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El taco en la brea

versión On-line ISSN 2362-4191

Taco brea  no.17 Santa Fe jun. 2023

http://dx.doi.org/https://doi.org/10.14409/eltaco.9.17.e0093 

Papeles de investigación

Penina, hombre infame. Historia y subjetividad en El fusilamiento de Penina, de Aldo Oliva

Penina, infamous man. History and subjectivity in El fusilamiento de Penina, by Aldo Oliva

1Universidad Nacional de La Plata

2Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Resumen

El presente trabajo se propone estudiar El fusilamiento de Penina, el único libro del poeta rosarino Aldo Oliva (1927‒2000) no compuesto por poemas; en cambio, se trata de una investigación sobre el fusilamiento clandestino del obrero anarquista Joaquín Penina, en 1930, por la dictadura de Uriburu. Terminado a fines de 1975, el libro fue confiscado y quemado por la dictadura de 1976, y permaneció perdido hasta el año 2004. Luego de una reconstrucción de la historia de Penina y del libro de Oliva, el análisis textual parte de una evidencia: en la investigación las huellas de las subjetividades de Penina y del propio Oliva parecen borrarse programáticamente, dejando su lugar al estudio de las «condiciones objetivas» y a la «objetividad» del investigador. Este factor contrasta notoriamente con la visión subjetivista de la historia que se desprende de sus poemas, y también se distancia de otros ejemplos del género, que juegan de otro modo con las marcas de subjetividad y la contaminación entre testimonio y ficción. Para ejemplificar este contraste, el trabajo termina con una coda que analiza un poema de Oliva sobre una figura que podría considerarse el reverso o el negativo de Penina: Severino Di Giovanni, el anarquista expropiador.

Palabras clave Aldo Oliva; Joaquín Penina; Historia Argentina; anarquismo; Década Infame

Abstract

This article intends to study El fusilamiento de Penina, the only book by the Argentinian poet Aldo Oliva (1927‒2000) not composed of poems; instead, it is about a research on the illegal shooting of the anarchist worker Joaquín Penina, in 1930, by Uriburu’s dictatorship. Finished in 1975, the book was confiscated and burnt by the dictatorship of 1976, and remained lost until 2004. After a reconstruction of Penina’s story and of Oliva’s book, the text analysis is focused on an evidence: in the investigation the traces of Penina’s subjectivity, and those of Oliva himself, are deliberately erased, leaving their place to the study of «objective conditions» and to the «objectivity» of de researcher. This fact sharply contrasts with the subjectivist vision of history that one can find among Oliva’s poems, and also differs from others examples of the genre, that elaborate in other ways the marks of subjectivity and the entanglement between testimony and fiction. To exemplify this contrast, the article finishes with a codathat analyses a poem by Oliva about a figure that could be thought of as the reverse or the negative of Penina: Severino Di Giovanni, the expropriator anarchist.

Keywords Aldo Oliva; Joaquín Penina; Argentinian History; Anarchism; Infamous Decade

En 1974, cuando Aldo Oliva comenzó la investigación sobre el fusilamiento del anarquista Penina, a pedido de la editorial de la Biblioteca Vigil, difícilmente tuviera en mente la figura de Manuel Belgrano, que emblematizaría su última serie poética publicada en vida; a finales de los 90, mientras trabajaba en esta serie y el libro que de un modo u otro sería su testamento poético, no podía saber que pocos años después de su muerte se rescataría el libro de Penina, que la dictadura del 76 había condenado a las llamas, y que se daba por definitivamente perdido. Hay un hilo, sin embargo, que une estos dos textos: la pregunta por la historia, y la denuncia de una patria inexistente que enmascara bajo su unidad imaginaria la realidad de la lucha de clases, del crimen y la opresión. Belgrano se pregunta, hacia el final del primer poema de la serie: «¿Cómo ensamblar, entonces,/ en un proceso de esfuerzo iluminante,/ ciertos testimonios, que algunos/ exhumaron y que cursan/ el sobresalto de la Historia?» (Oliva, 2016a:274). La historia de Penina, y la historia del libro sobre Penina, son una respuesta a esta pregunta: el anarquista catalán emigrado a Rosario es fusilado apenas comenzada la dictadura de Uriburu, por fuera incluso de la cobertura legal que podía dar el bando decretado;[1] la flagrante ilegalidad del hecho provoca su encubrimiento, del que participan la propia policía, funcionarios estatales y los medios gráficos de la época. Poco más de cuarenta años después, Oliva recoge ese testimonio para contar la historia, pero el poder de otra dictadura, esta vez la del 76, vuelve a intervenir para borrar, ya no solamente los acontecimientos, sino también su memoria. Finalmente, en 2003 el libro se reencuentra, y comienza una peripecia que concluye con su reedición en la Editorial Biblioteca, donde había sido publicado por vez primera.[2] La Historia, con mayúsculas, asociada al poder, se preocupa tanto por lo que recuerda como por lo que deliberadamente olvida, por los sentidos que fija e impone y por los acontecimientos que relega a la oscuridad u oculta; la memoria, y la memoria popular sobre todo (no solamente por la extracción social y las convicciones de Penina, sino también por el espacio simbólico y cultural que se gestó en Rosario en torno a la Biblioteca Constancio C. Vigil), en cambio, perturban (sobresaltan) la temporalidad lisa y homogénea de la Historia al mantener latentes estos «testimonios» del crimen y el horror sobre los que aquella se funda. Belgrano, Penina, el propio Oliva, son condenados, cada cual a su modo y en su contexto histórico, «a inventar el vacío/ de posesión cuando se inscribe/ la mano de poder sobre las cosas» («Aliter», 2016a:77).

Pese a la continuidad de una búsqueda y una posición ética que trascienden los años y los discursos y otorgan una cierta coherencia a su proyecto creador, las diferencias entre el Penina y la producción poética de Oliva son muy marcadas. Desde ya, las cuestiones genéricas son insoslayables: el género lírico por un lado, y la investigación histórico‒periodística por otro implican modos distintos de relacionarse con el lenguaje, con el referente extratextual (el «mundo») o textual, de asumirse como sujeto de la escritura, etc. Estas opciones traerán aparejadas, a su vez, diferencias semánticas y estilísticas: el privilegio de la polisemia y de la ambigüedad en la poesía, o su preocupación por el material fónico del lenguaje, dejan su lugar frente a la univocidad y transparencia del trabajo histórico. Sin embargo, creemos que la distancia que separa El fusilamiento de Penina de los demás libros de Oliva es más profunda y no se agota en los problemas que conlleva la adecuación genérica. Por el contrario, el Penina presenta una conceptualización de la historia, y fundamentalmente del sujeto histórico (en un doble sentido: el sujeto que realiza y/o padece la historia, y el sujeto que la estudia) que tensiona la perspectiva histórica que Oliva desarrolla en los libros posteriores. Formulemos sin rodeos nuestra hipótesis: la poesía de Oliva que toma como referente la historia, de Julio César a Belgrano pasando por Robespierre o Di Giovanni, otorga un lugar central al sujeto y a la acción humana como motor de la historia. El sujeto histórico está atravesado por la historia, es incluso un catalizador de las fuerzas de la historia (Belgrano), pero al mismo tiempo su desvío, su clinamen puede vencer las fuerzas del destino e inaugurar la libertad, aunque sea efímera o provisoria.[3] En cualquier caso, la dimensión subjetiva es un componente insoslayable del acceso a la historia que proponen los poemas: sea a través del recurso al monólogo lírico, sea a través del diálogo poético o de otros recursos técnicos, la historia ingresa a través de una subjetividad determinada. No es casualidad que de los cuatro libros publicados en vida de Oliva, tres de ellos contengan en su título un nombre propio, y más precisamente el nombre de un personaje histórico. Pero, pese a esta coincidencia en cuanto a los títulos, la dimensión subjetiva está prácticamente ausente en la investigación sobre Penina. Penina, diremos provisoriamente, brilla por su ausencia. Y lo mismo ocurre con Aldo Oliva: no se encuentran rastros de su escritura inconfundible, de la fruición por la materialidad de la lengua que encontramos no solamente en los poemas sino también en sus aproximaciones críticas, de su búsqueda de expansión semántica.[4] Y si esto puede deberse a las constricciones del género (aunque, como veremos, no necesariamente tiene que ser así), no podemos pensar lo mismo respecto a la ausencia casi total de interpretación de los materiales con los que trabaja. No es sencillo determinar las razones de esta imprevista posición frente a la historia por parte de Oliva, ya que pueden ser múltiples e incluir cuestiones del ámbito personal. Pero al menos para calibrar adecuadamente los límites y las características de esta posición, repondremos en el siguiente apartado la historia de Penina; y luego, compararemos en sus líneas generales el libro de Oliva con otro testimonio sobre el tema escrito en la misma época, pero desde una perspectiva y con un tono distintos: Joaquín Penina. Primer fusilado, de Fernando Quesada.

Joaquín Penina, Fernando Quesada, Aldo Oliva

El 6 de septiembre de 1930, como es sabido, la presidencia de Hipólito Yrigoyen es depuesta por el golpe de estado encabezado por José Félix Uriburu, finalizando de este modo la primera experiencia genuinamente democrática en la Argentina (Adamovsky, 2020:162) e iniciando lo que después se conocerá como «década infame». En líneas generales, y a riesgo de simplificar, podría decirse que el radicalismo de la década del 20 había significado el ascenso y la representación en la escena política de las clases medias y populares, pero una vez en el gobierno no había logrado (por falta de voluntad política o por imposibilidades reales) modificar las estructuras del proyecto oligárquico y liberal que comienza a gestarse en la década de 1880. Esta situación produjo un nivel de conflictividad social que el gobierno de Yrigoyen no fue capaz (o no tuvo voluntad) de canalizar, y que fue en buena medida protagonizado por los inmigrantes, principalmente italianos y españoles, que vinieron al país como mano de obra pero no aceptaron dócilmente las condiciones injustas y opresivas que el país ofrecía.

El mismo 6 de septiembre se decreta la Ley Marcial: su primer artículo declara que «Todo individuo que sea sorprendido en infraganti delito, contra la seguridad y bienes de los habitantes, o que atente contra los servicios y seguridad públicas, será pasado por las armas sin forma alguna de proceso» (cit. en Oliva, 2015:53). La madrugada del 9 de septiembre, en Rosario, una partida policial arresta a Joaquín Penina y a Victorio Constantini, bajo la acusación de redactar y publicar un libelo de protesta contra la dictadura de Uriburu. Al poco tiempo se suma la figura de Pablo Porta, que se había dirigido a la habitación de Penina para encontrarse con sus compañeros. Luego de hacerlos pasar el día en la comisaría, intentando sin éxito que confiesen la autoría del panfleto, la policía libera a Porta y a Constantini, pero traslada a Penina a las barrancas del arroyo Saladillo y lo fusila. El fusilamiento era injustificable incluso bajo los parámetros del bando: a Penina no se le conocía delito alguno ni se lo había encontrado in fraganti. Tampoco se había podido probar la colaboración en la redacción o la difusión del escrito difamatorio: si bien hay motivos para pensar que Penina y sus compañeros estaban efectivamente involucrados, el mimeógrafo que encontraron en el domicilio estaba fuera de funcionamiento desde hacía unos meses. Por estos motivos Penina fue fusilado clandestinamente por la fuerza policial, y el hecho luego encubierto: se fraguó su detención, así como su inhumación posterior, anónima, en el cementerio de La Piedad; y se contestó al pedido de habeas corpus hecho por el abogado Salvador Arteabado el 26 de septiembre de 1930, alegando haber dejado a Penina en libertad el 10 de septiembre y desconocer su paradero (cit. en Oliva, 2015:55‒58). El diario La Capital del 10 de septiembre, por su parte, recoge una información proveniente de la Jefatura de Policía y afirma que «en las últimas horas fueron fusilados tres hombres de ideas avanzadas —comunistas o anarquistas—, a quienes se sorprendió pegando carteles o llevándolos en los bolsillos» (cit. en Oliva, 2015:54). La información es inexacta, como vimos, y contradictoria con la versión posterior de la policía (que dirá que Penina fue puesto en libertad): parece más bien destinada, como señala Quesada, a «preparar el ánimo del pueblo» (1974:45), sobre todo teniendo en cuenta que los motivos declarados de los fusilamientos implican una escalada sobre lo que contempla el bando. Por estas razones, Penina puede ser considerado al mismo tiempo «el primer fusilado» (así subtitula Quesada su libro) y «el primer desaparecido» (Frutos y Oliva 2015:37) por las dictaduras militares argentinas, estableciendo lazos históricos con la detención y desaparición de Juan Ingalinella en 1955, los fusilamientos de José León Suárez del 56 y la desaparición sistemática de personas durante la dictadura del 76.

La censura y el aparato represivo del régimen de Uriburu mantendrán en las sombras el fusilamiento y desaparición de Penina durante todo el año 1931. Más allá de los medios obreros, que se atreven a conjeturar el fusilamiento a partir de la nota periodística de La Capital (Oliva, 2015:59), los diarios importantes de Rosario evitan mencionar el tema. Recién a comienzos de 1932, con la «normalización constitucional» que llevará a la presidencia fraudulenta de Agustín P. Justo, la censura se relaja y empiezan a aparecer las denuncias, principalmente por parte del diario rosarino Democracia y su director, José Guillermo Bertotto, que arremete contra el teniente coronel Rodolfo Lebrero, quien diera la orden de fusilar a los obreros.[5] A partir de la difusión de estas denuncias, y de los actos de protesta de los círculos proletarios combativos y de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) rosarina, se inicia una investigación por parte de la Jefatura de Policía de Rosario, que no concluye en nada: la complicidad militar, policíaca, política y periodística que había posibilitado el fusilamiento y desaparición de Penina continúa obrando (ahora junto al aparato judicial) para garantizar la impunidad de los culpables.

A mediados de la década del 70, en la misma ciudad de Rosario y casi exactamente en el mismo momento, dos investigaciones procuran rescatar a Penina del olvido y esclarecer las circunstancias de su asesinato: Joaquín Penina. Primer fusilado, de Fernando Quesada, y El fusilamiento de Penina, de Aldo Oliva. Quesada, militante de la Federación Libertaria Argentina, intenta una «reconstrucción hecha desde los testimonios de amigos y compañeros de Penina» (Frutos y Oliva, 2015:31), pero también desde fuentes documentales escritas que comparte en ocasiones con el libro de Oliva, como por ejemplo las cartas abiertas de Bertotto desde Democracia. Pese a estas coincidencias, y a la quizá más asombrosa coincidencia temporal (el libro de Quesada es de 1974, mientras que todos los libros de la colección «Testimonios», de la cual El fusilamiento... formaba parte, estaban listos en 1975 e iban a salir a la venta a comienzos del 77),[6] no hay indicio de que los autores hayan tenido conocimiento del trabajo del otro, y los libros son muy distintos en la metodología de la investigación, en la caracterización de la figura de Joaquín Penina y en el estilo literario. Quesada, acaso favorecido por su militancia, accede a testimonios orales de compañeros de Penina, que ofrecen versiones directas de los hechos; Oliva realiza un trabajo de archivo más minucioso, consultando periódicos, panfletos y decretos de la época. Por otra parte, allí donde la intención de Quesada es marcadamente hagiográfica y se detiene en las bondades del carácter y de los ideales de Penina, para contrastarlas con la crueldad del régimen policial que lo fusila, Oliva mantiene una distancia valorativa respecto al anarquista catalán, a quien además se preocupa por incluir en una coyuntura política y social que lo excede, mencionando en un momento otros casos de tortura en Rosario para que el lector pueda apreciar «el clima represivo» de la época (2015:89). Finalmente, el estilo de Quesada, guiado por esta intención hagiográfica, se permite frecuentemente efluvios líricos y patéticos, así como una contaminación de voces en la cual por momentos no queda claro si estamos frente al discurso de un testigo o del propio autor. Oliva es más riguroso: no se encuentran subjetivemas o adjetivos axiológicos que rompan la isotopía propia de la imparcialidad del género, y la procedencia de los discursos está señalada de forma inconfundible.[7] Al contrario de lo que realiza en su praxis poética, Oliva se preocupa por despejar cualquier ambigüedad encontrada en los testimonios con los que trabaja. Así, por ejemplo, interviene el testimonio de Justina Flores, obrera, publicado en Democracia, para explicar que el término «aberrojados» —es decir «aherrojados»— «igualmente no se compagina con lo que sigue; creo que quiso decir, realmente, “arrojados” del banquete de la vida» (2015:81). La primera persona («creo») no implica un énfasis en la subjetividad sino una caución metodológica: Oliva es cuidadoso incluso al interpretar un término muy marginal en el testimonio, y llama la atención sobre el carácter incierto de su lectura. Pasemos ahora a las condiciones de producción de El fusilamiento de Penina, en el marco de la colección «Testimonios» lanzada por la Editorial Biblioteca.

La Biblioteca Vigil y su editorial. La colección .Testimonios»

El fusilamiento de Penina es, como adelantamos, parte de la colección «Testimonios», de la Editorial Biblioteca, de la Biblioteca Vigil. «La Vigil», como se la conoce, surge en 1959 en el barrio de la Tablada, al sur de Rosario. De origen y gestión popular, por organización de los vecinos allí donde el estado no llegaba, la Biblioteca fue adquiriendo dimensiones importantes, y ampliando sus prestaciones y servicios hasta llegar a tener, en 1977, «650 empleados, alrededor de 2.700 vendedores y cobradores de rifas, 3.000 alumnxs en escuelas formales y no formales, y aproximadamente 20.000 socixs».[8]

En este marco de expansión surge la editorial, pensada «desde Rosario, para los rosarinos, para gente de Rosario que es ignorada por todos los canales oficiales de la cultura» (Naranjo, 2015:113). La Vigil publicó la primera novela de Saer —La vuelta completa—, la poesía completa de José Pedroni y la de Juan L. Ortiz; en paralelo, había colecciones de divulgación científica, o de temas psicopedagógicos dirigidos a los padres de los alumnos de la escuela. En un momento el director de la Editorial, Rubén Naranjo, propone iniciar la colección «Testimonios», de divulgación popular y relacionada con temáticas sociales argentinas (Naranjo, 2015:119). Pese a que Aldo Oliva no era historiador ni periodista, y cuando surge la idea de la colección no tiene más que un puñado de poemas publicados en revistas, ya tenía un prestigio intelectual y político consolidado a partir de las discusiones en los bares y cafés, de su militancia en el MaLeNa, y de su dirección de la revista El arremangado brazo. Además, la Editorial ya venía encargándole trabajos de corrección, como modo de ayudarlo económicamente en un momento complicado de su vida, pero esa colaboración se había discontinuado porque Oliva no terminaba muchas de las correcciones (117).[9] La invitación a escribir era entonces un incentivo económico y un estímulo intelectual.

Rafael Ielpi había aportado a la biblioteca muchos textos sobre la «Década infame», por lo que se decidió empezar por cinco libros, cinco testimonios que abordaran diferentes aspectos de la época y que debían salir en conjunto. Los libros estaban numerados: 1. La década infame, de Norberto Galasso; 2. La .Revolución. de Uriburu, de Gladys Onega; 3. El fusilamiento de Penina, de Aldo Oliva; 4. Levantamientos de la década infame, de María Luisa Arocena; 5. El grupo FORJA, de Graciela D’Angelo. En este contexto, El fusilamiento de Penina tiene características particulares que lo distinguen del conjunto. Primero, es el único que toca un tema específicamente rosarino, y se trata más de un trabajo de investigación que de divulgación, ya que, como hemos mencionado, el caso Penina era relativamente desconocido por fuera de cierto sector obrero que mantenía viva su memoria. Es un trabajo de investigación, además, porque Oliva no parte del material ya reunido por Ielpi y la Vigil (como es el caso de los otros «Testimonios»), sino que realiza una búsqueda «en la Biblioteca Argentina, de los diarios de la época: La Capital, Democracia, el periódico de los radicales yrigoyenistas» (Oliva, 2016b:20). Pero fundamentalmente lo que singulariza este libro es su modo de trabajo con el material, que rompe con la organización de los otros volúmenes: los demás autores escribieron una introducción general al tema, de aproximadamente treinta páginas, y a continuación compilaron una serie de documentos de la época de más o menos la misma extensión: informes policiales, leyes y decretos promulgados, fragmentos de cartas personales o de libros, notas periodísticas, etc. Este equilibrio no existe en El fusilamiento...: en la edición de 2015, el ensayo inicial de seis páginas y media es acompañado por 50 páginas de testimonios extraídos fundamentalmente del diario Democracia, apenas introducidos por algunos comentarios de Oliva. Es como si el autor, un poco benjaminianamente, confiara en la potencia histórica de la mera disposición del material; recién hacia los últimos testimonios empiezan a aparecer su voz y su interpretación sobre el asunto, arriesgando hipótesis y preguntas.

El fusilamiento de Penina: historia sin sujeto, sujeto sin historia

En el texto que Oliva escribe como introducción a su libro, un ensayo interpretativo de la situación histórica en la cual tiene lugar el fusilamiento de Penina, el obrero catalán apenas es nombrado cuatro veces. No hay calificativos que excedan lo estrictamente descriptivo, ni una exploración de su historia personal que vaya más allá de la fecha de su fusilamiento: «en cuanto a Penina, recién fue fusilado en la noche del 10 de septiembre» (2015:49).[10] Incluso el epíteto de «antiviolento», utilizado en la página anterior para distinguirlo de Severino Di Giovanni, no se desarrolla en una ampliación de las convicciones anarquistas de Penina, o en su historia militante. No hay tampoco, ni aquí ni en el resto del libro, una intención de recuperar el nombre de Penina como símbolo o bandera de luchas posteriores, como sí hace Quesada en una tradición muy propia del anarquismo y de la militancia política de izquierdas en general.[11] Lejos estaría de la ética de Oliva proponer una canonización o un martirologio de la figura de Penina, pero sí se muestra muy atento, en su producción poética, a la resignificación de los nombres y los acontecimientos de la historia al calor de los hechos presentes. Y también al componente subjetivo de la historia, o mejor dicho a los modos en que la historia se hace cuerpo en una subjetividad concreta, la atraviesa y la conforma pero al mismo tiempo es refractada por ella, en una dialéctica en la cual ninguno de los dos términos queda intacto.[12] La historia de Penina parecía presentar una oportunidad interesante para abordar estos problemas, que sin embargo son dejados de lado. En cambio, a Oliva le interesa hablar de condiciones objetivas, de «lucha de clases» (2015:46), de «aparatos ideológicos» y represivos del Estado (48),[13] e incluso intenta derivar la consciencia anarquista de la época de las condiciones materiales de existencia. Así, explicará la inmediatez voluntarista del accionar anarquista afirmando que para el proletariado de la época, «radicalizado pero débil, como la infraestructura que lo sostenía, la única alternativa es la revolución social; y así es asumida como conciencia subjetiva de la clase» (46). En las páginas siguientes (47‒48) argumenta que la situación del proletariado argentino en 1930 le veda cualquier acceso real al poder del Estado, pero evidencia su relación conflictiva con este, que se vive como una colisión inmediata, sin la mediación y la dialéctica que implica la política. La teoría anarquista era apta para expresar esta situación de hecho, independientemente de las variantes «principistas» o del compromiso «ético» de sus adeptos. Y la respuesta ideológica de la burguesía partió, para Oliva, del mismo supuesto de la colisión inmediata e inevitable entre las clases sociales. Ambos sectores, el burgués expresado por la coalición policial, política y mediática, y el proletario representado por las distintas corrientes anarquistas, coinciden en entender que la lucha «era entonces frontal y “originaria” y, desde esa perspectiva, todo medio estaba no solamente justificado sino exigido» (48).[14] Este apretado marco conceptual y teórico reduce el fusilamiento de Penina al «acta de fundación» del revanchismo clasista del golpe militar‒oligárquico del 30 (44). Sin perder de vista en ningún momento el carácter de denuncia del accionar criminal y represivo de la dictadura, sin atenuarlo o justificarlo en lo más mínimo, y sin cuestionar tampoco la posición ética de los anarquistas de cualquiera de las dos tendencias,[15] señala los límites reales de esta posición voluntarista que no termina de tomar en consideración la coyuntura histórica y la potencia efectiva del proletariado.

Dijimos anteriormente que la desubjetivación de la figura de Penina, paradójica si se tiene en cuenta que el movimiento anarquista, inclusive en sus tendencias asociacionistas, privilegiaba la libertad y el individualismo, se acompaña de una desubjetivación autoral por parte de Oliva. Cuando, luego de esta breve introducción, el texto pasa al apartado de los testimonios, el autor se limita a presentarlos con las mínimas aclaraciones indispensables para contextualizar los hechos. Pero incluso en la misma disposición del material la mano del investigador desaparece. Aquí la analogía con el procedimiento de Walter Benjamin se vuelve incompatible: si este pretendía que las «iluminaciones profanas», los súbitos fulgores del conocimiento se produjeran a partir del choque de fragmentos heterogéneos, del montaje y la yuxtaposición temporal, en Oliva los testimonios están ordenados del modo más previsible: cronológicamente. La distinción formalista entre fábula y trama desaparece. Los primeros quince testimonios, de un total de treinta, siguen un orden cronológico y una lógica muy trabada. El único momento en que aparece la voz de Oliva, y su perspectiva respecto a los testimonios recuperados (más allá de la corrección de alguna imprecisión, y de la contextualización necesaria), es al introducir el testimonio 7, y con él la figura de Bertotto, cuya campaña de denuncia Oliva define como «incansable y valiente» (60). Oliva aprovecha este espacio para delimitar posiciones de clase «frente a la abierta persecución (que se incrementaría) sufrida por las clases productoras, fundamentalmente las agrupaciones obreras más combativas» (60‒61): en este marco «la tendencia obrerista de Democracia (comparable a la de Tribuna Libre en la Capital Federal) resulta disonante de una manera sugestiva con la indiferencia (y la complicidad) de los demás partidos burgueses (salvo, tal vez, la gestión acusatoria de los oficiosos “fiscales” socialistas)» (60). Esta disonancia mostrará sus límites objetivos para la causa del proletariado en los últimos testimonios del libro, donde la voz de Oliva sí se hace presente para discutir las posiciones defendidas por Bertotto.

La caracterización subjetiva de Penina, a diferencia de lo que ocurre en el libro de Quesada, se posterga hasta que los hechos están plenamente desarrollados, y se abandona rápidamente para incluirla en un contexto general de represión y tortura. Recién a la mitad de los testimonios presentados, que dan cuenta de todo lo que se podía saber del fusilamiento en 1932, el autor interviene levemente el orden temporal con la intención de ofrecer «una idea personal y vívida sobre quién era Penina y el porqué de su detención» (2015:80): son los testimonios de Justina Flores, ya mencionado, y de Victorio Constantini, el obrero que vivía con Penina y fue detenido junto con este. Aquí tampoco Oliva hace ningún juicio valorativo respecto a la conducta o a la moral del catalán, sino que solo señala que ambas declaraciones «coinciden en lo fundamental» (80). Los dos testimonios siguientes tienen la función explícita de enmarcar la muerte de Penina en «un clima represivo de tal magnitud que, para la justa apreciación de su sentido, creemos necesario testimoniar» (89). A continuación, Oliva expondrá distintos aspectos de la investigación que evidencian la complicidad civil en el fusilamiento de Penina y en el accionar represivo general: son los testimonios referidos a la inhumación del cadáver de Penina, que requirió del accionar encubridor de la Asistencia Pública y de funcionarios municipales, y de la firma (o su falsificación) del doctor Camilo Muniagurria; y los referidos al hecho de que Penina fue fusilado con pistolas Colt, en lugar de las carabinas reglamentarias. Aquí por primera vez Oliva, apoyado sólidamente en dos notas aparecidas en Democracia, se permite algunas conjeturas. El reemplazo de las armas reglamentarias, dice, es extraño pero no excedería lo anecdótico si las notas de Democracia «no nos dieran la pauta de que un oscuro manejo político (y administrativo) se funcionarizaba desde los mandos militares de la Jefatura de Policía de Rosario» (95). Estos artículos denunciaban la desaparición de las carabinas por orden del teniente Coronel Lebrero: el fusilamiento se habría realizado con pistolas Colt sencillamente porque las carabinas no estaban. Ahora bien, se supone que esas carabinas fueron entregadas por Lebrero a la Legión Cívica de Rosario.[16] Oliva se pregunta:

¿Qué motivos existían para desguarnecer a la tropa policial? ¿No se confiaba en ella? ¿Se confiaba más en los grupos civiles de la «Legión Cívica»? ¿Fue una orden del Comando en Jefe del Ejército? Como fuere, de hecho, la medida adquiere el sentido de ampliar la capacidad defensiva y/o represiva a sectores que escapaban al control del poder público y establece la forma anónima del uso arbitrario de ese poder. (96)

No hay preguntas, en cambio, respecto a por qué fue Penina fusilado, y por qué fue fusilado clandestinamente. En una entrevista que le realiza Osvaldo Aguirre veinte años después Oliva dirá que fue un fusilamiento ejemplificador, pero la explicación, empañada quizás por el tiempo transcurrido, no es plenamente satisfactoria, ya que la oscuridad tenaz en la que se mantuvo el acto conspira contra la hipótesis; en todo caso esa hipótesis no es explicitada en el libro. Está claro que no es la singularidad de Penina lo que le interesa discutir, sino la situación política concreta, el anudamiento entre militares y civiles que accede al poder el 6 de septiembre de 1930 y cuya fuerza represiva encuentra un emergente, sí, en el caso particular de Penina.

Estas «condiciones objetivas» son las que están también en la base de la discusión que Oliva mantendrá, al final del libro, con la posición defendida por Bertotto respecto a su deseo de que «los trabajadores actúen con más valentía y eficacia» y adopten «las resoluciones dignas y serias que obliguen a castigar a los malhechores» para no atribuir «a la moral de todos lo que sólo pertenece a la inmoralidad de pocos». Bertotto había pasado de una confianza inicial en el resultado de sus investigaciones, pese a la «ignorancia cómplice» del fiscal Borzone, a la constatación de que la complicidad es de la justicia en su conjunto y que por lo tanto el crimen quedará en la mayor impunidad. Es entonces que publica sus expresiones relativas a la valentía y eficacia de los obreros para efectivizar la justicia, expresiones que Oliva encuentra problemáticas. En una argumentación densa y un tanto confusa, Oliva critica la moralización e individualización que hace Bertotto de los «malhechores» de Uriburu. Para el director de Democracia se haría justicia si lograra castigarse a los culpables, a los pocos inmorales detrás del fusilamiento de Penina; pero su propia investigación había demostrado que era la propia institución judicial, en complicidad con otros poderes civiles, la que sostuvo ese accionar criminal. En definitiva, «imponer la justicia en el proceso Penina implicaba imponer “toda” la justicia; es decir, era romper las relaciones de fuerza, desquiciar la estructura del poder» (101). El apoyo moral con el que presuntamente contaba Bertotto, por ejemplo el de aquellos «jefes y oficiales del ejército que acarician ideales de justicia y concordia sociales», difícilmente se mantendría, sugiere Oliva, en el caso de que se vean en peligro los sectores de clase en el poder.[17] En este punto propone invertir la argumentación y lanzar la primera conjetura de peso sobre el plano de los hechos: acaso la democracia progresista representada por Bertotto, ligada al yrigoyenismo depuesto, requiriera la marejada proletaria en las calles no para hacer justicia, sino como único recurso de retomar el poder. Desde esta lectura encuentra Oliva que la crítica de Bertotto nos permite discriminar, en el juego interno de la política burguesa, el papel de los partidos opositores al conservadurismo, y su impotencia «para resolver ningún conflicto social, ni siquiera ante la escrupulosa evidencia de la realidad del asesinato de Penina» (2015:102). Nuevamente esta impotencia obedece a razones estructurales, a las relaciones de fuerza de la coyuntura, y por lo tanto es independiente de la «bizantina personalidad ética de algunos de sus hombres» (102), entre los que acaso podría contarse al propio Bertotto, más allá de sus contradicciones.

Conclusión: la historia y los hombres infames

Si uno se ciñe a los poemas que Oliva escribió y publicó a lo largo de cuarenta años, o a las charlas, conversaciones y clases que mantuvo durante ese tiempo, uno encuentra que para el autor, como para Rozitchner (herederos ambos de un marxismo pasado por el tamiz sartreano), el ingreso a la historia es subjetivo, en un doble sentido. Por un lado, las fuerzas objetivas de la historia encarnan necesariamente en los hombres, que a su turno tienen la posibilidad de trascender esa objetividad y transformarla, torciendo el cauce del destino. En este punto la visión olivana de la historia coincide, al menos parcialmente, con una versión tradicional que la piensa en términos de los grandes hombres: las acciones de los hombres (incluidas las verbales), de determinados hombres, tuercen las leyes del destino e inauguran provisoriamente el reino de la libertad. La dirección de esas acciones, es decir, sus motivos así como sus consecuencias, permanecen en las sombras; pero el acontecimiento, la ruptura de la causalidad, fulgura y depende de una decisión humana. La historia encarna en los hombres, al modo hegeliano, pero como vimos, estos no se someten pasivamente a ella, se debaten, y en ocasiones introducen el desvío. Por otro lado, la materia inerte de la historia se actualiza en su contacto con la lectura, se carga de politicidad cuando se lee desde un presente determinado. La lectura deseante, en tanto parte a la búsqueda de lo que no está, de los intersticios de la historia donde puede introducir su cuña el presente, reenvían necesariamente a un nuevo sujeto, el historiador o, en este caso, el poeta‒lector‒de‒historia. El lector no es un mero receptor sino un sujeto activo que asedia el pasado con sus conjeturas e intereses, y anuda una temporalidad compleja en la que intervienen elementos del pasado y del presente, antes de lanzarse hacia un futuro indeterminado.

Es llamativo constatar la ausencia radical de ambas dimensiones subjetivas en el trabajo sobre Penina. O mejor dicho: lo llamativo es la desconexión entre ambas dimensiones. La personalidad de Penina, sus características, su pasado, son brevemente recuperados en los testimonios de la obrera y de su compañero de habitación; pero el autor no los comenta y dispone rápidamente los testimonios sobre la generalización de la tortura en Rosario, como si el obrero catalán, pese al título del libro, no fuera efectivamente su tema. Lo mismo ocurre con las conjeturas que arriesga Oliva, que se centran en aspectos de la investigación (¿por qué los policías que fusilaron a Penina no tenían las armas reglamentarias?) o cuestiones teóricas (¿cuáles eran los límites de la democracia progresista en 1930?) pero olvidan una pregunta crucial, que es por ejemplo el centro de la investigación de Quesada: ¿por qué Penina, precisamente él, es fusilado? Esta pregunta, además, no podía dejar de interesar a Oliva por cuanto una de las respuestas, la oficial, apuntaba a la relación entre escritura y resistencia: en efecto, el motivo de la detención habría sido la distribución de un panfleto, presuntamente escrito por Penina, llamando a la desobediencia contra la dictadura de Uriburu.

La literatura argentina de la época, de Operación Masacre (1957) a ¿Quién mató a Rosendo? (1969), de Rodolfo Walsh, o a Severino Di Giovanni. El idealista de la violencia (1970) de Osvaldo Bayer, ofrece modelos que permiten cuestionar la tajante distinción entre ficción y realidad, literatura y periodismo, subjetividad y objetividad, utilizando elementos narrativos y estilísticos tradicionalmente propios de géneros literarios para relatar acontecimientos «reales» (la creación de suspenso, la introducción de la subjetividad del narrador, la ficcionalización de los diálogos, la contaminación genérica, entre otros);[18] pese a esto, y pese a que el fusilamiento de Penina podía prestarse a una reconstrucción literaria no‒ficcional, apoyada en los documentos, Oliva se mantiene pulcramente del lado de la objetividad histórico‒periodística. Incluso su estilo desconoce los vuelos literarios que recorren no solamente su poesía sino también sus pocos trabajos críticos, la sonoridad que expande y levanta una multiplicidad de sentidos, la sintaxis barroca que explora las posibilidades de la lengua: su discurso, que como vimos se limita voluntariamente a la presentación general y a la articulación y muy breve comentario de los testimonios, intenta ser unívoco y transparente. No hay lugar para la opacidad significante, y las dificultades que propone su lectura se deben a la complejidad teórica que está detrás del análisis de los hechos. La sintaxis del libro, afirma Roberto García, «se presenta tensa, despojada de misterio (...) No hay gasto poético» (2016:32).

La voluntaria supresión de estos elementos subjetivos en el libro sobre Penina puede deberse a varias causas. Algunas ya han sido mencionadas: la adopción (contradictoria respecto a la posición evidenciada en su poesía) de un modelo marxista que diluye el componente subjetivo de la historia en la marea de las condiciones objetivas y la lucha de clases; las restricciones del género histórico‒periodístico, que fuerzan al autor a ceñirse a los datos verificables y a disimular su presencia como compositor del texto, es decir como «autor». Una variante de la primera hipótesis podría enunciarse así: es posible pensar que Penina no es el tema del libro, sino la punta del hilo que permite desenredar la madeja de las relaciones de poder en la coyuntura de 1930, relaciones que, en tanto se piensan en términos de clase (y no, por ejemplo, de partidos), se revelan más estables y resistentes al golpe de Estado encabezado por Uriburu. Sin embargo, sería injusto con la trayectoria intelectual y política de Oliva pensar que Penina, el ser humano Penina, el obrero catalán fusilado en las sombras por defender sus ideas, no le interesaba. Acaso haya también una dimensión ética, o una imposibilidad ética, en el lacónico tratamiento de la figura de Penina por parte de Oliva. Esta dimensión es la del pudor a la hora de hablar por los muertos, por los nadie, por aquellos cuya indefensión los ha condenado al silencio. Porque, en definitiva, no es lo mismo hablar de (o por) Belgrano, de César o incluso de Severino Di Giovanni, que sacudieron y transformaron su época, y dejaron además múltiples testimonios escritos, que de (o por) Penina, cuya vida seguramente estaba destinada al olvido. Acaso Oliva se haya enfrentado aquí al dilema ético que implica narrar la vida de los hombres infames, es decir, de aquellos seres desconocidos que fulguran brevemente en el momento en que el poder los captura, para hundirse nuevamente en las sombras. Según Agamben, en esta mínima aparición ante la historia, cuando son juzgados, condenados, fusilados, se muestra la irreductibilidad del sujeto, su imposible apropiación;[19] pero es cierto que ir más allá de ese momento evanescente implica una traición, un «hacer hablar» o «tomar la voz del otro» que no hace sino remedar, torpe cuando no malintencionadamente, su ausencia. Al permanecer en el territorio de la historia (incluso con el objetivo de contravenirla o de mostrar su hechura ideológica, sus silencios y ocultamientos), al no avanzar, por imposibilidad o incapacidad, en el terreno de la memoria, de los testigos y testimonios orales, de los «relatos de los hechos» como hiciera Walsh con los fusilados de José León Suárez (indudablemente «hombres infames»), o también Quesada con los compañeros de Penina, Oliva se ve reducido a constatar la ausencia del obrero, sin poder decir prácticamente nada sobre él. Y aquí encontramos una conexión inesperada con algunos de los poemas de Ese General Belgrano: ya que si frecuentemente en ellos la masacre es «conjetural», «solapada» o «tácita», y lo es precisamente porque el Poder se encarga de borrar sus vestigios, no hay nunca un desarrollo de esas conjeturas, un develamiento explícito en el poema, como si el poeta‒lector solamente pudiera señalar los vacíos de la historia, bordearlos sin atreverse a completarlos, sin lograr atravesarlos jamás.

Coda: el amor, la muerte y la escritura de Severino Di Giovanni

«La escritura de Severino (movimiento de danza)», el poema que recupera la figura de Severino Di Giovanni, es incluido por Oliva en el apartado «Mitográficas» de su libro De fascinatione (1997), lo que sugiere que el autor no trabaja con la figura histórica de Severino, con los pormenores verificables de su biografía, sino con el mito, en el sentido de condensación o saturación de tensiones que ponen en funcionamiento la maquinaria poética. Pese a esto, la comparación con el Penina se hace inevitable. Cuanto menos, al momento de escribir el segundo de los textos (sea cual fuere, aunque nos inclinamos a pensar que se trata de «La escritura...») Oliva debía tener presente el primero. La comparación es, primero, temática, y señala marcadas similitudes, y diferencias, entre Penina y Di Giovanni. Por un lado, ambos son inmigrantes, anarquistas militantes, y son fusilados con algunos meses de diferencia (10 de septiembre de 1930 el primero, 1 de febrero de 1931 el segundo); incluso parece que Di Giovanni formó parte de la organización de una serie de actos terroristas que reaccionaban «al fusilamiento de Joaquín Penina y al encarcelamiento y expulsión de tantos compañeros» (Bayer, 2015:477). Por lo demás, son dos figuras completamente diferentes. Di Giovanni es el anarquista expropiador, el «idealista de la violencia» en palabras de Bayer, aquel que considera legítimo el terrorismo como respuesta a la «violencia de arriba» y como modo de derribar, de una vez por todas, el fascismo. Su presencia constante en diarios anarquistas (varios de los cuales eran financiados y dirigidos por él), discutiendo ideas con propios y ajenos, llegando a veces a un grado de virulencia extremo,[20] lo ubican como uno de los ideólogos del movimiento, más concretamente de la vertiente individualista y expropiadora; sus actos terroristas, así como la publicidad que les otorga (reconociéndose o no como su autor), lo convierten en una especie de celebridad negra. Su nombre era conocido en todo el país, y circulaban fotos suyas en los principales diarios, junto al pedido de información; sin embargo, una y otra vez escapaba de las fuerzas policiales, lo que (sumado al hecho de que, como ocurre en estos casos, empezó a adjudicársele cuanto atentado o incluso crimen común ocurriera) contribuyó a agigantar su figura y darle tintes casi sobrenaturales. Penina, como hemos visto, es todo lo contrario: obrero anónimo, militante de segundo orden de la vertiente pacifista del anarquismo, no se le encontró arma alguna al momento de su detención. La respuesta del poder frente a dos figuras tan disímiles es igualmente antitética: incluso uno estaría tentado de hacer una esquemática tipología del Poder a partir de ambos fusilamientos, y de los motivos que están en la base de sus diferencias. El fusilamiento de Penina es clandestino, ilegal, oculto: las fuerzas represivas actúan en las sombras, amparándose en su impunidad. El poder hace cosas que no puede justificar de cara a la sociedad, mucho menos vanagloriarse de ellas; no había manera, en este caso, de presentar el cobarde fusilamiento de Penina como una victoria frente al enemigo. Con Di Giovanni ocurre todo lo contrario: es el criminal, el asocial por excelencia, la excrecencia que debe eliminarse para que la comunidad se constituya como tal. El fusilamiento de Di Giovanni es un «gran espectáculo» (Bayer, 2015:524) al que toda la sociedad quiere asistir, y al que se invita a que participe directa o indirectamente: «la dictadura quiere que el ejemplar castigo al contumaz tenga toda la difusión posible» (509). Si en el caso de Penina la dictadura no podía justificar el fusilamiento, aquí la dictadura se justifica mediante el fusilamiento: es una muestra gloriosa de su poder, de su justicia, de su eficacia teniendo en cuenta que el criminal había permanecido invicto durante el gobierno de Yrigoyen. Hay una última coincidencia entre ambos hombres, no menor: su preocupación por la difusión de ideas. De acuerdo con Quesada, al ubicarse en Rosario Penina «inició sus actividades de propagandista de una vigorosa inclinación a distribuir libros, folletos y periódicos, que casi siempre pagaba con sus reducidos ahorros...» (1974:39). La presencia de Severino en revistas y publicaciones anarquistas es conocida; pero también emprendió, en los últimos meses de su vida y mientras era perseguido por la policía, una labor editorial que comenzó con la publicación de las obras de Élisée Reclus y que debía continuarse con la obra de otras personalidades importantes para el movimiento. Cuando la policía finalmente lo encuentra, estaba saliendo de una imprenta a la que había ido, contra toda recomendación, para retirar los ejemplares de uno de estos libros. Si aceptamos la hipótesis de que Penina había sido el redactor del panfleto por el que presuntamente lo detienen, en ambos encontramos también una escritura que resiste al poder, con efectos políticos precisos. Diferenciándose en esto de los hombres infames de Foucault, cuyas vidas eran puestas en juego en escrituras ajenas, en discursos del poder que los tomaban como objeto, Penina y Di Giovanni se ponen en juego a sí mismos en sus propias escrituras, asumen el riesgo de ser sujeto de enunciación y aceptan sus consecuencias, como lo demuestra el grito de ambos antes de ser fusilados: «¡Viva la anarquía!».[21]

Volvamos ahora a Oliva. A diferencia de lo que ocurre con el texto sobre Penina, el poema de Severino retoma desde el título su «escritura»: pero no la escritura febril que acompañaba como un comentario político sus actos terroristas, sino la escritura, igualmente apasionada, de su amor por América Scarfó, «Fina». La violencia terrorista, el «Acto», constituye precisamente el trasfondo que debe silenciarse para que emerja la palabra. Leamos el poema:

La escritura de Severino (movimiento de danza)

Alza la mano izquierda para silenciar los elementos

del Acto; lee, como si obviara en el oscuro

designio de la historia,

en el poder locura, fango en los ojos de la perdida gente.

Con su mano derecha va penetrando el giro

de su ávido sueño, noche transfigurada

que en el espacio blanquísimo del alba

deja caer los signos.

Enjugado el olvido sus pañuelos

forjan su red plenilunar de nudos de oro,

la figura carnal de los ardientes corazones,

la constelación gramatical del alma.

En el cósmico exilio cursa el ser en desánimo

y nace la palabra:

(Non di morte...

DURAZNOS de las ISLAS para el amor de Fina.

AMOR de FINA dibujado en las PLANTAS y en

la TIERRA y en el AGUA.

(Non di morte sei tu...

Las gemas peregrinas para silenciar los elementos

de la explosión del Acto.

(Non di morte sei tu, ma di vivaci

Ceneri albergo, ov’e riposto Amore)

Y más allá del texto,

profanada,

queda la muerte sin la palabra MUERTE.

(2016:115‒116)

Asistimos aquí a la dramatización de la escritura: el poema nos muestra a Severino en el momento de escribir una carta de amor a América, dibujando una trama erótica que compensa la ausencia. La escena es en un punto similar a la que se encuentra al comienzo del poema sobre Belgrano (Oliva, 2016a:272): pero aquí no hay pasaje a la primera persona, no se da paso al monólogo lírico y el sujeto poético permanece oculto tras la máscara de la tercera persona. Lo que interesa resaltar sin embargo es que, si bien en ningún momento «asume la voz», Severino sí es el sujeto de la escritura: no del poema, sino de la carta. En este sentido, es un sujeto de un marcado carácter activo, que se realza por los verbos con los que comienza el poema y que aluden al modo en que Severino atraviesa la historia y es atravesado por ella: «Alza... lee... va penetrando...». La comparación del título con el de Penina, sintácticamente equivalente, enfatiza este punto: en El fusilamiento de Penina, Penina es un genitivo objetivo, es el objeto de la acción de fusilar; en «La escritura de Severino», por el contrario, el genitivo es subjetivo. Así, ya desde el título se distingue el tratamiento que los textos van a hacer de ambos personajes históricos. Penina es el objeto de un aparato represivo y autoritario que lo fusila ilegalmente y sin posibilidad de defensa; Severino es el sujeto de la relación amorosa (es el amante, más allá de que también sea amado). Incluso la potencia de su escritura, que «deja caer los signos» en el «espacio blanquísimo del alba» para conjugar ausencia y deseo, parece ser tal que trasciende la hoja de papel (como la metáfora anterior ya sugería) para transformarse en la forma misma del mundo: «AMOR de FINA dibujado en las PLANTAS y en la TIERRA y en el AGUA». El polisíndeton se suma a la enfatización de ciertas palabras mediante su escritura en versales para evidenciar el carácter desbordante de este amor que se plasma sobre las cosas.

La palabra poética que surge y conjura el «cósmico exilio» es, sin embargo y de forma típicamente olivana, ajena: se trata de dos versos, que van cobrando forma paulatinamente, de La Jerusalén Liberada de Torquato Tasso. Así como Belgrano encuentra su voz luego de una lectura crítica de los fisiócratas franceses, aquí Severino, en el momento en que quiere la expresión inmediata de la «constelación gramatical del alma», arranca palabras a la tradición. Tenemos aquí, nuevamente, una interpenetración o encabalgamiento subjetivo entre las figuras históricas recuperadas por Oliva y el sujeto imaginario que recorre los distintos poemas y propone una identificación precaria con la figura autoral. No solamente porque la dialéctica entre creación y tradición nos reenvía inevitablemente a la concepción poética de Oliva, y al biografema de sus inicios como escritor (cf. Oliva, 2016b:21), sino porque los dos versos de Tasso elegidos se articulan con la metafórica del autor mediante la imagen de las cenizas. En un punto ambos aspectos no son sino dos caras de la misma moneda, ya que la metáfora de las cenizas que vuelven a encenderse significa en Oliva (entre otras cosas) la tradición literaria y artística, en sí misma inerte o capturada por discursos (históricos o académicos) al servicio del poder, que se pone en movimiento al contacto deseante de la lectura. Pero más allá de su significación metatextual, la imagen forma parte de una cadena sintagmática que, mediante una serie de concatenaciones que ocupan los versos extraídos del poema de Tasso, termina por oponer la muerte al amor, Eros a Tánatos. Como sabemos desde Jakobson, la función poética puede entenderse como la proyección del eje paradigmático sobre el sintagmático, lo que permite una expansión de las relaciones fonéticas, sintácticas y semánticas por sobre la linealidad de la prosa. En este caso el primer verso relaciona sintagmáticamente dos semas que se oponen paradigmáticamente, la muerte y la vida; pero si el primero encuentra su lugar en un nombre, el segundo está adjetivado, como atributo de las cenizas. El encabalgamiento refuerza la tensión semántica del primer verso y a la vez dinamiza el sentido hacia el siguiente, donde se resolverá en la figura alegorizada del Amor. Las cenizas, restos de una combustión, residuo de un cadáver, pero al mismo tiempo albergue del amor que un viento o un soplido pueden reiniciar, ocupan precisamente el punto de clivaje entre ambos polos.

La contienda entre amor y muerte, la danza entre Eros y Tánatos (y la imagen de la danza, sugerida en el título del poema, nos indica de un modo muy olivano que la victoria del amor tampoco es definitiva, que ambos momentos se presuponen y se relevan dialécticamente) tiene una larga tradición en la poesía occidental en la que Tasso por supuesto está inscripto, y en la que aparecen también los españoles Garcilaso de la Vega o Quevedo, con su famoso soneto «Amor constante más allá de la muerte». Desde esta perspectiva, la «escritura de Severino» puede pensarse como una reformulación, o directamente una transcripción, de motivos poéticos ya codificados, legitimados por la tradición, y por lo tanto sin valor intrínseco. Y de hecho las cartas reales de Di Giovanni, tal y como nos son transmitidas en el libro de Bayer, adoptan una retórica romántica por momentos estereotipada, y cuya originalidad está en todo caso en su exuberancia. Pero el valor de esta escritura, de esta palabra poética (y pienso aquí tanto en el poema de Oliva, como en las cartas de Severino a América) no es intrínseco, no pertenece a alguna esencia poética inefable, sino que irrumpe en el límite exacto entre el texto y la coyuntura, es decir la Historia. Porque la Historia, su oscuro designio de poder y violencia, vuelve a insistir hacia el final del poema, no como una abstracción sino presionando el propio cuerpo de Severino, que se debate entre la pureza de un amor que se corresponde con la pureza de sus ideales, y los actos terroristas con los que devuelve desde abajo la violencia ejercida desde arriba. El Amor entonces no es una alegoría, el cupido alado que podía todavía ser para Tasso, sino el amor real y concreto que sentía por América; y la muerte no es tampoco un concepto metafísico sino una presencia cotidiana que lo irá cercando inexorablemente hasta su final en la Penitenciaría Nacional. Lo que acaso fuera un inocuo juego cortesano en Tasso o en Quevedo encarna en la figura de Severino Di Giovanni y se carga de un sentido personal y político en tanto, a semejanza de otros poemas de Oliva —pero no de la investigación sobre Penina—, la Historia atraviesa un sujeto que no es un mero receptor resignado y pasivo de los hechos sino que se rebela y afirma su presencia, a través de Actos terroristas pero también de Actos poéticos. La «escritura de Severino», insuflada por el amor, termina por quitarle a la muerte su palabra.

Referencias bibliográficas

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Notas

[1]El bando del 6 de septiembre de 1930, sobre el que hablaremos a continuación, habilitaba el fusilamiento sin proceso de cualquier individuo «sorprendido en infraganti delito» (sic).

[2]Esta peripecia es narrada en el prólogo que Antonio Oliva y Roberto Frutos escriben para la edición de la Editorial Biblioteca (2015), y fundamentalmente en el documental dirigido por Diego Fidalgo y protagonizado por Antonio, llamado Hombres de ideas avanzadas (2011). El documental se encuentra en youtube: https://www.youtube.com/watch?v=ysf9x6YHqA8. Digamos aquí solamente que en 2003 llega a manos de Antonio un ejemplar con las tapas arrancadas (ya que podían resultar comprometedoras), que el tesorero de la Vigil había extraído del depósito antes de que la intervención lo destruyera.

[3]La noción de clinamen es introducida en la filosofía por Epicuro, como una de las diferencias respecto del modelo anterior de Demócrito, y trabajada especialmente por Lucrecio en el Libro II de su poema De rerum natura. Si el materialismo de Demócrito implicaba un determinismo absoluto, una causalidad necesaria que en último término niega la novedad y la libertad, Epicuro y luego Lucrecio piensan en cambio en una desviación espontánea de los átomos, que, al colisionar con otros átomos, inauguraría nuevas series causales. El joven Marx (entre otros) recupera en su tesis doctoral la noción como una metáfora de la libertad del espíritu. Para un acercamiento a la poesía de Oliva desde esta perspectiva, así como una actualización de la teoría del clinamen, ver García (2016:37).

[4]No habría que confundir el borramiento de la subjetividad de Oliva, que atañe a su estilo literario lacónico y a la ausencia de consideraciones «personales», con la negativa a tomar posición política. A diferencia de la presunta objetividad y neutralidad que funcionan como cobertura ideológica del discurso periodístico (cf. Amar Sánchez, 1992:84‒90), esta investigación no solamente parte de premisas marxistas sino que toma posición al interior del campo que esas premisas delimitan, es decir, al interior de la lucha de clases.

[5]Aparentemente Porta también debía ser fusilado, pero se salvó por la «compasión» del encargado de llevar adelante el asesinato (Oliva, 2015:65).

[6]Según explica Antonio Oliva (en conversación personal), los libros no fueron publicados antes por motivos económicos: el Rodrigazo había multiplicado los costos de edición, y la Vigil recién pudo mandarlos a imprenta a fines del 76. Decisiones estratégicas comerciales llevaron a la postergación de la presentación y distribución de la colección para marzo del 77, pero antes la Biblioteca fue intervenida, y quemados los libros que se encontraban en depósito.

[7]Los subtítulos del libro de Quesada ya marcan un claro contraste en este sentido: «Esta dramática historia comienza en el año 1930» (1974:30); «Un joven que se convierte en mártir» (39); «Ejemplo de mártir» (63). Respecto a la procedencia de los discursos, la confrontación con el ensayo de Oliva permite observar que en ocasiones Quesada parafrasea textos de la época del fusilamiento del Penina (denuncias, folletos, etc.), sin indicar su procedencia ni citar textualmente, e incluso continuando sus ideas o su estilo exaltado.

[9]Por esta época la mujer de Oliva, Adriana Finetti, se encontraba gravemente enferma (moriría en el 76). Hablando con Antonio Oliva, uno de los hijos de Aldo, Naranjo recuerda «que tu padre en aquel momento estaba muy mal. Realmente mal, esa es la realidad, es lo que decíamos todos, y la Vigil pagaba al contado, entonces...»; al mismo tiempo reconoce el «nivel político» de Oliva, por lo que «a él le podía importar trabajar en una colección de este tipo» (2015:120).

[10]Cf. con la descripción que realiza Quesada, que aquí transcribimos en sus fragmentos más relevantes: «Joaquín Penina (...) Traía de España un bagaje cargado de esperanzas. En su vida cotidiana era un hombre común, para algunos un poco raro por sus costumbres. Vegetariano en su alimentación normal; individualista en sus hábitos; poco expansivo en sus manifestaciones; lector impenitente. Lógicamente, esta modalidad chocaba contra el medio ambiente. A pesar de ello, era muy querido y apreciado» (1974:39‒40).

[11]Las últimas palabras del libro de Quesada son elocuentes: «La sangre de los mártires han abonado siempre el surco abierto en la madre tierra. El riego de las generaciones hace retoñar la existencia espiritual y física de los hombres, de las ideas... Esta historia confirma el concepto: Penina no ha muerto; resurge hoy de nuevo; mañana será enarbolado como bandera de combate contra las dictaduras; será un símbolo que renace» (Quesada, 1974:107). El testimonio de la obrera Justina Flores, recuperado por Oliva, también entiende a Penina como «bandera de protesta y de combate» (cit. en Oliva, 2015:87); pero el autor en ningún momento se apropia de esta simbología.

[12]Oliva acompaña, en o desde su labor poética, la búsqueda de León Rozitchner de compaginar el marxismo con el componente subjetivo que para él es irreductible (cf. Kohan, 2016:45‒46). Esta preocupación por el sujeto lo aleja tanto del marxismo economicista ortodoxo como de sus derivas estructuralistas (por ejemplo la propuesta althusseriana). Sin embargo, curiosamente, en el Penina esa dimensión subjetiva está aplanada para dejar la prioridad a los «aparatos» y a las relaciones económicas.

[13]La aparición de conceptos acuñados por el filósofo francés Louis Althusser es significativa. Los testimonios de Antonio Oliva y de Roberto García coinciden en señalar la aversión que Oliva sentía por Althusser, seguramente (esto es una interpretación nuestra, pero que se desprende de las conversaciones mantenidas con ellos) por la concepción no subjetiva de la historia que sostiene el francés: «La historia es un proceso, y un proceso sin sujeto» (Althusser, 1974:35‒36). Si bien las conversaciones que Oliva puede haber tenido con su hijo y con García son muy posteriores a la escritura del Penina, la contraposición entre ambas posturas, y consecuentemente entre dos marxismos (uno más subjetivista, de la mano del existencialismo sartreano, y otro más estructuralista que es el que encontramos en el Penina), es notoria.

[14]Como muestra la contraposición inmediata entre Penina y Di Giovanni, Oliva es consciente de que no todo el anarquismo concebía que cualquier medio era legítimo; sin embargo, entiende que ambas vertientes del anarquismo confluyen en una relación negativa, de exterioridad y conflicto, con la sociedad autoritaria, y en la concepción de la fisura social como originaria, y no producto de circunstancias históricas. En este marco, los anarquistas expropiadores se abocarían a la supresión lisa y llana de los aparatos represivos del Estado, junto con las estructuras económicas que lo sustentan, mientras que los antiviolentos lucharían por la supresión de los aparatos ideológicos.

[15]Frutos y Ángel Oliva recuerdan, en la introducción a la edición de 2015, la afirmación de Aldo de que «Si hubiera nacido en 1900 seguro sería anarquista (...) ellos fueron el oxímoron de la ciudad fenicia y nunca se doblegaron» (cit. en Frutos y Oliva, 2015:25).

[16]La Legión Cívica era una agrupación paramilitar formada por los elementos nacionalistas que habían gravitado hacia Uriburu antes y después del 6 de septiembre. Si bien se presentaban como «apolíticos», al menos en un primer momento, sus lazos con el gobierno dictatorial fueron desde el comienzo muy estrechos.

[17]A conclusiones semejantes, respecto a las relaciones de fuerza y al apoyo real al proletariado a comienzos de la dictadura de Uriburu, llega Osvaldo Bayer al comentar un panfleto anarquista de la época, en el que —dice Bayer— se entrelazan lo ilusorio con lo utópico: «Al creer en la rebelión de los soldados, este pequeño grupo de anarquistas creía estar tal vez en la Petrogrado de 1917, o en el levantamiento de los marineros alemanes de Kiel. En la Argentina no se levantó nadie...» (2015:437‒438). Respecto a la condición clasista de la justicia, es interesante recordar la evolución del pensamiento de Walsh en los años posteriores a Operación Masacre, tal y como se plasma en los distintos epílogos añadidos. Es en el Epílogo a la edición de 1969 donde Walsh reconoce que la impunidad se debe a condiciones objetivas ligadas a la lucha de clases, y que la masacre de José León Suárez es parte de una cadena represiva contra las manifestaciones obreras y populares: «Las torturas y asesinatos que precedieron y sucedieron a la masacre de 1956 son episodios característicos, inevitables y no anecdóticos de la lucha de clases en la Argentina (...) Dentro del sistema, no hay justicia» (2018:223‒224). Oliva también afirma, con un lenguaje más alambicado, que «dentro del sistema, no hay justicia».

[18]Para una clasificación pormenorizada de estos elementos, así como para la discusión teórica del género de «no‒ficción», o «relato testimonial», cf. Amar Sánchez (1992), fundamentalmente los dos primeros capítulos.

[19]La vida de los hombres infames es un texto de 1982 escrito por Michel Foucault como prefacio a una antología de documentos de archivo, registros de internación o lettres de cachet que finalmente no salió a la luz. Estos documentos arrancan un nombre propio del anonimato en el momento mismo en que lo marcan con el signo de la infamia (vagabundeo, locura, sodomía): pero, de acuerdo con la lectura que propone Agamben, la misma presencia del nombre es el testimonio mudo de una vida que excede la captura por los dispositivos del poder (Agamben, 2005:88).

[20]Como es el caso de las discusiones de Severino con Diego Abad de Santillán y Emilio López Arango, los directores de La Protesta, que tienen un origen teórico‒práctico pero escalan en su violencia hasta el punto en que Severino mata a López Arango. La historia en su totalidad, así como las justificaciones que da Di Giovanni respecto a su accionar (justificaciones aceptadas por muchos anarquistas, incluso de la vertiente pacifista) son narradas por Bayer en su libro.

[21]Hay quizá un gesto ético que une estos textos con la «Carta abierta» de Rodolfo Walsh, y, en menor medida, con El fusilamiento de Penina. No solamente por la suerte corrida, no ya por el autor sino por el libro (un libro «desaparecido», como dicen Antonio Oliva y Roberto Frutos); también por el contenido crítico del libro. Cuenta Rubén Naranjo que, pese a que era consciente de que el libro sobre Penina era comprometido, ya que hablaba directamente del terrorismo de Estado (a diferencia del resto de los «Testimonios», que abordaban la dictadura de Uriburu bajo otros aspectos) y sobre un fusilamiento clandestino, Oliva en ningún momento le pidió detener la publicación, ni siquiera cuando los militares al mando de Videla toman el poder. «Aldo nunca hubiera dicho: “mirá, olvidate de lo que hice, sacale las tapas”. No, no lo hizo y el libro se dejó así» (Naranjo, 2015:126).

Recibido: 31 de Marzo de 2022; Aprobado: 12 de Diciembre de 2022

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