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Revista del Museo de Antropología

versão impressa ISSN 1852-060Xversão On-line ISSN 1852-4826

Rev. Mus. Antropol. vol.17 no.1 Córdoba maio 2024  Epub 30-Abr-2024

http://dx.doi.org/10.31048/1852.4826.v17.n1.41954 

Antropología Social

“Infancias fumigadas”: Violencia, cuidado y futuro en territorios afectados por agrotóxicos en la provincia de Buenos Aires (Argentina)

“Sprayed Childhoods”: Violence, Care, and Future in Areas Affected by Agrochemicals in the Province of Buenos Aires (Argentina)

Florencia Paz Landeira1 

1Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, Universidad Nacional de San Martín, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. E-mail: flor.pazlandeira@gmail.com

Resumen

Desde la década de 2000, la consolidación del agronegocio ha desencadenado una conflictividad social y una disputa epistémica sobre las consecuencias sanitarias, ambientales y políticas de este modelo. La afectación de la salud infantil ha sido uno de los efectos de este modelo, a la vez que un catalizador clave de su politización. En efecto, la categoría nativa de “infancias fumigadas” y los derechos de niños, niñas y adolescentes (NNyA) están ganando protagonismo en los conflictos socioambientales, como parte de sus estrategias de lucha y, en particular, de su judicialización. En este contexto, en el presente artículo propongo analizar las dimensiones sociales y cotidianas de crecer, cuidar y vivir en territorios amenazados por una creciente toxicidad, atendiendo a las intersecciones entre violencias y cuidados y a las múltiples temporalidades en que éstas se traman. El análisis surge de una etapa exploratoria del trabajo de campo, consistente en conversaciones y entrevistas en profundidad con tres mujeres “afectadas” por los agrotóxicos de distintas localidades de la Provincia de Buenos Aires (Argentina), de la observación participante en encuentros de pueblos fumigados y del relevamiento y análisis de informes técnicos y material hemerográfico.

Palabras clave: “Infancias fumigadas”; Conflictos socioambientales; Agronegocio; Violencia lenta; Cuidado

Abstract

Since the 2000s, the consolidation of agribusiness has triggered social conflict and an epistemic dispute regarding the health, environmental, and political consequences of this model. The impact on children’s health has been one of the effects of this model, simultaneously serving as a key catalyst for its politicization. Indeed, the native category of “sprayed childhoods” and children’s rights are gaining prominence in socio-environmental conflicts, forming part of the struggle strategies, particularly through legal actions. In this context, this article proposes to analyze the social and everyday dimensions of growing up, caring, and living in territories threatened by increasing toxicity, paying attention to the intersections between violence and care, and the multiple temporalities in which they unfold. The analysis emerges from an exploratory stage of fieldwork, involving conversations and in-depth interviews with three women “affected” by agrochemicals in different localities of the Province of Buenos Aires (Argentina), participant observation in meetings of sprayed communities, and the collection and analysis of technical reports and press materials.

Keywords: “Polluted childhoods”; Socio-environmental conflicts; Agribusiness; Slow violence; Care

Introducción

Desde la década de 2000, la consolidación del agronegocio -modelo de carácter extractivo basado en la utilización de paquetes tecnológicos de semillas transgénicas y agroquímicos- ha desencadenado una conflictividad social y una disputa sobre las consecuencias sanitarias, ambientales y políticas de estos procesos, en particular en relación a la salud de niños y niñas que viven en esos territorios. Tanto las experiencias y los saberes de las poblaciones afectadas como la evidencia científica acumulada en estas décadas señalan que niños y niñas presentan una vulnerabilidad particular a las exposiciones ambientales a plaguicidas, amenazando su bienestar y su salud integral. De esta forma, el impacto en la salud infantil ha sido un catalizador clave de muchos procesos de movilización y los derechos de niños, niñas y adolescentes (NNyA) están ganando protagonismo en los andamiajes discursivos que configuran las estrategias de lucha y, en particular, de su judicialización.

Para abordar este problema, este trabajo recupera una perspectiva situada para el análisis de los conflictos ambientales, de modo tal de complejizar las construcciones discursivas de la crisis ambiental o el cambio climático desde “grandes relatos” con pretensión de universalidad (Jasanoff, 2019). Así, se ha consolidado una agenda de investigación en torno a conflictos ambientales que los concibe como arraigados socioterritorialmente, a la vez que se constituyen en arenas de disputa entre concepciones divergentes acerca del territorio, la naturaleza y el ambiente (Svampa, 2019). Este campo de estudios moviliza perspectivas procesuales (Walter, 2009) que complejizan la relación entre daño y problematización pública, enfocan en lo que los conflictos producen antes que en sus causas (Melé, 2008) y proponen considerar a los conflictos socioambientales como analizadores sociales1 (Merlinsky, 2013). Así, abordar los entramados particulares y complejos que agencian a los conflictos socioambientales, con interés por las acciones, las alianzas, los sentidos y los saberes implicados, permite complejizar la forma en que miramos, concebimos y habitamos este planeta dañado:

La Gran Aceleración se entiende mejor a través de la inmersión en muchos ritmos pequeños y situados. Las grandes historias toman su forma a partir de contingencias aparentemente menores, encuentros asimétricos y momentos de indeterminación. Los paisajes nos lo muestran (Gan.; Tsing; Swanson; y Bubandt, 2017: G5, traducción propia).

Desde estos puntos de partida conceptuales, el objetivo de este texto es abordar las experiencias e impugnaciones cotidianas y encarnadas al agronegocio en Argentina, con foco en uno de los nodos de su politización y problematización pública: las “infancias fumigadas”, es decir, el daño en la salud y bienestar de niños y niñas provocado por el uso de agrotóxicos.2 Propongo un conjunto de reflexiones producidas a partir de conversaciones y entrevistas con tres mujeres “afectadas” por los agrotóxicos de distintas localidades de la Provincia de Buenos Aires (Argentina), de la observación participante en encuentros de pueblos fumigados y del relevamiento y análisis de informes técnicos y material hemerográfico. A partir de esta etapa exploratoria de investigación, argumento que las formas de activismo ambiental en las que estas mujeres se implican se constituyen e intersectan con el cuidado infantil y con la creación de horizontes de futuro de existencias más justas y plurales. El texto inicia con un primer apartado donde sistematizo antecedentes para situar el problema del agronegocio y los procesos de organización y demanda que han surgido para resistir sus consecuencias. Luego, siguen dos apartados organizados en torno a los siguientes ejes de reflexión: los sentidos y las prácticas del cuidado en territorios tóxicos; y las demandas de futuro, atravesadas por nociones sobre la biología, la herencia y el legado. Por último, presento las conclusiones del artículo y futuras vías de indagación.

Neoextractivismo, agronegocio e “infancias fumigadas”

El extractivismo ha sido conceptualizado por Horacio Machado Aráoz (2013) como una matriz de relacionamiento histórico intrínseca al capitalismo en cuanto implica la apropiación desigual del mundo, la concentración del poder de control y la disposición de las energías vitales a costa del despojo de vastas mayorías. Matriz que supone, a su vez, una racionalidad económica que cosifica a la naturaleza para transformarla en recurso y materia prima de los procesos productivos, alterando o devastando los equilibrios geofísicos del planeta (Leff, 2001). Por su parte, Maristella Svampa (2019) ha propuesto la categoría de neoextractivismo para comprender la expansión de las fronteras extractivas asociada a la reprimarización de las economías latinoamericanas en el pasaje entre el Consenso de Washington y el Consenso de los Commodities, en el marco de la lógica que David Harvey (2005) ha denominado “acumulación por desposesión”. Como parte de esta nueva fase del extractivismo, también se reconocen las crecientes resistencias sociales a sus lógicas y sus consecuencias y la emergencia de otros lenguajes y narrativas respecto de las relaciones sociales con la “naturaleza”, otras especies y seres con que co-habitamos el planeta.

En lo que refiere a las prácticas agrícolas, a fines de siglo XX se ubica la consolidación del agronegocio en el Cono Sur, como modelo productivo de carácter extractivo, sustentado en la utilización de paquetes tecnológicos de semillas transgénicas y agroquímicos (Gras y Hernández, 2013). Como reconstruye Amalia Leguizamón (2020), Argentina en particular ha experimentado una rápida transformación agraria basada en la adopción temprana y la aplicación intensiva de soja modificada genéticamente. Estos cultivos han sido modificados para tolerar la pulverización con herbicidas a base de glifosato, una biotecnología desarrollada y comercializada por Monsanto (ahora Bayer) como Roundup Ready. Argentina adoptó la soja resistente a herbicidas en 1996 como parte central de su estrategia de desarrollo nacional basada en la extracción de bienes naturales para la exportación. La soja modificada genéticamente cubre alrededor de la mitad de la tierra cultivable del país (Leguizamón, 2023). De acuerdo a un informe del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) de noviembre de 2022,3 en los 36 millones de hectáreas cultivadas, se utilizan 230 millones de litros de herbicidas y 350 millones de litros de otros tipos de agroquímicos. Los envases necesarios para su comercialización generan alrededor de 17 mil toneladas de polietileno cada año.

Este modelo ha sido asociado a la contaminación de fuentes de agua por plaguicidas, al desmonte e incendios para la expansión de la frontera agrícola y a la degradación del suelo por falta de rotación de cultivos (Jergentz; Mugni; Bonetto y Schulz, 2005), así como a diversas patologías en humanos (Ávila Vázquez y Nota, 2010). El constante aumento de superficies implantadas con monocultivos industriales (Schmidt y Toledo López, 2018), su escala sin precedentes, la debilidad y fragmentación regulatoria, el incremento constante del uso de agrotóxicos y sus impactos sociales y ambientales han configurado a Argentina como un “laboratorio a cielo abierto” sin precedentes (Filardi, 2017; Verzeñassi, 2014); un modelo que, montado sobre la lógica moderna del progreso, se presenta como inexorable, como una “alternativa infernal” (Gárgano, 2022).

De particular interés para este artículo es el informe “Efectos de los agrotóxicos en la salud infantil”, publicado en junio de 2021 por la Sociedad Argentina de Pediatría y elaborado por su Comité de Salud Ambiental. En su capítulo, Ávila Vázquez (2021) señala que muchos pesticidas han sido analizados por la Agencia Internacional de Investigación en Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la mayoría han sido clasificados como cancerígenos, entre los que se destaca el glifosato, el pesticida más utilizado en Argentina, clasificado en el segundo nivel de riesgo de cáncer.4 A su vez, en el informe se argumenta que los niños y las niñas presentan una vulnerabilidad particular a las exposiciones ambientales a plaguicidas, en relación a su menor superficie corporal, mayor exposición y tasa de absorción por todas las vías, la presencia de succión no nutritiva y por vía de lactancia materna. Se sostiene que el contacto directo con los plaguicidas prenatal puede causar desde abortos espontáneos hasta malformaciones congénitas: tumores sólidos, cáncer cerebral, leucemia y linfoma en la infancia. Mientras que en las grandes ciudades -alejadas de la producción agrícola- la tasa de muerte de niños por cáncer es del 20%, en las zonas fumigadas asciende al 50%. La tendencia en ascenso de episodios de asma bronquial y broncoespasmos en niños y adolescentes se relaciona, también, con la constante exposición a sustancias químicas ambientales, como pesticidas.

Como se anticipó, los daños ambientales causados por el agronegocio han provocado una intensa conflictividad social, demandas comunitarias y procesos judiciales. En particular, en estos conflictos la afectación de la salud infantil ha sido un catalizador clave de muchos procesos de movilización y los derechos de niños, niñas y adolescentes (NNyA) están ganando protagonismo en los andamiajes discursivos que configuran las estrategias de lucha y, en particular, de su judicialización. En efecto, como ha sido ampliamente documentado, uno de los primeros colectivos sociales en enfrentar el avance del agronegocio fue el de las “Madres de Ituzaingó”. Se trata de un grupo de mujeres madres del barrio Ituzaingó Anexo de la provincia de Córdoba que desde principios de los 2000 comenzaron a denunciar el incremento de casos de leucemia infantil asociados a las fumigaciones que tenían lugar en los campos colindantes a sus viviendas (Berger y Carrizo, 2020). Inauguraron, así, lo que se constituiría en un amplio movimiento de lucha de “afectados”, organizado en campañas locales y nacionales denominadas “Paren de Fumigar” y en diversas redes -comunitarias, de médicos y abogados- de pueblos fumigados. Mediante el despliegue de variados repertorios de acción y procesos organizativos, se han consolidado “colectivos de cuestionamiento” en multiplicidad de espacios locales que han dado lugar a procesos de judicialización, y a la generación y apropiación de normativas y movilización de la problemática a otras escalas y en alianza con diferentes actores (Schmidt; Toledo López; Tobias; Grinberg y Merlinsky, 2021). A partir de la problematización de sufrimientos, reencuadrados en clave de injusticia, y de la actualización de la politicidad del parentesco y en particular de la figura de “las madres” (Vecchioli, 2005; Leguizamón, 2019; Kunin, 2019) lo infantil se ha constituido desde entonces en un tropo central del conflicto, cristalizado en banderas de lucha tales como “Ni un pibe menos por agrotóxicos”, “Por una infancia libre de venenos” y “Basta de infancias pulverizadas”.

Ante la ausencia de estadísticas y relevamientos sanitarios oficiales, gran parte de los esfuerzos de las comunidades y de las alianzas forjadas con expertos y científicos se han centrado en producir pruebas y evidencias, desde lo que se conoce como epidemiología popular (Brown, 1992). Esto ha sido fundamental para visibilizar las realidades locales, fortalecer los procesos asamblearios vecinales y exigir -en algunos casos, conseguir- restricciones a las fumigaciones, en general, por la vía de ordenanzas municipales a partir de la consolidación de un entramado precautorio (Berros, 2013). No obstante, como ha analizado Cecilia Gárgano (2022), esto se enmarca en procesos desregulatorios que han tendido a profundizar la fragmentación de experiencias comunes ante los efectos del agronegocio, entrampando a las comunidades a demostrar “caso por caso” los daños sufridos en sus cuerpos y territorios. Por otro lado, en términos analíticos, la producción científica también se ha concentrado en aspectos epidemiológicos.

Si bien se trata de una agenda en expansión -para el foco de este artículo se destacan los trabajos de Caisso (2022), Kunin et. al (2019) y Kunin y Lucero (2020)- aún son escasos los estudios que aborden las dimensiones sociales y cotidianas de la vida en estos territorios tóxicos. Este artículo espera contribuir a esta agenda desde una sensibilidad etnográfica basada en la crítica feminista (Berman-Arévalo, 2021) y atenta a las geografías ordinarias (Ojeda y Berman-Arévalo, 2020), de modo de enfocar en los aspectos estéticos, afectivos y mundanos que conforman las experiencias y prácticas espaciales, así como las formas en que se plasman en las historias de las personas. Esta perspectiva puede iluminar procesos dinámicos y relacionales de creación de espacio (Hart 2004), intersectados por múltiples temporalidades, en los que la destrucción y la vida se solapan de formas complejas y contradictorias y las ruinas son constitutivas de espacios vitales y potenciales (Tsing, 2015). Como señala Ann Stoler (2013), se trata de reconocer y analizar el tejido conectivo que continúa ligando potencialidades humanas a ambientes degradados y ontologías degradadas a suelos envenenados y tóxicos; de modo de dilucidar los acoplamientos, tensiones y solapamientos entre violencias y cuidados (Llobet; Paz Landeira; y Medan, 2024).

Toxicidad, violencias y cuidado

Por temor a que no quede ninguna historia por contar, algunxs de nosotrxs aquí afuera entre la avena silvestre, entre el maíz extranjero, pensamos que es mejor empezar a contar otra, que la gente pueda continuar cuando la antigua termine. Quizás. Úrsula K. Le Guin La Teoría de la ficción como Bolsa Transportadora

La primera señal fue el olor. Ni el verde imposible sin tregua de la soja, ni el “riego” constante, ni los bidones que se amontonaban en un galpón vecino. No. Primero fue ese olor ácido, penetrante, irrespirable. Lucía5 se había mudado desde la ciudad de Buenos Aires con su marido y sus tres hijos a esta zona periurbana en el oeste del Área Metropolitana de Buenos Aires buscando, sobre todo, espacio. Espacio abierto para que sus hijos crecieran y corrieran, sin límites horarios ni consorcios que acotaran al juego y al bullicio. Aunque la infraestructura del barrio era precaria, había escuelas y centros de salud y, sobre todo, aire libre para construir una casa y forjar una vida en familia. El campo se presentaba lleno de posibilidades. Pero estaba ese olor. Al principio, no le dieron tanta importancia ni buscaron explicación. Es difícil trazar un olor, ponerle nombre, asociarlo con la sustancia que le da origen. Su frecuencia e intensidad depende de para dónde sople el viento. Hasta que una mañana se volvió tangible. Lucía despertó y encontró que la huerta que cultivaba en el fondo de su casa estaba muerta. En pleno diciembre, el sauce que había plantado estaba por completo amarillo. Su cuerpo y el de sus hijos también hablaron. Ese olor se encarnaba ahora en dolores de cabeza y articulares, en granos y erupciones cutáneas, en sangrados de nariz y en pérdida de peso. Afectaciones y padecimientos cotidianos que tuvieron que esperar diez años para su explicación.

Ante los primeros síntomas, Lucía llevó a sus hijos a la salita del barrio, segura de que allí los revisarían y los cuidarían. En cada visita, aclaraba que vivía frente a un campo donde cultivaban soja, pero ese dato no se incorporó nunca a la historia clínica; el diagnóstico se parecía cada vez más a un trámite: pesar-medir-auscultar-vuelva pronto. Un brote en la piel con fiebre alta de su hijo menor -de seis años en ese momento- fue lo que la decidió a cambiar el lugar de atención médica a un hospital público de Buenos Aires. Un viaje de cerca de cuatro horas que recorren en moto hasta la parada del primer colectivo, en un tren y en un segundo colectivo. Cada vez. Aun así, las respuestas no aparecían, hasta que una médica -por lo bajo- le dijo que investigara sobre pueblos fumigados. No hizo falta indagar mucho; fue, más que nada, la posibilidad contundente de ponerle un nombre a lo que sus cuerpos ya sabían. Caisso (2017) refiere al silencio social presente en los distritos de la pampa húmeda acerca de este tema. Sin embargo, la experiencia narrada, por su parte, parece abonar a la necesidad de indagar en otros tipos de discursos, bajos, ocultos y/o subterráneos que, no obstante, desafían tal silenciamiento, y posibilitan estrategias y prácticas disruptivas.6

Como señala Alex Nading (2020), los efectos tóxicos, en ocasiones, se parecen más a afectos, y las personas afectadas huelen, saborean y sienten la toxicidad con más facilidad que ingenieros industriales o agrónomos. La toxicidad, en este sentido, no es una mera propiedad intrínseca y empírica de una sustancia, sino que debe ser pensada relacional y situadamente como encuentros contingentes entre seres y cosas que, por su naturaleza repetitiva, de segregación lenta y efectos retardados (Nixon, 2011), se vuelve ubicua y banal. Me refiero a lo banal aquí en referencia a lo cotidiano, mundano y ordinario que, en cuanto tal, tiende a volverse soslayado, ignorado y eclipsado. El carácter gradual de la violencia ambiental que supone vivir expuesto de forma continua a altos niveles de toxicidad conduce a que ésta tienda a percibirse como rutinaria y, por lo tanto, sujeta a regímenes de visibilidad diferentes de otras formas de violencia. Su ubicuidad y omnipresencia pueden conducir, paradójicamente, a su invisibilidad. En este sentido, recupero el trabajo de Nixon y su preocupación por definiciones demasiado estrechas de la violencia que tienden a centrarse en manifestaciones espectaculares, rápidas, eventuales y calientes, al tiempo que soslayan formas más graduales, continuas y banales, en el sentido recién expuesto. Así, la teoría de la violencia lenta ofrece un modelo para comprender cómo las causas y las consecuencias de la violencia se desacoplan unas de otras con el paso del tiempo, un proceso que, en última instancia, hace que gran parte de la violencia lenta se torne invisible.

Después de periódicas consultas médicas que diagnosticaban “alergia” o solo atendían el síntoma sin interrogar las causas, Lucía logró que la escucharan en el área de toxicología del hospital -no por derivación, sino por su propia búsqueda- y que le hicieran los análisis que confirmaron que su marido y su hijo menor tenían -tienen- niveles alarmantes de glifosato en el cuerpo y que no se descartaba -descarta- la presencia de otros agrotóxicos en ellos y el resto de la familia.

No tenés tiempo para entenderlo. Es una situación que se presenta en tu vida y te posiciona en un lugar que nunca imaginaste. Para mí, la salud es el bienestar y el cuidado del cuerpo físico, mental y espiritual. Entonces, cuando hablo de lo que me pasa hablo de enfermedad. No estamos en la instancia de la salud, estamos en la instancia de la reparación de la enfermedad, sabemos que ni siquiera existe una solución, en ningún lugar me dijeron “esta es la cura”. Primero es shockeante. Decís “bueno, listo, mañana me voy a morir”. Después entendés que no, pero que vas a tener un montón de padecimientos. Y también entendés que tu realidad es otra de la que pensabas. Pero, ¿qué hacés para correrte de la fumigación? Mi casa no tiene ruedas. ¿Cómo hago? ¿Dónde me voy?7

A Lucía se le derrumbó el mundo. Junto al enojo y el dolor, también sintió culpa como madre. Ese aire que ella imaginaba limpio y puro, desprovisto de la contaminación de las grandes ciudades, estaba cargado de venenos, al igual que el agua que usaban para tomar, limpiar, bañarse y regar su huerta. El campo donde sus hijos jugaban y que su hijo mayor atravesaba todos los días para ir al colegio no era ese espacio abierto que ella añoró para su familia, sino un territorio tóxico. No obstante, este “derrumbe” se compuso de temporalidades heterogéneas. Los resultados de los análisis supusieron una aceleración y revistieron de urgencia a padecimientos de largo aliento, al tiempo que la inexistencia de cura y no tener a donde ir la ubicaron en un tiempo detenido, sin escapatoria. Al respecto, Laurent Berlant (2007) habla de muerte lenta para referirse al desgaste gradual de una temporalidad que no es la del evento traumático y espectacular, sino la de la vida ordinaria y discreta. Este derrumbe lento, continuo y sin punto de inicio o de fin, hace pensar en la desposesión provocada por el extractivismo como “un proceso incremental, por debajo del radar, de erosión de la capacidad de reproducción social que está en curso en la vida cotidiana de las poblaciones marginadas” (Fernández, 2017: 18). A su vez, como se ha señalado, se trata de violencias que afectan de forma aumentada y desproporcionada las prácticas, los cuerpos, las relaciones y los espacios vinculados a mujeres e infancias (Delgado y Martínez, 2020).

Sin embargo, ese derrumbe también inauguró para Lucía un tiempo nuevo, de organización, lucha y resistencia. Al día siguiente de recibir los resultados de los análisis, salió a hablar con sus vecinos, a compartir la información y la preocupación por la salud y el bienestar de sus hijos. Así se inició un proceso asambleario que hoy hace frente a productores y políticos locales y demanda el cese de las fumigaciones.8 Para Lucía, se trata de “sacar el veneno de nuestros territorios, de nuestros cuerpos y de nuestros alimentos”. Aunque eso implique, de forma paradojal, poner el cuerpo y exponerlo a múltiples violencias entrelazadas. Como el día que se dio cuenta que estaban fumigando en frente de su casa y fue a la comisaría, con las historias clínicas de toda su familia bajo el brazo. Persiguió al comisario hasta que logró convencerlo de que no podía permitir que envenenaran a todo el barrio indiscriminadamente. Así fue que terminó ella en el asiento trasero del patrullero persiguiendo al tractor. “Encima con las ventanillas del patrullero bajas porque estaban rotas. Me costó una semana de diarrea y vómitos. Es muy violento todo. Pero se puede. No van a lograr callarnos. Porque somos mujeres y porque somos madres”, dice Lucía.9 Mira por la ventana de su casa y siente tristeza, pero también enojo y eso la mueve, lo que hace pensar en la politicidad diferencial de los afectos.

Como analiza Meztli Yoalli Rodríguez (2021) en su etnografía en la costa de Oaxaca en México, estas geografías en duelo -entendidas como espacios en los que el dolor se siente colectivamente debido a una pérdida enredada de seres humanos y no humanos causada por formas de violencia interconectadas- pueden también producir movilización y esperanza; en este sentido, el duelo es semilla de actos insurgentes y crea estrategias cotidianas de resistencia a través del cuidado y la reciprocidad. “Esta combinación de dolor y esperanza alimenta la movilización política no sólo en las formas dominantes y legibles para el Estado, sino también en las formas ilegibles del cuidado cotidiano, la solidaridad y la ayuda mutua en la comunidad” (Rodríguez Aguilera, 2021: 8, trad. propia). Actos cotidianos y fuera del radar -como cuando Lucía empezó a acompañar a su hijo mayor a la escuela, en la búsqueda de caminos alternativos, más alejados del campo fumigado- que reescriben las geografías vividas.

El activismo ambiental se constituye e intersecta con el cuidado infantil, en estos procesos en los que son mujeres madres las que plantean que este modelo pone en jaque las posibilidades de cuidar, amenaza el bienestar infantil, y resulta, en última instancia, incompatible con la reproducción de la vida en sentido ampliado. Entre las ruinas hay, de este modo, resquicios que las prácticas de cuidado revelan. Se abren espacios de politización, imaginación y reparación, que conjugan formas íntimas y públicas de volver al mundo más habitable.

De herencias, futuros y biologías relacionales

Nosotros pensamos que el tiempo “pasa”, fluye y nos deja atrás, pero ¿y si somos nosotros los que nos adelantamos, del pasado al futuro, siempre descubriendo algo nuevo? Úrsula K. Le Guin Los Desposeídos

Los agrotóxicos están dañando nuestro cuerpo, están dañando nuestra salud. Yo tuve dos ACV y un aborto por intoxicación y mis dos hijos tienen daño genético. Entonces, como otras mujeres que son madres, no puedo no hacer nada. Cuántas veces que me pinché, pensé en mis hijos y me levanté y me dije a mí misma “tengo que hacerlo porque tengo que hacerlo”. Tengo que seguir. Y voy a tener la satisfacción de que no estuve en vano en este mundo. Que para mis hijos dejé lo mejor que pude. Y para mí el ambiente se extiende hasta cada célula nuestra, no es algo externo. El ambiente llega hasta las células de nuestro cuerpo. Un ambiente envenenado nos arruina el ADN. Si no hacemos algo estaremos implicando al resto de las generaciones.10

Mariana fue una de las impulsoras del colectivo “Madres de Barrios Fumigados” y hoy integra la campaña “Paren de Fumigar” en su ciudad -una localidad en el norte de la provincia de Buenos Aires-. Estos espacios impulsan y sostienen procesos de organización comunitaria que tienen como objetivo producir y difundir información acerca de cómo los agrotóxicos están afectando el ambiente y la salud y exigir regulaciones al gobierno local -mediante la presentación de proyectos de ordenanza- y el Poder Judicial -mediante acciones de amparo-. Como a Lucía, a Mariana también le llevó muchos años encontrar la explicación para los padecimientos que afectan su salud y la de su familia. Su hijo de diez años y su hija de veintidós tienen cien veces más agrotóxicos en el cuerpo del nivel establecido como tolerable para seres humanos. No obstante, Mariana interroga este número y se pregunta por qué el veneno debería ser tolerable, en cualquier medida. Lo que revelaron los estudios de genotoxicidad fue también vivido por Mariana y sus hijos en una escala más íntima y cotidiana.

A veces me cuesta hablar del tema con ellos, porque la afectación la tienen en el cuerpo. Ellos pasaron por muchos tratamientos médicos. Mi hija, que hoy tiene 21 años, se perdió la secundaria, la terminó en casa con maestra domiciliaria. Se aisló de todo su contexto social. Es un costo muy grande para ellos, no solo a nivel de la salud. Y mi nene empezó con problemas desde muy chiquito y al nivel inicial casi no fue. 11

Para ella, el derrumbe, seguido del duelo y seguido de la movilización, se precipitó con la intoxicación que le provocó un aborto en 2011. Si bien ya venía padeciendo distintas afecciones, sobre todo cutáneas -como brotes y desprendimientos de piel-, ese día sintió que respiraba veneno. Cuando llegó al hospital, su hijo ya estaba muerto. Aunque el dolor de Mariana no cabe ni se agota en ningún número, su experiencia se condice con lo que las investigaciones en salud vienen señalando. De acuerdo a los datos difundidos por el Instituto Nacional de Salud Socioambiental12 en el VII Congreso Internacional de Salud Socioambiental13, en base a relevamientos que incluyeron a más de 6500 mujeres del sur y centro de Santa Fe, la prevalencia de abortos espontáneos en localidades de la región agroindustrial se triplicó entre 1996 y 2018. En particular, las pérdidas durante el primer trimestre de embarazo crecieron 4,7 veces. Estos hallazgos, a su vez, están en sintonía con el enfoque de la justicia reproductiva ambiental, que llama la atención sobre la intersección entre la justicia ambiental y la justicia reproductiva (Hoover, 2017). La justicia ambiental es un campo de indagación académica y activismo que interroga las condiciones sociales, políticas y éticas de la distribución desigual de responsabilidades, beneficios y cargas ambientales. Mientras que el marco de la justicia reproductiva emergió de la organización y pensamiento de mujeres racializadas en Estados Unidos, en respuesta a una larga historia de opresión reproductiva derivada de las narrativas e intervenciones de control demográfico. Los desarrollos de la justicia reproductiva ambiental han llamado la atención sobre las formas únicas en que se producen las injusticias relacionadas tanto con el medio ambiente como con la reproducción y la necesidad de abordarlas desde una perspectiva integrada e interseccional. Esta lente permite comprender con mayor profundidad las perspectivas aquí reconstruidas, en cuanto se trata de experiencias de mujeres cuya capacidad reproductiva en sentido amplio, en referencia al cuidado, sostenimiento y reproducción de la vida, se ve amenazada.

Los tóxicos se vuelven banales por su ubicuidad y su aparente invisibilidad, por lo que las personas y colectivos afectados se ven forzados a demostrar el modo en que saturan y amenazan la vida de forma cotidiana. Aunque los tóxicos son dañinos para todos los seres y organismos, la fragilidad del desarrollo fetal desafía su aparente banalidad, exhibe los daños que provocan y revela las limitaciones de la lógica de umbrales tóxicos y niveles de tolerancia. A su vez, como señalaba Mariana, expone el modo en que cuerpo y ambiente están inextricablemente entrelazados en las biologías locales. Las sustancias tóxicas son incorporadas -en el sentido profundo del término-, en las personas, con el potencial de traspasar generaciones. En relación a esto, los aportes de la antropología y la teoría feminista a los materialismos contemporáneos han propuesto pensar que las personas no están simplemente integradas en los entornos en los que viven, sino que se componen y recomponen biológicamente en relación a ellos (Frost, 2018); por lo tanto, los cuerpos biológicos y sociales no son objetos pre-hechos, sino que siempre están en proceso de creación (Ingold y Palsson, 2013). Como expresa Karen Barad (2014), no existe un exterior absoluto, sino que el exterior siempre está ya adentro.

Esta experiencia de imbricación resuena con la categoría de transcorporeidad propuesta por Stacy Alaimo (2010, 2016) para pensar la forma en que toxinas y tóxicos invisibles interconectan materialmente a las personas con lugares, sustancias y productos de consumo. Desde esta imbricación y afectación mutua entre el sí mismo y el lugar -self y place, en inglés- Alaimo se pregunta por las formas de ética y política que emergen de esta sensación de estar incrustados, expuestos e incluso compuestos por la materia misma de un mundo en profunda y rápida transformación. Para Mariana se trata de resistir a la toxicidad como legado. Como decía en la entrevista, dejar para sus hijos “lo mejor que pueda”, un mundo en el que existir sea posible. Y aunque, en ocasiones, estas afecciones que componen sus cuerpos se tornan indecibles, ella encuentra en sus hijos la motivación para disputar otros horizontes. Algunas tardes, cuando Mariana trabaja en la mesa del comedor de su casa sobre historias clínicas de otros chicos del barrio o de otras localidades que buscan asesoramiento, su hijo la acompaña, le pregunta qué les pasa e imagina a esos otros niños afectados como él por sustancias intangibles que se esconden en el agua o en el viento. Otras tardes, él la deja trabajar mientras se ocupa de hacer otras cosas para no distraerla. Para Mariana, estas son las maneras en que él expresa que entiende de qué se trata; y también capta que tanto él como su hija mayor están orgullosos de ella. Así como ella se siente impelida a luchar por la salud y el bienestar de ellos, también reconoce cómo ellos la apoyan y la motivan a seguir adelante.

Mariana y Lucía viven a alrededor de 250 km de distancia, pero sus historias comunes -de venenos y cuidados- las han reunido en encuentros de pueblos fumigados. Cuando se ven, se abrazan, se dan ánimos y se reconocen en las palabras de la otra. En sintonía con Mariana, para Lucía el problema de las “infancias fumigadas” se juega en múltiples escalas temporales:

El problema con las infancias y el estado de alerta es que sabemos que el veneno en un cuerpo chiquito entra más rápido. Sabemos que causa daño genético que puede ser irreparable. Que no solo está dañando a nuestros hijos y a nuestros nietos -si es que no genera primero infertilidad-, sino que el daño que generan hoy va a perdurar por generaciones. 14

Mientras junto a su familia ensayan a diario formas de sostener y enmendar lo que amenaza con ser irreparable, Lucía rechaza el futuro que el modelo del agronegocio construye como inexorable, “un futuro de semillas diseñadas en un laboratorio, de monocultivo, de hijos y nietos con malformaciones o no nacidos, abortos espontáneos y comida de mala calidad”. Y desde esa impugnación, imagina otros legados: “Mostrarle a las infancias y a las generaciones futuras que las mujeres podemos liderar una batalla”.

Interesada por los modos en que se comprende, presencia y debate la extinción en el contexto de la actual crisis climática, Adriana Petryna (2022) plantea la dificultad y la necesidad del trabajo de horizonte (horizoning work). La autora señala que, históricamente, las personas han empleado el concepto de horizonte como punto de referencia estratégico en la navegación a través de distintos tipos de mundos que se presentan como físicamente inconsistentes. Sobre todo en situaciones de incertidumbre, en las que la experiencia previa no es suficientemente útil para la capacidad de predicción, los horizontes convierten lo imprevisible en potencial temporal y escalar, lo orientan y permiten el movimiento. Desde territorios devastados por una matriz productiva que se presenta como sin escapatoria, las personas de los pueblos fumigados se implican en activas formas de crear horizontes de vidas y existencias más justas, que involucran una variedad de sentidos y acciones que los discursos globales y abstractos de la crisis climática en tanto futuro desastroso ya consumado no permiten aprehender. Como se viene sosteniendo, en este trabajo de horizonte -en el que horizonte deviene verbo- la infancia y las generaciones futuras tienen un lugar central. De esta forma, se inscribe en la sedimentada asociación entre infancia y futuro, pero no desde una comprensión teleológica, sino por el contrario una donde el futuro es un terreno de batalla. La temporalidad infantil no aparece asociada a la conservación individualizada del estado actual de cosas, sino a la esperanza, que “contiene lo político entendido como posibilidad de avanzar hacia destinos no ‘manifiestos’” (LLobet, 2024).

Por otra parte, no se trata de un trabajo de horizonte excluyente en relación a lo humano. Por el contrario, como se ha argumentado, la experiencia corporal y ordinaria de la toxicidad conduce a reelaborar las relaciones y fronteras con las biologías de otros seres y paisajes y abre posibilidades para imaginar prácticas de cuidado y principios de justicia multi-especie. La experiencia de Natalia nos habla de ello. Ella vive con su marido y sus dos hijas en una localidad a 100 km al sudoeste de la capital federal. Con su familia crían gallinas pastoriles -“las chicas”- y cultivan hortalizas de forma agroecológica. En los últimos años, cada vez con más frecuencia, se ven obligados a cerrar las ventanas porque no se puede respirar. Un día, Natalia salió a caminar con una de sus hijas y se encontraron con peces muertos en el arroyo cercano a donde viven. Su barrio, de pronto, las enfrentaba de forma continua con asfixias y duelos. Con otras familias, empezaron a intercambiar la sospecha de que se estaba fumigando de forma indiscriminada y que, sobre todo, algo en el agua estaba muy mal. Ante la negativa del gobierno local, juntaron plata entre vecinos y la hicieron analizar. Describe los resultados como “escalofriantes”. Decenas de agrotóxicos combinados con altísimas dosis de arsénico. Con sus hijas hicieron afiches con la leyenda de que el agua de la ciudad contiene agrotóxicos y de forma periódica salen a pegarlos por las calles. Para Natalia, es una lucha que comparten. Aunque trata de no asustarlas en relación a la gravedad de la situación, de no desesperanzarlas. A su vez, procura restituirles -aunque sea en la narración- un mundo más densa y diversamente poblado. Natalia recuerda y les cuenta a sus hijas sobre su infancia abundante en mariposas y bichitos de luz. Hoy hay cada vez menos, fueron de los primeros seres en desaparecer víctimas de los agrotóxicos, agrega.

Etnografías producidas en distintas partes del mundo han contribuido a desestabilizar la noción de persona como entidad individual, discreta y exclusivamente humana. Por ejemplo, Renzo Taddei (2022) respecto de la obra de Davi Kopenawa señala que, en el mundo yanomami, las personas son un enmarañado de agencias que afectan y son afectadas por el flujo de la realidad y ésta se constituye entonces como una malla densa y dinámica de relaciones entre personas, humanas y no humanas. Los seres existen en redes de relaciones densamente contextuales, donde muchas de las personas con las que los yanomamis coexisten y, por lo tanto, precisan envolverse en relaciones políticas, no son humanas. De esta forma, el cuidado aparece como un aspecto central de la vida, pero en tanto efecto performativo o precipitado de esta arquitectura ontológica. Por su parte, Donna Haraway (2016) ha señalado que la devastación que produce la escala de operación de los sistemas capitalistas (como el monocultivo del agronegocio) se explica en parte por la falta de percepción que las tecnociencias tienen sobre la miríada de relaciones simbióticas que permiten que los ecosistemas prosperen. La experiencia de la toxicidad desde las ruinas del agronegocio abre vías para avecinar mundos y tejer alianzas más que humanas, más allá del abismo ontológico.

Reflexiones finales

“Aquí podrían burlarse; ¿y ustedes se creen que al hacer historias van a poder resistir, contrarrestar lo que devasta nuestros mundos? No creemos nada, simplemente sabemos que más vale hacerlas que someterse valientemente, dignamente a lo que se presenta como ineluctable (…) Ojalá estos ejemplos nos puedan dar la fuerza de no someternos con dignidad” (Despret y Stengers, 2023: 175)

Las experiencias de Mariana, Lucía y Natalia -las de sus familias y barrios- reconstruidas en este artículo narran una historia común, de injusticia socioambiental y violencia lenta, de padecimientos corporales y de resistencias y cuidados en territorios “invivibles” que son, sin embargo, densamente poblados. El foco propuesto en las vivencias e impugnaciones cotidianas y encarnadas al modelo del agronegocio permitió iluminar los afectos de la toxicidad, pensada relacional y situadamente, como también los acoplamientos, tensiones y solapamientos entre violencias y cuidados. En este sentido, argumenté que las formas de activismo ambiental en las que estas mujeres se implican se constituyen e intersectan con el cuidado infantil y con la creación de horizontes de futuro de existencias más justas y plurales. Indagar en el lugar que lo infantil y las generaciones venideras tienen en estas resistencias a la toxicidad como legado permitió aprehender espacios de politización, imaginación y reparación, que conjugan formas íntimas y públicas de volver al mundo más habitable. A su vez, los modos retratados de concebir la herencia -desde la experiencia encarnada de ontologías relacionales y no individualizantes- expresaron que ésta no es un mero reflejo de la genealogía y el parentesco, sino que contribuye a crearlos y re-crearlos de formas no pre-establecidas.

El problema de las “infancias fumigadas” evidencia, a su vez, la distribución desigual de la toxicidad y las formas en que el daño ambiental afecta de forma incrementada a niños y niñas en ecologías situadas. Esto no implica, no obstante, reificar a la infancia de modo tal de visualizar a niños y niñas solo como víctimas de la crisis ambiental. En este sentido, en futuros trabajos espero contribuir a analizar las formas en que los propios niños y niñas experimentan, significan y afrontan las consecuencias del agronegocio en el cuerpo, la salud y el territorio y cómo imaginan, afrontan y desafían la persistencia de estos efectos en el futuro. Considero que los conflictos socioambientales plantean nuevos escenarios y desafíos para la concreción del enfoque de derechos de la infancia y ofrecen, en este sentido, posibilidades para producir marcos críticos desde los que reelaborar la ciudadanía política infantil desde una perspectiva relacional, colectiva, intergeneracional y también más que humana.

Buenos Aires, 20 de julio 2023

Agradecimientos

Este trabajo se enmarca en una investigación en curso que busca comprender desde un enfoque etnográfico la experiencia infantil en territorios amenazados por el agroextractivismo. Se trata de una investigación antropológica postdoctoral iniciada en 2022 que busca, por un lado, mapear cómo lo infantil es movilizado en conflictos socioambientales en torno al agroextractivismo y, por el otro, comprender los modos particulares en que el daño ambiental afecta la vida cotidiana de niños y niñas, recuperando sus prácticas de cuidado, valoraciones y visiones de futuro del daño ambiental para sí, para sus familias y otros humanos y no humanos. De esta forma, este texto y la investigación en que se enmarca se ha nutrido de espacios colectivos de discusión y reflexión en el marco del Programa de Estudios Sociales en Género, Infancia y Juventud (UNSAM) y del Equipo Burocracias, Derechos, Parentesco e Infancia (UBA)

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1 Gabriela Merlinsky considera el conflicto como un analizador social a través del cual es posible explicar y comprender cómo se transforman las relaciones sociales, con sus prácticas, significados, instituciones y conocimientos a partir de la observación de las dinámicas del conflicto ambiental a través del tiempo.

2Como señala Paula Blois: “Las formas de nombrar constituyen indefectiblemente parte de la disputa. Si desde ámbitos de promoción o apoyo al uso de estas sustancias se habla de ‘productos fitosanitarios’, en los ámbitos en que se los cuestionan se habla de “agrotóxicos” (2016: 77). En este artículo se opta por esta última forma de nombrar, puesto que el énfasis está colocado en las experiencias de las personas afectadas en relación a la toxicidad. A su vez, puesto que se trata de un análisis etnográfico, se parte de considerar a las categorías nativas en su valor de aprehensión e inteligibilidad de la realidad social estudiada.

3https://agenciatierraviva.com.ar/wp-content/uploads/2022/11/los_productos_fitosanitarios_en_los_sistemas_productivos_de_la_argentina_una_mirada_desde_el_inta.pdf

4La OMS establece un sistema de clasificación para distinguir entre las formas más peligrosas y las menos peligrosas de determinados plaguicidas con arreglo al riesgo agudo que representan para la salud de las personas (es decir, el riesgo resultante de una exposición única o repetida durante un periodo relativamente breve).

5Todos los nombres empleados en el texto son pseudónimos.

6Agradezco la observación del/a evaluador/a respecto de este significativo matiz.

7Entrevista con Lucía, 15 de mayo de 2022.

8Excede a los objetivos de este artículo reconstruir y analizar este proceso de organización y demanda.

9Entrevista con Lucía, 15 de mayo de 2022.

10Entrevista con Mariana, 7 de junio de 2022.

11Entrevista con Mariana, 7 de junio de 2022.

12https://institutossa.org/

13El evento tuvo lugar en la ciudad de Rosario, Santa Fe, entre el 12 y el 17 de junio de 2023.

14Entrevista con Lucía, 15 de mayo de 2022.

Recibido: 26 de Julio de 2023; Revisado: 18 de Enero de 2024; Aprobado: 04 de Marzo de 2024

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