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CELEHIS (Mar del Plata)

versión On-line ISSN 2313-9463

CELEHIS  no.44 Mar del Plata dic. 2022

 

MISCELÁNEA

La crónica en tiempos de cognitariado. Alta rotación de Laura Meradi

The chronicle in times of cognitariat. Laura Meradi’s Alta rotación

Mariano Ernesto Mosquera1 

1 IIBICRIT, Universidad de Buenos Aires

RESUMEN

El objetivo del siguiente trabajo es interrogar a Alta rotación (2010) de Laura Meradi como una instancia de la transformación de la genericidad de la crónica argentina producto de la interacción de elementos de la cultura letrada y la cibercultura. La figura del “productor cultural” y el “cognitariado” aparecen como emergentes fundamentales de una textualidad que hace del trabajo precario tanto el foco temático como el núcleo ético-formal de los modos de narrar en el neoliberalismo tardío. Así, entre el periodismo gonzo y una imaginería que convoca a los debates internos del marxismo, Alta rotación se inserta desde el siglo XXI en una rica tradición que vincula la literatura y el trabajo.

PALABRAS CLAVE: Laura Meradi; crónica; cognitariado; cibercultura; extractivismo literario

ABSTRACT

The objective of the following work is to interrogate Alta rotación (2010) by Laura Meradi as an instance of the transformation of the genericity of the Argentine chronicle as a result of the interaction of elements of literate culture and cyberculture. The figure of the "cultural producer" and the "cognitariat" appear as fundamental emergents of a textuality that makes precarious work both the thematic focus and the ethical-formal nucleus of the modes of narration in late neoliberalism. Thus, between gonzo journalism and an imagery that summons the internal debates of Marxism, Alta rotación is inserted from the 21st century into a rich tradition that links literature and work.

KEYWORDS: Laura Meradi; chronicle; cognitariat; cyberculture; literary extractivism

Algunas coordenadas previas

La importancia y la pregnancia de la crónica en Hispanoamérica tienen un carácter insoslayable, prácticamente autoevidente si se observa la historia de las prácticas discursivas, la creación de instituciones específicas alrededor de este fenómeno escriturario, la efectiva valoración en el mercado editorial y su auspiciosa recepción, fuera o adentro de los círculos académicos. Aunque se trata de un proceso discontinuo y con variadas y singulares transformaciones, que beberá de tradiciones diversas, podrían pensarse las “crónicas de indias” en el siglo XVI como un punto de partida válido, aunque un tanto arbitrario, para elaborar un pequeño panorama de su historia en la cultura hispanoamericana. Allí, se establece uno de los núcleos semánticos, formales y ético-políticos más insistente del género: la preocupación por el otro (Montes 2013), que en las producciones contemporáneas se problematizará como la cuestión de la “empatía” (Ventura 2020). Saltando algunos años, el siguiente punto paradigmático lo constituirá, hacia fines del siglo XIX, su devenir modernista, como relato de lo cotidiano, de la mano de Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera y José Martí, entre otros. Durante el curso del siglo XX, podríamos mencionar, a mero título de ejemplo, las Aguafuertes de Roberto Arlt y los ensayos originales de Rodolfo Walsh con la novela de no ficción, donde se comienza a horadar la acrítica y territorial distinción entre literatura y periodismo que estaba en la base de la reflexión sobre el género, explorando intercambios y estrategias comunes. A partir de 1970, con La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, “se define el perfil político y estético que marcará el camino de la crónica hasta finalizados los años 90” (Montes 2013: 19). No habría que dejar pasar, en esta instancia, la fundación que esta escritora franco-mexicana crea para la promoción de este tipo de práctica discursiva, con un foco puesto en la experimentación del lenguaje y la voluntad de intervención social. También, podrían mencionarse la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), impulsada por Gabriel García Márquez, que comparte similares inquietudes. En los últimos años, la crónica no ha dejado de ganar adeptos e impronta: voces como las de Juan Villoro, Alfonso Armada, Alberto Salcedo Ramos, Josefina Licitra, Leila Guerriero, Cristian Alarcón, Martín Caparrós, Jimena Néspolo, María Moreno, Rodrigo Fresán, Pedro Lemebel, Juan Forn, Gabriela Wiener, entre otros, pueden servir como prueba de la fertilidad del género. Su impacto en el mercado es considerable: innumerables editoriales establecen series específicas a la publicación y promoción de crónicas.

Respecto de su interés dentro de la academia argentina, habría que reconocer, junto a Guadalupe Maradei (2020), que la aceptación de la crónica como objetos de los estudios literarios es un acontecimiento relativamente reciente y concomitante a un proceso similar respecto de la autobiografía y los relatos testimoniales. Como ha señalado María Angulo (2014) puede entenderse la crónica como una “pasión por lo real” voyeurista, es decir, apasionada y deseante por mirar los cuerpos, los territorios, los conflictos y las lógicas del otro. Pero, por tratarse de un formidable proyecto de investigación con la intención de sistematizar y contrastar diferentes discursos sobre la crónica y, a la vez, elaborar uno propio, que comparte muchas de las coordenadas teórico-críticas de este trabajo, vale la pena comentar con especial atención los trabajos de Alicia Montes (2013).

La perspectiva de Montes parte de lo que podríamos llamar un historicismo radical, genealógico y profundamente anti-teleológico. Escapando del peligro idealista de suponer una naturaleza transhistórica de la crónica, la premisa fundamental de su investigación nos impele a aceptar el carácter históricamente contingente de su objeto. Pero este rechazo a elaborar una definición taxonómica del género a partir de la inmersión en su inmanencia histórica no significa que se deba caer en un empirismo ramplón que se limitaría a describir las apariciones positivas de la práctica escrituraria del cronista. Uno de los gestos más provocadores de su investigación, cercanamente emparentado con los procedimientos críticos de Jacques Rancière (2011), es aquel que defiende la necesidad metodológica de pensar en conjunto la textualidad de la crónica con los discursos que sobre ella elaboran los propios escritores, los críticos y el discurso teórico lindante. Sólo a partir de esta figura de la circularidad y la sobredeterminación se podrá argumentar a favor de aquella discontinuidad que permitiría hablar sin arbitrariedades de cierta especificidad de una “crónica contemporánea”. De esta manera, una de las hipótesis que se propone demostrar el estudio de Montes apunta a la vinculación intrínseca entre las características emergentes de la crónica urbana a partir de los 70 y la mirada transdisciplinar y antiesencialista que se impuso en la teoría y en la estética con los epígonos de la filosofía de la diferencia (postestructuralismo, poscolonialismo, feminismo y, agregaríamos nosotros, filosofía política del autonomismo). Pero es precisamente a partir de este punto de partida culturalista e intersticial que se puede reconocer toda una serie de discursos prescriptivos alrededor de la crónica que amenazan con neutralizar su heterogeneidad constitutiva. Con sutil lucidez, Montes logra reconducir las aproximaciones deontológicas a los compromisos ontológicos que estas implican.

En última instancia, ese tipo de vocación historicista y culturalista está en el centro (problemático) de los intereses de este artículo. A lo largo de las páginas, intentaremos demostrar que una zona de la literatura contemporánea puede pensarse como resolución singular, en el marco de la genericidad propia de la crónica (Schaeffer 1988), a la interacción dinámica y productiva entre cultura letrada y cibercultura (Mendoza 2011). En Alta rotación (2008) de Laura Meradi encontraremos la problematización del cognitariado, en tanto emergente de la cibercultura, como condición de producción de la escritura. Y a eso se llega con una particular configuración extractivista.

Problemas de extractivismo literario

El mapa de las relaciones entre literatura y trabajo es un capítulo sugestivo de los estudios literarios argentinos. Por realizar un corte metodológico, se podrían recuperar los productivos análisis de Karina Elizabeth Vásquez (2013), que se enfocan en el trance hegemónico del trabajo industrial durante el siglo XX. La hipótesis central de la investigadora es que la relación imaginaria entre literatura y trabajo es un punto nodal para estudiar el modo en que los escritores figuran su espacio y su especificidad en el marco de la totalidad de la sociedad. Así, puesta en el centro de este problema, Vásquez identifica que uno de los ideologemas más fuertes que recorrió la literatura argentina del pasado siglo fue una franca oposición entre cultura y trabajo: la cultura y el arte serán el lugar de la libertad, la autoexpresión, el juego, la novedad espiritual y la autonomía; mientras que el trabajo será el lugar de la disciplina, la represión, el aburrimiento, la repetición corporal y la heteronomía. No se trata, por supuesto, de un bloque monolítico y homogéneo de sentidos, porque la investigadora se encarga de señalar los puntos de fuga, variaciones y rupturas de tal ideologema. El caso paradigmático será el de la obra de Roberto Arlt, como un caso de cuestionamiento de “las relaciones antagónicas del trabajo y la cultura, construidas en torno a la noción del ‘tiempo muerto’ y la alienación” (Vásquez 2013: 20). El relativo excepcionalismo de la obra de Arlt explicaría en parte el carácter productivo de la forma de sus impugnaciones en la literatura de fines del siglo y principios del nuestro, cuando la hegemonía del trabajo industrial tambalea y el trabajo de servicios empieza a tomar fuerza como núcleo estructurante de la sociedad. Obras como En otro orden de cosas (2001), de Rodolfo Fogwill, Boca de lobo (2000), de Sergio Chejfec y El trabajo (2007), de Aníbal Jarkowski, introducirían, concomitantemente a una revisión de las características deseables de un realismo en el capitalismo tardío, una reestructuración de las imágenes de la relación entre cultura y trabajo. En este sentido, en el marco de una avanzada neoliberal que se cristalizaría como decepción y resignación popular, lo que se comprobaría en estas obras según la investigadora es la puesta en cuestión de la jerarquía del arte frente al resto de los trabajos, una desmitificación de la pretendida naturalidad de tal esquema de pensamiento y, finalmente, la expresión de una renuncia respecto de la posibilidad espiritual del trabajo en general.

Es en este marco del campo literario argentino en el que se entiende la intervención de Alta rotación. El trabajo precario de los jóvenes (2008), el primer libro de la escritora y guionista Laura Meradi. Alejandra Laera (2013) señalará que Laura Meradi, junto con I Acevedo y Diego Meret, constituye parte de una serie singular en la que primeras obras, de carácter autobiográfico, se construyen bajo el postulado de posicionarse proyectivamente como un “recienvenido” en el campo literario.1 Se trata, entonces, de una crónica por encargo a esta “recienvenida”, luego de haber perdido su trabajo estable en la Audiovideoteca de Escritores de Buenos Aires en una avanzada de ajuste del gobierno porteño de Mauricio Macri. Alta rotación funciona como un libro con un mecanismo procedimental explicitado desde el principio: “Durante un año, de marzo de 2007 a marzo de 2008, realicé los trabajos que componen este libro siguiéndolos de manera independiente y ocultando el objetivo tanto a mis empleadores como a mis compañeros” (Meradi 2008: 13). De esta manera, cada uno de los capítulos del libro se organiza alrededor de la búsqueda y la experiencia en un trabajo precario: vendedora de tarjeta de crédito en las calles de Constitución, cajera de un supermercado, telefonista en un call center en inglés, ayudante de mesera en un bar, trabajadora de McDonalds. Si quisiéramos ampliar la serie textual en la que se enmarca Alta rotación, podríamos señalar, junto con Mauro Rucovsky (2019), desde el clásico La conditionouvrière de la francesa Simone Weil (1951) hasta los ejercicios de crónica más contemporáneos de Salario mínimo. Vivir con nada (2015) del colombiano Felipe Andrés Solano, y Capitalismo con tracción a sangre (2018) del ítalo-argentino Emiliano Gullo.

Lo primero que habría que apuntar es que, aunque la obra de Meradi rompe con ciertos esquemas fosilizados de la relación entre literatura y trabajo en la cultura argentina, no se trata de un corte absoluto. Si hay algo de Alta rotación que comparte con tal tradición ideológica, es el principio de que la forma de introducir el contacto entre ambos polos de la ecuación se da por un “acercamiento al otro”, a aquellos jóvenes que dependen de tal precariedad para sobrevivir en la contemporaneidad. Para triunfar en ese objetivo, Meradi se autoimpone la regla de “hacerse pasar por otra”, mentir tanto a sus compañeros como a sus empleadoras, engañar sobre sus estudios, sus proyectos y sus perspectivas. Por un lado, se trata de interferir del modo más levemente posible en su carácter de “observador participante” pero, por otro, también, en determinadas circunstancias, se constituye en condición determinante para poder ser contratada en aquellos trabajos. Esta característica será un punto central de nuestra lectura. La discontinuidad fundamental que introduce en tal tradición habría que buscarla, más bien, en el reconocimiento rápido y explícito de que no hay diferencia radical entre su objeto de estudio y narración y su propio trabajo como escritora:

La palabra “precarizado” sonaba fuerte en el patio del Gobierno de la Ciudad, y yo caí en la cuenta de que no sólo los trabajos que yo estaba eligiendo para la escritura de mis crónicas eran precarizados, sino que mi verdadero trabajo, el trabajo relacionado con lo que más me gusta hacer en el mundo, era también un trabajo precarizado. (Meradi 2008: 14)

Este movimiento conceptual que realiza Meradi en sus primeras páginas merecería un estudio aparte, por lo cargado de nociones e intuiciones clave para el lugar del arte y la literatura en la contemporaneidad, pero basten algunas reflexiones para no desviarnos de nuestra lectura. Meradi reconoce en este breve fragmento, que se volverá estructurante del texto en proporciones variables, como señalaremos, que una de las claves paradigmáticas de la precariedad del trabajo contemporáneo es la propia de lo que la teórica foucaulteanaIsabellLorey llama “productores culturales”. En palabras de la investigadora alemana, en la que caracteriza un “patrón” de esta figura subjetiva:

Se trata de individuos instruidos o muy instruidos, por lo general entre veinticinco y cuarenta años, sin hijos o hijas, en situación de empleo precario de forma más o menos intencionada. Persiguen trabajos temporales, viven sobre proyectos y persiguen contratos de trabajo con varios clientes al mismo tiempo, o al menos uno tras otro, por lo general sin seguro de enfermedad, vacaciones pagadas ni subsidio de desempleo; sus empleos no les cubren la seguridad social y por lo tanto no gozan de ninguna, o sólo de una mínima protección social. La semana de cuarenta horas de trabajo es una ilusión. El tiempo de trabajo y el tiempo libre no tienen fronteras definidas. El trabajo y el ocio ya no se pueden separar. Invierten el tiempo de trabajo no remunerado en acumular una gran cantidad de saber por el que no se les paga, pero que de forma natural se exige y se utiliza en las situaciones de trabajo remunerado (Lorey 2006: s.p.)

El problema de Lorey no es tanto la identificación sociológica de un segmento novedoso de la población sino, más bien, reconocer cómo este tipo de subjetivación se constituyó (incómodamente para sus protagonistas) en el centro hegemónico y estructurador del tipo de explotación capitalista que requirió el neoliberalismo para su implantación efectiva. En la figura del productor cultural se entiende que hay un sector de la sociedad, proyectado como paradigma sobre el resto de la población, que, más o menos voluntariamente (al menos al nivel consciente), elige la vida de precariedad y flexibilidad por ser compatible, de forma superficial, con sus proyectos de “autorealización”. Y en este sentido también habría que entenderlo como un imperativo contemporáneo implícito del capitalismo tardío: el impulso a seguir el propio deseo, la actualización de los proyectos individuales y la autoexpresión continúa. Se trata de un elemento importante de nuestra lectura porque Meradi hace de las condiciones de producción un principio constructivo de su crónica. En el marco de una profesionalización poco consumada del trabajo artístico en Latinoamerica (aunque también en el resto del mundo), Meradi nos muestra que ser escritora no es solo ser una “trabajadora inmaterial” (concepto caro al autonomismo italiano), porque eso fue así durante toda la historia del arte, sino también una “productora cultural”, en el sentido de Lorey, y, podríamos agregar, una “trabajadora informacional” (Zukerfeld 2013) o “cognitariado” (Berardi 2016), ya que produce un “bien informacional”, que luego podrá o no ser materializado en la forma tradicional del libro.2

La lista de trabajos a las que se aboca la narración de Meradi ofrece a primera vista un primer resultado: se trata de trabajos de servicio, donde la precarización se siente de un modo más urgente, por la tercerización de la economía (en particular, la argentina). Cada uno de los capítulos relata el proceso tedioso y burocrático para conseguir el trabajo, las mentiras que estaban al día para ser considerada apta (y no sobrecalificada o sobreocupada con otras actividades) y sostener su posición de “infiltrada”, la solidaridad pero también las mezquindades de los compañeros de trabajo, la disciplina y el control de las posiciones jerárquicas, entre otros elementos. Pero la clave es entender que no se trata de un texto meramente denuncialista, no hay hipótesis fuerte que se pueda aislar y replicar: más bien, de lo que se trata es de pergeñar un espacio textual que pueda registrar los vaivenes afectivos de vivir en tal estado de precariedad (Rucovsky 2019). Para ello, se construye una geometría precisa que atiende al carácter diferencial de los impactos subjetivos de cada uno de los trabajos: la venta de tarjeta de crédito en las calles de Constitución estará signada por la intemperie frente a los elementos y la enfermedad; el trabajo de cajera por el dolor de espalda, el calor y la sed; el trabajo de camarera por el dolor de los músculos y las pantorrillas; por último, el trabajo en el Mc Donalds por el frío de los freezers, el dolor general del cuerpo al limpiar a toda velocidad. Cada uno de estas ecuaciones configurará una muestra de los valores estrambóticos que el capital le “pide” a los cuerpos del precariado. Una frase de Spinoza se ha vuelto muy popular en la intelectualidad en estos últimos 50 años: “Nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo” (Spinoza 2004: 147). Ahora bien, quizá, reversionando a Emiliano Exposto (2020), habría que decir: “a veces, un cuerpo precario puede demasiado”.

Pero no se trata solamente de lo que puede, exigido, un cuerpo, sino también de todo el emplazamiento anímico y cognitivo. Esto se observa de forma saliente en el segundo capítulo, “Los capacitados”, donde relata su experiencia en un Call center, por lo que requiere un análisis más atento. Tras mentir en las entrevistas sobre sus conocimientos de idioma, la narradora comienza a trabajar como telefonista para una empresa de servicios de atención al cliente para el extranjero. Se trata de lo que en el posobrerismo se define como “cognitariado”, figura que volverá a lo largo de este trabajo: “El cognitariado es el flujo de trabajo semiótico socialmente difundido y fragmentado” (Berardi 2016: 120). El cognitariado solo pudo implantarse como hegemónico por el correlativo establecimiento de la cibercultura, es su emergente en el nivel del trabajo. En el caso del libro, se trata del trabajo que requiere el mayor despliegue de habilidades específicas, por lo que no extraña que el texto dedique largas páginas al proceso de entrenamiento previo que le brinda la empresa. El entrenamiento consiste en un curso de idioma, el aprendizaje de vocabulario técnico del rubro y la interiorización de un guión para atender llamados. Esta breve descripción nos permite comprobar que lo que Meradi muestra es que, como señala el sociólogo argentino Mariano Zukerfeld (2013), el trabajo en los Call centers es un híbrido inestable y frágil entre disciplina foucaulteana y control deleuziano. Por un lado, a Meradi le llama la atención las persistentes cámaras y personal de seguridad repartidos por el edificio o la insistencia en normalizar las llamadas a clientes (por ejemplo, no puede haber silencios, ni hablar de religión, política o sexo; el cliente no puede reconocer que es extranjera, ni saber su nombre real ni que trabaja para una empresa tercerizada). En un momento de mayor autoconciencia de la situación, Meradi se vuelve explícita: “Desde acá se puede ver que el edificio tiene forma de panóptico” (2008: 92). Pero estos fenómenos conviven de forma inestable con elementos que podríamos llamar propios de una “sociedad de control”: “No se trata, entonces, de reducir lo diverso a la unicidad férrea ni de aplastar la pluralidad, sino de gestionarla y, manteniéndola domesticada, canalizar sus saberes productivos” (Zukerfeld 2013: 148). Meradi señala: “Para eso sirven las capacitaciones: para capacitarnos acerca de la empresa que vamos a representar, como si fuéramos actores de una obra de teatro” (Meradi 2008: 104). Y habría que tomarse en serio esta comparación. Los trabajadores del Call center, tal como los muestra Alta rotación, son fundamentalmente trabajadores performáticos, más preocupados en dar contención emocional a los clientes que en resolver sus problemas técnicos. En este sentido, muestra que el trabajo de servicio es casi siempre también un “trabajo afectivo” (Negri y Hardt 2010). Ahora bien, si lo propio de las sociedades disciplinarias era ejercer poder sobre los cuerpos y evaluar procedimientos hasta en su mínimo gesto, Meradi visibilizará que la novedad de estos trabajos es que, aunque combinan aspectos de la disciplina, el campo saliente de aplicación del poder lo constituyen la memoria y la atención (Lazzarato 2006) y su medida está solo en los resultados (Deleuze 1991), por ejemplo, que se atiendan una cantidad determinada de llamadas por día. El “cognitariado” es un tipo de trabajo sometido a un “extractivismo” (Gago y Mezzadra 2017) de tipo psíquico-afectivo: uno de los imperativos de la empresa es “Be SAVI: Somatic, Auditory, Visual and Intellectual” (Meradi 2008: 110), que forma un juego de palabras en ingles con la palabra “savvy” (comprensivo), imperativo que por supuesto no se puede disciplinar desde la norma, sino sólo regular desde la diferencia y la creatividad individual. Siendo este el campo de operaciones de este tipo de explotación capitalista, no extraña que lo que Meradi narre, en el ámbito de las pasiones de la geometría afectiva que ya señalamos, no sea tanto una aflicción del cuerpo como una de la mente y ánimo: las llamadas están marcadas por un fuerte nerviosismo y ganas de llorar. En este sentido, hacia el final del capítulo, frente a la incapacidad de ayudar a una cliente, un compañero de trabajo le recomienda:

Es tu cabeza o el televisor de la señora, ¿me entiendes? Diles cualquier cosa, corta el teléfono, que no te importe, no los escuches más. Porque vas a volverte loca, sé lo que te digo, no los escuches o vas a enloquecer. Eres tú y tu salud mental, o ellos y su televisor (141, los subrayados son nuestros).

Por supuesto, a lo largo del libro, ni el disciplinamiento ni el control se dan sin escenas de resistencia: es el tiempo de ocio arrancado al tiempo del trabajo, las comidas y bebidas robadas, los productos regalados a los compradores, los enojos y las quejas compartidas entre pares. Pero nunca se produce una figura estable, coherente o sostenida de la resistencia. Por un lado, estas pequeñas rebeldías se reconocen como parte de la falta de necesidad de su proyecto, su carácter experimental, de investigación del sector más golpeado de la precariedad, en el que ella no se encuentra sino por elección. Por otro, son resistencias que no se apoyan en un terreno de certidumbre subjetiva. Cuando Meradi le roba el tiempo al descanso para la reproducción de su fuerza de trabajo para ir a un boliche con sus compañeros del bar, se produce una escena de extrañamiento muy singular: “Me desespera: nos miro y nos veo tan lejos del lugar donde estamos bailando. Pienso: para quién estamos haciendo esto que hacemos. Para quién. Quién mueve nuestros cuerpos esta noche” (242). Y esta escena es un índice de una de las contraposiciones más sugestivas del libro de Meradi, que están en el centro de las discusiones del marxismo. Por un lado, la imagen gótica prototípica de Marx: "el capital es trabajo muerto que, como un vampiro, vive sólo de chupar trabajo vivo, y cuanto más vive, más trabajo chupa" (2010: 279-280). En este sentido, Alta rotación muestra, por un lado, como han enfatizado fuertemente los autonomistas italianos (Negri y Hardt 2010), que la vitalidad y la creatividad se encuentran del lado del trabajo, que el capital no sería nada sin él, a fuerza de extracción de los poderes corporales, cognitivos y afectivos de los trabajadores. Pero, en otras zonas más intrigantes, se proponen imágenes que parecerían implicar lo contrario. A punto de renunciar a su trabajo como cajera, Meradi señala:

Da la sensación de que todo estuviera quieto, y que la única que se mantiene en movimiento, avanzando por el pasillo hacia la salida, soy yo. Los movimientos mecánicos de las cajeras, de los clientes, de los repositores, de las riñoneras y de los supervisores, no parecen movimientos. Son personas quietas dentro de un supermercado que impone sus propias leyes de movimiento. Como si lo que se moviera fuera el supermercado, las góndolas y los productos, y las personas ondularan como consecuencia de ese movimiento mayor. Como si el supermercado tuviera momentos en que sube la marea, y las personas fueran objetos muertos que se perdieron en el mar, y vuelven a la orilla sin voluntad propia. Es una película de ciencia ficción detenida en el momento más costumbrista de todos. Nada avanza ni se transforma verdaderamente. El supermercado, él, enorme con sus góndolas y sus pasillos y sus heladeras y sus luces y sus carteles, ocupando una manzana de la ciudad, es el que se mueve (214)

En esta escena inquietante, el marxismo gótico se cruza por un momento con un marxismo sci-fi: la vitalidad ahora es del capital mismo, las personas son títeres, elementos secundarios movidos por la gran maquinaria del sistema productivo. No puede dejar de resonar aquí aquella intuición genial de DonnaHaraway, que fue retomada por el aceleracionismo, tanto de izquierda (Mark Fisher) como de derecha (Nick Land): “our machines are disturbinglylively, whileweourselves are frighteninginert.” (cit. Fisher 2018: XII). El “metabolismo del capital” y el fetichismo de la mercancía parecen allí efectivamente imparables y monstruosos, en un proceso de exasperación, de saturación imaginaria de las líneas de análisis marxista.

Estas apelaciones al vampiro, al monstruo con tentáculos, al extractivismo corporal y psíquico del capital no importan meramente por ser imágenes, metáforas o aspectos temáticos de la obra de Meradi. Tal como señala Alejandra Laera (2014), pero sin profundizar demasiado, hay un problema ético de la forma literaria de Alta rotación que recorre insistentemente las páginas. Como ya señalamos, Meradi se propone, como modo de salvaguardar cierto carácter “auténtico” de los resultados de su investigación, esconder su proyecto tanto a empleadores como a compañeros de trabajo, mediando la mentira, la invención y la evasión. Son dos variantes de la “mentira como acceso”: la mentira hacia sus empleadores (de su edad, de su ocupación del tiempo, de sus estudios, de sus proyectos vitales, pero también de su proyecto literario) busca simplemente poder conseguir el trabajo, es un acceso material a su campo de narración: “Yo miento porque mi objetivo es conseguir el trabajo para observar un tiempo y renunciar” (Meradi 2008: 166). La mentira a sus compañeros, en cambio, no se relaciona tanto con entrar materialmente a un ámbito sino con un acceso simbólico, de minimizar sus efectos como “observador participante”. Y esto no es sólo un aspecto periférico de la narración, sino que se constituye en un problema de autorreflexividad central desde la primera página: “Mantuve reserva de principio a fin en todos los trabajos porque me parecía que era la manera de entrar sin alterar el orden preexistente” (13). En una zona periférica respecto de lo más inmediatamente laboral, Meradi desarrolla una reflexión que tiene carácter general. Para comprarse pastillas anticonceptivas, la narradora debe autorizar la receta del médico. El problema aparece cuando el personal de la obra social descubre que la receta está vencida. No teniendo tiempo de reponerla con una nueva, Meradi cambia la fecha de su receta para que pueda ser validada. Al triunfar en su estratagema, señala: “Salgo de la obra social con la certeza de que a partir de ahora viviré así: anónima. De que es más fácil. Todo es tan automático que la mentira es parte de este ecosistema. Y la verdad lo complica todo. Mentir para vivir” (261). Por un lado, Meradi reconoce aquí un aspecto autoevidente de la función de la mentira: su carácter performativo, de afectar y ajustar a conveniencia del sujeto la realidad. Pero, en un sentido más amplio, se afirma que la mentira es un aspecto totalmente integrado al sistema y que es parte de las “tretas del débil” utilizarlas para el propio beneficio. Cuando en una entrevista laboral le preguntan si mentiría por una venta, piensa: “Primero me pongo nerviosa, pero después recuerdo que todo lo que estoy diciendo es una mentira, y que puedo volver a mentir a mi favor” (22). En ambos casos, en la escena burocrática y en la capitalista, la asimetría valida la mentira como modo de atenuar los efectos de poder, no hay cargo de consciencia alguno, sino más bien autoafirmación, empoderamiento. El dilema surge cuando tiene que recurrir a las mismas estratagemas con sus pares. No solo no contará que se halla en el medio de una recolección de material para un libro, sino también intentará ocultar la diferencia de clase con sus pares, por ejemplo, jamás podrán saber que vive en un departamento propio. La maraña de mentiras se vuelve tan espesa e intrincada que Meradi se confunde, pierde coherencia, improvisa pobremente. Pero lo que más siente es culpa, un remordimiento profundo por ese tipo de conducta. La explicitación de la orientación de su temor alterna entre dos polos, uno egoísta y uno empático. Cuando se encuentra con un viejo compañero de otro trabajo, Meradi le confiesa la verdad: “Le cuento acerca del libro que estoy escribiendo. Y le cuento lo que más me preocupa estos días: que realmente me encariñé con las chicas del bar, y que no sé cómo hacer para contarles esto sin que se sientan usadas” (355). Pero cuando el compañero le pregunta si ese es su miedo, que se sientan usadas, ella responde: “No. Tengo miedo de que me odien” (Ibid.). El caso límite llega hacia el final del libro, cuando un amigo le impugna completamente la falta de moral de su aproximación: “Nunca hubiese mentido así. Yo hubiera llegado y hubiera dicho: miren, tengo que hacer esto, esto y esto. Digo: la forma de acercarse a los otros es también la forma de acercarse a uno, ¿no? Eso después te vuelve” (406). Meradi se defiende violentamente de las imputaciones, pero esa modalización violenta solo proviene de que ella asume que se trata de un dilema ético que la acosa. Unas páginas antes, explicita la sensación de disociación que le produce tal conducta:

Me voy de campamento a Olivos. Pero, con la sensación de que la que va no soy yo. Mando a la cronista, y yo no soy cronista. Transito, entonces, ese día con la tristeza de estar en otro lado, de no estar en ningún lado, de ser una sombra maldita, de estar completamente ausente. Quisiera estar con ellas pero me mantengo detrás, con un sable escondido en la espalda. Pensando todo el tiempo: esto me sirve para escribir. Pero cuando vaya a la hoja, a intentarlo, no voy a poder, y ante la impotencia me voy a poner a llorar (393)

El gran problema ético-formal de Alta rotación es la reduplicación del extractivismo, del plusvalor. Si Meradi narra las formas salvajes de extracción de los poderes corporales, cognitivos y afectivos de los sujetos precarios por el capital, ella, por su lado, correlativamente, introduce lo que puede conceptualizarse como un “extractivismo literario”. Hay un plusvalor en juego, sea económico o simbólico; hay una explotación de lo que se considera un recurso material, energético o narrativo; hay una “escena tras las bambalinas”, como señalaba el marxismo, ese “sable escondido en la espalda” que reconoce Meradi.

Quizá este dilema no se desarrolló en su forma más acabada, sea en los círculos académicos como en los interiores mismos de su práctica, sino en una zona de la genealogía de la crónica como género: el periodismo y el fotoperiodismo. Los códigos de ética (aunque habría que considerarlos más bien como programación moral, por diluir con la letra la tensión del dilema) del periodismo y el fotoperiodismo están a la orden del día en el mundo, aunque con éxito, por supuesto, variable. Algunos de sus postulados son: prohibición de recurso a métodos desleales; evitar la escenificación; no influir en los acontecimientos; proscripción de la manipulación y límites de la edición; facultar informaciones de contexto que permitan una mejor coordinación de la información; deber de presentar una pluralidad de planos y perspectivas de los sucesos; respetar la dignidad humana y el consentimiento, etc. (Santos Silva 2011). Aunque Alta rotación incumple varios de estos principios, no se trata tanto de impugnar moralmente la escritura de Meradi sino más bien de hacerla entrar, suspendiendo el juicio, en un campo de problemas que no le es exterior, sino que es parte propia de la maquinaria de sentido. Este tipo de contraposición nos permitiría entender que la crónica de Meradi se pone en serie más bien con un tipo de práctica bastante particular y fértil: la del “periodismo gonzo”, popularizada por el norteamericano Hunter S. Thompson. Periodismo de inmersión, periodismo encubierto, con una carga narrativa mucho más fuerte que el formato típico de los medios de comunicación, que atenuaba las fronteras tradicionales antitéticas entre ficción y realidad desde un subjetivismo fuertemente marcado, el “periodismo gonzo” suspendía ciertas exigencias morales para elaborar un discurso contracultural fuerte, que apelara mucho más allá de la información de un evento puntual (Aulestia Benítez 2013). Como señala Katarzyna Kowalska (2020) sobre Alta rotación, la “genealogía gonzo” del libro implica una aproximación a lo autobiográfico con un foco en la demanda social explícita. Y esta es la vara de medida implícita de Meradi, asumida no sin conflictos:

En un genocidio silencioso, los trabajos basura y poco comprometidos con nosotros mismos nos iban a convertir en lo que no éramos ni queríamos ser.

Me hubiese gustado que alguna de las personas que conocí en esta experiencia quedaran en mi vida para siempre. Pero al terminar la observación, como todavía quedaba la escritura, lo más justo me pareció alejarme. Quizás alguna vez las circunstancias puedan volver a unirnos, y yo pueda disculparme por haberlos narrado sin su autorización. El libro es para todos ellos. Si quiero que le guste a alguien, es a mis compañeros y a mis compañeras de trabajo. Lo escribí para que nos vean, y también para que nos veamos. Para hacernos visibles. Yo tengo un año de mi vida para siempre acá. Y espero que ellos sientan lo mismo: que al menos esto no está perdido (15).

El extractivismo literario encuentra así un módico consuelo en el objetivo de una crítica social amplia y emancipadora. El encubrimiento superficial esconde una alianza de base: la precariedad que comparten sus objetos de estudio con ella como escritora, como cognitariado. Su método: la confianza en el valor de la referencialidad. Enfrentada con la impotencia de no poder escribir, hacia el final del texto, Meradi recurre al I-ching como guía. La última frase del libro, fruto de una tirada para armar un hexagrama, es suficientemente elocuente: “Si eres veraz, desaparece la sangre y retrocede la angustia” (407). Dentro de la maraña de mentiras que implicaba el extractivismo literario, hay una honestidad de base que reivindica todo el experimento. Y sólo desde allí, nuestra narradora puede escribir.

* Mariano Ernesto Mosquera es Doctor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado artículos en variadas revistas, tanto nacionales como internacionales. Su última publicación es “El impasse entre la necesidad y la indiferencia. Un ejercicio metacrítico de ‘El artificio, la locura, la obra’, de Jacques Rancière” (2022). Su proyecto de investigación versa sobre las interacciones entre cultura letrada y cibercultura en un corpus hispanoamericano.

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1 Alicia Montes (2013) afirmará que no hay una diferencia neta y a priori entre autobiografía y crónica, sino más bien una cuestión de grado, que pone el énfasis, en el caso de la crónica, en la experiencia del otro.

2El autonomismo italiano (Mario Tronti, Toni Negri, MaurizioLazzaratto, Franco Bifo, entre muchos otros) es una corriente intelectual dentro del marxismo que busca actualizar algunos aspectos de su teoría a la luz de las transformaciones del capitalismo posindustrial. Entre sus variados aportes se encuentra la revitalización del concepto de generallintellect para explicar el modo en que la ciencia, la tecnología y el trabajo semióticamente mediado se constituyen como fuerzas estructurantes de las relaciones de producción contemporáneas.

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