“Como cada uno de nosotros era varios, en total ya éramos muchos”
(Deleuze y Guattari, 1980: 9)
El cruce de caminos que se da entre Samuel Beckett, Gilles Deleuze y Félix Guattari tiene múltiples entradas y salidas, por lo que es posible ingresar en él por vías distintas, trazando recorridos diferentes cada vez, aun cuando deban repetirse ciertas líneas, pasajes o pasos. En esta ocasión voy a retornar a la famosa Trilogía de novelas integrada por Molloy (1951), Malone muere (1951)y El innombrable (1953), que Beckett compone entre 1948 y 1949. Pero en este caso voy a abordarlas desde la perspectiva de Mil mesetas (1980) y El anti-Edipo (1972),1habiendo trabajado antes su lugar en Diferencia y repetición (1968) en relación los conceptos de síntesis pasiva y de sujetos larvarios y también su presencia -menor pero relevante- en Mil mesetas2 (algo que no puede más que despertar la curiosidad, teniendo en cuenta que Beckett es para Deleuze y Guattari uno de los ejemplos más acabados de lo que sería una escritura rizomática y que, según Deleuze, el devenir-imperceptible -un concepto central en la obra de 1980- es el problema fundamental para comprender la obra beckettiana).3
Tanto en El anti-Edipo como en Mil mesetas, las obras de Beckett más citadas son las de la Trilogía, en especial Molloy, aunque se puede considerar que ellas funcionan en conjunto. Porque, de un episodio a otro, presentan la paródica y desesperada búsqueda de un yo insignificante, imposible de nombrar o identificar, mostrando cómo éste se disuelve progresivamente en la multiplicidad, bajo la forma de un “flujo de la conciencia” pero sin conciencia alguna. La Trilogía manifiesta la simpatía de Beckett por los personajes delirantes, en continuidad con los protagonistas de algunas de sus novelas previas, como Murphy (1938) o Watt (compuesta en 1942 y publicada recién en 1953). También ocupa un lugar importante en El agotado (1992), el ensayo que Deleuze le dedica al escritor irlandés enfocándose en sus piezas dramáticas para televisión, donde puede encontrarse la línea interpretativa nuclear de Deleuze sobre este autor. Las tres vías de acceso que voy a seguir en el análisis presente son: el estilobeckettiano -rizomático aún en su sobriedad-, la novela como género literario y la esquizofrenia de sus personajes (quienes se encuentran siempre “en perpetua involución, siempre en medio de un camino, ya en ruta”, Deleuze y Parnet 1996: 38). La imagen esencial que Deleuze y Guattari extraen de esta literatura es la del paseo del “esquizo”: un viaje iniciático, intensivo e inmóvil, donde la pérdida del yo se revela como una experiencia trascendental (Deleuze y Guattari 1972:100).
Pero antes de avanzar, una pregunta se impone: ¿por qué resultaría interesante leer a Beckett con Deleuze? Mi hipótesis -en un sentido amplio- es que el estudio de Beckett como fuente de Deleuze permite despejar las connotaciones “alegres” y axiológicas que algunos de los conceptos de Deleuze han adquirido en la recepción habitual (“devenir”, “agenciamiento” “desterritorialización”, “producción desean-te”, o el propio “rizoma”). Esto se debe al cariz productivo que adquiere la negatividad (el agotamiento, la impotencia, el silencio, la imposibilidad, el fracaso, la inmovilidad) en la literatura beckettiana. De ahí resulta un contraste con Deleuze, que tantas veces es leído como el gran filósofo de la alegría o de “las pasiones alegres”, del devenir-activo y sencillamente de “la vida”. Un contraste que me parece fructífero para revisar nuestra recepción de un pensamiento tan complejo como el deleuziano, y para oscurecer el vitalismo que se desprende de su obra. Porque, de algún modo, el énfasis en la positividad ontológica de la filosofía deleuziana4, cuyo objeto es poder pensar la diferencia por fuera de las dinámicas del pensamiento representativo y su correspondiente “imagen del pensamiento”, logró establecer un sentido común alegre que permanece implícito en muchas de las lecturas que se llevan a cabo en torno a su filosofía y especialmente de su dimensión práctica. Estas interpretaciones reducen, a mi criterio, su potencial transformador, por equipararla al formato de construcciones de sentido propias del marketing motivacional, de lo que resultan meros clichés y juegos de palabras difíciles de pronunciar. Limitándose a constituir una alabanza de la alegría, el optimismo, la actividad y la creatividad -en desmedro de la vulnerabilidad, la pasividad y la opacidad-, la filosofía deleuziana corre el riesgo de convertirse en “un mero epígono de la literatura de autoayuda” (Gallego 2008: 22). Y así también puede convertirse en una poderosa ideología del mundo neoliberal contemporáneo, afín a los regímenes afectivos y de subjetivación dominantes, signados entre otras cosas por el imperativo de una alegría individualista, meritocrática y unívoca, que repite incansablemente: “yo, yo, yo”. Ante esta entronización del yo, comprobamos que leer a Beckett podría resultar un aliciente para una interpretación distinta.
Para comprender ese cariz afectivo de nuestro tiempo, recurrimos al trabajo de Sara Ahmed, quien describe al dispositivo de la felicidad por el que se rige la afectividad contemporánea como el de una promesa que se impone sobre el futuro para “achatarlo” y determinarle una direccionalidad prefijada, mediante una serie de discursos y técnicas de índole voluntarista que promueven la auto-superación, con el supuesto objetivo de alcanzar el “buen vivir”. La felicidad es utilizada para “redefinir ciertas normas sociales como bienes sociales” (Ahmed 2019: 22-23) y permite “afectivizar normas e ideales sociales, generando la idea de que la proximidad relativa a estas normas e ideales contribuiría a alcanzar la felicidad” (Ahmed 2019: 35-36). El futuro se ordena, asignando premios y castigos a las acciones presentes, pero lo que para la autora realmente se produce a partir de esa promesa de la felicidad sobre el futuro, cuando se la establece como horizonte total de nuestra experiencia, es incomodidad, inadecuación y malestar frente a los ideales que se nos imponen por medio de ella y que casi siempre son inalcanzables. Politizar ese malestar que nos aqueja es una tarea necesaria porque, tal como señala SuelyRolnik cuando recoge la pregunta de cómo caracterizar al vitalismo deleuziano para intentar pensar el modo de subjetivación dentro de lo que ella llama “el nuevo pliegue del régimen colonial-capitalístico” en nuestro tiempo y desde nuestras latitudes, “al igual que en cualquier otro régimen, es el modo de subjetivación que en él se produce lo que le imprime su consistencia existencial, sin la cual no se sostendría” (Rolnik 2019: 30, énfasis añadido).5 Su propuesta teórica responde a la urgencia de pensar cómo podemos, colectivamente, embarcarnos en el trabajo -micro y macro-político a la vez- de una continua descolonización del inconsciente. Una tarea de múltiples aristas, correlativa a la búsqueda de un vitalismo que pueda dar lugar a la convivencia con la incomodidad y la oscuridad y que acaso pueda conducir a que descubramos allí nuevas potencias.
Este es, en pocas palabras, el problema que enmarca y da sentido al estudio de la fuente elegida. Considero que el aporte de la revisión de Beckett como fuente para las subjetividades minoritarias, descentradas y nómades que se derivan de los trabajos de Deleuze y Guattari es abrir una lectura de estas figuras de la subjetividad que evite recaer en un optimismo ingenuo o en una mera exaltación de las pasiones alegres, las líneas de fuga, y la destrucción de todo aquello que pueda parecer firme. Entiendo que así se da lugar a la posibilidad de pensar la densidad ontológica de la negatividad en el marco de la filosofía deleuziana y la manera en la cual las “pasiones tristes” contribuyen a conformar la concepción de Deleuze acerca de las artes -y en particular de la literatura. En las menciones a Beckett (puntualmente a sus personajes) se deja ver una potencia compositiva de las “pasiones tristes” y la negatividad en el marco de la filosofía de Deleuze, que quizás en otros lugares cuesta advertir -aunque podrían mencionarse, por ejemplo, su lectura de personalidades literarias como Arthur Adamov, Herman Melville, Heinrich vonKleist, F. Scott Fitzgerald, Pierre-SimonBallanche, algunas secciones de sus estudios sobre cine, o también los libros Francis Bacon. Lógica de la sensación (1981) y El pliegue. Leibniz y el barroco (1988), por citar algunos. Porque, a diferencia de lo que sostiene Andrew Culp (2016), considero que estos elementos pueden encontrarse efectivamente en la obra deleuziana.6 Estos se plasman también en las posiciones de algunos autores y autoras que conducen sus reflexiones con el interés de problematizar ese carácter plenamente luminoso con el que dicha obra suele asociarse. Tal es el caso de Rolnik y de Culp, pero también de Peter Pal Perbart (2016), David Lapoujade (2014), Mark Fisher (2011), Franco Bifo Berardi (2019, 2017 y 2013), FranҫoisZourabichvili (2002) y FabriceJambois (2016), cuyos trabajos contribuyeron a conformar la perspectiva desde la cual planteamos nuestro estudio sobre la obra de Deleuze.
1. Primera vía de acceso: el estilo
Comenzamos por la noción de estilo, a la que Deleuze y Guattari definen en Mil mesetas como un agenciamiento de enunciación, colectivo y singular a la vez, en contraposición a una supuesta expresión subjetiva de la personalidad de un autor o autora (Deleuze y Guattari 1980: 123). Nos situamos en la meseta “Postulados de lingüística”, donde Beckett es nombrado junto con Kafka, Gherasim Luca y Jean-Luc Godard. Los autores destacan que Beckett es más que un escritor, ya que su trabajo como dramaturgo para teatro y televisión muestra el desarrollo de una “pragmática interna” que reúne el tratamiento de elementos no lingüísticos (como gestos o instrumentos) en la variación continua que impone a su lenguaje (Deleuze y Guattari 1980: 124). Aquí Deleuze y Guattari se están refiriendo indirectamente al concepto de “literatura menor”: una literatura que crea una lengua nueva al interior de la lengua en su uso mayor, para desterritorializar el lenguaje y el sentido común que éste trae implicado, dando lugar a su propia agramaticalidad.7 Así, afirman que “lo esencial es que cada uno de estos autores tenga su procedimiento de variación, su cromatismo ampliado, su loca producción de velocidades y de intervalos” (Deleuze y Guattari 1980: 124), y no necesariamente una posición de extranjería efectiva. De todos modos, como es sabido, a partir de más o menos 1937, Beckett -siendo irlandés- se asoma a la escritura en francés, primero con algunos poemas breves y la traducción de Murphy, lengua que intercala con la escritura en inglés y entre las cuales aplica la auto-traducción. Para los autores, es con ese tartamudeo o bilingüismo, “multilingüismo” en realidad, “donde el estilo crea lengua. Es ahí donde el lenguaje deviene intensivo, puro continuum de valores y de intensidades” (Deleuze y Guattari 1980: 125). La Trilogía se compone enteramente en francés, en esos cinco años de encierro febril tan productivos en su trayectoria, entre 1946 y 1951, al que se deben también Esperando a Godot -publicada en 1952 y estrenada en 1953- y Textos para nada -publicada recién en 1955-, entre otras obras.
Para Deleuze y Guattari, Beckett es un artista que saca a la luz “afectos desconocidos o mal conocidos”, como sostienen en ¿Qué es la filosofia?, puesto que los distintos estados de sus personajes son “afectos tanto más grandiosos cuanto que son pobres en afecciones” (Deleuze y Guattari 1991: 165). Y esa pobreza de afección de algún modo da cuenta de la conformación de un mundo y de las fuerzas que los oprimen, en espacios en los cuales lo interior se confunde con lo exterior (Boxall 2002: 8). Para adentrarnos en la comprensión del estilo beckettiano recurrimos a dos textos críticos suyos que, a pesar de dedicarse a otros artistas, se considera que exponen los lineamientos de su propia estética: la Carta alemana de 1937 (Beckett 1984: 51-54) y Tres diálogos (Beckett 1984: 138-145).
Según el primero, su estilo consiste en una “literatura de la despalabra (unwort)” (Beckett 1984: 54, énfasis añadido). Esto se refiere al modo en que para Beckett las palabras son un velo que debe rasgarse para mostrar lo que hay detrás (Cerrato 1999: 11). Deleuze cita esta idea al final de El agotado y al comienzo de Critica y clínica y recupera la imagen del “horadar” la superficie del lenguaje en su trabajo sobre Francis Bacon, con relación al trabajo del pintor contra el cliché. El lenguaje beckettiano presenta un combate en contra de la significación (Lecercle 2002b: 1-7). Conjuga una actitud irónica hacia las palabras desde las palabras mismas, ya que Beckett desconfía del poder del lenguaje para expresar y conocer el mundo, con “un lenguaje que se despalabra, que se encamina hacia el menos” (Cerrato 1999: 16) en su experimentación formal, aproximándose a la sobriedad con la que Deleuze y Guattari lo caracterizan. De este modo, la vía minimalista de Beckett toma distancia de la “apoteosis de la palabra” que encuentra en su gran maestro Joyce (Beckett 1984: 53).8
Esta idea se vuelve operativa formalmente cuando se convierte en el procedimiento de una escritura rizomática (Deleuze y Guattari 1980: 35), comprendida como “proceso inmanente que destruye el modelo [como calco trascendente] y esboza un mapa [en la inmanencia], incluso si constituye sus propias jerarquías […] proceso que no cesa de extenderse, interrumpirse y comenzar de nuevo” (Deleuze y Guattari 1980: 31). Se trata de una escritura cuyas variaciones proliferan y crecen “como la hierba”, avanzando y retrocediendo por el medio, sin dirección preestablecida en sus asociaciones y rupturas, dirigida hacia cualquier lugar. “Por pura aporía o por afirmaciones y negaciones anuladas a medida que se las va postulando”, como dice la voz narradora al comienzo de El innombrable (Beckett [1954] 2004: 5). En esa línea, en El agotado, Deleuze se pregunta:
¿No habría entonces una salvación de las palabras, como un nuevo estilo finalmente donde las palabras se desvían de sí mismas, donde el lenguaje deviene poesía, de manera de producir efectivamente las visiones y los sonidos que permanecían imperceptibles detrás del lenguaje antiguo («el viejo estilo»)?” (Deleuze 1992: 104-105, énfasis añadido)
Esas imágenes, auditivas o visuales, son el “afuera” [dehors] del lenguaje al que este procedimiento pretende acceder y mostrar o volver perceptible: porque el propio lenguaje se compone de “visiones y audiciones no lingüísticas pero que sólo el lenguaje hace posibles” (Deleuze 1993: 9). Cuando distinguen el libro-rizoma del libro-árbol y el libro-raicilla, que se presentan como “imagen del mundo”, Deleuze y Guattari dicen que la escritura rizomática se caracteriza justamente por el agenciamiento que establece con ese afuera.9 El estilo de Beckett “procede a la vez por perforación y proliferación del tejido («una descomposición y multiplicación de tejido»)” (Deleuze 1992: 105).10 Agrega “breves segmentos […] sin cesar” al interior de otras frases “para tensar completamente la superficie del lenguaje” (Deleuze 1992: 105). Las palabras crecen entre las frases, y tienden hacia el silencio o también hacia una sonoridad propia de lo oral y de la música (Janvier 1969: 173).
Encontramos un ejemplo muy claro de este procedimiento rizomático en el poema Commentdire de 1988, publicado póstumamente en 1992, con el que se cierra El agotado y sobre el cual Deleuze dice en Critica y clínica que exhibe un balbuceo creador que pone a la lengua en un perpetuo desequilibrio, insertando partículas por entre medio de las frases (Deleuze 1993: 139-140).11 A continuación, el fragmento citado por Deleuze:
locura visto lo- lo- cómo decir- esto- este esto- esto de aquí- todo este esto de aquí- locura dado todo lo- visto- locura visto todo este esto de aquí de- de- cómo decir- ver- entrever- creer entrever- querer creer entrever- locura de querer creer entrever qué- (Beckett 2000: 271 y 273; Deleuze 1992: 105-106)
Lo interesante es que, para Deleuze, ese estilo rizomático “se elabora a través de las novelas y el teatro, emerge en Commentc’est, estalla en el esplendor de los últimos textos” (Deleuze 1992: 105)12 en su mayoría más breves. Especialmente, aunque sea diferente al de su producción posterior, su estilo alcanza un ápice en las novelas de la Trilogía, y esto se evidencia cuando Deleuze pone a El innombrable como bisagra dentro de su estética (Deleuze 1992: 74). Según Deleuze, con El innombrable Beckett logra agotar la lengua con la que venía desarrollando sus novelas, tanto la Lengua I de nombres y objetos sobre los que se ejerce una ciencia combinatoria repetitiva, como la Lengua II, que corresponde a las historias y las voces de otros, y a los mundos posibles privados y ajenos en los que ellas nos introducen y nos envuelven, desprendiéndola de las facultades de la memoria y la razón para dar lugar al “devenir imagen” de las palabras - en lo que sería la Lengua III, propia de la imagen y la vastedad del espacio (Deleuze 1992: 79).13
El poema que citamos, el último que Beckett escribe, nos plantea la posibilidad de releer toda su obra bajo el signo de la “imposibilidad” y la “obligación de decir” (Margarit 2003: 8). Una idea fundamental de El innombrable que aparece también en el texto crítico que es contemporáneo a ella, Tres diálogos, un escrito en forma de diálogo basado en la correspondencia de Beckett con su amigo George Duthuit y que examina la pintura de Tal Coat, Masson y Bram van Velde. Las reflexiones en torno a la actividad artística que allí se exponen se aplican a la poética beckettiana, que puede caracterizarse como una “estética del fracaso”. Entre otras cosas, allí Beckett enuncia uno de sus principios rectores: “La expresión de que no hay nada que expresar, nada con lo que expresar, nada desde lo que expresar, ningún poder de expresar, ningún deseo de expresar, junto con la obligación de expresar” (Beckett 1984: 139). Esto da cuenta de que hay un programa consistente que atraviesa la literatura beckettiana a lo largo de toda su trayectoria, en los distintos géneros, dramáticos y literarios, en los que se desarrolla: la puesta en escena de esa imposibilidad y ese fracaso para expresar cualquier cosa, junto con una ética de la experimentación incesante. Así lo explica Margarit:
El lenguaje debe ser forzado a decir, llevándolo hacia la repetición, al murmullo, y a un cierto vaciamiento de sentido. Los personajes beckettianos parecen no creer en sus palabras, son conscientes de que lo que dicen no determina ningún conocimiento de su entorno y a veces casi de su propia identidad. […] La función del lenguaje, de este modo, se transforma en una manera de durar, de que pase el tiempo, ya sea a través de un dialogo quebrado con otros personajes o, incluso, a través de un monologo interior. (Margarit 2003: 88-89, énfasis añadido).
Asistimos al despliegue de esto último en los sucesivos episodios de la Trilogía, que también se podrían entender como si plantearan la unidad de un “viaje inmóvil” en intensidad, donde los personajes, los espacios y las acciones que éstos emprenden son puestos en duda libro tras libro con mayor profundidad. Pero unificar de este modo ese viaje intensivo no implica negar la multiplicidad inabarcable que cada novela presenta por sí misma: la multiplicidad de las digresiones, los desvaríos y los paseos que presentan, la “inseguridad ontológica” de sus personajes (Cerrato 1999: 24). Beckett lleva la técnica del monólogo interior a un extremo radical y a una indeterminación casi total, confundiendo esas voces supuestamente interiores entre sí, arruinando la coherencia de esos inciertos “personajes” que nunca son entidades cerradas y consistentes. Si acaso ese monólogo interior siguiera presuponiendo el sustrato de un sí mismo, de algo supuestamente interior, o al menos de ciertas reglas asociativas, Beckett logra descomponerlo completamente: sea fracturando a la primera persona en parejas complementarias -como en Mercier y Camier, compuesta en 1946 y publicada en 1970), enMolloy o en sus grandes piezas teatrales: Esperando a Godot, Final de partida (1957) y Los días felices (1961) - o bien diluyéndola en la impersonalidad de una tercera persona con la que ese yo se confunde -como en Malone muere y El innombrable. En todos los casos, se trata de personajes en tránsito, que carecen de cualquier tipo de unidad de acción o de carácter psicológico o moral que permitiría otorgarles una identidad definida (Gendron 2004: 51-52). Tal como sostienen Wilmer y Žukauskaitė, a la luz de los conceptos deleuzianos, los personajes de Beckett dejan de expresar una soledad o desesperación privadas para pasar a ser el índice de agenciamientos heterogéneos y múltiples (2015: 18).14 Razón por la cual Deleuze (y Guattari) suele(n) referirse a ellos de manera colectiva: son manada, multiplicidad (Dowd 2007: 65-66), figuras liminales situadas en el borde de lo humano.15
2. Segunda vía de acceso: la novela
Las menciones de Beckett en Mil mesetas son mínimas, pero decisivas: en su mayoría son citas de apenas una frase. Además de las menciones en torno al estilo que ya estudiamos, aparece en relación a la fisura del yo en el contexto del análisis de “El crack-up” de Fitzgerald16-donde también se lo relaciona con el devenir “imperceptible y clandestino en un viaje inmóvil”, (Deleuze y Guattari 1980: 244)- y en la conclusión, en la definición del concepto de “agenciamiento” -un concepto complejo que recorre todo el libro-, haciendo referencia al “territorio”17. En estas citas notamos que los autores recurren a Beckett para pensar la inseparabilidad y mutua inmanencia de las dimensiones por las que se componen los agenciamientos: por un lado, el aspecto territorial y estratificado o molar y, por el otro, su aspecto de desterritorialización de esos territorios -relativa y absoluta, las líneas de lo molecular y de fuga. En este sentido, se subraya la indisociable re-territorialización que este último aspecto conlleva -y que no debe leerse peyorativamente, ni como el mero opuesto del aspecto anterior. Es importante tratar de comprender la provisoriedad y fragilidad de estos procesos y de las coagulaciones que conforman, atendiendo a su simultaneidad y a su carácter impredecible y evitando en todo momento la axiología. En ese viaje “esquizo”, desterritorializante, en el que se encuentran implicados, los personajes de Beckett logran trazar un camino, hacerse un territorio. La pregunta esencial es cómo: cómo establecer ese frágil equilibrio, cómo reterritorializar sin solidificar completamente.
La excepción -por su extensión- es la cita sobre la novela, que se encuentra en la meseta “Rostridad”. Allí, Deleuze y Guattari vinculan a Beckett con la novela cortesana o caballeresca de Chretien de Troyes, a quien se le atribuye el origen del género:
Es falso ver en las novelas de Beckett el final de la novela en general, invocando los agujeros negros, la línea de desterritorialización de los personajes, los paseos esquizofrénicos de Molloy o de El innombrable, su pérdida de nombre, de memoria o de proyecto. Es cierto que hay una evolución de la novela pero ella definitivamente no está ahí. La novela no ha cesado de definirse por la aventura de personajes perdidos, que ya no saben su nombre, lo que buscan y lo que hacen, amnésicos y atarásicos, catatónicos. Son ellos los que marcan la diferencia entre el género novelesco y los géneros dramáticos o épicos (cuando el héroe épico o dramático sufre sus ataques de locura, de olvido, etc., lo hace de una manera totalmente distinta). […] Molloy es el principio del género novelesco (Deleuze y Guattari, 1980: 213).
Así Deleuze y Guattari destacan el aspecto desterritorializante de estos personajes -sus agujeros negros, su pérdida de nombre y de proyecto- y vuelven a reparar en su pobreza de afección. Pero también subrayan el modo en que esa desterritorialización y esas líneas de fuga conllevan nuevas reterritorializaciones. Entiendo que ese doble aspecto se conjuga y se plasma en la figura de sus“paseos esquizofrénicos”, que son ese proceso positivo de la esquizofrenia que intentamos caracterizar: una imagen vinculada a la experimentación que es central en El anti-Edipo, y que los autores toman, parcialmente, de Beckett, para dar cuenta de cómo la desterritorialización conlleva nuevas construcciones y nuevos posibles.
La hipótesis que proponen -según la cual las novelas de la Trilogía son novelas de aventuras- resulta extraña para cualquiera que se asome a su lectura, por la dificultad que se presenta para identificar esa historia: lo que sucede, quién habla, hacia dónde va, con qué fines actúa -si es que acaso efectivamente lo hace-, si los otros están ahí -y ¿dónde es ese ahí?- o si son meras voces que se escuchan o se escriben y con las que la voz hablante se entremezcla, aspectos que permanecen sin respuesta. Tampoco alcanza con reducir esas peripecias a aventuras “internas” o imaginadas, puesto que eso significaría ignorar el lugar que ocupa en la obra beckettiana la corporalidad -una corporalidad que reniega de la organización, en relación a la constitución de un mundo (Žukauskaitė 2015: 65-66)-, el problema de la percepción y la relación con el afuera, así como el cuestionamiento a la distinción tajante entre lo interno y lo externo -algo que el propio Deleuze también confronta cuando piensa esa relación del adentro con el afuera desde el concepto de “pliegue” (Ferreyra, 2019: 387-396). Lo cierto es que la trama, el curso de la acción, es lo menos distintivo en estas novelas. Pero Beckett se apoya en las estructuras clásicas del género, como la del camino del héroe, la novela policial o la centralidad del despliegue de una personalidad psicológica -que podría presuponerse para el caso de las novelas tituladas por un nombre, como Murphy, Watt, Molloyo Malone muere, y que sin embargo lejos se encuentran de ello. Beckett busca subvertir esas estructuras desde adentro: su apuesta estética es afirmarlas como novelas, tal como señalan Deleuze y Guattari, aún con sus aparentes “fallas”, con su fracaso para adecuarse. Veamos como sucede esto en cada caso.
En primer lugar, en Molloy se narra el devenir de dos personajes vagabundos, el entrañable Molloy y el antipático detective Moran, que mediante acontecimientos parecidos se dirigen hacia la decrepitud en trayectorias paralelas que simulan la búsqueda de un yo por dos vías, que son las dos partes de la novela (Janvier 1969: sin número de página). Primero, a través de una búsqueda de la madre -en el caso de Molloy- y luego a través de una búsqueda policiaca donde Moran persigue a Molloy. Ambos fracasarán en sus proyectos respectivos. Ese doble recorrido puede ser leído en términos deleuzianos como un “bloque de devenir”, porque cada uno deviene otra cosa al entrar en relación, sin imitarse. Si al principio de la novela estos “personajes” se oponían, hacia el final parecen volverse indistinguibles cada uno respecto al otro y sus diferencias, imperceptibles. La novela comienza con un preludio que enuncia la situación inicial de Molloy en un párrafo breve: se encuentra en la habitación de su madre, sin saber si ella está muerta, pero ocupando su lugar (Beckett [1951a] 2010: 8). Sostiene que no recuerda su nombre y que se volverá cada vez más parecido a ella. A esto le sigue otro párrafo muy extenso donde las oraciones se vuelven más largas y enrevesadas. En él se describen sus aventuras y paseos, interrumpidos por largas digresiones -que pueden ser leídas como paseos dentro del paseo. La más memorable es la escena de “las piedras de succión”, citada en Diferencia y repetición y El anti-Edipo, que ocupa casi diez páginas en las que Molloy explora todas las combinaciones posibles de distribución de sus piedras en los cuatro bolsillos de su ropa, repitiendo las frases por las que las ordena (Beckett [1951a] 2010: 94-102). Molloy medita sobre cómo “mejorar” la efectividad de estas permutaciones según sus deseos de chupar una por una sin repetir, con su espíritu y su cuerpo en tensión (Beckett [1951a] 2010: 97), contemplándolas con ira y perplejidad en la playa frente al mar.18 En la segunda parte, un mensajero ordena a Moran buscar a Molloy, y esto lo lleva a abandonar su morada junto con su hijo rumbo a esa expedición. A diferencia de Molloy, que confunde su nombre con el de su madre, Moran cuenta desde el comienzo con la certeza de su nombre propio y del de su hijo, que se llama Jacques, al igual que él. Pero la certidumbre en su ser irá diluyéndose en el trayecto que recorre. Una característica importante en esta novela es la repetición que se da al interior de sus dos mitades, entre amores confusos, la presencia de lo policial, las bicicletas, el uso de muletas y la degradación corporal, los desvaríos filosóficos que los apartan de sus propósitos, la masturbación y algún episodio violento en el que atacan a alguien -un perro o un hombre en el bosque. Otra es su estructura cíclica o circular, por la que puede considerarse que al final, cuando Moran se sienta a escribir el informe de su pesquisa, lo que escribe sería la primera parte, que tiene a Molloy por protagonista.19 Algunas lecturas indican que podría tratarse de un único personaje partido en dos. A los ojos de Deleuze y Guattari, la novela es una parodia de la estructura edípica, con su primera parte consagrada a la madre y la segunda al padre -por el lugar que tiene en ella la relación de maltrato entre Moran y su hijo. Por esta razón la citan tan frecuentemente en El anti-Edipo, y también por cómo exhibe el carácter maquínico del deseo en las secuencias esquizoides como la del episodio de las piedras para chupar, que da cuenta de “circuitos del deseo que pasan por alto los canales edípicos u otros canales predeterminados” (Bryden 2007: 122).
En el caso de Malone muere, la trama propiamente dicha se resume en su título -es decir, Malone muere, algo que alcanzamos a suponer al final de la novela, aunque se trata de un acontecimiento que se anticipa constantemente,20 sin llegar a presentarlo de forma directa. Ese acontecimiento imposible es la potencia oscura que mueve al texto, conforme al análisis deleuziano en El agotado. Nos enteramos del nombre de este personaje recién hacia las noventa páginas de la novela. Las aventuras que emprende Malone son las ficciones que él mismo inventa: ese frágil narrador escribiente, que se encuentra postrado en una cama, sin recordar cómo llegó hasta ahí ni qué tipo de asilo es, aunque tiene la certeza de que morirá pronto. En esas historias se plasma un “viaje en intensidad”, y aunque no es seguro que impliquen traslados en la extensión, tal como Deleuze y Guattari sostienen, las intensidades que lo recorren en esas aventuras son reales y no imaginarias.21 La corporalidad de Malone se define por su impotencia, reducida a dos extremos: el orinal para “cagar” y el tazón para comer, que alguien le vuelve a traer cada día y a los que se acerca gracias a su bastón con gancho (Beckett [1951b] 2020: 13). Lo que sí conserva en ese estado es la capacidad de escribir. Escribe para pasar el tiempo y para sostenerse en la existencia, enumerando e inventariando sus posesiones,22 confundiéndose cada vez más con los personajes que inventa, e interrumpiendo esas ficciones -sobre Saposcat, Macmann, Lemuel el enfermero- con extensas meditaciones acerca de su situación presente. Lo que leemos parecería ser eso que él mismo escribe (Cohn 2008: 169-170). En la última historia, el fracasado picnic en una isla, organizado por la señora Pédale (Beckett [1951b] 2020: 124) que sale al mar con un grupo de pasajeros (entidades indefinidas que podrían ser sus compañeros del asilo), encontramos la situación que Deleuze y Guattari citan en El anti-Edipo como ejemplo del paseo esquizofrénico, grupal en esta ocasión (Deleuze y Guattari 1972: 8-9 y 18-19). Su final es otro ejemplo de la escritura rizomática, y da cuenta del devenir-imperceptible entre Malone y Lemuel, que acaba de matar a dos marineros, a partir de sus instrumentos: el bastón, el lápiz, el puño, el martillo y el hacha ensangrentada.
Lemuel es el responsable, levanta el hacha, en la que nunca se secará la sangre, pero no para golpear a nadie, no va a golpea a nadie, no va a golpear a nadie más, nunca más tocará a nadie, ni con ella ni con ella ni con ni con ni
ni con ella ni con su martillo ni con su bastón ni con su bastón ni con el puño ni con su bastón ni con ni con el pensamiento ni en sueños quiero decir nunca tocará
ni con su lápiz ni con su bastón ni
ni luces luces quiero decir
nunca eso es no tocará nunca
no tocará nunca
eso es eso es
más nada.
(Beckett [1951b] 2020: 125-126)
Finalmente, en cuanto a la trama de El innombrable, la clave está nuevamente en su título, que podría traducirse como “lo” innombrable tanto en inglés como en francés: una entidad indefinida percibe una multiplicidad de voces e intenta determinar de dónde vienen y cuál es su relación con ellas, pero no logra capturarlas, ni capturarse a sí misma bajo ningún nombre propio. Ese “sujeto” hablante presenta la función de una ausencia, pero en su extrema negatividad Beckett logra darle forma a sus materiales, las palabras, llevándolas al límite de sus posibilidades y creando “una visión no reductiva del yo” (García Landa 1991: 62). La indeterminación espacio-temporal y personal de esa voz narradora se indica desde su primera línea: “¿Donde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin creerlo. Llamar a eso preguntas, hipótesis. Seguir avanzando, llamar a eso seguir, llamar a eso avanzar.” (Beckett [1953] 2004: 5). Si las voces que oye son de otros, debería poder encontrarlos, y entonces los busca, dando lugar a un despliegue de paradojas, porque ese frágil yo no cesa de confundirse con ellas, siguiendo sus órdenes, alternando el uso de los pronombres entre la primera y la tercera persona y disfrazándose bajo distintos nombres posibles, como Mahood -que suena a “manhood”, humanidad en inglés- o Worm -gusano en inglés- o los nombres de personajes de obras previas (Molloy, Watt, Murphy, Mercier y Camier). La extrañeza que esto produce se acrecienta si consideramos que para ese entonces muchas de las novelas previas no estaban siquiera publicadas. Mi hipótesis de lectura acerca de esta novela es que en ella se dramatizan las confusiones que se dan entre un yo empírico y un yo trascendental -Ackerley y Gontarski, por ejemplo, examinan las variantes del cogito que aparecen en esta obra (2004: 263-266)- y que, por lo tanto, ésta le sirve a Deleuze como dramatización de la alteridad implicada en el concepto de “cogito para un yo disuelto” en el marco del empirismo trascendental deleuziano.23 Más allá de su resistencia para significar y su disminución de la trama, los escenarios y del peso del personaje como categoría ontológica de aquel que carga con la acción, la novela se caracteriza por el ritmo y la densidad de su prosa poética, y por un monólogo compulsivo, tironeado entre la imposibilidad y la obligación de seguir. Ese principio estético (que ya analizamos) se plasma en sus palabras finales:
Hay que seguir, no puedo seguir, hay que seguir, entonces voy a seguir, hay que decir palabras, mientras las haya, hay que decirlas, hasta que ellos me encuentren, hasta que me digan, qué esfuerzo extraño, qué pecado extraño, hay que seguir, quizás ya se hizo, quizás ya me lo dijeron, quizás me trajeron hasta el umbral de mi historia, delante de la puerta que se abre a mi historia, eso me sorprendería, que se abriera, voy a ser yo, va a ser el silencio, en el que estoy, no sé, no lo sabré nunca, en el silencio no se sabe, hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir. (Beckett [1953] 2004: 155)
Las historias vienen de los otros, incluso la propia. Incluso ella nos encierra en el yo como consigna, ese al que nos conjuramos cuando decimos “voy a ser yo” (Deleuze y Guattari 1980: 107). “Voy a ser yo, va a ser el silencio”: estas palabras registran a su vez la performatividad negada que encontrábamos en el final de Molloy y que puede encontrarse también en los últimos parlamentos de Esperando a Godot, donde Vladimir y Estragon dicen que se van pero no se mueven, dando a entender que la espera de algún modo continúa, aun a su pesar. Una contradicción irresoluble en la que se encuentra sumida la acción, que no es otra cosa que la pérdida de proyecto y de memoria a la que se referían Deleuze y Guattari. Según Deleuze, se trata de una “abstención activa” respecto de la acción: “se es activo, pero para nada. Se estaba cansado de algo; agotado, de nada”. (Deleuze 1992: 59). Esa subjetividad paradojal, larvaria, sostenida en un frágil equilibrio entre lo activo y lo pasivo, es la que Deleuze lee en los esquizoides personajes beckettianos tan pronto como en Diferencia y repetición (Deleuze 1968: 107-108) y constituye el antecedente para la fluidez de las subjetividades des-centradas, provisorias y nómades que junto con Guattari elabora a partir de El anti-Edipo.
3. Tercera vía de acceso: la esquizofrenia
La esquizofrenia es la última vía de acceso que propongo para pensar el intrincado nudo que se crea entre Beckett, de un lado, y Deleuze y Guattari, del otro, aunque de alguna manera este aspecto sobrevuela el recorrido que hemos realizado hasta aquí. La esquizofrenia que muestran los personajes beckettianos se escapa de la significación y la organización y nos aproxima a comprender el sentido deleuze-guattariano de esta noción que deviene la punta de lanza de una crítica simultánea a la tradición psicoanalítica y al capitalismo y su historia. El esquizofrénico revela que el inconsciente funciona como una “fábrica” que produce y no como un teatro dirigido por principios trascendentes. Tampoco sugiere las pistas de un simbolismo que se deba interpretar y que, por lo tanto, solicitaría o reclamaría una posición de poder: la del intérprete/analista que viene a explicarle su verdad. Quizás por contrastar con esta crítica tan fuerte hacia el teatro como supuesto arte de la representación, Deleuze y Guattari excluyen de El anti-Edipo al teatro de Beckett, enfocándose en cambio en su narrativa -aun cuando, a mi entender, Esperando a Godot no presenta otra cosa que un fantástico viaje inmóvil y desquiciante.
Como sostiene Philippe Mengue, en El anti-Edipo asistimos a una “reconsideración de las relaciones entre marxismo y psicoanálisis, que no son ya considerados como rivales en el cuadro de interpretación de los fenómenos humanos y sociales. Economía política y realidad libidinal del deseo no están más disociados” (2008: 271). Algunas premisas del planteo deleuze-guattariano son: a) que el inconsciente es deseo y el deseo produce lo real (Deleuze y Guattari, 1972: 37), cuestión que también supone que el deseo no puede definirse como carencia24 ni pertenece a un “sujeto” individual (Deleuze y Guattari 1972: 33-34); b) que la “producción deseante” es del mismo tipo que la producción social, por lo tanto éstas no se encuentran escindidas.25 El discurrir de los flujos del deseo pasa a ser, de este modo, una cuestión política y no un fenómeno superfluo, ilusorio, separado de “lo estructural” o de lo social. Y su devenir-fascista ocupará de ahora en más el lugar del “problema fundamental” de la filosofía política deleuziana, un problema centrado en la materialidad propia del deseo y en su funcionamiento real -sus agenciamientos podríamos decir, en términos de Mil mesetas- que ya no son cuestiones relegadas al ámbito de lo ideológico, ni al de una mera posición subjetiva (Deleuze y Guattari 1972: 36-37).26
Tal como explica Deleuze en “Esquizofrenia y sociedad”, texto de 1975 incluido en Dos regímenes de locos que recupera el recorrido conceptual de El anti-Edipo: “hay artistas y escritores que nos han revelado mucho más que los psiquiatras y los psicoanalistas acerca de la esquizofrenia” (Deleuze 2003: 25). Deleuze se refiere a Samuel- Beckett y Antonin Artaud, dos de los referentes literarios más relevantes para el desarrollo de ese libro. Beckett es leído como un sintomatólogo: un escritor que permite superar las explicaciones por la negativa y las explicaciones “familiaristas” acerca del delirio, que Deleuze y Guattari adjudican a las teorías psicoanalíticas con las que discuten, porque entienden que ellas tornan inaudible al discurso de la locura. Su escritura permite dar cuenta de cómo siempre se delira en un campo social histórico, porque todo delirio es del orden de lo político, lo económico y lo social.27 Las secuencias de permutaciones y hábitos cotidianos y repetitivos de los personajes beckettianos-tales como piedra-bolsillo-boca, bicicleta-bocina-ano (Deleuze 2003: 19)-, las errancias y las máscaras de esos meros existentes anónimos que pueblan su producción literaria, inspiran la concepción deleuze-guattariana de la esquizofrenia comprendida, en su positividad, como movimiento vital: cuestión de deseo y de “proceso” y ya no el autismo, la disociación o la pérdida de realidad propias de la entidad clínica adaptada al asilo, alguien a quien algo “le falta”, por lo que su subsunción a la operación psicoanalítica se vería impedida (Deleuze 2003: 24). Resumidamente: “en lugar de comprender la esquizofrenia en función de las destrucciones que introduce en las personas, o de los fallos y lagunas que causa en la estructura, hay que entenderla como proceso” (Deleuze 2003: 26). Y hay que entender que el enfermo no es ese proceso en sí sino, justamente, su detención. Se deja de lado la explicación negativa de una pérdida de realidad, pues “¿cómo referirse así a alguien que vive en una insoportable intimidad con lo real?” (Deleuze 2003: 26, énfasis añadido). En cambio, el “paseo” del esquizofrénico vendría a ser ese proceso positivo, intensivo, impersonal y desterritorializante que da cuenta de que hay otro funcionamiento posible del deseo: un circuito abierto a la huida por “líneas maquínicas” no previstas (Deleuze 2003: 18).
Desde el comienzo de El anti-Edipo, Deleuze y Guattari recurren a Beckett para diseñar al personaje conceptual del esquizo, mediante el cual pretenden deconstruir al complejo de Edipo y desarrollar su concepción positiva del deseo como proceso maquínico.28 Concretamente, ese proceso consiste en una compleja dialéctica que se da entre dos polos inseparables: por un lado, las máquinas deseantes o máquinas-órgano y por el otro, el concepto artaudiano de“cuerpo sin órganos”. Se trata de un proceso de “producción deseante” cuyo desarrollo sigue el juego de las tres síntesis del inconsciente: la síntesis conectiva de producción, la síntesis disyuntiva de registro y la síntesis conjuntiva de consumo.29 En el primer capítulo, “Las maquinas deseantes”, Beckett es citado para dar cuenta de la metodología de las tres síntesis30 y en el segundo capítulo, “Psicoanálisis y familiarismo. La sagrada familia”, lo citan a cuenta de las últimas dos síntesis de las maquinas deseantes.
Un ejemplo de la primera síntesis (de conexión entre maquinas deseantes) es la máquina-boca de Molloy, que se conecta con la máquina-bocina de su bicicleta, dándole un placer voluptuoso (Beckett [1951a] 2010: 20),31 o con “la máquina completamente formada” por seis piedras para chupar, un “bolsillo que suministra”, otro “bolsillo de transmisión” y otro que recibe. La pregunta que este funcionamiento suscita no es la de qué podría significar, sino: “dado un efecto, ¿qué máquina puede producirlo? y dada una máquina, ¿para qué puede servir?” (Deleuze y Guattari 1972: 8). Pero ese flujo de conexiones no puede continuar al infinito: hay eventualmente un momento negativo de anti-producción o repulsión, que corresponde a la segunda síntesis (disyuntiva), y al “cuerpo sin órganos”, que sería “la superficie misma sobre la cual toda la producción deseante viene a inscribirse” (Mengue, 2008: 277). Se trata de una disyunción “inclusiva” y no exclusiva, puesto que reúne aquello que desconecta,32 sobre el plano de inmanencia: “todo se divide, pero en sí mismo” (Deleuze y Guattari, 1972: 91, similar en: Beckett [1951b] 2020:10). Esa inscripción “[…] no requiere de alguien que elija entre los términos contradictorios. Por el contrario, crea un sujeto esquizofrénico o transposicional que acoge a todas las posibilidades” (Žukauskaitė 2015: 65). Aquí los autores citan un episodio en el que Molloy es increpado por un policía con preguntas edípicas que buscan encuadrarlo dentro “del código social en vigor” (madre, padre, hijo), interrumpiendo con ellas el curso de su producción deseante, preguntándole cuál es su nombre y si su madre se llama igual, etc. (Deleuze y Guattari, 1972: 20 y Beckett [1951a] 2010: 30). Pero Molloy, en tanto esquizo, rechaza dichos códigos:
El código delirante, o deseante, presenta una extraordinaria fluidez. Se podría decir que el esquizofrénico pasa de un código a otro, que mezcla todos los códigos, en un deslizamiento rápido, siguiendo las preguntas que le son planteadas, variando la explicación de un día para otro, […] incluso aceptando, cuando se le impone y no está irritado, el código banal edípico, con el riesgo de atiborrarlo con todas las disyunciones que este código estaba destinado a excluir (Deleuze y Guattari, 1972: 21-22).
Pero el proceso no termina ahí: hay una tercera síntesis, conjuntiva o de producción de consumo, por la que, según los autores, un sujeto temporal y larvario es producido como residuo ante cada operación de corte sobre los flujos, de conexión y disyunción, es decir, como efecto de aquellas. Un sujeto vinculado a la dimensión intensiva del afecto y del devenir, cuya identidad es provisoria y descentrada, y al que Deleuze y Guattari ejemplifican con El innombrable y sus posibles nombres o “estados” -Murphy, Watt, Mercier- que nada tienen que ver con la familia (Deleuze y Guattari, 1972: 27). Es por esta síntesis que se crea una nueva subjetividad nomádica:
Molloy y Moran ya no designan personas, sino singularidades que acuden de todas partes, agentes de producción evanescentes. Es la disyunción libre; las posiciones diferenciales subsisten perfectamente, incluso adquieren un valor libre, pero todas son ocupadas por un sujeto sin rostro y transposicional. Schreber es hombre y mujer, padre e hijo, muerto y vivo (Deleuze y Guattari, 1972: 91).
Finalmente, en el cuarto capítulo, “Introducción al esquizoanálisis”, Beckett es citado en relación al proyecto esquizoanalítico. Primero, en cuanto a la tarea negativa del esquizoanálisis-una limpieza del inconsciente: “Destruir Edipo, la ilusión del yo, el fantoche del super-yo, la culpabilidad, la ley, la castración…” (Deleuze y Guattari 1972: 371)- y luego de su “indisociable” primera tarea positiva -“encontrar cuales son las máquinas deseantes de alguien, cómo marchan, con qué síntesis, qué devenires en cada caso” (Deleuze y Guattari, 1972: 404)-, que implica un rastreo de los índices de lo molecular. Esta tarea es continuada por la segunda tarea positiva, que tiene que ver con sopesar el modo en que se integran las dimensiones de lo molecular y lo molar, detectando las potencialidades esquizo-revolucionarias concretas de cada situación y las dinámicas de desterritorialización y reterritorialización que podrían darse en cada caso. Así reencontramos una cuestión con la que ya nos habíamos enfrentado: el problema no son los territorios en sí, sino precisamente cuáles:
Lo fascista no es ni la estratificación, ni la codificación, ni la territorialización sino una cierta modalidad desu relación con la línea de fuga. En efecto, el problema no es ni el organismo, ni el código, ni el territorio; el problema son los organismos, los códigos y los territorios en tanto aspiran a poder mandar a cualquier precio sobre aquella instancia de composición, de conexión, de paso en que resultan producidos, efectuados, expresados. (Gallego 2008: 24, énfasis añadido).
En el capitalismo, en su afinidad con el psicoanálisis, el problema es que los territorios siempre son los que ya están disponibles (Deleuze y Guattari 1972: 335). La habitación de la madre de Molloy y el raquítico capital de posesiones de Malone vienen a ejemplificarlos (Deleuze y Guattari, 1972:19):
Incluso el paseo o el viaje del esquizo no efectúan grandes desterritorializaciones sin tomar circuitos territoriales: el andar a trompicones de Molloy y de su bicicleta conserva la habitación de la madre como residuo de fin; las espirales vacilantes del Innombrable mantienen como centro incierto a la torre familiar en la que continúa girando […]. Todos nosotros somos perritos, necesitamos circuitos y ser paseados. Incluso los que mejor saben desconectarse, desengancharse, entran en conexiones de máquinas deseantes que reforman pequeñas tierras (Deleuze y Guattari 1972: 376).
La centralidad de las menciones a Beckett en el marco de la propuesta esquizoanalítica, junto con una consideración de sus posibilidades de desarrollo efectivas y del lugar que puede ocupar en ella el arte, amerita un estudio más detenido que queda pendiente para futuros trabajos. A modo de conclusión, vuelvo a enfatizar que la presencia de Beckett nos permite matizar aquellas lecturas que comprenden a la desterritorialización como expresión desenfrenada del deseo (incluso individual) y que condenan absolutamente la conformación de cualquier territorio. La pregunta que a mi entender indica el camino a seguir es: “¿Qué unidad molar formará un circuito suficientemente nómade?” (Deleuze y Guattari 1972: 382). El elemento intensivo que las novelas de la Trilogía revelan, cuando configuran -cada una a su manera- esa imagen del viaje esquizofrénico e inmóvil, continúa horadando beckettianamente sus agujeros, que generan nuevos territorios en la superficie de lo actual.