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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.44 Mar del Plata dic. 2022

 

DOSSIER "ESTUDIOS ANDINOS II"

La cultura según los escritores de la generación nacionalista boliviana (1900-1950): Carlos Medinaceli, Carlos Montenegro y Augusto Céspedes

Culture according to the writers of the Bolivian national istgeneration (1900-1950): Carlos Medinaceli, Carlos Montenegro y Augusto Céspedes

Ximena Soruco Sologuren1 

1 Universidad Mayor de San Andrés

RESUMEN

Interpelados por el historicismo, Carlos Montenegro, Augusto Céspedes y Carlos Medinaceli, escritores destacados de la generación nacionalista boliviana (1900-1930) ofrecen versiones del pasado que explican el fracaso de Bolivia en la Guerra del Chaco (1932-1935) y en ello expresan sus perspectivas sobre la cultura. Montenegro, mediante una teoría dramatúrgica de la historia, llamó comedia a la etapa de falseamiento de la nación, y buscó recuperar la entraña viviente y auténtica de la nación en la guerra. Céspedes consideró que la rosca o burocracia europeizante ha creado una atmósfera intelectual entreguista de los recursos naturales que llama anticultura. En cambio, Carlos Medinaceli elaboró la primera historia sistemática, aunque abierta y dinámica, de la literatura boliviana, porque considera las obras del espíritu como expresión primordial de la conciencia y la cultura nacional.

PALABRAS CLAVE: Intelectuales; historicismo; cultura; nacionalismo; Bolivia

ABSTRACT

Summoned by the challenging demands of Historicism, Carlos Montenegro, Augusto Céspedes y Carlos Medinaceli, three foremost Bolivian intellectuals ascribed to the Nationalist Generation with a peak of activity in the 1930s-40s, construed the immediate past in such a way as to offer both a cogent social explanation to the military and diplomatic defeat in the Chaco War waged to Paraguay (1932-1935), and a wider survey and prospect of a national and popular culture being rather enhanced than hindered in the new South American context. They did so in a series both of programmatically argued texts and miscellaneous literary criticism and institutional interventions in the political, social and educational arena. Montenegro and Céspedes focused on the subservience to foreign and mostly European cultural models of urban elites co-opted by an export economical sector equated to big mining companies, being in this respect forerunners of MNR tenets. Medinaceli took as his own endeavor a chore alien to a cultural environment as the outlined by Montenegro and Céspedes, the profiling on a Bolivian literary canon and the detection of the main currents of a national literary history.

KEYWORDS: Intellectuals; historicism; culture; nationalism; Bolivia.

La generación nacionalista boliviana que en este ensayo se estudia nació hacia 1900 y publicó sus primeros libros durante las décadas de 1930 y 1940. Ya desde 1920 escritos de este grupo de intelectuales habían comenzado a ver la luz en periódicos y revistas de sus ciudades natales. Fueron testigos y actores principales de las transformaciones profundas de su sociedad, de manera análoga a las juventudes de las vanguardias intelectuales no sólo hemisféricas sino también transatlánticas de Europa y Asia durante la primera mitad del siglo XX. América Latina no fue beligerante durante la Primera Guerra Mundial, y pocos países lo fueron en la Segunda. En los años 1914-1945, sin embargo, pudo verse una gran transformación con rasgos comunes, donde los regímenes llamados oligárquicos y liberales fueron reemplazados en el poder del Estado por movimientos nacionalistas que no se encauzaban según los patrones del fascismo ni del comunismo, sino de un Estado social y corporativo.

Para esta generación boliviana, 1920 pone fin a 40 años de sucesión democrática. Sólo había sido interrumpida por los cinco meses de la Guerra Federal (1899-1900) que trasladó la sede de Gobierno de Sucre a La Paz y entronó al Partido Liberal, hegemónico desde entonces.

Corresponde a la Guerra del Chaco (1932-1935) poner fin a un ciclo más largo, profundo y abarcador que se consolidó en Bolivia tras la Guerra del Pacífico (1879-1884). Fue esta segunda pérdida territorial la que puso en cuestión los valores de las generaciones liberales y modernizadoras previas. La libre empresa, la inversión de capital extranjero y la exportación dejaron de ser vistos como fuentes y agentes seguros de progreso. En cambio, otros valores se implantaron. La nacionalización de la minería y la eliminación de la hacienda y el régimen servidumbral de los indígenas fueron postulados que, junto con el sufragio universal, se establecerán y legislarán con la Revolución Nacional de 1952.

Al mismo tiempo, sin embargo, los intelectuales nacionalistas identificaron la influencia europea sobre la élite liberal -instituciones, leyes, conocimientos- como expresión de su antibolivianismo. Céspedes la llama “anticultura”, lo que, unido al contexto de guerra y posterior crisis de la política y la economía, puso fin al “periodo [1872-1934] más fecundo de la historia del pensamiento boliviano, en general, y del saber científico, en particular” (Condarco: 256-257).

Carlos Medinaceli (Sucre, 1899-La Paz, 1949), Carlos Montenegro (Cochabamba, 1903-Washington, 1953) y Augusto Céspedes (Cochabamba, 1904-1997) son ensayistas, y en el caso de Montenegro y su cuñado Céspedes, ideólogos principales y políticos fundadores del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) que encabezó la Revolución de 1952, y cuya revisión de la historia y concepción de la cultura se estudia en este ensayo.

Historia versus ficción en Carlos Montenegro

Carlos Montenegro, “el teórico fundamental del nacionalismo revolucionario”, al decir de René Zavaleta Mercado (2013b: 148), publica Nacionalismo y coloniaje: Su expresión histórica en la prensa de Bolivia (1944) con el propósito de “restablecer la verdad del devenir boliviano, desconocida o falsificada por el pensar y el sentir antibolivianista con que se concibe y se escribe una grande porción de la historia patria” (Montenegro: 45, mis énfasis).

Hasta ahora se ha leído en la oposición nación/antinación (o colonia) la base de esta revisión de la historia boliviana, engendradora, a su vez, de la oposición pueblo/oligarquía. Sin embargo, esta antítesis está asociada a otra, realidad/ficción. Su análisis permite articular la secuencia histórica organizada en seis etapas por Montenegro. Así como también su decisión, fértil en ricas consecuencias metodológicas y heurísticas, de nombrarlas con los géneros literarios mayores tradicionales en la poética y retórica occidentales, como útiles encuadres de los periodos históricos, fijados por la correlación de fuerzas de quienes hegemonizaron cada etapa y congelar así su dinámica.

Fernando Mayorga identifica la antítesis realidad/apariencia y su filiación, cuando dice que “se asemeja a la lectura marxista sobre la alienación o la definición de ideología como falsa conciencia” (2016: 34), y la restringe a un eje temático secundario. La vincula estrechamente al subtítulo (título original) del ensayo de Montenegro: el análisis del periodismo en la configuración de una ‘esfera pública’ boliviana. En este ensayo, en cambio, se argumenta que la antítesis realidad/ficción se estructura en dos niveles y andariveles del relato: en el de la Historia, que a su vez deriva en el de la lectura de la historia construida por el periodismo y la historiografía.

Nacionalismo y coloniaje replica “la modalidad historicista en que se inspira casi todo lo escrito hasta hoy respecto del pasado boliviano”, sentencia Montenegro (45) y en la que “la realidad y aun la naturaleza del viejo tiempo [han] sido suplantadas en general por una aparente realidad y una aparente naturaleza que no ha creado la historia sino el historiador. Este, sin falsificar los hechos, falsifica el valor de los hechos” (97-98). Adelantándose a los estudios de NorthropFrye y de Hayden White, Montenegro considera que el historiador crea la historia al valorar los hechos desde diferentes perspectivas. Aunque ni juzga ni condena por sectaria a la versión liberal, la historia para Montenegro, al igual que para Augusto Céspedes, debe ser militante. Y si no es adulta, será pueril. Alusión o invocación al escritor, ensayista, novelista telúrico Alcides Arguedas. Autor, entre otros libros, de Pueblo enfermo (1909), cuyo adjetivo especificativo José Enrique Rodó sustituyó al proponer que este ensayo de interpretación nacional versaba sobre males de un “pueblo niño” (Arguedas: ix). “Muchas, y aun todas las deformidades de la versión escrita, suelen, sin embargo -continúa Montenegro, enquistarse en el cuerpo de la historia como deformidades de esta misma” (98), indicando que diferencia historia de historiografía y cómo una influye en la otra y viceversa:

Su versión corriente [de la historia escrita liberal] posee apenas un carácter de relato de aventuras folletinescas y morbosas truculencias. No tiene el profundo y continuo sentido creador, dialécticamente determinado, de un proceso histórico. Sus hechos, así desprovistos de antecedentes y de consecuencias, parecen más bien las creaciones dislocadas, bruscas, arbitrarias y truncas de una extraña demencia. De una demencia que se reitera en todos los episodios, poseyendo a todos los personajes. A juzgar por los valores pragmáticos y generales que trasunta esa historia, diríase casi que el acontecer boliviano responde solo a los caprichos del sino absurdo (94).

A diferencia, por supuesto, de la teoría dramatúrgica de la historia de Carlos Montenegro, emparentado por ella con Kenneth Burke y ErvingGoffman, que dota a su narración de una teleología nacional, organizada en seis etapas/capítulos, bajo la estructura aristotélica del drama: origen (“Precursores” y “Paréntesis”, “Epopeya”), clímax (“Drama” y “Comedia”) y desenlace (“Novela”) del conflicto entre las tendencias nacional y colonial.

Y para despejar las dudas que el lector podría tener sobre qué significan estas tendencias, Montenegro especifica:

Más que como conjuntos humanos militantes y concretos actúan como energías históricas divergentes, vale decir, como aspiraciones existenciales, como sentimiento y pasión colectivos, como caracteres e impulsos psíquicos hereditarios. Claro es que detrás de las tendencias, y acicateándolas, operan los intereses económicos correlativos de cada una (97, mi énfasis).

Aunque para Valentín Abecia Valdivieso, Montenegro “niega el sentido materialista del proceso y más bien se acomoda al espiritualismo histórico, las ideas engendraron los hechos” (489), lo clasifica como historiador marxista, posiblemente por la lucha entre nación y antinación como motor de su historia. Luis H. Antezana, en cambio, identifica como metafísica la historia escrita por Montenegro (254).

Volviendo a la antítesis realidad/apariencia, no solamente la narración histórica puede considerarse como “bastarda, con una bastardía que sinonimiza ilegitimidad, falsedad e irrealidad” (Montenegro: 98) respecto a la realidad que representa, sino que el propio “cuerpo de la historia” (98) se organiza sobre ella.

El periodo comprendido entre las guerras del Pacífico y del Chaco es el de la “Comedia”, porque “constituye sólo una versión falaz de la realidad, no una realidad histórica. Así se diferencia de la etapa del drama en que la vida nacional es visible hasta las entrañas” (204). Cuando Zavaleta Mercado considera la crisis como un método de conocimiento de la realidad, está recuperando esta epistemología de Montenegro:

La catástrofe que deshizo las construcciones de la comedia expuso a los ojos del pueblo, por primera vez desde los días de Santa Cruz, Ballivián y Belzu, la imagen real y entrañable de la bolivianidad que había sido velada, hasta el año 1935, por los revestimientos extranjeristas. Lo prodigioso de la Guerra del Chaco se cifra en esta revelación de la autenticidad boliviana ante la conciencia colectiva, fenómeno que vale por una recompostura psíquica del pueblo, por una recuperación del sentido nacional. La bolivianidad pudo verse a sí misma, entonces, con la evidencia dolorosa y orgullosa de su frustración y de sus posibilidades afirmativas y redentoras, de sus posibilidades de inmortalidad (240).

La misma expresión de autenticidad y redención comporta la Guerra del Pacífico, en la que el sacrificio del pueblo, aunque inútil de inmediato, cimienta el futuro con su sangre:

El pueblo se hizo, de tal suerte, primer personaje de la acción histórica. El dramatismo de ésta, recluido hasta entonces en los aposentos presidenciales, envolvió a la muchedumbre con su hálito desencadenado, imponiéndole una conducta depuradamente histórica. El sacrificio consumado con la certidumbre de que no habrá de influir sobre los acontecimientos inmediatos constituye lo histórico puro, porque se inspira en el anhelo de sobrevivir en la posteridad lejana. (182).

Por ello, Nacionalismo y coloniaje concluye con un llamado a recuperar la epopeya de la guerra de la Independencia:

Jamás tuvo la República, en efecto, otra noción de su existencia que la de la pelea. Por eso vivió con el nombre de Patria, más gloriosamente que nunca, en la edad de los guerrilleros, cuando no pasaba un día sin matar y sin morir por la independencia del pueblo nativo (242).

No por nada el apodo de Carlos Montenegro era “el fiero”.1 Al vitalismo del motín y la guerra, Nacionalismo y coloniaje opone el fingimiento de la realidad de una obra de teatro y la vacuidad de una comedia gobernada por el titiritero o el apuntador fuera de la escena, el imperialismo y su representante local, la oligarquía liberal.2 Pero no todo es ilusión, “esta esencia antinacional de la legislación, la cultura y el progreso técnico, toma al cabo forma concreta en el terreno de los hechos, indicando, ya sin reservas, la plenitud material del predominio extranjero sobre la vida boliviana” (212).

Si la narración histórica puede falsificar el pasado, análoga función cumplen periodistas y letrados respecto a los sucesos de suyo contemporáneos, por eso la ‘originaria lucha’ entre nación y antinación tiene su expresión histórica en la prensa de Bolivia.

La relectura de la historia boliviana que plantea Montenegro se inicia con la etapa de los “Precursores” que, entre 1780 y 1825, revela “el hálito primigenio del ansia de ser de la patria” (54) a través de pasquines o papeles manuscritos de la época. Sin embargo:

El valor político de estos [papeles] fue reducido a cero por obra de la distancia puesta entre las masas y la clase letrada. No solo se las había separado radicalmente en castas antagónicas. Habíase conseguido también que no pudieran comunicarse entre sí. La clase culta, para existir, debía expresarse únicamente en latín. Embriagada por el licor de la sabiduría concluyó hablando en forma incomprensible, como los borrachos. Por ese medio fueron los doctos completamente esterilizados en su capacidad de conectarse con la masa popular. Los jesuitas habían inventado el sistema (60, mi énfasis)

Estéril la clase docta, el medio geográfico y la intuición la sustituyen hasta que “los anhelos nacionales tomaron la voz del doctorío” (64) y fruto de los libelos se produjeron los alzamientos independentistas de 1809. Fundada la República, ingresamos al periodo denominado por Montenegro “Paréntesis”, cuando, muertos los guerrilleros, “los voraces leguperitos hechos en el criadero colonial de las universidades” (89) se hacen republicanos para recuperar sus privilegios coloniales.

Los gobiernos de Andrés de Santa Cruz (1829-1839) y José Ballivián (1841-1847) constituyeron la “Epopeya”, por ser “espejo del sentimiento de la patria” (Montenegro 2016: 117), mientras los “intelectuales asustadizos” buscaron “el inofensivo mundo de las abstracciones literario-filosóficas, abandonando la arena caliente que pisaban Santa Cruz y Ballivián” (123). En la etapa del “Drama”, en cambio, “el periodismo se colocó en el plano terrible de los acontecimientos, dando fin a aquel neutro género de papel impreso que en las grandes tensiones de nuestra historia no se reconocía otra misión que ‘agradar’” (158).

Durante el liberalismo, la retórica de la ley, las instituciones y la cultura de origen europeo facilitaron y naturalizaron la entrega de las riquezas nacionales al dominio extranjero y el periodismo de inspiración y financiación empresarial se convirtió en autor del libreto de la “Comedia”.

Montenegro escribe en la prensa y escribe una historia de la prensa porque entiende la centralidad de los medios para llegar al pueblo o al público lector al menos. Y escoge para su historia un artefacto retórico, didáctico y dramático aurisecular hispánico, utilizado en la Colonia para evangelizar a los indígenas y a la plebe urbana. En el auto sacramental las virtudes se alegorizan, se hacen sensibles, comprensibles, encarnadas en personajes. El teatro histórico del siglo xix fue también un medio popular de enaltecimiento de los héroes de la Independencia y de promoción del civismo para un auditorio, un público no lector. La filosofía de la historia de Montenegro, primera en el país (Zavaleta 2013c: 137), es así ante todo una dramaturgia: la alegoría histórica de la nación/antinación en el retablo para espectáculo y guía del pueblo/público.

“El retorno a la realidad”, que supuso la Guerra del Chaco, ha permitido que “periódicos opuestos al imperio” (Montenegro: 242), como La Calle que fundó Montenegro en 1936, junto a Augusto Céspedes y otros jóvenes nacionalistas, guíen el ánimo del público. Con esta prensa nueva nace también un nuevo discurso de legitimación del intelectual.

No está demás revisar el concepto de que el extranjerismo sea, por fuerza, equivalente de cultura y elevación espiritual -nos advierte, Montenegro. Estos atributos le son reconocidos como distintivos, a instancias justamente del criterio inferiorizante con que se califica lo nacional (183).

El complejo de inferioridad es el primer “móvil psicológico anormal” (Montenegro: 46) que “empuja a historiadores de varias generaciones a detestar aquello que aman” (Souza 2021: 25); el segundo es “el frenesí (…) del sentimiento individualista” (Montenegro: 46) del intelectual, “individualismo hostil a la comunidad” (Montenegro: 47).3 Las consecuencias de estas anormalidades son también dos: la clase intelectual fracasó en su rol político y letrado, no pudo ser una “verdadera aristocracia boliviana” (Montenegro: 199). Tampoco “elaboró una sola figura que como las de Sarmiento, Bello, Alberdi, Vicuña Mackenna, Lastarria, Palma, García Moreno, Caro, Acosta, Altamirano, Juárez, encarnaron el pensamiento creador de las nacionalidades americanas” (Montenegro: 154).4

Los intelectuales nacionalistas están llamados a conducir la nación en tanto intérpretes de la bolivianidad a través de la historia y en la militancia realizada en nombre de la comunidad.5 Pero para ello, Montenegro sugiere reemplazar la forma dramatúrgica de la historia ya acontecida, con un desenlace nuevo y verdadero, la “Novela”, porque “lo novelesco no es lo ficticio. […] La novela, como la historia, es una realización existencial que convierte en posibles los ensueños, arraigándolos en la entraña de lo viviente” (241).

La novela y la historia en Augusto Céspedes

Un hombre avanza por la media calle contra una multitud que viene. Tiene un revólver, levanta la mano y se oyen balazos. Todos huyen. De allá vuelan piedras y el hombre reaparece, entre caballos, con el rostro ensangrentado y los brazos colgando, en medio de otros dos que le ayudan a caminar. Esa es una visión de mi lejana, aunque no dorada, infancia (Céspedes 1956: 15).

Así principia el relato “Domingo de elecciones” de El dictador suicida (1956) de Augusto Céspedes. Se trata del Pavo Villarroel, “un liberal muy conocido por su intrepidez” (Céspedes 1956: 17), que a la consigna “¡Viva Montes!”, presidente de Bolivia en dos gestiones (1904-1909; 1913-1917), disparó al aire en la Plaza 14 de septiembre de Cochabamba sobre una multitud reunida en 1914 para elegir diputados entre el partido oficialista Liberal y el Republicano opositor.

Siguiendo el ritual electoral, los ciudadanos escribían su voto en una papeleta y la llevaban al ánfora o urna, bajo la vista del jurado. Hasta que los opositores consideraron demasiado el número de sus votantes “ultrajados con la complicidad de la Policía” (Céspedes 1956: 16). Esto llevó al repliegue de los republicanos y su ingreso posterior, en masa embanderada, a la Plaza. Tras los balazos, los liberales:

Cual cosacos criollos, con nervios de toro en la mano, repartieron generosamente golpes sobre los republicanos, entre tanto que los matones de a pie cooperaban a la dispersión con patadas y puñetazos. Me pareció sobrenatural que los jardines de la plaza, en los que estaba prohibido a los chicos poner siquiera el pie, fueran hollados por la escuálida caballería que perseguía a los republicanos en fuga por entre rosales y pensamientos (1956: 17).

En 1956, y desde Roma, ciudad en la que está desempeñando servicios diplomáticos para el gobierno boliviano surgido de la Revolución Nacional de 1952, Céspedes recuerda este pugilato electoral “típicamente liberal” (1956: 17). Lo describe desde el punto de vista del niño de once años que presenció y observó su primera elección, acompañado de su padre, un diputado liberal. Escoge este episodio como íncipit de su primer libro de historia de los iniciales cuarenta años del siglo xx, y de “la política de la oligarquía, cuya intimidad económica debí inquirir para lograr una explicación de cierta singularidad del proceso boliviano” (1956: 13).

En El dictador suicida Céspedes decide priorizar su figura de historiador por sobre la de narrador de ficción, con la que había ganado prestigio nacional desde su primer libro, los cuentos de Sangre de mestizos (1936). Sin embargo, el autor reconoce: “En mi infancia el corazón me fue ganado por la política” (1956: 15). Esto después de narrar la escena anterior: una de las mejores descripciones de la literatura boliviana de un cuadro de contienda electoral criolla.

A diferencia de los indigenistas anteriores y los nacionalistas e indianistas posteriores, Céspedes desestima una lectura esencialista -y estática- de la cultura en Bolivia. Antes bien, agudiza la mirada política. Al referirse al Golpe orquestado por Bautista Saavedra, miembro del Partido Republicano, que en 1920 pone fin a dos décadas de gobierno del Partido Liberal, y de la separación del ala de Daniel Salamanca -también aspirante a la Presidencia- del mismo partido de Saavedra, Céspedes comenta:

Los artesanos de la ciudad que apoyaban a Saavedra eran ciertamente mestizos, pero lo eran también los oligarcas liberales y los señorones salamanquistas, como habían sido los conservadores, de origen también plebeyo como Campero, Arce, Pacheco y Baptista. La diferencia social se establecía únicamente en que conservadores y liberales se habían refinado en el manejo del dinero, en décadas de disfrute presupuestario (1956: 71).

Si el tiempo de acumulación económica era base y motor de la diferenciación social, también era cuestión de tiempo la articulación del Partido Liberal -y de los variopintos partidos posteriormente formados, y hasta 1952- al engranaje del poder minero:

Coincidió la ocupación del poder por los liberales con la explotación del estaño, nuevo metal exportable, pero ese hecho no es suficiente para explicar su conquista del gobierno. Su dependencia del estaño se estableció ya en el poder. Era simplemente un partido más joven. El mecanismo explotador del estaño hubiera empleado igualmente a los beatos y no a los librepensadores, si aquellos no se hubieran gastado en el ejercicio de 15 años de oligarquía. A unos y a otros, conservadores como liberales, solo les estaba permitido moverse en el ámbito de la dependencia colonial (1956: 19).

No siendo la ideología variable explicativa del superestado minero, lo era el imperialismo y su interés en la explotación de valiosas materias primas nacionales, la antecedió: “Dentro de este marco de desnacionalización mental -intelectuales, financistas y periodistas- prosperó la explotación minera, hasta lograr un desarrollo que le permitió instituir, como pedagogía colectiva, la ignorancia y aún la aversión por un destino nacional” (1956: 48).

Céspedes llama a esta desnacionalización mental “anticultura”, recuperando la antítesis nación/antinación de Montenegro. Pero, ¿qué significa para Céspedes “cultura”?

Como flor del tiempo, en tres siglos surgió una expresión de vida particular, identificable en la arquitectura, la música popular, la literatura de los cronistas y las costumbres. Se puede aludir así a una cultura colonial, saturada por las aguas inagotables del manantial autóctono.

Proporcionalmente a la opresión, la sed de independencia emanó también de esas fuentes, hacia la evasión artística o a la rebelión explícita (1956: 49).

Todo esto quedó diluido por la República, hecho lamentable por su enajenación al artificio liberal (1956: 50).

La cultura, según estas citas, es expresión de la vida particular de un pueblo que ha convivido por un extenso periodo de tiempo en un territorio común. Y como tal, capaz de generar tanto evasión artística como acción política, según sea su origen artificial o autóctono.

Lo artificial del régimen liberal se identifica en Céspedes con lo extranjero y para el propósito de este ensayo, con una relación implícita entre Europa y el academicismo: el discurso alejado de los hechos, las abstracciones, el intelectual y la burocracia (rosca).

Para Céspedes, como para su generación, el símbolo es un concepto de análisis social. Así, Carlos Medinaceli considera que símbolo de la sociedad puede ser un personaje real o ficticio, una clase o una obra literaria que sintetizan la realidad. En El dictador suicida “el espíritu extranjerizante de la casta antinacional cobró personería intelectual en la obra del escritor montista Alcides Arguedas, quien tomó a su cargo la devastación moral del pueblo y la historia bolivianos” (1956: 51). Y una antítesis de Arguedas es el soldado héroe de la Guerra del Chaco que da título y perspectiva a esta versión del revisionismo histórico, Germán Busch, presidente de Bolivia entre 1936-1939, de quien dice: “En su incultura e inexperiencia radicaba su valor revolucionario, ya que la cultura que poseyeron los presidentes hasta entonces procedía de la academia rosquera” (1956: 160).

En 1939, Busch hace llamar a Arguedas a su despacho por una carta abierta y pública que cuestiona al socialismo militar, doctrina de la postguerra del Chaco. Busch arremete a golpes contra Arguedas y aunque Céspedes condena el hecho, lo describe así: “El choque, en el torbellino de un símbolo, de la esencia verdadera de nuestra historia con su falsedad escrita; del soldado defensor de Bolivia con su detractor letrado” (1956: 191).

Esta crítica al letrado escala en repercusiones con el análisis del “hombre símbolo” del período, el presidente Daniel Salamanca,quien inicia la guerra contra el Paraguay y cuyo análisis Céspedes prolonga en Salamanca o el metafísico del fracaso (1973), tan influyente sobre nuestra lectura epistemológica de la Guerra del Chaco, como lo había sido su cuento “El pozo” (1936) como metáfora del insondable absurdo de aquella experiencia:6

Entre la razón de Salamanca y su irracionalidad desencadenada, figura un Chaco abstracto. En su pensamiento geométrico, la representación gráfica sustituía al territorio mismo. El Chaco era tan llano como el mapa del Chaco y su falta de relieves orográficos le hizo suponer que facilitaba las marchas a pie, abstrayendo los matorrales y la sed (1973: 63).

Esta crítica al pensamiento abstracto se amplía con el cuestionamiento a lo que Céspedes considera “el caballo de Troya de los principios” (1956: 93). Desde la caída de la democracia liberal, la oligarquía concentró el principio de la democracia en la defensa de los intereses mineros:

La inteligencia de Salamanca, al par que la de los grandes publicistas y políticos de su tiempo (Sánchez Bustamante, José Carrasco, Casto Rojas, Bautista Saavedra, Alcides Arguedas, Tomás Manuel Elío, Ismael Vásquez), tuvo efectos letales en la conciencia de la nación. La estética con la que el “hombre símbolo” abrillantaba las proposiciones y silogismos de su liberalismo puro, proporcionó a este una máscara de la realidad, la realidad del aliento condensado sobre el cristal, que permite trazar iniciales con el dedo. El academicismo de sus tópicos enriqueció la hipocresía filosófica con que se interpreta la Democracia en América Latina. En un país de indios y mestizos, la minoría letrada, desde Adolfo Ballivián hasta Baptista y Salamanca, solo creyó sinceramente en su democracia, para hacendados, abogados y banqueros, o sea, en el gobierno de los huayra-levas, con exclusión de cholos y de indios (1956: 46).

En las décadas de 1920 y 1930, el discurso de la democracia fue una bandera de movilización contra los gobiernos que Céspedes considera antecedentes del nacionalismo, los civiles de Saavedra, Hernando Siles y los militares de David Toro y Busch-. En la década de 1940, el discurso del antifascismo permitió la expulsión del MNR de la composición del gobierno del militar nacionalista y populista Gualberto Villarroel (1942-1946), el exilio de los emerristas que lo integraban, y el colgamiento del propio presidente Villarroel, azuzado por la prensa, en 1946. En la década de 1960, Céspedes considera que se propicia la caída del MNR que ha gobernado desde la Revolución Nacional de 1952, mediante la invocación del principio del anticomunismo (Sivak 2011: 147).

Así como Salamanca “desdeñaba la realidad, a la que pretendía doblegar con el arte de su palabra” (1956: 41), los principios abstractos y generales son formas ideológicas, entendida aquí la ideología como falsificación de la realidad y de alienación de la conciencia nacional, y por ello, representan la anticultura.

Y Augusto Céspedes y otros jóvenes nacionalistas acuñan el término rosca para designar a los letrados que mediante palabras y discursos gestionan al despojo imperialista:

Oligarquía, plutocracia, rosca, son términos frecuentemente empleados en el presente relato, como sinónimos. Pero la palabra clave es rosca, neologismo o americanismo de patente boliviana con el que se clasificó desde 1930 al grupo de nativos y extranjeros que, desde dentro del país, ayudaban al Superestado minero para que lo despojara, a cambio de tener empleos y manejar ciertos negocios (1956: 13).

La rosca, entendida no como quienes detentan el poder económico, los grandes mineros, sino como quienes administran este poder. Ya sea en las empresas mineras o en el Estado, conforman una burocracia pública y privada. El término se estrena, que tengamos conocimiento, en la columna Monos de Wall Street, publicada en el periódico La Calle entre 1936 y 1937. En esta columna sin firma, pero de autoría de Céspedes, se publican retratos satíricos también anónimos -y también reconocibles-de ingenieros, contadores, administradores, abogados, escritores que en esa época trabajaban para las empresas mineras o que eran funcionarios públicos o que habían cumplido consecutiva o alternativamente ambas funciones.

El Diccionario de americanismos de la RAE define huayraleva como voz boliviana que designa al “hombre, generalmente de algún grupo social, que obtiene ciertos beneficios personales a costa de los demás”. La democracia huayraleva, entonces, en la cita anterior, ha de entenderse como oficio de hacendados, abogados y banqueros que medran del Estado. Y el schibboleth en la puerta de la burocracia es la cultura letrada, el bachillerato, el diploma universitario, normalmente de abogado, y una jerga de entendidos: de miembros de la rosca.

Fernando Diez de Medina (La Paz, 1908-1990), escritor nacionalista, y ministro de Educación, reseñó El dictador suicida. Abrió un debate público con Céspedes entre octubre de 1956 y marzo de 1957. Aunque valora la pintura de personajes, deplora la “parcialidad y rencor” (526) de esta que considera crónica antes que historia. “Esos 40 años resultan una trágica mascarada donde el autor solo ve políticos frustrados, payasos y bufones” (526). La polémica incluyó once artículos entre idas y vueltas. En sus últimas réplicas, Céspedes apunta que Diez de Medina distrae, con sus referencias bibliográficas, “del tema central del debate: la manera cómo se debe escribir y entender la historia de Bolivia” (564) y que “se empecina en reducir a términos literarios [esta polémica], cuando verdaderamente es de posiciones políticas” (582). Halla extraordinario que Diez de Medina “crea que un político que ha actuado en primeros planos en dos gobiernos revolucionarios, puede, cuando le place, exhibir como escritor sus afinidades reaccionarias” (584), siendo que “existe ya una interpretación nacionalista revolucionaria de la historia de Bolivia, como existía una interpretación liberal” (570).

En última instancia, para Céspedes, así como para Montenegro, la escritura es ante todo una actividad de movilización y legitimación política, en la que el panteón de la Historia es ocupado por los precursores y actores del nacionalismo. Si hay lugar para los antagonistas en estas narraciones, es precisamente la de la acción opositora, que desarrolla el conflicto, pero posibilita una resolución que a la larga le ha resultado, o le resultará adversa.

Una historia de las letras y un lenguaje cotidiano: Carlos Medinaceli

Carlos Medinaceli, en carta pública dirigida a Francisco Villarejos, director de La Semana Gráfica (La Paz), en plena Guerra del Chaco (diciembre de 1932), de la que fue relevado a servicios auxiliares por su miopía (Baptista Gumucio 2012: 160-161), cuestiona un artículo editorial del periódico en el que se contrapone el doctorismoaltoperuano al sacrificio de los jóvenes en la línea de fuego:

Tal proceder le conduce a condenar, en globo, a las generaciones ochocentistas y cree usted que después de la guerra asistiremos al enjuiciamiento capital -ahora sí vendría bien aquello de la Ley Capital- del doctorismopolitiqueante y a la liquidación de la política plutocrática de hoy.

Pero, esta condenación, así, en globo, y, aquello de imputar solamente a los gobiernos y la política todos los desastres de la patria, es una visión fragmentaria del fenómeno nacional y cargar con el fardo de la culpa solamente a los actores más visibles de la escena -los políticos-, cuando la responsabilidad es de todos, y, en gran parte, también, de nuestro sino histórico y geográfico (1932b: 1).

Medinaceli alude al Proyecto de ley de 1930 del escritor antecesor del nacionalismo, Franz Tamayo, que planteaba el tiranicidio en castigo al abuso del poder y estaba dirigido al presidente Hernando Siles, quien intentó prolongar su mandato. Alejado de este ímpetu de revisión y juicio sumario de la Historia y lejos del lamento, pesimismo o “fatiga melancólica” (Zavaleta 2013a: 145) que se le atribuye a la luz de su biografía y de la publicación de sus cartas privadas, Medinaceli construye una tradición para la producción literaria e intelectual, que considera lo más digno de Bolivia y la mejor expresión de la conciencia de la nación movilizada.

Medinaceli dota a Bolivia de un canon literario y de una historia de su literatura. Mauricio Souza (2021) considera que él inicia la construcción sistemática de la historiografía literaria en el país. Un gesto que otros escritores de su generación comparten y continúan: José Eduardo Guerra, Augusto Guzmán, Enrique Finot, Fernando Diez de Medina. Sin embargo, resulta necesario enfatizar, para diferenciar: la de Medinaceli es una historia dinámica. Y por ello, historia literaria abierta y revocable, creada y revisada al ritmo de sus estudios monográficos, reseñas, prólogos, obituarios y textos redactados en otros formatos y en otros géneros periodísticos, y publicados en periódicos y revistas bolivianas entre 1917 y 1949.

Nuestro problema, antes que de cualquier otra índole política, es un problema de cultura. De cultura en el sentido que la definen Eucken y Max Scheler” (1932b: 1), concluye el artículo glosado. En otro artículo de ese año, reseña al filósofo alemán Scheler, el teórico de la axiología o doctrina de los valores: “Lo que separa al animal del hombre es que este, a más de vivir en el mundo como naturaleza, vive también en un mundo como espíritu” (1932a: 6).

Al comentar el libro de Alcides Arguedas, La danza de las sombras (1934), en ocasión de fungir como director de un semanario que cubre las noticias del frente de guerra, La Gaceta de Bolivia, Medinaceli valora la función nacional de los intelectuales:

Y es que estos hombres han comprendido, mejor, han sentido, con Descartes y Pascal, que la suprema dignidad del hombre se asienta en el pensamiento. Y, en su caso, no ya solo la dignidad del hombre, tomado como individuo particular, sino de la nación misma, de la tierra donde nacieron. Porque es en los hombres de pensamiento que la nacionalidad adquiere la conciencia clara de su propio espíritu y la noción clarividente de su misión histórica. Son los creadores de patria, porque son creadores de conciencia histórica y social (1935: 4-5).

Desde esta perspectiva, Medinaceli identifica continuidad, antes que ruptura, en la historia del país: aquí no hay conciencia nacional porque no se lee ni se conoce ni menos se valora la producción escrita del país. Y la principal razón para ello es nuestro origen minero que ha privilegiado la búsqueda de riqueza material por sobre la humanización espiritual. Este materialismo se agudizó durante la etapa liberal, asociado al positivismo y al progreso, e incrustado en la política, la burocracia y, lo más grave y perdurable, alimentado por la deformación que los estudiantes sufren en las instituciones educativas. En 1935 escribe, para remediar aquello, la propuesta de reforma de la educación secundaria, La educación del gusto estético (1942), y en su “Epílogo de aldea” escrito en 1938, declara:

En pie y aquí combato, precisamente, al profesionalismo parásito que sale de nuestras universidades y, como es sabido, público y notorio, es el explotador del indio y un elemento funesto para el Estado y la sociedad. Reclamo por la formación de una clase realmente culta, técnicamente capacitada para asumir el rango directivo que le corresponde y que toda sociedad civilizada requiere, y que, “desinteresadamente” culturizada, encauce la energía social y tenga la fuerza serena y el valor austero de afrontar a fondo los grandes problemas nacionales, como el problema de la tierra y el problema minero, el latifundio y el monopolio (1972: 173).

El problema de la burocracia o la rosca, como la llamaron Céspedes y Montenegro no coincide con los intereses económicos ni con la cultura europeísta para Medinaceli, sino con la escuela: “aparentar que se educa, cuando en verdad se corrompe. Se ha corrompido la inteligencia y el espíritu, es decir el fondo ético-religioso, base de toda cultura” (1972: 86).

En “Camino de perfección”, un “discurso fúnebre leído por el autor el 6 de junio de 1929, lamentando el Día del Maestro” encontramos una sátira que Medinaceli no dirige contra los políticos sino contra la sociedad que “mira con tanto desprecio a los maestros”. “Para ingresar a la seráfica Orden de la Pedagogía Franciscana o Cofradía de los Hermanos Metodólogos, habría que hacer voto solemne de pobreza y castidad” (2021: 563):

El director se llamaría padre guardián, el rector asumiría la alta dignidad de inquisidor mayor y tendría los mismos poderes sanguinarios y luciferinos de Torquemada. […] Los herejes, para nosotros, serían los analfabetos inveterados. De suerte que posesos de una ira santa, de un furor ya no religioso, sino educativo, ya no con la locura de la cruz, sino del alfabeto, quemaríamos a media Bolivia o ¡quién sabe a más! ¿No os estremecen las carnes de neroniana voluptuosidad al pensar en los miles de gargantas de aristocráticas damas y nobles caballeros que deberemos pasar a cuchillo, embriagándonos con el vaho caliente y sabroso de esa sangre de herejes?

Sí, señores: ¡guerra a muerte al analfabetismo y la ignorancia! (2021: 567-568).

*Ximena SorucoSologurenestudió Sociología y Literatura. Es profesora en ambas carreras en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz, donde es investigadora del Instituto de Investigaciones Literarias (IIL). Fue coordinadora académica del Centro de Investigaciones Sociales (CIS)-Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB) de la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia (2004-2019). Ha publicado, entre otros libros, La ciudad de los cholos: Mestizaje y colonialidad en Bolivia, siglos XIX y XX (2012) y Literatura y sociedad: Clases y desclasamientos en Carlos Medinaceli (2016), además de numerosos artículos críticos en revistas académicas y medios periodísticos sobre temas y problemas de su especialidad. Es compiladora y editora de la Obra completa de Carlos Medinaceli, cuyo primer tomo, Ensayos reunidos (1915-1930), se publicó en 2021.

La autora agradece a Alfredo Grieco y Bavio la edición de este ensayo.

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