Vuelo de brujas”. Colección Francisco de Goya. Museo Nacional del Prado, España 

Como es bien sabido, José Enrique Rodó veía con malos ojos aquella mirada que desde el sur dirigíamos cándidamente, y luego atornillábamos férreamente, hacia el hemisferio norte: aquella mirada que, hasta el día de hoy, asume que por aquel hemisferio se generan todas las innovaciones sociales, técnicas y culturales que aquí en el sur deberíamos imitar, emular, y adaptar. Entiendo, sin embargo, que esta denuncia de Rodó, una que aún debemos escuchar atentamente, esconde tanto luces como sombras: luces que iluminan la necesidad de redirigir nuestra mirada hacia Nuestra América, y declararnos ante nosotros mismos objetos dignos de interés y conocimiento;2 sombras, por su parte, ligadas al desconocimiento que el uruguayo parecía tener para con las expresiones culturales autóctonas de nuestro continente, al proponerse reapropiar las herencias grecolatinas y cristianas para hacerle frente al peor rostro del utilitarismo. En este trabajo, de hecho, intentaré analizar parte de estas luces y sombras presentes en la denuncia rodoniana de la nordomanía, con el propósito de poner de relieve la naturaleza dialéctica de su normatividad: por un lado, la denuncia de la nordomanía del Ariel nace dentro de un horizonte de sentido histórico concreto, ligado a las herencias grecolatinas y cristianas que Rodó nos convocaba a restaurar, mientras por otro, abriga a la distancia un ideal relacionado con la dirección de nuestra atención que hoy día me parece capital examinar detenidamente. Para ponerlo en pocas palabras: argumentaré que su denuncia de la nordomanía refiere, en última instancia, al ideal de hacernos soberanos de nuestra atención, en virtud de que parecía Rodó ser consciente de que sin esta capacidad de (re)orientar libremente nuestra mirada resulta luego imposible imaginar la realización de alguna clase de emancipación social, económica, y en especial, cultural.

Para llevar esta propuesta adelante comienzo (1) por recordar qué entendía José Enrique Rodó por nordomanía, para (2) rápidamente apuntar luego que, como todo hijo de su tiempo, el uruguayo también fue presa de esta denuncia al concentrar su latinoamericanismo en las herencias grecolatinas y cristianas de nuestro continente, y excluir con ello sus voces no europeas. Sin embargo, (3) la denuncia de la nordomanía padecida en América Latina pervive a los prejuicios de su tiempo, y abriga un exceso de validez referido a la necesidad de hacernos soberanos de nuestra atención individual y colectiva, conformando así un ideal que puede ser empleado para el análisis y la crítica del estado actual de nuestro continente. Para poner esto de relieve (4) describo parte del contexto del cambio de siglo (del XIX al XX) dentro del cual se forjó la denuncia rodoniana, y junto a ella el ideal de hacernos soberanos de nuestra atención, y (5) a la postre preciso en qué sentido este sigue constituyendo un problema de significativa envergadura para nosotros. Aquí reconstruyo tres rostros contemporáneos de la nordomanía latinoamericana: el primero referido a la colonialidad del poder que vertebra hoy la producción del saber de nuestras academias; el segundo atinente al “neobovarismo” ya incansablemente señalado en nuestro continente; y el tercero respecto de los “marcos de inteligibilidad” que permiten / imposibilitan el reconocimiento de los demás como interlocutores válidos para participar de la elaboración del saber. Abastezco, asimismo, la anterior reconstrucción (6) con el apunte de un corolario, con el fin de sugerir una vía de trabajo genealógico que pueda abocarse a la tarea de visibilizar algunos mecanismos por medio de los cuales las formas vigentes de la nordomanía se estructuran en base a procesos históricos de larga duración. Los (7) comentarios finales vuelven sobre la intuición original que da origen al presente trabajo, concerniente a la sospecha que hoy día parece vital practicar para con nuestros sentidos, y que se encuentra en el meollo del “vuelo de brujas” de Francisco de Goya.

2. Contexto de la preocupación de Rodó por la “nordomanía”

Comencemos por ubicar y explicar brevemente en qué consiste la denuncia que Rodó presenta acerca de nuestra nordomanía en su Ariel. En la célebre sección VI de esta obra, Rodó explica que hace ya un tiempo las américas latinas venían posando sus miradas sobre los consistentes y asombrosos pasos que la “encarnación del verbo utilitarista inglés”, es decir, Estados Unidos, venía dando en materia democrática. Estas miradas, sin embargo, no solo posaban, sino que también se abrían paso muy pronto, probablemente demasiado pronto, a la imitación. Curiosamente, en este momento de la obra Próspero, quien sin duda alguna habla allí en nombre de Rodó, echa mano del peculiar Walter Bagehot para dar cuenta del funcionamiento del pasaje desosegado, impaciente, y peligroso, que va de la admiración a la imitación: “La tendencia imitativa de nuestra naturaleza moral -decía Bagehot- tiene su asiento en aquella parte del alma en que reside la credibilidad” (Rodó, 1993, p. 34). De ahí que Rodó afirme sin ambages que “se imita a aquel en cuya superioridad o cuyo prestigio se cree” (Rodó, 1993, p. 34). Que en este asunto Rodó se apoye sobre las singulares ideas de Walter Bagehot no conforma algo meramente anecdótico. En particular, porque muchas de las intuiciones que el inglés ofrecía en su Physics and Politics de 1872 parecen teñir, de alguna forma, las reflexiones que el uruguayo luego le dedicó al asunto de la nordomanía, y en especial, al de la “imitación irreflexiva”. A esta última y significativa cuestión volveré en un momento. Por ahora lo importante es tener presente que el Ariel propone una revisión y reapropiación cultural, espiritual, y sobre todo, estética y moral, de las herencias grecolatinas y cristianas: Próspero le teme a aquella “visión de una América deslatinizada por voluntad propia” que sólo intenta emular y en cierto modo autoreconfigurar a la luz de aquel “arquetipo del norte”. Estas observaciones muestran, precisamente, que Rodó no veía entonces un imperialismo cultural, sino una desorientación espiritual en América Latina que se tenía que asumir y conjurar. De hecho, Próspero no asegura en ningún momento que nuestra nordomanía sea algo perverso per se, sino que era necesario “oponerle los límites que la razón y el sentimiento señalan de consuno”. Afirmaba entonces el pensador uruguayo:

Comprendo bien que se adquieran inspiraciones, luces, enseñanzas, en el ejemplo de los fuertes; y no desconozco que una inteligente atención fijada en lo exterior para reflejar de todas partes la imagen de lo beneficioso y de lo útil es singularmente fecunda cuando se trata de pueblos que aún forman y modelan su entidad nacional (…). Pero no veo la gloria, ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos -su genio personal-, para imponerles la identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad irremplazable de su espíritu; ni en la creencia ingenua de que se pueda obtener alguna vez por procedimientos artificiales e improvisados de imitación (Rodó, 1993, p. 34).

A continuación, sin embargo, Rodó endurecía su consideración de la nordomanía latinoamericana. En primer lugar, denuncia lo artificioso, cándido, e incluso dañino, que resultan aquellos injertos institucionales que intentan emular los genios creativos de otros pueblos sin considerar que nuestras sociedades latinas, al igual que todas las demás, conforman una entidad orgánica y viva que puede en todo momento repulsar, o cuando menos obstaculizar, las mejores y más loables intenciones de incrementar la prosperidad. Todo esto, asegura Rodó, “hace pensar en la ilusión de los principiantes candorosos que se imaginan haberse apoderado del genio del maestro cuando han copiado las formas de su estilo o sus procedimientos de composición”. Luego, Rodó acusa de “innoble” y de “snobismo político” a aquella “abdicación servil” que “hace consumirse tristemente las energías de los ánimos no ayudados por la naturaleza o la fortuna, en la imitación impotente de los caprichos y las volubilidades de los encumbrados de la sociedad” (Rodó, 1993, p. 35). Desde su perspectiva, América Latina enfrentaba por allá, en el cambio de siglo, un problema de “respeto propio”, y de falta de “personalidad”. Así las cosas…

3. Rodó también sufría de nordomanía

…y como ya lo supo apuntar Arturo Andrés Roig, la reivindicación de América que promovió Rodó fue, en no poca medida, muy bienvenida, aunque su ponderación de los valores que debían ser reapropiados pasasen por alto toda expresión autóctona de Nuestra América. Por decirlo de otra manera: el propio Rodó también sufría de nordomanía. Para resumir este punto cito a continuación a Arturo A. Roig:

José Enrique Rodó, sin discusión el máximo ideólogo de este intento restaurador, denunciará la doctrina de la “decadencia de la latinidad”, criticará al partido liberal que no tuvo más que olvido y condenación para un pasado del cual no era posible prescindir y señalará con temor la presencia del “aluvión inmigratorio” que había venido a nublar “la conciencia de la raza propia”. Antes la tarea había consistido en “borrar”, ahora se trataba de “escribir” en la conciencia de estos hombres transplantados y sin arraigo, los veneros de la tradición y de la “raza”, tarea para la cual era necesario preparar a los jóvenes de la burguesía dirigente en una doctrina de “idealismo”, que con diversa suerte se extendería por toda América Latina como una misión generacional redentora (Roig, 1981, pp. 51-52).

Roig tiene razón, sin lugar a dudas, en lo que se refiere al racismo presente en las reflexiones de Rodó. De hecho, y como ya lo he mencionado antes, la conexión que nuestro pensador parece trabar entre la raza y cierto esencialismo o realismo moral de los pueblos se enlaza directamente con el problema de la nordomanía, y en especial, con el de la “imitación unilateral” o “irreflexiva” (véase también el aforismo CLV de Motivos de Proteo). Para iluminar estas conexiones conviene, según mi parecer, apuntar que al inicio de la sección que Rodó dedica a la nordomanía se introducen algunas de las observaciones que Walter Bagehot había hecho públicas en su Physics and Politics de 1872, y que no solo vienen a cuento de lo abordado, sino que acuden al monólogo de Próspero para justificar la relación que mantienen la raza, la personalidad moral de los pueblos y la imitación, como oportunidad de aprendizaje u opresión.

Como es bien sabido, en el mencionado texto Bagehot intenta responder a la pregunta de cómo las civilizaciones lograron madurar sistemas de mayor libertad individual y diversidad ética luego de asegurar estabilidades sociales mediante la militarización, la educación y la socialización exitosa de actitudes intersubjetivas conformistas. Su planteo asumía como piedra natural una distinción entre el “hombre realizado” (accomplished man) y el “hombre rudo” (rude man), resultante de la “organización nerviosa” que cada uno de estos fue desarrollando de generación en generación (nótense las claves simbólicas de Próspero y Calibán). Desde su perspectiva, aquella distinción no era otra cosa que un logro moral obtenido trabajosamente gracias a una élite consumada (accomplished) en la tarea de imponerse a los “hombres rudos”. La civilización que exhibían las sociedades modernas se trataba, por tanto, de un ejercicio hereditario (hereditary drill) que tenía que dejar de lado, naturalmente, la posibilidad de que cualquier mestizaje o hibridación racial y cultural pudiese gozar de una personalidad moral legítima y acorde a la “naturaleza humana”. La mixtura de razas implicaba, según su opinión, una mixtura de moralidades, lo cual no permitía generar un conjunto de creencias heredadas ni un sistema de “sentimientos tradicionales fijos” (fixed traditional sentiments) capaces de cohesionar al conjunto social. En el fondo, las razas traen consigo las esencias heredadas que cada pueblo, tribu o sociedad ha ido forjando intergeneracionalmente y, en virtud de ello, sus morales no pueden sino estar ajustadas a esquemas ya forjados evolutivamente:

As I have said, I am not explaining the origin of races, but of nations, or, if you like, of tribes. I fully admit that no imitation of predominant manner, or prohibitions of detested manners, will of themselves account for the broadest contrasts of human nature. Such means would no more make a Negro out of a Brahmin, or a Red-man out of an Englishman, than washing would change the spots of a leopard or the colour of an Ethiopian. Some more potent causes must co-operate, or we should not have these enormous diversities. The minor causes I deal with made Greek to differ from Greek, but they did not make the Greek race. We cannot precisely mark the limit, but a limit there clearly is (Bagehot, 1873, p. 107).

Traigo este pasaje a colación en virtud de que el vínculo entre lo racial y lo moral deja delgados espacios para la imitación que puedan practicar los pueblos entre sí. Por una parte, Bahegot entiende que, en algún caso, los pueblos rudos podrían hacer bien en imitar, muy lentamente, por cierto, algún que otro componente moral originario de los pueblos civilizados, mientras resultaría sumamente difícil que sea de utilidad para un pueblo civilizado imitar algún elemento moral proveniente de un pueblo rudo. Esto parece, desde su perspectiva, bastante evidente. Por otra parte, el verdadero problema de la imitación moral entre pueblos emerge entre aquellos que son al mismo tiempo civilizados. A Bahegot le obsesiona tanto este asunto que se ve obligado a tener que determinar con la mayor precisión posible cuándo la imitación es correcta, razonable, y por tanto, saludable para la moralidad de un pueblo, y cuándo esta no es más que una moda superficial, en el mejor de los casos, o un peligro demoledor, en el peor de ellos. Todo su Physics and Politics termina por ser un llamamiento pretendidamente científico y evolucionista (puesto que sus tesis fueron rechazadas ya en su tiempo [Tylor, 1920, pp. 21-22] ) ligado al cuidado de la personalidad moral de los pueblos, en medio de una era que ya amenazaba con la globalización de las comunicaciones, del transporte, de las relaciones mercantiles y, por tanto, con el comienzo de la carrera militar y armamentística internacional. Era necesario determinar con la mayor precisión posible de dónde se venía, hacia dónde se iba, y qué se estaba llamado a ser, y a hacer, en tanto miembro de un cuerpo racial, político y étnico homogéneo. La construcción de los Estados / nación ya estaba en curso.

A la luz de estas notas resulta por demás curioso evaluar cómo Ariel se afilia fuertemente a las mismas coordenadas. He apuntado ya que Rodó no condenaba la imitación de logros morales obtenidos por otros pueblos, y por tanto, originarios de herencias raciales extrañas. Lo que condenaba, en realidad, era aquella imitación irreflexiva que descuidaba la “personalidad” moral de nuestros pueblos, los americanos, signados por la cristiandad y grecolatinidad3. Con todo, es forzoso también observar que el 1900, que Rodó vive, siente y piensa, no es exactamente igual a aquella segunda mitad del siglo XIX que se empecina en construir identidades nacionales para aquellos pueblos infantes que habían ganado sus independencias políticas recientemente. El 1900 se ubica más bien dentro del contexto de una “ciudad modernizada” que Ángel Rama (1984, cap. IV) había descrito muy bien en su póstumo ensayo acerca de La ciudad letrada: una ciudad henchida de intelectuales que había sabido recibir el golpe de la democratización de la enseñanza, del nacimiento del periodismo, y de la consecuente reticulización de la circulación de la información y del poder cultural, imponiéndose después de todo sobre la “ciudad real” al eliminar poco a poco aquellas formas orales del saber que le eran propias al folclore rural e iletrado.

4. El exceso de validez de la nordomanía

Sin embargo, y como sucede a menudo con los/as grandes pensadores/as que nunca dejan de ser, en parte, hijos/as de su tiempo, entiendo que la denuncia rodoniana de la nordomanía es capaz de trascender la historicidad concreta de su contexto de enunciación para decir algo acerca del nuestro. En especial, intuyo que en el fondo Rodó está poniendo sobre la mesa la pregunta de cómo podríamos emanciparnos mentalmente si antes no podemos reorientar nuestra atención hacia nosotros mismos. Dicho en otras palabras: ¿cómo podríamos imaginar y luego promover algún ideal de autonomía, soberanía, o libertad, si antes no somos capaces de redirigir nuestra mirada hacia nosotros mismos, persistiendo en su lugar en amarrar nuestros ojos al norte, o a cualquier otra parte, menos en el aquí y ahora? Nadie negaría que cualquier ideal de autonomía o autodeterminación individual o social depende en no poca medida de cómo un individuo o conjunto de individuos logra reorientar su mirada hacia sí mismo; y en este preciso sentido, creo que el ideal de empoderarnos de nuestra atención contiene un “exceso de validez” lo suficientemente rico como para abordar varios desafíos de nuestro tiempo. Explicaré rápidamente este asunto a continuación.

Si bien es verdad que los ideales sociales que tanto las personas como los colectivos suelen evocar para autocomprenderse, y en función de ellos justificar sus demandas, son, a fin de cuentas, generados y revisados dentro de horizontes de sentido espaciales, temporales, y por tanto, históricos, no es menos cierto que varios de ellos logran trascender sus facticidades para avizorar los rasgos generales de un mejor estado de cosas. Sería desatinado asegurar que por tratarse de construcciones históricas, los ideales normativos que orbitan nuestras vidas prácticas no son capaces de echar los andamios con los cuales nos lanzamos hacia el futuro. Los ideales de libertad, igualdad y fraternidad que enarboló la Revolución Francesa abrigan, por ejemplo, una suerte de “conciencia anticipadora” (Bloch, 2004, caps. 15, 17 y 18) que proyecta un futuro estado de cosas deseable y viable, en la medida en que se afirma sobre brotes normativos ocultos en el presente4. De esta manera puede que el ideal de la “honra” no sea ya un recurso normativo tan vinculante a la hora de justificar demandas de reparación de daños o injurias personales y colectivas, y sí lo sean, en cambio, las nociones de dignidad, respeto y, en suma, de igualdad; este último ideal forma parte de la trama moral de nuestras sociedades modernas, mientras el primero parece haber adelgazado sus capacidades justificatorias debido a motivos estrictamente históricos (disolución de órdenes estamentales basados en linajes sanguíneos) y no estrictamente lógicos o racionales. Siendo sensibles a estos ideales es posible no solo describir parte del componente moral que reproducimos a diario junto a los demás, sino que también podemos trascender nuestra facticidad para someterla a crítica, avizorando mundos futuros deseables que son, asimismo, dignos de ser perseguidos. La no satisfacción de estos cuidados metodológicos al criticar la ontología del presente incurre, me temo, en la instauración de una suerte de “psiquiatría social” o “política” en la que el/la intelectual juega a ser un médico o terapeuta que diagnostica aquello que a su parecer constituye una dinámica enferma, patológica o irracional.

Así las cosas, la denuncia de la nordomanía latinoamericana que tematiza Rodó es, ciertamente, hija de su tiempo, pero también abriga el exceso de validez suficiente como para pensar nuestra época, pues, como he dicho ya, creo que a fin de cuentas nuestro pensador llamaba la atención (si se me permite la ironía) acerca de la dirección de nuestra mirada. Su denuncia se inserta en el crepúsculo de un siglo diecinueve que no hacía mucho había descubierto la atención subjetiva como problema, y como objeto de interés filosófico, epistemológico, científico, y en especial, económico y político. En lo que sigue explicaré parte de este contexto para tematizar luego el tipo de exceso de validez que a mi juicio contiene aquella denuncia rodoniana.

5. Nordomanía y atención en los siglos XIX y XX

Hasta el siglo XIX la atención, es decir, nuestra capacidad epistémica y perceptiva para seleccionar un conjunto de estímulos diferenciándolos de otros y así focalizar nuestra mirada/mente, había sido completamente pasada por alto. La implementación del adiestramiento decimonónico de la atención fue producto de una inquietud social producida por la aceleración social que comenzaba a sentirse de manera tanto prometedora, como escalofriante. La innovación técnica que agilizó y dinamizó el transporte y la comunicación también trajo consigo la posibilidad de experimentar el mundo de una forma diferente. En especial, estas innovaciones no dejaban de imponer severos imperativos para todos los agentes que deseaban (o se veían obligados) a mantenerse incluidos en los procesos de modernización. Muy ilustrativos al respecto son aquellos pasajes del tercer volumen de El capital en donde Marx (2010, pp. 100-108) recopila informes sanitarios que denuncian la precariedad con la que desarrollaban sus actividades los obreros ingleses en las minas de carbón, talleres textiles, y empresas ferroviarias. En el siglo XIX era moneda corriente que los obreros llegaran un día por la mañana a sus puestos de trabajo y se encontrasen con un nuevo modelo de telar, o máquina a carbón o vapor, sin tener la menor idea de cómo dominarle, lo que les llevaba a perder, sin remedio, algún miembro de su cuerpo en sus nobeles y forzados intentos de no perder sus puestos de trabajo. De ahí la urgencia de producir al agente adecuado para lidiar con los constantes imperativos de la innovación técnica.

El surgimiento de la escuela, clínica, cárcel, Estado burocratizado, alfabetización industrial, mundo del espectáculo y mercado de consumo de masas convergieron en un interés muy peculiar: disciplinar la atención; un nuevo aprendizaje social que no solo respondía a los imperativos del poder y la dominación, sino también a la promesa de libertad que se entretejía entre la aceleración y la naciente producción en masa. De ahí el irrenunciable carácter histórico que abriga la atención como capacidad cognitiva y perceptual. Gran parte de la genealogía del sujeto de nuestro siglo XXI hunde sus raíces en las formas del disciplinamiento que, a lo largo del siglo XIX, le permitieron participar eficazmente de las vertiginosas dinámicas modernas. La capacidad de concentrar la experiencia subjetiva en un número reducido de estímulos va de la mano con el adiestramiento que nos vuelve capaces de desdeñar tantas otras excitaciones; y esta es la razón por la cual la tensión entre atención y distracción es irrenunciable, pues, no puede atenderse algo sin estar al mismo tiempo distraído de otra cosa.

De manera que la transformación temporal que trajo consigo la producción industrial por medio de la cinta transportadora fue mucho más profunda de lo que puede parecer a simple vista. Los cambios en la percepción decimonónica transforman los modos de vivenciar, controlar y sobrellevar el tiempo que la innovación técnica imponía constantemente. Se produce, por tanto, una experiencia ligada a tales innovaciones que habría dejado caer tras de sí otra experiencia que no estaba atada a la “presencia”, sino a la ausencia, a lo intemporal de la vida interna, del pensamiento, y de la vida religiosa. De ahí que la promesa social patente en la atención no deje de abrigar contrariedades.

Si bien esta capacidad comprende la tensión, fijación y el afianzamiento de la experiencia, existe en su interior cierto componente contemplativo y de absorción que niega tal experiencia. La hipnosis fue una de las primeras técnicas que supo explotar este continuo paradójico: mientras más concentrada está la atención del individuo, más proclive se hacía este a alcanzar un estado inconsciente. Y el asunto es que si la atención es el esfuerzo del sujeto por contraer y concentrar un cúmulo limitado y homogéneo de estímulos para diferenciarlo de otros que merecen indiferencia, es posible exacerbar el foco de atención al punto de excluir la totalidad de la experiencia (Crary, 2001, pp. 65-73, 230-247 y 358). De hecho, el auge que tuvo entonces la hipnosis encuentra una de sus causas en la pérdida del apriorismo del siglo ilustrado y, por tanto, en la pérdida de soluciones teóricas y prácticas para este curioso aspecto de la atención. El nacimiento de las instituciones que tienen por fin adiestrar tan difusa capacidad cognitiva y experiencial responde, en definitiva, a las múltiples y muchas veces contradictorias formas de dar solución al problema, una vez que las necesidades de sincronización social aumentan (Crary, 2001, p. 29 y ss.).

En este contexto, el disciplinamiento de los cuerpos fue crucial. El control de las posiciones y posturas que debía ocupar el agente para poder participar del movimiento de la producción constituyó una tarea institucional prioritaria. Asimismo, la complejización de las investigaciones médicas, psicológicas y fisiológicas que terminaban en la creación de cuadros diagnósticos, supieron acompañar este proceso con el intento de normalizar la idea de atención a través de sus manifestaciones esquizofrénicas no deseadas. Pero en ningún momento pudo la atención alcanzar una nitidez adecuada como para poder manipularle a gusto (Crary, 2001, p. 42). La borrosa idea de atención era el resultado de la borrosa empresa que las sociedades noroccidentales creían estar llevando adelante. Como si fuese una extensión de la promesa moderna de libertad, la atención no solo representó la unificación del sujeto, condición de posibilidad de cualquier otra tarea, sino también su más insalvable extravío, puesto que todo acto de atención abriga el germen de la disociación y destrucción del sujeto.

6. Tres rostros contemporáneos de la nordomanía latinoamericana

En este contexto es que surgen dos preguntas fundamentales: la primera de ellas gira en torno a si acaso es posible instruir a los individuos en el ejercicio autónomo de la atención personal, y la segunda, presuponiendo que hayamos contestado afirmativamente a la anterior, inquiere acerca de cómo es acaso esto posible. Me sería imposible contestar estas preguntas dentro del espacio aquí disponible; me urge, empero, señalar que el problema de nuestra nordomanía remite a un ideal de autodeterminación o autonomía ligado a nuestra atención personal. Volviendo sobre uno de los pasajes que he citado de Ariel, Rodó nos habla de la necesidad de tener “una inteligente atención fijada en lo exterior”, algo que entiendo bajo la clave de ser soberanos de nuestra atención. Y digo “soberanos” porque no es ni posible ni deseable controlar plenamente nuestra mirada, ideal que proponía David Foster Wallace (2008) en su Infinite Jest, de manera que no creo que pueda hablarse propiamente de una especie de autonomía de nuestra atención; creo, por otra parte, que es posible y deseable el desarrollo de cierta capacidad para reorientar nuestra mirada hacia aquellas cosas que realmente lo merecen.

Hace ya tiempo estamos sumergidos en una economía de la atención que es capaz de generar plusvalor con cada “click”, mensaje de texto o correo electrónico, tiempo de visionado, de uso de exploradores, de descarga de aplicaciones, de “Me gusta”, “Like” y “Dislike” que realizamos. Como lo ha dicho Jonathan Beller (2006) a principios de este siglo, hoy “mirar es trabajar”: aquel que logra capturar, secuestrar o incluso ultrajar nuestra atención, tiene gran parte de sus objetivos ya cumplidos. No importa tanto si se trata de conseguir votos con singles pegadizos, de recaudar fondos para una organización caritativa, de acumular reproducciones en un video para ayudar a los niños de Yemen, de juntar firmas en favor de que cambien alguna autoridad en algún club deportivo, o para que dejen alguna película de Hollywood limpia de las intervenciones de los productores, dejando así brillar la voz de los escritores y directores: a aquello que le concedemos la gracia de nuestra atención le concedemos también poder y valor, en especial económico. De manera que conviene determinar el ideal de la soberanía de nuestra atención de acuerdo a parámetros individuales, y luego a parámetros colectivos, en virtud de que ambas dimensiones abrigan naturalezas y desafíos bien diferentes.

Desde el punto de vista individual es evidente que la soberanía de nuestra atención constituye un componente primario de la autonomía personal, cualquiera fuese su concepción: sin importar si se trata de una versión negativa (Thomas Hobbes, John Locke), positiva (Jean-Jacques Rousseau), moral (Immanuel Kant), ética o de autorrealización (Aristóteles), de autenticidad (Charles Taylor, Alessandro Ferrara), comunicativa (Jürgen Habermas), o en términos de reconocimiento recíproco (Hegel, Honneth), parece imposible concebir alguna forma de orientar nuestra voluntad que no apele inicialmente a una noción cuando menos rudimentaria de apercepción, autoconciencia y atención hacia uno mismo. Y si bien es cierto que la noción de atención como tal aún permanece oscura para las ciencias que la estudian e intervienen (de ahí su peculiar indisponibilidad, según lo expresan Posner y Dehaene, 1994), no lo es menos, asimismo, que se hace obvia la necesidad de desarrollar la capacidad de reorientarla para luego procesar decisiones informadas5.

Desde el punto de vista colectivo y social cabría asegurar que no puede haber “a priori antropológico”, al decir de Arturo Andrés Roig, si antes un pueblo o grupo de individuos no redirige su mirada hacia sí mismo; del mismo modo en el que según Hegel (1995, pp. 95-96) lo hicieron los griegos por primera vez, declarándose en el acto como objetos dignos de interés, valiosos de ser investigados y conocidos. He ahí, a mi entender, el trasfondo de la nordomanía latinoamericana que acusaba Rodó, que en parte él también sufrió, y que remitía, como he dicho, en última instancia, a un ideal de soberanía de nuestra atención. Si no somos capaces de concederemos a nosotros mismos la gracia de nuestra atención, poco más puede esperarse luego que pérdida sistemática de soberanía cultural, económica, y política. Sabemos muy bien que ni siquiera dentro del mundo académico latinoamericano los/as intelectuales se otorgan entre sí la atención, colaboración y asistencia debidas para conformar una comunidad de investigación estable y productiva (Drews, 2020). La invisibilidad tanto “interna” como “externa” que padecen/promueven los/as intelectuales latinoamericanos/as ni es nueva, ni ha mermado demasiado, a pesar de exhibir algunos notables esfuerzos para revertirla (Pereda, 2000). Estas dificultades propias de la nordomanía colectiva de nuestro tiempo, sin embargo, pueden abrigar tres tipos diferentes de etiologías, y en virtud de ello las concibo como rostros latinoamericanos de la nordomanía contemporánea. Paso a explicarlas a continuación.

El primer rostro vigente de nuestra nordomanía refiere a las consabidas dinámicas de producción de saber signadas por una “colonización interna” que se vehiculiza a través de las academias locales, y son promovidas por una suerte de “geo-economía política del conocimiento” a cargo de las academias del hemisferio norte: entre becas, pasantías, convenios, publicaciones compiladas, estancias, apropiación de recursos humanos extranjeros y, en especial, de ideas foráneas, aquellas universidades traban una relación jerárquica del saber, y de la producción del saber, dentro de la cual los/as intelectuales del sur son orillados a reunirse en función de mirar el mismo punto angular superior de una pirámide, y no en función de intereses propios, movilizados por ideas y léxicos autóctonos6. Con notable “furor sucursalero”, al decir de Carlos Pereda, se crean redes de estudio de escuelas, corrientes y “modas” académicas dentro de las cuales nuestros/as intelectuales/as convergen en analizar minuciosamente la producción del saber generada y regenerada en el hemisferio norte, la mayor de las veces, incluso en lenguas que no son ni la española ni la portuguesa: de esta manera las universidades del hemisferio sur no pueden sino verse aguijoneadas para formar comentadores, artesanos de la glosa o médicos forenses que examinan sin descanso aquellos cuerpos del saber que cobran vida del otro lado del Ecuador (Rivera Cusicanqui, 2010). Volvamos en este punto a Rodó:

Tener conciencia clara del carácter de las facultades propias, cuando una avasalladora norma exterior impone modelos y procedimientos, por todos acatados, es punto de observación difícil; y orientarse según los datos de esa misma conciencia, cuando ellos pugnan con los caracteres que halagan a la afición común y a la fama, suele ser acto de resolución heroica. Pero de esta resolución nace la gloria de bronce que prevalece cuando se han fundido las glorias de cera; tanto más si lo que se ha levantado sobre la corriente no es sólo la natural propensión de las facultades propias, sino también más altos fueros e ideas. La virtud intelectual de más subidos quilates, es, sin duda, la que consiste en la sinceridad y estoicidad necesarias para salvar, en épocas de obscurecimiento de la razón y de extravío del gusto, la independencia de juicio y la entereza del temperamento personal, renunciando a transitorias predilecciones de la fama, con tal de llevar la aptitud por su rumbo cierto y seguro: el que dejará constituida la personalidad y en su punto la obra, aunque esto importe alejarse, al paso que se avanza, del lado donde resuenan los aplausos del circo (Rodó, 1993, p. 185, aforismo LXXVI).

El segundo rostro de la nordomanía latinoamericana podría también ser considerada como una peculiar “patología de lo social”, o cuando menos, “de lo cultural”. En materia política y constitucional, Miguel Antonio Caso (1922) decía ya en la década de 1920 que predominaba cierto “bovarismo nacional” en el pueblo mexicano al insistir en la formulación de regulaciones institucionales provenientes de otros lugares que no se ajustaban, para empezar, a la diversidad étnica y económica del país (pp. 77-78). Esta reflexión guio luego, precisamente, el diagnóstico que Leopoldo Zea elaboró tras recorrer gran parte del continente latinoamericano con el fin de sistematizar lo que a su entender son los diferentes e incompletos proyectos que fueron dándose en nuestras tierras. Desde su perspectiva, la persistente discontinuidad de proyectos políticos en América Latina responde a la generalización de una actitud “neobovarista” que se empeña una y otra vez en comenzar de nuevo a la luz de novedades nacidas en otros lares, sin considerar en absoluto los resultados obtenidos por las generaciones anteriores (Zea, 1978, introducción, pp. 15-43). Oportunamente, Zea recuerda entonces aquella sentencia de Simón Bolívar en la que asegura que en nuestro continente los procesos intergeneracionales de aprendizaje ligados a la cultura y política (en sus términos, ligados al “espíritu”) se asemejan a la absurda empresa de cosechar en el agua: “Hemos arado en el mar” (Zea, 1978, p. 20)7.

Tanto Caso como Zea observan una actitud bovarista en los políticos e intelectuales americanos cuando estos intentan pensar sus propias circunstancias a través de la mirilla de ideas foráneas, teniendo que esforzarse en realizar toda una tarea de adaptación que, si bien es siempre bienvenida en sí misma, persiste en no tomar en cuenta los éxitos y los fracasos de las empresas ya realizadas anteriormente. Recuérdese cómo la célebre protagonista de la obra de Gustav Flaubert persevera en imaginarse en un lugar, en unas circunstancias, y en un estado de satisfacción y plenitud personales nunca coincidentes con el lugar, las circunstancias y el estado anímico en los que efectivamente se encuentra: “Ella, empero, no se preocupaba de estas cosas [cotidianas]; al contrario, vivía como sumergida en el anticipado disfrute de su próxima aventura” (Flaubert, 1978, p. 165). Con todo, esto no es algo privativo de sus expectativas, proyectos, o planes imaginarios trazados dentro de deseados escenarios futuros, sino también del pasado, y de lo efectivamente ocurrido allí: en no pocos momentos la ya Madame Bovary desea, por ejemplo, volver a alcanzar los éxtasis religiosos experimentados durante su reclusión en el convento, a pesar de que entonces haya deseado intensamente abandonar el proyecto de entrar en la orden eclesiástica para convertirse en la segunda esposa del joven Doctor Bovary. De esta forma, los bovarismos (o neobovarismos) latinoamericanos parecen distorsionar las formas simbólicas actualmente disponibles para comprender la ontología del presente, esto es, los diferentes mecanismos de reconstrucción hermenéutica de cómo hemos llegado a ser lo que somos y a ser quienes somos, nublando sistemáticamente los medios que hoy día tenemos a mano para apropiar nuestro pasado y planear nuestro futuro.

Finalmente, el tercer rostro de la nordomanía colectiva de nuestra América hunde sus raíces en dinámicas simbólicas subterráneas mucho más difíciles de calibrar. Me refiero a la existencia de tramas, o para ser más preciso, de “contextos de inteligibilidad” y “marcos de reconocimiento” dentro de los cuales el otro y los otros, en tanto interlocutores, se hacen inteligibles (o no), y en razón de ello se tiene (o no) la posibilidad de identificarlos como portadores de autoridad para dejarles hablar y escucharles. El mismo Rodó aseguraba correctamente que se imita aquello por lo cual se profesa cierta admiración, y por esta razón es que la nordomanía siempre traba una asimetría entre el que atiende y aquel (o aquello) que es atendido. De manera que cabe aquí insistir en la pregunta de por qué se profesa tan alienada admiración por los logros obtenidos en otros lugares, curiosamente atribuidos en su mayoría a los pueblos del hemisferio norte. Aquí el tercer rostro de la nordomanía no elimina en absoluto lo mencionado en relación con la soberanía de la atención personal, y con los primeros dos rostros de la nordomanía, sino que bien podría estar a la base de todos ellos y contribuir a coagular un único proceso a lo largo y ancho de nuestro continente. Y es que los contextos de inteligibilidad estructuran aquello que Hans-Georg Gadamer (1975, cap. 8) denominaba “mundo de la vida”, y por tanto posibilitan / imposibilitan que los individuos nos reconozcamos como interlocutores dignos de ser escuchados, leídos, he incluso llorados.

Como ya bien lo apuntó Judith Butler en varias ocasiones, los marcos de reconocimiento permiten y ocultan la percepción de la nuda vida al filtrar el diferencial social de la vulnerabilidad humana. En virtud de ello, ella distingue la ontología precaria del ser humano de aquella otra política que distribuye las vulnerabilidades en base al control de los marcos de reconocimiento (Butler, 2010, p. 15)8. El dominio de los mencionados “marcos” debe interpretarse como un arco de tensiones constituido por los múltiples intentos de monopolizar aquellos recursos semánticos que permiten la inteligibilidad de la precariedad, del sufrimiento y del reconocimiento. De ahí el interés de Butler por desnudar aquellas fuerzas: nervios de control semiótico que no solo invisibilizan los múltiples “rostros” de la precariedad humana, sino que también impiden su articulación e inteligibilidad, y en consecuencia, sus publicidades y oportunidades de ser escuchados y sentidos9. La importancia de traer a colación este asunto es que en base a los mencionados “marcos” algunos cuerpos son percibidos como dignos de ser llorados, mientras otros no; por algunos cuerpos se siente empatía y se movilizan las calles, se saturan las columnas de opinión en los periódicos, radios, televisión e internet, mientras que por otros ni siquiera nos encogemos de hombros. Para ilustrar parte de esta dinámica menciono un caso ilustrativo: el 26 de marzo de 2016 la sección internacional de The New York Times divulgó un videoinforme realizado por Dan Ruetenik y Margaret Cheatham (2016) acerca de los ataques cometidos por el autoproclamado “Estado islámico” en Ankara, Costa de Marfil, Irak, Siria, Nigeria y otros países, simultáneos a los de Bruselas y París. Sin preámbulo, el videoinforme interpeló a un Occidente que no contento con teñir Google de rojo, azul y blanco, protagonizó un sinfín de solidarios activismos signados por una congoja y empatía selectivas. Artículos en prensa y variadas columnas de opinión que reflexionaban sobre el golpe cultural, político e ideático que significaban los atentados de París y Bruselas no realizaban referencia alguna al sufrimiento de miles de personas de países subdesarrollados, desnudando así el hecho de que nuestras atenciones fueron dirigidas, por no decir ya, secuestradas; y que en ese momento, hubo para nosotros cuerpos que, al decir de Judith Butler, merecían ser llorados y cuerpos que no.

7. Corolario para una genealogía de la nordomanía contemporánea

Explicar cómo se conforman aquellos marcos de inteligibilidad, y determinar en qué sentido estos influyen en nuestras vigentes formas de nordomanía, no son tareas sencillas. Sin embargo, a efectos de sugerir una vía para sus abordajes, finalizaré el tratamiento de los rostros contemporáneos de la nordomanía latinoamericana con el recuerdo del célebre caso de la “cerveza mágica” de José Celestino Mutis (así apoda el suceso Santiago Castro-Gómez), y la mención de algunas de sus implicaciones10.

Empujado por intereses económicos, se persiguió e investigó la corteza de la quina de la región de Loja en la Audiencia de Quito desde el siglo XVI en adelante. Se sabía que una infusión indígena elaborada con esta corteza era significativamente eficiente para tratar un amplio espectro de fiebres (o “calenturas”). Los misioneros jesuitas fueron convidados con esta infusión por los indígenas, y una vez detectada su tremenda eficacia restablecedora no demoraron en socializarla por toda Lima, llegando incluso a ser utilizada por la virreina del Perú, y pasando así a conocerse los preparativos de aquella infusión como los “polvos de la condesa”. Esto desató, naturalmente, una preocupación por parte de Inglaterra y Francia en relación con el monopolio de la quina, con lo cual sobrevino una discusión científica que se propuso determinar las propiedades reales del vegetal. Esto era sumamente importante para determinar luego la utilidad de sus diferentes tipos, las medidas apropiadas para el tratamiento de las fiebres y el volumen de inversión que requería su explotación. En este contexto geopolítico, Mutis y Sebastián López Ruiz entablan una discusión en Nueva Granada, persiguiendo disímiles propósitos (el primero deseaba obtener financiación para realizar una expedición botánica, mientras el segundo afirmaba haber descubierto una nueva variedad de la mencionada corteza), acerca de la autenticidad y utilidad de las variedades de la quina, teniendo siempre a sus espaldas el interés monárquico por su monopolización. Allí es cuando cabe entonces detectar los complejos marcos de inteligibilidad que posibilitan / imposibilitan la participación en la elaboración del saber científico. Resulta que Mutis había sido el médico personal del virrey Messía de la Cerda, graduado en el Real Colegio de Cádiz, también catedrático de matemáticas del Colegio Mayor del Rosario, y discípulo del conocido cirujano Pedro Virgili, mientras López Ruiz no era más que un pobre mulato desconocido que, astutamente, pensaba el español, había robado el saber de otros para certificar su descubrimiento, para con ello obtener el permiso madrileño y levantar una quinta con su variedad de quina. Mutis, de hecho, desacredita públicamente el hallazgo de López Ruiz en base a su “mala raza”, bajo la convicción de que alguien con su sangre no podía en modo alguno poseer el saber científico apropiado de la flora para dar a luz tamaño hallazgo. Tenía que tratarse de un fraude. El español, asimismo, no solo veía ofendido su status ilustrado en este asunto, sino también su interés personal de instaurar, asistido por contactos estrechos y privilegiados que alcanzaban incluso al virrey Caballero y Góngora, un estanco de quinta personalmente asesorado, dentro de la cual se plantaría, cosecharía, almacenaría y empacaría la quina, para tener como único comprador al Estado español.

Como abogado versado en las doctrinas escolásticas que se enseñaban en las universidades de San Francisco Javier y de San Marcos, López Ruiz argumentó que solo a él le correspondía el privilegio de ser apoyado económicamente para realizar una expedición botánica que pudiera investigar y determinar mejor el modo de explotar la quina de la región de Loja. Mutis, por su parte, replicó que él había descubierto años atrás la nueva variedad de la quina en cuestión, pero que por estar sumergido en un “profundo letargo filosófico”, y estar abocado a sus tareas de naturalista y docente, nunca pudo ocuparse de tramitar la debida certificación. Aquí es donde podemos observar que la nordomanía no constituye algo privativo de América Latina, pues Mutis decía consolarse al menos con saber que su trabajo había sido confirmado y reconocido por el “príncipe de la Botánica”, Carl Linneo, y sus demás colegas suecos (Peter Jonas Bergius, Fredrik Logié y Clas Alströmer). Sabía el naturalista español que sus argumentos llegaban demasiado tarde al mundo administrativo de la Nueva Granada, de manera que tuvo que recluir su reputación y última oportunidad en el ágora científica. De allí en más, Mutis defenderá ante el tribunal de la razón, teniendo de su lado las correspondencias de las autoridades escandinavas, pero carente de evidencia alguna, su descubrimiento del Bálsamo de la vida, o Panacea universal, que no era otra cosa que una peculiar mescolanza de elementos propios de una cerveza obtenida a base de fermentar la quina. La Ilustración, discriminación racial, colonización y colonialidad del saber, geopolítica, economía y cultura, se entrelazan aquí de un solo trazo para coagular en el problema sobre el cual deseo llamar la atención. Santiago Castro-Gómez lo resume muy bien:

El mensaje de Mutis es claro: se es “alguien” en la historia de la ciencia cuando se obtiene públicamente el reconocimiento de la comunidad científica europea y en especial de alguien tan famoso como “el caballero Linneo”. Se es “nadie”, en cambio, cuando se posee la “mancha de la tierra” -como en el caso de López Ruiz-, o cuando los conocimientos obtenidos no son “legítimos”, es decir, cuando no han sido aprendidos en las aulas universitarias o permanecen desconocidos para los europeos. Mutis y Caldas son científicos de la periferia, que gracias a la posición social que allí ocupan, pueden deslegitimar los conocimientos locales en nombre de un saber pretendidamente universal producido en Europa. Linneo, por su parte, es un científico del centro que gracias a la administración que hace Europa del sistema-mundo moderno/colonial, puede establecer y controlar redes internacionales que le dan a su producción particular una aureola de universalidad. Mantiene correspondencia con científicos de la periferia como Mutis, ofreciéndole presentar en Europa sus descubrimientos, citando su nombre en publicaciones internacionales, prometiendo hacerle miembro de alguna prestigiosa institución científica o, simplemente, consagrando una planta a su nombre (Restrepo Forero, 2000, p. 205). Los científicos de la periferia se convierten así en meros consumidores culturales, en usuarios que administran el “saber universal” que Europa produce y lo utilizan para distanciarse culturalmente de los subalternos en sus propias localidades (Castro-Gómez, 2005, p. 227).

Investigaciones genealógicas de este tipo podrían echar luz en cómo se conforman, a través de los siglos, aquellos contextos de inteligibilidad que estructuran nuestro actual sentido común, y perpetúan con ello a lo largo del tiempo nuevas formas de nordomanía. Nada más, y nada menos, que esta clase de cosas se juega, creo yo, en la soberanía de nuestra atención.

8. Comentarios finales: el conjuro del “vuelo de brujas”

Se ha detectado radiográficamente que la composición del “vuelo de brujas” sufrió una modificación sustantiva: al parecer, en el diseño inicial el campesino que intenta abandonar la escena avanzaba de espaldas, sin ver siquiera el suelo sobre el cual pisaban sus pies. Al girarlo y colocarlo de frente, se hace más evidente la necesidad ilustrada y racionalista de ver dónde se posan los pies, de no mirar lo seductor del obscurantismo, de hacer oídos sordos y ojos ciegos a la hechicería mística de las religiones y concentrarse en el suelo, atender en primer lugar dónde se está parado, cuáles son las propias circunstancias, faltando el respeto a aquel ritual flotante (del norte) si fuera necesario (el signo de la figa), y dejando atrás la ignorancia (al pollino). Y para ello es necesario reflexionar acerca de nuestra percepción del mundo, y de la información que procesamos a través de todos nuestros sentidos, pues toda ella dista mucho ya de ser ingenua, límpida y neutral. Tras la industrialización de nuestros sentidos ya no podemos contar con ningún sensus communis (o si lo hubiere, no sería ya confiable) que nos asegure la posibilidad de juzgar libremente (Rancière, 2009, pp. 5, 45 y 57). No podemos hoy contar, por tanto, con que nuestra mirada, nuestros oídos, nuestro gusto, tacto y olfato, no sean de alguna manera inducidos todo el tiempo por la publicidad, propaganda y algoritmos, y estar así contaminados por innumerables sesgos cognitivos y cámaras de eco. Incluso si descargamos un poco las responsabilidades sobre estos grupos sociales que innegablemente han protagonizado la industrialización de nuestros sentidos desde finales del siglo XIX al presente, cabe también agregar que nuestras facultades sensoriales no por ello dejan de ser producto de largos, extensísimos, y enrevesados procesos históricos que no están, en realidad, en las manos de ningún grupo social en particular, a pesar de que algunos se vean beneficiados por ello.11

De ahí el creciente entrenamiento que generación tras generación venimos desplegando en torno a nuestra experiencia: los mercaderes de los sentidos no descansan en la tarea de aventajarnos con la financiación de investigaciones científicas para luego manipular y rentabilizar nuestra experiencia, y al mismo tiempo, sin embargo, van generando con ello una ventana socialmente disponible para apropiarlos o, como he intentado defender, convertirnos en sus soberanos. De esto va, entiendo, la relación que continuamente trabamos entre nuestra heteronomía y nuestra autonomía social: la de ir haciéndonos dentro de la historia a pesar de que para ello tengamos que de continuo extraviarnos en la historia y disolvernos en las fuerzas sociales dentro de ella espigadas, para reconfigurarnos siempre parcial y nunca definitivamente en determinados momentos. Contexto dentro del cual nuestra atención, tanto colectiva como individual, se ha convertido en una de las más importantes dimensiones de nuestra experiencia que urge extraviar y apropiar. Porque a pesar de que en parte sea verdad aquella sentencia de Jorge Luis Borges (2003, “La escritura de Dios”) acerca de que “un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias”, el aún joven Hölderlin (1977, “Patmos”) tampoco se equivocaba al recitar “donde hay peligro, crece lo que nos salva”. En ello estriba, a mi entender, la dialéctica normativa de la nordomanía.

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El autor

1 Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el Coloquio José Enrique Rodó el 12 de noviembre de 2021, organizado por el Instituto de Historia de las Ideas de la Facultad de Derecho, Universidad de la República, Uruguay.

2Aquello que Yamandú Acosta (2002) interpreta, a la luz del pensamiento de Arturo Andrés Roig, como un caso de “a priori antropológico”. Más acá en el tiempo, Acosta (2018) ha ofrecido una segunda interpretación del Ariel en clave de “teología profana americanista”.

3Como puede corroborarse también en su Motivos de Proteo, Rodó atribuía, vía analogía, personalidad a las sociedades humanas (aforismo XX) y a los pueblos (aforismos CLIV, CLV y CLVI). Y si bien la afirmación que realizo aquí es cierta, no es, pues, completamente cierta. Hacia el final de Motivos de Proteo, y siendo consistente con la tesis fundamental de la obra (aforismo I: “reformarse es vivir”), Rodó asegura que las personalidades nacionales, en tanto organismos vivos con genios propios, no pueden no cambiar a lo largo del tiempo, y que bajo ciertos términos, incluso aquellos tan radicales como los promovidos por las revoluciones tienen que ser bienvenidos: “Pero sin abdicar de esa unidad personal; sin romper las aras del numen que se llama genio de la raza, los pueblos que realmente viven cambian de amor, de pensamiento, de tarea”, pues “gran cosa es que esta transformación subordinada a la unidad y persistencia de una norma interior, se verifique con el compás y ritmo del tiempo” (Rodó, 1993, p. 310, aforismo CLVI).

4Para la idea de “exceso de validez” véase Axel Honneth (2006, p. 146 y ss.).

5 Heinz Kohut y Philip F. D. Seitz (2011), por ejemplo, han defendido la noción de “soberanía” dentro de las discusiones psicoanalíticas relativas al Ego, para rehuir de un ideal freudiano de autonomía que percibe en la conciencia, reflexión, o yo, un propietario o dueño de contenidos internos.

6Tratamiento aparte merece el relevantísimo asunto de las perversidades que impulsan en nuestro tiempo los índices de impacto empleados para la evaluación y financiación del saber, y el monopolio de las empresas editoriales que, entre otras tantas cosas, eternizan el (y lo) inglés como lingua franca del trabajo intelectual. Para este asunto véase Mario Albornoz (2007) y Carlos Bermejo (2015).

7Desde un enfoque psiquiátrico de lo social, Maria Rita Kehl (2018) percibe problemas similares dentro de la realidad política brasileña de la segunda mitad del siglo XX, y de lo que va del XXI.

8Para mantener esta diferencia, Moreno utiliza “precaridad” para traducir “precarity”, y “precariedad” para “precariousness”.

9Dinámicas similares ocurren en torno al “capital simbólico”. Véase: Pierre Bourdieu (2000) y Axel Honneth (1995).

11Véase, por ejemplo, el caso de la globalización del azúcar desde el siglo XV en adelante, en Sidney W. Mintz (1986).

Recibido: 05 de Octubre de 2023; Aprobado: 24 de Noviembre de 2023

Martín Fleitas González . Realizó sus estudios de grado y posgrado de filosofía en la Universidad de la República de Uruguay, y finalizó sus estudios de doctorado en la Universidad Carlos III de Madrid, obteniendo el “Premio Extraordinario de Doctorado 2017-2018”. Sus líneas de reflexión discuten la noción de patología de lo social de la Escuela de Frankfurt y la herencia del pensamiento de Immanuel Kant, y dentro de cada una de ellas ha escrito varios capítulos de libros y artículos en revistas arbitradas e indexadas, además del libro De la impaciencia tardomoderna de la libertad. Entre patologías de lo social, arritmias de la autonomía, y aceleración (Lima: Ediquid, 2022). Desde el 2014 se encuentra ingresado en el Sistema Nacional de Investigadores de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (SNI-ANII) de Uruguay. Desde el 2015 se desempeña como docente investigador del Departamento de Filosofía de la Práctica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Universidad de la República, de Uruguay, y desde 2018 es miembro fundador de la Red Iberoamericana de Investigación “Kant: Ética, Política y Sociedad” (RIKEPS). Web personal: https://uruguay.academia.edu/Mart%C3%ADnFleitas

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