En septiembre de 1993, en pleno Período Especial, asistí en La Habana al “Congreso Internacional sobre Julián del Casal y el Modernismo” organizado para celebrar el Centenario de la muerte del poeta (1863-1893).1 Fue para mí un viaje de regreso muchas veces postergado y tan anhelado que incluso la impostura de participar con una ponencia sobre el modernismo me parecía lo suficientemente justificable como para merecer la absolución de la academia, si no de la historia. La Habana, donde arribé tras un corto vuelo de Aéreo Boliviano desde Miami no fue, no pudo ser, la misma ciudad donde había pasado un año académico (1977-78) como estudiante de intercambio de la Universidad de Varsovia de mi Polonia natal. Una tarde, me salté algunas de las presentaciones más predecibles -con la excusa de que otros participantes se habían saltado la más impredecible de todas, la mía- y me puse a esperar a mi amigo Desiderio Navarro (1948-2017) quien iba a llegar al Vedado en bicicleta de su apartamento en Alamar. Unas horas más tarde, después de haber compartido en la cavernosa cafetería del Hotel Capri un memorable plato de remolachas enlatadas en vinagre -de manufactura decididamente soviética- salimos de paseo obligatorio por el Malecón. La Habana, ya decididamente postsoviética, me parecía desfamiliarizada -en la buena tradición de los formalistas rusos-, de la misma manera que Varsovia, ya en pleno auge proto-capitalista, le debía haber parecido ajena a Desiderio en su primera visita después del desplome del bloque socialista en 1991.2
Una escena de un libro que, unos 29 años después, estoy leyendo en mi casa en Saint Louis, Missouri, me hace recordar aquella tarde remota en que Desiderio me llevó a redescubrir La Habana. El libro, Las noventa Habanas (2019), es de Dainerys Machado Vento (n. 1986).3 El cuento se titula “Nada 1994.” De pronto, la escena en la cual una habanera de 16 años, al escaparse de noche de su casa en medio de un apagón, se echa a recorrer las calles de La Habana vestida solo en “la vieja pijama de Mickey Mouse” (Machado Vento, 2019, p. 36) extrae de mi memoria una anécdota compartida por Desiderio en 1993 bajo aquella circunstancia tan particular de haberse encontrado rodeado por todas partes por expertos en la obra de Julián del Casal. Si no hubiera sido por la intervención de sus amigos, contaba Desiderio, Casal hubiera puesto en práctica su descabellado plan de deambular por las calles de La Habana de aquel otro fin de siglo-algo más elegante-, vistiendo solo un pijama recamado en oro.4
Al yuxtaponer estos dos recorridos en pijama -ficticios, reales, fantaseados, apócrifos- por La Habana -ficticia, real, fantaseada, apócrifa- no pretendo haber descubierto una intertextualidad5 secreta entre tantas otras, más o menos explícitas, entretejidas en el envés de Las noventa Habanas (José Martí, Rubén Martínez Villena, Jorge Luis Borges, Elena Garro, Zoé Valdés y, sobre todo, Virgilio Piñera).6 Propongo, sin embargo, tratar el mundo textual de Machado Vento como una caja de resonancias para discernir algunos ecos y huellas de lo que, bajo la inspiración de José Quiroga (2005), podríamos llamar el palimpsesto habanero. La mía es una propuesta modesta, un ejercicio de “lectura atenta”7 -microhistórica, microscópica- a contraluz de este desmedido archivo habanero-habanocéntrico que se está vislumbrando también por detrás de las líneas e imágenes de Las noventa Habanas.8
Aunque “la atracción del archivo” fue diagnosticada por la historiadora Arlette Farge a partir de sus experiencias en los archivos judiciales franceses del siglo XVIII, sus reflexiones no parecen fuera del lugar en el contexto cubano: “Desconcertante y colosal… el archivo atrapa… El archivo es una desgarradura en el tejido de los días, el bosquejo realizado de un acontecimiento inesperado” (Farge, 1991, pp. 10-11). En el umbral del siglo XXI, la histórica crisis del Período Especial en Tiempos de Paz depositó una capa bien distintiva a los estratos ya acumulados en el “desconcertante y colosal” archivo habanero. Despojada de su legendaria elegancia de antaño, desvencijada por el descuido, la corrupción y el salitre, La Habana de las postrimerías del siglo XX parecía un pastiche de sí misma y un fósil de la malograda utopía socialista. Según el sucinto comentario de Silvina Trica-Flores:
En las representaciones literarias, cinematográficas y fotográficas cubanas de los últimos años, la omnipresencia de las ruinas urbanas es abrumadora. En muchos casos, presentadas como telón de fondo de ficciones que cuentan el devenir político de Cuba en los 90; en otros, poetizadas por quienes exploran La Habana como un mito estético, emiten imágenes románticas desprendidas completamente de su referente real. Lo cierto es que, convertidas en metáfora del “Período Especial”, las ruinas habaneras han tomado vida propia y se transformaron en símbolo emblemático de la ciudad. (2019, p. 755).
A pesar de su aspecto andrajoso y despoetizado, esta Habana postsoviética, pero aún no postsocialista -suspendida en el limbo de la “irreversibilidad” del modelo socialista declarado por sus dirigentes- no era solamente un oscuro objeto de abyección sino también un poderoso catalizador de nostalgia, deseo y mitificación.
Hasta bien entrado el siglo XXI, la máquina reproductora de La Habana postsoviética continuó su marcha a modo de un perpetuum mobile propulsada por el insaciable apetito de lectores, espectadores, coleccionistas de arte y turistas extranjeros por el “menú tropical” de jineteras, ruinas, “camellos” y “paladares”. En medio de estos procesos de mercantilización de la Cuba postutópica se resucitó, aunque brevemente, el paradigma del realismo mágico latinoamericano. A pesar de haber sido declarado obsoleto en la era de McOndo (Fuguet y Gómez, 1996) sus avatares cubanos de los 1990 -suciamente mágicos o, tal vez, mágicamente sucios- cautivaron por un tiempo a miles de lectores y críticos, sobre todo fuera de la isla.9
En proporción directa con la expansión babélica de este archivo, la probabilidad de agregar algún aporte original a las representaciones de La Habana empezó a menguar. Ya hacia finales de la década de los 1990 pudo notarse en Cuba un rechazo de la fórmula del realismo sucio -o, quizás, de cualquier modalidad convencional de realismo- por parte de escritores y escritoras más jóvenes. El desgaste de los viejos paradigmas no cuajó, sin embargo, en una contrapoética lo suficientemente distintiva como para merecer el unívoco rótulo de un nuevo “ismo.” De hecho, incluso la etiqueta de “Generación O” desató más debates que consensos.10 El cansancio con el tropo de La Habana en ruinas tampoco fue equivalente al abandono de la capital cubana en tanto inspiración literaria. Ciertamente, escritores, artistas, periodistas e investigadores que asumían el reto de seguir reinventándola se hallaban atrapados entre la Escila del agotamiento inherente a la era de los “posts” y el imperativo de innovación constante. A propósito, recordemos la contundente advertencia de Fredric Jameson acerca de las trampas de la posmodernidad: “En un mundo en que la innovación estilística ya no es posible, todo lo que queda es imitar estilos muertos, hablar a través de las máscaras y con las voces de los estilos del museo imaginario” (1985, pp. 171-172).
Por otra parte, según observa Boris Groys (1988), la expectativa de innovación nunca ha dejado de ser conditio sine qua non del funcionamiento de las “empresas culturales modernas” entre las cuales se encuentra tanto la esfera de la creación artístico-literaria como la investigación académica. Estas empresas, sigue Groys, “crean determinadas reglas y establecen determinados criterios según los cuales se evalúa el rendimiento y el éxito” (1988, p. 106). La expectativa de innovación constante es, entonces, una piedra de toque para el reconocimiento profesional: “Cualquiera que pretenda triunfar en la vida cultura actual, en el ámbito que sea, tropieza con esta exigencia. Un artista sólo es reconocido si demuestra que su obra es original, nueva, ‘creativa.’ Para el científico es lo mismo” (Groys, 1988, p. 106).
Es justamente dentro de este encuadre histórico-estético donde me propongo situar Las noventa Habanas (2019) de Dainerys Machado Vento (n. 1986). El reconocimiento crítico generado por esta colección de cuentos fue tan inmediato y unívoco que, siguiendo la lógica de Groys, habría que dar por hecho el imperativo de su “innovación estilística”, muy a contrapelo del dictamen de Jameson sobre la inexorable oquedad de la creación artística en la época posmoderna. En una de las entrevistas recogidas en su sustancioso blog, Machado Vento define su poética en términos algo tradicionales de “honestidad” y “responsabilidad” y no aparenta tener mucho interés en la mercantilización de su escritura (Rodríguez, 2020). De ahí que, jugando con el título del libro, podríamos decir que sus Habanas no(están en)venta al mejor postor. Además, ni en sus entrevistas ni en sus cuentos se deja notar el anhelo por atestar algún que otro golpe parricida/matricida contra sus predecesores literarios o hacer relucir los artilugios de experimentación formal. Entonces, volviendo a Groys, ¿por qué no pensar la innovación como una renovación ideoestética de un compromiso, o sea, un gesto capaz de revalorizar el engarce entre lo poético y lo ético y devolver el brillo al arte de contar, tan desteñido como desdeñado en el umbral del siglo XXI?
A primera vista, el título Las noventa Habanas evoca un alcance épico asociado con la novela como género. De hecho, leídos en conjunto y según la secuencia delineada por el Índice, los diecinueve relatos que integran la colección acaban tejiendo una trama de envergadura novelesca, vagamente reminiscente de un Bildungsroman. A lo largo de sus trayectos bifurcados y algo sinuosos, las narradoras-protagonistas cuyas voces predominan en Las noventa Habanas aparecen metamorfoseadas de niñas en adolescentes y de adolescentes en mujeres, de habaneras en nómadas globales. La ciudad no es un mero escenario o referente para sus aventuras y desvelos, sino una protagonista más, llena de contradicciones igual que sus habitantes. Multifacética, pero enmascarada, efervescente y al mismo tiempo adolorida, La Habana aguanta, pero también resiste el oprobio cotidiano. La ciudad recreada por la habanera Machado Vento a través de sus relatos emerge y vuelve a sumergirse como un significado flotante entre enigmas, secretos, misterios y rumores. Sin embargo, el título sugiere también un anclaje: Las Habanas de Machado Vento emergen en la intersección cronotópica11 entre una época específica (el Período Especial de los “noventa” - 1990) y la cercanía/lejanía de las noventa millas que separan a Cuba de la Florida.
En el proceso de armar este rompecabezas habanero, encontraremos también un par de piezas más pequeñas estampadas con la impronta del número “noventa.” Así pues, en el cuento “Historia de la flaca a la que golpearon por romper el orden natural de las casas y las cosas”, aparece una referencia fugaz a la práctica de consumir el “alcohol de noventa” (“Cuando no había ron, salían a pedirle a algún vecino un poco de vinagre, para cocinar el alcohol de Noventa que terminaban tomándose”, p. 122).12 En otra ocasión, el macrocosmos de la lejanía/cercanía de las arquetípicas noventa millas se convierte en el microcosmos de los noventa metros meticulosamente calculados por una de las narradoras entre su casa y la discoteca “City Hall”.13 En esta instancia, se trata de un lugar que le está terminantemente vedado14 a la joven por la omnisciente vigilancia materna a pesar de encontrarse, literalmente, a la vuelta de la esquina, “a menos de 90 metros de la puerta por la que salía todas las mañanas rumbo a la escuela” (p. 28). En su versión maternal, los mecanismos de vigilancia desembocan en un castigo que, paradójicamente, acaba siendo un rescate de una joven a la deriva:
Afuera, la aguantaron dos brazos de piedra que le resultaban muy conocidos. Pensó en Eduardo, tan fuerte y caballeroso. Pero era su madre. La misma que la cargó y caminó con ella, en silencio, rumbo a la casa. “Te lo dije”, fue lo último que le oyó decir a la vieja antes de perder el conocimiento. (p. 29).
La protagonista enmarca su aventura de City Hall con una suerte de excavación arqueológica de la historia del edificio. Se trata de un momento casi proustiano, donde el acceso a las facetas sumergidas de la ciudad se hace posible gracias al posicionamiento retrospectivo de la voz/mirada narrativa. En su caso, la acumulación progresiva de los estratos geológicos del saber histórico ocurre en el entrecruzamiento entre lo vivido, lo aprendido, lo imaginado y lo ignorado:
Bueno, eso era lo que todo el mundo decía: que en la discoteca de City Hall había tremenda locura… No imaginaba, no tenía forma de imaginar, que aquello que antes que discoteca había sido un cine de barrio, a donde las familias enteras iban a pasar el rato los domingos, pagando la entrada a unos centavos; ignoraba que antes de ser un bucólico cine de barrio había sido la sede del gobierno del Cerro, de donde había heredado el nombre que ahora brillaba en una marquesina. (p. 25).15
Algunos de los relatos de Las noventa Habanas revelan también la urgencia de una instantánea, de un aquí y ahora de una ciudad que se está (des)viviendo ante las emergencias cotidianas “de un país en crisis” (p. 31). En este sentido, llama la atención el aspecto visual de la edición por Katakana Editores que incluye cinco fotos de Eduard Reboll.16 Cuatro de ellas ostentan un ángulo panorámico. Una de estas imágenes revela un interior atiborrado de libros y papeles carcomidos por el tiempo, en medio de un caos babélico que ha dejado de ser una biblioteca para devenir en un archivo de “tiempos difíciles.” La Habana que emerge de otras fotos, despoblada y solitaria, está envuelta en una mortaja grisácea del mar y del cielo como si el “azul intenso” de los trópicos mencionado en el relato “Un bikini verde” encajara mejor con las páginas de “una revista de turismo internacional” que con la realidad cotidiana (p. 45). En el libro, la presencia humana deja su huella en una sola foto, centrada en una niña que, de espaldas al lector/espectador, está trazando con tiza una concatenación de “muy bien.” Nos quedamos con la impresión de un simulacro de una tarea escolar, donde la pared se convierte en la pizarra y la niña asume el rol de la profesora, evaluando con sus “muy bien” un ejercicio de escritura que se vislumbra, a modo de un palimpsesto, en una serie de palabras recortadas por el encuadre: mariposa, escudo, hielo, mar, azul…
A manera de contrapunto con las fotos, la narrativa de Las noventa Habanas está sobrepoblada de personajes de carne y hueso, todos memorables. En algunos relatos el recuerdo del Período Especial se (re)construye a partir de las experiencias de narradoras que habían (sobre)vivido los 1990 siendo niñas o adolescentes. En este sentido la narrativa de Machado Vento parece navegar a contracorriente del imaginario de la época centrado en las madres, abuelas, tías, o hermanas mayores como combatientes por la supervivencia de sus familias. Sin tratar de encontrar en Las noventa Habanas posibles indicios de un sesgo autoficcional, considero iluminador el siguiente comentario de la autora sobre su experiencia de haber vivido la crisis de los noventa siendo muy joven:
Crecer durante el Periodo Especial creo que es lo menos difícil que le podía pasar a alguien que vivía en Cuba, porque crecer durante el Periodo Especial es estar en un momento de ingenuidad, en un momento muy difícil de la vida pero del que se toma conciencia después. Es vivirlo de la única manera posible, desde la ingenuidad, para después mirar hacia atrás y darte cuenta de que eres un sobreviviente; algo que en realidad no supiste durante toda tu vida. (Rodríguez, 2020).
En los cuentos centrados en la dinámica intrafamiliar, Machado Vento no deja de sorprendernos con giros narrativos que acaban desafiando las expectativas más convencionales. Así pues, la narradora de “Nada 1994” desmitifica el arquetipo “nutritivo” de la madre (“No quiero ser una madre como tú”, p. 34) para rendir un homenaje afectivo a su abuelo cuya vida se había extinguido en medio de la crisis (“El abuelo se había ido para siempre de un país en crisis…”, p. 31).17 Sus reminiscencias sobre la odisea diaria del anciano para alimentarla, protegerla y cuidarla tampoco reproducen los clichés que predominan en el imaginario de la “lucha” durante el Período Especial:
Quién la acompañaría durante los apagones recitando décimas para mantener viva la ilusión en el país de la desilusión; quién la recogería en la escuela con aquellos ojos verdes siempre sonrientes; quién le prepararía la leche con una pizca de sal, después de caminar veinte cuadras para comprarla a escondidas en un mercado negro cada vez más desabastecido (p. 31).
El pasado, el presente y el futuro se entrelazan para configurar una imagen espectral de un país en estado de excepción permanente, donde el trauma transgeneracional se va formando en medio de la carencia material y afectiva, entre mentiras, inventos, tabúes y deseos reprimidos:
La madre recordó las horas de fiesta perdidas criando a la malagradecida. La hija recordó al Coco que nunca llegó de noche, al “no puedes comer más porque se acabó la comida”. La madre la vio bella, altanera y quiso abofetearla otra vez. La hija volvió a sentir el pan con aceite desvanecido en su estómago; vio la pobreza de la casa con las paredes rotas; vio a Ana ingenua ante el deseo de su madre. Se vio a sí misma con 16 años de malos recuerdos entre dos manos vacías. El abuelo y la poesía se hicieron una sola calle en su memoria. Empujó a la madre del borde de la cama, pero fue un empujón suave y lastimero (p. 37).
Para escaparse de esta casa que -igual que la ciudad- parece más cárcel que hogar, la protagonista abandona los caminos imaginarios del recuerdo y de la poesía para encarar a solas la desesperanza de La Habana de aquel agosto de 1994.
Deambular por la ciudad es, desde luego, un motivo tan perdurable e intrínseco a la literatura moderna que se ha vuelto un tropo si no un cliché. Pero en sus interminables andanzas por “sus” Habanas, los personajes del libro de Machado Vento no se parecen a aquellos flâneurs de Abilio Estévez que recorrían “la ciudad perdida que no existía” (2020, p. 68) en una de sus numerosas evocaciones habaneras. Si los flâneurs han desaparecido de todas las Habanas de Machado Vento es porque tienen que gastar la poca energía que aún les queda “resolviendo” una botella de ron, algo de leche, un poco de vinagre o, como Yoana del cuento que cierra el volumen, persiguiendo el elusivo “polvo negro”: “Faltan 13 minutos para que Yoana se convenza de que si quiere tomar café tiene que salir a zapatearlo en alguna oscura casa del mercado negro” (p. 115). Las notorias deficiencias de transporte que durante décadas habían aquejado la capital desembocaron en los 1990 en un colapso total. De ahí que Las noventa Habanas se parezca a un archipiélago de islotes -quién sabrá si exactamente noventa- que resulta casi innavegable, salvo a pie o en bicicleta. De vez en cuando aparece una guagua “repleta de gente sudá” (p. 42), como la de la ruta 400 que lleva a la protagonista de “Un bikini verde” a la playa de Guanabo.18
Más allá de las constricciones de movilidad, la geografía habanera se construye alrededor de microespacios exclusivos y excluyentes, vedados o sigilosamente vigilados, pero siempre susceptibles de transgresiones e incursiones, como ocurre en la historia de una niña “flacundenga” de once años que tiene que acompañar a su abuela alcohólica en un intento de robar una botella de ron de “la casa-santuario de Virgilio, de donde todo el mundo sabía que, a menos que fueras vendedor de velas, maricón o brujero, era mejor mantenerse alejado” (p. 9). En “City Hall,” la vigilancia de la madre que trata de prevenir a que su hija en vez de “ir a comer helado con las amiguitas a Coppelia se pasara la noche en una de las discotecas más locas de La Habana” (p. 25) me hizo pensar en algunas de las más absurdas restricciones que el mismo régimen cubano imponía a sus ciudadanos, como la prohibición de hospedarse en hoteles de turismo extranjero.19 A menudo, el sexo fue el precio de entrada a estos “sin lugares” designados para el turismo extranjero, por lo cual no debe sorprender que la figura de la jinetera se convirtiera en uno de los fetiches del imaginario de la era postsoviética.
Si bien Machado Vento no escamotea la presencia de la jinetera en sus rendiciones de la realidad habanera, es muy notable la manera en que logra contextualizar las experiencias y la intersubjetividad de estas mujeres dentro de un marco transaccional mucho más amplio de (des)encuentros sexuales (“Es de familia”; “La editorial”; “Las mañanas del sábado”; “A lo Carrington”; “Historia de la flaca”). Incluso los cuentos que abordan el jineterismo de forma más directa (“Un bikini verde”; “Made in URSS”; “El Yuma”) están tan enrevesados por contradicciones y ambivalencias que acaban dando por tierra todos los estereotipos de jineteras, yumas y gallegos.20 El desmontaje de clichés se junta con la manera en que Machado Vento desafía las expectativas de sus lectores, como ocurre en este escalofriante final de “El yuma”:
Ella se asustó ante la imagen de la violencia… Sintió la presión de la mano sobre sus dientes, y se acordó de aquella carrera de odontología que nunca terminó… “Por burra, por Pedro, porque tumbaron el muro de Berlín.” Otra vez vio el brazo del yuma contrayéndose ante su propia fuerza… el mismo brazo que quince minutos después yacía sobre el piso, cubierto de sangre. (pp. 90-91).
Sin duda alguna, Las Habanas de Machado Vento desbordan el cronotopo de los/las noventa que percibimos en la interpretación inicial del título. Con la dispersión diaspórica de los cubanos -propulsada por el éxodo de Mariel (1980) y la crisis de los balseros (1994)- los pedazos del puzle habanero se han visto desparramados mucho más allá de la isla. Los fragmentos de esta Habana/Cuba “planetaria” (Price, 2015) parecen caer, cual meteoritos, en varios lugares del hemisferio: en México (“Pica poquito”), Hialeah (“Made in URSS”), Chicago (“Don’t smoke in bed”) y, desde luego, Miami (“Don’t smoke in bed”; “Quédate”). Pedazos de La Habana, cual astillas de una balsa después de un naufragio, pueden aparecer en sitios tan específicos y a la vez lejanos como la cocina convertida en un campo de batalla entre una suegra mexicana y su nuera cubana (“Pica poquito”) o una oficina de inmigración (“Made in URSS”). A veces, un simulacro de localización satelital permite reconstruir las coordenadas precisas, como las de “un tráiler de un cuarto” en el North West de Miami, “una de las dos zonas que más aparecen en las noticias locales y nunca para bien” (p. 76) o del International Mall de la misma ciudad.
Una de las facetas transnacionales -aunque no necesariamente cosmopolitas- de las identidades cubano-habaneras que se perfilan en Las noventa Habanas tiene que ver con el legado soviético. El hecho de que Katiuska Pérez Acanda, la protagonista de “Made in URSS,” nació en Kiev de padres cubanos no parece afectar en lo mínimo su identidad cubano-habanera hasta que el escrutinio de la inmigración estadounidense la empuja al borde de la paranoia:
Era negrísima, como confirmación de que el accidente de su nacimiento era solo eso, un accidente. Como ella, otros miles de cubanitos made in URSS naturalizaron pronto la casualidad y hablaban de Kiev, Ucrania y la URSS como si fuera el hospital de Maternidad de Línea en La Habana. Al final, esos espacios hacían la misma función en sus vidas: ninguna. Si en migración alguien le preguntaba: ¿De dónde eres?, los made in URSS, siempre respondían “De La Habana” o “De Camagüey” o “De las Tunas”. Para todos era natural ser cubano nacido en Kiev. Para todo, menos para los gringos… Ahora el singao de Bush nunca le iba a mandar su Green Card, envuelta en un sobre blanco, común y corriente. Para ella era evidente que el gobierno de Estados Unidos la creía una espía rusa (p. 67).
La odisea de Kati-Katiuska -desde los abusos infligidos por su proxeneta Luis en La Habana hasta los enredos con su Green Card- logra encapsular la experiencia migratoria desde la perspectiva de género de forma lacónica, pero a la vez sumamente impactante:
Si robarle a Luis no la había quebrado; si la estafa de su contacto en Colombia no la había quebrado; si cruzar toda América a pie para llegar a la frontera de México no la había quebrado; ni aquel sicario que la violó en el hotelucho de Tamaulipas no la había quebrado, menos la iban a quebrar unos gringos burócratas de mierda ni la loca de su madre (p. 68).
El desarraigo sentido por la migrante ya no tiene que ver con la maldita circunstancia del agua por todas partes sino con el nomadismo, la pérdida del hogar y la imposibilidad de encontrar un cuarto propio, como en el caso de la narradora de “Don’t smoke in bed”:
Hace una eternidad que ella se ha ido hacia alguna versión de La Habana. La inmensa balsa que se le figura Cuba flota sola en su imaginación, sin destino. Ella no extraña nada de aquello, pero extraña volver a tener un hogar, quiere dejar de saltar de alquiler en alquiler, de país en país de idioma en idioma. (p. 59).
A veces, la condición de migrante se entrelaza con el desamor y la imposibilidad de formar lazos afectivos:
Pero estaba ya a cuatro horas de distancia de toda aquella mierda, a siete días de distancia de aquella noche. Y esta vez, como aquella, decidió seguir olvidando a quien era imposible reencontrar. Así era esto de ser migrante. Es mentira que se pueda tener en cada puerto un amor, porque lo más saludable es tener en cada puerto un olvido. (pp. 54-55).
A pesar de todo el sufrimiento infligido por/en La Habana, la conexión entre estas mujeres-nómadas y su ciudad sobrevive en la nostalgia. Miami es para ellas nada más que un simulacro, “una copia demasiado idéntica de La Habana” (p. 86) a pesar de que “los aguaceros que ya no caen sobre La Habana” parecen haberse mudado a la Florida para acompañar a todos los demás migrantes (p. 57). Aunque una multitud de cubanos se encuentra fuera de la isla, los lazos socio-culturales y afectivos acaban destejiéndose de generación en generación, de oleada tras oleada de migrantes, balseros y exiliados. De ahí que a una de las protagonistas le resulte imposible encontrar a un cómplice que comparta los referentes necesarios para descodificar los registros del choteo o el guiño irónico camuflado por el cubaneo:
Y mientras entrega el cash a la dependienta piensa que está pagando el equivalente a un mes almorzando pizzas de 10 pesos en La Habana. Pero quien habría podido reírle el chiste está a siete noches de aquella frase, y La Habana es solo un recuerdo en su pasaporte lleno de estampas desconocidas. Así que te tragas el chiste. (p. 55).
Por otro lado, nunca se sabe dónde y cómo una de las “noventa versiones de La Habana” vuelva a materializarse de manera tan inesperada y aparentemente fuera de lugar, como aquel joven sentado junto a la fuente de vidrio de Chicago “como si no fuera extraño que fuera el único cubano por todo aquello, como si él hubiera fundado la ciudad o aquella ciudad fuera una de las noventa versiones de La Habana” (p. 58).
La diáspora cubana tampoco es una -tal vez también haya noventa diásporas, o más, sedimentadas por los oleajes del mar y los naufragios de “la balsa perpetua” (De la Nuez, 1998). En Las noventa Habanas, la crisis de los balseros de agosto 1994 es el único evento histórico fácilmente identificable, no solamente por el título de uno de los cuentos (“Nada 1994”)21 sino por la impronta de la fecha precisa al final del mismo: “Era 20 de agosto de 1994” (p. 39).22 Es el mismo cuento que mencioné al principio, en el cual una joven de 16 años vestida en “la vieja pijama de Mickey Mouse” (p. 36) acaba lanzándose al mar desde el Malecón. Su “rescate” accidental por cinco balseros desconocidos parece absurdo, pero probable, dentro de las circunstancias históricas de por sí absurdas:
Se encontró a sí misma en el Malecón. No había caminado tanto. Apenas unas diez cuadras, mucho menos que las que su abuelo había tenido que desandar cada día, durante años, para buscar desayuno. Frente a ella, el mar inmenso competía con la oscuridad de la ciudad…Se subió al muro. No miró hacia abajo… Saltó hacia la nada, hacia la oscuridad del mar, hacia el absurdo de lo infinito… Esperó que el contacto cálido con el mar de agosto la abrazara, la asfixiara para siempre. Pero el dolor de caer sobre una madera más afilada que los dientes de perro no se parecía al silencio de la nada. Sintió diez ojos asombrados mirándole los pechos a través del pijama. “Los hombres te van a mirar las tetas antes de mirarte a la cara,” le había advertido el abuelo para que no se espantara… Los remos acompasados que empezaron a alejarla de la orilla sin pedirle explicación, como si todos compartieran la certeza que los había llevado al mar… Era 20 de agosto de 1994. (pp. 38-39).
Al cerrar el cuento con la sorpresa de una fecha precisa, la narradora parece tener la conciencia de haber participado en un evento importante, excepcional, de esos que se anotan en un diario, aunque no siempre acaban siendo almacenados en los archivos oficiales. En contraste con otros cuentos -de carácter más personal, íntimo, anecdótico- “Nada 1994” asume, aunque de manera retrospectiva, una óptica testimonial (“yo estuve allí”) que trasborda los límites de un recuerdo individual para nutrir la memoria colectiva. Dentro de la estructura del libro que oscila entre la sinuosa continuidad novelesca y la fragmentación propia de una colección de cuentos se me ocurre que la narradora de “Don’t smoke in bed” podría ser una “reencarnación” más madura de aquella niña vestida en el pijama de Mickey Mouse la noche del 20 de agosto de 1994. Lo que establece el primer nexo entre los dos relatos es el guiño al referente sartorial: a la protagonista de “Don’t smoke in bed” la encontramos “entre ajustadores floreados y rellenos de esponjas”, arrancando “los sostenes talla 32B, más baratos de las perchas interminables” (p. 54) en una tienda del International Mall de la ciudad de Miami. La abundancia y “el exquisito empaque de moda primer mundista” (p. 54) contrasta no solamente con aquel viejo pijama de Mickey Mouse sino también con varias referencias a la escasez de la ropa femenina en Cuba que aparecen en otros cuentos (“[S]e iba a querer cambiar de ropa y no tenía nada más sexy para ponerse. No tenía nada más para ponerse”; “City Hall,” p. 26; “los elásticos deshilachados”; “Un bikini verde”, p. 47).
A pesar de su aparente metamorfosis, de adolescente en mujer y de habanera en miamense, a la narradora de “Don’t smoke in bed” le queda claro que en Miami nunca podrá enmascarar el “pecado original” de haber llegado en una balsa. Ni el dinero, ni la educación, ni los viajes, ni el éxito profesional resultan suficientes para borrar el estigma de “balsera”:
Se ve que no tienes un dólar para pagarte una depilación que valga la pena, balsera.” Y ella, que hace por lo menos cinco años que no regresa a Cuba, de todos modos siente el peso de su pantalón empedrado de balsera… Y ella se sabe balsera con pasaje de regreso a México, balsera con visa de entradas múltiples a Estados Unidos, balsera académica, balsera recién llegada de un congreso de Chicago, balsera soltera que habla español, inglés y francés, pero solo porque está buscando trabajo y no marido. Me voy a depilar todo el cuerpo, señorita, pero empiece por el bollo que si me duele ya me lo llevo hecho (p. 56).
Al final, la única forma de resistencia que queda es la (auto)ironía: “Aquí los tratados académicos no importan porque las pequeñas batallas de la vida la siguen ganando mujeres con uñas de gelly, siempre inconformes con sus cuerpos perfectos” (p. 56); “La balsera resistió y pagó la depilación más cara y dolorosa del mundo, Así que además de balsera es oficialmente pendeja” (p. 57). Es significativo que también en otros cuentos (“Es de familia”; “La editorial”; “Las mañanas del sábado”) las voces narrativas pertenecen a mujeres que saben manejar el lenguaje con aplomo y gran destreza profesional. Son escritoras, periodistas, profesoras, investigadoras académicas, pero en ninguna de las noventa Habanas parecen encontrar un “cuarto propio” para sus habilidades y su talento.
El cuento que cierra el volumen, “Historia de la flaca a la que golpearon por romper el orden natural de las casas y las cosas”, no solamente ostenta el título más largo del libro entero, sino que es el más extenso. La perspectiva, aunque fragmentada, adquiere su totalidad omnipresente y omnisciente gracias a la configuración de la voz narrativa, que pertenece a la ciudad misma. De hecho, esta Habana -una de las tantas Habanas de Machado Vento- podría interpretarse como una reencarnación del pueblo de Ixtepec de la novela Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro (1916-1998). A diferencia de Ixtepec -metamorfoseado en una piedra del cementerio-, La Habana-narradora-protagonista de “Historia de la flaca…” aparenta ser un personaje de carne y hueso. No obstante, comparte con aquel ficticio pueblo mexicano la extraordinaria dedicación voyeurista a fisgonear, vigilar, espiar, entrometerse en la intimidad de sus habitantes, escuchar los chismes y repetir los rumores. Esta Habana omnivigilante es también como El Aleph borgeano que a pesar de su carácter metafísicamente abstracto (“es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos” (Borges, 1974, p. 623) pudo revelarse a un niño cuando éste rompió la prohibición de los adultos y bajó por la escalera del comedor al sótano para descubrir “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos” (Borges, 1974, p. 623). En un juego autoirónico y con un gesto final de bricolaje intra/intertextual, La Habana de Machado Vento se (auto)recompone en su propio Aleph, pero sin olvidarse de aquel otro Aleph que a la narradora de “Un bikini verde” se le había quedado en casa: “Por bruta. O por loca. O porque el Borges ese me aburre un poco” (p. 44).
En pleno siglo XXI, muchas personas son conscientes de ser sometidas a formas sumamente sofisticadas de supervigilancia, pero en Cuba la vigilancia parece ser un elemento orgánico del tejido social.23 De hecho, uno de los nexos que conecta varios cuentos de Las noventa Habanas es la meta/autoconciencia de que las capas más secretas de la privacidad son -o pueden ser- sometidas a un escrutinio por parte del régimen, los vecinos y, a veces, los mismos familiares. La microfísica de la vigilancia -junto con sus proyecciones espectrales a través de los rizomas del miedo- se inscribe de manera orgánica en la consigna “En cada barrio, Revolución” de los Comités de la Defensa de la Revolución (CDR), así como, a modo de un recordatorio visual, en el emblema de los mismos CDR que ostenta un machete inscrito con el lema “Con la guardia en alto”.
En Las noventa Habanas, hay formas de vigilancia que aparentan ser benévolas, como en el caso de la madre -protectora y tutelar- que intenta impedir que su hija se escape a la discoteca del City Hall en busca de liberación total: “liberada del poder de la madre” “libre de toda dictadura,” libre de su virginidad (pp. 26-27). En otras partes de libro la sospecha de la vigilancia se vuelve ominosa y desciende en una obsesión paranoica, como en la escena con los hermanos Cujeyes (“Historia de la flaca”) quienes son “los primeros que ven al tipo en la bicicleta, parado en la esquina como quien espera algo, pero en realidad no espera nada” y en seguida asumen que es un chivatón24 “de esos que amanecen a cada rato en esa misma esquina, para vigilar las ventas de Cuca -suponen- o para vigilar cualquier cosa, o para regalarles, simplemente, la sensación de que están siendo vigilados” (p. 122).25
Si bien muchas de las protagonistas de Las noventa Habanas se distinguen por su perspicacia, una de las narradoras -que “cuando era chiquita tenía fama de ser vidente” (“La vidente,” p. 19)- ofrece, al cabo de muchos años, “explicaciones muy sencillas” para algunas de sus predicciones y premoniciones más exitosas. Sus capacidades casi detectivescas de observación, deducción y conexión de las pistas la llevan, por ejemplo, a descubrir las infidelidades de su padre. En un barrio donde todos se conocen, resulta fácil para una niña “seria y solitaria” extraer no solamente el saber sino el poder de los rumores y retazos de conversaciones: “Era una fuente muy confiable ese querido viejo Ramón” (p. 20). Al mismo tiempo, en un mundo en crisis total, predecir la llegada del arroz racionado equivale a un oráculo: “También decía a veces: ‘llegará el arroz del mes a la bodega…y es arroz chino,’ y tres días después llegaban diez barcos cargados de arroz de China” (p. 19). Según su propia confesión, “además de vidente, seria y solitaria, era una niña muy envidiosa” (p. 21), aunque la palabra “chivata” sería tal vez la más acertada si pensamos en su modus operandi en la escuela:
la profe me dejaba salir, todas las tardes después de almuerzo, a pararme un rato en el portal de la escuela. Ella decía: “es un premio a tu buen comportamiento”. Yo sabía que era su forma de liberarse de mí. Con mis salidas evitaba que yo anduviera regañando a mis compañeros por no hacer la tarea, apuntándolos en la lista negra y dándole quejas (p. 19).
Aunque varios aspectos de Las noventa Habanas podrían conectarse con otros textos de literatura cubana que representan la cotidianeidad de La Habana del Período Especial desde la inmediatez de la experiencia vivida, la configuración narrativa de la vigilancia me ha hecho recordar “El resbaloso” (1997), un relato breve de Carlos Victoria (1950-2007) escrito desde el exilio, pero enmarcado por La Habana de los noventa. En sus andanzas por La Habana, el pícaro y escurridizo personaje llamado el Resbaloso -tal vez una reencarnación cubana del Diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara (1579-1644)- levanta los techos y atraviesa las paredes, deslizándose por debajo de las camas y metiéndose en las cocinas para inmiscuirse en la existencia cotidiana de los habaneros. Todo ocurre en un escenario entre apocalíptico y surreal, donde la escasez que sufre la gente común -del pan, de las croquetas, del arroz, de las hamburguesas de soya, del plátano, o “de lo que fuera” (Victoria, 1997, p. 45)- contrasta con la obscena abundancia del smorgasbord confeccionado para los turistas (“bandejas plateadas, atiborradas de mariscos y frutas”; “quesos y ensaladas… los hors-d’œuvre… platos humeantes y botellas de vino” (p. 58).
Esta radiografía de una ciudad en crisis esbozada por Victoria fácilmente podría deshacerse en un cliché si no fuera por el hecho de que su protagonista es más un testigo que un voyeur. A pesar de sus poderes mágicos, el Resbaloso vive la misma miseria que los habaneros y usa su magia para rendir un estremecedor testimonio sobre su existencia. El cuento de Victoria acaba con un desplome que, en un par de líneas, capta la enormidad real y metafórica del cataclismo:
allí está ella, la mujer separada, completamente aislada, de pie junto a una silla; ya no tiene como aquella noche el niño entre sus brazos: totalmente sola, sin ver ni oír, recibe el aguacero frotándose los hombros; él se acerca reptando, sobre los mosaicos que crujen y se rajan; en el mismo momento del desplome, ella levanta la mano y grita: -¡Abur! (p. 69).
Sin llegar a sugerir una red de posibles influencias, intertextualidades o ecos entre el relato de Victoria y el libro de Machado Vento, noto una cierta afinidad en cuanto a sus respectivas reconfiguraciones afectivas de La(s) Habana(s) del Período Especial. Ambos autores incluyen al menos algunos de los ingredientes obligatorios asociados con las representaciones del Período Especial: el hambre visceral, la lucha por resolver lo más básico, el sexo desinhibido, el jineterismo, la pobreza material, la marginación de “los palestinos”, el colapso del transporte, los curiosos inventos y remedos generados por la escasez (Sklodowska, 2016). A pesar de las obvias diferencias generacionales, conceptuales y estilísticas, tanto Victoria como Machado Vento eluden la trampa de lo mágicamente sucio o suciamente mágico. Por ejemplo, en el cuento “Dieguito el escritor” Machado Vento logra trasmitir la noción de tiempo que se desteje en la lucha cotidiana del Período Especial sin recurrir a lo apocalíptico o tremendista. Así pues, en la historia de la tía del protagonista que día tras día iba al dentista para resolver “su problemita,” el toque humorístico no eclipsa el rastro de lo real, sino que, al contrario, revela la dimensión existencial con todos sus sinsentidos: “Primero no había agua, después la enfermera se había ido en un viaje de estímulo a Nicaragua, después la hija de la dentista se había tirado a la Florida en una lancha, después hubo un apagón de seis horas. Pero la tía estoica todos los días, a la 7 de la mañana, amanecía en el dentista, haciendo lo indecible para resolver su “problemita” (p. 16).
Considerados por separado, todos estos eventos parecen probables, pero es su encadenamiento en una serie de eventos desafortunados que produce el efecto lúdico raras veces visto en la literatura derivada de las experiencias de escasez. Aunque las improntas habaneras parecen disolverse en la desmedida expansión de los no-lugares del capitalismo tardío, sus huellas y ecos siguen sedimentándose en el “desconcertante y colosal” archivo de la cubanidad. Las noventa Habanas contribuyen a este archivo con su propia voz que está, a su vez, tejida de una polifonía de voces. Aunque el “cronotopo” desde el cual Machado Vento escribe y publica este libro queda lejos de aquella tradición oral -caribeña, cubana, habanera, popular- “de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar” (García Márquez, 1962), la innovación de Las noventa Habanas consiste en comprometerse a contar, con honestidad y responsabilidad, las microhistorias de la gran historia. Y, además, contar tan bien que “ninguno de los incrédulos del mundo” (García Márquez, 1962) debería quedarse sin leerlas.