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Delito y sociedad

versión impresa ISSN 0328-0101versión On-line ISSN 2468-9963

Delito soc. vol.30 no.52 Santa Fé dic. 2021

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.14409/dys.2021.52.e0041 

Artículos

Repensar el abolicionismo penal en la Argentina. Tácticas y estrategias

Rethinking Penal Abolitionism in Argentina. Tactics and Strategies

Gabriel I. Anitua1  2  anitua@derecho.uba.ar

Alexis Alvarez-Nakagawa3  4  alexis.alvarez@nyu.edu

1Universidad de José C. Paz

2 Universidad de Buenos Aires

3European University Institute

4New York University

Resumen

El impulso reciente que ha cobrado el movimiento abolicionista en otros países, tal vez como consecuencia de la violencia estatal y la debacle que ha producido la pandemia en las prisiones, constituye una buena excusa para repensar las perspectivas del movimiento en Argentina. Aunque la influencia del abolicionismo penal ha sido importante localmente en el plano de las discusiones teóricas, y si bien ha colaborado indirectamente a impulsar reformas procesales significativas, no puede decirse que haya sido determinante en la práctica legal y política, o en el desarrollo de transformaciones sociales o institucionales de largo alcance que hayan modificado el funcionamiento de nuestros sistemas penales. En este trabajo, mostraremos cuál es la situación del abolicionismo en Argentina y trataremos de señalar las adaptaciones que éste podría realizar para hacer frente a la coyuntura local con el objetivo de avanzar una agenda abolicionista. Utilizando herramientas de las teorías críticas del derecho y siguiendo los ejemplos recientes del movimiento de derechos humanos y del movimiento feminista locales, argumentaremos que el abolicionismo podría desarrollar un uso táctico de la justicia penal y adoptar formas de comunicación que produzcan contra-narrativas sobre el delito y la criminalización.

Palabras clave Abolicionismo penal; movimientos de derechos humanos y feministas; uso táctico del sistema de justicia penal; contra-narrativas del delito; abolicionismo penal mestizo

Abstract

The recent momentum gained by the abolitionist movement in other countries, perhaps as a consequence of state violence and the debacle that the pandemic has brought into prisons, constitutes a good excuse to rethink the perspectives of the movement in Argentina. Although the influence of penal abolitionism has been important locally on a theoretical level, and may have indirectly fostered significant procedural reforms, it has not been a determinant in legal and political practice, nor has it been generative of substantial social or institutional transformations that modified the dynamics of our penal systems. In this paper, we sketch out the situation of abolitionism in Argentina and suggest adaptations that penal abolitionism could make to face local challenges and advance an abolitionist agenda. Using tools from critical legal theories and following the recent examples of the local human rights and feminist movements, we argue that abolitionism could develop a tactical use of the criminal justice system and implement forms of communication to produce counter-narratives of crime and criminalization.

Keywords penal abolitionism; human rights and feminist movements; tactical use of the criminal justice system; counter-narratives of crime; mestizo penal abolitionism

Introducción

El impulso reciente que ha cobrado el movimiento abolicionista en los Estados Unidos, tal vez como consecuencia de la hipervisibilización de la violencia estatal sobre minorías raciales y la sobreexposición a la debacle que ha producido la pandemia en las prisiones, resulta hoy un fenómeno del mayor interés y constituye una excusa inmejorable para pensar las perspectivas del movimiento en otras regiones, y en particular, en nuestro país. La recepción del abolicionismo penal en Argentina coincide en algunos aspectos con la acogida que han tenido otras teorías criminológicas. Tal como ha marcado la literatura, la recepción de teorías extranjeras no siempre llevó aparejada su traducción a un medio que, desde una perspectiva global, puede ser caracterizado como «periférico» o «marginal» (Zaffaroni, 1988; Alagia y Codino, 2019). El abolicionismo penal no ha sido una excepción en esta materia, y su impacto ha sido usualmente mediado por intereses y preocupaciones no siempre compatibles con la realidad local. Por otra parte, si bien en los últimos treinta años, la criminología crítica y, en particular, el abolicionismo holandés y escandinavo (notablemente en los trabajos de Mathiesen, 1974; Christie, 1981; Hulsman, 1982; Bianchi, 1984) han ganado espacio en los claustros académicos (Anitua, 2012), poco ha sido el efecto que han tenido fuera de ellos. De este modo, aunque la influencia del abolicionismo penal ha sido significativa en el plano de las discusiones teóricas, y si bien sus elaboraciones han colaborado indirectamente, junto a otras posturas, a instalar la discusión sobre el rol de la víctima en el proceso penal y la introducción de medidas penales alternativas, no puede decirse que haya sido determinante en la práctica legal y política, o en el desarrollo de transformaciones sociales o institucionales de largo alcance que hayan modificado el funcionamiento de nuestros sistema penales locales. Asimismo, al contrario de lo sucedido en otros países, no se han generado amplios movimientos u organizaciones sociales o de la sociedad civil que, influenciados por las ideas del abolicionismo penal, hayan impulsado o impulsen actualmente el desmantelamiento de las prisiones o del sistema penal argentino.

Aunque las razones que explican este cuadro de situación son múltiples, en este trabajo nos gustaría detenernos en dos aspectos que nos parecen especialmente relevantes para comprender las dificultades actuales del abolicionismo en Argentina. Por un lado, creemos que la teoría abolicionista ha tenido problemas para lidiar de manera convincente con los casos de violencia estatal de nuestro pasado dictatorial, así como también con formas actuales de violencia institucional, tales como la violencia policial y la tortura en las prisiones. A esta situación problemática, se añade el hecho de que una parte importante del feminismo local ha defendido y utilizado instrumentos penales para lidiar con casos de violencia de género y otras formas asociadas de violencia sexual. Paralelamente, en el transcurso de estos últimos años, el abolicionismo local ha estado sujeto al ataque constante de los medios de comunicación locales. El abolicionismo ha sido retratado reiteradamente como una influencia peligrosa por periodistas y políticos que, impulsando campañas de «ley y orden», lo han utilizado para estigmatizar y etiquetar negativamente a las voces más progresistas del campo del derecho penal, la criminología y la política criminal.

En este trabajo, delinearemos brevemente el escenario del abolicionismo en Argentina —que es similar, en muchos aspectos importantes, al de otros países de la región— y trataremos de señalar las adaptaciones que el abolicionismo penal podría realizar para hacer frente a esta especial coyuntura con el objetivo de avanzar una agenda abolicionista en el país. Utilizando herramientas elaboradas por las teorías críticas del derecho y siguiendo los ejemplos recientes del movimiento de derechos humanos y del movimiento feminista locales, argumentaremos que el abolicionismo podría desarrollar un uso táctico de la justicia penal para «confrontar al sistema penal consigo mismo» (Alvarez-Nakagawa, 2015) y adoptar nuevas formas de comunicación que produzcan contra-narrativas sobre el delito y la criminalización. En pocas palabras, este trabajo ofrece una descripción de la situación del abolicionismo en Argentina y sugiere los lineamientos generales de una estrategia para un abolicionismo penal desde los márgenes.

Un diagnóstico: el abolicionismo penal en la Argentina

Las teorías abolicionistas elaboradas en Europa en los años sesenta tuvieron una tardía pero entusiasta recepción en el ambiente académico argentino de los años ochenta. Ello sin duda se debió no sólo al retorno de la democracia en Argentina, sino también al buen momento con el que estas teorías habían contado en las décadas precedentes, lo que se verá reflejado tardíamente en el Noveno Congreso Mundial de Criminología desarrollado en Viena en 1983. La publicación del libro colectivo Abolicionismo Penal (Hulsman et al., 1989) marcó tal vez el momento cúlmine de la recepción del abolicionismo en el país, aunque también, posiblemente, su punto de declive posterior. La simpatía teñida de escepticismo de los compiladores de la obra expresaba buena parte de las reacciones que el abolicionismo recibía localmente. A esta publicación le habían precedido algunas traducciones al castellano de los trabajos de Nils Christie (1984) y Louk Hulsman (y Bernat the Celis, 1984; y Miller, 1985) que tendrían amplia circulación, una conferencia dictada por Hulsman en la primavera de 1986 en la Universidad de Buenos Aires y algunos trabajos que introducían las ideas abolicionistas al público hispano (Larrauri, 1987) o discutían sobre su posible implementación en Latinoamérica y las dificultades que ello entrañaba (García Méndez, 1986; Pérez Pinzón, 1989; Martínez Sánchez, 1990). El acercamiento de importantes criminólogos y penalistas de la región al abolicionismo (Del Olmo, 1981; Zaffaroni, 1988, 1989), aunque señalando sus diferencias y marcando distancias con él, también ayudó a difundir las ideas del movimiento en el ámbito local. El optimismo que se había vivido en Europa algún tiempo atrás se contagiaba ahora en Latinoamérica, del mismo modo que sucedería con el pesimismo que reinaría en la década siguiente respecto a la implementación del abolicionismo y otras ideas progresistas en el campo criminológico.1

Si bien el interés local por el abolicionismo penal no desaparecerá completamente en los años noventa,2 el movimiento perderá relevancia en las discusiones académicas y sólo volverá a surgir con fuerza al abrirse el nuevo siglo con la llegada de una generación de jóvenes académicos que se interesarán nuevamente por él. Este segundo ciclo del abolicionismo en el país estará signado por la traducción de artículos (Hulsman, 2000; van Swaaningen, 2000; Christie, 2000; Mathiesen, 2005; entre otros) y libros (Mathiesen, 2003; Christie, 2004), la aparición de entrevistas en diarios de alcance nacional (Hulsman, 2006; Christie, 2007), junto con el surgimiento de publicaciones locales y regionales individuales (Anitua, 2009; Pérez Pinzón, 2008) y colectivas (Passetti, 2004; Bergalli y Rivera Beiras, 2009; Postay, 2012a). Durante esta misma época también se organizarán grupos de lectura sobre el abolicionismo en algunas universidades, y en el año 2007 tendrá lugar un congreso internacional de criminología en la Universidad de Buenos Aires en donde se contaría con la presencia de Hulsman y de Christie. Por esta época, se producirá la importación al país de otras posturas críticas de los sistemas penales, tales como el «republicanismo penal» (Braithwaite y Pettit, 1990) o la «teoría comunicativa del castigo» (Duff, 2001), sobre todo a través de los trabajos del constitucionalista Roberto Gargarella (2008). Sin embargo, teniendo en cuenta que estas corrientes se apropian de elaboraciones abolicionistas sin dejar por ello de abrazar un modelo punitivo, es posible afirmar que este hecho señala el comienzo de un nuevo declive de la influencia del abolicionismo en el país. En cualquier caso, puede decirse que la presencia de las posturas abolicionistas ha representado una constante en el ambiente penal argentino. Sin consolidarse definitivamente, el abolicionismo ha acechado en los márgenes del discurso penal y criminológico argentino de los últimos cuarenta años.

Es llamativo que en ninguna de sus iteraciones el abolicionismo local haya tomado en cuenta al abolicionismo anglosajón. Posiblemente ello se deba a la novedad de algunos de estos planteos, que han aparecido con fuerza sólo en forma reciente. Nos referimos especialmente a sus autores más conocidos (Davis, 2003, 2005; Gilmore, 2007) como a los más actuales dentro de esta corriente (Sim, 2009; Alexander, 2010; Ruggiero, 2010; Spade, 2011; Murakawa, 2014; Coyle, 2016; Scott, 2018; entre otros). Esta ignorancia del abolicionismo argentino es, si se quiere, sólo comparable con la ignorancia que el abolicionismo anglosajón ha mostrado respecto a las elaboraciones holandesas y escandinavas de los años sesenta, setenta y ochenta, tal como con cierta ironía ponía en evidencia Ruggiero (2014), y como Stanley Cohen (1988) señalaba cuando estas discusiones estaban completamente ausentes en los medios académicos de habla inglesa. Ello es aún más notable si se toma en cuenta que otras teorías anglosajonas han tenido amplia difusión en Argentina. Este hecho debe destacarse porque posiblemente explique los contrastes que el abolicionismo local tiene actualmente con ciertas posturas más recientes del movimiento abolicionista global que, por el contrario, sí han sido fuertemente influidas por las discusiones del abolicionismo anglosajón y por la historia dentro de la cual éste se enmarca. En este sentido, debe tenerse en cuenta que los debates sobre abolicionismo en nuestro país no han tenido relación con la abolición de la pena de muerte –todavía vigente en varios estados norteamericanos, pero ausente hace bastante en nuestro medio–, ni con la historia de la abolición de la esclavitud o la desproporcionada tasa de encarcelamiento de minorías étnicas. Tampoco en la Argentina el abolicionismo de la prisión o de la justicia penal se ha pensado en conjunto con la abolición de la policía, aspecto éste que ha cobrado fuerza en el mundo anglosajón durante los últimos años como consecuencia de la violencia y la sobrevigilancia a la que han sido sometidas las minorías raciales en los Estados Unidos y en el Reino Unido.

Consecuentemente, las notas que han caracterizado a la producción teórica y práctica del abolicionismo anglosajón se encuentran también mayormente ausentes en el abolicionismo argentino. Esto ha tenido consecuencias importantes no solamente para la teoría abolicionista sino también para la praxis local. El abolicionismo escandinavo ha sido criticado, de una manera un poco injusta tal vez, por presentar escasas alternativas al sistema penal o por carecer de pautas programáticas claras. Si bien es cierto que en esta corriente existe falta de sistematicidad en el planteamiento de lo que podría reemplazar a la pena o cómo se podría alcanzar dicha meta, ello no implica que haya carecido de ideas a la hora de pensar posibles alternativas y su aplicabilidad. Prueba de ello es que el abolicionismo escandinavo y holandés no sólo tuvieron amplia acogida en la política criminal de sus respectivos países, sino que también pudieron cruzar fronteras e influenciar la política criminal europea.3 Esta errada concepción del abolicionismo escandinavo —tal vez incluso fomentada por el propio movimiento al negarse a dar respuestas «acabadas»—, aunado al hecho de que la realidad de dicha región siempre se percibió ajena a la conflictividad latinoamericana, ha jugado claramente en contra en la evaluación de las perspectivas del abolicionismo local. En el caso argentino, esto ha llevado a que el abolicionismo sea visto en general como una contribución teórica interesante pero difícil de ser llevada a la práctica. En otras palabras, a que el movimiento sea considerado como un conjunto de aspiraciones nobles cuyo carácter utópico, sin embargo, lo apartaban del terreno de las políticas concretas. Lo cierto es que la recepción del abolicionismo anglosajón podría haber ayudado a disipar, aunque sea parcialmente, estos prejuicios. En este sentido, esta corriente del abolicionismo, en sintonía con el pragmatismo que caracteriza a la cultura anglosajona, ha sabido exponer su faceta más práctica, desarrollándola de un modo más sistemático que su par escandinavo al adoptar ideas de la «justicia restaurativa» y al delinear progresivamente un conjunto amplio de herramientas bajo el sugerente título de «justicia transformadora». Sin bien estas corrientes no brindan, en lo sustancial, ideas que no hayan sido planteadas de un modo u otro por el abolicionismo escandinavo, lo cierto es que bajo dichos títulos proveen de un conjunto de herramientas que han sido puestas en práctica en situaciones concretas y que abrevan, en muchos casos, en diferentes tradiciones culturales.

La percepción local sobre el abolicionismo también explica que, a diferencia de lo ocurrido en otros países, éste no haya podido generar movimientos sociales o coaliciones que pudieran ampliar o desarrollar sus potencialidades políticas. En este sentido, el abolicionismo local no ha generado grupos de presión de composición heterogénea —académicos, políticos, abogados, penitenciarios, presos, liberados, familiares y simpatizantes— de cierta magnitud e importancia como ha sucedido en los países escandinavos (KROM en Noruega, KRUM en Suecia, KRIM en Dinamarca) o en Holanda (the Coornhert Liga, Voices, BWO, D&S) ni tampoco las organizaciones civiles y coaliciones presentes en Australia (Justice Action), en Canadá (Quaquers Fostering Justice, Rittenhouse, ICOPA), el Reino Unido (Radical Alternatives to Prison –RAP–) y los Estados Unidos (Critical Resistance, INCITE!, Prison Activist Resource Center —PARC—, Black & Pink, the Movement for Black Lives, the Ordinary People’s Society, the National Lawyers Guild –NLG–, Students Against Mass Incarceration —SAMI—, Incarcerated Workers Organizing Committee, todos los cuales, si no explícitamente abolicionistas, al menos comparten una ética abolicionista). En este sentido, tal como sostuvo García Méndez (1986) en su momento, podría decirse que en la región y en Argentina en particular, el abolicionismo ha tenido mucho de «movimiento abstracto». Es que, por lo general, las ideas abolicionistas o han sido rechazadas por los sectores conservadores o han sido aceptadas con tibieza y numerosos reparos por los progresistas, siendo pocos los que han decidido identificarse abiertamente como abolicionistas.

Las circunstancias que han llevado al abolicionismo penal local a esta situación son múltiples y no podemos abordarlas en toda su extensión en este trabajo. Nos gustaría, sin embargo, identificar dos aspectos que, a nuestro entender, han sido importantes para marginalizar y anular las perspectivas del movimiento en el contexto local. En primer lugar, es evidente que han existido dificultades serias para avanzar agendas abolicionistas en países marcados por legados de violencia política. El abolicionismo local, en sintonía con ello, ha tenido dificultades para lidiar con la violencia estatal propia de nuestro pasado dictatorial. Como es sabido, durante los últimos años, Argentina ha llevado a juicio y condenado a militares y civiles que tomaron parte en los crímenes de la dictadura. Sin perjuicio de que existieron voces críticas respecto a estos procesos (Pastor, 2005; Hilb, 2013), una parte importante del progresismo local se posicionó en la defensa de estos juicios y en la posibilidad de sortear la impunidad que la dictadura se había auto-garantizado mediante leyes que obturaban la persecución penal de sus agentes. Como es evidente, estos juicios representaron todo un desafío para los abolicionistas: al tiempo que implicaban juzgar y condenar la etapa más cruda de violencia estatal que había vivido el país —lo cual sería visto con buenos ojos por cualquier simpatizante de las ideas abolicionistas—, también tenían la potencialidad de legitimar las funciones de los sistemas penales formales y muchas de las prácticas que el abolicionismo había rechazado reiteradamente. Por lo demás, las medidas de composición y reconciliación entre víctimas y victimarios usualmente promovidas por el abolicionismo como alternativa a la punición —enfoque que, por ejemplo, fue adoptado, con ciertos matices, en el proceso transicional sudafricano—4 resultaban políticamente inconducentes en nuestro medio. De este modo, aunque no resulta del todo sencillo identificar la postura adoptada por el abolicionismo local en estos casos, y es incluso arriesgado afirmar que ella haya existido abiertamente, puede decirse que, en general, las posturas críticas al sistema penal han tenido dificultades para lidiar con lo que representa uno de los acontecimientos jurídicos penales más importantes de los últimos años en la Argentina (Anitua, Alvarez Nakagawa y Gaitan, 2014).5 En cualquier caso, puede afirmarse sin demasiadas dificultades que la difusión de las ideas abolicionistas y su consideración práctica se ha visto seriamente obstaculizada durante este tiempo al no existir una forma sencilla de compatibilizar los objetivos abolicionistas con los intereses de la agenda del progresismo local enfocada en dar una respuesta efectiva a las víctimas de violaciones a los derechos humanos.

Del mismo modo que el abolicionismo ha encontrado dificultades para pensarse en relación con los juicios por los crímenes cometidos durante la dictadura, también ha tenido serios problemas para hallar formas efectivas para tratar formas actuales de violencia institucional. En particular, el abolicionismo no ha encontrado respuestas efectivas para los casos de maltrato policial, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, tortura en las cárceles, u otras manifestaciones de lo que podríamos llamar formas extralegales de poder punitivo o, en su conjunto, «sistema penal subterráneo» (Anyar de Castro, 1987). Esta violencia paralegal representa en muchos casos la continuidad y supervivencia de las prácticas empleadas durante el período dictatorial. La renuencia o resistencia a involucrase con el sistema penal formal ha llevado a que los abolicionistas tampoco pudieran dar respuestas concretas y efectivas para enfrentar estos problemas estructurales que son especialmente acuciantes en nuestra región. Esto, a su vez, ha contribuido a aislar al abolicionismo del movimiento de derechos humanos en Argentina, que, durante los últimos años, se ha caracterizado por combatir la violencia estatal a través del uso de herramientas legales y penales. A esta dificultad para adoptar una posición y estrategia respecto a las formas pasadas y presentes de violencia institucional, se ha añadido recientemente el hecho de que, por otro lado, una parte importante del feminismo legal local ha usado el derecho penal para lidiar con casos de violencia de género y violencia sexual. En estos casos los abolicionistas también han adoptado una posición ambigua, a veces rechazando la supuesta estrategia «pan-punitivista» de las feministas, sin por ello dejar de reconocer la necesidad de tomar medidas conducentes para proteger a las mujeres. Los abolicionistas, sin embargo, tampoco han podido ofrecer aquí herramientas seguras y efectivas para lidiar con estos fenómenos o proporcionar estrategias alternativas para el feminismo local.6

Posiblemente esta dificultad para pensar y confrontar estos casos, que han ocupado buena parte de la agenda de la política criminal en la Argentina de los últimos años, ha llevado a algunos simpatizantes de las ideas abolicionistas y a muchos académicos, abogados y jueces progresistas a disimular prácticas abolicionistas en estrategias reformistas7 o a adoptar las ideas del «realismo de izquierda» (ver, por ejemplo, Ciafardini, 2006) o del «minimalismo penal» (en particular, aquel defendido por Baratta, 1986, 1989; Ferrajoli, 1995a, 1995b o Zaffaroni, 2000, 2005), esto es, posiciones que si bien cuestionan las formas actuales del castigo, creen que una pequeña cuota o parte del sistema penal es necesaria para hacer frente a «casos difíciles» (tales como los arriba señalados) o inevitable e imposible de neutralizar en nuestras sociedades actuales. Estas son posiblemente las posturas más difundidas hoy entre el progresismo penal en la Argentina, dado que permiten posicionarse críticamente frente al sistema penal sin por ello dejar de utilizar en lo inmediato instrumentos penales en casos concretos. En este sentido, Ferrajoli (1995a, 1995b) —uno de los autores más leídos en el país—, argumenta, por ejemplo, que la intervención del sistema penal es necesaria en algunos casos para evitar el surgimiento de formas privadas de venganza (anarquía punitiva) y formas totalitarias de control social[8]. Zaffaroni (2000; 2005) —tal vez el penalista más influyente en nuestro medio—, agrega que sólo resulta posible hacer una labor de contención, considerando al poder punitivo como un hecho ineluctable —similar a la guerra u otras calamidades—, y siendo inevitable que en este acto reductor se cuele parte de la violencia del sistema penal. Baratta (1986; 1989) —otro autor que ha tenido bastante impacto localmente— ha argumentado a favor de la utilización de la función simbólica de la sanción penal, especialmente en casos difíciles en donde el castigo «compensa simbólicamente» el daño sufrido por las víctimas. En particular, Baratta ha defendido esta compensación en casos de graves violaciones a los derechos humanos —así, el autor ha tomado los juicios a los militares en la Argentina como un ejemplo paradigmático de esta compensación— y en casos de violencia sexual, argumentando que la función simbólica del castigo puede representar una instancia de «reafirmación política» de los derechos de las víctimas luego de períodos extensos de impunidad garantizada por el Estado[9]. Debe destacarse que, algunos de estos autores consideran al minimalismo penal como un «paso previo» a la abolición del sistema penal (Zaffaroni, 1989:110-111; lo que, sin embargo, no resultaría tan claro en 2000 y 2005; Baratta 2004a; ver también Pérez Pinzón, 2008; y, más recientemente, Niño, 2012).10 Lamentablemente, ellos suelen enfocarse casi exclusivamente en este «paso previo», desarrollando complejos sistemas discursivos de minimización de la pena que, llamativamente, muchas veces terminan actuando indirectamente como programas de racionalización y justificación del castigo.11

El otro aspecto importante que ha contribuido al aislamiento del abolicionismo en el contexto local es el trato que este ha recibido por parte de los medios de comunicación social durante los últimos años. El abolicionismo penal ha sido frecuentemente señalado como una influencia peligrosa, cuando no como una ideología importada de carácter amenazante promovida por académicos, jueces y abogados irresponsables, y su imagen deformada ha sido utilizada reiteradamente para estigmatizar a las voces más progresistas y críticas del sistema penal en la Argentina. Incluso quienes impulsan ideas más propias del minimalismo penal y del realismo de izquierdas han sido acusados de ser abolicionistas, y jueces progresistas y funcionarios de gobierno han sido atacados por perseguir pretendidamente agendas abolicionistas. En su mayoría, estas críticas no sólo han sido inexactas, sino que han hecho un uso malicioso y muchas veces caricaturizado de las ideas abolicionistas y de otras perspectivas criminológicas.

En sintonía con lo anterior, el abolicionismo ha sido utilizado como una herramienta por los medios y por políticos locales en campañas de «ley y orden», con el objetivo de generar «pánico moral» e impulsar agendas represivas. El abolicionismo local, sin embargo, ha sido también parcialmente responsable de esta situación en la medida en que ha tenido muchas dificultades para comunicar públicamente sus aspiraciones y propuestas. Más allá de haber logrado cierta repercusión —lamentablemente, sobre todo gracias a sus detractores— no ha podido hacer llegar a la opinión pública sus críticas al sistema penal de manera informada, sencilla y convincente. El término «abolicionismo» ha sido así capturado por sus detractores, de modo que, para el común de la gente, este tiene una connotación negativa o peyorativa. Tal vez es por ello que, pocos académicos, jueces, o abogados se autodenominen hoy abolicionistas. Lamentablemente, en la Argentina, el término «abolicionismo» viene acompañado de un estigma que solamente una renovada estrategia abolicionista, capaz de hacerse cargo de la coyuntura local, podrá ayudar a superar en los próximos años.

Hacia un abolicionismo penal marginal

La idea de adaptar la teoría abolicionista desarrollada en los países centrales a nuestro margen latinoamericano es enunciada por la casi totalidad de las publicaciones argentinas sobre la materia (Zaffaroni, 1989; Ciafardini y Alagia, 1989; Postay, 2012b, entre otros). Sin embargo, más allá de esta toma de postura valiosa, poco ha avanzado la teoría y praxis abolicionista desde una perspectiva autóctona. Así las cosas, sigue pendiente en nuestra región, una reflexión profunda acerca del rol que debe jugar el abolicionismo en un ámbito como el nuestro, marcado por índices altísimos de conflicto político y desigualdad social (Rivera Beiras, 2012). En lo que sigue, formularemos algunas ideas sobre las que creemos podría promoverse una agenda abolicionista en la Argentina. Algunas de estas ideas no son nuevas, y han sido sugeridas por otros autores o empleadas por movimientos abolicionistas de otros países o por grupos que han impulsado o defendido concepciones críticas del derecho. De este modo, intentaremos delinear brevemente lo que podría ser una estrategia abolicionista atenta a la coyuntura local, especialmente con respecto a los obstáculos que hemos señalado más arriba. En modo alguno creemos que estas ideas sean exclusivas o excluyentes de otras que también podrían ser pensadas y utilizadas en conjunto o independientemente de las que nosotros proponemos aquí. Por consiguiente, este no es un catálogo cerrado de propuestas, sino un conjunto de sugerencias que quisiéramos utilizar para reabrir el debate sobre el abolicionismo en nuestro país.

Creemos que el abolicionismo local podría aprender algunas lecciones importantes del movimiento de derechos humanos y del movimiento feminista argentino. Por un lado, podría tomar el ejemplo de las organizaciones de derechos humanos locales para desarrollar estrategias convincentes contra la violencia estatal. Del mismo modo, las experiencias recientes del feminismo deberían ser tomadas en cuenta. El abolicionismo local no sólo podría aprender de las campañas implementadas por estos dos grupos, y de las formas innovadoras de comunicación que han desarrollado a través de los años, sino también del uso táctico que han hecho del derecho y de la justicia criminal para deslegitimar diferentes formas de violencia estatal e interpersonal. En pocas palabras, el abolicionismo local podría aprender de estos movimientos sociales en dos aspectos que consideramos cruciales: la utilización de la justicia penal para avanzar la agenda abolicionista, y el uso de los medios de comunicación y de campañas políticas en una forma más amplia y efectiva. De alguna manera, tal como veremos a continuación, ambas estrategias se complementan mutuamente.

Respecto al primer aspecto, creemos que, en algunos casos, los juicios penales pueden servir para exponer formas de violencia y discriminación al tiempo que pueden ser utilizados para deslegitimar y desmitificar el poder punitivo del Estado. Lo cierto es que, en estos casos, no solamente los perpetradores directos de los crímenes son enjuiciados, sino que también, el rol del Estado y sus formas de violencia estructural pueden ser puestas bajo el escrutinio público. En estas instancias, ya sea desde la defensa como desde la acusación y la magistratura, puede haber espacio suficiente para desafiar y poner en tela de juicio la violencia estatal y los mecanismos y prácticas usuales del sistema penal. Estas instancias representan así una oportunidad para deslegitimar la violencia estructural del sistema con las herramientas que el propio sistema brinda. Lo que proponemos aquí, entonces, es una forma de enfrentar al sistema penal contra sí mismo, de «redirigir su violencia contra su violencia» (Alvarez Nakagawa, 2015). De alguna manera, se trata de poner en práctica aquella técnica del judo que Michel Foucault (1975, 1985) recomendaba para la acción política, en la cual se utiliza la fuerza del oponente. Es decir, de lo que se trata es de realizar una «táctica de reversión», aprovechando la debilidad del sistema cuando éste descarga su violencia: si en las artes marciales esta descarga deja al adversario expuesto, en la realidad del sistema penal, el poder punitivo se muestra en su peor luz cuando despliega su fuerza. Y es precisamente en casos de abusos policiales, racismo, sexismo, tortura en prisiones, genocidio u otras formas graves de violaciones a los derechos humanos, donde existe una buena oportunidad para lograr este resultado. En otras palabras, estos casos ofrecen la posibilidad de realizar un desenmascaramiento estructural del sistema, exponiendo su funcionamiento real. Es que, tal como se ha dicho con acierto, la operatividad de los sistemas penales latinoamericanos —y, por lo tanto, exponer esta realidad— es más deslegitimante que cualquier teoría (Ávila, 2012:145).

La práctica que proponemos no es novedosa. Los juicios penales han sido empleados de este modo en el marco de diferentes prácticas jurídicas disidentes que se sostienen en teorías o aproximaciones críticas al derecho. En este sentido, los movimientos conocidos en el mundo anglosajón como «abogacías rebeldes», «críticas» o «radicales» (rebel, critical o radical lawyering) (ver, respectivamente, Lopez, 1992; Grigg-Spall y Ireland, 1992; Bowring, 2013, entre otros), las «estrategias de defensa de ruptura» (ver Vergès, 1968; y, más recientemente, Christodoulidis, 2009; Alvarez-Nakagawa, 2010; Bhandar, 2011), o los «usos alternativos del derecho» (Barcellona, 1973; Barcellona y Cotturri, 2019), que cuentan con una expresión regional en el «Movimento do Direito Alternativo» (Arruda, 1993; Rodrigues, 1993; Wolkmer, 1994) brindan herramientas interesantes para canalizar la violencia del sistema penal de la manera sugerida y emplear los instrumentos del sistema contra el propio sistema. Aunque el análisis de estas posturas se encuentra más allá de los alcances de este trabajo, basta con señalar aquí que, más allá de sus diferencias internas, estos movimientos y corrientes se han caracterizado por el uso instrumental del aparato legal y de justicia para desenmascarar su injusticia o movilizar agendas políticas alternativas. Estos movimientos usualmente utilizan las lagunas, contradicciones, antinomias, o ambigüedades que tiene el orden jurídico para impulsar formas de entender el derecho que sirvan para afianzar la justicia social y desactivar interpretaciones que refuercen la violencia o las estructuras de desigualdad social imperantes. Algunos de esto grupos se han dedicado a un trabajo que consideran de «demolición» (trashing) —lo que claramente los acercaría a las intenciones del abolicionismo con respecto a las instituciones penales—, optando por una des-reificacion, des-fetichizacion, o des-mitificacion del sistema legal y político para exponerlo en su real dimensión, e intentando contrarrestar interpretaciones hegemónicas del derecho y de las funciones del Estado.12 Por otra parte, otras tendencias simplemente han intentado hacer efectivas y reales las promesas de justicia que el sistema declara formalmente, pero que rechaza cotidianamente en los hechos. Más aún, algunas corrientes han utilizado exitosamente los juicios penales como un «catalizador» para generar debates sociales que trascienden su esfera —por ejemplo, para poner en cuestión el racismo o el sexismo en los Estados Unidos o para denunciar el colonialismo en Europa—, así como para posicionar discusiones en la agenda pública, evidenciar diversas problemáticas estructurales del sistema penal o del sistema político o institucional, o impulsar agendas políticas o luchas sociales. El carácter dialógico de los juicios, su exposición pública, el interés social que muchas veces estos generan; todo ello puede ser empleado en una agenda abolicionista que lleve las discusiones desde lo coyuntural hasta lo estructural.

Por otra parte, lo cierto es que, al sugerir emplear instrumentalmente al sistema no estamos proponiendo algo que no se haya intentado, de un modo u otro, por los movimientos abolicionistas de otros países. Así, el sistema de justicia ha sido utilizado por los abolicionistas en muchos casos con indudable éxito para poner en entredicho leyes penales, prácticas de la policía o penitenciarias, condiciones de detención inhumanas, formas particulares de castigo, así como también para reclamar el cumplimiento de la legalidad en ciertos contextos, solicitar la creación de controles judiciales, administrativos o parlamentarios sobre la policía o las prisiones, alcanzar la implementación de programas de reformas, medidas alternativas, etc. La táctica que podríamos denominar aquí como de abolición-por-litigio implica «abrir» al sistema penal, exponerlo y desafiarlo desde su interior, a través de sus propios instrumentos. Aunque el movimiento abolicionista ha tratado de evitar participar en actividades que puedan legitimar al sistema penal, incluso de forma indirecta o parcialmente, esto no ha evitado que, incidentalmente, se haya visto involucrado en campañas para mejorar las condiciones de vida de las personas encarceladas o para buscar justicia en casos de violencia policial o carcelaria. Sin embargo, en estos casos, la participación del movimiento ha sido diseñada cuidadosamente para que cumpla con sus objetivos de largo plazo y para demostrar la violencia del sistema de justicia criminal.

Como respuesta a aquellos que puedan considerar que este tipo de acciones son contradictorias con los objetivos abolicionistas, especialmente por impulsar el uso circunstancial del instrumento que en última instancia este movimiento critica e intenta eliminar, creemos que el abolicionismo local necesita, junto con estrategias de largo plazo (dirigidas a la abolición del sistema penal), encontrar soluciones prácticas para hacer frente a los problemas inmediatos que la violencia estructural del sistema genera. Esto requiere elaborar formas de intervención que puedan abordar y hacer frente a formas actuales de violencia estatal e interpersonal. Tal como Scott ha manifestado, «se requiere una acción concreta que combine “el imperativo ético de promover la ayuda inmediata con el deseo político de transformaciones radicales de los sistemas social y penal”» (2013:90, resaltado en el original). Es decir, una agenda abolicionista no puede olvidar que más allá de las aspiraciones del movimiento, existen cuestiones urgentes que no admiten dilación, y que pueden incluso plantear la necesidad ética de actuar inmediatamente para brindar asistencia y alivio a quienes las sufren. En este sentido, el movimiento abolicionista necesita encontrar un equilibrio entre «estrategias» de largo plazo e intervenciones «tácticas» coyunturales. La distinción entre tácticas y estrategias es bien conocida en el campo de la teoría y praxis política, habiendo sido utilizada incluso en la literatura criminológica, y es importante para desarrollar acciones y formas de agencia política que busquen transformaciones sistémicas sin retirarse del escenario actual.13

Debe destacarse que el motivo principal por el cual el abolicionismo debería admitir y llevar a cabo estas intervenciones es que el movimiento sólo puede constituirse en cuanto tal a través de acciones concretas, es decir, a través de intervenciones coyunturales. En otras palabras, las intervenciones tácticas son las que hacen emerger y dan fuerza al movimiento en su accionar real y cotidiano. El movimiento se organiza en torno a sus prácticas, y sólo a través de ellas, puede constituirse como un actor político relevante en el contexto local. En la Argentina, no intervenir en los casos de violencia estatal, policial, de género, y de otras formas estructurales de violencia, implica tanto como abandonar los problemas inmediatos, y, por lo tanto, renunciar a constituir un verdadero movimiento abolicionista en el mediano plazo. La agencia política dentro del medio local es lo que permitirá superar el carácter de «movimiento abstracto» que el abolicionismo tiene hoy en la Argentina. En la medida en que las intervenciones tácticas estén dirigidas a constituir el movimiento abolicionista, es decir, a ampliar sus alcances y perspectivas futuras, estas acciones serán consecuentes con una estrategia abolicionista a largo plazo.

Puede decirse que ciertas cuestiones de principios planteadas en términos absolutos (tales como, «el sistema penal es malo, y por ello, bajo ninguna circunstancia deberíamos involucrarnos o arriesgarnos a legitimarlo») pueden llevar a la parálisis práctica. En este sentido, se hace necesario distinguir aquí entre el riesgo potencial y la real legitimación (siempre presente en cualquier tipo de intervención práctica). Los abolicionistas deben recordar que existe un margen amplio entre la potencia y el acto si quieren evitar la autoanulación o la irrelevancia política. Por lo demás, la estrategia que defendemos aquí no es más que la expresión de «la naturaleza abierta» e «inacabada» (unfinished) del abolicionismo que ha defendido Mathiesen, la cual cobra relevancia para recordarnos que el abolicionismo no constituye un catálogo de principios, reglas y acciones definidas de antemano, sino más bien una práctica que debe ser desarrollada en la coyuntura. Hay que mencionar, adicionalmente, que Mathiesen aplica esta idea para admitir intervenciones tácticas inmediatas denominadas «reformas negativas» (por ejemplo, para buscar la mejora en las condiciones de vida de los presos o para reducir la violencia carcelaria) en el marco de una agenda abolicionista. Con esta formulación el autor intenta resolver la difícil situación en la que usualmente se encuentran los críticos al sistema penal, que fácilmente pueden caer en el inmovilismo ante el temor de que cualquier reforma o intervención sea cooptada por el sistema o finalmente termine ampliando o relegitimando la lógica punitiva del Estado.

Las tácticas de intervención que aquí defendemos se basan en nuestra evaluación del contexto argentino, las relaciones de fuerzas imperantes y la aceptación actual de la cual entendemos carecen las ideas abolicionistas en el país y en la región. En la medida en que el escenario actual se muestra refractario a las ideas abolicionistas, y teniendo en cuenta que para su implementación estas necesitan de cambios que muchas veces involucran al conjunto del entramado social, deben pensarse acciones que permitan a los abolicionistas intervenir en la coyuntura en el marco de una estrategia de largo plazo. Esta posición no implica, sin embargo, sostener la «justicia», ni siquiera la necesidad de los castigos en ciertos «casos difíciles». Tampoco lleva aparejado sostener, tal como sugiere el minimalismo, la imposibilidad de evitar la violencia punitiva ni defender la necesidad de mantener el sistema penal para situaciones en las que aún no hemos encontrado una «mejor solución» o para evitar que surjan otras formas de violencia (privadas o totalitarias). Tampoco tiene por fin admitir, tal como sostiene el realismo de izquierda, la necesidad de una política criminal punitiva para proteger a las clases vulnerables que sufren el delito. Las intervenciones tácticas que aquí defendemos tan sólo sugieren un aprovechamiento circunstancial de las herramientas que el propio sistema brinda para deslegitimar su violencia e impulsar la agenda abolicionista, en el marco de una estrategia que intenta alcanzar una política criminal anti-punitiva y anti-carcelaria en el largo plazo.

Por otra parte, esta estrategia implica aceptar el hecho de que en el contexto argentino abstenerse de intervenir en los casos de violencia estatal, violencia de género y otros casos afines —rechazando estas intervenciones en términos absolutos por ser «pan-penalistas» o por relegitimar el sistema penal— sólo lleva aparejado el aislamiento del abolicionismo respecto de algunos de los grupos locales más progresistas y por lo tanto la imposibilidad de avanzar una agenda abolicionista en el mediano plazo. Es que en un contexto en donde el modelo punitivo se aplica indiscriminadamente para el resto de los «delitos comunes», oponerse a la persecución y al juzgamiento de estos delitos, posiciona extrañamente a los abolicionistas (por supuesto, por razones opuestas) junto a las voces más conservadoras de la política criminal. Más aún, esta postura refuerza y legitima por omisión la inercia selectiva del sistema penal, que prioriza la persecución y criminalización de los delitos comunes, dejando impunes otros que muchas veces provocan mayor daño social. En este sentido, se debe reconocer que, en ciertos contextos, la abstención es también una forma de legitimación del statu quo. El abolicionismo penal no solamente debe evitar legitimar las formas actuales de castigo, sino también la impunidad selectiva y las dinámicas que afectan a los colectivos más vulnerables y desprotegidos ante el sistema. Sobre todo, se debe evitar reforzar el sistema de «dos vías» que existe en los hechos en todos los sistemas penales, por el cual ciertos delitos (genocidios, violencia sexual o de género, delitos económicos, ambientales, etc.) son raramente investigados o dejados impunes, a diferencia de lo que ocurre normalmente con los delitos de las clases más marginadas. Por lo demás, tampoco debe olvidarse que el poder configurador de la realidad social que despliega el sistema penal trasciende en mucho sus manifestaciones formales o institucionales, y es parte integral de otros mecanismos de poder más amplios que operan en nuestras sociedades (Foucault, 1976). Los esfuerzos del abolicionismo, entonces, no sólo deben concentrarse en el sistema penal formal sino también en las relaciones de poder (tanto represivas como productivas) en las que éste se basa y que se despliegan a lo largo de todo el entramado social. En sintonía con esto último, además, debe tenerse en cuenta que, en nuestra región, buena parte del poder punitivo se extiende a través de circuitos o redes paralelas o subterráneas, cuya operatividad alcanza y muchas veces amenaza, por su magnitud, a las instituciones penales formales. En una región en la que la violencia estatal se manifiesta corrientemente a través de prácticas extralegales, el movimiento abolicionista debe lograr no solamente el desmantelamiento del sistema penal formal sino también, y antes que nada, el de sus manifestaciones paralegales. Reubicar este ámbito bajo la órbita del sistema legal institucional y a la vista del escrutinio público a través de juicios penales puede implicar un primer paso para la reducción o eliminación de las peores manifestaciones punitivas del Estado y por lo tanto resultar consecuente, a largo plazo, con una estrategia abolicionista.

El riesgo de relegitimar el sistema penal, si bien real en intervenciones de este estilo, debe tenerse como un riesgo potencial frente al hecho cierto del aislamiento e imposibilidad de formar coaliciones con otros movimientos locales que otras alternativas llevan aparejadas. Debe recordarse, en este sentido, que los abolicionistas no sólo buscan derribar los muros de las prisiones, sino generar las coaliciones políticas necesarias para lograr transformaciones sociales profundas a largo plazo. Tal como se ha dicho con razón: «los pasos que el abolicionismo persigue buscan ganar terreno en el esfuerzo constante por transformar radicalmente la sociedad [...] Se trata de impulsar la conciencia crítica, obtener más recursos, construir coaliciones más grandes y desarrollar habilidades para campañas futuras. Se trata de hacer cada vez más posible el objetivo final de la abolición» (Agid et al., 2004:48). En este sentido, los abolicionistas deberían encontrar la forma de navegar las oscuras aguas del aparato de justicia penal y utilizar los medios que este ofrece para su propia agenda, desarrollando, entre otras prácticas, formas de intervención negativa a través del litigio —si se quiere, inspiradas en las reformas negativas que propone Mathiesen—, es decir, acciones de vinculamiento negativo o (des)vinculamiento que utilicen las herramientas del sistema para exponerlo, desafiarlo o desmitificarlo.

Las intervenciones a través del litigio que defendemos podrían adoptar diferentes formas, algunas de las cuales ya han sido empleadas en el pasado por otros grupos u organizaciones políticas. Por ejemplo, se podría utilizar el litigio para poner en tensión al sistema penal con el objeto de lograr su reducción o dejar en evidencia su inadecuación estructural. De este modo, se podría demandar de una forma reiterada ante los tribunales mejores condiciones de detención en las prisiones (mejor alimentación, salud, educación, trabajo, etc.), hasta el punto en que el sistema fuera incapaz de absorber y hacer frente a tales exigencias, encontrándose en la disyuntiva de iniciar un proceso de desencarcelamiento o quedar en evidencia por sus deficiencias estructurales. Esta forma de intervención ha sido utilizada exitosamente en las demandas de desinstitucionalización de pacientes con enfermedades mentales en los Estados Unidos. Esta forma de intervención resulta conveniente para los abolicionistas porque no contribuye con el crecimiento del sistema penal, al tiempo que saca a la luz sus deficiencias y mejora inmediatamente las condiciones de vida de los detenidos. Los abolicionistas también pueden intervenir en los procesos penales alentando a las partes a incorporar al proceso soluciones que no necesariamente involucren formas punitivas y permitan a las víctimas obtener una reparación por lo sucedido. En este caso la intervención de los abolicionistas serviría tanto para proteger los intereses de las víctimas como para lograr pequeñas cuotas de «deflación punitiva» al canalizar los conflictos por otros medios menos lesivos. Asimismo, en ciertos casos, el movimiento podría impulsar formas de abolición parcial, desagregando el campo punitivo y enfocando sus fuerzas en ciertos delitos particulares, para obtener la descriminalización progresiva de conductas especialmente problemáticas (aborto, prostitución, drogas, etc.). Para ello, el litigio también se presenta como una herramienta útil, tal como lo ha mostrado la experiencia local y comparada en diversos casos. Adicionalmente, los abolicionistas deberían confrontar judicialmente las reformas legislativas y las políticas criminales represivas que puedan llevar a un fortalecimiento del sistema penal, y a la ampliación material del sistema carcelario. Para ello, deben identificarse los elementos dentro del sistema normativo (por ejemplo, estándares de derechos humanos, tratados, leyes o fallos) que limiten el despliegue del sistema penal. Se trata, en sustancia, de realizar un programa de relectura del orden normativo y sus categorías jurídicas con el objeto de hallar elementos que puedan utilizarse para frenar su expansión y buscar su reducción progresiva. En esta tarea, los esfuerzos discursivos realizados por el minimalismo penal en el campo doctrinario y dogmático pueden ser de utilidad y ser puestos al servicio de una estrategia abolicionista, siempre y cuando, claro está, estos puedan formularse negativamente y no sirvan para racionalizar indirectamente las prácticas del sistema penal. Los abolicionistas deberían aprovechar, asimismo, circunstancias coyunturales —tales como un cambio de orientación política, o eventos fortuitos, como la actual pandemia— para impulsar programas de desencarcelamiento y la aplicación de medidas alternativas que permitan la reducción del sistema penal.

De manera similar, los casos de violencia de género también podrían brindar un espacio interesante para intervenciones negativas. Los casos por violencia interpersonal usualmente están marcados por las deficiencias del sistema penal para prevenir este tipo de delitos, para proteger a las víctimas, y para investigar lo sucedido y determinar responsabilidades. Asimismo, estos casos suelen someter a las víctimas a largos procesos de revictimización en diferentes etapas del proceso penal. Todo ello puede ser empleado por los abolicionistas para señalar la inefectividad del sistema penal para lidiar con este tipo de conflictos sin desentender los intereses inmediatos de las víctimas. Los juicios por delitos cometidos durante la dictadura también podrían utilizarse de esta manera. En particular, los juicios podrían servir para mostrar la continuidad entre la violencia estatal desplegada durante la dictadura y las formas actuales de violencia policial y carcelaria. Poner en el banquillo a la violencia de la dictadura militar constituye una buena oportunidad para poner en cuestión la violencia institucional actual. Los abolicionistas deben evitar, de este modo, la tendencia que estos juicios tienen a establecer una separación demasiado tajante entre tipos de violencia estatal (en particular, entre manifestaciones pasadas y presentes de violencia, y entre formas legales e ilegales de poder punitivo), para mostrar la continuidad que existe entre estas esferas. De este modo, las intervenciones abolicionistas deberían utilizar estos juicios para señalar las continuidades entre las prácticas de la dictadura y las prácticas policiales actuales, marcar el vínculo entre las desapariciones forzadas pasadas y presentes, las torturas en centros clandestinos y los casos actuales de violencia y torturas en comisarías y cárceles. Las investigaciones y las audiencias en estos juicios deberían servir para señalar estas líneas de continuidad y para mostrar a la opinión pública el verdadero funcionamiento del sistema penal a través de la lente amplificada del sistema represivo de la dictadura.

Las diferentes formas de intervención que damos aquí como ejemplo pueden ser adoptadas tanto por abogados como por fiscales, jueces y otros operadores judiciales. Explotar las contradicciones del sistema penal no significa actuar al margen de la legalidad. Por el contrario, estas tácticas implican emplear las herramientas que el ordenamiento jurídico brinda dentro del marco legal vigente para visibilizar la violencia del sistema, denunciarla o neutralizar instituciones e interpretaciones que generan o reproducen diferentes formas de violencia estructural. En algunos aspectos, estas acciones simplemente llevan aparejado poner en práctica o dar efectividad a los principios de nuestro programa constitucional y a los compromisos internacionales asumidos por el Estado en materia de derechos humanos. En líneas generales, estos son sólo algunos ejemplos de acciones de litigio negativo posibles dentro de un catálogo más amplio que, como mencionamos antes, permitirían al abolicionismo intervenir tácticamente en la coyuntura siguiendo una estrategia que sea consecuente con sus objetivos de largo plazo. Pensar e imaginar otras formas de intervención dentro de este marco resulta no solamente posible sino también necesario para el movimiento abolicionista local.

Debe aclararse, sin embargo, que los abolicionistas no necesariamente deben realizar intervenciones del estilo reseñado en todos los casos o situaciones que se presenten en la coyuntura. Por supuesto, existirán circunstancias en donde ello no es conveniente, especialmente cuando no sea posible sostener una forma de vinculamiento negativo, que socave la violencia del sistema en vez de reforzar o reproducir sus dinámicas estructurales. Dadas las características propias de los casos, en cada situación será necesario evaluar si la intervención permite hacer frente a la violencia del sistema o provocar rupturas sistémicas. En algunas circunstancias, sin embargo, puede resultar útil o incluso necesario intervenir, aunque esta intervención no pueda tener un carácter negativo. Es decir, si bien ello sería deseable, no toda intervención debe poner siempre en cuestión al sistema penal. Ciertas acciones pueden permanecer dentro de la lógica del sistema y en los términos que este plantea si es que sirven a otros propósitos más importantes —esto es lo que Vergès (1968:19), en otro contexto, ha denominado «acciones colusorias»—. En este sentido, puede haber casos en donde la intervención quede justificada por otros objetivos que en la coyuntura local puedan ser extremadamente relevantes. Así, por ejemplo, lograr alianzas o coaliciones que permitan impulsar la agenda abolicionista en el largo plazo o lograr cambios que alivien o mejoren la situación de personas en situaciones críticas (por ejemplo, situaciones en donde peligre su vida o su salud). Asimismo, pueden darse casos en donde la colusión o colaboración (por ejemplo, en la sanción de una ley, en la elaboración de una reforma, o en la aplicación de un programa determinado) puede impactar negativamente en los intereses inmediatos del movimiento, pero resultar más favorable a sus objetivos de largo plazo (ya sea para mostrar las dificultades estructurales del sistema, contrarrestar su selectividad, visibilizar sus contradicciones, deslegitimar o redirigir su violencia, etc.).14 Estas cuestiones deberán ser evaluadas en cada caso, ponderando los costos y beneficios de cada acción en el mediano y largo plazo. En especial, deberá determinarse hasta qué punto la intervención táctica ayuda o al menos no obstaculiza de manera seria la estrategia global del movimiento. Para una práctica abolicionista, la decisión no debería plantearse entre emplear el sistema penal o retirarse de él. Al contrario, la cuestión debe enfocarse en determinar bajo qué términos es posible usar el aparato de justicia y el sistema penal sin socavar fatalmente los objetivos de largo plazo del movimiento.

Creemos que un segundo aspecto del cual el abolicionismo local podría aprender de los organismos de derechos humanos y del movimiento feminista argentino –un aspecto que, de algún modo está relacionado con el uso táctico del sistema penal que defendemos arriba–, es movilizar a la opinión pública a través de campañas políticas y el uso efectivo de los medios de comunicación social. Tal como se ha demostrado reiteradamente a través de otras experiencias, en especial en los países escandinavos, movilizar a la opinión pública resulta crucial para promover la agenda abolicionista (Papendorf, 2006:129). Contrarrestar el poder de los medios dominantes y de los periodistas y políticos conservadores en la producción de campañas de «ley y orden», y en la propagación de información falsa sobre las funciones reales del sistema penal es imprescindible para el movimiento local. La ideología punitiva ha cooptado de forma amplia el modo de percibir, pensar y enfrentar los conflictos en nuestras sociedades. El discurso penal ortodoxo sobre el que se apoya dicha ideología funciona racionalizando el estado de cosas actual en materia penal, y naturalizando, universalizando o negando su carácter histórico, parcial y contingente. De este modo, cualquier propuesta de cambio que intente ir más allá de las reformas cosméticas al sistema penal son tenidas como poco plausibles, siendo excluidas de toda consideración política por impracticables o irresponsables, incluso antes de evaluarse su mérito real. La ideología punitiva que se expande a través de los medios logra así que aceptemos el sistema que tenemos «con todos sus defectos». Esta aceptación se apoya en gran medida en la presuposición o hipótesis que sostiene la «mejorabilidad» del sistema (o, en su variante regional, que dice que el sistema es solamente imperfecto en nuestro margen, por contraposición al buen funcionamiento que éste tendría en los países desarrollados). De este modo, el problema no sería el sistema penal en su formulación sino su realización actual, siendo que la tarea consistiría en cerrar la brecha existente entre su modelo ideal y la realidad. Así las cosas, la ideología penal defiende el reformismo porque permite ocultar el hecho de que los problemas del sistema penal son estructurales. No es por ello casual que los sistemas de justicia criminal se encuentren casi permanentemente en «estado de reforma». Los abolicionistas deben luchar contra esta ideología que ha instaurado una forma de racionalizar las fallas estructurales del sistema como meras contingencias, así como también con su manera de entender el delito y la pena, dado que estas concepciones no admiten y obstaculizan la posibilidad de pensar alternativas al statu quo. Por sobre todas las cosas, los abolicionistas deben enfrentar la «inexorabilidad punitiva», es decir, aquella idea fatalista que dicta que la pena es inevitable. Resulta preciso así construir una «teoría de la no pena» (Anitua, 2012), o, más aún, con una «cultura anti-punitivista».

Para ello, los abolicionistas deberían intentar «descongelar» (Gordon, 1987) la realidad que la ideología penal ha producido y reproduce día a día, desarticulando poco a poco las categorías ideológicas que se han ido sedimentando e instalando en el imaginario social a través de los discursos penales dominantes. Des-reificar, des-fetichizar y desmitificar al sistema penal, exponiendo su contingencia e historicidad, es tal vez la única manera de mostrar que las alternativas no sólo son plausibles sino necesarias. Es decir, a través de la crítica del estado de cosas actual, el abolicionismo debe «hacer lugar» para que las alternativas tengan espacio suficiente para ser consideradas. Los abolicionistas deberían realizar entonces un esfuerzo para canalizar y transmitir de manera efectiva las críticas científicas existentes al sistema penal de manera de poder influir en la opinión pública y en las instituciones políticas. Ello puede hacerse sólo en la medida en que el movimiento pueda producir y comunicar imágenes realistas acerca de la criminalización y sus causas, así como también un entendimiento no esencialista y no reduccionista del delito (Hulsman, 1984) que sirva para contrarrestar las narrativas punitivas de la ortodoxia penal. Ello podría delimitar un escenario razonable de política criminal frente a la irracionalidad en la que se asienta el actual universo punitivo y carcelario argentino. En este sentido, las campañas de información deberían concentrarse en generar perspectivas alternativas sobre las funciones de las cárceles, la policía y las cortes de justicia, y por sobre todas las cosas, instalar progresivamente un nuevo lenguaje para referirse a los conflictos sociales que son criminalizados (Ibid.), y mostrar los efectos sociales devastadores que produce el sistema penal en sus intervenciones cotidianas. Estas campañas deberían por sobre todas las cosas dar visibilidad a la situación de los presos, creando empatía, y solidaridad en la opinión pública. También deberían mostrar que las víctimas del delito no sólo no son debidamente protegidas por el sistema penal, sino que usualmente son sometidas a procesos de revictimización. Los abolicionistas, sin embargo, no deberían enfocarse en ser la «voz» de aquéllos que sufren el sistema penal en carne propia, sino más bien en crear las condiciones bajo las cuales los presos y las víctimas puedan hablar por sí mismos y comunicar sus vivencias. En este sentido, los abolicionistas deberían concentrarse en eliminar los límites y condiciones que obstaculizan que los reales involucrados en el conflicto penal puedan hablar acerca de sus experiencias.15 Todo ello debería ayudar a desenmascarar progresivamente el funcionamiento de las burocracias penales y su violencia estructural. De aquí que el litigio en tanto intervención negativa también sea de utilidad para lograr este objetivo y que ambas tácticas se complementen mutuamente.

En este marco, especial importancia debería darse a la creación de una «esfera pública alternativa» (Mathiesen, 1986), que pueda disputar el espacio comunicacional y competir con los medios tradicionales, en donde los propios abolicionistas puedan definir las condiciones y premisas de la comunicación, así como también sus contenidos. La creación de una esfera pública alternativa sólo puede sostenerse con el desarrollo de nuevos medios de comunicación social y haciendo uso de los medios alternativos que han surgido durante los últimos años, así como también de las redes sociales que ofrecen las nuevas tecnologías. Si bien los abolicionistas deben estar preparados para intervenir en los medios tradicionales, el movimiento no puede depender únicamente de ellos, dado que los intereses de estos últimos suelen ser antagónicos y refractarios con los del abolicionismo. Por lo demás, lo cierto es que los medios locales han hecho del abolicionismo una caricatura de sí mismo convirtiéndolo en un factoide, es decir, un artefacto propio de la «sociedad del espectáculo» (Debord, 2008), que es utilizado en los medios de comunicación, entre otras cosas, como una fuente de entretenimiento. En los medios, el abolicionismo es lo que el periodista y los «empresarios morales» han decidido. La imagen del abolicionismo es así construida dentro de una narrativa que responde a los lineamientos de lo que constituye una «historia periodística» rentable –simpleza narrativa, novedad, interés para la audiencia, poder ejemplarizante, etc. Los abolicionistas son así presentados como «radicales que quieren proteger al delincuente y desproteger a las víctimas», y no como «académicos, jueces, abogados, y ex-detenidos interesados en desactivar la reproducción de la violencia a través del sistema penal y buscar soluciones que realmente protejan a las víctimas». Una vez instaladas, estas construcciones mediáticas imponen límites interpretativos. Si bien estos límites pueden ser desactivados con el tiempo, hasta que ello sucede todo aquel que quiera referirse a este factoide o artefacto mediático debe conformarse o enfrentarse a los parámetros narrativos establecidos. Es por ello que, una esfera pública alternativa no solamente es necesaria para producir y hacer circular nuevas formas de entender el delito y el sistema penal y carcelario, sino que también es imprescindible para canalizar los esfuerzos, dar visibilidad y sobre todo proveer de un nuevo marco hermenéutico a las acciones del movimiento abolicionista local en pos de una política anti-punitiva y anti-carcelaria.

En este sentido, la movilización de activistas y movimientos sociales más amplios es crucial para los abolicionistas si se quiere transformar la realidad penal actual. Tanto el movimiento de derecho humanos como el movimiento feminista en la Argentina han sido exitosos en cambiar las percepciones públicas, ya sea sobre el pasado dictatorial o sobre la violencia contra las mujeres. Es por ello que, el movimiento abolicionista no solamente puede encontrar aliados potenciales en ellos, sino también adoptar muchas de las estrategias comunicacionales que estos han utilizado en los últimos años. Los organismos de derechos humanos en la Argentina llevan cuarenta años implementando campañas de concientización y educación respecto a los hechos ocurridos durante la dictadura. Ellos han pasado de ser grupos marginales y marginalizados, a constituir uno de los grupos sociales con mayor prestigio, legitimidad y capital político en el país. Por otra parte, las campañas feministas, y más recientemente el movimiento «Ni una menos» han sabido instalar la discusión sobre el aborto y la violencia que sufren las mujeres en la Argentina, no sólo en los medios sino también en la agenda política. El movimiento feminista ha tenido también inmenso éxito des-mitificando, des-fetichizando, y des-naturalizando situaciones, patrones de conducta, instituciones, y creando nuevas formas de pensar y hacer política en el contexto local (es decir, «descongelando» la realidad social y mostrando el carácter contingente de nuestros arreglos sociales y institucionales para hacer posible que las alternativas tengan lugar). Ambos movimientos han sabido, por lo demás, buscar alianzas con otras organizaciones sociales, ya sea de carácter duraderas o contingentes, potenciando sus esfuerzos de manera considerable. Al mismo tiempo, también han sabido generar procesos colectivos de concientización, y trasladar elaboraciones académicas o científicas sobre sus materias respectivas al público no especializado —el debate sobre el aborto en 2018 y 2020 es un buen ejemplo al respecto—, utilizando el conocimiento producido en las universidades y en otros ámbitos académicos para impulsar y dar fundamentos sólidos a sus críticas y propuestas.

Estos movimientos no sólo deberían inspirar al movimiento abolicionista argentino, sino que deberían ser vistos como aliados naturales para impulsar una agenda abolicionista. En este sentido, los abolicionistas locales deberían intentar mostrar a los simpatizantes de estos movimientos que la erradicación de la violencia penal debería representar también una parte sustantiva de sus propias agendas y buscar puntos de convergencia con ellos. La violencia dictatorial pasada no es ajena a la violencia punitiva actual del Estado argentino (puede decirse que, en algunos aspectos, esta última es uno de sus legados más visibles). Del mismo modo, la violencia que sufren las mujeres está estrechamente ligada con la violencia a la cual el sistema penal expone tanto a mujeres como a hombres. Ciertos estudios han mostrado (Harris, 2011:36), el entrelazamiento (y muchas veces la superposición) entre la violencia heteropatriarcal, la violencia racial, la violencia penal, y otras formas de violencia estructural en nuestras sociedades. Los abolicionistas deberían alertar a otros colectivos de que la respuesta punitiva es funcional y parte integral del entramado de violencias que ellos combaten en otros ámbitos sociales. Es decir, alertarlos de que, el sistema penal es una parte fundamental del problema más que su solución.

En estas circunstancias, como suele suceder en estos casos, ciertas concesiones y flexibilidad serán necesarias por parte de los abolicionistas. Como ya mostramos anteriormente, con el objeto de crear coaliciones y puntos de convergencia, los abolicionistas locales podrían incluso involucrarse en la utilización del sistema penal sin necesariamente crear las condiciones para su legitimación o logrando minimizar esta posibilidad de una manera sustantiva. Como contrapartida, siendo más sensibles a la coyuntura local, no sólo ganarían importantes aliados y nuevos adeptos, sino que adquirirían nuevas herramientas para avanzar la agenda abolicionista en el país.

A modo de conclusión

¿Qué sentido tiene hoy, a cuarenta años de su introducción local, plantearse nuevamente la pregunta por la abolición penal? Más allá del resurgir reciente de las propuestas abolicionistas en el ámbito comparado, en especial en la discusión anglosajona, lo cierto es que, a lo largo de los años, y tal vez por su radicalidad, el abolicionismo se ha mostrado como una de las pocas respuestas coherentes y consecuentes ante la deslegitimación del sistema penal. Pocas teorías criminológicas, en este sentido, han sido tan resistidas, y a su vez tan resistentes al paso del tiempo. Ello pone de relieve que el desafío abolicionista ha sido profundo y que sus propuestas de transformación no sólo no han podido ser desarticuladas, sino que hoy se erigen como una de las pocas alternativas realistas ante la irracionalidad punitiva dominante.

El abolicionismo es un movimiento político que no busca solamente desmantelar las cárceles y el sistema penal, sino también construir las bases y generar las condiciones para una sociedad más equitativa en donde las cárceles y el castigo penal no sean necesarios. Con este objetivo en mente, creemos que la política abolicionista debe ser amplia, abandonar todo dogmatismo y admitir las particularidades de cada región. En este sentido, el abolicionismo puede encontrar útil pensar su accionar en términos de estrategias de largo plazo y tácticas que permitan realizar intervenciones coyunturales, las cuales necesariamente deberían adaptarse a los contextos particulares. Tal como se ha dicho, «la política abolicionista requiere un modo de pensamiento estratégico, que toma como punto de partida una situación concreta. Por esta razón la acción abolicionista es siempre local» (De Folter, 1986:59). Los abolicionistas, en consecuencia, deben tomar como punto de partida la situación concreta y desarrollar sus estrategias y tácticas de acuerdo con lo que es requerido por la correlación de fuerzas y las dinámicas sociales locales. En nuestro medio, dichas intervenciones podrían tomar herramientas utilizadas por las teorías críticas del derecho, además de la vasta y rica experiencia del movimiento de derechos humanos y del movimiento feminista en la Argentina. Sin pretender originalidad con estas propuestas, intentamos mostrar en este trabajo que la práctica abolicionista no necesariamente se reduce a un juego de suma cero en donde es preciso optar entre la supresión del sistema o la abstención política. En otras palabras, nos ha interesado señalar que, tal como afirmaba Foucault (1982:33), «uno puede oponerse y todavía estar involucrado […que] ambas cosas van de la mano».16

En este trabajo buscamos reinterpretar algunas nociones del abolicionismo desarrollado en los países centrales para adecuarlo a los tiempos que corren y a una realidad ajena a donde este movimiento surgió, pero en donde creemos que es aún más imperioso y urgente discutir sus ideas. Es por ello que defendemos un abolicionismo sincrético: es decir, un abolicionismo que persigue los mismos objetivos que otras versiones más tradicionales del movimiento, pero por medios menos puros, aunque posiblemente más efectivos en el ámbito local. Un abolicionismo que se distancia del idealismo y se apoya en las condiciones materiales del contexto en el cual intenta hacer avanzar su agenda. En otros términos, un abolicionismo mestizo, formado e inspirado en ideas extranjeras y locales, y situado en sus márgenes latinoamericanos.17 Por lo demás, es incuestionable que una perspectiva autóctona no solamente estaría en condiciones de brindar mejores respuestas a los interrogantes locales sino también ofrecer nuevas herramientas para el movimiento abolicionista global.

Un tercer ciclo del movimiento abolicionista en el país debería pensar cómo alcanzar sus objetivos en un contexto adverso y buscar nuevos aliados que le permitan delinear una estrategia a largo plazo. No creemos que las dificultades planteadas arriba sean las únicas que obstaculizan al movimiento abolicionista en la Argentina. Por supuesto, existen otras varias razones que sería oportuno abordar en otros trabajos. Sin lugar a duda, un aspecto que no hemos desarrollado, pero que sería importante tomar en consideración en la discusión local, es la usualmente invisibilizada cuestión racial y el legado colonial que afecta no sólo a la Argentina sino a toda la región, y que impacta especialmente en las dinámicas de nuestros sistemas penales locales dándoles características distintas a los de los países centrales. En cualquier caso, las dificultades que planteamos y las posibles respuestas que sugerimos representan una invitación al movimiento abolicionista para pensar una práctica desde y para los márgenes. Se trata entonces de una apuesta por reconfigurar la «imaginación abolicionista», es decir, por renovar la discusión y la puesta en práctica de una cultura de la no-pena en la Argentina.

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Notas

1 El extenso trabajo de Martínez Sánchez (1990), que analiza positivamente los aportes del abolicionismo, pero descarta su aplicabilidad en la región, marca claramente el declive de la incidencia del pensamiento abolicionista, y, posiblemente, resulta un ejemplo de aquellas posiciones que, aunque siendo cercanas a las pretensiones del movimiento desconfiarán de la posibilidad de implementarlo en nuestro medio.

2 La traducción esporádica de artículos (ej. Christie, 1992), la publicación de investigaciones locales (ej. Bovino, 1992), y el hecho de que una conferencia ICOPA tomara lugar en Paraná en 1994, son algunos ejemplos de la continuidad de las ideas abolicionistas en esta década.

3 Como lo muestra el Informe del Comité Europeo sobre problemas de criminalidad (Estrasburgo 1980) —del que había participado en su redacción el mismísimo Hulsman— que enfáticamente recomendaba a los países de la región la descriminalización progresiva dada la comprobada ineficacia del sistema penal.

4 Digo, «con matices» porque las medidas de composición del proceso sudafricano fueron impuestas y sancionadas por el estado (como única vía de reparación posible), mientras que los abolicionismos defienden formas voluntarias y comunitarias (es decir, no necesariamente estatales y centralizadas) de composición. Muchas de las críticas al proceso sudafricano, y sus limitaciones, pueden adjudicarse a esta forma impuesta de composición entre víctimas y victimarios (ver, sobre esto último, Neocosmos, 2011).

5 Este problema no solamente afecta al abolicionismo local. Toda la criminología crítica latinoamericana se ha encontrado con la difícil tarea de armonizar la crítica del aparato penal con el hecho de promover que los crímenes de estado y las violaciones de derechos humanos de las dictaduras del Cono Sur no queden impunes. De algún modo, podría decirse que la particularidad de la reciente criminología de izquierdas de la región puede pensarse como consecuencia de esta tensión y la búsqueda de un compromiso, lo que claramente puede verse en el Primer Manifiesto del Grupo Latinoamericano de Criminología Crítica firmado en 1981 (cf. Bergalli, 1982: 299-301).

6 Tal como sucede en otros países, el movimiento feminisa no es homogéneo, y existen sectores importantes de él que critican el uso de instrumentos penales y apoyan medidas alternativas no-punitivas (ver Segato, 2018; parcialmente Arduino, 2018, entre otros). Además de ello, debe decirse que buena parte de la agenda feminista local actual ha girado en torno a la despenalización del aborto, es decir, se trata de una agenda abolicionista. Por lo demás, en años recientes ha habido un intenso debate al interior del feminismo argentino acerca de la «deriva punitiva» que, en teoría, el movimiento habría impulsado o que se le habría adjudicado promover, además de intensas discusiones acerca de la conveniencia y los efectos de las denuncias públicas y los «escraches populares»; todo lo cual denota una amplia cuota de autoreflexividad en las prácticas del feminismo local que cuestiona y al menos echa un manto de duda sobre los intentos de caracterizarlo como «punitivista». Ahora bien, incluso si el feminismo no-punitivo o no-carcereal está creciendo en el ámbito local, lo que indica interesantes posibles alianzas futuras con el abolicionismo, no debe perderse de vista que, al mismo tiempo, el sector del feminismo que aboga por el uso de la herramienta penal representa una parte amplia y políticamente influyente dentro del movimiento. Si bien resulta necesario hacer estas aclaraciones, en este trabajo argumentaremos que los abolicionistas pueden utilizar instrumentos penales de forma táctica, haciendo que estas distinciones entre las diferentes corrientes del feminismo no sean tan relevantes para nuestro argumento. En otras palabras, el abolicionismo táctico que defendemos aquí podría confluir tanto de forma incidental con el feminismo legal que hace uso de la herramienta penal como con aquellas posiciones del feminismo que defienden opciones anti-punitivistas.

7 Algunas ideas del abolicionismo penal han tenido acogida entre los procesalistas penales argentinos a la hora de reevaluar el rol de la víctima en el proceso y la introducción de medidas penales alternativas. Esta influencia, en algunos casos directa y en otros casos indirecta, suele ser pasada por alto en la literatura, de modo que vale la pena rescatarla aquí someramente. Los trabajos de Julio Maier (1992, 1995), Alberto Bovino (1992), y Alberto Binder (2018) constituyen un buen ejemplo de esta tendencia, así como también las reformas procesales que organizaciones como el Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP) y la Asociación Pensamiento Penal (APP) han impulsado en el ámbito local. Algunas de estas iniciativas han sido receptadas legislativamente, y la mayor participación de las víctimas en el proceso, así como también la incorporación de medidas alternativas como la probation, la mediación y la conciliación penal, entre otras, se han convertido en parte de la realidad penal cotidiana en varias jurisdicciones de nuestro país. Debe admitirse, sin embargo, que estas iniciativas se han enmarcado en estrategias reformistas, y sus efectos no siempre han sido positivos o generadores de un cambio de dirección en nuestros sistemas penales. Al contrario, muchas de ellas parecen haber reforzado sus dinámicas previas. Así, la extensión de las facultades de las víctimas ha ido en detrimento de los derechos de los imputados, y las medidas alternativas, al ser introducidas dentro del procedimiento penal, han adquirido en los hechos lógicas punitivas que, lejos de reducir los alcances del sistema, han terminado extendiendo sus efectos. Estudios comparados han mostrado la ocurrencia de un fenómeno similar en otros países (Lamble 2014), señalando cómo a través de movimientos reformistas bienintencionados, herramientas abolicionistas han acabado absorbidas por el sistema, convirtiendo las alternativas a la pena, en penas alternativas.

8 Si bien Zaffaroni no se considera a sí mismo «minimalista», su realismo jurídico-penal marginal (1989) o su teoría agnóstica de la pena (2000; 2005) pueden ubicarse dentro de este grupo en la medida en que se concentran en la reducción o contención (es decir, la minimización) del poder punitivo. Cabe destacar, sin embargo, que a diferencia de otros minimalistas como Ferrajoli, este autor no cree que una cuota del poder punitivo sea necesaria (tanto en el presente como en el futuro), sino que, resulta inevitable (e imposible de neutralizar) en el actual estado de cosas. Hay que decir, en cualquier caso, que la posición de Zaffaroni ha variado significativamente a lo largo del tiempo. En este sentido, una nota aparte merece, por ejemplo, su posición con respecto al surgimiento de la venganza privada in absentia del sistema penal, la cual originalmente descarta (1989:111) pero admite más tarde como justificativo para la intervención penal en crímenes de estado (2005:148-149).

9 Además de ello, Baratta (2004a:299) otorga a los derechos humanos una doble función. Por un lado, estos actuarían negativamente marcando límites a la intervención punitiva (a través de los principios, derechos y garantías que establecen), y, por el otro, positivamente, definiendo cuáles bienes jurídicos resultarían protegibles mediante la tutela penal.

10 Los abolicionistas han puesto en duda muchos de los argumentos del minimalismo. Por un lado, con respecto a la supuesta emergencia de la venganza privada, han demostrado que ello pocas veces se ha corroborado en los hechos. Han argumentado además que dado que la mayor parte de los delitos no son atrapados por el sistema penal, de estar en lo cierto los minimalistas, el fenómeno de la venganza privada debería ser mucho más extendido de lo que realmente podemos observar. Por otra parte, si bien los abolicionistas consideran que la abolición del sistema penal debe ser progresiva, comenzando primero por una reducción de sus alcances, los abolicionistas podrían tener razones para dudar de las bondades de presentar al minimalismo como un «paso previo», dado que al presentarse éste como un programa más que como una contingencia, se correría el riesgo de que esta etapa intermedia se extendiera indefinidamente. Por lo demás, no puede dejar de apreciarse cierta ambivalencia de los minimalistas respecto al sistema penal, al que por un lado rechazan con críticas similares a las del abolicionismo, sin dejar de asignarle paralelamente ciertas funciones sociales positivas, ineludibles o inevitables.

11 Todo lo cual se agrava en la aplicación concreta de estos aparatos discursivos (doctrinarios o dogmáticos) que, en los hechos, y dada su complejidad conceptual, suelen ser mal entendidos por los operadores judiciales o puestos en funcionamiento de manera parcial, en general legitimando más que limitando la violencia punitiva del Estado.

12 Respecto al trashing ver Freeman (1981) y Kelman (1984). Resulta interesante mencionar que algunos autores parecen asimilar el trashing con la «deconstrucción» de Jacques Derrida, o al menos hacen de esta última, una parte importante de los métodos empleados por el trashing (Tushnet 1987:781).

13 Estos términos tienen su origen en la «ciencia militar» y han sido trasladados y desarrollados por la teoría política, especialmente marxista. Para un buen repaso de estas posturas ver Knox (2012). En este trabajo, definimos estrategia como aquellos métodos y acciones utilizados para alcanzar y lograr objetivos de largo plazo, mientras que tácticas son para nosotros métodos y acciones a través de las cuales alcanzamos objetivos inmediatos o de corto alcance. Siguiendo la caracterización que hace Antonio Gramsci (2003:176-178), puede decirse que las «estrategias» hacen referencia a acciones que buscan «cambios orgánicos» (sistémicos o estructurales), y las tácticas nombran intervenciones sobre «fenómenos coyunturales». Mientras las estrategias se dirigen a derribar o abolir lo dado, las tácticas pueden estar dirigidas a situaciones o eventos que no necesariamente pongan al sistema en entredicho. Algunos autores abolicionistas (Mathiesen, 1974; localmente, Postay 2012b) como minimalistas (Zaffaroni, 1989; Niño, 2012) han hecho referencia a la utilización de tácticas y estrategias, por lo cual estos conceptos no son completamente ajenos a la literatura criminológica.

14 Algunas reformas o programas en materia de delitos económicos, de lesa humanidad, ambientales, y de género o contra las diversidades sexuales podrían evaluarse estratégicamente de este modo. Sin embargo, deberían extremarse los recaudos para evitar que las colaboraciones tácticas se traduzcan en racionalizaciones del sistema punitivo.

15 Esta fue, como es sabido, la estrategia adoptada por el Grupo de Información sobre Prisiones (GIP) fundado en Francia en 1971 por Jean-Marie Domenach, Michel Foucault, y Pierre Vidal-Naquet (cf. De Folter, 1986:53 y Eribon, 1992:280-281).

16 Asimismo, puede decirse que la idea de Stan Cohen (1988) de estar «en contra» de la criminología, pero «dentro» de ella, representa en el campo epistemológico lo que quisiéramos lograr aquí en el campo de la práctica política y jurídica.

17 El término «mestizaje», originalmente de connotación negativa en el período colonial, fue resignificado por artistas, intelectuales, y políticos mexicanos en los años veinte del siglo pasado para denotar un aspecto positivo de nuestra región caracterizada por la «mezcla de razas y culturas». Estas ideas serían tomadas luego en los años sesenta y setenta por escritores y activistas asociados al movimiento «Chicano» en los Estados Unidos, y el término es hoy ampliamente utilizado por la teoría social y los estudios culturales anglosajones para designar, entre otras cosas, diferentes procesos de hibridación cultural. En este trabajo utilizamos el término para referirnos a la adaptación de ideas extranjeras al contexto local haciendo uso de elementos existentes en nuestro medio (tales como las estrategias de los organismos de derechos humanos y de los movimientos feministas locales). Debe destacarse que la idea del mestizaje ha sido utilizada por el último Baratta (2004b), quien, en un ensayo teórico y programático, ya hablaba de «mestizar el estado» para, a través de una pluralización de nuestras sociedades, lograr formas no-violentas de resolver los conflictos sociales. Indudablemente, estas ideas lo acercaban a los ideales abolicionistas.

Recibido: 25 de Febrero de 2021; Aprobado: 26 de Marzo de 2021

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