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Relaciones internacionales

versión On-line ISSN 2314-2766

Relac. int. vol.32 no.64 La Plata jun. 2023

 

Historia

Los rasgos peculiares de la monarquía británica desde una perspectiva histórica

Patricia Kreibohm1  *

1Universidad Nacional de La Plata

El pasado 6 de mayo, fue coronado en Londres Carlos III; el vigésimo tercer monarca desde que, en 1707, se constituyó el Reino Unido. Este acontecimiento ha movilizado a la gran mayoría del pueblo británico pues, más allá de la popularidad de este rey en particular, la monarquía está intrínsecamente ligada a la esencia de Gran Bretaña y, desde el punto de vista de sus ciudadanos, ha sido una de las grandes artífices de su destino.[1]

Indudablemente, a lo largo del tiempo, Gran Bretaña ha ocupado, un lugar relevante a nivel global. De hecho, fue uno de los grandes líderes del Concierto Europeo y, por lo tanto, del Mundo Contemporáneo; un líder que construyó el imperio colonial más grande del planeta y que marcó con su impronta a la cultura occidental.[2] ¿Pero, por qué Gran Bretaña? ¿Cuáles fueron las razones que la condujeron a ocupar esta posición?

Desde nuestro punto de vista, es la historia - una vez más - la que puede darnos algunas claves para comprender esta cuestión. Y creemos que dichas claves están vinculadas a ciertas peculiaridades que distinguieron a Gran Bretaña de sus pares europeos; peculiaridades que, además, contribuyeron, de manera decisiva a su preeminencia a nivel global. En este artículo, nos vamos a referir concretamente a tres de ellas.

Examinemos en primer lugar, la cuestión política.

Como otros países de Europa, este reino se fue gestando a partir de una serie de invasiones, conflictos, rebeliones, traiciones, guerras civiles y usurpaciones; sin embargo, ya en el año 927, nació el reino de Inglaterra que nucleaba a la Heptarquía anglosajona con el reino de Gales.[3] Sin embargo, la violencia interna y las invasiones extranjeras habrían de mantenerse durante varios siglos más.

En 1215, se produjo un hecho significativo que, de alguna manera habría de marcar el camino que tomaría el reino a lo largo de su historia. En efecto, el 15 de junio de ese año, la nobleza británica - siempre temerosa de los excesos del poder real - elaboró un documento en el que expresó claramente que no estaba dispuesta a cederles a sus monarcas un poder ilimitado. De hecho, esta famosa Carta Marga, entregada a Juan sin Tierra, especificaba que los lores no tolerarían ningún intento de la monarquía por ampliar sus facultades. Con el tiempo, el documento se volvió una parte esencial de la vida política inglesa; tanto que, desde fines del siglo XVI, perdió su sentido original, para convertirse en una bandera y en un ícono de las libertades individuales de todos los súbditos anglosajones.

Más adelante, en el siglo XVII, volvió a aparecer y se convirtió en el emblema supremo de los miembros del parlamento, quienes rechazaban el derecho divino de los reyes a gobernar; un derecho que reclamaban los reyes de la dinastía Estuardo.[4]

Y fue justamente a raíz de este conflicto entre la corona y el parlamento que se desataron dos importantes revoluciones. La primera en 1648 - que acabó con la decapitación de Carlos I - y la segunda, en 1688/89, llamada La Gloriosa. Esta última fue crucial pues, además de impedir la instalación del Absolutismo en Gran Bretaña, fue la que sentó las bases de un nuevo sistema político que se mantiene vigente hasta hoy y que, a lo largo del tiempo, fue adoptado por casi todos los reinos europeos: la Monarquía Parlamentaria.[5]

En efecto, este sistema - fundado sobre todo en las ideas de los filósofos contractualistas, especialmente de Locke - se fue consolidando y madurando con los años. Así, en el siglo XVIII, durante los reinados de Jorge I y Jorge II, surgió la figura del primer ministro; una figura que, originalmente, fue establecida para el consejero privado del rey, pero que, con el tiempo, amplió notablemente sus facultades. De hecho, ya en el siglo siguiente, este primer ministro se convirtió en el verdadero jefe del gobierno. Desde entonces, en Gran Bretaña, estaba claro que, si bien sus reyes reinaban, no gobernaban.

Simultáneamente, en esta época, los partidos tradicionales, los Tories y los Whigs, también habían evolucionado lo suficiente como para buscar las formas de entenderse en los debates y en las negociaciones; tanto que lograron que el Parlamento se reconvirtiera y operara como un instrumento bastante eficaz que - más tarde o más temprano - terminaba resolviendo los problemas del país.

Indudablemente, como en cualquier otro Estado, las demandas y los conflictos políticos, sociales y económicos, abundaban. Sin embargo, con bastante rapidez, tanto el parlamento como los monarcas, comprendieron que la estrategia más acertada consistía en implementar reformas a fin de adelantarse a los levantamientos y las rebeliones. Así, y guiados por un claro espíritu pragmático, los gobiernos sostenían sus políticas mientras podían; no obstante, cuando éstos amenazaban la estabilidad general, cedían o negociaban para evitar consecuencias no deseadas. De hecho, mientras en el continente las revoluciones sacudieron a sus pueblos durante fines del siglo XVIII y la primera mitad del XIX, en Gran Bretaña no volvió a estallar ninguna.[6]

Esto no significa, de ninguna manera, que la vida de los británicos fuera siempre armónica, próspera y feliz: de hecho, hubo épocas de mucha violencia y su pueblo sufrió incontables abusos e injusticias. Sin embargo, la estabilidad política distinguió al país del resto de las potencias europeas. Como sostiene Hobsbawm, cuando Gran Bretaña entró al siglo XIX, su monarquía era un modelo de autogobierno razonable, ordenado y pacífico.

Entre 1837 y 1901 reinó Victoria, y durante esta larga etapa, Gran Bretaña brillaba con luz propia. De hecho, el país era profundamente admirado por sus contemporáneos y como las riquezas fluían desde todos los confines del imperio, los cambios sociales, culturales, y científicos fueron realmente extraordinarios.

Desde el punto de vista político, la corona mantenía su rol como estabilizadora del sistema y los partidos se alternaban en el poder a intervalos regulares. Además, el parlamento implementó dos reformas electorales que ampliaron el sufragio a nuevos sectores sociales y también se resolvieron los problemas de los trabajadores rurales.

El nivel de vida había mejorado notablemente, la urbanización se había extendido, al igual que las redes de transportes y de comunicaciones

“En 1851, se realizó en Londres la Gran Exposición; una Feria Mundial que exhibió las mejores innovaciones del siglo. En su centro estaba el Palacio de Cristal, un enorme edificio de estructura modular, construido de cristal y acero, el primero de su tipo. Un edificio que, tiempo más tarde, se convirtió en el prototipo de la Arquitectura Moderna.

Como sostiene Asa Brigs y Patricia Clavin, durante esta época la población británica vivía orgullosa y satisfecha y estaba convencida de su país era un mundo aparte, privilegiado y superior a cualquier otro.[7] Sin embargo - lejos de sumirse en la indolencia, el despilfarro y los excesos - sus códigos de conducta y sus principios morales eran sumamente estrictos. En efecto, para los británicos victorianos - guiados por rígidos prejuicios y severas interdicciones - los valores superiores eran los que exaltaban el ahorro, el esfuerzo, el mérito, la dedicación al trabajo y el estricto cumplimiento de la moral y la fe.

En definitiva, a comienzos del siglo XX, Inglaterra gozaba de un modelo político afianzado, estable y respetado; tanto que se convirtió en el ejemplo a seguir para muchos otros Estados del mundo. Por supuesto, ese bienestar y ese liderazgo colapsaría en 1914.

Analicemos ahora, el segundo rasgo distintivo de la Gran Bretaña: su condición de gran potencia marítima; una condición que le permitió construir el imperio colonial más grande y poderoso del mundo.

Desde la temprana Modernidad, los ingleses advirtieron que la posición geográfica de su país tenía una gran cantidad de desventajas; sin embargo, también se dieron cuenta de que existía una vía para superarlas: el mar. De hecho, con una extensión territorial exigua - motivada por su condición insular - y muy pocos recursos naturales, los reyes pronto entendieron que, si querían hacer del país una potencia con peso específico propio en el continente, debían concentrar sus esfuerzos para dominar los océanos.

Así, la exploración y los asentamientos británicos fuera de Europa, comenzaron a partir de las políticas de Enrique VII (1485 y 1509), quien creó las primeras rutas para el comercio de la lana y, también, la primera marina mercante inglesa. Junto con ella, nacieron los astilleros y un sinnúmero de actividades relacionadas a la navegación. Poco después, la marina de guerra complementó este desarrollo, pues era vital proveer de protección a los convoyes mercantiles. Tampoco olvidemos que, durante muchas décadas, la piratería constituyó una actividad sumamente rentable para los navegantes británicos; una actividad que fue apoyada por los monarcas quienes, no solo obtenían importantes beneficios económicos, sino también, notables réditos políticos. Sobre todo, porque la principal víctima de los piratas era su rival más relevante: el imperio español. De hecho, durante la Era Isabelina (1577 y 1590), la expansión ultramarina se profundizó a expensas de los dominios de Felipe II quien, decidido a frenar a los británicos y provocado por las incursiones de Sir Frances Drake, planeó una invasión a las islas. Esto desencadenó la guerra anglo-española que se extendió durante casi 20 años (1585 – 1604) y en la que ninguna de las potencias alcanzó totalmente sus objetivos.[8]

También en estos tiempos, y atraídos por el comercio de especias, los ingleses llegaron a la India y, a partir del 1600, los mercaderes se agruparon y crearon la Compañía de las Indias Orientales, que no sólo estableció factorías y puestos de comercio en casi todo el litoral marítimo del océano Indico, sino que también fundó un ejército propio. En el siglo XIX, todos estos territorios fueron oficialmente incorporados al imperio británico.

Pero la expansión británica no solo se dirigió hacia el oriente. En 1620, y tras muchos fracasos, un conjunto de familias logró establecerse en la costa de América del norte, donde estableció Trece colonias que serían el germen de los Estados Unidos de América.

La colonización de Oceanía fue más tardía; se inició en el S. XVIII y se completó recién en el XIX. Concretamente, Australia fue explorada, conquistada y colonizada por Inglaterra a partir de 1770; y si bien al principio, se usó como colonia penitenciaria, hacia 1850, empezaron a llegar las familias. Así se crearon los primeros autogobiernos, cuyas instituciones representativas se mantuvieron hasta 1901. En esa fecha, Australia fue organizada como un Estado federal autónomo con su propia constitución; no obstante, se mantuvo dentro del imperio y reconoció a su monarca como a su jefe de Estado.

Para cerrar este apartado, nos ha parecido interesante recurrir a uno de los análisis más clásicos que se han escrito sobre este tema. Se trata de la teoría del norteamericano Alfred Mahan quien, a los efectos de concientizar a su gobierno de la importancia del dominio marítimo, tomó como modelo el desarrollo británico. En su estudio, el almirante Mahan, explicaba cómo Gran Bretaña había podido expandirse a todos los confines del globo a partir de esta ventaja sustancial. De hecho, sostenía, la construcción de esta Talasocracia no solo la había enriquecido y le había dado un gran prestigio a nivel global, sino que también le había facilitado disponer de un considerable margen de autonomía en los procesos de toma de decisiones que se llevaban a cabo en el seno del Concierto Europeo. [9]

Según Mahan, el desarrollo del comercio exterior británico y la creación de una excelente y eficiente marina mercante - protegida adecuadamente por la Royal Navy- le habían abierto las puertas para la adquisición de diversas bases en distintos puntos del globo. Dichas bases, atrajeron rápidamente a comerciantes, empresarios, soldados, evangelizadores y aventureros que, en poco tiempo, conquistaron y dominaron vastos territorios coloniales. Así, en tiempo récord, los británicos dispusieron de las materias primas que necesitaba la industria de la metrópoli y de una mano de obra tan barata, que optimizaba los costos de producción. Pero también, adquirieron enormes mercados consumidores para sus productos y amplias oportunidades para sus capitales y sus inversiones.

En la segunda mitad del siglo XIX, e impulsado por la segunda revolución industrial, este colonialismo se transformó en imperialismo. Un imperialismo que se impuso en los mismos espacios coloniales, pero que le permitió a Londres ampliar y profundizar los mecanismos de control, de eficiencia y de rentabilidad. De hecho, en esta nueva etapa, se despertó una sed irrefrenable por el dominio territorial; una sed por la cual ni los gobiernos ni los empresarios habrían ya de conformarse con manejar los mercados. De esta manera, los nuevos tiempos condujeron a que se realizaran inmensas inversiones de capital, se gestaran negocios a gran escala (minas, plantaciones, fábricas, ferrocarriles, bancos) y se incrementara la construcción de ciudades, complejos hoteleros y clubes.

“Así, a fines del siglo XIX, se gestó por primera vez en la historia humana, una verdadera civilización mundial. Liderada por los británicos, pero seguida por muchos otros países europeos, esa economía se amalgamó a partir de la incorporación de lejanas tierras y poblaciones que, de una manera u otra, conformaron un mercado global. Algo que explica por qué los atributos de la Modernidad eran muy similares en todas partes: desde la experimentación científica, a la fabricación de las armas de guerra y desde la industria mecanizada, a las comunicaciones, la organización industrial y los sistemas jurídicos e impositivos.”[10]

Como sostiene Belén Pozuelo Mascaraque, durante esta etapa, las metrópolis no solo habían dominado económicamente a sus colonias, sino que las habían hecho parte de sí mismas, al punto de que ninguna de ellas estaba dispuesta a ceder ni un centímetro de territorio. Desafortunadamente, en el mediano plazo, esta feroz competencia terminó alterando las relaciones internacionales y fortaleciendo un nacionalismo violento que, poco tiempo después, los arrastraría a todos a una catástrofe.

Para proporcionar algunas cifras, hacia 1880 el imperio británico era 140 veces más grande que su metrópoli y, entre 1815 y 1914, abarcaba una superficie de 35.000.000 km², cuya población se calcula en 458 millones de personas; es decir, la cuarta parte de la población mundial de la época y una quinta parte de las tierras del planeta.

En definitiva, decía Mahan, Gran Bretaña había seguido una premisa sencilla pero tan eficaz como contundente: quien domina el mar, domina el comercio mundial, y quien domina el comercio, domina el mundo.

El tercer rasgo distintivo de Gran Bretaña está vinculado fue su desarrollo económico y su progreso tecnológico.

Esta particularidad - que estuvo fuertemente ligada a lo anterior y que contribuyó decisivamente a la obtención de los logros que hemos mencionado - se materializó como un fenómeno único que no solo transformó a este país por completo, sino que modificó la producción, el consumo, el comercio, los hábitos, el pensamiento y la vida del mundo entero: nos referimos a la Revolución Industrial.

En efecto, esta Revolución fue un proceso económico, tecnológico y social de gran envergadura que se gestó en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVIII y produjo un cambio fundamental en la historia humana. Fue implementada por hombres comunes y corrientes, que pertenecían a distintas clases sociales y que habitaban en diversas regiones del país. Desde mucho tiempo atrás, Inglaterra se venía preparando para este cambio, pues había construido los cimientos de la industrialización a través de una serie de modificaciones económicas, tecnológicas, políticas e ideológicas que se fueron complementando paulatinamente y que eran indispensables para alcanzar este objetivo. Como sostiene Eric Hobsbawm:

“Así, un día entre 1780-1790, y por primera vez en la historia humana, la sociedad inglesa pudo liberar de sus cadenas al poder productivo. Desde entonces, muchas sociedades se hicieron capaces de una constante, rápida e ilimitada multiplicación de hombres, bienes y servicios, configurando un despegue hacia el crecimiento autosostenido.” [11]

Según los autores, no es que los ingleses fueran más inteligentes o imaginativos que el resto de los europeos; la razón por la que se dio en Gran Bretaña es porque allí confluyeron una serie de precondiciones sociales, políticas, económicas y legales que, combinadas, hicieron de Gran Bretaña el lugar perfecto para su desarrollo.

Entre esta precondiciones o causas, los historiadores mencionan cinco específicas, las cuales citamos brevemente a continuación.

Primero, la existencia de una revolución agrícola, que se llevó a cabo más de un siglo antes y que redundó en un significativo aumento de los rendimientos agropecuarios y fue la responsable de un notable incremento demográfico. Segundo, los cambios en la propiedad de la tierra, establecidos obligatoriamente por el Estado, facilitaron el aprovechamiento de los espacios cultivables y, simultáneamente, forzaron el éxodo de buena parte de la población rural a las ciudades; dicha población, pobre y desempleada, habría de constituir la mano de obra que iban a necesitar las fábricas. En tercer lugar, la existencia de la Protoindustrialización, que venía desarrollándose desde el siglo XVI y que consistía en una práctica de trabajo a domicilio que, de alguna manera, había iniciado a ciertos sectores campesinos en actividades manufactureras, más o menos especializadas. Cuarto; el rol del Estado fue determinante, pues implicó la creación de un marco político y jurídico estable, la eliminación de aduanas y de peajes internos, la unificación del sistema de pesas y medidas y la construcción de carreteras, puentes e infraestructura adecuada. En definitiva, un cumulo de medidas que, no solo facilitaron la ejecución de los proyectos, sino que, además, transmitieron la confianza necesaria y facilitaron la ejecución de los planes que exigía el proceso. Finalmente, lo que muchos investigadores identifican como: esa característica actitud enérgica y emprendedora de las clases altas británicas; una actitud que - a diferencia de la de muchos aristócratas continentales que no trabajaban y vivían de las rentas o de los privilegios fiscales - conducía a muchos nobles y hombres ricos a arriesgar sus capitales, a trabajar sin descanso y a invertir su tiempo en proyectos tan innovadores como desafiantes.

En cuanto al impacto de la revolución industrial, podemos destacar tres efectos; dos a nivel internacional y uno interno.

Empecemos por este último. Indudablemente este proceso cambió la vida de los británicos. En principio, a nivel social, pues con la revolución industrial nació la clase obrera y la burguesía, que ya existía, se amplió y se enriqueció más aún. Esto generó, a su vez, grandes desplazamientos de masas de población, que provocaron dos consecuencias simultáneas: por un lado, el abandono o el debilitamiento de muchos pueblos y ciudades y, por el otro, el nacimiento de nuevos emplazamientos urbanos y fabriles que, en la mayoría de los casos, crecieron sin planificación y que carecían de los servicios más elementales.[12] Pero esta revolución no solamente modificó la geografía humana del país, sino que también dio origen a la gestación de un cúmulo de sensaciones, de percepciones y de conductas totalmente novedosas. Como sostiene Maxine Berg:

Indudablemente, este proceso no solo cambió la economía y la estructura de la sociedad inglesa, sino que, además, introdujo nuevos usos y costumbres y modificó la forma de pensar, de sentir y de vivir de sus ciudadanos. Especialmente, aludimos a las nuevas formas de trabajo, a la administración del tiempo - marcado ahora por la sirena de la fábrica que marcaba la entrada y la salida de los obreros - y a la vida familiar, que se vieron profundamente afectados por las nuevas condiciones.[13 ]

En cuanto a su impacto internacional, señalaremos dos elementos. El primero está referido a la gran cantidad de productos industriales que convirtieron a Inglaterra en el país con el mayor índice de exportaciones entre 1775 y 1813. Los más importantes fueron los textiles, pero también se fabricaron una innumerable cantidad de artículos - de buena calidad, pero cuyos precios eran bastante accesibles - que inundaron los mercados durante décadas. Una circunstancia que le otorgó una serie de ventajas comparativas frente a sus pares; ventajas económicas, por supuesto, pero también, una superioridad política y estratégica de la cual no había gozado ninguna otra potencia con anterioridad.

En segundo lugar, que, gracias a la elevada rentabilidad de los fletes y a la adecuada articulación del sistema comercial británico, el circuito de producción, transporte y consumo era realmente único en el mundo. En efecto, el mecanismo estaba tan aceitado, que el arribo de las materias primas a la metrópolis - vinieran de donde vinieran - no solo era veloz, sino también bastante seguro, lo cual estimulaba también a las compañías aseguradoras. En cuanto a los productos terminados que salían de Inglaterra, se vendían en los cinco continentes y eran sumamente requeridos por su calidad y por su precio, pero también por su prestigio pues, de alguna manera, su sello transmitía los usos, las costumbres y las tradiciones de sus fabricantes. Esto también influyó en que, desde comienzos del siglo XIX, la lengua más hablada en Europa dejara de ser el francés, que fue reemplazado por el inglés; un idioma que se asoció al comercio, los negocios, la tecnología y, también, al bienestar. De hecho, esta revolución le otorgó a Gran Bretaña una notable superioridad económica y tecnológica, pero también, una supremacía política y estratégica, que impulsó al resto de los Estados del continente a tomar su modelo para replicarlo.[14]

En definitiva, este proceso - que se desarrolló con una velocidad asombrosa - puso a Gran Bretaña a la vanguardia de Europa y del mundo, convirtiéndola en un arquetipo. Como sostiene María Inés Barbero, los países europeos que fueron industrializándose después de Inglaterra, tomaron su modelo: Holanda, Bélgica, Francia y, más adelante, Alemania, Suecia y los Estados Unidos. Sin embargo, cada uno de estos procesos tuvo rasgos propios y específicos, por lo cual, la mayoría de los autores coincide en afirmar que no existió un camino único a la industrialización, sino una multiplicidad de modelos.

1. A modo de conclusión

Indudablemente, el siglo XIX fue el siglo de Gran Bretaña. Pero a comienzos del XX, todo este esplendor habría de colapsar con la Gran Guerra. A partir de entonces, la Gran Albión habría de ir cediendo su posición a la nueva potencia occidental: los Estados Unidos.

Más adelante, el impacto de la Segunda Guerra la golpearía una vez más y, a los saldos de la destrucción en su propio territorio, le seguiría la desarticulación de su vasto imperio. En efecto, el proceso de descolonización que sobrevino a partir de 1945 hizo que sus colonias se transformaran en países independientes. No obstante, y aplicando una vez más su espíritu pragmático, Gran Bretaña logró reconvertir sus antiguos dominios en la Mancomunidad de Naciones; una comunidad compuesta por 54 países soberanos independientes y semiindependientes cuyo principal objetivo es la cooperación internacional en el ámbito político y económico. Esta organización que tiene sus orígenes en la Conferencia Imperial de 1930 - momento en que el gobierno británico reconoció ciertos derechos de autodeterminación a sus colonias - se concretó al año siguiente, con la firma del Estatuto de Westminster.

Actualmente, la Mancomunidad carece de constitución pero sus miembros se comprometen voluntariamente a cumplir con la Declaración de Principios de la Mancomunidad firmada en Singapur en 1971 y ratificada en la Declaración de Harare de 1991. En términos generales la Declaración reconoce la forma de gobierno democrático, el respeto a los derechos humanos, la igualdad entre el hombre y la mujer, el respeto a las leyes y el desarrollo socioeconómico sostenible. La financiación de la organización proviene de los gobiernos que participan con una cuota calculada a partir del producto nacional bruto y el tamaño de la población de cada país.

Indudablemente, Gran Bretaña ha sido una potencia diferente y especial. Una potencia que ha sido admirada y respetada por muchos, pero también, rechazada y denostada en vastas regiones del globo. Sin embargo, hasta nuestros días, su pueblo mantiene intacto su orgullo; un orgullo que está enraizado en su historia, sus tradiciones, sus éxitos y sus desafíos. Tal vez sea esta la razón por la cual este sábado 6 de mayo, se haya volcado a las calles a celebrar la coronación de Carlos.

Notas

1 De hecho, y según las encuestas de opinión, si bien la figura de Carlos no es muy popular, lo que los ciudadanos han celebrado, es la continuidad de la institución monárquica, la cual los representa como pueblo a través de los tiempos.

2Indudablemente, las políticas impulsadas por la corona británica – más concretamente por los ingleses - han generado, a lo largo del tiempo, más rechazo que simpatías, tanto dentro del Reino Unido, como en el resto del mundo.

3Esta heptarquía comprendía a los siete reinos anglosajones del centro, sur y este de la isla de Gran Bretaña: Essex, Estanglia, Kent, Mercia, Northumbria, Sussex y Wessex. Https://es.wikipedia.org/wiki/Heptarqu%C3%ADa_anglosajona

4

Incluso, influyó en los primeros colonos americanos de las Trece Colonias y en la formación de la Constitución estadounidense en 1787. La investigación de historiadores victorianos demostró que la carta original de 1215 solo reguló las relaciones entre el monarca inglés y los nobles. Por lo tanto, no tenía ningún efecto para garantizar los derechos de la gente común. Sin embargo, hasta comienzos del siglo XX, siguió siendo un documento poderoso e icónico, por el que todos los ciudadanos se sentían representados.

Según algunos historiadores, la influencia de esta Carta se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX.

5Inglaterra fue el único caso en el que nunca se estableció el Absolutismo; un modelo político típico del siglo XVII que triunfaba en el continente y cuyo representante más conocido fue Luis XIV de Francia.

6En este caso, nos referimos concretamente a la revolución francesa de 1789 y a los ciclos revolucionarios de 1820, 1830 y 1848, que sacudieron a todo el continente europeo.

7Briggs, Asa y Clavin, Patricia: Historia contemporánea de Europa 1789-1989. Crítica, Barcelona, 1997.

8Una de las referencias más conocidas de esta guerra fue la destrucción de la Armada Invencible española en 1588.

9Talasocracia, concepto de origen griego alude a la capacidad de un país para establecer un dominio marítimo sostenido a lo largo del tiempo y del espacio. Recordemos también que, Gran Bretaña – junto a Francia, Prusia, Austria y Rusia – conformaba la denominada Pentarquía Europea, la cual, era el polo hegemónico del Sistema Multipolar Europeo, que nació en 1848 y colapsó en 1914, con la Primera Guerra Mundial.

10Pozuelo Mascaraque, Belén. Op. Cit. P. 202

11Según Hobsbawm, el take off fue el acontecimiento más importante de la historia del hombre después de la revolución neolítica. Cf. Hobsbawm, Eric: La era de las revoluciones 1789-1848 Barcelona, Editorial Crítica, 2001.

12La ciudad industrial – construida en torno a la fábrica – se caracterizaba por el aislamiento y la contaminación del aire y del agua. Las viviendas obreras presentaban un aspecto horrible pues eran viejas casas o casas nuevas hechas sin planos y con materiales de pésima calidad. Esa ciudad-carbón tan bien reflejada por Charles Dickens, estaba abarrotada de construcciones que eran más feas y sucias que las chozas de la época medieval. En realidad, su atmósfera era hostil para la vida humana pues tampoco tenían agua potable ni servicios mínimos para que una familia pudiera llevar una vida digna. Barbero María Inés: “El nacimiento de las sociedades industriales” En: Aróstegui, Julio, Buchrucker, Cristian y Saborido, Jorge (dir.) El mundo contemporáneo: Historia y Problemas Buenos Aires, Biblos, 2001. P. 88

13Berg, Maxine: La era de las manufacturas. 1700-1820. Crítica, Barcelona, 1987.

14Así, desde fines del siglo XVIII, Holanda, Bélgica y Francia tomaron el ejemplo británico y se lanzaron a la industrialización. Sin embargo, cada uno de estos procesos tuvo rasgos propios y específicos. De hecho, la mayoría de los autores coincide en afirmar que no existió un camino único a la industrialización, sino una multiplicidad de modelos.

*

Magíster en Relaciones Internacionales (Universidad Nacional de Tucumán) y coordinadora del Departamento de Historia de las Relaciones Internacionales del IRI-UNLP.

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