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Boletín de Estética

On-line version ISSN 2408-4417

Bol. estét.  no.66 Buenos Aires Mar. 2024

 

Comentarios bibliográficos

Federico Monjeau. La invención musical. Ideas de historia, forma y representación, segunda edición.Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2023, 151 páginas

Álvaro Arroyo1 

1IHUCSO Litoral (CONICET-UNL)

Publicado originalmente en 2004, La invención musical es el primer libro de Federico Monjeau. Las ideas reunidas en él responden, sin embargo, a un largo proceso de elaboración. Muchas páginas encuentran antecedentes inmediatos (más de los que se reconocen en el Prólogo) en los ensayos que el autor publicaba desde 1989 en Punto de vista, paralelamente a su trabajo como profesor de la Universidad Nacional de Buenos Aires y como crítico musical de Clarín (una biografía intelectual de Monjeau se encuentra en Esteban Buch, “In Memoriam Federico Monjeau”, en Música e investigación 29, 2021: 13-20). La colaboración con una revista literaria le planteaba a Monjeau un desafío: “cómo hablar de música en un contexto intelectualmente exigente pero no especializado” (12); esta preocupación llega hasta el libro y encuentra en él una solución ejemplar. A su vez, Punto de vista había sido sin dudas uno de los modelos de Lulú. Revista de teorías y técnicas musicales, que Monjeau fundó y dirigió, y cuyos cuatro números se publicaron entre 1991 y 1992. En la editorial del primero de ellos, Monjeau asegura que “la música no opone resistencia a las ideas” (“Más allá del espectáculo” en Lulú1, 1991: 1). Esta afirmación, además de justificar su rechazo por el esoterismo disciplinar, cifra su proyecto intelectual y expresa una convicción sobre la que se sostienen no solo sus reflexiones sino, ante todo, su modo de escuchar música. Es eso lo que le permite decir, por ejemplo, que de lo que se trata en Lulu de Berg es de “la ópera como ensayo” o que las dos versiones de Eusebius“constituyen uno de los ensayos más audaces de Gandini; ensayo en un sentido preciso, como puesta a prueba de unos procedimientos completamente originales” (“Partituras” en Lulú 1, 1991: 26). El ensayo aparece, entonces, como la estrategia de escritura necesaria para desplegar la sugestiva tensión que existe entre ideas y música, o entre “teorías y técnicas”, tanto por parte del compositor cuanto del crítico. En el libro, Monjeau trabaja de manera simultánea sobre un repertorio de materiales heterogéneos: a un corpus algo ecléctico, pero para nada arbitrario, de obras musicales, se le agrega como objeto de análisis, y no como mero “marco teórico”, una serie de ideas estético-filosóficas y, por último, algunas obras de literatura. El riesgo ensayístico asumido por el texto radica precisamente en el esfuerzo por mostrar, a través del análisis de obras, que las ideas son inmanentes a la música y que, por lo tanto, no es necesario buscar una síntesis exterior entre ambas. El ensayo es para Monjeau la forma que adquiere esa yuxtaposición entre los niveles de la composición musical, la especulación teórica y la escritura. Desde ya, esto supone entender a la música en un sentido enfático, y cualquier intento de extender esas exigencias a la música tal y como se presenta bajo las condiciones de reproducción que le impone la industria cultural, es decir, a sus modos concretos de existencia en las sociedades contemporáneas, se frustraría; ese problema queda legítimamente por fuera del ámbito de intereses del libro.

La alusión al conflicto que existe entre la negatividad estética y la cultura de masas (a la que, por supuesto, pertenecen también las experiencias más radicales de la vanguardia musical) no es caprichosa, sin embargo, si se considera que la estética filosófica de Adorno es la principal fuente teórica del pensamiento de Monjeau y su punto de referencia más constante. En ella se establece, precisamente, la posibilidad de pensar la obra de arte en su objetividad y la certeza de que su contenido de verdad puede ser asimilado por una crítica inmanente, con prescindencia de consideraciones psicológicas o sociológicas respecto de sus contextos de producción y de recepción. Monjeau se mantiene tenazmente fiel a esas tesis que, a pesar de volverse cada vez más contraintuitivas y de haber sido en general desestimadas por las corrientes teóricas posteriores (o quizás precisamente por ello), no dejan de ser potentes y fructíferas. Su lectura de Adorno pasa por alto, sin embargo, el hecho de que ese contenido de verdad de las obras con frecuencia se refiere, en última instancia, a las contradicciones latentes en la sociedad y la época que las produce. Es decir, Monjeau permanece bajo el hechizo de la estética de Adorno sin asumir nunca sus compromisos dialéctico-materialistas. Por el contrario, su adornismo parece absolutizar el carácter asocial del arte, es decir, el momento, tan importante como aquel otro, en que el arte le da la espalda al mundo externo. Ese momento puede ser suficiente para entender la tarea de la crítica musical, tal como la determina el propio Adorno y como parece haberla asumido Monjeau. Para Adorno, la crítica debe ser “algo que en cierto sentido la propia música demanda, no solo sus receptores”. Toda apariencia de arbitrariedad “se desvanece cuando el crítico se abisma en el objeto de su crítica”, y esta se convierte, entonces, en el medio para el despliegue del contenido de verdad de la obra (Theodor W. Adorno, “Reflexiones sobre la crítica musical”, en Escritos musicales VI, Madrid: Akal, 2014: 549-550). Por otra parte, esto significa que la crítica no aplica modelos apriorísticos, sino que se juega en el terreno de la forma, lo que explica el interés de Monjeau por la composición del texto adorniano: “Habría, entonces, que situar lo atonal en el corazón mismo de su estrategia filosófica o, mejor, de su escritura, intentando rescatar un movimiento particular del pensamiento; casi podría hablarse de un movimiento puro, que resiste a las resoluciones con la misma fuerza con que la música más seria de su época resistió a los recorridos tonales propios de un sistema pretendidamente universal” (“La prohibición de lo superfluo”, en Punto de vista 35, 1989: 7-10). No es difícil darse cuenta de que Monjeau describe en esas líneas un modelo para su propio trabajo. Ese movimiento reacio a la sobrecarga retórica, a la conclusión enfática, a la ampulosidad, la redundancia y el subrayado, se encuentra también en casi todas las músicas estudiadas en el libro y se proyecta sobre la propia escritura de Monjeau.

La idea de un texto que sigue el movimiento del pensamiento explica que el programa del libro no se pueda establecer con anterioridad a su propio desarrollo. No hay algo así como postulados teóricos que vayan a defenderse a través de un trabajo sistemático sobre el corpus; no hay una introducción ni una conclusión que fijen los parámetros, los alcances o los logros de la investigación. Las secciones del ensayo se encadenan por medio de transiciones mínimas y los motivos solo recurren a través de la variación. Por su parte, la propia idea de “invención”, que da título al libro aunque de por sí no es frecuente en las discusiones estéticas a las que se remite Monjeau, se recupera una sola vez en el interior del texto, precisamente para tratar de señalar la continuidad de una línea argumental. “El concepto de invención musical se despliega en un arco amplio: de la invención en términos de progreso histórico a la invención en tanto forma metafórica” (11). Por fuera del Prólogo, en el que se encuentra esta indicación, el libro se compone de tres capítulos: “Progreso”, “Forma” y “Metáfora” (que corresponden, aunque con dos evidentes desplazamientos, a las tres “ideas” mencionadas en el subtítulo). El primer capítulo pone en cuestión la posibilidad de determinar el progreso en la música con un argumento cuyo epicentro parece estar en la consideración del tránsito del atonalismo libre al dodecafonismo en la obra de Schönberg, pero también incluye, sorprendentemente, una propuesta para pensar la historia de la música a través de la noción de paradigma de Kuhn y un intento de determinar el estatus ontológico de las obras de arte inspirado por la epistemología de Popper. El segundo, se concentra en la dialéctica de forma y estructura que subyace a las experiencias del serialismo integral en Boulez y Stockhausen, aunque también estudia la cuestión de la forma en la micropolifonía de Ligeti o en la poética de citas de Gandini. El tercero, explora la relación entre música y literatura a través de las figuras de la metáfora, la alegoría y la mímesis, avanzando desde el tratamiento de la poesía en un Lied de Schubert hasta la abstracción de los paisajes desérticos de Etkin o de los grandes lienzos de tiempo de Feldman, pasando por un análisis de la musicalidad de las novelas de Proust o de Bernhard. Es evidente que la diversidad de los materiales y la sutileza con la que es tratado cada uno de ellos hace que cualquier intento de parafrasear el texto sea en vano. No obstante, sí es posible destacar una idea que parece ser transversal a los tres capítulos. Esta es la de la no referencialidad o, quizás mejor, la autorreferencialidad de la música, es decir, su tendencia a volverse sobre sí misma y sustraerse a toda forma de comunicación inmediata con la realidad extramusical. Monjeau la enfatiza cuando señala que “la música presenta una idea de historia particularmente fuerte. Sin duda así lo ha dictado su naturaleza no referencial: el objeto de la música generalmente permanece dentro de sí misma, lo que no excluye la posibilidad de algún tipo de dimensión representacional. Ese particular sentimiento histórico de la música no será difícil de captar si pensamos que los compositores deben todo su material a otros compositores. Si la música no tiene mayores objetos fuera de sí misma, las obras musicales configuran todo el ‘paisaje’ de la música” (29). En el libro, esa recursividad irreductible de las formas no solo explica el desarrollo de la historia de la música a lo largo de los siglos, sino que también subyace a los procedimientos compositivos analizados en cada obra y se hace evidente incluso cuando de lo que se trata es de la posibilidad de la representación o de la relación con otras artes. Adorno encontraba en ese extraño modo de comportarse de las obras de arte, en el tipo de relaciones al que ellas dan lugar, un modelo de una utopía que trágicamente se rompe al momento de realizarse. Monjeau sigue esas intuiciones y se abisma en el carácter enigmático de la música, pero mantiene intacta la promesa de felicidad.

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