Y había que escribir o volverse loco
Mario Levrero
I.
Frente a modelos de lectura definidos por la progresión, la escritura de Mario Levrero (Uruguay, 1940-2004) instala, en cambio, un modelo fundado en la digresión narrativa que provoca un adelgazamiento de lo argumental. Una de las manifestaciones de esto lo constituye la tendencia a focalizarse en la propia escritura -observable en gran parte de sus textos-, a partir de la proliferación de zonas en las que se reflexiona sobre sí misma, sobre sus alcances y limitaciones, junto con la presencia de pasajes autorreferenciales y personajes asociados a “figuras de escritor” (Gramuglio 1992).
Es en las últimas producciones de Levrero donde las inquisiciones en torno a la praxis escritural, el repliegue sobre sí misma, tienden a ocupar el espacio textual. Esto se exhibe, en particular, en el “Diario de un canalla” (1992), El discurso vacío (1996), y en La novela luminosa (2005).1 Los tres textos presentan una marcada dimensión autoficcional -comparten como rasgo fundamental estar a cargo de una primera persona que responde al mismo nombre del autor que firma el libro, Mario Levrero, y desempeña la misma profesión, escritor-, y también recurren a un género autobiográfico, el diario íntimo.2 Asimismo, en ellos, sobre todo en El discurso vacío, la escritura y el lenguaje son materia de exploración, indagación y reflexión: el mismo acto de escribir se erige como principal referente.3
Sin embargo, advertimos que en las etapas más tempranas de su producción ya comienzan a esbozarse una serie de problemáticas que, en los textos recién mencionados, aparecen exacerbadas. Nos referimos, en particular, a la transgresión del carácter instrumental de la escritura, la relación entre bienestar y praxis escritural, y la construcción de sujetos poseedores del “saber de escribir” (Jitrik 2000). En este trabajo, de corte descriptivo, nos centraremos en una de sus primeras nouvelles, El lugar -escrita en 1969 y publicada en 1982, e integrante de la denominada “Trilogía involuntaria”-, con el objetivo de examinar diversas escenas de escritura y pasajes metatextuales que leemos como instancias germinales de los núcleos productores de sentido que atraviesan la última etapa de su obra.4 Es por eso que, a lo largo del estudio, estableceremos, de modo permanente, lazos y diálogos entre diversas zonas del proyecto narrativo del autor, con el fin de indagar puntos de articulación, cruces y continuidades.
II.
El lugar, al igual que las dos nouvellesque también integran la “Trilogía involuntaria”, se inicia in media res, con la descripción de un espacio hostil cuyas notas distintivas son la oscuridad y la desolación. Su carácter expulsivo provoca que el sujeto protagonista emprenda una travesía con el fin de abandonarlo, sin destino y con objetivos que, cuando los hay, se van sustituyendo arbitrariamente a lo largo del trayecto, lo que provoca que el periplo se prolongue de modo indefinido a partir de sus metas siempre móviles y reemplazables. El sujeto de El lugar se halla en tránsito permanente, se presenta como un eterno errante. Bajo la consigna “no se debe mirar hacia atrás” (EL: 139), se traslada incansablemente y sin destino prefijado, en un desplazamiento perpetuo que atenta contra toda posibilidad de emplazamiento.5
La novela se halla estructurada en tres secciones y cada una de ellas, además de exhibir marcadas diferencias entre sí, temáticas y discursivas, se desarrolla en una locación diferente. La primera está constituida por un espacio compuesto por múltiples habitaciones contiguas e idénticas. En cuanto al segundo apartado, transcurre en un patio rodeado por una muralla infranqueable, y el tercero, en una ciudad innominada, atravesada por la violencia. Cada una de estas zonas en las que se estructura el relato se construye a partir de referencias inexactas, difusas, y presenta, como elemento común, una proliferación de dispositivos compuestos por laberintos, túneles, escaleras y galerías que operan como des-anclajes espaciales y provocan, en consecuencia, desubicación y desencuentros.
El sujeto, desestabilizado, no logra afincarse en ningún espacio. Hacia el final se revela que la ciudad a la que arriba es la suya, sin embargo, lejos de presentarse como un espacio familiar, se configura como un lugar pesadillesco, extraño y ominoso, donde se reproducen con insistencia escenas vinculadas con la violencia y el horror. Este mismo sentimiento de ajenidad se reitera cuando arriba a su propio departamento, al que encuentra en condiciones muy desfavorables: desordenado, húmedo, derruido, sin agua ni electricidad. Así, la concepción de la casa como espacio de la intimidad tradicionalmente vinculado con la idea de refugio y protección del afuera, aquí no opera e, incluso, se revierte, a partir del carácter expulsivo, inhóspito y hostil de la vivienda. El sujeto se halla extraviado, excluido y desplazado del mundo -al que percibe como intraducible e ilegible- y, fundamentalmente, de sí mismo. La posibilidad de acceder a un lugar donde emplazarse se erige como un imposible, por lo que el título del texto, El lugar, funciona como una ilusión, en tanto el sujeto se halla dislocado, condenado al nomadismo, a “seguir dando vueltas” (144) sin detenerse jamás.
Sin embargo, detectamos breves pasajes en los que se describen instancias de reposo, los cuales comparten como rasgo común que, en ellas, el sujeto aparece escribiendo: “Me instalé, un poco apartado, cerca de la fuente, a continuar mis apuntes” (116, cursivas nuestras); “Durante la primera jornada de quietud me sentí mucho mejor; aproveché lápices y papel que había requisado en habitaciones anteriores e hice nuevas anotaciones” (45, 46, cursivas nuestras).6 Como se exhibe en las citas transcriptas, los momentos asociados con la escritura, esto es, cuando el sujeto escribe, funcionan como una suerte de remanso en ese andar permanente y hostil. Escritura y bienestar -y en este caso, quietud- se presentan en estrecha relación.
El lugar simula ser escrita por el sujeto protagonista, quien reconstruye las experiencias vividas en los tres espacios a los que arriba de modo accidental. Al respecto, describe su texto de la siguiente manera:
no es un diario de viaje, no es una versión estricta y cronológica, sino apenas un registro de mis impresiones y razonamientos (…) No sé, tampoco, por qué me tomaba este trabajo; pero me gustaba, me hacía bien, más allá del cansancio físico, también saludable, que me producía”. (137)
En el pasaje, la práctica de la escritura aparece, por un lado, desprovista de finalidad (“no sé, tampoco, por qué me tomaba este trabajo”), y por otro, asociada a cierto bienestar (“me gustaba”, “me hacía bien”, “saludable”). En relación con el primer aspecto, el escribir no respondería a un fin u objetivo externo. Tiene lugar una ruptura de la dimensión teleológica de la escritura, en tanto no se persigue otro objetivo que la misma práctica, como también se observa en el siguiente pasaje: “…mis manos siguen escribiendo, pero no surge ninguna respuesta” (159). Advertimos, así, un alejamiento de su carácter instrumental y transitivo.
En El lugar, escribir se presenta como una necesidad independiente de la deliberación o intención del sujeto: “Quiero pensar un instante en mi futuro, pero mi mano no deja de escribir” (158). Se describe como una actividad impulsiva, irracional, no controlada. El movimiento permanente característico del protagonista ahora se traslada a la escritura, que supone la construcción de un recorrido por el blanco de la página (Manzoni 2009). A través de la poderosa figura metonímica de la mano escribiente se presenta una tensión entre el pensar, actividad intelectual, y el escribir, que se muestra como una tarea estrechamente vinculada con el cuerpo; se exhibe el hecho físico de la escritura. En este sentido, resuena lo desarrollado por Noé Jitrik en Lógica en riesgo (2021), cuando se focaliza en la imagen de “la mano que escribe”, y la describe no solo como un agente concreto y virtual, preparado para ejecutar una orden sino, por el contrario, plantea que la mano -supuesta fiel ejecutora- se resiste a las intenciones, para tomar “un camino propio obedeciendo más bien a los dictados de su propia memoria, que bien puede no ser idéntica a la memoria de los saberes sobre los que se funda en parte la intención” (2021: 139).7 Esa memoria de la mano, continúa Jitrik, constituye la puerta de salida de las pulsiones que alteran la intención y le dan sentido a la escritura.
A propósito de la dimensión material del escribir, como acto corporal, físico -cuestión que aparece, de modo exacerbado, en El discurso vacío, a través de la terapia llevada a cabo por el sujeto, que consiste en la práctica de una “escritura manual” (EDV: 14) -, advertimos ciertos pasajes en los que se alude a los dolores y molestias provocadas por la misma práctica: “Escribir a mano me da mucho trabajo” (EL: 116), “ya tenía la mano y el brazo varias veces acalambrados” (116).8 Al respecto, es necesario mencionar que la relación entre cuerpo y escritura también se aborda en La novela luminosa.9Como bien lo señala Alejandra Laera (2019), en su novela póstuma, Levrero registra, numerosas veces, cómo disponer el cuerpo para cumplir con el trabajo de escritura que requiere haber ganado la beca de la Fundación Guggenheim y alude, también, a los dolores musculares generados por esta actividad.
En cuanto al segundo aspecto antes mencionado, esto es, el bienestar producido por la praxis escritural, es necesario referir a la tercera y última parte de El lugar, en la que el sujeto arriba a una ciudad innominada que, como comentamos líneas atrás, posteriormente se revela que es la suya. Sin embargo, esta es percibida como ajena y se construye como un espacio hostil y sumamente violento.10 Dicho sentimiento de ajenidad se mantiene incluso cuando llega a su vivienda, a la que encuentra en un estado deplorable e inhóspito: húmeda, desprovista de servicios básicos como agua o electricidad y en el más absoluto desorden. En ese entorno inseguro, hostil y bélico, verificable en la presencia de un campo semántico que remite a enfrentamientos armados, como “disparos aislados de armas de fuego” (EL: 145); “una explosión cercana” (148); “tableteo de una ametralladora” (154); “tiroteo” (154), la escritura opera como refugio, tal como se advierte en el siguiente pasaje: “En los bolsillos del saco estaban aún las hojas escritas a máquina; las toqué como a un objeto familiar y querido y me dieron cierta tranquilidad” (153). En sintonía con ello, confiesa que “Trataba de no separarme de ellos [sus apuntes]” (137). En un contexto en el que incluso la propia casa, lejos de funcionar como “la gran cuna del hombre” (Bachelard (2000 [1957]): 30), se configura como una espacialidad expulsiva, solo sus textos, sinécdoque de escritura, ofrecen el amparo y la protección anhelada.11
La práctica de escribir se muestra como una necesidad persistente, lo que se exhibe en el hecho de que, en el marco de un despojo casi total, el sujeto de El lugar incluye, entre sus pocas cosas, lápiz y papel (56). En sintonía con ello, cabe referir también al siguiente fragmento de La novela luminosa en el que la escritura es concebida como exigencia vital:
…yo andaba en una situación tan desesperada que no tenía ni papel para escribir. A nadie impresiona que diga que no tengo ni para comer, y yo trato también de no impresionarme. Pero cuando advertí que no me quedaba papel -lo que nunca- ni dinero para comprar aunque fuese cien hojas (…) me atacó el pánico. Había tocado fondo, esta vez sí que había tocado el verdadero fondo de la miseria. (LNL: 463) 12
La imposibilidad de escribir es incluso considerada más alarmante que la imposibilidad de comer. A propósito de ello, en “Diario de un canalla”, el sujeto afirma que las palabras lo “acarician” -metáfora que expone el bienestar, antes aludido, asociado con el escribir- y lo “nutren” (DDC: 18).13 Establece una relación entre escritura y alimento, se destaca la “función orgánica” (Barthes 2005) de la praxis escritural. Podemos mencionar, además, que esta idea de las palabras como capaces de nutrir, alimentar, se vincula también con la “metáfora fisiológica” empleada por Levrero para describir el proceso creativo, en un breve artículo con valor metatextual denominado “Sobre los mecanismos de la creación” (1973), en el que lo caracteriza como un “proceso espiritual de ingestión, asimilación y excreción” (4).14
Los dos sentidos vinculados con el ejercicio de escribir, antes referidos -ruptura de una finalidad externa y bienestar- constituyen los puntos nodales, claves, de El discurso vacío, escrito décadas más tarde. Las zonas examinadas de El lugar pueden leerse, entonces, como instancias germinales del proyecto allí exhibido. En El discurso vacío, el sujeto a cargo del texto se propone realizar una “terapia grafológica” (EDV: 16); esto es, escribir al menos una hoja diaria, a mano, dibujando cada una de las letras e ignorando las significaciones que las palabras puedan formar, para atender sólo a la letra y su forma, con el fin de curarse de una depresión. La letra se concibe como dibujo, como grafo, para penetrar en el sentido más profundo de esta praxis. Se impugna y transgrede el carácter instrumental de la escritura -la écrivance (Barthes 1981)-, y el texto se configura como un “acto de resistencia” (Deleuze 1987) contra la información y, en particular, contra la comunicación.
La idea de acogida y cobijo atribuida a la escritura se esboza en El lugar y se desarrolla, en particular, en sus producciones últimas, en las que, además, se le otorga cierto efecto terapéutico. La escritura del “Diario de un canalla”, de acuerdo con el sujeto de enunciación, intenta ser un proceso de autoconstrucción, es decir, una forma de recuperar, unir, ensamblar las partes del sujeto, quien, a causa de haber abandonado Montevideo para instalarse en Buenos Aires, por motivos laborales, se describe fragmentado y escindido. El discurso vacío, como ya lo mencionamos antes, se escribe con el fin de vencer una severa depresión. Y, en relación con La novela luminosa, la causa desencadenante de su escritura es el miedo a la muerte, producido por una futura operación de vesícula; como se afirma en el “Diario de un canalla”, el fin de escribir La novela luminosa es“exorcizar el temor a la muerte y el temor al dolor” (DDC: 17).15 Así, en los tres casos, la práctica escritural no solo generaría bienestar, sino también se le atribuye un efecto terapéutico. En este sentido, resuena la idea de Julia Kristeva (1991) en torno a la creación estética, particularmente la literaria, la cual propone un dispositivo “cuya economía prosódica, cuya dramaturgia de los personajes y cuyo simbolismo implícito son una representación semiológica muy fiel a la lucha del sujeto con el desmoronamiento simbólico” (1991: 27). Si bien Kristeva advierte que la representación literaria no constituye una elaboración, en el sentido de una “toma de conciencia”, de las causas inter e intrapsíquicas del dolor o malestar psíquico -a diferencia de la vía psicoanalítica que sí se propone la disolución del síntoma-, posee una eficacia real e imaginaria referida a la catarsis, operaría como un medio terapéutico.
III.
Las tres partes en las que se estructura El lugar, además de presentar marcadas diferencias entre sí, se desarrollan, como mencionamos antes, en una locación distinta: un espacio compuesto por múltiples habitaciones contiguas, un patio rodeado por un paredón infranqueable y una ciudad, atravesada por la violencia. En el patio donde transcurre la segunda parte de la historia -la cual difiere notablemente de las demás, en tanto presenta un predominio de diálogos, mientras que, en las restantes, las interacciones con otros son muy escasas-, el sujeto se relaciona con una serie de personajes excéntricos: Bermúdez, el Alemán, el Farmacéutico, el Francés, Alicia, Silvia y un niño, quienes comparten el haber llegado a ese lugar, cuya naturaleza no logran descifrar, de modo accidental. Con excepción del niño y del sujeto narrador- cuyo nombre propio no se revela en ningún momento- el resto de los individuos aparecen nominados. Sin embargo, los nombres y apodos sólo funcionan como marcas identificativas con respecto a los demás, pero no aportan ningún dato significativo acerca de su identidad. Incluso, en algunos casos, generan un efecto de confusión, lo que se observa, por ejemplo, en el hecho de que el Alemán es, en realidad, paraguayo y el Farmacéutico no posee tal profesión. En ambos casos, se pone en marcha una operatoria mediante la cual se fisura de modo deliberado la correspondencia entre el signo y el referente que designa, mediante la cual se problematiza la noción de representación y se exhibe la siempre arbitraria relación entre lenguaje y mundo.
Los individuos llegaron a ese patio de modo accidental y bajo circunstancias muy diferentes. La pregunta del sujeto protagonista sobre los modos en que cada uno arribó al lugar funciona como un disparador para que cada uno de ellos narre su historia: Bermúdez había llegado luego de haber atravesado espacios selváticos, bosques y animales salvajes y el Alemán, luego de traspasar túneles y espacios desiertos. En cuanto al Farmacéutico, relataba tres versiones distintas: de acuerdo con la primera, había llegado por un remolino; en otra, había sido luego de la extracción de una muela y, finalmente, luego de que se descarrilara un tren que él mismo conducía. En lo que refiere al Francés, Bermúdez lo había encontrado leyendo un libro a la sombra de un árbol, a punto de ser devorado por un león; lo había rescatado y llevado consigo al lugar. Los insólitos relatos son heterogéneos, disímiles e incluso contradictorios, por lo que su coexistencia socava la idea de una verdad única y verificable para proponer, en cambio, versiones. Así, el par mentira-verdad no opera, en tanto, en esta lógica, cada versión no anula la otra. Advertimos que esta zona presenta un marcado carácter autorreferencial en el que es posible rastrear la idea de literatura subyacente a la poética de Levrero, una literatura que desestima lo referencial.
Podemos leer este apartado como una puesta en escena de la actividad literaria. Los relatos constituyen microficciones y cada uno de los sujetos se construye como un cuentista: en un mundo que perciben como intraducible e ilegible -recordemos que todos arriban a ese lugar, inhóspito y expulsivo, sin saber los motivos, al mismo tiempo que desconocen cómo abandonarlo-, apelan a la invención ficcional. Asimismo, el estatuto de ficción y realidad se presentan estrechamente enlazados, con límites difusos: “A las experiencias vividas se sumaron los relatos escuchados, ampliándose las dimensiones de este lugar a límites increíbles, que empezaba a sospechar infinitos” (EL: 103). De este modo, “experiencias vividas” y “relatos escuchados” son posicionados en un mismo nivel.
Mientras que los personajes narran sus historias, el sujeto protagonista, en silencio, las juzga y evalúa. La historia de Bermúdez le resulta “interminable” y “ridícula” (87); la del Alemán, demasiado “deshilvanada” aunque, por momentos, con una notable “fluidez en el lenguaje” (88), mientras que la del Francés es descripta como menos anecdótica que las otras, a partir de un detenimiento “en detalles que no eran aparentemente los más destacables” (101) -descripción que remite a la propia literatura de Levrero-. Es necesario señalar que la construcción del sujeto como poseedor del “saber de escribir” también la reconocemos en París, otra de las novelas integrantes de la “Trilogía involuntaria”, escrita en 1970. Allí, luego de leer un libro elaborado por un personaje denominado Juan Abal, catedrático de filosofía de la Universidad de París, expresa: “Aquello parecía ser el trabajo de un hombre que quisiera tener una verdad importante para decir, pero no tiene ninguna, y trata de disimular su fracaso entre fárragos anecdóticos y palabrería hueca” (París: 140).16 La opinión se centra en la estructura del libro; se critica su carácter digresivo, en tanto “la verdad importante” es postergada. Vale decir que el juicio sobre la escritura de Abal bien podría pensarse en relación con su propia escritura, puesto que la postergación constituye la operatoria medular de los textos.17
Las observaciones realizadas por el sujeto comparten el poner el foco en la estructura de los relatos, más que en su contenido; el sujeto las lee desde la perspectiva de un escritor, conocedor del trabajo con la palabra. Esta cuestión también se exhibe en su relato acerca de su llegada al patio, en el que confiesa haber omitido algunos detalles “para hacerla un tanto más creíble” (EL: 87), es decir, es capaz de manipular el relato para generar un determinado efecto de lectura en sus oyentes -en este caso, generar mayor verosimilitud-. Esto, junto a aquellos pasajes en los que se describe escribiendo, contribuye a la construcción de una “figura de escritor” (Gramuglio 1992), a través de la cual condensa proyecciones y autoimágenes de sí mismo. Es menester mencionar que esto se potencia en “Diario de un canalla” (1996), El discurso vacío (1996) y La novela luminosa (2005), en los que el sujeto de la enunciación (narrador) se encuentra con el sujeto del enunciado (personaje) y el nombre propio (punto de referencia) para intersectarse (Arfuch 2002: 95-96), puesto que el sujeto de los tres relatos es, efectivamente, escritor, y como ya lo mencionamos, responde al mismo nombre del autor que firma el libro, es decir, Mario Levrero.
IV.
A lo largo del trabajo, establecimos cruces y puntos de convergencia entre diversas zonas del proyecto narrativo de Mario Levrero, poniendo el foco, sobre todo, en la nouvelleEl lugar, integrante de la “Trilogía involuntaria”. En ese texto, examinamos una serie de escenas de escritura y pasajes metatextuales que reconocemos como instancias germinales de los núcleos productores de sentido desplegados en producciones posteriores: “Diario de un canalla” (1992), El discurso vacío (1996)-particularmente-y La novela luminosa (2005). Advertimos que en El lugar comienzan a delinearse problemáticas que luego, desde una estética diversa, se presentan de modo exacerbado.
Primero, nos referimos a la transgresión de la dimensión instrumental de la escritura: en lanouvelle, el sujeto realiza “apuntes” (EL: 85, 116) y “anotaciones” (46, 92, 107), sin un fin o ni propósito externo, mientras que en los textos antes señalados lo referencial ocupa un lugar subsidiario, para centrarse, en cambio, en la praxis escritural. Se niega el carácter transitivo del verbo escribir, en tanto el objeto ocupa un lugar secundario, se atenúa, en beneficio de la tendencia: escribir (Barthes 2005). En segundo lugar, detectamos que esta práctica se presenta como generadora de bienestar; tal como lo expusimos, en El lugar, la escritura funciona como una suerte de cobijo frente a un contexto hostil y, en las producciones posteriores, aparece asociada a un efecto terapéutico. Finalmente, encontramos que el sujeto se presenta como portador del saber de escribir, observable en las referencias a su práctica y en las reflexiones en torno a ella, cuestión que, como vimos, se potencia en la última zona de su obra.
Las escenas examinadas funcionan como claves de acceso a los puntos nodales de la poética de Mario Levrero y, además, nos permiten identificar la ideología literaria que subyace en ella. Leemos su proyecto como un continuum discursivo en el que circulan estados, constelaciones de sentidos, obsesiones -como la densa y persistente presencia de la escritura- que, en determinados tramos, emergen y se actualizan bajo diversas textualidades.