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Recial

versión On-line ISSN 2718-658X

Recial vol.13 no.21 Córdoba ene. 2022  Epub 20-Sep-2022

http://dx.doi.org/10.53971/2718.658x.v13.n21.37550 

Tema Libre

Una soledad poblada de voces. Experiencia del dolor y escritura rapsódica en monólogos contemporáneos: Bilis negra, El empapelado amarillo y Susurro

A loneliness full of voices. The experience of pain and rhapsodic writing in contemporary monologues: Bilis negra, El empapelado amarillo and Susurro

1 Universidad Nacional de Córdoba.

2 Universidad Nacional de las Artes, Buenos Aires, Argentina, estefaniaotano@gmail.com

3 Universidad Nacional de Córdoba.

4 CONICET, Argentina, letipazsena@unc.edu.ar

Resumen

En el teatro del siglo xxi, en el contexto de la crisis del drama moderno, encontramos una proliferación de monólogos dramáticos que exploran posibilidades discursivas y escénicas para poner en evidencia, entre otras cuestiones, la crisis en la comunicación contemporánea y la fragmentación e hibridez de la identidad. Las experimentaciones con el cuerpo solo en escena y con la voz en primera persona problematizan el yo como una intimidad pública y como un atravesamiento de múltiples voces.

Bilis negra. Teatro de autopsia (2015), de Convención Teatro, El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) (2019-2021), de María Laura Caccamo y Carlos Lipsic, y Susurro (2020), de Estefanía Otaño, son monólogos que indagan en escrituras rapsódicas -reescritura, fago-citación, collage, hibridación genérica- y experimentan el dolor desde un yo mujer cruzado por una pluralidad de voces. Con estos procedimientos de escritura escénica, la experiencia del sufrimiento, singular e intransferible, deviene común: los bordes entre lo propio y lo ajeno se difuminan en una afección intersubjetiva.

A partir de un acercamiento a los procesos creativos, la lectura de los textos teatrales y el análisis de las puestas teatrales, estudiaremos la potencia política de las dramaturgias monologales, en tanto pueden pensarse como soledades pobladas.

Palabras clave: escritura rapsódica; experiencia del dolor; monólogo; dramaturgia; teatro contemporáneo

Abstract

In 21st century theater, in the context of the crisis of modern drama, we find a proliferation of dramatic monologues that explore discursive and scenic possibilities to highlight, among other issues, the contemporary crisis in communication and the fragmentation and hybridity of identity. Experiments with the body alone on stage and with the voice in the first person problematize the self as a public intimacy and as a crossing of multiple voices.

Bilis negra. Teatro de autopsia (2015), by Convencion Teatro, El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) (2019-2021), by María Laura Caccamo and Carlos Lipsic, and Susurro (2020), by Estefanía Otaño, are monologues that explore rhapsodic writings -rewriting, phagocytization, collage, generic hybridization- and experiment the pain of a woman’s self crossed by a plurality of voices. With these procedures of scenic writing, the experience of suffering, singular and non-transferable, becomes common: the borders between what is self and what is foreign are blurred in an inter-subjective affection.

Starting from an approach to the creative processes, the reading of theatrical texts and the analysis of theatrical performances, we will study the political power of the dramaturgy of monologues, insofar as they can be thought of as populated solitudes.

Key words: rhapsody; experience of pain; monologue; dramaturgy; contemporary theatre

“Me pedías

que te desprendiera del dolor ...

Pero yo no podía, no puedo,

más que darte un antídoto

que dura poco tiempo, incapaz de curarte: el contacto

de la piel sobre la piel, la pobre

y poderosa experiencia humana de tocarnos”.

(Claudia Masin. “Sentido perfecto”, Lo intacto)

Un cuerpo solo en escena: el centro del sistema solar de la soledad alrededor del cual nuestras miradas orbitan. Esta podría ser una forma de describir la fuerza magnética del monólogo contemporáneo, en el que nuestros ojos y nuestros oídos, imantados, asisten al encuentro con una voz. Bilis negra. Teatro de autopsia (2015)1, de Daniela Martín y Maura Sajeva, El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) (2019-2021)2, de María Laura Caccamo y Carlos Lipsic, y Susurro3, de Estefanía Otaño4, son monólogos en cuyo centro una mujer dice: “me duele”. Sus cuerpos parecen haber recorrido todo un desierto en soledad en busca de unx otrx: nosotrxs, espectadorxs; tal es la imagen que propone Carreira (2010) para pensar el deseo de encuentro que postulan las propuestas escénicas unipersonales. En estos trabajos escénicos, la experiencia del dolor se despliega en la exploración de formas monologales en las que la voz del yo está atravesada por una pluralidad de voces, fundamentalmente de otras mujeres -figuras mitológicas, escritoras, poetas- que antes también dijeron “me duele”.

En este escrito nos proponemos, a partir de la convergencia de nuestras dos voces en una, acercarnos a las particularidades de estas dramaturgias de escena y experimentar también, a nuestro modo, las paradojas potentes del monólogo contemporáneo, en el que una voz es muchas, en el que hablar en soledad constituye otra forma del diálogo, en el que la intimidad se alcanza en el punto más alto de lo público y en el que lo inefable de la experiencia del dolor ensaya modos de ser compartida.

Caras sobre esta sola cara5: el monólogo en la escena contemporánea

Hacia finales del siglo xx, podemos encontrar una proliferación de los formatos monologales que exploran de modos singulares algunas convenciones del drama moderno, fundamentalmente las referidas al diálogo: ¿con quién y cómo dialoga quien está solx en escena? Los monólogos asumen una suerte de imposible: estar solx y dialogar, construir una interlocución e interpelarla.

En el teatro occidental tradicional, el monólogo se enmarca en la fábula aristotélica y explica su aparición como parlamento de un personaje dirigido al auditorio presente en escena sin esperar respuesta, como aparte o como soliloquio. Sin embargo, por su propia constitución, invita a suspender el esquema clásico de interacción del verosímil realista entre dos personajes para proponer a lx espectadorx el juego de una comunicación imposible: una palabra emitida, lanzada al espacio, que no busca una respuesta -en los términos más clásicos del circuito de comunicación-. Esta condición se exacerba en la contemporaneidad al asumir, junto a la crisis del drama (Sarrazac, 2013), una crisis del diálogo: ya no somos quienes asisten a un diálogo ajeno, sino que somos lxs participantes de una comunicación otra, en el borde de lo imposible, pero implicadxs en la escucha, incluso más que antes, dado que nos vemos interpeladxs (cfr.Fobbio, 2009; Sanchis Sinisterra, 2009).

Una serie de interrogantes en torno a la noción de identidad -que ponen en jaque, durante la modernidad, las ideas hegemónicas sostenidas desde principios racionalistas y occidentales- se acentúa al finalizar el siglo xx. Las grandes guerras mundiales, por ejemplo, o las dictaduras vividas en Latinoamérica dejan a las sociedades en un estado de desolación, fragmentación y ruptura de sentido que comienza a problematizarse estéticamente en las vanguardias europeas de principios de siglo xx y, particularmente en Argentina, en el período posdictatorial. La posmodernidad, marcada por la globalización, la comunicación masiva y la saturación de imágenes, sitúa al sujeto en un estado de permanente contradicción, ante las homogeneizaciones masificadas, las reclusiones al ámbito privado y la mediatización de la comunicación. En este contexto, a primera vista podría hipotetizarse que la proliferación de formatos monologales y unipersonales en las artes escénicas reivindica las individualidades, en consonancia con las lógicas de las sociedades neoliberales. Sin embargo, la soledad constitutiva del monólogo no enfatiza la individualidad o el carácter narcisista o egoico del yo, sino que justamente pone en superficie la relación entre lo singular y lo colectivo, detecta la tensión entre el cuerpo solo en escena y los cuerpos espectadores que acompañan dicha soledad y sobre ella dibuja un puente, un espacio común posible. De este modo, los formatos monologales exploran los territorios singulares de la subjetividad y, tal como plantea Dip (2010), se constituyen como una resistencia al anonimato impuesto al sujeto en las sociedades posmodernas.

En momentos de comunicación desbordada, donde las identidades se piensan abiertas, el monólogo se hace eco de estas crisis. La palabra monologal explora decires rotos, en pedazos, que descomponen el hilo narrativo, la forma discursiva entendida desde Aristóteles hasta la modernidad como aquel bello animal dotado de una estructura que comprendía cabeza, cuerpo y cola, en una totalidad ordenada (cfr.Nancy, 2010; Sarrazac, 2013). El monólogo contemporáneo transgrede esta idea de cuerpo estructural en tanto unidad, proponiendo exploraciones compositivas desde la incorporación de otros géneros y el cruce con otras artes. Entre los elementos de renovación dramatúrgica en el monólogo, encontramos una experimentación con el lenguaje que oscila entre los límites del teatro, la poesía, la narrativa. Volviendo porosos e imprecisos los bordes genéricos, el monólogo juega con modalidades de hibridación de la palabra dramática. Esta exploración rompe con la idea de unidad (de discurso, del ser): reúne la pluralidad en un cuerpo único, en una voz que se desdobla y compone coralidad, así como fugas de sentido.

La obra El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) es una adaptación escénica del cuento “The yellow wallpaper” (1892), de Charlotte Perkins Gilman, una intelectual estadounidense que defendió los derechos de las mujeres. Se trata del relato del encierro -forzado por su esposo médico, como una “cura de descanso”- en una habitación, donde la mujer, privada de toda labor intelectual, debe seguir una dieta estricta y una rutina de dormir después de cada comida. La obra monologal recupera la forma íntima del relato en primera persona, la situación de aislamiento y la progresión hacia la locura y la alucinación, donde ve a otra mujer atrapada dentro del empapelado amarillo de la pared de la habitación. El yo se desdobla, son muchas las mujeres atrapadas en el dibujo del empapelado y a todas ellas quiere liberar. En el mes de mayo de 2021, la obra teatral fue reestrenada en Palermo, Italia, en la propia casa de la actriz, con un público reducido de hasta siete personas, llevando la relación íntima entre escena-público que caracteriza al monólogo a una esfera todavía más inquietante.

El monólogo Susurro configura un yo en soledad, sustraído del mundo. En el patio del fondo, ella lava sus trapos, juega con el agua evocando la figura del mar, construye un muelle esperando el regreso del amor perdido, canturrea buscando el arrullo y se desdobla en múltiples voces que la habitan, en un procedimiento dramatúrgico donde teatro y poesía se mezclan. Se recuperan voces poéticas que escriben el dolor; entre ellas, Alfonsina Storni y Sylvia Plath. Estas voces se tejen en el monólogo, poblando el yo que deambula en los bordes entre el placer y el dolor. Ella encarna voces que la atormentan, la someten, la extasían, la abandonan, la liberan; interactúa con el propio susurrar de su inconsciente, se interpela a sí misma y al público. Hay intentos de narrarse que son interrumpidos por gestos de violencia, por dolores que se reavivan, por deseos que se despiertan y acaban unas veces en orgasmos, otras en intentos de saltos al vacío.

Bilis negra. Teatro de autopsia (2015) es una obra teatral de Convención Teatro cuya dramaturgia, a cargo de la directora Daniela Martín y la actriz Maura Sajeva, está pensada como una reescritura de varios textos: Hipólito, de Eurípides; Fedra, de Séneca; Fedra, de Jean Racine, y Fedra, de Juan Mayorga, en cruce con textos filosóficos: El cuerpo utópico, de Michel Foucault; 58 indicios sobre el cuerpo, de Jean-Luc Nancy, y Pasajes de la melancolía. Arte y bilis negra al comienzo del siglo XX, de María Bolaños.

Una de las intervenciones reescriturales más importantes se vincula con el género, ya que transforma la tragedia en un monólogo. En él, se despliega la voz -imposible- del cadáver de Fedra, una mujer enamorada de su hijastro y muerta de melancolía, de desamor, de dolor. Pero sobre esta voz se amalgaman otras voces que se alternan sin aviso: voz de mujer, voz de forense, voz de reina. El yo está dislocado y sustraído entre el vaivén de las primeras personas y la impersonalidad de la tercera. Esta yuxtaposición de voces también es generada por el ingreso de citas textuales de los textos reescritos.

En estas tres propuestas escénicas podemos advertir que ese yo atravesado por otras voces es en sí un hecho profundamente dramático, que tensa el cuerpo y lo lanza hacia los límites de lo posible, hacia los límites del sentido (cfr.Nancy, 2010). Si el sujeto contemporáneo no constituye una unidad esencial, si está estallado y habitado por diversas voces, el monólogo trabaja esta condición múltiple del sujeto no para postular un discurso único y totalizante, sino para reivindicar, en términos de Viviescas (2009), un yo de voces plurales. El cuerpo habitado por otrxs enuncia su ser singular a la vez que encarna la alteridad: voces antagónicas, divergentes, amorosas, en su ir y venir, se encuentran alojadas en ese cuerpo que transita identidades, interactúa con otros yoes, con sí mismo, con el público. Este es el rasgo fundamental que observa Fobbio (2010) en los monólogos contemporáneos y del que Yo somos tú, el monólogo de Olga Orozco de principios de los 80, sería un antecedente.

Las innovaciones estéticas de Orozco aparecen en las formas monologales de la nueva dramaturgia argentina de fines de siglo xx y principios del xxi: la intertextualidad, la inclusión de otros géneros literarios, la reconfiguración de las indicaciones escénicas (por ejemplo, son recurrentes las acotaciones cero), la metateatralidad, la autorreflexividad y la interpelación a lx espectadorx. Bilis negra y Susurro convierten a la palabra en un espacio de convergencia con lx otrx al hacer indiscernibles los bordes de las referencias intertextuales y, con ello, poner en contacto voces de la historia en principio distantes. En ese constante movimiento de citas, el gesto de transmigrar de unx a otrxs configura al yo como figura errante y se construyen interlocutores diversxs que fluctúan y alteran los estados de ese cuerpo intertextuado. Otrxs transitan el mismo espacio-cuerpo y ahí la voz juega, explora sus matices, sus tonalidades, sus modos de decir “yo somos muchas”.

Entonces, es la subjetividad lo que se pone en movimiento en el monólogo ante los ojos de lxs espectadorxs. Los tres trabajos se constituyen como monólogos-retrato (Fobbio, 2017), en tanto, siguiendo la lectura de Nancy (2012), el retrato expone al sujeto, lo arroja afuera. Esta operación que el filósofo estudia en la pintura puede considerarse también en la escena: todos los elementos de los monólogos se organizan en función de una relación entre el sujeto y la mirada. Asistimos a la exposición de una intimidad que se juega en una superficie -la interioridad desplegada en la exterioridad- y que, además, al mirar, nos convoca, nos llama a ella. De aquí la clave del verbo francés regarder, que significa tanto ‘mirar’ como ‘concernir’: lo que miro me compromete, me convoca, pero a la vez me incumbe, puesto que lo que miro me mira (Nancy, 2012, p. 74).

En la escena, es el cuerpo el que está expuesto, pero no al modo de un desocultamiento de lo que antes estuvo escondido, sino como la extensión de su posibilidad de ser (cfr.Nancy, 2010). Vemos un cuerpo y nuestra mirada es una “caricia móvil” (Nancy, 2010, p. 36): se desliza, se desplaza, acompaña al cuerpo. Particularmente en Bilis negra. Teatro de autopsia, Susurro y El empapelado amarillo, el cuerpo en escena experimenta el dolor. En vínculo con los planteos de Nancy (2010), el cuerpo, como herida abierta, se convierte en una llaga por donde el sentido se escapa; la herida es corte y apertura: en el punto del dolor, el sujeto está abierto, desensamblado, y el cuerpo tiene lugar en el límite.

Grito deshilachado en palabras: experiencia del dolor en las dramaturgias monologales

Escribe Marco Antonio de la Parra:

El actor en un animal que agoniza. Su hablar es desesperado. Si deja de hablar se muere. Habla porque no puede hacer otra cosa. No narra, se desespera. Su palabra es acción pura, un cuchillo, una estocada, un tiro en la sien, manotazos de ahogado, un grito en la penumbra. Eso es, el monólogo es un grito deshilachado en palabras. (2009, p. 280).

El monólogo no construye un relato, más bien se desespera, grita y se deshace en palabras. El cuerpo solo en escena huele a peligro de muerte, a dolor, a cuerpo que sangra, a sacrificio (cfr. De la Parra, 2009). Las palabras son materia palpable, partes del cuerpo que se desprenden en torrentes de angustia. El cuerpo monologal es un cuerpo sacrificial, se aventura en el rito, se abre paso en el silencio, se expone como herida abierta que drena en el espacio público. El yo, en tanto herida abierta y expuesta, opera como dispositivo que se enuncia a modo de cuerpo que duele. En Bilis negra, ese dispositivo es la autopsia asumida por el propio cadáver de Fedra, instancia a partir de la cual reconoce en el cuerpo las marcas de lo vivido, la imposibilidad del amor, la historia de su dolor. La autopsia, como indagación del territorio del cuerpo, se realiza sobre un imposible: la localización del dolor. La búsqueda, vana, se realiza igual; así lo expresa Fedra, solapándose con la voz de María Bolaños:

Para llevar adelante la autopsia utilizaremos la teoría humoral o teoría de los cuatro humores. Hace tiempo, se pensaba que el cuerpo estaba compuesto por cuatro líquidos fundamentales, la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra... La melancolía es una enfermedad de invención griega que se produce por los excesos y desvíos de la atrabilis, una substancia negra segregada por una glándula, el bazo, a la que los antiguos consideraban como vehículo de las cualidades espirituales, los sentimientos y las manías... A diferencia de los otros tres humores, la bilis negra no posee existencia real. No ocupa un lugar6. (Martín y Sajeva, 2017, p. 68).

La bilis negra no es reconocible ni localizable en el organismo, pero tiene una enorme sintomatología: ensombrece el ánimo y repercute en el cuerpo todo, que expresa un malestar misterioso e inmaterial. Fedra expone su cuerpo desnudo como herida que se abre frente a otrxs y por esa rendija se enuncia, sacude, afecta, pone en movimiento la emoción con unx otrx, la conmoción (Nancy, 2010), ya sea para llamar su atención, para pedir ayuda o para poner en común aquello íntimo y subjetivo que la aísla y la repliega a sí misma: el dolor.

La experiencia del dolor es la experiencia del cuerpo, de nuestra condición corporal, singular y enigmática, en tanto intransferible. Es imposible de traducir con palabras, incomunicable, inenarrable (cfr.Ricoeur, 2019). Según Ricoeur (2019), el dolor interroga, aloja en sí la pregunta por el sentido, por los significados del sufrimiento: ¿por qué?, ¿por qué a mí?, ¿cuándo acaba? Desplegando una crisis de la alteridad, el yo se repliega sobre sí, se aísla en una “soledad del sufrir” (Ricoeur, 2019, p. 95). La exploración de esa soledad, en El empapelado amarillo, no renuncia a la enunciación: se despliega en una escritura clandestina, necesaria y hasta inevitable. Ella, bajo el diagnóstico de una “depresión nerviosa transitoria”, y ante la negativa de su marido de reconocer su dolor, se aísla del mundo, de las amistades, de la familia. Es recluida en su habitación, donde tiene prohibido escribir. El encierro, la soledad, el hecho de dormir todo el día y pasar las noches secretamente despierta observando el empapelado de la pared van aturdiendo a la mujer. Comienza a obsesionarse con el empapelado, su color, su olor, las manchas, formas y roturas. En él, ve a otra mujer encerrada que se arrastra, detrás de unos barrotes que se arman con juegos de luces y sombras.

De noche, sea cual fuera la fuente de luz (una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), ¡se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal. Y la mujer de atrás se ve con absoluta claridad.

Tardé bastante en reconocer lo que se ve atrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer.

A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Desconcierta…! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme. (Caccamo y Lipsic, 2019, p. 7).

La irrenunciabilidad de la escritura, incluso cuando esta parezca carecer de sentido, pone en evidencia ese grito y ese pedido de escucha que todo monólogo postula en su deseo de encuentro con otrxs y que se exacerba cuando se trata de un aullido de dolor. El dolor apela a unx otrx, pero ¿cómo dar cuenta del propio dolor?, ¿cómo comunicar lo incomunicable? Más aún tratándose de un dolor que no se localiza en el pie o en la cabeza, sino que envuelve a todo el ser: ¿cómo anunciarlo?, ¿cómo hacerlo público? La impotencia de decir, la ausencia de palabras para dar cuenta del dolor, implica una potencia dramática y ética de la teatralidad. El dolor habla con gestos, quejas, lágrimas, súplicas, el rostro se estruja, el ceño se frunce, el cuerpo se retuerce y exhala un alarido. Esta lengua que habita el cuerpo sufriente reclama compromiso a unx otrx. En relación con esto, en Susurro, el yo se desdobla en la voz de alguien que la somete a la vez que el cuerpo es ella misma siendo sometida. El público es testigo de esa escena erótica e incómoda, en la que el yo recupera la unidad cuerpo-voz en el llanto. Desde las lágrimas, ella interpela directamente a unx espectadorx, interrogándolx:

¿Qué me mirás?

Todo el mundo llora...

¿¡Qué me mirás!?

¿Quién te dio derecho?, ¡es mi intimidad!...

Vos, que todavía me estás mirando, quedate.

Me arrastro a tus pies… pero no te vayas, no acabé todavía.

Me arrastro a tus pies, repito, me arrastro...

¿Qué soy para vos? ¿Para ustedes?

¿Llegó al oído el susurro de mi sangre?

Estoy haciendo crujir el cuero de mis huesos.

Mi cuerpo está en la oscuridad, yo misma voy a perforarla como una flecha.

¿Qué hacen ustedes acá? (Otaño, 2020, pp. 6-7; 20-21).

El dolor exhala de sí el padecimiento y se dirige a unx otrx en una interacción del yo-tú que, como propone Diéguez (2013), resulta un espacio de contaminación perceptiva, afectiva, que habilita un encuentro intersubjetivo del dolor. La experiencia del dolor deviene experiencia de aproximación, se abandona el estado de aislamiento, en un ir de sí mismx al otrx, en un dar y recibir (cfr.Ricoeur, 2019), en un gesto de tocar a lx otrx en la distancia (cfr.Nancy, 2010), de experimentar un dolor compartido, como rito colectivo, como duelo común, donde mi dolor interpela, interroga y apela a tu dolor, nuestro dolor.

En las tres propuestas escénicas, la atopía del dolor -ilocalizable, incapturable, inextirpable- despliega su inmaterialidad en la materialidad más contundente de la experiencia teatral: el cuerpo en escena que llora, grita, sufre. Se vuelve palpable la distancia entre actriz y público y se inaugura una forma otra del tocar, en la que la potencia del encuentro radica en una afectación mutua.

Hilvanar, zurcir, coser, bordar: escrituras rapsódicas en dramaturgias de escena

Las voces monologantes de Bilis negra, Susurro y El empapelado amarrillo son, en términos de Sarrazac (2013), voces rapsódicas que, según este autor, son características del drama contemporáneo. El devenir rapsódico consiste en un trabajo sobre la forma teatral que descompone y recompone la escritura a partir de hibridaciones, ensamblajes y montajes de fragmentos, reescrituras, mosaicos lingüísticos, exploraciones de la polifonía y la coralidad. Se trata de una operación que “hilvana cantos”, descose y emprende una deliberada costura de textualidades: “Es entonces de manera precisa el estatus híbrido, incluso monstruoso del texto producido -esos redescubrimientos sucesivos de la escritura que sintetiza la metáfora del ‘texto-tejido’-, lo que caracteriza la rapsodización del texto” (Sarrazac, 2013, p. 192).

Las estrategias dramatúrgicas de estos tres monólogos dejan oír voces de cuerpos atravesados por el dolor. Se trata de una puesta en voz de las voces -narrativas, poéticas, filosóficas- que abre una dimensión coral en el monólogo. El concepto de fago-citación que brinda Fobbio (2016) -como procedimiento característico del teatro actual y, en particular, vinculado al monólogo- complejiza la noción de apropiación y de intertextualidad, poniendo en relación cuerpo y texto. El cuerpo monologante está atravesado por otros decires que escribe, reescribe y traduce escénicamente mediante operaciones compositivas de entrecruzamiento, superposición, apropiación, transformación. El monólogo deja ver, en su forma fragmentaria, los hilos de su costura, las marcas inscriptas de otros cuerpos, como en la puesta en página (van Muylem, 2013) de Bilis negra, en la que un color más claro u otra tipografía marca los textos citados y una nota al pie señala la referencia. En Susurro, el procedimiento de fago-citación no deja marcas explícitas: el texto ingiere y asimila versos de Alfonsina Storni, evoca relatos de Marguerite Duras, de Leonora Carrington, de Unica Zürn.

La obra El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) comenzó su proceso de creación en el año 2017 en la ciudad de Buenos Aires, con María Laura Caccamo y Carlos Lipsic. El proceso estuvo atravesado por grandes cambios: primero, por el embarazo y la maternidad de la actriz; luego, por su mudanza a Palermo, Italia, y finalmente por la pandemia de COVID-19 y el confinamiento. Los ensayos fueron cambiando su dinámica, encontrando recursos como la filmación y las plataformas virtuales para poder seguir trabajando a la distancia. La obra fue estrenada por primera vez en Palermo, en el año 2019, en colaboración con un grupo de artistas plásticos. En el 2021, se reestrenó con modificaciones en la puesta en escena. Las presentaciones se hicieron en la propia casa de la actriz con un máximo de público de siete personas, dentro del contexto de flexibilización de las medidas de aislamiento social. Esta condensación del universo íntimo abre una zona paradojal en la representación, entrecruzando el confinamiento del relato y la realidad del confinamiento social. Se produce una resignificación del espacio íntimo de la casa y la habitación donde está encerrada la mujer del relato de Charlotte Perkins Gilman, en este borde impreciso entre lo real y lo ficcional que habilita el juego de la casa dentro de la casa, de la habitación dentro de la habitación. La casa, como teatro íntimo, explora de modo extremo la relación entre el yo de la escena -yo que invita, aloja, abre las puertas de su interioridad, de su adentro- y lx espectadorx -invitadx, alojadx en ese interior-.

Como su título reconoce, El empapelado amarillo es una adaptación teatral de un texto narrativo. En la operación de tránsito, de migración de un lenguaje literario a un lenguaje escénico, hay un ejercicio intencional de trabajar en las zonas fronterizas y porosas entre estos géneros. El procedimiento dramatúrgico de traducción escénica de la obra de Charlotte Perkins Gilman fue realizado por Carlos Lipsic, también director de la obra. El proceso consistió en reducir la estructura del relato a su hueso: ella, la casa-habitación, el marido-médico y el empapelado. Se fragmentó el texto, distinguiendo estos cuatro leitmotivs por colores; luego, por medio de un montaje, se fue trabajando en la repetición de estos tópicos y generando en la repetición un desplazamiento. La imposibilidad de nombrar el dolor, el encierro prolongado, la soledad, la desesperación, la falta de actividad intelectual y física se van traduciendo en una forma monologal, donde el relato se vuelve fragmentado, discontinuo, con quiebres, saltos de un tema a otro, interrupciones, largos silencios. Otra operación que se realiza sobre el texto-fuente es la traducción de descripciones espaciales en acciones y evocaciones, y la sustracción de referencias a otros personajes. En este sentido, en la adaptación teatral, el universo exterior se reduce a Él, todo lo que viene del afuera está mediado por Él.

En el proceso de puesta en escena, el texto fue reescrito en función del trabajo de dirección y actuación. En esta etapa, ingresaron como material poemas de Emily Dickinson como disparadores para encarnar desde imágenes poéticas el dolor y la soledad, desde otra voz femenina. Teniendo en cuenta que la poeta también escribió desde el aislamiento y desde una crisis espiritual, los versos de Dickinson dialogan con el relato de Perkins Gilman. A su vez trabajaron en los ensayos con la obra fotográfica de la artista Francesca Woodman, quien compuso autorretratos en habitaciones vacías, componiendo con su cuerpo en el espacio, formando siluetas que se funden en la pared, que se esfuman capturando el movimiento y la luz, cubriendo su cuerpo con fragmentos de empapelado rotos de la pared. Las figuras del cuerpo de ella arrastrándose, agazapada en algún rincón de una habitación, y el cuerpo siendo fondo, pared, constituyen material dramatúrgico y soporte de la actuación en la construcción de una partitura7 (Barba, 2020). La partitura permitió configurar un dispositivo dramatúrgico para no perderse en las repeticiones del texto, para generar alteraciones dentro del relato roto, descosido, fragmentario, para encontrar pequeñas islas donde hacer pie, dentro de ese espacio vacío donde el cuerpo de la actriz deambula entre palabras, gemidos, gestos, movimientos con los que dibuja el espacio y el tiempo que transcurre en la habitación donde está aislada.

El proceso dramatúrgico de Susurro se inició en el año 2017 con una investigación sobre el vínculo de una mujer con el agua. Comenzó un trabajo de indagación sobre las Siluetas (1973-1980), de la artista plástica Ana Mendieta, recuperando la huella del cuerpo femenino a orillas del mar. Luego, la búsqueda desembarcó en el personaje de Medea (en Medea, la tragedia de Eurípides; Medea, el film de Pier Paolo Pasolini, y Medea, film de Lars von Trier), recuperando figuras: la mujer errante y exiliada en las orillas, el desarraigo, el abandono, la muerte de sus hijos.

Otro puerto en esta instancia del proceso fue la poesía de Alfonsina Storni: aquí se destacó la imagen de la mujer muelle, los sonidos de gaviotas, la soledad, el crepúsculo y la insistencia en su “devuélvanme al mar”. A este acopio de nombres, imágenes, escenas y versos se sumaron las mujeres retratadas en tratamientos de hidroterapia en neuropsiquiátricos. La dramaturgia de Susurro se despliega en una primera instancia pre-escénica como una indagación sobre la inscripción del dolor en el cuerpo de la escritura de mujeres de la historia artística y así Alfonsina Storni abre la puerta a muchas voces: Leonora Carrington, Violeta Parra, Emily Dickinson, Alda Merini, Sylvia Plath, Delfina Tiscornia, Alejandra Pizarnik, Marguerite Duras, Unica Zürn, Marina Tsvietáieva, Edith Södergran, Clarice Lispector, Delmira Agustini, Lola Kiepja, Josefina Pla. En el transcurrir del proceso de Susurro, los nombres y con ellos las voces se fueron multiplicando y la escritura fue hilvanando cantos, versos, cuerpos, aullidos, gestos, imágenes, advirtiendo una lengua otra, una lengua atravesada por el dolor como experiencia de las mujeres.

De una primera versión de escritura, en una suerte de borrador con forma de poema dramático desplegado en columnas, se advierte un juego de voces entre ella, su susurro, una voz narradora, una voz autoridad y él. El texto se fue reescribiendo en un ir y venir del cuerpo a la palabra, de la palabra al cuerpo, en una escritura como partitura de voces, musicalidades que se escriben por sollozos, gritos, llantos, silencios, gemidos, respiraciones. El tratamiento del monólogo desde una sola voz (una actriz) compone el paisaje musical de voces. Los desdoblamientos entre voz y cuerpo van definiendo direccionalidades en las interpelaciones: al público todo -“¿Vinieron a verme saltar? / Todo lo que hago es juntar sangre” (Otaño, 2020, p. 22)-, a unx espectadorx en particular -“¿Qué me mirás? ¡Andate! / ¡Andate! / No, no… perdón, / lo siento / no quise. / ¿Me perdonás? / No quiero que te vayas, / ¿Querés que te muestre una foto de él?” (p. 7)-, al mismo yo monologante -“¿Puedo casarme con mis carnes?... / ¿Puedo casarme con mis huesos?” (p. 17)- o al cuerpo -“¡NO LLORÉS! / ¡TE DESPRECIO CUANDO LLORÁS!” (p. 5)-. Esta escritura polifónica da cuenta de una lógica fragmentaria que recoge yoes y teje desde ellos formas dialógicas particulares, donde la palabra está ligada al cuerpo.

El trabajo de actuación, en este sentido, implicó la indagación de esta identidad estallada y problemática en el devenir de una voz rapsódica. La voz constituye, entonces, una materialidad, una prolongación del cuerpo, donde las acciones vocales (Barba, 2020) dan cuenta de una constante errancia del yo, que habilita una forma dramatúrgica que juega con la repetición de voces que se encarnan y se confrontan entre sí hacia el público. Estas distintas voces/cuerpos se fueron ensamblando y configuraron una partitura de acciones físicas y verbales que asumen la carnadura de las distintas voces y sus direccionalidades: la cara que se retuerce habilitando otro cuerpo para otra voz; la cabeza que se gira para escuchar la voz que viene de atrás, que la acecha y le habla al oído; la cabeza y los hombros que se encogen cuando la voz viene de arriba, la humilla y doblega (voz que, en el texto, se distingue por la mayúscula sostenida).

Las acciones encarnan a su vez las imágenes de soledad y abandono (la mirada que se pierde en el horizonte como un barco que se aleja), traducen la violencia en el cuerpo que exhibe sus zonas erógenas obligado por una voz que la humilla, muestran la impresión del amor en el cuerpo a partir de cosquillas que le producen placer y dolor en simultáneo. La imagen de la muerte se reitera con el cuerpo al borde del muelle queriendo sumergirse en el mar o envuelto por una soga alrededor del cuello o subido a una pila de cajones queriendo saltar al vacío. El dolor se asume en el cuerpo como el movimiento del oleaje: si se hace calmo, ella juega, lava sus trapos, relata algo de su historia y canta. Si el mar se pone bravo, la ola crece y el dolor aparece, se hace agudo, intolerable: la ola la envuelve, la revuelca, ella pierde al apoyo, su lengua balbucea, se extasía, la muerte se hace presente, desea acabar con su dolor, el agua se mete por los orificios, la hacen sonar y ella acaba, cada vez, otra vez. La ola que la envolvió la devuelve herida a la orilla, el agua se aleja, la abandona, ella se recupera, logra ponerse de pie, vuelve a jugar, a cantar, y así se repite el vaivén del mar y, en la espuma, su susurro.

En la imagen final de la obra, el salto al vacío, la oscuridad, total, se llena de voces. Aparece una voz otra, en una composición musical interpretada por Belén Sanabria. Esta composición surge de un trabajo conjunto con la compositora y cantante, en una apropiación del poema “Señora Lázaro”, de Sylvia Plath. El procedimiento consiste en descoser el poema para luego coser algunos retazos, fragmentos que condensan el sentido. En el trabajo vocal, las palabras se asemejan a cuerpos que se arrastran. La voz se rompe y naufraga sobre una nota pedal que la sostiene, se cae, se levanta, vuelve a caer y se quiebra, se desdobla en fragmentos de voces, cae y son esas muchas voces que envuelven una voz y la levantan. Ella sonríe: esta melodía es el canturreo con el que el yo del monólogo se arrulla.

Sobre Bilis negra. Teatro de autopsia, Daniela Martín y Maura Sajeva, directora y actriz, respectivamente, y ambas a cargo de la dramaturgia, señalan que el texto:

nace de la escena, del devenir dramatúrgico que la actriz puso a funcionar en pleno estado actoral. Un texto desde el cuerpo de la actriz, en vínculo melancólico con lxs cuerpos de lxs espectadores que luego han visto la obra. (2017, p. 77).

En su propuesta como directora teatral, Martín pondera el material que actores y actrices arrojan a la escena a través de trabajos de improvisación, de vinculación con los textos que se reescriben y de las asociaciones que de estos se desprenden. El proceso creativo de Bilis negra se transita sobre un estado de duelo de la actriz (cfr.Sajeva, 2016) y la experiencia se transforma en insumo de trabajo durante los ensayos. La dramaturgia de actriz que desplegó Sajeva durante el proceso, entonces, es el material privilegiado y la improvisación resulta un espacio de composición, como es característico en las dramaturgias de escena.

La poética de Convención Teatro -grupo que estrena la obra- se basa en la intervención dramatúrgica y escénica de textos de la tradición teatral por parte del colectivo de hacedorxs. Reescribir un texto supone apropiarse de él, involucrarse, comprometerse para ver de qué habla, por qué interpela, qué generó deseo de ese material. Durante 2018, en una charla en el marco de la Feria del Libro de la ciudad de Córdoba, Daniela Martín (2018, en Soledad González Teatro y pensamiento divergente, 27 de abril de 2020) comenta que la reescritura que supuso Bilis negra. Teatro de autopsia implicó discutir con los textos, dilucidar por dónde resonaban, dejarse atravesar. Haciendo énfasis en el reconocimiento de la autoría conjunta con Maura Sajeva y señalando la importancia de reconocer las autorías múltiples en la actividad teatral, la directora explicita cómo la experiencia de lectura y apropiación está en sintonía con las experiencias personales que se estaban materializando sintomáticamente en el cuerpo de la actriz. Desde la concepción de la tarea de la dirección teatral como aquella que está “a la escucha del acontecimiento” (Martín, 2018, en Soledad González Teatro y pensamiento divergente, 27 de abril de 2020), la decisión consistió en dejarse afectar por esas situaciones y, a su vez, afectar las interpretaciones de la constelación textual trabajada. Las elecciones estéticas en relación con el trabajo monologal y al desnudo en escena, por lo tanto, están en profunda relación con ese atravesamiento mutuo entre palabra y cuerpo.

Como ya mencionamos, esta obra se postula como una reescritura de Hipólito, de Eurípides, pero a su vez convoca una constelación de reescrituras como material que intervenir dramatúrgicamente: las Fedra de Séneca, de Racine y de Mayorga. La práctica reescritural se inscribe, así, en la historia de estas reescrituras, acentuando, con su lectura, la centralidad de la experiencia del dolor de una mujer.

La mayor de las intervenciones reescriturales de Bilis negra es la que corresponde al género, puesto que la tragedia bascula, a través de la supresión de personajes, a un monólogo. Con ese gesto, la voz de Fedra cobra espesor no solo por su focalización, sino porque es esta voz la encargada de reconstruir y materializar las ausencias de los otros personajes: Hipólito y Enone se hacen presentes a través de la voz de Fedra. Los datos argumentales del mito están reducidos al mínimo: es ese despojo el que pone de relieve la experimentación de la melancolía en el cuerpo-cadáver de Fedra y diluye los dilemas en torno al honor de Teseo o la inocencia de Hipólito, conflictos centrales en los planteos de las obras clásicas.

Por otro lado, la voz-forense lleva a cabo la autopsia de este cuerpo y desmonta las marcas de la historia del dolor, pero esta voz se solapa a la de la confesión. Fedra confiesa ante nosotrxs su amor vedado, imposible, prohibido, al tiempo que testimonia sobre su historia. Esta misma voz cobra, sin pasajes y sin aviso, el carácter de una voz-pensamiento, en tanto se despliega una filosofía del cuerpo o un “tratado sobre la melancolía” (Martín y Sajeva, 2017), como lo llaman sus dramaturgas.

Al montaje de intertextos y la intermitencia de voces se suma la vacilación en la persona gramatical. En la enunciación de Fedra, encontramos una convivencia de la primera persona y la tercera: “Este es el cuerpo de Fedra. Parezco desnuda, pero no. En realidad, estoy vestida de cadáver” (Martín y Sajeva, 2017, p. 68). Etimológicamente, la palabra autopsia, tomada del griego, significa “acción de ver con los propios ojos” (Corominas y Pascual, 1980, p. 415): el vaivén en las personas gramaticales habilita las distancias necesarias para hacer el examen de sí, en un juego de interioridades y exterioridades. En el proceso de subjetivación, Fedra parece, por momentos, desubjetivarse: volver el yo objeto de su indagación es desprenderse de sí para mirarse con los propios ojos y arribar a la pura materialidad del cuerpo. Aun así, la mirada no se completa sin la enunciación de sí, en las distancias trazadas entre acercamientos y alejamientos. Se regresa a la primera persona cuando, en las descripciones exhaustivas del examen del cuerpo, se intercala, ineludible, la propia experiencia corporal8. La vacilación de las personas gramaticales de la enunciación monologante se corresponde con un movimiento semejante en las interpelaciones: hacia una segunda persona singular -Hipólito, Enone- tanto como hacia una primera persona plural -espectadorxs, cuerpos-.

Por más que la lógica rapsódica de la dramaturgia de Bilis negra, en su construcción como collage de citas, aparece explicitada al público en el programa de mano9, en la escena sus bordes permanecen indiscernibles, diluyendo las textualidades en un solo tejido. Sin embargo, las costuras entre los fragmentos sí se ven en la puesta en página del texto teatral editado: aquí se ponen en evidencia las porosidades textuales y el trabajo de lectura y montaje. Quedan planteadas, entonces, dos interpelaciones diferentes. En la escena, ante lxs espectadorxs, el cuerpo intertextuado (Fobbio, 2017, p. 185) se constituye como la textura particular que reúne todos los decires -a partir de sus movimientos, miradas, desplazamientos y trabajo con la voz-, y es a esa reunión indistinguible de palabras a(ex)propiadas a la que se nos invita. En la puesta en página del texto teatral, los relieves de la textura generada por el montaje de textualidades se construyen en el papel con la mixtura tipográfica (cambios en el color y la fuente), proponiendo una situación de lectura en la cual quien lee puede recomponer el procedimiento dramatúrgico. De esta manera, la puesta en página señala el trabajo de escritura durante el proceso creativo y se presenta como su huella.

Entre el amalgamiento de intertextualidades y vacilación de las personas gramaticales, Bilis negra inaugura una lengua que es al mismo tiempo singular y colectiva. La escritura rapsódica en este monólogo permite la condensación de una voz-mujer. El elemento biográfico -que suele ser un horizonte de expectativa en los monólogos- no supone un relato episódico, sino la experimentación de una singularidad que, al mismo tiempo, tiene ecos en un nosotrxs: nosotras, mujeres; nosotrxs, cuerpos.

Los monólogos Bilis negra. Teatro de autopsia, Susurro y El empapelado amarillo dan cuenta del fracasado pero a la vez necesario intento de narrar el dolor. Incapaz de decirse, el dolor irrumpe, rompe toda continuidad o progresión en el relato, deteniendo el tiempo en instantes focalizados, exasperando repeticiones, produciendo alteraciones, hurgando en la misma herida.

Además, en los tres trabajos, la escritura rapsódica implica una convergencia de memorias: la dramaturgia es un trabajo artesanal de bordado, de hilvanado textual. En Bilis negra y en Susurro, particularmente, el procedimiento de no develar las fuentes reescritas o fago-citadas en la enunciación escénica -aunque sí en paratextos y en la puesta en página a cargo de Martín y Sajeva- es un gesto de apropiación y apelación a la memoria colectiva. De este modo, el monólogo devela modos de construir un pasado común: se convierte en una memoria viva. A partir de estas confesiones o testimonios singulares, escuchamos las voces de la historia. La voz se ahueca y se hace eco, a partir del despojo de la unidad del yo, del sentido, de la coherencia y congruencia gramatical. Tal como expresa Fobbio (2010), en el monólogo contemporáneo se ahueca la palabra para que ingresen otras voces.

Cuerpo y escrituras del dolor

En Bilis negra, El empapelado amarillo y Susurro, vemos un cuerpo vulnerable, solo, que padece en su carne un dolor íntimo e intransferible en presencia de otros cuerpos espectadores. En soledad, cada cuerpo en escena se despega del entorno, se aísla y a la vez se expone. Las reflexiones de Jean-Luc Nancy (2010, 2012) ayudan a pensar cómo el cuerpo expuesto en escena dispone, organiza y acoge la mirada de otro cuerpo que ve. Este gesto de exposición “no significa que la intimidad es arrancada de su reducto y sacada al exterior, puesta a la vista... La exposición significa al contrario que la expresión es ella misma intimidad y atrincheramiento” (Nancy, 2010, p. 28). ¿Cómo habla el cuerpo de su dolor? Si el dolor es indecible, ¿cómo dice que le duele, que sufre? Cuando el lenguaje colapsa, es el cuerpo el que habla. ¿Cómo lxs expectadorxs perciben ese dolor? ¿Qué imágenes expone el cuerpo sufriente que acaricia y conmueve a quien las ve? ¿Cómo se exhala de sí el dolor que es un misterio, que no se ve?

En los monólogos estudiados, los cuerpos encarnan escénicamente su dolor, la carne herida se expone y produce imágenes y sentidos que tocan a esos otros cuerpos en una afección intersubjetiva entre la escena y el público. En su reflexión en torno a la relación entre los lenguajes de las artes y las experiencias de dolor, Adrián Cangi (2019) sostiene que “el dolor del cuerpo ajeno presenta una ‘discursividad’ que hace posible que sea percibido por su expresión en la comunidad de dolientes” (p. 61). En este sentido, los dispositivos escénicos en las obras monologales podrían pensarse como cicatrices: configuran ranuras por las que el dolor encarnado es expuesto y recibe la mirada de otro cuerpo que reconoce los gestos, las marcas y la historia de un padecer, posibilitando una experiencia común del dolor.

En Bilis negra encontramos un deliberado trabajo con el cuerpo: en tanto el dispositivo escénico se organiza como la autopsia del cadáver de Fedra, la actriz atraviesa toda la obra desnuda. Despojado de todo atuendo y, por ello, de toda referencia que algún vestuario podría tener, el cuerpo se amplifica en su carácter de territorio, un territorio por el que recorrer relieves y cicatrices. El examen forense se convierte, así, en una cartografía del dolor: la disquisición y la interpretación de señales se transforman en una operación de desmontaje de la melancolía. El cuerpo se potencia en su materialidad geográfica: relieves, contornos y accidentes cobran protagonismo y conforman una historia. La actriz señala zonas de su propio cuerpo, se autoexamina y, a su modo, se ausculta; cuando describe el envejecimiento del cuerpo y el prolapso de los órganos internos, Fedra se toma el vientre y dice: “Me impresiona pensar que el corazón se puede deslizar hacia abajo. Imaginen que tuvieran que poner la mano aquí para escuchar los latidos” (Martín y Sajeva, 2017, p. 72). Los gestos de detención en un dedo, el pómulo o una lágrima van marcando mojones en el mapa de ese cuerpo expuesto doblemente en su superficie y en su mecanismo, y de ese modo el recorrido trazado queda visible y disponible para lxs espectadorxs.

Para la configuración del espacio escénico, la máquina teatral se reduce al mínimo: todo lo que el público tiene en frente es el cuerpo-cadáver acostado sobre una plataforma en el suelo, cubierta con una tela e iluminada levemente en sus contornos. Sobre esta plataforma -que puede funcionar, a la vez, como camilla de autopsia, lecho de muerte o cama-, Fedra yace, pero también recorre sus bordes, se arrodilla y se sienta. Es un espacio de exposición que habilita la examinación, así como es un espacio de intimidad que habilita las confesiones más indecibles. Por otra parte, el único objeto con el que interactúa el cuerpo en escena es la tela que cubre la plataforma y por momentos semeja la sábana arrugada y cotidiana de una cama destendida. Con esta tela se establece un juego en la relación desnudo/vestido: en el segmento antes señalado sobre el envejecimiento irregular del cuerpo, el desnudo, ya no extrañado por lxs espectadorxs, queda en evidencia en su carácter acontecimental (cfr.Agamben, 2014) cuando Fedra, justamente, utiliza la tela para cubrirse. El procedimiento dramático de transformación del objeto sábana en vestido produce una instancia de inquietud en quien mira: de repente, la envoltura del cuerpo es lo que resulta extraño y se genera una atmósfera en la que erotismo y pudor conviven ya no por el gesto de descubrirse, sino por el de taparse.

Fuente: Malgieri, 2015, https://www.convencionteatro.com/bilis-negra

Figura 1 Bilis negra. Teatro de autopsia 

En Susurro el trabajo de puesta en escena, de hacer cuerpo, de encarnar la escritura, se realizó en conjunto desde la dirección de Carlos Lipsic y la actuación de Estefanía Otaño. En escena, las imágenes poéticas se hacen cuerpo y se traducen escénicamente en objetos, gestos, acciones, cambios de interlocución, interpelaciones. El vestuario consiste en una enagua, como el revés de un vestido, como camisón que vela su desnudez. Los objetos configuran un lugar íntimo para ella, espacio de resguardo y atrincheramiento, donde lava y expone sus heridas: el patio del fondo. Allí hay cajones de madera con los que construye formas: un muelle que se mete en el mar, un escondite, el asiento sobre el que reposa y limpia sus pies y axilas, la “hermosa” casa de campo cercada por una tranquera. Además de los cajones, hay una bacha con una canilla que por momentos se abre y el agua corre y corre, pero nunca rebalsa. Ese sonido constante inunda el espacio de la sala. Los trapos sucios que lava son aquellos con los que se limpia los pliegues del cuerpo, a veces con furia, como queriendo borrar las marcas de la piel, a veces con delicadeza, encontrando en ese gesto la caricia del agua. Entre los objetos también aparece una soga, con la que intenta atraer a los hijos como peces a los que debe clavarles el cuchillo para limpiarlos -los hijos que le hacen cosquillas, los hijos que la abandonan-, pero también como quien pesca un recuerdo que deja su amargor. Con la soga se ata, llena el cuerpo de nudos con un shibari, materializando sus ataduras, mordazas, los nudos que la atragantan, que aprietan y marcan la piel. Esta imagen dialoga con el cuerpo fragmentado de la pintora y escritora Unica Zürn, fotografiada por Hans Bellmer, parte del universo estético convocado en el proceso de la obra.

Nota. Cedida por el fotógrafo. Fuente: Mouriño, 2019.

Figura 2 Susurro 

En El empapelado amarillo, la escena se reduce a un espacio pequeño con un banquito, donde el cuerpo de la actriz va dibujando los límites del encierro entre cuatro paredes, girando sobre sí misma, y en cada giro potencia los mecanismos de encarnar el encierro, la fragilidad, el abandono, la locura, el dolor. Recorre la habitación caminando, traza líneas formando un cuadrado, se desplaza corriendo, arrastrándose, bailando. El cuerpo de ella va generando líneas de fuerza, tensiones entre el adentro y el afuera, relaciones con el entorno. El texto se fragmenta en una coreografía donde la palabra se liga al movimiento, como un gesto para no perderse en ese relato discontinuo, inconcluso, de retazos. Los desplazamientos ponen en marcha la palabra y, al mismo tiempo, salvan a ese yo de perderse en los pensamientos que la obsesionan y la atormentan. El ejercicio físico y las acciones donde el cuerpo de ella se expande o dibuja diagonales dan cuenta del discurrir del pensamiento que va y que vuelve por las mismas líneas trazadas. En simultáneo, se agudiza el encierro, haciendo ver ese espacio pequeño como puro límite en el que ella constantemente choca consigo misma. El cuerpo se recoge y se repliega sobre sí, se vuelve un cuerpo pequeño, frágil, aislado en el espacio inmenso de esa soledad. Dentro de estas cuatro paredes, está el cuerpo de la actriz y sus gestos, una suerte de danza que evoca las formas, los colores y el movimiento que adquiere el empapelado, en el que la figura de una mujer se vuelve muchas mujeres, agazapadas, arrastrándose. El cuerpo traduce una tensión: ella tira de ellas para liberarlas y ellas tiran de ella para meterla en el dibujo del empapelado amarillo.

En estos monólogos, el cuerpo que sufre escribe el dolor en el espacio con su materialidad: traza recorridos en la piel, surca el aire, inunda de grito y llanto el entorno sonoro, lanza anzuelos hacia el público con la mirada. Ante la inmaterialidad del dolor, atópico como la bilis negra, solo queda la materialidad del cuerpo inaugurando un lenguaje que pareciera anterior a toda palabra.

Nota. Cedida por la fotógrafa. Fuente: Salas, 2021.

Figura 3 El empapelado amarillo 

Monólogos contemporáneos o soledades pobladas de voces

En Filosofía de la deserción (2009), Peter Pál Pelbart aborda la categoría de lo común y se pregunta, a partir del pensamiento de Deleuze, cómo reinventar la tensión entre lo singular y lo común en el marco de sociedades contemporáneas que capturan y clausuran lo común bajo formas totalizadoras. ¿Cómo sostener la diferencia y la singularidad en una experiencia de lo común que no se convierta en una mera individualidad ampliada? Para ensayar una respuesta, recupera una imagen que Deleuze sugiere en Diálogos (1997): la imagen de una soledad poblada de encuentros. Las dramaturgias monologales de la escena contemporánea, lejos de ser una reivindicación narcisista de la individualidad, hacen de la soledad un territorio de exploración de la singularidad que se expone para afectar y ser afectado por otrxs: la otredad de las voces que habitan la dramaturgia y la otredad de los cuerpos espectadores. Monólogos como Bilis negra. Teatro de autopsia, El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) y Susurro se configuran, entonces, como soledades pobladas, capaces de gestar la potencia política de encuentros imprevisibles, afectados y transformadores.

En las propuestas escénicas estudiadas, se asume la pregunta que Diéguez (2013) formula: ¿cómo puede ser público el dolor si afecta lo comunicable? En palabras de la investigadora, “si el sufrimiento, de modo general, nos induce al aislamiento, cómo trascender ese estado para intentar conformar -aunque sea efímeramente- un cuerpo en el que mi dolor pueda comunicarse con el dolor del otro” (Diéguez, 2013, p. 24). Partiendo de la queja como lugar de encuentro a partir del reconocimiento mutuo en experiencias de sufrimiento, la autora construye la categoría communitas de dolor para nombrar agrupamientos colectivos -antiestructuras, no previstas por la ley- que toman la relación yo-tú para instaurar una conformación espontánea, no jerarquizada y efímera que posibilita estar con otrxs y mitigar la hostilidad de los conflictos sociales. Si bien Diéguez atiende las acciones performáticas que comunidades latinoamericanas signadas por el horror de la desaparición de personas inscriben en el espacio público, la noción permite pensar rasgos de monólogos contemporáneos que trabajan la experiencia del dolor en la afirmación de una singularidad y en la búsqueda de una aproximación que resignifique las relaciones. Contra la asepsia afectiva, estas propuestas ponen en foco los lenguajes del dolor y diseñan estrategias de interpelación. En ese sentido, también asumen una voz testimonial que, sin desconocer la dimensión inenarrable del sufrimiento, busca, con sus modos particulares, “testimoniar para no silenciar el dolor de los otros, que también puede ser un dolor propio” (Diéguez, 2013, p. 62).

Mientras el cuerpo solo en escena da testimonio, lx espectadorx es testigx del sufrimiento; entre esos cuerpos, por lo tanto, se genera una puesta en movimiento que es, definida por Nancy (2010), la emoción: quien se emociona es “puesto en marcha, sacudido, afectado, herido” (p. 100). Esa emoción es políticamente potente al ser una conmoción: emoción con otrx, a quien prestar oído, a quien responder ante un llamado. El teatro hace de la experiencia singular e íntima del dolor una experiencia común y compartida, explorando la posibilidad de trasladarla desde la esfera personal a la pública en un gesto político de encuentro en la alteridad.

Como soledades pobladas, los monólogos contemporáneos que aquí abordamos ponen en escena la voz de una mujer habitada por voces de otras mujeres y habilitan, así, la memoria de un pasado común que recupere las historias singulares del dolor. Las cicatrices de otras, inscriptas en el cuerpo de una, se convierten en las heridas de todxs. La forma dramatúrgica del monólogo interpela a partir de una interrogación que suspende una respuesta inmediata para inaugurar otra posibilidad del diálogo, en correspondencia con la experiencia del dolor, que siempre interroga (cfr.Ricoeur, 2019).

Frente a los secuestros de lo común y la exacerbación del individualismo neoliberal, el teatro contesta con una potencialidad amorosa: una ética de la responsabilidad, de afecto, de sensibilidad ante el dolor de lx otrx que se abre a la construcción de una comunidad de dolientes. Siguiendo a Cangi (2019), la respuesta no es la compasión, sino un padecer-juntos: un encuentro, una manera de poner en común la hostilidad, un hacer bálsamo, donde el dolor se exhala, se derrama y es acogido por unos brazos en los que descansa. De aquí se desprende una particular experiencia táctil del teatro.

La humanidad se vuelve tangible... ¿Cuál es el espacio abierto entre ocho mil millones de cuerpos, y en cada uno, entre falo y céfalo, entre los mil pliegues, posturas, caídas, lanzamientos, cortes de cada uno?... Dieciséis mil millones de ojos, ochenta mil millones de dedos: ¿para ver qué?, ¿para tocar qué? Y si es únicamente para existir y para ser estos cuerpos y para ver, tocar y sentir los cuerpos de este mundo, ¿qué podremos inventar para celebrar su número? (Nancy, 2010, pp. 58-59).

El teatro tiene la potencia de inventar un cosmos de cuerpos que comparte entre sí la experiencia del dolor: “la negatividad que el dolor abre funda un lugar y un lenguaje porque toca el secreto del cuerpo y el sinsentido, y solo así se potencia y transforma en un lazo comunitario” (Cangi, 2019, p. 92). Bilis negra, El empapelado amarillo y Susurro proponen una forma de tocar en la distancia -de la actriz al público y del público a la actriz- e inventan -y celebran- la experiencia de afectar y ser afectadxs.

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1Bilis negra. Teatro de autopsia, del grupo Convención Teatro, se estrenó en Córdoba en 2015. En escena: Maura Sajeva; música original y diseño sonoro: Agustín Domínguez; diseño lumínico y escenográfico: Lilian Mendizábal; realización escenográfica: Matías Usaín; diseño gráfico y fotografía: Gastón Malgieri (Foto Bruta); dramaturgia: Maura Sajeva y Daniela Martín; dirección: Daniela Martín. Algunas imágenes de la puesta están disponibles en el siguiente enlace: https://www.convencionteatro.com/bilis-negra

2El empapelado amarillo (de Charlotte Perkins Gilman) se estrenó en Palermo, Italia, en 2019, y se reestrenó con algunas modificaciones en 2021. En escena: María Laura Caccamo; adaptación y dirección: Carlos Lipsic; diseño de luces: Nayeli Salas; escenografía: Ramona Genco y Nele Mulling; diseño gráfico y fotografía: Nayeli Salas; dramaturgia: Caccamo y Lipsic.

3Una primera versión de Susurro se estrenó en Buenos Aires en 2019 y se proyecta su estreno para principios del año 2022. Dramaturgia y actuación: Estefanía Otaño; dirección, escenografía y diseño de luces: Carlos Lipsic; composición musical y voz: Belén Sanabria.

4Nos parece importante dar cuenta de la doble implicancia con el pensamiento y con la creación por parte de Estefanía Otaño. Estas prácticas no están deslindadas de modo tajante: entre la práctica artística y la crítica, se generan permanentes reenvíos. En este trabajo, este doble involucramiento con el proceso no es un obstáculo metodológico, sino un desafío y un lugar de enunciación asumido desde el cual indagar la permeabilidad entre arte e investigación.

5Fragmento de Yo somos tú, de Olga Orozco.

6Los cambios tipográficos corresponden a la puesta en página, que se comentará más adelante.

7En las anotaciones de ensayo del cuaderno de dirección, es posible leer el despliegue de una partitura donde se elaboraron secuencias de acciones ligadas a enunciaciones del texto (“suspiros - ¡Qué maravilla! - va atrás, descubre el jardín, avanza - ¡Hay algo raro! - al público”), cambios de dinamismos a partir de una palabra o sensaciones internas (“le comen los talones”, “frío en espalda”, “le arde”, “se mira las manos como sucias”), cambios ritmos en el relato, cambios de posiciones del cuerpo (“tres niveles: alto, medio y bajo”. Posiciones: “parada, agachada, acostada”, “garza”, “arco”, “acurrucada”, “cuatro patas”), cambios de la voz (al tocar el empapelado, después de “recomponerse en llanto, voz de mucho moco”), cambios de velocidades, de direcciones que habilitan nuevas secuencias del texto (“camina en cuadrados”, texto: “la verdad es que estoy mucho mejor”).

8Como en este pasaje en el que el yo convive con la voz de Jean-Luc Nancy: “El cuerpo necesita dormir, digerir, excretar, sudar, ensuciarse, lastimarse, caer enfermo. / Yo he sentido dolores físicos muy fuertes. Heridas que se han abierto en varias partes de mi cuerpo, con dolor cuando se produjeron, y dolor cuando se cerraron. Una sola vez el dolor fue tan fuerte que entré en shock y dejé de sentir” (Martín y Sajeva, 2017, p. 73).

9En el programa de mano, se explicita que la obra está basada en el tratamiento que recibe el personaje de Fedra en Racine, Mayorga, Eurípides y Séneca; también se aclara que se toman fragmentos de textos de Jean-Luc Nancy, Michel Foucault y María Bolaños: “La obra es el resultado del cruce entre esas voces, y las nuestras, y esas voces construyen esta confesión, la confesión de Fedra, la confesión de un cuerpo muerto que abre su historia a los espectadores” (información disponible en la página web de Convención Teatro: https://www.convencionteatro.com/bilis-negra).

Recibido: 25 de Octubre de 2021; Aprobado: 12 de Abril de 2022

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